Conflicto, identidad y crítica de la memoria en Colombia 1

Conflict and identity and a criticism of memory in Colombia

Conflito e identidade e crítica da memória na Colômbia

Fabio Silva Vallejo
Universidad del Magdalena, Colombia
Angélica Hoyos Guzmán
Universidad del Magdalena, Colombia

Conflicto, identidad y crítica de la memoria en Colombia 1

Tabula Rasa, núm. 29, 2018

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 30 Octubre 2017

Aprobación: 01 Febrero 2018

Resumen: En este artículo nos proponemos interpretar el discurso y las políticas del posconflicto a partir del enfoque de la crítica de la memoria en Colombia. Desde nuestra lectura, este discurso, establece una dinámica de olvido sistemático y no permite superar las guerras, pero también genera formas de resistencia ante los conflictos y de preservación de las identidades a pesar de la marginalidad en las comunidades afectadas por el conflicto armado. Con todo ello, la identidad queda confinada a la guerra como política imperialista neoliberal, en un círculo perverso de violencia que define a la paz como espectáculo, a la memoria como capital y multiplica los sentidos de la sobrevivencia. Concluimos sobre la necesidad de empatizar con las múltiples memorias, desde nuevas sensibilidades que intervengan en la política de archivo de testimonios, repensando lo que se enseña y se difunde como Memoria Histórica y el impacto que esto tiene en el país.

Palabras clave: conflicto armado, memoria de la violencia, identidad, crítica de la memoria.

Abstract: This paper aims to interpret post-conflict discourse and policies drawing upon the criticism of memory in Colombia. Based upon our reading, this discourse imposes a dynamics of systematic oblivion, and leaves us unable to overcome wars, but it also gives place to forms of resistance to conflicts, and ways to preserve identities in spite of how marginalized communities affected by the armed conflict may be. With all of this, identity is left confined to war as a neoliberal imperialist policy within an evil circle of violence, which defines peace as a show, memory as capital, and multiplies the senses of survival. We end by concluding there is a need to show empathy towards the various memories, based upon new sensitivities to intervene in the policy of testimonial files, rethinking what is taught and spread as Historic Memory, and its impact in the country.

Keywords: armed conflict, memory of violence, identity, criticism of memory.

Resumo: No presente artigo, propõe-se interpretar o discurso e as políticas do pós-conflito a partir da abordagem da crítica da memória na Colômbia. Na nossa leitura, esse discurso estabelece uma dinâmica de esquecimento sistemático e não permite superar as guerras, contudo também gera formas de resistência ante os conflitos e preservação das identidades apesar da marginalidade das comunidades afetadas pelo conflito armado.Com isso, a identidade fica confinada à guerra como política imperialista neoliberal, em um círculo perverso de violência que define a paz como espetáculo, a memória como capital e multiplica os sentidos da sobrevivência. Concluímos sobre a necessidade de se criar empatia com as múltiplas memórias a partir de novas sensibilidades, que intervenham na política de arquivamento de testemunhos, repensando o que é ensinado e o que é divulgado como Memória Histórica e o impacto que isso tem no país.

Palavras-chave: conflito armado, memória da violência, identidade, crítica da memória.


Paris - 2018

Johanna Orduz

Muchas son las definiciones y aproximaciones a la memoria, la memoria es colectiva, es individual, es selectiva. Muchos son los teóricos que la definen. Desde Strauss hasta Ricoeur, desde Noria hasta Halbwachs, desde Gody hasta Foucault, todos tienen un corpus teórico, todos defienden una posición. Sin embargo, y a pesar de las discusiones académicas, la memoria sigue siendo el único instrumento tienen las comunidades para pensarse. Desde luego que todo este andamiaje teórico es necesario para comprender, de qué manera la memoria opera en las colectividades y se constituyen como es sinónimo de identidad, pero también de tradición y cultura. Al mismo tiempo que estas variables dependen del enfoque de quien las mira, las escucha, las valora y las legitima.

El primer aspecto fundamental que es importante abordar es en la orientación hegemónica de las memorias. ¿Qué se memoriza? ¿Qué interesa que se memorice? ¿A quién le interesa la memoria? ¿Quién necesita memoria? No es para nadie un secreto, y es necesario decirlo acá, que los conocimientos se hegemonizaron y pasaron a una lista de importantes y no importantes. La memoria, no fue la excepción y también paso por el tamiz de las memorias transcendentales y las banales, desde luego que en una sociedad fundamentada en los conocimientos hegemónicos, entendidos estos como las imposiciones del conocimiento desde las academias occidentales o recientemente llamadas del Atlántico Norte, es decir las que establecen cánones y generan políticas de lo que se debe conocer y lo que no es importante conocer, los que establecen qué es acreditado o qué no lo es, qué es o no un conocimiento científico, jurídico, artístico.

La elección de la memoria, de la ciencia, del enfoque, no es gratuita para el pensador científico, hay en todo un sesgo, una tendencia que se escapa, la misma apuesta por la memoria y está marcada por ciertas elecciones que posibilitan su estudio, el mismo ser humano elige qué es lo recordable, individualmente hablando, la inscripción en el archivo del inconsciente es un proceso mediado, así lo estudia y lo demuestra Derrida (1997) en lo que define como Mal de archivo a partir de la deconstrucción que hace de los Diarios de Freud y la memoria del sicoanálisis.

De este modo, las sociedades hegemónicas se encargaron históricamente de esquematizar los cánones de la memoria y las acciones de ellas mismas. Los imperios determinaron qué se debía recordar y qué se debía olvidar, inclusive determinaron lo que no se debía ni recordar ni olvidar. Dentro de esos procesos América y los americanos (más bien los latinoamericanos) fueron parte de ese componente al que se le obligo qué debía dejar de lado y qué debía perpetuar. ¿Cómo recordar algo heredado que no hemos tenido la oportunidad de vivir y sentir?

La imposición de la culpa que generó toda una serie de aberraciones religiosas y persecuciones políticas nos hizo olvidar a la fuerza que éramos el producto de otras lógicas, de otras realidades y cómo con los pecados heredados, nos obligaron a creer en un Dios, en un patrón, en un caos, en una historia, en una memoria. La memoria de los otros, aquella que a base de engaños y diatribas nos embutieron, esos recuerdos que se quedaron pasmados en nuestro inconsciente y no nos permiten actuar sino es empujados por esos falsos originadores, esos falsos cánones, esas falsas memorias.

Dice Todorov (2000, p. 16) «La memoria como tal es forzosamente una selección. Conservar sin elegir no es una tarea de la memoria». Esto suena bonito, y más en las palabras de un reputado académico, pero para los colombianos ¿cabe este principio?, no tuvimos la oportunidad de elegir, ni fuimos libres de elegir o seleccionar los acontecimientos que debimos memorizar o lo que debíamos olvidar.

También Todorov (1987) nos plantea el ideario del mito fundacional sobre el que nos leemos, el de la conquista. Más adelante el de la independencia, hoy en día el de la poscolonialidad. Aparentemente, un desarrollo a la par que los procesos de memoria y del reconocimiento de múltiples verdades en torno a la historia hegemónica, múltiples historias que sobre todo la literatura y la cultura han sabido cuestionar desde el papel alterno a lo hegemónico, en distintas épocas y estructuras sentimentales como diría Williams (1980). La memoria se convierte entonces en un campo de reflexión prolijo para el estudio y la crítica, susceptible de ser cuestionado, deconstruido, elaborado, comparado, analizado en su estructura y su arqueología.

Si bien es en Halbwachs (1968) quien propone los marcos sociales de la memoria también es desde su pensamiento que nos obliga a decir: ¿en Colombia, esos marcos son propuestos por quién? Lo anterior en la medida en que estos se basan en la realidad francesa, europea, en los llamados capitales culturales, es decir en las posibilidades que tuvieron de elegir el olvido y la democracia a de la memoria. Pero en nuestras sociedades donde lo que primero que existe es un espacio cercenado de la historia, de las verdades de la conquista, los lugares que se crean para el recuerdo y el olvido no permiten aún accionar a las memorias. Con respecto a esto vale la pena preguntarnos, por ejemplo: ¿cuál fue la memoria que quedó durante y después del proceso de la plantación, si era prohibido recordar, y todo instrumento que llevara al recuerdo fue prohibido, fue amputado, fue cercenado y sustituido por otros recuerdos que produjeran otras memorias?

¿Cómo poder entender la memoria de los haitianos, de los negros caribeños que fueron sometidos al más bajo nivel de desprecio de sus memorias, sobre cuáles marcos de la memoria se construyen las categorías de identidad, conflicto, posconflicto, memoria? Sobre la de los impostores o sobre las de las culturas que no merecen ser recordadas sino como meros casos de exotismo. Esto, teniendo en cuenta que, lo heredado es este marco de guerra, la presencia fuerte de los imperialismos a partir de distintos momentos de la historia de occidente en donde las comunidades, los pueblos otros: indígenas, afros, campesinos, mujeres, como lo dice Rita Laura Segato (2016), son los que resisten y persisten, se obstinan en la pervivencia de sus memorias propias, las cuales incluyen sus propios exterminios.

En estos términos y hablando de la resistencia como memoria, es Edward Said (1996) quien nos propone una teoría. Nos habla sobre las relaciones entre cultura e imperialismo, en donde resistir es un efecto de fuerzas planetarias, en donde se dan las condiciones en todos los ámbitos de la sociedad para que la resistencia emerja a la par que el imperio. En este sentido, Said nos plantea que: «Si la cultura puede predisponer a una sociedad a prepararse para la dominación ultramarina de otra, e incluso ser parte activa de tal dominación, también puede, al revés, contribuir a apaciguar o modificar tal disposición» (Said 1996, p. 311). Es decir, que la cultura tiene el imperialismo y tiene la resistencia, todo hace parte del mismo programa. En este mismo sentido, la memoria no puede ser una sola, y las otras memorias tejen sus líneas de fuga del discurso hegemónico, resistencia que construye identidad, historia, filosofía y sobrevivencia cultural.

Teniendo en cuenta lo anterior, desde donde queramos ver, hacer memoria es un proceso de construcción netamente político. No hay posibilidad de una memoria democrática o una verdadera siempre va a estar atravesada y sesgada por la ideología dominante, por el imperio, también construye la historia de lo que sobrevive e institucionaliza la muerte, haciendo invisible el dolor, dejando el resto de la identidad. La memoria, desde luego, es colectiva, pero se construye desde la individualidad, lo problemático es determinar ¿qué es significantemente memorable o qué es significativamente recordable? Y, desde el punto de vista de otras instituciones, preguntarle a la institución educativa de la historia en Colombia (y de todas las disciplinas) es la mejor forma para ver cómo funcionan esos marcos sociales ¿qué se enseña en las escuelas desde la primaria hasta la educación superior? Incluso habría que preguntarle a la academia, qué se estudia y cómo investiga sobre la memoria.

En Colombia, se define la Memoria Histórica en el marco del llamado posconflicto y los acuerdos de paz. Primero, tenemos que remitirnos al concepto mediado por las políticas globales, inventado por la academia, apresurado e impuesto hegemónicamente como discurso de los últimos casi veinte años en Colombia. Es importante en primer lugar mencionar las concepciones de Miguel Eduardo Cárdenas Rivera (Cárdenas, 2003) en relación con la praxis y los principales argumentos que circulan por los diferentes actores institucionales y organizaciones civiles alrededor del tema y que se dan en el marco del debate sobre «la construcción del posconflicto» convocado por el Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Los Andes y otras instituciones académicas el cual tuvo lugar en Bogotá el 18 de septiembre de 2003.

Hay que hablar de la enunciación de un concepto cuya dimensión global de la lucha por la aplicación real de los derechos humanos, económicos y sociales, y de lo que más recientemente se ha venido a acuñar como «el derecho al desarrollo», a la seguridad alimentaria y humana. Todo esto como doctrina que toma fuerza para orientar políticamente el sistema de relaciones internacionales. Pues a pesar de que algunas posturas consideran que falta un elemento que permita que el conflicto madure y se pueda superar para que se alcance la condición de categoría de la ciencia política aplicable al proceso colombiano, existe otro enfoque es el de la propuesta del Banco Mundial «hacia la construcción de paz para el posconflicto» que recoge las experiencias de países que han acordado la paz.

Su planteamiento, estriba en la distinción del enfoque maximalista, soluciones estructurales, de una postura minimalista, que asume el posconflicto como la ausencia del enfrentamiento bélico y una postura intermedia. La última, con soluciones de fondo dirigidas al manejo de la política económica, social con la aplicación de fórmulas que permitan el control al armamentismo, el lavado de activos, el tráfico de armas entre otras acciones delictivas por parte de grupos ilegales, bajo cualquier denominación.

Es mejor acercarse a la postura crítica que maneja desde la perspectiva sociológica, encontramos que Múñoz Federico (2009), habla de una «simulación del posconflicto» benéfica en términos de relaciones internacionales, pero insuficiente en lo que el autor señala como deficiencias de la normatividad en relación con el hecho de que no se les devuelve a los propietarios la tierra despojada, ésta queda en manos del narcoparamilitarismo, el desplazamiento y las víctimas de la desterritorialización permanecen, a pesar de los acuerdos de paz y del posconflicto.

Ahora bien, el otro concepto hegemónico durante lo que va del nuevo milenio en Colombia, es el de Memoria Histórica, el cual emerge la política pública de la memoria en Colombia que se encarga de recuperar los testimonios de las víctimas de la violencia, regulada mediante la denominada «Ley de víctimas y restitución de tierras» en donde desde el artículo 146 de la Ley 1448 de 2011 se crea y se regula el Centro Nacional de Memoria Histórica (CNMH).

La misión de esta institución no es de naturaleza judicial ni sancionatoria, es decir, no incide en la tramitación de procesos judiciales a los posibles victimarios del conflicto. La definición de la memoria es la de ser «histórica», acumulativa. Podría leerse que se pretende un registro histórico oficial, el archivo de la violencia heredada que dice ese tipo de memoria. Es necesario atender a las posibles interpretaciones y sensibilidades de esta historia a contrapelo. Pues, así como la construcción de la identidad, tanto la latinoamericana como la colombiana, tiene sus tendencias cuando es impuesta, tal vez el mecanismo de institución de la memoria no es más que una burocracia sistemática del lenguaje para perpetuar las tanatopolíticas.

La palabra tiene un valor importante para el CNMH, pero es una política archivística, en el sentido en que se entiende esta noción, como una especie de consciencia abierta de todo lo posible (Agamben, 2000), de todos los testimonios y todas las verdades, un registro múltiple de épocas e imágenes acerca de la violencia que borra la experiencia individual de la guerra. Este archivo que hereda la huella de la violencia bipartidista hacia la violencia generalizada, los dos períodos de la violencia que caracteriza Pécaut (2001), contempla también diversos tópicos de esta memoria, entre ellos una publicación sistemática de identificación de diversas víctimas, perpetradora y académicos o voces que estudian el conflicto o lo testimonian, como en el caso de los periodistas. También hay que notar la reciente necesidad de la fuerza pública en incluir sus testimonios lo cual ha sido motivo de debate en el país.

Sin embargo, podemos preguntarnos ¿se enseña, se recopila, se legitima una verdad de «lo correctamente histórico» y lo correcto es lo que es permitido y lo permitido es lo que políticamente es contable? ¿Dónde queda la memoria individual, la intimidad de la herida y el derecho a decir el dolor? La historia nuestra tiene una serie de inconsistencias que más parecen de las dinámicas del mito (que su lógica está dada por las inconsistencias) ¿Cuál puede ser nuestra memoria histórica, no será nuestro marco la memoria del o de los conflictos? Si la memoria es tradición, es identidad, la nuestra está atravesada por esta relación con el conflicto, la memoria, o por el posconflicto, y si es así ¿Cómo recordamos el conflicto y cómo es que si toda nuestra historia, que es nuestra identidad ha estado atravesada por él no hemos diseñado un instrumento para enfrentar por lo menos desde la memoria o desde el olvido un mecanismo para salir de él o de ellos?

Para asumir estas cuestiones, para respondernos ante ellas, sobre todo, en la condición de dignificación del trauma de un país que sobrevive en medio del conflicto tenemos que pensar y abrir la lectura de aquella multiplicidad de la memoria, conflicto y resistencias, las diversas posibilidades de lecturas en una crítica de la memoria en Colombia son necesarios y urgentes, no solo por el papel de la política pública que parte de la tendencia mundial de lo que Huyssen (2002) denomina Boom de la memoria y que tiene sus antecedentes globales y el lugar común de los campos de concentración, sino porque esta línea marca la emergencia de imaginarios de futuro posible y de superación de los conflictos que son necesarios pensar en el momento coyuntural que vive Colombia política, social y culturalmente cuando pretende la construcción de lugares después del conflicto, a pesar de la crueldad de la violencia que se hace visible a través de los distintos testimonios.

Vale la pena mencionar que los Archivos de Derechos Humanos del CNMH en el país están conformados por las voces de los otros que mencionábamos hace unos acápites: indígenas, afrocolombianos, campesinos, mujeres; y que es claro, a partir de esta reflexión, que muy a pesar de que ha pasado el tiempo y la conquista ya no es un lugar de enunciación se debe pensar ahora, más que nunca, en términos de identidad y las mediaciones que los imperios y las economías de guerra, las políticas del odio, imponen sobre los procesos memoriales de estos otros.

En adición, pensar las memorias, como resistencia nos llevan a pensar en lo que Said (1996) nos propone cuando le interesan no solo las oposiciones sino la resistencia al imperialismo, lo cual quiere decir que resistir no es oponerse, es más bien, a nuestro entender, la emergencia, la salida de un conflicto mayor, de un ambiente imperante, que Said aborda, en donde lo heredado hace parte del imperio, lo cultiva y lo reproduce, pero también formula sus puntos de fuga. Pensar la guerra como un imperio en Colombia, es pensar sus efectos, sus imposturas de la memoria, las colonizaciones y marginalidades a lo largo del tiempo que ha sometido al país, es integrar sus diversas variables y manifestaciones de resistencia y de memoria.

Escribe Todorov: «lo que la memoria pone en juego es demasiado importante para dejarlo a merced del entusiasmo o la cólera» (2000, p. 26) Por supuesto que es demasiado importante pues estamos hablando de identidad, de tradición, de cultura e históricamente la de nuestros patriotas al principio y nuestros ilustres gobernantes después se desenvolvieron entre estas dos variantes; por el entusiasmo y nunca tuvieron en cuenta que había que pensar desde nuestra realidad y no desde la realidad de los otros, de los de afuera y desde la cólera y crearon una memoria de odios atravesadas por sesgos políticos y manifestada abruptamente por colores o falsas ideologías.

Este gran inconsciente del Mal de archivo incluye todas las voces, lava su culpa (en el sentido estrictamente judeocristiano), pero no las escucha, no mueve la memoria ni les permite a las oralidades tener el propio valor político que reclaman, desde su lugar de identidad, desde las comunidades otras y sus formas de recordar propias en interlocución con un estado, con unos victimarios, que han ejercido poder sobre esos otros.

Por lo anterior, las lecturas de la memoria no deberían ser solamente mediadas por los afectos de las víctimas, sino también es necesario recordar a Richard (2010) que nos dice que, a partir de los procesos de memoria en Chile, después de la dictadura, empieza a funcionar un lenguaje de la transición, un olvido sistemático para implantar la democracia que dejó por fuera la verdad, por eso en Latinoamérica, ella dice que:

En tiempos de cultura neoliberal, a la crítica intelectual, no le basta con luchar contra las tecnologías del olvido con los que la globalización mediática fabrica la borradura de la memoria. Debe, además, ser vigilante para desmontar los promiscuos artefactos del recuerdo que hacen circular la violencia por las redes -turbias- del éxito de mercado. […] Memoria crítica y crítica de la memoria son los recursos que la práctica intelectual debe movilizar para seguir desatando guerras de interpretación en tomo a los significados y los usos del recuerdo. De no hacerlo, o bien se anestesia la sensibilidad del presente o bien se ritualiza el pasado en simples conmemoraciones oficiales. (Richard, 2002, p. 192)

Así, la función institucional de la memoria, como las de otras instituciones, indudablemente está determinada por el ejercicio del poder. Lo que quiere decir que la memoria no necesariamente puede ser el instrumento de recuperación de una identidad, de una dignidad de una libertad, de una moral. La memoria se convierte en un proceso político que puede ser coactado o suspendido, legitimado o aceptado dependiendo de los intereses políticos. E incluso puede encontrarse en éste las memorias sobrepuestas, como se encuentran las lenguas superestrato y las lenguas minoritarias casi en vías de extinción en un mismo territorio marcado por el alto impacto de la violencia hacia sus comunidades al margen.

Cabe mencionar como documento que evidencia este hecho el Auto 004 que emite en el 2009 la Corte Constitucional de Colombia 4 como medida de protección de las poblaciones indígenas en riesgo de etnocidio; a pesar de este y otros documentos que exigen el cese de la guerra y la protección para comunidades indígenas y afrocolombianas hasta la fecha se continúa perpetuando la violencia en estos territorios y estas comunidades siguen en riesgo.

Dice Todorov:

El pasado y su recuerdo no pueden asumir la misma función en una sociedad sin escritura, como las antiguas civilizaciones africanas y en una sociedad tradicional alfabetizada, como la Europa de la Edad Media. Ahora como todos sabemos desde el Renacimiento y más aún desde el siglo XVIII se ha creado en Europa un tipo de sociedad, del que no existía ningún ejemplo anterior; que ha dejado de apreciar incondicionalmente las tradiciones y el pasado, que ha arrancado la edad de oro para ubicarla en el porvenir, que ha hecho retroceder la memoria en beneficio de otras facultades. (2000, p.19)

Y continúa escribiendo, refiriéndose a las sociedades occidentales: «se trata de las únicas sociedades que no se sirven del pasado como un medio privilegiado de legitimación, y no otorgan un lugar de honor a la memoria» (Todorov, 2000, p. 20). Será posible que las memorias de la memoria también se hereden y en países como el nuestro en donde el conocimiento tradicional es parte del discurso nacional y del estandarte dominador de la política cotidiana, hoy y bajo el rotulo de cualquier «post» se impone una acumulación de la memoria bélica que desdibuja cualquier tradicionalidad, cualquier singularidad de la experiencia y deja como matiz identitario, colectivizado, homogéneo, la guerra que opera desde el neoliberalismo y que se asienta con su imposición memorial.

De este modo, en la memoria, el otro queda confinado al resto, a lo que queda de aquellos pueblos al margen, de aquel individuo que luego de la guerra queda vulnerable, indistintamente de la colectividad a la que pertenezca. Empiezan entonces sus luchas por no desplazarse, por reclamar sus muertos, enterrarlos dignamente. Queda el testimonio, que, desde la oralidad, o desde el informe mediado por académicos, deja ver el reclamo de justicia, y ejerce una marca colectiva sobre la persona. Lo que hace común el archivo es la sobrevivencia, ese estatuto personal y colectivo de haber atravesado el marco de guerra, poder hablar de él, ejercer el derecho a decir, aunque se siga viviendo en el mismo territorio al margen, incluso en condiciones más precarias e interdependencias resquebrajadas.

Un proceso de crítica de la memoria debe atender a los abusos del archivo, donde «La memoria es ahora rechazada en provecho de la observación y de la experiencia, de la inteligencia y de la razón» (Todorov, p. 21). Replantear los afectos que se mueven en el sistemático orden y régimen de lugares de la memoria que se institucionalizan. La tendencia al recuerdo, al estudio de la memoria en masa, y la conformación de los museos, está relacionada entonces con diversos tópicos, en Colombia la memoria, o las memorias, no se pueden desligar de identidad, de cultura de la violencia y del trauma individual. Esta época, la de la contemporaneidad y las políticas para después de la guerra, es un tiempo donde abunda la memoria y con ella la tecnología de acumulación del olvido, un museo viviente como diría Martin Barbero (2001), en donde volvemos a la memoria, como cultura, como forma, como expresión.

En este sentido, Jesús Martín Barbero (2001) nos habla también de esa función del pasado en el presente y de la ausencia del proyecto del futuro a causa de la fabricación de los medios de comunicación de un presente sin fondo, sin horizonte, inmediato y olvidable. Sin embargo, es difícil que una víctima del conflicto armado, de cualquier bando, pueda olvidarse, es imposible borrar de la memoria personal una masacre, al mismo tiempo esta memoria ejerce en esa individualidad una capacidad de resistir. Es imposible para un ser humano, para un colombiano, no aferrarse a la vida a pesar de atravesar la muerte, de convivir con el cadáver, con la herencia de la guerra.

¿Cómo construir entonces el porvenir individual y colectivo? Según Martín Barbero, asistimos a una forma de regresión que nos saca de la historia y nos devuelve al tiempo del mito, que es el de los eternos retornos, y en el que el único futuro posible es entonces el que viene del «más allá», no un futuro a construir por los hombres en la historia sino un futuro a esperar que nos llegue de otra parte. (Martín-Barbero 2001, p. 6).

Entonces tendremos que volver a una identidad, que como dijimos, no hemos conocido, está relacionada con la herida del origen, volver al no lugar de lo común, pero es la experiencia bélica, la vivencia personal la que construye el lazo de futuro, no el museo que se queda en la esperanza de que algo pase, de que alguien llegue, de que se firme un acuerdo de paz, de que cese el fuego cruzado. Pensar en la memoria es pensar también en lo porvenir, podemos volver con esta idea a Derrida (1997) en donde el archivo se abre para contar sus múltiples capas de homicidios, sus herencias de muerte.

Las nuevas formas de violencia emergen con el archivo y la memoria, por ello no se puede ser ingenuo ante la perpetuación de la política de archivo en el país. Llegado el futuro, el nuevo milenio, con el posconflicto se retoman las prácticas de la memoria, un mercado y unos lugares globales que aparecen en los panoramas locales. El pasado que se actualiza para recrear un tiempo, artificialmente, generar experiencias de pasado y la tensión con los tiempos de la modernidad y la posmodernidad, con imaginaciones de la memoria que no están en el debate público, por qué a pesar de ser recopiladas se les usa para acumularlas, a pesar de la intención de no repetición, con las múltiples memorias que construyen las múltiples verdades y qué exigen respuestas a esas: ¿para quién se memoriza? ¿Qué se privilegia en el recuerdo? Lo que encontramos es que, si aún no conocemos nuestras verdades sobre antes de la hegemonía de la conquista, difícilmente logremos conquistar el terreno de llegar a explicarnos qué nos pasó y sobre todo a salir de las violencias.

Entonces, la memoria hegemónica emerge a la par que los acuerdos de paz con las guerrillas, después, mucho después, de formalizarse los acuerdos de desmovilización de las autodefensas o grupos paramilitares del país y son las políticas de justicia y paz las que regulan la institución. Las versiones libres son escuchadas por las víctimas, Elizabeth Jelin (2002) establece que debe haber un interlocutor de estos testimonios. Por ello, gracias a las versiones libres se abren posibilidades de encontrar a algunos de los más de sesenta mil desaparecidos que registran los informes del Centro Nacional de Memoria Histórica.

Aun así, no se saben las verdades, incluso muchas víctimas siguen buscando a sus desaparecidos aún sin haberse inscrito ante las oficinas que gestionan los registros de víctimas, hecho que analiza y piensa María Victoria Uribe (2009). Si bien las víctimas escuchan a sus victimarios, de parte de la población colombiana, a pesar de la emergencia de la memoria, no hay interlocutores, no hay escucha.

Lynn Hunt (Hunt, 2010) en la invención de los Derechos Humanos alude al impacto del género literario epistolar y su circulación en la sociedad del siglo XVIII que creó la empatía y sensibilidad necesaria sobre las personas para enunciar y crear estos derechos. Sin embargo, vemos que, en Colombia, por el contrario, ha pasado como lo describe el antropólogo David Le Bretón (1999), quien dice que una de las características de las personas con dolor es la interpelación al lazo social, aunque la sociedad tiende a aislar al que se duele.

Así se vivió en Colombia durante el plebiscito del 2 de octubre de 2015, acusamos a una falta de empatía, a un aislamiento de los que se duelen y una no escucha del adolorido, cuando por mayoría, y bajo estrategias y poderes del espectáculo, la mayoría de los votantes en la consulta eligieron el No como respuesta ante el proceso de paz, sostenible y duradero con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia.

Aun así, el proceso siguió su curso, el presidente ganó un premio nobel, el papa visitó a Colombia, toda una serie de movimientos espectaculares se moldearon para hacer posibles los puntos dialogados, el grupo guerrillero abandonó los fusiles. También se apropiaron de los territorios donde hubo paz otros grupos emergentes, más muertes y más violencias. De este modo, se puede pensar que la paz en Colombia se ha convertido en un discurso del espectáculo, una retórica perversa de todos los bandos implicados pues en los lugares de mayor conflicto, los de los pueblos otros, sigue habiendo violencias. Hay memoria, no hay escucha, hay banalización de la memoria, tal como la hay de la violencia.

Entonces las políticas de la memoria, además de no estar determinadas como un marco para la judicialización, son recopilaciones infinitas, masificadas como los medios de comunicación, cuyas retóricas son escuchadas por las mismas víctimas, documentos de archivo cuyo valor definitivo lo determina el consumidor cultural de la memoria.

En esta producción verbal, fallida, hace falta la empatía, escuchar la memoria para darle un sentido, una cadena de significaciones sin ser leídas no ejerce un impacto político, nada más cumple la función de aparentar el cumplimiento de la política, el archivo recopila lo que resta, es potencia y resistencia de los otros, hasta que siendo escuchado y leído, el Mal de archivo permita que la imaginación pública dote a Colombia, de una posibilidad de futuro, al menos de un sentido que retribuya la reparación simbólica con las víctimas a partir de la apropiación de quienes no han vivido directamente el conflicto ni la experiencia de guerra que sí marca a esos otros, que los sigue definiendo y excluyendo, a partir, en este caso de la falta de empatía.

En esta misma línea, se hace necesario identificar entonces lo que se privilegia, lo que se acumula, categorizarlo, rastrearlo y nombrar lo memorable en Colombia, los restos políticos. Definir la memoria y compararla con otros procesos de memoralización y desde allí profundizar en la crítica de la memoria. Desde el resto de los otros, desde la oralidad y el valor del testimonio en los procesos judiciales, desde la búsqueda de la verdad y los usos de la memoria menos institucionales como los que hacen las víctimas y sus reconstrucciones simbólicas. Piénsese por ejemplo en la participación de las cantaoras de Bojayá, durante la firma de los acuerdos de paz en Cartagena, en el 2016, quienes con cantos rituales fúnebres reclamaron también una solución a la violencia histórica que se vive en el territorio.

Estos ritos, como todos y cada uno de los que se presentan en las comunidades, tienen una función, una marca también asociada a las oralidades como vehículos de duelo, al más allá de la norma para reconstruir la memoria, finalmente las víctimas tienen claro su papel, son los que resisten, son incluso la gran minoría que votó Sí en la consulta del plebiscito el dos de octubre al que ya nos referimos.

Digamos en esta identificación de las retóricas de olvido nos hace falta enmarcar lo local en relación con las diferencias en las del proceso de justicia transicional en Chile, en cuanto al postconflicto en Centro América y otros lugares internacionales que enfrentan el proceso binario entre la guerra y la paz. También hablar de los puntos de similitud como lo son la necesidad de recordar y de saber las verdades sobre los desaparecidos, sobre los muertos, sobre la tierra y su apropiación, sobre los poderes y capitales que mueve el imperio de la guerra, o la violencia como imperio a lo largo de más de cincuenta años, de casi todo el siglo XX en Colombia, si se piensa en que antes del bipartidismo el primer posconflicto del siglo fue después de la guerra de los mil días.

Existe, en los informes de la memoria una producción casi infinita, un archivo que devora todo lo posible, lo susceptible de ser devorado, aun antes de que aparezca la memoria. A pesar de que el CNMH en Colombia tiene claro que se recuerda para que no vuelva a suceder. Esta intención, mesiánica, redentora, se enfrenta a una retórica, casi generalizada, en los informes y las historias de las víctimas: sus procesos fallidos de impunidad, el acaloramiento y la rabia con la que se acusa incisivamente a los victimarios, al mismo tiempo que la imposibilidad o el fracaso que ofrece el archivo al no convertirse en fuente de procesamiento judicial de los crímenes.

Todas las teorías de la memoria, son válidas y validadas por la institucionalidad, pero sólo hasta que de verdad se remuevan las capas, que los procesos atiendan a una política del duelo colectivo, desde la experiencia individual, según lo propondría Judith Buttler (2010) para los marcos de guerra, no habría posibilidad de construir futuro y paz sostenible, según las aspiraciones de los gobiernos, pues hasta ahora el imperio de la violencia sigue acechando, no en vano son las poblaciones más marginales en donde tiene presencia la guerra cotidiana, como lo analiza la antropóloga Margarita Serje (2012).

Desde lo anterior, se ha asegurado las políticas de guerra como presencia estatal, lo notamos también en que a pesar de la desaparición de la presencia de la guerrilla de las Farc, de su impacto como victimarios en territorio colombiano, sigue habiendo violencia, un tercer tipo de violencia al que podríamos aquí denominar, después de todo lo expuesto, como violencia del posconflicto y que implica los problemas territoriales que aún se dan por los cultivos de coca, por la ausencia de oportunidades para los campesinos, por el asesinato y amenaza sistemática de líderes y lideresas en el país, pues aunque existe la memoria el círculo de violencia se sigue perpetuando en Colombia.

La violencia del posconflicto se establece en ese círculo perverso que genera la garantía política de la inclusión de un grupo que deja las armas en la vida pública, el entretenimiento que ello ofrece, polariza y recrea los medios a través de la esperanza, por un lado, o de los odios contra los perpetuadores criminales, por otro y el nuevo ordenamiento territorial de grupos al margen que se instauran en el país después de los acuerdos para implantar el miedo como norma, no termina de pasar la guerra, la paz es un discurso, la memoria un capital y la violencia una estrategia de terror y dominación para garantizar que perviva la economía extranjera por un lado y la presencia estatal de la guerra que traslapa los grandes problemas en los territorios: la desigualdad, falta de educación, falta de seguridad, narcotráfico, estado fallido, memoria fallida, más violencia después de la guerra.

La conclusión, a pesar de ser bastante pesimista en cuanto a la efectividad del proceso y poner en cuestión la resolución de los conflictos, nos interpela a los académicos, a los docentes sobre la necesidad de pensar la memoria desde otras condiciones posibles, otras fuerzas sociales y culturales que implican hacer memoria, darle valor a la palabra oral, a los testimonios que más que documentos y capital se conviertan en agentes activos de reivindicación y restauración del trauma a nuestras comunidades y desde la individualidad.

Pues, si bien hay una intención, incluso un programa pedagógico, con protocolos y rutas normalizadas para impactar en el país, nos hace falta cuestionar e interpretar a fondo los lugares de esas memorias, hacer consciencia sobre esos archivos, construir las verdades a partir del reconocimiento de la imposición hegemónica de saberes y, a partir de allí, de la epistemología cero, buscar las verdades que nos constituyen, comprender nuestra memoria, o por lo menos darle un lugar de resistencia en medio del fuego cruzado a esas identidades que buscan sus formas de sobrevivir, reinvertir, revertir la memoria para acompañar la comunalidad de las luchas de los pueblos al margen. Como hemos expuesto, lo común es la de sobrevivir ante la violencia, se necesita sumar el sentido de la sobrevivencia a partir del gesto de la escucha de la experiencia individual. Hacerle justicia al testimonio de la guerra debe comenzar a partir de la escucha sentida de la memoria. De este modo, ojalá algún día estos cuestionamientos nos permitan salir del círculo a través de las experiencias ya forjadas viviendo entre las guerras.

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Notas

1 Este artículo es producto de las investigaciones: «Fortalecimiento del Grupo de Investigación sobre oralidad, narrativa audiovisual y cultura popular en el Caribe Colombiano en la línea de investigación Historia, Memoria y Conflicto » a cargo del profesor Fabio Silva Vallejo y «Estética de la sobrevivencia en Colombia: memoria y afectos en la poesía colombiana contemporánea», proyecto desarrollado por la profesora Angélica Hoyos Guzmán, como requisito para optar al título de Doctora en Literatura Latinoamericana de la Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador.
4 Entidad judicial encargada de velar por laintegridad y la supremacía de la Constitución Nacional de 1991.

Notas de autor

2. Antropólogo, Estudios de maestría en Estudios del Caribe. Docente Investigador, Director de Programa de Antropología, Facultad de Humanidades Universidad del Magdalena, Santa Marta. Director del Grupo de Investigación sobre oralidad, narrativa audiovisual, y cultura popular en el Caribe Colombiano-Oraloteca.
3 Licenciada en Lenguas Modernas, Magíster en Lingüística Española. Docente de la Facultad de Humanidades de la Universidad del Magdalena. Candidata a Doctora en Literatura Latinoamericana, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador. Miembro de Grupo de Investigación sobre oralidad, narrativa audiovisual, y cultura popular en el Caribe Colombiano.
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