Ficciones de naturaleza. científicos, indios y activistas1
Nature Fictions: Scientists, Indians, and Activists
Ficções de natureza: cientistas, índios e ativistas
Ficciones de naturaleza. científicos, indios y activistas1
Tabula Rasa, núm. 29, 2018
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 06 Septiembre 2016
Aprobación: 18 Enero 2018
Resumen: En este artículo nos centraremos en lo que hemos dado en llamar «ficciones de naturaleza», esto es, el conjunto de dispositivos, prácticas, técnicas y narraciones a través de las cuales la naturaleza es construida, representada, reclamada e imaginada. Será a través de los sucesivos procesos de ensamblaje y reensamblaje de estos compuestos que la naturaleza adquirirá su dimensión política, ficcional y performativa, deviniendo un recurso retórico, mitológico y epistémico con el que entablar una negociación con el mundo. A partir de la selección de tres figuras paradigmáticas (científicos, indios y activistas), nos proponemos explicar dichas ficciones mediante una metodología cualitativa, basada en la revisión bibliográfica y la discusión teórica. Combinando el análisis historiográfico y el antropológico, explicaremos cómo la ficción penetra y nutre el campo científico, atenderemos a los procesos de naturalización de lo indígena y rastrearemos las poéticas y las políticas de la naturaleza en el activismo contemporáneo.
Palabras clave: activismo, ciencia, ficción, naturaleza, pensamiento Norte-Sur, pueblos originarios.
Abstract: This work focuses in what we have called “Nature fictions”, that is, the set of devices, practices, techniques, and narratives through which Nature is constructed, embodied, reclaimed, and imagined. through successive processes of assemblage and re-assemblage of those compounds Nature acquires its political, fictional, and performative dimension, thus becoming a rhetoric, mythological, and epistemic resource with which we bargain with the world. Beginning with the choice of three paradigmatic figures (scientists, Indians, and activists), we intend to explain those fictions through a qualitative methodology, based on bibliographical revision and theoretical discussion. By combining historiographic and anthropological analysis, we will explain how fiction penetrates and nourishes the field of science, we will attend to the processes of naturalization of the indigenous, and will track Nature poetics and politics in contemporary activism.
Keywords: activism, science, fiction, nature, North-South thinking, originary peoples.
Resumo: Neste artigo nos centramos naquilo que chamamos de «ficções da natureza», isto é, um conjunto de dispositivos, práticas, técnicas e narrativas por meio dos quais a natureza é construída, representada, reivindicada e imaginada. Será mediante os sucessivos processos de montagem e remontagem desses elementos que a natureza adquirirá sua dimensão política, ficcional e performativa, tornando-se um recurso retórico, mitológico e epistêmico com o qual se faz uma negociação com o mundo. A partir da seleção de três figuras paradigmáticas (cientistas, índios e ativistas), propomos explicar essas ficções mediante uma metodologia qualitativa baseada na revisão bibliográfica e na discussão e análise historiográfica e antropológica. Explicaremos, portanto, como a ficção penetra e nutre o campo científico; abordaremos os processos da naturalização do indígena e rastrearemos as poéticas e as políticas da natureza no ativismo contemporâneo.
Palavras-chave: ativismo, ciência, ficção, natureza, pensamento norte-sul, povos originários.
Lo real es tan imaginado como lo imaginario.
Clifford Geertz, Negara
Introducción
«Por si no nos vemos luego: buenos días, buenas tardes y buenas noches». Así se despedía Truman Burbank, esbozando una gran sonrisa en lo alto de una escalera y tras descubrir que hasta el azul del cielo era de cartón piedra. El personaje de El Show de Truman (Peter Weir, 1998) era –sin saberlo– el actor principal de un mundo simulado, un reality globalmente televisado que confundía realidad y ficción, y viceversa. Y en cambio, por antonomasia, Truman era el hombre «real» y «verdadero» (True Man), ajeno al juego de palabras que convertía su nombre en un elemento más del guion televisivo. Antes de salir del plató y caminar más allá de la escalera, decidido a dejar un mundo artificial de engaños, decorados y vecinos con vida «extra», Christoph –creador del show– le advierte: «Ahí fuera no hay más verdad que la que hay en el mundo que he creado para ti».
En un artículo reciente, Fassin (2014) propone tratar los conceptos de «lo real» y «lo verdadero» no como equivalentes sino como términos en tensión. La realidad es horizontal, nos dirá, existiendo en la superficie de los hechos; la verdad, en cambio, es vertical, pues ha de escudriñarse a través de las profundidades de la investigación. Para él, interesado en revisitar las fronteras entre la etnografía y la ficción, entre la antropología y la literatura –o las demás literaturas, cabría decir, sobre todo tras la crisis de autoridad etnográfica (Clifford, 1991)–, la ciencia antropológica consistiría en el intento de articular lo real y lo verdadero en la exploración de la vida social. Si bien es cierto, como parecía insinuar Christoph, que las verdades son siempre parciales, plurales, situadas y relativas, y aún a sabiendas de que la realidad –lejos de ser singular y natural– es siempre múltiple (Mol, 2002) y producida socialmente (Berger & Luckman, 1991), la sugerencia de Fassin –quien rechaza la idea simplista de que la ficción explora las verdades y de que la ciencia, en cambio, se limita a describir la realidad– nos sirve para repensar, como él mismo hace, nuestra imaginación etnográfica y nuestra relación con la ficción. Al igual que Truman dejando atrás la caverna, quien escribe etnografías habrá de saber moverse entre mundos, a menudo tan imaginados como los imaginarios.
No entendemos la ficción, por tanto, como un mundo aparte, ni tampoco como lo contrario de lo real, pues sabemos que no existe ficción sin realidad ni realidad sin ficción. En su análisis de la relación entre política y ficción teatral, por ejemplo, Rancière (2010) recuerda cómo la población parisina sublevada en 1848, asidua al teatro o familiarizada con él, escribía y hacía circular –entre la pólvora y el hambre de barricada– frases tan hermosas como la de «pan o plomo». En realidad, el mundo obrero vivía entonces en estrecha relación con la literatura y el lenguaje artificioso del teatro. El propio trabajador se sabía un actor, un ser doble que cuando dejaba descansar su herramienta se convertía ipso facto en el figurante de un personaje colectivo como «el pueblo». Así como la nación se volvía en aquella época una «comunidad imaginada» (Anderson, 1993), así las masas se volvían «el pueblo», y luego las calles «la ciudad» o el «espacio público». Es decir:
La ficción no es lo contrario de la realidad, el vuelo de la imaginación que se inventa un mundo de ensueño. La ficción es una forma de esculpir en la realidad, de agregarle nombres y personajes, escenas e historias que la multiplican y la privan de su evidencia unívoca. (Rancière, 2010, p. 55)
La ficción, entonces, sería una construcción puramente social, un acto simultáneo de creación e imitación, una realidad distinta a la real pero que no por ello deja de ser verdadera (Herrero, 2012). Con la ficción se crea para creer, pues ella misma es un juego de ilusiones que reorienta la mirada, descubre y re-describe el mundo (Ricoeur, 1975). En nuestro caso, además, el diablo de la ficción se nos cuela entre las palabras y las cosas, pues la ficción se vuelve un problema epistemológico del conocimiento antropológico: necesita anclarse en realidades concretas para que sea posible y creíble, de igual manera que la realidad necesita de la ficción para que pueda ser explicada (Pérez, 2008). Así, la puesta en escena textual del antropólogo –su etnografía– es también una ficción (Clifford, 1986; Chauvier 2003, 2006; Traimond, 2011), pero una ficción verdadera, con sus tramas y sus historias, con sus personajes, con su selección de lo que se dice y de lo que se calla. Las voces que se hacen texto en nuestros escritos son la representación narrada de las subjetividades de unos protagonistas que encarnan e incorporan dichas ficciones. Son las suyas, eso sí, ficciones vivas, ficciones políticas que mueven el mundo (Preciado, 2014).
En este artículo nos centraremos en lo que hemos dado en llamar «ficciones de naturaleza», esto es, el conjunto de dispositivos, prácticas, técnicas y narraciones a través de las cuales la naturaleza es construida, representada, reclamada e imaginada. Será a través de los sucesivos procesos de ensamblaje y reensamblaje de estos compuestos que la naturaleza adquirirá su dimensión política, ficcional, narrativa y performativa. De igual modo que, hasta no hace mucho, la antropología compartía y hasta propugnaba la ficción de las culturas como fenómenos discretos (Gupta & Ferguson, 2008), así también la naturaleza (o las naturalezas) son ficcionadas en tanto en cuanto devienen recursos retóricos, mitológicos y epistémicos con los que entablar una negociación con el mundo.
El problema con el concepto de «naturaleza» es que sigue siendo un concepto colonial, porque la palabra está inscrita en el proyecto civilizatorio de la modernidad. Por ejemplo, en otras cosmogonías la palabra «naturaleza» no aparece, no existe, porque la llamada «naturaleza» no es objeto sino sujeto y toma parte de la vida en todas sus formas (humanas y no-humanas). Entonces, la noción de naturaleza ya es de suyo euro-céntrica, occidentalo- céntrica y antropocéntrica. Es un concepto muy problemático porque implica la división entre sujeto (humano) y objeto (naturaleza), donde el sujeto (humano) es el que tiene vida, y todo lo demás es «naturaleza» considerada como objetos inertes. Por consiguiente, sus formas de vida son inferiores a la humana y están inscritas en la lógica instrumental de medios- fines de la racionalidad occidental donde la «naturaleza» se convierte en un medio para un fin. (Grosfoguel, 2016, p. 129)
Hablar de estas ficciones, por lo tanto, se vuelve hoy un ejercicio necesario, pues bien sabemos que la construcción del par Naturaleza-Cultura obedece a un artificio fundamentalmente moderno y típicamente occidental, institucionalizado y compartimentalizado en la segunda mitad del siglo XIX, y referido a realidades, métodos y discursos científicos diferenciados (Descola, 2011).
A partir, primero, de una reflexión y de una auto-reflexión sobre la relación entre ciencia, ficción y naturaleza –en el ámbito de la antropología y las ciencias sociales–, e inspirándonos a continuación en nuestro trabajo de campo realizado entre los años 2009 y 2012 con los grupos mbyá-guaraní en Misiones (Argentina) y con activistas ecologistas en Europa, nos proponemos explicar dichas ficciones mediante una metodología cualitativa, basada principalmente en la revisión bibliográfica y la discusión teórica.
En una época que se ve cruzada de arriba abajo por un horizonte de crisis y de catástrofes, no son el cambio climático ni la crisis medioambiental, precisamente, las menores amenazas. De hecho, estas vienen a cuartear el mito moderno de una dominación absoluta de la naturaleza (Santamarina, 2006), naturaleza que ya no puede –si alguna vez pudo– ser pensada como entidad autónoma, al margen de ideologías, intereses, políticas, economías y relaciones de poder, tal y como ya lo advertían hace décadas MacCormack y Strathern (1980), quienes incidían en la necesidad de entender «lo natural» (al igual que «lo cultural») como una construcción y no como un ente dado.
Científicos: entre el mito y la ficción
Es indudable que una de las primeras aportaciones de la antropología fue deslindar la naturaleza de la cultura, definiendo la segunda frente a la primera. Para buena parte de la ciencia occidental y sobre todo desde la aparición de El origen de las especies, publicada por Darwin en 1859, la necesaria adaptación al entorno excluyó la posibilidad de que lo existente hubiese sido creado por gracia divina. Por ello, desde un principio la antropología trató de dilucidar qué había de «natural» y qué de «cultural» en el ser humano, aun a sabiendas de que ambas categorías podían ser definidas de un modo distinto en función de cada contexto temporal, histórico y geográfico (Tomé, 2009).
En realidad, no sería hasta mediados de los años 80, con la ecología simbólica, la ecología política y la antropología de la ciencia, cuando la dicotomía «Naturaleza- Cultura» pasaría a ser rebatida (Santamarina, 2006). En las últimas décadas, autoras como Haraway (1995) han venido hablando de una reinvención de la naturaleza, donde figuras como los cyborgs (criaturas híbridas de organismo y máquina) ejemplifican la disolución o la complejización de dichos límites. Cyborgs que ven su origen en la ciencia ficción y que hoy nos sirven para discutir la validez de las fronteras entre realidad y ficción, entre lo físico y lo no físico. Seres del umbral que tienen algo de monstruo en tanto que muestran otras formas posibles, tal y como lo hacía el Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley. Véanse, en este sentido, las formas contemporáneas del «tecno-cuerpo», producto de intervenciones técnicas, o las tecnologías médicas y farmacológicas que difuminan y emborronan los límites de lo biológico, o véanse los implantes y cirugías que apuntan a la disolución de binomios como «organismo-máquina» o «natural-artificial», presentándonos el desafío de aceptar que, cada vez más, el cuerpo se vuelve una entidad híbrida que confunde lo cultural y lo natural (Velasco, 2010).
Y los confunde del mismo modo que se confunden entre sí los confines de la ciencia y la ficción. Tal vez por ello, justamente, el propio género de la ciencia ficción –nacido como tal en la década de 1920 pero influenciado por obras previas, como los relatos y las novelas de Mary Shelley, Edgar Allan Poe, Julio Verne o H.G. Wells– nace y se desarrolla sin una definición precisa. Además, su traducción castellana resulta problemática y excesivamente literal, pues en su sentido original la sciencie-fiction se refería concretamente a «ficciones científicas» o «ficciones de la ciencia», un género que difícilmente hubiese podido existir antes de que el concepto de «cambio social» se hiciese patente a través de las alteraciones en la ciencia y la tecnología (Asimov, 1986).
Con todo, y pese a que nuestra intención no es tanto fijarnos en la naturaleza de la ficción como en la ficción de la naturaleza, cabe indicar que la ciencia actúa también como una ficción, pues se narra a sí misma a través de la realidad (recreándola y creándola, reproduciéndola y produciéndola), haciendo de esta el primer sustrato de sus relatos. En este sentido, toda ciencia es una «etnociencia», una modalidad como otras de discurso cultural (Couceiro, 2011), una de entre tantas cosmologías, donde la autoridad epistemológica del científico ha sustituido a la del sacerdote (Downey, 1986). Como todo discurso, el discurso científico es un discurso situado que disputa la producción y la distribución de sentido en la vida social, y que ha venido reproduciendo desde la era moderna el «privilegio epistémico» del Norte sobre el Sur (Grosfoguel, 2013); esto es, ha asumido que solo un puñado de científicos –generalmente blancos y hombres– producen con autoridad y frente al mundo de «los otros» (plagado de mitos y supersticiones) un conocimiento científico verdadero, válido, reconocido y acreditado.
Pero en verdad, si la mitopoiesis nos remite a la capacidad colectiva de inventar y generar relatos e historias, mitos que den sentido a la comunidad y a través de los cuales –o contra los mismos– esta se imagine, se reivindique o se sitúe en el mundo, narrándose en ellos y con ellos, y a su vez siendo narrada en la narración que ella hace de ellos (y que de ellos otros hacen), entonces la comunidad científica es –también– mítica y ficcional, pues con sus historias nos (re)encontramos a nosotros mismos. Los paradigmas de la ciencia actúan igual que lo hacen los mitos: con un estilo abierto e inacabado, prestos a acoger nuevas versiones, a ser completados, dando sentido a lo que nos rodea, moldeando la acción y ordenando nuestras vidas y conocimientos. Toda praxis científica, pues, es a la vez una «mito- praxis» (Sahlins, 1997), un discurso performativo dispuesto a accionar el mundo y a actualizar con cada práctica sus estructuras míticas.
En antropología, el par Naturaleza-Cultura respondió durante mucho tiempo a estas estructuras. Imaginado, narrado y mitologizado, a menudo enganchado a intereses e ideologías que impregnaron de etnocentrismo los albores de la disciplina. Por ello a los primeros antropólogos les tocó el estudio de «lo exótico» y de los «primitivos» –aquellos, se decía entonces, que vivían en un estado más próximo a la naturaleza, y por lo tanto «culturalmente inferiores» (Stocking, 2002, p. 17)–, dado que se trataba de construir –al fin y al cabo– un discurso teleológico por el cual la humanidad había ido apropiándose de la naturaleza en diversas fases sucesivas, siendo la civilización occidental el culmen de dicha evolución. Retomando el dualismo cartesiano, aludían al progreso y a la modernidad para justificar la supuesta superioridad de la cultura respecto a la naturaleza.
Ya en nuestra era, parece más o menos claro que «la naturaleza no existe en todas partes y para siempre» (Descola, 2005, p. 391). En tanto es narrada y convertida en un recurso retórico y simbólico con el que justificar una u otra posición en el mundo, la naturaleza se vuelve una construcción cultural. Ahora bien, reducir la crítica a decir que la naturaleza es una construcción cultural supone que la cultura construye a partir de materiales de los que ella no se ha podido proveer, e imposibilita pensar las relaciones entre ambas categorías de otra forma que no sea la confrontación (Ortner, 1984; Santamarina, 2006). En cualquier caso, si los jíbaros del Amazonas –por ejemplo– confieren a plantas y animales la dignidad y los atributos de la vida social, incapaces de ubicarlos en una categoría autónoma, viéndolos como sujetos y no como objetos y estableciendo con ellos relaciones de sociabilidad (Descola, 2005), esto significa que cada cosmología –cada organización del mundo en la que los distintos seres mantienen entre sí una u otra relación–, determinará si la naturaleza existe, y por qué, y para quién.
El animalismo jíbaro, que hace que los no humanos estén dotados de la misma vida interior que los humanos y tengan una vida social y cultural, o el naturalismo de Occidente, por el cual sólo los humanos poseen vida interior y anteponen el lenguaje y la subjetividad como marcas de distinción y signos de discontinuidad, pero también el totemismo o el analogismo, no son las únicas cosmologías existentes, pero nos permiten pensar en una «pluralización de la modernidad» (Beck, 2006), al tiempo que nos animan a emprender una «descolonización del pensamiento» (Viveiros de Castro, 2010). Pluralización, en el primer caso, que ha de leerse como invitación a la multiplicidad, una ruptura con el canon eurocéntrico dominante que contempla todas esas modernidades alternativas o vernáculas, esas modernidades otras o desmentidas, que implican –a su vez– que así como hubo y hay más de una modernidad, hubo y hay más de una colonialidad, o si se quiere, «articulaciones coloniales» varias (Restrepo, 2014). Y una descolonización, en el segundo caso, que al tiempo que rehúye la retórica civilizacional con la que se ha asociado a la modernidad, deja entrever un discurso más amplio que aquel de la «colonización»: el discurso de la colonialidad, «que sobrevive históricamente al colonialismo, para operar en dispositivos civilizacionales contemporáneos como los discursos y tecnologías del desarrollo o de la globalización» (Restrepo, 2014, p. 307).
Porque al final, siguiendo a Latour (2007), cabe preguntarse: ¿y si nunca fuimos modernos? ¿Y si la asimetría que supone el par Naturaleza-Cultura nunca se dio plenamente? Madejas de ciencia, política, economía, derecho, religión, técnica y ficción, así son los híbridos que han ido proliferando durante la modernidad, ni completamente culturales ni naturales del todo. He ahí la sugerencia de Latour, experto conocedor del progreso de la genética, de la posibilidad de crear seres vivos por vías no naturales o de la clonación, fenómenos que vuelven insostenible el discurso de las áreas autónomas, más aún cuando se expanden la «bio-socialidad» y la «ciudadanía biológica», para las que la ciencia actúa como mediadora (Petryna, 2002). Tal vez debiéramos, en lo que resta del artículo, interrogarnos en clave derridiana no tanto por la naturaleza sino por sus efectos, por los singulares procesos de naturalización y desnaturalización (Butler, 2005).
Indios: naturalizaciones (de los) indígenas
El indio nace en la voz del hombre blanco, en la mirada accidental del conquistador perdido, aquel que halló el poniente entre el azar y el vaivén de mareas. Tras confundir América con la India tocaba inventarse un personaje. Aquí, la ficción requería primero darle un nombre: el indio, nueva invención identitaria moderno/colonial (Grosfoguel, 2013). Desde entonces, desde la conquista y el inicio del saqueo, lo indígena ha venido acompañado de múltiples procesos de naturalización, teniendo que hacer frente a las tentativas de desindianización que son resultado de la dominación colonial (Bonfil, 2008).
Desde un primer momento, el dualismo cartesiano que se prolongaba en el par Naturaleza-Cultura tuvo repercusión en las poblaciones indígenas: los indios se convertían en el objeto de estudio, mientras que los investigadores (científicos e intelectuales varones, blancos y europeos) pasaban a ser el sujeto. Esta forma de entender la ciencia fue transversal a la idea de raza –tal vez la primera categoría social de la modernidad–, que junto a la subsunción de todas las formas de trabajo al capital (incluidas las formas indígenas prehispánicas), configuraron una separación radical entre universos epistémicos y ontológicos que se vieron en contacto desde la conquista (Quijano, 2000). Todo esto tuvo y aún tiene efectos en las subjetividades de los excluidos, de los «subalternos» (Spivak, 1988) y «condenados» (Fanon, 1963), así como en las formas en que Europa se imagina y (re)produce a los otros.
Las asimetrías manifiestas, en torno a lo que Fanon denomina «zonas del ser» versus «zonas del no-ser», fueron asimismo constitutivas de la separación disciplinar de las universidades eurocéntricas. En este sentido, a los antropólogos y en la etapa preclásica, así como durante décadas de particularismo histórico, funcionalismo y hasta cierto estructuralismo, se les reservó la tarea de preservar el binomio Naturaleza-Cultura. Así fueron construidas, narrativa y ficcionalmente, etnografías que (re)presentaban a los indígenas como vestigios del pasado: la viva imagen del atraso civilizatorio, la infancia de la humanidad. La voz del indio era la voz del científico: «El sujeto amerindio es el sujeto del naturalismo. Es hijo de Kokopelli y de la comunidad […] es multinaturalista; conoce, además de la inmanencia, la ley de la naturaleza y los espíritus» (Sabogal, 2013, p. 5).
Pero también ha habido intentos de pensar por fuera de los cánones eurocéntricos que privilegian epistémicamente ciertas regiones. Tomemos el caso de la «perspectiva geocultural», pensada como alternativa desde lo local (Kusch, 2007). Perspectivismo, precisamente, es el nombre dado a una corriente reciente en antropología, encabezada por Viveiros de Castro (2010) y cuyo objetivo sería «fundar una crítica radical respecto de la autosuficiencia cognitiva de la “modernidad” occidental, derivada en ideología muchas veces vendida presuntuosamente como “ciencia social”» (Isla, 2001, p. 239).
Con estos intentos se ha pretendido manifestar que los nativos no son simples informantes y objetos de estudio, sino que son, junto a los antropólogos, coproductores del conocimiento (Escobar, 2008), dotados de agencia, imaginación y capacidad creativa, capaces de desarrollar y de narrar por sí mismos sus propias «modernidades indígenas» o sus «indigenizaciones de la modernidad» (Sahlins, 1999). Al fin y al cabo, cabe decir que la modernidad requiere de un otro, de un nativo (¡un alter-nativo!), que puede ser tan moderno como el occidental… pero moderno de otro modo (Trouillot, 2011). «La modernidad es una máquina generadora de alternidades» (Castró-Gómez, 1993, p. 145), y en este sentido, lo plural de estas modernidades permite en cierto modo provincializar a Europa, despojarla de su patrimonio absoluto de la modernidad (Chakrabarty, 2008). Intentos todos, pues, con los que franquear la frontera interior del etnocentrismo, que negó mucho tiempo la humanidad y la cultura de los otros (relegándolos a un estado natural e infrahumano), negó su alma (reduciéndolos a carne y mito) y castigó su cuerpo.
Históricamente, una forma de esencializar, neutralizar y naturalizar al indígena ha sido limitarlo física y simbólicamente a un territorio concreto, llegando a producirse una suerte de «encarcelamiento espacial del nativo» (Appadurai, 1988).
Tal proceso de naturalización –un proceso no neutral sino ideológico, empujado por una mirada colonial y occidentalizada e impulsado como na construcción de la modernidad en el periodo de formación de los Estados-nación–, se nutrió ampliamente de las representaciones del espacio que han dominado durante tanto tiempo las ciencias sociales, apoyadas en imágenes de quiebra, disyunción y ruptura, y que tomaron la discontinuidad como el punto de partida para teorizar los contactos y los conflictos entre los distintos grupos (Gupta & Ferguson, 2008). Bajo la premisa de que cada sociedad ocupaba un espacio naturalmente discontinuo se iba asumiendo un isomorfismo que solapaba el territorio con la identidad, y que reconocía la cultura de los otros –cuando así lo hacía– como un todo discreto, fijo e inmóvil, negándole su diversidad, su variabilidad y su movilidad.
Muchas naciones quisieron crear un Estado mestizo unitario, aún a sabiendas del componente ficticio e imaginario que integra toda unidad, que –nunca acabada– requiere siempre ser hecha (Bauman, 2003). Empero, las críticas que la plurinacionalidad conlleva al interior de los espacios nacionales han llevado a generar nuevas formas de entender el Estado y múltiples resistencias a los procesos de invisibilización a los que han sido sometidas las poblaciones indígenas en todo el mundo.
La etnografía de la América indígena está poblada de referencias a una teoría cosmopolítica que describe un universo habitado por distintos actantes o agentes, humanos y no humanos –dioses, animales, muertos, plantas, fenómenos meteorológicos, objetos y artefactos–, dotados de «almas» semejantes, seres que sólo existen en relación con otros, entrelazados (Ingold, 2011). Aquí, sentimientos, pensamientos y actos son la resultante de la actuación de las almas divina y animal, a lo que se suma la acción de los espíritus y seres sobrenaturales. El individuo puede realizar actos de diversa índole para mediar entre sus naturalezas, evitar peligros y acatar las normas de buena conducta. Esa semejanza incluye un mismo modo, por así decirlo, performativo, de percepción: los animales y demás no humanos dotados de alma «se ven como personas», y por tanto «son personas»; es decir, objetos intencionales de dos caras (visible e invisible), constituidos por relaciones sociales existentes bajo el doble modo pronominal de lo reflexivo y lo recíproco, o sea de lo colectivo. Sin embargo, lo que esas personas ven –y lo que son en cuanto personas– constituye precisamente el problema filosófico planteado por y para el pensamiento indígena. En resumen: «Si el relativismo occidental tiene el multiculturalismo como política pública, el chamanismo amerindio tiene el multinaturalismo como política cósmica» (Viveiros de Castro, 2010, p. 40).
Ahora bien, este multinaturalismo ha sido invisibilizado por los Estados nacionales, que han excluido con frecuencia a las minorías de los ambientes que existían antes de la llegada del hombre blanco (Wilde, 2003). Una de las primeras vías que utilizaron para ello fue la de ficcionalizar su propia naturaleza, reduciéndola, homogeneizándola y simplificándola, retratándola siempre como agreste, prístina y salvaje, como una naturaleza otra y de otros, llamando a ser domesticada, mercantilizada y culturizada; el indio no era más que el resultado de su medio natural, un pobre ignorante y desdichado. Dicha ficción requería construir la idea de su paisaje como un desierto, despojado de cultura y de sentido, inhóspito, exótico, peligroso, y con unas vidas igualmente pensadas como desérticas; tal vez por ello, históricamente, los viejos planisferios señalaban como desiertos, en color verde, las zonas entendidas como «incivilizadas», independientemente de sus características climáticas: tanto selvas como desiertos (Fernández de Rota, 1994). En este sentido, Todorov (1991) nos advierte que ya Colón marcó el inicio de estas clasificaciones al colocar a los indígenas como una parte más del paisaje, recordándonos que los sistemas clasificatorios dicen más de quien clasifica que de quien es clasificado:
Espiando detrás de todas las imágenes del indio compuestas por un caleidoscopio de puntos de vista, se ve siempre la imagen o, más precisamente, la anti-imagen del blanco, del llamado «civilizado». El indio como espejo, casi siempre inadvertido, representa una de las metáforas más presentes y persuasivas en el campo interétnico. (Ramos, 2011, p. 28)
Así como las selvas guardan una inmensa cantidad de especies animales y vegetales que nos son indispensables, nos dirá Dussel (2004), también las culturas excluidas por la modernidad eurocéntrica guardan una inmensa capacidad y cantidad de invenciones culturales que le son necesarias a la humanidad. Sin embargo, todos estos procesos de naturalización, atravesados por contundentes relaciones de poder y por interesadas razones geopolíticas, no se han apagado con el transcurso de las décadas, sino que han continuado presentes durante la era de la globalización. Procesos que han llegado a amenazar la vida y los lugares de vida de los indígenas, precisamente cuando el lugar es en gran medida el otro de la globalización, y cuando tantas comunidades indígenas han debido marcharse de territorios que consideran, viven y enuncian como propios (Escobar, 1999, 2005). Marchar o resistir, pues su lucha por la vida continúa siendo, en nuestros días, una lucha de descolonización, tal y como lo recordaba Sartre en el prefacio a Los condenados de la tierra (Fanon, 1963), cuando retomando la exhortación marxista al proletariado, escribía: «¡Indígenas de todo el mundo, uníos!». La descolonización, entonces, no tendría que ver tan solo con criterios economicistas, sino con procesos más amplios que visan a deconstruir la sexualidad, la etnia, la clase o la raza. Que anhelan romper, en fin, los dualismos, en aras de una integralidad y de un pluriversalismo epistémico y ontológico (Escobar, 2016; Grosfoguel, 2016), donde la naturaleza no pueda ser reducida a un mero lugar del que extraer recursos y materias primas sino un espacio de convivencia de todas las especies, animales y no animales.
Ficciones de naturaleza, en suma, que naturalizan lo natural pero también a sus moradores. De igual manera que los pueblos originarios no manifiestan una noción de territorialidad fácil de definir, ni homogénea ni estática sino compleja y cambiante, a menudo incluyendo no sólo el mundo físico sino también el espiritual, y cada vez más amenazada por los desplazamientos y las migraciones forzosas, por el desarrollo urbano y el capitalismo global, y por el avance del hombre blanco en sus tierras ancestrales, pues también la categoría del indígena presenta sus retos, sus carencias y sus complejidades. Si acaso es cierto que el indígena no está en la tierra, sino que es con la tierra, hoy en día el carácter artificioso de su categoría –como el de todo límite y el de toda frontera– se reimagina y se piensa de nuevo no sólo desde la vieja metrópolis colonial sino desde las propias comunidades indígenas, a menudo obligadas a actualizar sus códigos identitarios y a hibridar o recombinar a la luz y al ritmo de los nuevos contextos y los nuevos agentes. Y ocasionalmente obligadas, bajo los efectos perversos del neoliberalismo, a constituir una etnicidad empresarial –Etnicidad S.A. (Comaroff & Comaroff, 2011)–, haciendo de su identidad una marca y una mercancía a imagen y semejanza de las grandes empresas, las cuales se reapropian de las prácticas indígenas para crear nuevos mercados.
Véase, para ejemplificar estos giros, la actualidad de la figura del «indígena global», aparecida en el tramo final de la Guerra Fría y a la estela de los procesos de descolonización (Fernández de Rota, 2016). Una figura que emerge empecinada en contradecir la prematura muerte de lo indígena vaticinada desde hacía décadas por la antropología (Lévi-Strauss, 1992), y que engrosa hoy las listas de la población mundial con cerca de 250 millones de indígenas en todo el mundo (De la Cadena & Starn, 2007). Una indigenidad de nuevo cuño, por así decirlo, que ha de reinventarse para serle fiel a su tradición, articulada ocasionalmente –de un modo presencial pero también a través del ciberespacio y de las tecnologías de la información– con el activismo transnacional, las ONG, las instituciones internacionales y supraestatales, etc. Una figura que cobra presencia al compás de sus transformaciones epistémicas y que nos recuerda al menos tres aporías principales que ya han sido señaladas en relación con la constitución y la autenticidad de lo indígena, relativas al tiempo, al cuerpo y al espacio:
La indigenidad atrapada en la aporía de tener que presentar como ancestral lo necesariamente contemporáneo en espacios comunales subsumidos por organizaciones más extensas; la aporía de una biología atemporal necesariamente historizada en términos culturales; y la aporía de que lo originario en un mundo global, para constituirse, ha de venir de algún modo de fuera, creando tensiones con los requisitos securitarios e identitarios de la soberanía moderna y su demanda de autoctonía. (Fernández de Rota, 2016, p. 179) Exponer estas aporías, que por definición no tienen solución, es el primer paso para convertir los problemas en dilemas, estos sí con varias soluciones posibles. Sin definir previamente los alcances del comúnmente denominado «problema indígena», y sin concretar sus actores, intereses o recursos, ni siquiera podremos averiguar para quién (lo indígena) es un problema, ni trazar sus límites, ni rastrear su genealogía. Con lo que tratamos, por tanto, es con un tema de carácter intercultural (¡e internatural!), que afecta a todo tipo de asuntos, escenarios y tareas, desde la legalización de los territorios ocupados hasta las prácticas y costumbres de autogobierno y administración de justicia.
Activistas: poéticas y políticas de la naturaleza
La naturaleza, decíamos, se construye, se representa, se reclama y se imagina a través de un conjunto de dispositivos, prácticas, técnicas y narraciones. Se convierte en un artefacto retórico, también político y también poético. Deviene ficción en tanto en cuanto es mitologizada para incidir sobre el mundo y redescribir la realidad. Con tal giro, y en estricto sentido foucaultiano, las ficciones de naturaleza pueden hacerse verdaderas, o mejor aún, en palabras del propio Foucault, «pueden inducir efectos de verdad con un discurso de ficción, y hacer de tal suerte que el discurso de verdad fabrique algo que no existe todavía» (Morey, 1987. pp. 52-53). La ficción, por tanto, puede rehacer la realidad, puede renarrarla, a sabiendas de que los «efectos de verdad» se producen en el interior de discursos que no son en sí mismos verdaderos ni falsos (Foucault, 1988), pero que son instrumentalizados, teledirigidos, interiorizados e incorporados como si así lo fueran.
En las últimas décadas, tal y como lo demuestra la figura del indígena global, ya comentada, los discursos de la naturaleza han ido acoplándose a los discursos sobre la globalización. Esta, por su parte, reciclando y resemantizando las viejas tradiciones imperiales, ha continuado subrepticiamente –por la vía de discursos tecnológicos, desarrollistas, informacionales y hasta humanitarios– extendiendo una colonialidad (o una poscolonialidad), que le ha dado el relevo histórico al colonialismo (Restrepo, 2014). Interpretada generalmente como un «mundo de flujos» no homogéneos sino asimétricos (Appadurai, 2000), la globalización ha sido representada como un nuevo régimen de producción y organización del tiempo y del espacio (Inda & Rosaldo, 2002; Sassen, 2000).
En las últimas décadas, tal y como lo demuestra la figura del indígena global, ya comentada, los discursos de la naturaleza han ido acoplándose a los discursos sobre la globalización. Esta, por su parte, reciclando y resemantizando las viejas tradiciones imperiales, ha continuado subrepticiamente –por la vía de discursos tecnológicos, desarrollistas, informacionales y hasta humanitarios– extendiendo una colonialidad (o una poscolonialidad), que le ha dado el relevo histórico al colonialismo (Restrepo, 2014). Interpretada generalmente como un «mundo de flujos» no homogéneos sino asimétricos (Appadurai, 2000), la globalización ha sido representada como un nuevo régimen de producción y organización del tiempo y del espacio (Inda & Rosaldo, 2002; Sassen, 2000).
Desde los años 70, cuando se intensifica la desregulación financiera, el concepto de globalización comienza a hacerse hegemónico, suplantando en las dos décadas siguientes, acríticamente, a otros conceptos no anodinos y con mayor carga política, como «imperialismo» o «neocolonialismo» (Ribeiro, 2003). Asistimos, desde entonces, a una situación global aupada especialmente desde los años 90 en base a un conjunto de «globalismos» (Tsing, 2000), esto es, adhesiones entusiastas a «lo global» (de corporaciones y multinacionales, pero también de científicos y activistas) que han asumido la densidad y la rapidez de las interconexiones cual episodio imparable en rumbo hacia el futuro, imbuidas de una retórica de progreso. Igual que ocurrió con la seducción modernizadora, capitalismo y globalización han sido interiorizados –a menudo irreflexivamente– como una sola y omnipotente totalidad (Ho, 2005), naturalizando y despolitizando la globalización, asumiéndola como Una realidad dada e ineludible. También por ello, cabe decir, el concepto de «globalización» tiene mucho de cajón de sastre, pero ya no es capaz de ocultar un mundo convulso donde las redes conectan tanto como desconectan, y donde –además– las estructuras y los procesos de desconexión, al igual que ocurre con la conexión, implican una relación activa («ser desconectado») y no una ausencia de relación (Ferguson, 1999). Es decir, que las relaciones coloniales perduran en un mundo aparentemente descolonizado.
Así como la ciencia, veíamos, actúa en cierto modo entre el mito y la ficción, y así como la naturaleza se construye dialéctica y dialógicamente con las mismas estructuras que los mitos, también los activistas acuden a ellos para narrarse a sí mismos y politizar la/s naturaleza/s en su propio interés. Los movimientos, al fin y al cabo, son forjas de mitos, «los recuperan, los reinventan, los contienen y presuponen, los implican, remiten de unos a otros» (Wu Ming, 2002, p. 41), pues saben que manteniéndolos vivos mantienen vivas sus comunidades. La ficción, tal y como la entendemos, crea palabras y entidades que son fuerzas materiales, capaces de hacernos y deshacernos. En este sentido, «la ficción es una fuerza material desde el momento en que creemos en ella y nos organizamos en consecuencia» (Fernández-Savater, 2013, p. 129). Los movimientos sociales, por lo tanto, a la vez una construcción política y una ficción (Gledhill, 2000), han entendido –al igual que ciertos autores– que los mitos son esenciales para la vida política:
La política tiene que ver con el mito porque es ritual y se sitúa dentro de un dispositivo ritual extendido; se sitúa entre dos clases de mitos: los que le entrega la historia en una forma bruta o elaborada y [los] que ella misma debe crear para hacer la historia […] Cuando los mitos nuevos transforman a los antiguos dan testimonio de la capacidad que tiene la política para administrar la relación del pasado con el futuro partiendo de una exigencia de sentido. (Augé, 1995, p. 118)
Desde finales del siglo pasado, en medio de una honda crisis económica y de representación y habiendo vivido toda una sucesión de catástrofes naturales, accidentes nucleares, crisis humanitarias, etc., los activistas del Norte y del Sur Global comenzaron a afianzar «redes de apoyo transnacionales» (Keck & Sikkink, 1999), teniendo en cuenta que «lo global» –demasiadas veces mistificado– no se compone sino a través del entrelazamiento de espacios locales y translocales, nacionales y transnacionales. Sería, pues, en los últimos coletazos del siglo XX, en 1999, cuando se daría por «inaugurada» la era de la «antiglobalización», tras el mito de origen que supuso la «batalla de Seattle», librada a las puertas de la cumbre celebrada por la Organización Mundial del Comercio (OMC). Aparecía entonces, como mezcla de grupos e inquietudes, aquello que algunos llamaron «movimiento de movimientos» (Klein, 2001) –también llamado «movimiento por la justicia global» (Della Porta, 2007) o «contra la globalización de las corporaciones» (Juris, 2008)–, y que actuaba como una reacción mundial contra el neoliberalismo, al entenderlo como un fundamentalismo de libre mercado guiado por una élite de economistas y por unas organizaciones no electas y no democráticas, como la propia OMC, el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional (Graeber, 2002).
El archiconocido eslogan «Otro mundo es posible», emblema de aquellos años de contestación y nacido en el Foro Social de Porto Alegre en 2001, quería traducir lo que algunos indígenas ya estaban experimentando, al menos desde el levantamiento en Chiapas contra el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. La insurrección del EZLN, en enero de 1994, aún hoy se celebra como el gran preludio, el pasaje iniciático a una ola global de protestas. Los zapatistas defendían su territorio con un lenguaje poético y apostando por comunidades autogestionadas, con el apoyo de activistas de todo el mundo y gracias al uso efectivo que los indígenas hicieron de Internet y que los convirtió en la primera «guerrilla informacional» (Castells, 2003), continuando con la indigenización de la tecnología que años antes los kayapó del Amazonas emprendieron con sus videograbaciones (Turner, 1992). Pero en realidad esta no fue una excepción sino la regla, dado que fueron los indígenas –ya en los años precedentes– los primeros en rebelarse contra las privatizaciones orquestadas por el Fondo Monetario Internacional.
La celebración del «carnaval de los oprimidos» que juntó a más de 10.000 ogoni, okwerre, ojaw e isoko en el delta del Níger para protestar contra los «ríos de petróleo» dejados en sus tierras por la multinacional Shell (Wiwa, 2003), pero también el propio alzamiento zapatista, la Vía Campesina o el Movimento Sem Terra, reforzarían las filas de ese «indigenismo global» que ya en los años 70 comenzaba a perfilarse con las First Nations, los maoríes, los sami o los Native Americans (Fernández de Rota, 2016). Desde entonces y más aún en la última década, a un lado y a otro del planeta y entre activistas del Norte y del Sur Global, el clamor por la defensa de la naturaleza se ha ido haciendo más y más grande, de los colectivos ecologistas y urbanos de las ciudades europeas a las asambleas de indígenas en movimiento, de la calle a las Naciones Unidas, que celebra anualmente la llamada Conferencia de las Partes (COP, en sus siglas en inglés), organizada por la Convención Marco de la ONU para dar respuesta al cambio climático.
Precisamente, a finales de la pasada década y antes de la crisis financiera internacional, el cambio climático se anunciaba como la amenaza más urgente. En este contexto, desnaturalizando la globalización neoliberal, las contracumbres que se han sucedido entre activistas de todo el mundo no han hecho sino escenificar –frente al teatro de los poderosos– las «políticas de la urgencia» que le restan a los subalternos para hacer valer sus derechos, derivadas de la aceleración globalizadora y de la alteración de sus modos de gobierno, y que hacen que la urgencia –perdiendo su condición de excepcionalidad– se instale por siempre en lo cotidiano (Diz, 2016). He ahí la necesidad activista de actuar «aquí y ahora», que traduce al lenguaje la celeridad contemporánea. La amenaza del cambio climático, en este sentido, pone en primer plano la transición hacia un paradigma de la «supervivencia» (Abélès, 2010), del planeta y de sus gentes, un paradigma que emerge en el marco de una sociedad azotada por innumerables riesgos, un panorama que aniquila la capacidad de controlar el futuro, haciéndolo más incierto y desconocido, y convirtiendo la supervivencia en la más elemental de las preocupaciones.
Lo que ha estallado, definitivamente, es la fe ciega en el progreso y el desarrollo, ambos paradigmas desnaturalizados hoy por los movimientos sociales. Una vez que se rompe la linealidad propia de la modernidad y una vez que el progreso deja de verse como una sucesión de estadios al modo positivista comtiano, el desarrollo al que este estuvo asociado queda también en entredicho. Evocado con la metáfora de la evolución de un organismo, el mundo no puede crecer ad infinitum, y si así lo pretende ha de saber que por la misma razón –continuando con la metáfora– todo cuerpo y todo organismo para y envejece, pues lleva dentro de sí el signo de la decadencia (Canguilhem, 1999).
Si bien la lucha activista politiza el cambio climático, negándose a entenderlo aisladamente y vinculándolo con las relaciones de poder poscoloniales en el capitalismo neoliberal –al contrario de lo que han hecho algunos autores, que lo han construido acríticamente casi como un asunto postpolítico (Giddens, 2010)–, también nos revela que los riesgos ambientales ya no se limitan hoy a lugares y grupos concretos sino que rompen las fronteras de los Estados y devienen amenazas globales y supranacionales, al tiempo que se convierten en una fuerza de movilización política (Beck, 1998). Ahora bien, a la vez que la puesta en peligro de la naturaleza tiene por efecto la igualación mundial de las situaciones de peligro, no debemos olvidar la primera ley de los riesgos medioambientales: «La contaminación sigue al pobre» (Beck, 2006, p. 8). Ni tampoco olvidar que, como consecuencia de que las industrias peligrosas se trasladan a países del Sur, con sueldos bajos, lo que se da es «una fuerza de atracción sistemática entre pobreza extrema y riesgos extremos» (Beck, 1998, p. 47). Asistimos, entonces, en un mundo que fabrica y gestiona incertidumbre, a una distribución asimétrica de las vulnerabilidades.
Contra estas desigualdades se ha fraguado entre los movimientos el concepto de «justicia climática», movilizado para contestar el impacto desigual del cambio climático. Apuntando las interrelaciones de la injusticia, la destrucción ecológica y la dominación económica, con él se reivindican el abandono de los combustibles fósiles, el control de las comunidades sobre sus recursos, la soberanía alimentaria,el respeto a los derechos indígenas, la reducción del consumo y la producción, la socialización de la energía, la regeneración de los ecosistemas o el reconocimiento de la «deuda climática», un intento de compensar la asimetría de la «huella ecológica», esto es, el desequilibrio entre las elevadas emisiones de CO2 en los países del Norte y sus repercusiones en los del Sur.
En los últimos años, un intento de paliar estas asimetrías ha sido –por ejemplo– la propuesta de la Constitución de Ecuador de 2008, donde por vez primera se le da carta legal a la Pachamama, recogiendo en un marco normativo estatal los «derechos de la naturaleza». Con el pretexto de proteger la selva del Yasuní, con reservas petrolíferas, el gobierno defendía la «no extracción» y exigía a las demás potencias extractoras –de acuerdo a sus niveles de contaminación y PIB– que reparasen económicamente al país. Aunque tal propuesta no llegó a concretarse, sentó un precedente significativo en cuanto a que no sólo los riesgos son globales y las consecuencias locales (Beck, 2006), sino que los riesgos son locales y las responsabilidades también pueden llegar a ser globales.
Dicha tentativa se articulaba a la par de otras luchas sucedidas alrededor del globo y enfocadas a reconstruir espacios comunitarios y a reconectar con entornos naturales. Luchas que activan una política de la relacionalidad que da cuenta de una sociología «de lo emergente» (Santos, 2006). Tentativas que, a rebufo de luchas feministas, campesinas o indigenistas, han aupado el concepto del «Buen Vivir», esto es, la concepción holística de la vida más allá de la economía, o si se quiere –y en herencia de las ontologías indígenas–, «una filosofía de vida distinta, que permite la subordinación de objetivos económicos a los criterios de la ecología, la dignidad humana y la justicia social» (Escobar, 2016, p. 26). Un vivir de otra manera, en definitiva, que se articule en torno a una ecología del tiempo alternativa, una nueva organización del mundo y de la vida social que nos deje tiempo para vivir(la) plenamente (Ruiz Blázquez & Piñeiro Aguiar, 2014).
De un modo u otro, la naturaleza convertida en artefacto político no puede desligarse hoy en día del concepto en boga del «medio ambiente», el cual se presenta como una recapacitación entre dos polos tensionales clásicos: Naturaleza-Cultura (Santamarina, 2006). Además, los nuevos desarrollismos e incluso el paradigma del «desarrollo sostenible» son ante todo categorías políticas producidas desde instancias tecno-científicas, que desplazan el mundo de lo natural en favor de un único mundo cultural, al reducir la naturaleza a una mercancía (Escobar, 1999). Así todo, las modificaciones climáticas denotan que la industrialización, que intensificó las relaciones con el entorno introducidas por la agricultura y la ganadería, redujo la naturaleza a objeto explotable. Descola (2011) apunta a que la irrupción del «medio ambiente» presagia un replanteamiento –él dirá un «desmoronamiento», pero su perspectiva se nos antoja excesivamente optimista– de la cosmología naturalista tan propia de Occidente:
En su sentido más corriente, la naturaleza era antropocéntrica de un modo casi clandestino en la medida en que recubría por preterición un dominio ontológico definido por su ausencia de humanidad –sin azar ni artificio–, mientras que el antropocentrismo del medio ambiente está claramente enunciado […] De la estratosfera a los océanos pasando por los bosques tropicales, nadie lo ignora en la actualidad, nuestra influencia se hace sentir en todas partes. (Descola, 2011, p. 80).
He ahí, después de todo, que su entidad autónoma ya no sea más que una ficción política, y he ahí, como subraya Beck (2006), la «falacia naturalista» de parte del debate ecologista, que a veces –en base a premisas modernas y poético-románticas– utiliza la naturaleza como una bandera contra su propia destrucción, invocando una naturaleza (singular, homogénea) que en realidad no existe. «Lo que existe, y lo que crea semejante inquietud política, son formas diferentes de socialización y diferentes mediaciones simbólicas de la naturaleza (y de la destrucción de la naturaleza)» (Beck, 2006, p. 33). Así, dado que la dicotomía naturaleza-cultura ha actuado como fuente de otros dualismos –mente/cuerpo, objeto/sujeto, teoría/ práctica, lugar/espacio, capital/trabajo, local/global, etc. (Escobar, 1999)–, y dado que activistas de todo el mundo han repetido durante años que el cambio climático es un «síntoma» y el capitalismo la «crisis», se vuelve pertinente recuperar la máxima de Bateson (1993): así como existe una ecología de las malas hierbas existe una ecología de las malas ideas. Repensar nuestros mitos y dualismos, descolonizarlos, reficcionalizarlos, sin desligar el clima de la cultura, ni la economía de la ideología, ni lo cotidiano de lo global. Aceptar el reto y poner en marcha («aquí y ahora») una articulación ético-política, una «ecosofía» (Guattari, 1990), capaz de vincular la ecología mental de las subjetividades con la ecología social de las relaciones, unir el ambiente y la historia, replanteando de un modo holístico el ser y el estar-juntos.
Conclusiones
Nunca supimos qué le ocurrió a Truman tras cruzar el umbral. Tal vez descubrió, en el gastado imperio de su carne, que «realidad» y «ficción» eran aguas de un mismo río. Quizá, como al joven Neo en Matrix (Lana & Lilly Wachowski, 1999), le abrumó la luz del desierto de lo real, y le hirieron sus ojos que no habían sido usados. En cualquier caso, con este texto hemos querido exponer cómo la ficción es una herramienta con la que esculpimos (en) la realidad, cómo con ella narramos y nos narramos, y cómo lo real –múltiple, vasto y relativo, engendro en que conviven el mito y lo cotidiano–, está siempre en disputa y siendo contado, y «es tan imaginado como lo imaginario» (Geertz, 2000, p. 232).
En el artículo comentado en la introducción, Fassin (2014) retoma la imagen del puzle empleada por Perec: lo que hace el etnógrafo es re-crear un mundo, cuyas piezas ya han sido creadas con anterioridad, y por tanto nunca es la suya una acción solitaria. La ciencia, que no sólo describe la realidad, sino que produce verdad, se nutre de la ficción para contar el mundo y para contarse a sí misma, y a menudo la ficción se vuelve más realista que los trabajos de los científicos sociales. Como ejemplo toma Fassin la ficción televisiva de The Wire, la serie creada por David Simon. Su retrato casi «naturalista» de la trama urbana de la ciudad de Baltimore, de la miseria neoliberal que la carcome y de las violencias que recorren los barrios pobres, lleva al antropólogo a establecer una comparativa con su propio trabajo, en este caso con su destacable monografía sobre la policía de las banlieues parisinas (Fassin, 2011), cuyo trabajo de campo se inició en 2005, justamente cuando las revueltas incendiarias se vieron acompañadas de la aparición del Mouvement des Indigènes de la République, un movimiento indígena que –cambiando ahora la colonia por la banlieue– llamaba a descolonizar la metrópolis (Boutleja, 2012).
Indígenas, científicos y activistas, hemos visto, que producen ficciones tanto como son producidos por estas. Ficciones de naturaleza, decíamos, a través de las cuales esta es construida, representada, reclamada e imaginada, adquiriendo así una dimensión simbólica, política y performativa, y transformándose en un recurso retórico, mitológico y epistémico a través del cual el mundo es narrado, organizado y disputado. Un mundo, como dicen los zapatistas, que contiene muchos mundos, «múltiples ontologías o realidades que han sido excluidas de la experiencia eurocéntrica o bien reducidas a sus términos» (Escobar, 2016, p. 15). Un mundo que se debate, todavía hoy, entre las ausencias y las emergencias (Santos, 2006), entre lo invisible (o mejor, lo invisibilizado) y lo visible, entre lo que se naturaliza y lo que se desnaturaliza. Un mundo que enfrenta, entre la urgencia y el miedo, problemas modernos para los que ya no hay soluciones modernas.
Las poéticas y las políticas de la ficción, hemos visto, se enredan y se encabalgan con las poéticas y las políticas de la naturaleza. Llegados a este punto, qué mejor manera de avanzar que recordando, en este caso al poeta cubano José Lezama Lima (1969, p. 15): «Todo tendrá que ser reconstruido, invencionado de nuevo, y los viejos mitos, al reaparecer de nuevo, nos ofrecerán sus conjuros y enigmas con un rostro desconocido. La ficción de los mitos son nuevos mitos, con nuevos cansancios y terrores». Para aliviar el reencuentro de rostros y mitos, qué mejor manera que reconstruir nuestras ficciones, resituándonos y repensándonos en otras historias, más bellas, más justas, más nuestras.
Si acaso es cierto que la imaginación se ha venido intensificando en las últimas décadas en la vida cotidiana de la gente ordinaria, actuando como una «fuerza social» con la que proyectar múltiples vidas posibles (Appadurai, 2000), por qué no impregnar nuestros textos de ficción, entendida esta ya no como un afuera de la realidad sino como una tela que la entreteje, una luz que la recorre y una voz que la alimenta; por qué no multiplicar nuestra imaginación antropológica. Tal vez hallemos, como Borges (1971), que las ficciones no son menos imaginadas que la realidad, ni menos ilusorias ni menos fabuladas. He ahí el conjunto de imaginarios diversos, ontologías fantásticas, racionalidades múltiples y naturalezas caleidoscópicas que pueblan su obra. Y he ahí uno de sus personajes, Pierre Menard, decidido a reescribir palabra por palabra el Quijote de Cervantes: una obra idéntica pero propia, una singular reescritura, pero no una copia.
Cabalgar como locos y confundir los libros con la realidad, los gigantes con los molinos de viento. Quijote, ficción de ficciones, metanovela. En la fabulosa escena, dice Quijano (2007), en la que Don Quijote arremete contra un gigante y es derribado por un molino, se concentra el des/encuentro de la primera modernidad: el desencuentro entre el sueño y la realidad, entre una ideología caballeresca y señorial y otra capitalista, exacerbada paulatinamente tras la conquista de América y la consolidación del nuevo sistema-mundo colonial/ moderno. Que no quepa la menor duda: seguimos enfrentándonos, en el mismo plano y bajo la misma sombra, a gigantes y a molinos de viento. Tal vez nos toque a nosotros cabalgar de nuevo, aun a lomos de caballos viejos, o quizá reescribir, como lo hacía el bueno de Menard, nuestros mitos y nuestras ficciones.
Referencias
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Notas
Notas de autor