Isaiah Berlin, Friedrich Hayek y Milton Friedman pasean por villa miseria. Los límites de la concepción liberal de la libertad 1
Isaiah Berlin, Friedrich Hayek and Milton Friedman walking around misery village. The boundaries of the liberal notion of freedom
Isaiah Berlin, Friederich Hayek e Milton Friedman passeaim por villa miseria. Os limites da concepção liberal de liberdade
Isaiah Berlin, Friedrich Hayek y Milton Friedman pasean por villa miseria. Los límites de la concepción liberal de la libertad 1
Tabula Rasa, núm. 29, 2018
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 18 Noviembre 2016
Aprobación: 01 Febrero 2018
Resumen: En este trabajo trataremos de explicar los componentes esenciales de una libertad entendida como no-dominación (material), sabiendo que es ésta una concepción manejada por la tradición republicana; mostraremos, además, que dicha noción pretende ser no antitética pero sí más amplia y sustancial que el concepto liberal de libertad, el cual vendría definido por una simple no-intervención. Anclada en una dimensión más limitada (por ser sólo negativa), consideraremos de forma polémica que esa libertad entendida en un sentido liberal apenas podría dar cuenta de lo que sucede, por tomar un ejemplo paradigmático de exclusión social y pobreza, en una villa miseria.
Palabras clave: libertad liberal, libertad negativa, libertad republicana, libertad positiva, libertad material.
Abstract: In this work we will aim to explain the essential components of freedom understood as (material) non-domination, provided this is not a notion used by the republican tradition. Also, we will show this notion does not intend to be an antithetical, but rather a broader one and more substantial than the liberal notion of freedom, which may be defined as a simple lack of intervention. Grounded on a more limited dimension (as it is only negative), we will consider, controversially that freedom in the liberal sense could only account for events happening in a misery village, to take a paradigmatic example of social exclusion and poverty.
Keywords: liberal freedom, negative freedom, republican freedom, positive freedom, material freedom.
Resumo: No presente trabalho trataremos de explicar os componentes essenciais de uma liberdade entendida como não-dominação (material), sendo que essa é uma concepção controlada pela tradição republicana. Demonstraremos ainda que essa noção busca ser não antiética, mas sim mais ampla e substancial do que o conceito liberal de liberdade que, por sua vez, seria definido pela simples não-intervenção. Ancorada em uma dimensão mais limitada (porque é apenas negativa), consideraremos controversamente que essa liberdade entendida no sentido liberal dificilmente poderia explicar o que acontece, tomando-se um exemplo paradigmático de exclusão social e pobreza, em uma villa miseria.
Palavras-chave: liberdade liberal, liberdade negativa, liberdade republicana, liberdade positiva, liberdade material.
Libertad negativa, o que los poderes públicos «me dejen en paz»
Isaiah Berlin, uno de los principales pensadores liberales del siglo XX, definía su concepto de libertad de la siguiente manera: «Normalmente se dice que soy libre en la medida en que ningún hombre ni ningún grupo de hombres interfieren en mi actividad. En este aspecto, la libertad política es, simplemente, el espacio en el que un hombre puede actuar sin ser obstaculizado por otros» (2014, p. 60). Y, ahondando en esta definición, añadía: «entiendo por ser libre, en este sentido, no ser importunado por otros. Cuanto mayor sea el espacio de no interferencia, mayor será mi libertad» (p. 62). Nos parece clave esa noción de «espacio de no interferencia».
Dicho espacio es, básicamente, aquella dimensión en la que un hombre no sufre ninguna coacción externa. Tal concepto ya estaba presente, bien es verdad que, con tintes más mecanicistas, en Thomas Hobbes (1999, p. 187). Pero esta cuestión, sin dejar de ser relevante, conlleva unas limitaciones muy notorias y significativas. Podríamos preguntarnos, por ejemplo, si no debe coaccionarse a un empresario para impedir que contrate mano de obra infantil. Desde luego, la libertad (en sentido negativo) de ese empresario se vería obstaculizada; pero resulta del todo evidente que ciertas libertades negativas han de quedar obstruidas, si con ello se obtiene un bien mayor. E, indudablemente, impedir la explotación laboral de niños y niñas es un bien mayor que la «libertad de contratación» de un empresario.
De hecho, el propio Berlin esboza una objeción contra su concepto de libertad, lo cual desde luego implica una honradez intelectual digna de destacarse: «se argumenta, de forma convincente, que si un hombre es tan pobre que no puede permitirse algo que no está prohibido legalmente –una barra de pan […], entonces tiene la misma libertad que si la ley se lo prohibiera» (p. 61). Esa objeción que, insistimos, él mismo formula, resulta crucial; en efecto, si un sujeto se halla radicado en un contexto material de auténtica miseria y privación, resultará completamente superfluo decretar para él la máxima libertad negativa: nadie podrá molestarlo u obstaculizarlo en su libre movimiento (en sus libres decisiones, en sus opciones libremente ponderadas y elegidas), aunque tal libertad opere en un espacio de carencia material apabullante.
Y, tras destacar que para la tradición liberal es indispensable conservar un espacio de libertad personal en el que no pueda incidir o interferir la autoridad pública, vuelve Berlin a ser muy honesto cuando apostilla: «es verdad que ofrecer derechos políticos y protecciones frente a la intervención del Estado a hombres medio desnudos, analfabetos, desnutridos y enfermos es ridiculizar su condición; necesitan atención médica o educación antes de que puedan entender o hacer uso de un aumento de libertad. ¿Qué es la libertad para aquéllos que no pueden utilizarla? Sin condiciones adecuadas para disfrutar la libertad, ¿cuál es su valor?» (p. 64). Porque, en cierto sentido, una villa miseria –que es el escenario por el que pretendemos hacer desfilar a los pensadores liberales– es precisamente una de esas «zonas de no interferencia», esto es, un lugar en el que la «intervención del Estado» se ha volatilizado. Y Berlin, de hecho, en este último pasaje pareciera comprender que en ocasiones (quizás, siempre) sólo se genera libertad material (sí, libertad) cuando la institucionalidad interviene para producir activamente ciertas condiciones de vida: salubridad urbana, acceso a electricidad y agua potable, educación elemental garantizada etc.
La gente que vive en el espacio urbano (infraurbano, en realidad) de una villa miseria lo que menos necesita es que la «protejan» de la «intervención del Estado», pues la protección de éste es precisamente lo que más requieren. Yendo incluso más lejos, podemos constatar que la emergencia de esas villas miseria (o la conversión de una villa urbana en «miserable») es un proceso directamente vinculado –si no como causa exclusiva, sí al menos como factor determinante– al desmantelamiento acelerado del Estado, en lo que a sus dimensiones social- protectora y social-inclusiva se refiere (Crovara, 2004). Lo que ocurre es que Berlin afirma que la libertad (tal y como él la entiende, de forma «negativa») es una cosa y la equidad (justicia social, redistribución de la riqueza etc.) son cosas absolutamente distintas (p. 66). Y admite que, tal vez, para generar esa equidad haya necesariamente que reducir (restringir, intervenir) algunas libertades; pero, si tal cosa se hiciese, lo que no podremos dejar de reconocer es que se ha reducido el ámbito de la libertad (así sea que con ello se hayan conquistado otros objetivos o valores superiores). Pero tal vez, lo que Berlin no puede o no está en condiciones de admitir, es que generando equidad también se genera libertad (en este caso, libertad material o «positiva»). Es precisamente en ese «también» donde podremos localizar el núcleo teórico del concepto republicano de libertad; volveremos después sobre ello.
Liberalismo económico y democracia política no son exactamente la misma cosa, según sostienen muchos defensores del primero
Resulta muy pertinente, dentro del contexto polémico que aquí estamos tratando de esbozar, mencionar las tesis del austriaco Friedrich von Hayek, precisamente porque éste construye una reflexión sobre la libertad que es, al mismo tiempo, un análisis de las relaciones entre liberalismo económico y democracia política, elementos que en su dilucidación no quedan identificados: «el liberalismo es, pues, incompatible con una democracia ilimitada» (2010, p. 91). Tan categórica afirmación, lanzada en 1966 en un texto que llevaba por título Principios de un orden social liberal, es crucial. En efecto, la democracia, aunque sea parlamentaria, garantista y constitucional, aunque respete la división de poderes y la producción de normas esté sujeta a normas, aunque cumpla todos esos requisitos (que son, por cierto, los que definen un Estado de derecho), puede degenerar en tiranía y esclavitud en el mismo momento en el que se decida intervenir en la esfera de la «libertad económica». Es decir, en el preciso instante en el que una democracia legisle simplemente para corregir o rectificar algún resultado producido por la «espontaneidad de mercado», devendrá en sistema político tiránico o totalitario. Ésta es la contundente tesis hayekiana.
Para ilustrar lo anterior, pone un ejemplo de vulneración del orden liberal a manos de la «democracia ilimitada», como él la denomina: «más dudosa aún es la compatibilidad de la concepción liberal de la igualdad con otra medida que sin embargo obtuvo un amplio apoyo en los círculos liberales. Se trata del impuesto progresivo sobre la renta como medio para alcanzar una redistribución de la renta a favor de las clases más pobres» (Hayek, 2010, p. 90). El hecho de que un liberalismo económico consecuente, y llevado hasta sus últimas consecuencias, no pueda ni deba permitir ni siquiera una intervención política de corte fiscal en la distribución de la renta llevó a Hayek a recelar abiertamente de la compatibilidad de un verdadero orden liberal con la democracia política; sobre todo cuando dicha democracia se expande más allá de una función limitada y reducida para entroncarse en elementos de fuerte protección socioeconómica. Es lo que Walter Lippmann, otro pensador liberal, denominaba «evolución enfermiza» de una democracia que, si era extensa y profunda (esto es, protectora en lo social), no podía constituirse en conciliación con un orden liberal (1940, p. 80). El liberalismo económico llevado al extremo emerge aquí como una figura eminentemente demofóbica, pues un liberal coherente (y siempre nos referimos, en este contexto, al liberalismo económico) quiere hacer prevalecer la libertad económica contra la intervención de cualquier forma de poder político, aunque sea éste un poder de cuya legitimidad democrática no quepa duda alguna (por estar sustentado en la soberanía popular y amparado por un marco constitucional).
En un sistema económico basado en la libre competencia, todos esos elementos (el Parlamento, la Constitución) nada tendrían que decir o decidir acerca de los asuntos económicos que rigen en la colectividad, pues el automatismo del «orden espontáneo» del mercado debe operar más allá del radio de acción de cualquier acción política (por muy democrática que ésta sea). Pretender, por seguir con el mismo ejemplo, establecer una distribución de rentas ajena al funcionamiento mismo del mercado (en nombre de una supuesta justicia social asentada en otros criterios distintos a los producidos por dicho mecanismo) supondría, dice Hayek, un atavismo gregario que dificultaría el despliegue mismo de la civilización; he ahí su radical corolario (2005, p. 48). Lo expresaba también Ludwig von Mises, el otro gran representante de la Escuela austriaca, con meridiana transparencia: «el mercado es una democracia donde cada centavo da un derecho a votar y donde se vota todos los días» (2002, p. 84). La vida política, en semejante contexto, quedaría reducida al papel de mero apéndice gestor de unos procesos económicos que, absolutizados en una dinámica desprendida e independiente, en ningún caso quedarían sometidos a fiscalización pública y control social.
Milton Friedman, prócer del neoliberalismo norteamericano de la Escuela de Chicago, también lo diría sin ambages: «el amplio uso del mercado reduce la sobrecarga que sufre el entramado social, ya que en todas las actividades que abarca hace innecesaria la conformidad. Cuanto más amplio sea el número de actividades cubiertas por el mercado, menor será el número de cuestiones en las que se requieren decisiones expresamente políticas y, por tanto, en las que es necesario alcanzar un acuerdo» (1966, p. 41). Lo político, dentro de un programa neoliberal encuadrado en parámetros semejantes, se diluye en los indiscutibles, inescrutables e incontrolables resultados producidos por un sistema de mercado que es, según se desprende de estas representaciones, omnipresente y omnisciente. El sistema de los «mercados libres» cubre sobradamente los ámbitos de «decisión» que han de configurar la parte más esencial de nuestra vida social; porque siempre perteneció a la visión liberal del funcionamiento social el considerar que el orden económico más óptimo –a la hora de distribuir toda la información relevante de la manera más extensa y eficaz– es el que resulta de la espontaneidad de los millones de actores cuyo comportamiento individual se guía únicamente a través de la señal de los precios que las mercancías van adquiriendo a cada momento dentro de un sistema de libre mercado generalizado (Hayek, 1997).
También Berlin aseveraba que «no hay una conexión necesaria entre la libertad individual y el gobierno democrático» (p. 74), toda vez que hay dos preguntas muy distintas: ¿quién me gobierna?, por un lado; y por otro: ¿hasta qué punto sufro la interferencia del gobierno? Las respuestas a estas dos preguntas, en efecto, remiten a dos dimensiones o planos muy distintos, y en esa diferencia se funda en último término toda la distancia que hay entre los conceptos de libertad positiva y negativa. Tras criticar la noción rousseauniana de libertad, Berlin profundiza en esa problemática a través de una puesta en valor del liberal francés Benjamin Constant.
«Armado de razón se preguntaba por qué un hombre ha de ocuparse seriamente sobre si ser aplastado por un gobierno popular o por un monarca o, incluso, por un conjunto de Leyes opresivas. Constant vio que el principal problema para aquellos que desean la libertad “negativa”, individual, no es quién ostenta la autoridad, sino cuánta autoridad ha de ponerse en manos de cualquier tipo de gobierno» (p. 127). La verdadera causa de la opresión residiría, en última instancia, en el hecho mismo de la acumulación de poder, siquiera sea éste un poder profundamente democrático. No porque el soberano sea «todo el mundo», asegura esta tradición liberal, necesariamente ha de ser menos opresivo que un soberano oligárquico. Ya Stuart Mill nos había enseñado que las mayorías pueden ser, también, muy tiránicas (2001, p. 61). El problema (o el objetivo más perentorio) sería limitar el poder, venga éste de donde venga; si soy coaccionado por decisión de una asamblea democrática, no por ello la coacción es menor. La democracia política como tal, por lo tanto, no está lógicamente ligada a esa noción negativa de libertad entendida como un espacio de auténtica inviolabilidad en el que, bajo ningún concepto o supuesto, puede inmiscuirse el poder público, por mucha legitimidad democrática que a éste le sustente. En conclusión, la democracia política nunca sería un bien más deseable que la libertad en sentido negativo.
Si Berlin observaba, como hemos visto, que un sistema político democrático no necesariamente ha de ser liberal (en lo económico, se entiende), Norberto Bobbio añadía que, de igual modo, un orden económico liberal no ha de ser necesariamente democrático: «un Estado liberal no es por fuerza democrático: más aún, históricamente se realiza en sociedades en las cuales la participación en el gobierno está muy restringida, limitada a las clases pudientes. Un gobierno democrático no genera forzosamente un Estado liberal» (1980, p. 7). Es evidente que los avances en el ámbito de los derechos civiles (extensión del sufragio universal, por ejemplo) y los procesos de empoderamiento popular (adquisición de derechos laborales, por ejemplo) fueron cristalizando al mismo tiempo que se implementaban una serie de restricciones político-jurídicas en ciertos ámbitos de la libertad económica, siendo así que, y en eso sí tenía razón Hayek, el avance de la democratización social puede mermar la estabilidad y la consistencia de un orden económico liberal. Por ello, las fricciones (y, a veces, francas colisiones) acaecidas entre los avances democratizadores y el liberalismo económico nunca fueron más agudas que en la segunda mitad del siglo XIX, y lo siguieron siguiendo aún con mayor intensidad durante el cruento siglo XX.
Libertad sustantiva: «hacer prevalecer», frente al simple «dejar hacer»
Karl Polanyi es, sin duda, una figura irrenunciable a la hora de desactivar todo el armazón de identificaciones-naturalizaciones construido por los teóricos del liberalismo económico, que en muchas ocasiones han pretendido conectar de manera necesaria «democracia política» y «liberalismo económico», como si aquélla fuera consustancial a éste (cuando, como acabamos de ver en el apartado anterior, Hayek y Berlin fueron extremadamente sinceros al reconocer que eso no es así). Los postulados del laissez-faire cobraron vigor y efectividad en la facticidad de la historia europea del siglo XIX únicamente gracias a la intervención activa, dirigida y consciente de los poderes políticos. El sistema de mercados autorregulados, la más inédita y exótica de las instituciones socioeconómicas surgidas en la historia de las civilizaciones humanas, no es el estadio final de una evolución natural por fin liberada en la espontaneidad de la historia (esquema puramente teleológico) sino que, muy al contrario, se impuso artificial y coactivamente –con mucha brutalidad y violencia, por cierto– a través de masivas intervenciones del poder político.
Los análisis históricos polanyianos muestran que la economía de libre mercado hubo de requerir, en el pasado para su emergencia y en el presente para su supervivencia, de fuertes dosis de intervención gubernamental y violencia estatal (Polanyi, 2003, p. 194). Porque, como bien señalara Franz Neumann, autor que ocupó indebidamente un lugar periférico en el conocimiento e interpretación de la Escuela de Frankfurt, el liberalismo económico siempre fue, desde sus mismos orígenes, compatible con diversas formas históricas de teoría y práctica política, incluidas las del absolutismo (piensa en Hobbes) y el autoritarismo (piensa en Pareto). «Liberalismo económico y liberalismo político no son gemelos» (Neumann, 1968, p. 241). De hecho, el liberalismo económico ha convivido estrechamente, en el siglo XIX y en el XX, con el autoritarismo político más atroz.
Frente a todas las fatídicas admoniciones de la tradición liberal, que insistían una y otra vez en la intocable beatitud de la «libertad económica» (Jewkes, 1950), insistía Karl Polanyi en su reclamo de que la vida social había de volver a restituirse y a tomar el control frente a los poderes independizados, liberados y omnímodos de un sistema de mercado que bien cerca estuvo de determinar de manera absoluta –esto es, de fagocitar de manera totalizadora– todos los lazos que componían la comunidad humana (Polo Blanco, 2013). Polanyi sostiene que no debe confundirse, por lo tanto, la libertad empresarial o comercial con la libertad personal. «Bajo la empresa privada la opinión pública puede perder todo el sentido de la tolerancia y la libertad» (2014, p. 346), asegura, mientras que por otro lado los métodos más terroríficos «pueden ser aplicables en cualquier Estado policial, con una economía de laissez faire o no» (Polanyi, 2014, p. 346). De hecho, no puede ser más explícito a la hora de deshacer esa «evidencia» construida y naturalizada por la tradición liberal: «el eclipse de la economía de mercado puede convertirse en el inicio de una era de libertad sin precedente. La libertad jurídica y la libertad efectiva pueden hacerse más amplias y generales que nunca; la regulación y el control pueden generar la libertad, no sólo para unos cuantos, sino para todos […] Con el liberal, la idea de la libertad degenera así en una mera defensa de la libre empresa» (Polanyi, 2003, p. 317). Polanyi hará hincapié en la necesidad perentoria de una libertad sustantiva que no se limite a un vacío «dejar hacer», y menos cuando ese «dejar hacer» equivale a poner el destino del orden social en manos de unas dinámicas de acumulación y desposesión generadoras, en último término, de anomia y descomposición social (Harvey, 2003). Y esto debe hacerse regulando e interviniendo políticamente desde las instituciones, con el fin de eliminar la posibilidad de que determinados agentes puedan (por su tremenda capacidad acumulativa) direccionar en sus aspectos más esenciales el funcionamiento del orden social. Ciertas libertades materiales y sustantivas de las mayorías sociales, y es éste un aspecto decisivo, sólo pueden lograrse y protegerse interviniendo algunas libertades económicas; pero esto último es precisamente lo que los doctrinarios del liberalismo económico no podrán asumir jamás.
La propuesta polanyiana, en definitiva, entenderá que la llamada «libertad económica» puede implicar, en su autónomo desenvolvimiento, una dominación brutal de ciertos poderes privados sobre la mayoría social y sobre la vida de la gente común. Bien es cierto que la dominación ejercida por el capital sobre los seres humanos no es necesariamente directa, física y punitiva. El poder del capital no es esencialmente éste, aunque se haya servido de leyes marciales y represión policial en multitud de coyunturas históricas. Heilbroner lo explica bien: «imaginando incluso que todo el capital estuviera dirigido por un solo capitalista, la decisión de no querer vender sus artículos o de no querer comprar fuerza de trabajo es distinta de la decisión del rey que encierra a sus oponentes en una mazmorra para dejarlos morir de hambre, porque el capitalista no tiene derecho legal de prohibir a sus víctimas que se muevan por donde quieran […] Así, la dominación del comerciante, por ejemplo, reside en su derecho legal a no vender a los que ni se avengan a sus precios –un derecho que puede implicar grandes privaciones sociales, como en el caso de una hambruna, pero esto está sin embargo enteramente libre de coerción personal directa» (1990, p. 32). El poder del capitalista está asistido por un presunto derecho (que apela a su «libertad de mercado y comercio») a no comprar empleo a quienes no se avengan a acatar el precio por él establecido. Pero este «derecho» del empleador, así planteado, es al mismo tiempo el «derecho» de los hombres empleables a elegir «libremente» entre la miseria y la esclavitud; en efecto, en un mercado libre de mano de obra nadie obliga a no aceptar un empleo misérrimo que a duras penas sirve para sustentarse, y se es muy libre para rechazarlo. Bien es verdad que esa presunta libertad es muy poca cosa cuando lo que está en juego es la propia subsistencia vital, que sólo puede obtenerse a costa de alquilar la propia capacidad de trabajar.
Pero, sin duda, otro derecho que pudiera intervenir en el terreno que acabamos de describir, y que precisamente pretendiera limitar esa «libertad» del empresario para fijar a su antojo el precio del trabajo, no dejaría por ello de ser derecho, sólo que en esta ocasión sus prerrogativas se encaminarían a una democratización de la vida industrial y de la vida laboral. Sería no ya un derecho entendido como mera «no interferencia» (libertad negativa) sino, todo lo contrario, un derecho positivo y material (generador de libertad sustantiva) implementado desde la instancia política y a través de la intervención institucional. Porque, en definitiva, un mercado de trabajo enteramente liberado implica un despotismo casi absoluto por parte del comprador de fuerza de trabajo, ya que el vendedor de esa peculiar mercancía dependerá para su subsistencia vital de la voluntad arbitraria de otro, que es por cierto como entendían los filósofos clásicos la esclavitud. Un mercado de fuerza laboral así configurado, en el despliegue de una libre e irrestricta compraventa, es sencillamente incompatible con la libertad material de las mayorías sociales y trabajadoras. Por lo tanto, la pura libertad económica, en un contexto de economía de mercado desarrollada, puede derivar en un menoscabo absoluto de las condiciones materiales imprescindibles para que la gente común pueda acceder siquiera a una libertad civil digna de tal nombre.
Aquí Polanyi evoca una institucionalidad que ha de hacer prevalecer (que, nótese la diferencia, no es ya un mero dejar hacer) algunos derechos por encima de la libertad de comercio, siendo así que muchos de aquellos derechos sociales más esenciales tienen que ver, por ejemplo, con la mercancía «fuerza de trabajo»; en efecto, la garantía de unas condiciones laborales dignas y humanas habrá de producirse a expensas de la libre determinación del precio mercantil del trabajo. Democratizar la vida económica y dignificar la vida laboral implica, en ese sentido, violentar en algún sentido (regular o reglamentar) la libertad del mercado. Desde esta perspectiva se entiende que, en muchas facetas, es imprescindible y perentorio ponerle límite y control a la economía fundamentada en la empresa privada, para que la gente común pueda obtener determinadas libertades fundamentales, pues éstas últimas no dimanan naturalmente de la economía de libre mercado. Es decir, para promover y proteger la libertad material-sustantiva de las mayorías sociales es preciso, no cabe duda, desvirtuar la libertad económica, interviniéndola o incluso subvirtiéndola si fuera preciso. Polanyi tenía muy claro, en suma, que las condiciones de posibilidad de una libertad sustantiva sólo pueden darse allí donde una institucionalidad interviene y regula el proceso económico.
Porque, y es éste el nudo central de la cuestión, la democratización social en muchas ocasiones sólo puede avanzar contra el sistema de mercado. De manera paradigmática, un avance sustancioso en la legislación fabril y laboral (leyes de salario mínimo, de limitación de la duración de jornada laboral, de salubridad en el centro de trabajo, de prohibición del trabajo infantil, de baja remunerada por enfermedad o, más tardíamente y en algunos países, de baja remunerada por embarazo o paternidad), todas esas construcciones legislativas, en definitiva, suponen elementos decisivos de democratización social y democratización económica; elementos, en suma, que caminan en la dirección de una mayor «democracia industrial», como se decía en el lenguaje de finales del siglo XIX (Webb, 1965). Por lo tanto, todos esos avances sociales y jurídicos deben entenderse como «conquistas de la libertad» obtenidas contra la lógica «liberada» del sistema de mercado.
Ese avance democratizador, que va construyendo nuevos espacios de dignidad civil y libertad material (nuevos espacios de ciudadanía, en definitiva), se sustancia y concreta mediante una interrupción de la «lógica libre» de los mercados. Como bien señaló Macpherson, la historia europea del siglo XIX (pero también la historia latinoamericana del siglo XX, deberíamos añadir) puede mostrarnos que el «Estado liberal» y el «Estado democrático» no son exactamente la misma cosa; es más, si nos fijamos atentamente podremos comprobar que en muchos aspectos el segundo sólo pudo surgir contra el primero (1973, p. 148). El «Estado liberal» hubo de ser democratizado (es importante enfatizar el tiempo verbal), y lo fue principalmente a causa de la presión progresiva de las masas populares y las clases trabajadoras, sindical y políticamente organizadas. Democratización en lo social pero también en lo civil, por cierto, pues a través de esas luchas se obtuvieron no sólo mejoras salariales, reducción de la jornada, seguros por desempleo o la prohibición del trabajo infantil; también se consiguieron el sufragio universal, la libertad de reunión y asociación o una libertad de prensa más extensiva. Por ende, el «Estado liberal» no es necesariamente democrático (Borón, 2003); de hecho, el Estado democrático y de derecho fue en muchas ocasiones atacado (cuando no sangrientamente demolido) para instaurar e imponer un orden económico liberal. Pensemos en el Chile de 1973, por ejemplo.
El mercado como espacio asimétrico de poder y dominación
El liberalismo económico siempre imaginó que el ámbito del mercado es, por principio, un espacio de efectiva y auténtica libertad en el que sujetos jurídicamente iguales firman contratos e intercambian libremente capacidades y trabajos. Harold J. Laski, es su magnífico y ponderado ensayo sobre el liberalismo europeo, señalaba su principal debilidad justo en este punto, pues a la hora de construir una justificación del «Estado contractual» el ideario liberal se esforzó ante todo por constreñir la intervención política dentro de los límites más estrechos, reduciendo dicha intervención al mantenimiento del orden público y a la protección del derecho de propiedad, pero sin llegar a comprender que ese espacio contractual del libre mercado nunca podrá ser un espacio de genuina libertad mientras subsistan tremendos abismos en el orden material de las cosas (1953, pp. 14-16).
En efecto, el liberalismo no toma en consideración la desigualdad material de partida. Por lo tanto, no puede concebir que ese espacio mercantil funciona como un mecanismo institucional en el que se dirimen y juegan los aspectos más vitales y sustantivos de la comunidad humana y que representa, a su vez, un espacio en el que se dan de forma inevitable relaciones asimétricas, agudos desequilibrios, explotación y excesiva acumulación de riqueza en pocas manos; un espacio, en definitiva, atravesado y constituido por relaciones de poder. «El liberalismo siempre ha estado afectado por su tendencia a considerar a los pobres como hombres fracasados por su propia culpa. Siempre ha sufrido por su inhabilidad para darse cuenta de que las grandes posesiones significan poder sobre los hombres y mujeres lo mismo que sobre las cosas. Siempre ha rehusado ver cuán poco significado existe en la libertad de contrato cuando está divorciada de la igualdad en la fuerza de negociación» (Laski, 1953, p. 223).
El liberalismo económico no podía comprender que el mercado constituye, en última instancia, un campo de fuerzas en permanente tensión y en el que no todos los participantes intervienen con la misma proporción de capacidad negociadora. Porque aquél que lo único que dispone para vender es su propia fuerza de trabajo no puede situarse en un plano equilibrado de negociación con aquel otro que dispone de grandes propiedades o es dueño de alguna empresa.
El desarrollo de una esfera económica cada vez más independiente y autónoma, como ya habíamos señalado, implica una ausencia de control político democrático sobre todos aquellos aspectos vitales del orden social que tienen que ver con la organización del trabajo y con el acceso a los bienes. «El capitalismo hizo posible la redefinición de la democracia, su reducción al liberalismo […] ahora existía una esfera económica con sus propias relaciones de poder que no dependía del privilegio jurídico o político […] La forma característica en que la democracia liberal maneja esta nueva esfera de poder no es para controlarla sino para liberarla. De hecho, el liberalismo ni siquiera la reconoce como una esfera de poder o de coerción en absoluto» (Wood, 2000, p. 272).
Si todos los aspectos vitales del orden social quedan entregados a un mecanismo mercantil autónomo, resulta entonces que la democracia entendida en un sentido liberal es compatible con las mayores dosis de expoliación y explotación. Entender la democracia como una forma de «liberar» cada vez más al mecanismo del mercado –en su expansión irrestricta y en su dinámica autónoma– supone entender que dicha democracia apenas puede responsabilizarse de los ámbitos más decisivos o medulares del orden social y de los aspectos más acuciantes y determinantes de la vida cotidiana de la gente común. En ese sentido, una democracia configurada bajo criterios estrictamente liberales es una democracia mínima y de alcance limitado, toda vez que sus prerrogativas y responsabilidades apenas pueden intervenir en el juego de esa esfera económica cada vez más autónoma (esfera en la que, además, se decide el destino de todos).
No cabe contradecir la lógica de los mercados, nos ha venido enseñando la tradición del liberalismo económico, pues sólo de esa lógica nace la auténtica libertad. También Mises lo aseveraba sin ambages: «no hay más libertad que la engendrada por la economía de mercado» (1986, p. 434). El propio Milton Friedman así lo corroboraba cuando aseguraba de manera tajante que «la libertad económica es un fin en sí mismo» (1966, p. 21). Ya John Bates Clark, el gran defensor norteamericano del laissez-faire, había escrito en 1899 en su The Distribution of Wealth que «la competición libre tiende a dar al trabajo lo que el trabajo crea, a los capitalistas lo que el capital genera y a los emprendedores lo que la función coordinadora crea» (Perelman, 1997, p. 100). El efecto natural de la competición en el mercado, se piensa desde estos postulados, es otorgar a cada productor la cantidad proporcional de riqueza que ha contribuido a generar, ni más ni menos. Y esa retribución, evidentemente, coincide en un equilibrio general que es óptimo (además de indefectiblemente justo); un equilibrio que al ser sinónimo de optimalidad convierte a cualquier intervención de la administración pública en un acto ineficiente, pero también en inherentemente coactivo, arbitrario y despótico. «El Estado mínimo es el Estado más extenso que se puede justificar» (Nozick, 1988, p. 153). El camino, de esta manera, quedaba expedito para desembocar en las ulteriores y extremas versiones del anarcoliberalismo
La defensa del laissez-faire cristalizaba, por otro lado, en el interior de una concepción naturalizada (y, quizás, animalizada) de la sociedad humana (Polo Blanco, 2016). Ante aquéllos que acaso pretendieran corregir la natural espontaneidad social, que se identificaría plenamente con la espontaneidad mercantil, mediante intervenciones legislativas o gubernativas, Herbert Spencer respondía así: «impresionados por las miserias que existen en nuestra organización actual, y no considerando estas miserias como causadas por los defectos de la naturaleza humana mal adaptada al estado social, imaginan que es posible remediarlas mediante una nueva ordenación» (1963, p. 81). Pero imaginan mal, sentencia el contundente juicio spenceriano, toda vez que la naturaleza emite su dictado y no ha de ser contravenida. Sin duda, el paso al límite de semejante lógica lo hallamos en ese «fascismo financiero» desplegado en los primeros compases del siglo XXI, un desmesurado entramado global (de poderes privados «salvajes») ante el cual los Estados nacionales pierden su poder de intervención e incluso su soberanía (Sousa Santos, 1999; Ferrajoli, 2011; Polo Blanco, 2014).
El concepto republicano de libertad
La tradición republicana siempre entendió que la libertad precisa como condición sine qua non unas determinadas posibilidades materiales (Raventós, 2007), y éstas en muchas ocasiones sólo pueden emerger allí donde una institucionalidad regula e interviene en el proceso económico, esto es, allí donde el sustento material de la comunidad queda estructurado con arreglo a criterios vinculados a la protección social, destruyendo la tiranía del sistema de mercado y no acatando como inexorable e inmodificable la legalidad económica de dicho sistema. Amartya Sen también ha sostenido que las «libertades reales» sólo podrán tener opción de desplegarse allí donde se hayan eliminado de forma significativa las condiciones limitantes de la pobreza, esto es, «la escasez de oportunidades económicas y las privaciones sociales sistemáticas» (2000, p. 19). También Martha Nussbaum ha reflexionado sobre aquellas capacidades del ser humano que son indispensables para hablar de una «vida digna» desde el punto de vista de una teoría política que entienda la equidad y la justicia social como asuntos centrales. Pero, asimismo, comprende la importancia de promover el traspaso de un umbral mínimo de capacitación material que ofrezca recursos y oportunidades para que el ser humano avance desde la mera supervivencia biológica hacia la consecución de una vida buena, en sentido aristotélico (Nussbaum, 1992).
En cualquier caso, impedir con el derecho y la norma (esto es, con una regulación político-jurídica democrática), que el libre mercado determine jornadas laborales de catorce horas; prohibir que trabajen niños de ocho años; obligar a las empresas a guardar las medidas pertinentes de seguridad en los centros de trabajo; no permitir que personas enfermas o mujeres embarazadas sean despedidas por esa misma circunstancia; imposibilitar todos estos atentados contra las más elementales condiciones de la dignidad, en suma, implica generar libertad material desde la institucionalidad pública. Lo cual debe llevarnos a pensar que todos los intentos por avanzar hacia mayores cotas de democratización socioeconómica habrán de visibilizar y evidenciar que, en último término, la identificación liberal de libertad (de toda libertad posible y deseable) con la libertad económica es una maniobra más que cuestionable.
Desde la tradición republicana caber ser muy crítico con el concepto de «libertad negativa» esgrimido por los teóricos del liberalismo económico. Es imposible que se expanda la libertad de los individuos cuando éstos viven en una situación de subyugación material y privación de bienes indispensables (alimentación, agua potable, asistencia sanitaria). Tales individuos pudieran, acaso, disfrutar de muchísima libertad negativa (esto es, vivir en un lugar donde las autoridades y los organismos gubernamentales no interfiriesen de forma coactiva en sus vidas, donde ningún policía los importunara); pero esa «libertad negativa» así disfrutada jamás permitiría, por sí misma y desde ella misma, el acceso a una «libertad positiva» en el caso de que dichas personas no tuviesen los recursos económicos necesarios para comer adecuadamente o curarse las enfermedades sobrevenidas. De hecho, esta última situación podría identificarse precisamente como una ausencia de institucionalidad.
Un paseo por las destartaladas calles de cualquiera de las villas miseria que pueblan no ya las grandes capitales latinoamericanas (Serbín, 1976; Ratier, 1985; Verbitsky, 1985; Tasín, 2008), sino muchísimas de las tremendas megalópolis que proliferan por todo el planeta (Davis, 2014), lo que muestran es una ausencia de Estado: no hay calles asfaltadas y alcantarilladas, no hay alumbrado público ni recogida de basuras, no existen hospitales ni escuelas. Todas esas ausencias son ausencias de institucionalidad pública. Desde un punto de vista estrictamente liberal pudiera sostenerse que esas villas miseria están repletas de «libertad negativa», puesto que el gobierno allí no aparece, no interviene, no actúa. El gobierno, muy liberalmente, estaría «dejando hacer». Pero lo que ocurre es que ese «dejar hacer», esa ausencia de institucionalidad gubernamental, es precisamente lo que genera miseria social; es esa no-intervención de las administraciones públicas la que destruye la posibilidad de que los seres humanos que allí habitan puedan acceder a unos niveles mínimos de libertad material.
Postulando un concepto de libertad meramente negativo, en efecto, el liberalismo económico apenas puede concebir un significado de la libertad distinto al consistente en una mera «no-coacción» sobre el individuo por parte de poderes externos. La tradición republicana, en cualquier caso, defiende que esa libertad negativa puede ser necesaria (de hecho, lo es), pero nunca suficiente, pues la libertad también requiere de ciertas condiciones materiales de existencia (Pettit, 1999). Decretar la pura libertad económica, en un contexto de economía de mercado, puede derivar en un menoscabo absoluto de las condiciones materiales de vida imprescindibles para que la gente común pueda siquiera acceder, como decíamos más arriba, a una libertad civil digna de tal nombre. Esa genuina libertad civil, materialmente sustentada y garantizada por los poderes públicos, quizás sólo pueda tener ocasión de realizarse contraviniendo buena parte de los postulados del liberalismo económico (Skinner, 1998).
¿Y cómo concibe la tradición republicana las relaciones entre democracia, derecho y economía? Podemos acudir, de manera paradigmática, a los planteamientos de Robespierre. El proyecto jacobino (un proyecto político y social que no triunfó, hemos de recordarlo de manera insistente, pues fue abortado por la contrarrevolución girondina de los propietarios) otorgaba al poder legislativo no sólo la capacidad (y el deber) de redistribuir la riqueza a través de una fiscalidad progresiva, sino la potestad de limitar el ejercicio del derecho de propiedad (y asimismo la posibilidad de intervenir en la esfera del comercio) en todos aquellos casos en los que el poder económico privado entrara en abierta contradicción con los principales derechos del hombre, entre los cuales se hallaba un «derecho a la subsistencia» que tenía que ser garantizado por la República, haciendo ésta lo que tuviera que hacer e interviniendo donde tuviese que intervenir.
Ninguna propiedad es tan sagrada, sostiene este republicanismo, que no pueda ser intervenida si ello se requiere para salvaguardar algún interés común superior, y la libertad de comercio podrá permitirse siempre y cuando no ponga en riesgo la supervivencia misma de una parte sustancial de la comunidad. Decía Robespierre en 1792: «toda especulación mercantil que hago a expensas de la vida de mi semejante no es tráfico, es bandidaje y fratricidio» (2005, p. 158). Él no duda en poner decididamente el denominado derecho a la existencia (o a la subsistencia) por encima del derecho a la propiedad privada; ésta puede ser intervenida, regulada y reglamentada si con ello puede garantizarse aquel derecho primordial. El prestigioso jurista Luigi Ferrajoli (2016), más recientemente, también se ha hecho cargo de ese conflicto entre la primacía del derecho de propiedad (patrimonial) y la prevalencia de los derechos sociales (elementales), comprendiendo que estos últimos –en ocasiones– sólo pueden garantizarse en detrimento de los primeros.
Conviene recordar que el propio Montesquieu, algunas décadas antes que Robespierre, también había dejado sentado en su obra cumbre un principio semejante: «las limosnas que se dan a un hombre desnudo en las calles no satisfacen las obligaciones del Estado, el cual debe a todos los ciudadanos una subsistencia segura, el alimento, un vestido decoroso y un género de vida que no sea contrario a la salud» (1993, p. 299). Repárese, además, en el concepto de «obligación», pues con ello se indica la prioridad absoluta que cualquier República razonable debe albergar y promover. Y el propio Rousseau, que tan honda influencia habría de tener en todos los revolucionarios franceses de talante «socializante», también lo había enunciado con anterioridad, en 1755: «no basta con tener ciudadanos y con protegerlos; es preciso además cuidar de su subsistencia […] Este deber no consiste, como pudiera parecer, en llenar los graneros de los particulares y en dispensarles de trabajar, sino en mantener la abundancia a su alcance de tal modo que para adquirirla el trabajo sea siempre necesario y jamás inútil» (1985, p. 34). El deber de un gobierno verdaderamente republicano, por lo tanto, consiste en garantizar que los hombres puedan obtener unas condiciones materiales de vida lo suficientemente dignas, rechazando todo régimen socioeconómico en el que un trabajo extenuante sólo sirva para malvivir en los umbrales de la miseria.
Porque, dadas ciertas condiciones y relaciones materiales en el orden social, decretar la máxima libertad económica puede conllevar situaciones de verdadera tiranía y buenas cantidades de calamidad social. Sacralizar la «libertad» de comercio y la «libre» disposición de la propiedad privada cuando el ejercicio sin trabas de dichas libertades implica una intensificación de la miseria pública es, en realidad, hacer apología de la subyugación material de muchos ciudadanos que, por ello mismo, dejan de ser tales. «Yo os denuncio a los enemigos del pueblo y me respondéis: dejadlos hacer» (Robespierre, 2005, p. 161). La consigna «laissez faire, laissez passer», virulentamente esgrimida por los fisiócratas y utilizada ulteriormente por toda la tradición librecambista, puede alimentar y reproducir una situación social materialmente incompatible con la libertad real de todos los miembros de la comunidad política. La independencia civil, condición imprescindible de una verdadera ciudadanía, sólo puede lograrse a través de unas condiciones materiales de vida lo suficientemente dignas; y para conseguir esto último la República puede y debe intervenir muchas de esas «libertades» y propiedades de los dueños privados de la economía (Domènech, 2003). Pero este programa republicano- jacobino, y con él la esencia del proyecto ilustrado, resultaron derrotados, como apuntábamos más arriba (Gauthier, 1992; Pisarello, 2011). No obstante, el concepto de libertad manejado por esta tradición sigue siendo enteramente operativo y su puesta en discusión polémica con el concepto liberal de la misma resulta completamente pertinente.
Referencias
Berlin, I. (2014). Dos conceptos de libertad. El fin justifica los medios. Mi trayectoria intelectual. Madrid: Alianza.
Bobbio, N. (1980). Liberalismo y democracia. México: Fondo de Cultura Económica.
Borón, A. (2003). Entre Hobbes y Friedman: liberalismo económico y despotismo burgués en América Latina. En Estado, capitalismo y democracia en América Latina (pp. 85-115). Buenos Aires: Clacso.
Crovara, M. E. (2004). Pobreza y estigma en una villa miseria argentina. Política y cultura, 22, 29-45.
Davis, M. (2014). Planeta de ciudades miseria. Madrid: Akal.
Domènech, A. (2003). El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista. Barcelona: Crítica.
Ferrajoli, L. (2016). Derechos y garantías. La ley del más débil. Madrid: Trotta.
Ferrajoli, L. (2011). Poderes salvajes. La crisis de la democracia constitucional. Madrid: Trotta. Friedman, M. (1966). Capitalismo y libertad. Madrid: Rialp.
Friedman, M. (1966). Capitalismo y libertad. Madrid: Rialp
Gauthier, F. (1992). Triompheet mort du droit naturel en Révolution. 1789-1795-1802. París: PUF.
Harvey, D. (2003). The New Imperialism. Oxford: University Press.
Hayek, F. A. (2010). Principios de un orden social liberal. Madrid: Unión Editorial.
Hayek, F. A. (2005). Democracia, justicia y socialismo. Madrid: Unión Editorial.
Hayek, F. A. (1997). El uso del conocimiento en la sociedad. Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 80, 215-226.
Heilbroner, R. L. (1990). Naturaleza y lógica del capitalismo. Barcelona: Península. Hobbes, T. (1999). Leviatán. La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil. Madrid: Alianza.
Hobbes, T. (1999). Leviatán. La materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil. Madrid: Alianza.
Jewkes, J. (1950). Juicio de la planificación. México: Aguilar.
Laski, H. J. (1953). El liberalismo europeo. México: Fondo de Cultura Económica. Lippmann, W. (1940). Retorno a la libertad. México: Uteha.
Macpherson, C. B. (1973). Democratic Theory. Essays in Retrieval. Oxford: University Press. Mill, S. (2001). Sobre la libertad. Madrid: Alianza.
Mises, L. (2002). Gobierno omnipotente. Madrid: Unión Editorial.
Mises, L. (1986). La acción humana. Tratado de economía. Madrid: Unión Editorial.
Montesquieu. (1993). Del espíritu de las leyes. Madrid: Tecnos.
Neumann, F. (1968). Economía y política en el siglo XX. En El Estado democrático y el Estado autoritario (pp. 239-249). Buenos Aires: Paidós.
Nozick, R. (1988). Anarquía, Estado y utopía. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.
Nussbaum, M. C. (1992). Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism. Political Theory, 20(2), 202-246.
Perelman, M. (1997). El fin de la economía. Barcelona: Ariel.
Pettit, P. (1999). Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno. Barcelona: Paidós.
Pisarello, G. (2011). Un largo Termidor. La ofensiva del constitucionalismo antidemocrático. Madrid: Trotta.
Polanyi, K. (2003). La gran transformación. Los orígenes políticos y económicos de nuestro tiempo. México: Fondo de Cultura Económica.
Polanyi, K. (2014). La historia económica y el problema de la libertad. En Los límites del mercado. Reflexiones sobre economía, antropología y democracia (pp. 343-349). Madrid: Capitán Swing.
Polo Blanco, J. (2016). Economía y biología. La decisiva influencia del naturalismo en la construcción teórica de la Economía Política. Daimon. Revista Internacional de Filosofía, 69, 93-108.
Polo Blanco, J. (2014). Posdemocracia y dictadura tecnofinanciera. La tiranía de los mercados omnipotentes. Nómadas. Revista crítica de ciencias sociales y jurídicas, 44(4), 145-162.
Polo Blanco, J. (2013). Karl Polanyi y la hybris economicista de la Modernidad. Logos. Anales del Seminario de Metafísica, 46, pp. 261-285.
Ratier, H. E. (1985). Villeros y villas miseria. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.
Raventós, D. (2007). Las condiciones materiales de la libertad. Barcelona: El Viejo Topo.
Robespierre, M. (2005). Discurso sobre las subsistencias y el derecho a la existencia en la Convención, 2 de diciembre de 1792. En Por la felicidad y por la libertad. Discursos (pp. 154-163). Barcelona: El Viejo Topo.
Rousseau, J. J. (1985). Discurso sobre la economía política. Madrid: Tecnos.
Sen, A. (2000). Desarrollo y libertad. Barcelona: Planeta.
Serbín, A. (1976). Observación militante en una «villa miseria». Nueva Antropología. Revista de Ciencias Sociales, 5, 108-118.
Skinner, Q. (1998). Liberty before Liberalism. Cambridge: University Press.
Sousa Santos, B. (1999). Reinventar la democracia, reinventar el Estado. Madrid: Sequitur.
Spencer, H. (1963). El hombre contra el Estado. Buenos Aires: Aguilar.
Tasín, J. (2008). La Oculta: vivir y morir en una villa miseria argentina. Buenos Aires: Ediciones B.
Verbitsky, B. (1985). Villa miseria también es América. Buenos Aires: Paidós. Webb, S. (1965). Industrial Democracy. Nueva York: Augustus M. Kelley.
Webb, S. (1965). Industrial Democracy. Nueva York: Augustus M. Kelley.
Wood, E. M. (2000). Democracia contra capitalismo. México: Siglo XXI.
Notas
Notas de autor