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En una nota editorial publicada no hace mucho tiempo, la anterior editora de la revista Antípoda (Universidad de los Andes), profesora Mónica Espinosa (2015), describía la labor editorial en la revista como el resultado de una tensión entre dos polos. El primero, de la pluralidad, marcado por la creciente diversidad interna de la disciplina; y el segundo, de la medición, caracterizado por lo que definió como el «clima actual en el que se desarrollan las actividades de investigación y publicación en las ciencias sociales», en el que se naturalizan ciertas mediciones como una forma de tomar el pulso a la calidad de la publicación científica. Así, por un lado, el editor se enfrenta con un campo de conocimientos cada vez más complejo y diverso, mientras que por el otro debe prestar atención a los mecanismos, en su mayoría ajenos, que prometen determinar la calidad de su publicación. Se trata pues de publicar en «tiempos de mediciones», con la tarea aún pendiente de reflexionar con mayor vigor sobre la medición como proceso y como mecanismo transformador de la realidad que pretende medir. Basta dar un vistazo somero a la literatura existente sobre la consolidación de estándares y calificaciones para entender que lo que está en juego no es solamente la medición de la calidad de nuestras publicaciones, sino las prácticas editoriales en todos sus niveles. Como bien lo expone la profesora Espinosa, todos estamos por exceso o por defecto «atrapados en una situación que debería ameritar reflexiones más profundas», además de acciones concertadas entre universidades, áreas de conocimiento y editores.
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