¿ES POSIBLE UNA TEORÍA GENERAL DE LOS PARTIDOS CONSERVADORES?

 

(Is a general theory about conservative parties possible?)

 

ARTURO CLAUDIO LAGUADO DUCA1

Universidad Nacional de Colombia alaguado@yahoo.com

Artículo de reflexión Recibido: Febrero 28 de 2006 Aceptado: Abril 24 de 2006


 

Resumen

Este artículo propone una hipótesis alternativa para la interpretación de la construcción de los partidos conservadores en América Latina, a aquella intentada por la teoría de los núcleos electorales. Con ese fin en un primer apartado se discuten teórica y empíricamente las propuestas de Cornblit, Gibson y Middelbrook. En una segunda parte se presentan las ideas hegemónicas en Colombia y Argentina –tomados como dos casos típicos- durante la construcción del Estado nacional: conservadoras en un caso, liberales en el otro. Se argumenta que sólo el estudio riguroso de las formas de construcción de hegemonía en cada caso particular permite entender el devenir de los partidos conservadores en la primera mitad del siglo XX, en contraposición a las generalizaciones sociológicas.

Palabras clave: Partidos conservadores, nación, núcleos electorales, construcción del Estado nacional, Colombia, Argentina.


 

Abstract

This article suggests an alternative hypothesis for the interpretation of the construction of the Latin American Conservative Parties to the theories of the core constituencies. To this end, in the first part we will discuss three authors - Corblit, Gibson and Middelbrook – who sustain this theoretical approach. In the second part, we expose two representative cases of state building en Latin America – Colombia and Argentina – in order to demonstrate that only the hegemony construction process allow us to understand the development of the conservative parties throughout the first half of the 20th century.

Key words: Conservative Parties, nation, core constituencies, nation-building, Argentina, Colombia.


 

Una explicación del papel desempeñado por los Partidos Conservadores en América Latina busca relacionar la creación y fuerza de estos partidos durante el siglo XX, con las características de su formación y de los núcleos electorales que deberían sostenerlos. Nos proponemos examinar la fuerza teórica e histórica de esta aproximación tomando como base a tres autores: Cornblit (1975), Gibson (1996) y Middelbrook (2000). Es importante aclarar que no se trata de un examen global de las tesis que estos autores presentan que, en todos los casos, tienen una intención teórica y empírica orientada hacia las dos últimas décadas del siglo XX. Nuestro interés se centra, únicamente, en discutir la utilidad de esta aproximación para finales del siglo XIX y, por tanto, de la pretendida continuidad histórica que se traza entre el «origen de los partidos conservadores» y su desempeño actual.

El quid de este acercamiento conceptual está en la definición estructural de lo que es un partido conservador. Para Cornblit (1975:599) «un partido de derecha [es] aquel que logra un apoyo sustancial de los sectores privilegiados económicamente» y que adelanta políticas económicas favorables a estos sectores. Más adelante (1975:602), usará esta misma definición para referirse estrictamente a los partidos conservadores.

Dos temas están en la base de la definición: el ajuste entre las políticas nacionales y los intereses de los grupos económicos dominantes, y el respaldo de estos grupos a partidos que deberían representarlos. En esta misma definición quedan explícitamente por fuera los partidos de derecha que no logran apoyo en [la mayoría, suponemos] de los sectores más privilegiados. Por ahora, sólo mencionamos la dificultad teórica que implica despreciar la diversidad de intereses entre las distintas fracciones de las élites económicas y, por tanto, su búsqueda de representación en diferentes partidos. En todo caso, el partido que cumpla con los dos requisitos –representar intereses de las élites económicas y obtener el apoyo de ellas- debe ser, según este autor, denominado partido conservador advirtiendo, eso sí, que esta definición se ajusta «a una concepción política elaborada fundamentalmente en el entorno local» (Cornblit, 1975:600).

Gibson (1996:3), desarrollando el acercamiento de Cornblit, parte de constatar la dificultad de definir a los partidos conservadores desde una perspectiva ideológica. A su juicio, hay consenso entre los profesionales de la ciencia política sobre las limitaciones de este enfoque para construir una teoría general de los partidos conservadores2.

Para este autor, el conservatismo no se puede asociar a una doctrina debido a la variedad de ideologías que han hecho parte de estos partidos. Doctrinas que, además, están en permanente evolución. Igual que Cornblit, encuentra en Burke–y su preferencia por la guía de la experiencia concreta sobre el pensamiento abstracto, su énfasis en los valores religiosos, la comunidad y las jerarquías naturales del orden social- las bases normativas del pensamiento conservador. Se podría así, hablar de cierto talante cultural conservador, pero nunca de una doctrina estructurada como sí existió, por ejemplo, entre los liberales. Pero esta ideología difusa del conservatismo no se asociaría a una relación directa con clases sociales específicas, sino a una defensa del establishment. En cada situación histórica varían los actores sociales que devienen protagonistas, y las características de la lucha determinarían esa ideología; lo que equivale a decir, forzando un poco el pensamiento del autor, que los conflictos por intereses concretos determinarían la forma en que se explicita el pensamiento conservador. De esta manera, el pensamiento conservador, en tanto fenómeno relacional, estaría sobredeterminada por la forma que toma el conflicto en distintos períodos históricos.

En resumen: según Gibson, el análisis ideológico de los partidos conservadores tendría la dificultad de basarse en consensos académicos demasiado laxos, a saber: los partidos conservadores constituyen un fenómeno ideológico que carece de estructura doctrinal y que, al menos teóricamente, no refiere a fuerzas sociales específicas. Esta generalidad en la teoría dificulta las comparaciones internacionales que puedan anclar el fenómeno ideológico. Además, el acercamiento ideológico presentaría la dificultad adicional de no remitir, explícitamente, al desempeño de los partidos políticos.

Estos argumentos están en la base del cambio de enfoque que proponen los autores que presentamos. Para superar las debilidades mencionadas, Gibson sugiere cambiar el foco del análisis desde el nivel de la ideología al de la estructura social. Esto implica abordar el estudio de los partidos conservadores en «términos de su relación con la sociedad» (Gibson, 1996:7). De esta forma, desde su punto de vista, se podría construir un marco teórico que permita el estudio comparado de la relación entre partidos conservadores y conflicto político.

El estudio de esta relación parte de una definición mínima: «los partidos conservadores [son aquellos que] extraen sus núcleos electorales [core constituencies] de los estratos altos de la sociedad» (Gibson, 1996:7); lo que significa que estos sectores altos juegan un papel central tanto en la agenda como en los recursos de estos partidos. Esta definición deja explícitamente por fuera el fenómeno ideológico que, por su variabilidad en el tiempo y las coyunturas, no aportaría al análisis comparativo.

Estos núcleos electorales de los partidos conservadores, que se equiparan a los «estratos altos», se definen como sigue:

«Así, en la mayor parte de América Latina los potenciales núcleos electorales [core constituencies] de los partidos conservadores incluiría a los propietarios, directivos de las firmas, grandes terratenientes y capitalistas financieros. También incluiría individuos y grupos que por su estatus social o ingreso pertenecen a los escalones altos del sistema de estratificación social. Debe incluir a los descendientes de la aristocracia o familias socialmente prominentes, grupos rentistas y miembros de altos ingresos de las profesiones liberales»3 (Gibson, 1996:12)

Como ya se mencionó, el presupuesto básico es que la forma de la estratificación social –o más generalmente, «la estructura social»- moldea los límites y las posibilidades de la acción política. Pero se asume también que las alianzas son fundamentales para que los partidos conservadores puedan conseguir un amplio soporte en sectores populares en la medida en que sus núcleos electorales –elitistas por definición- no son numéricamente suficientes para ser mayoría.

De esta forma Gibson acentúa la relación de los partidos con el poder no político, esto es con grupos e individuos cuya autoridad es derivada del estatus socioeconómico. La noción de «núcleo electoral» [core constituencies] es la bisagra fundamental que permite clarificar la relación –y diferencia- entre poder económico y electorado. Con ella, se alude a la jerarquía –de poder, pero también de intereses representados- entre los miembros de la coalición. De esta forma, la agenda de los partidos conservadores sería impuesta por lo núcleos electorales conformados por las élites económicas.

Con estos elementos teóricos, y una muy interesante exposición histórica del caso argentino, Gibson llega a la conclusión de que la unión de los núcleos electorales alrededor de un partido político en la etapa formativa del Estado, determinará la mayor o menor fuerza de los partidos conservadores durante el siglo XX. El argumento es que, en el caso argentino, el fracaso en la organización de un partido conservador en el momento de emergencia de la política de masas, se debió a la dinámica de las élites en lo relacionado con liderazgos, y a la falta de compromiso de éstas con el sistema de partidos (Gibson; 1996:211).

Kevin Middelbrook (2000) desarrolla el programa de Gibson. Partiendo de la tesis de este autor, de que existe una relación entre la fortaleza de los partidos conservadores y la estabilidad democrática, estudiará seis países de América Latina (entre los cuales está notoriamente ausente México). También Middelbrook buscará la clave de la hegemonía4 de los partidos conservadores –o mejor, de su ausencia- en la sociedad civil y no en el sistema institucional.

En la medida en que la historia de los partidos conservadores latinoamericanos es muy diferente y que su rol fue moldeado por circunstancias nacionales particulares, igual que Gibson, Middelbrook relacionará el momento de emergencia de estos partidos (mitad del siglo XIX o principios del XX) con el éxito –o fracaso- electoral de las fuerzas de derecha en las décadas de 1980 y 1990. Estudiando el papel jugado por las clases altas en las democracias desde su constitución, el compromiso electoral de las élites, sus modos de representación institucional y su apoyo al sistema electoral; Middelbrook trata de entender las variaciones entre los partidos conservadores de América Latina, tanto en lo que se refiere al momento de su fundación como a su posterior desempeño electoral.

La definición de Middelbrook de partido conservador es la misma de Gibson: los partidos conservadores son partidos cuya core constituencies son las clases altas pero que movilizan un electorado multiclasista en su proyecto. Son de centro derecha o derecha y suelen alcanzar entre el 20% y el 30% de los votos. También, igual que Gibson, concluye que existe una fuerte relación entre la fortaleza de la democracia –esta vez medida como ausencia de golpes militares- y el desempeño de los conservadores5. De esa forma, Chile, Colombia y Venezuela, que tienen partidos conservadores fuertes e históricos con un buen desempeño electoral, muestran un porcentaje menor de años bajo la férula de gobiernos militares. Middelbrook sólo aporta un elemento interpretativo nuevo: en la relación entre Iglesia y Estado durante el siglo XIX se puede encontrar una explicación de las variaciones históricas en la fundación de los partidos conservadores.

En todo caso, los argumentos desplegados por los autores aquí mencionados son mucho más ricos que los expuestos en esta breve reseña. Pero, como no nos interesa discutir las tesis propuestas en toda su extensión sino sólo en lo referente a sus puntos de partida teóricos y empíricos, esto es, en lo relacionado con la definición de partido conservador y de núcleo electoral en el momento fundacional de los Estados nacionales, sólo se presentan los temas que están concernidos con esta problemática. La discusión de la evolución y renacimiento de la derecha a finales del siglo XX es totalmente ajena a este artículo. Además, creemos que ella implicaría estudiar una serie de variables que sobrepasan con mucho los límites de un trabajo de esta naturaleza.

El enfoque estructural del estudio de los partidos conservadores no está apoyado únicamente en consideraciones teóricas. Éste se sustenta también, con datos históricos sobre la formación de los partidos y su interacción con las élites en el siglo XIX. En la medida en que el análisis de Gibson es el que explora con más cuidado la historiografía argentina6 seguiremos, en lo fundamental, los argumentos de este autor.

El argumento principal de Gibson es que las dinámicas de los núcleos electorales durante la dominación oligárquica (es decir, durante el período comprendido entre 1880 y la reforma electoral de 1912), obstaculizó la formación de un partido conservador estable. La principal característica de estos núcleos sería la fragmentación provincial de las clases altas y su desprecio a la construcción de un partido propio -en el contexto desinstitucionalizado de la Argentina- ya que ellas tenían acceso directo al poder del Estado. Los clivajes entre las élites regionales, que impidieron la constitución de un partido nacional competitivo, fueron la causa histórica de una debilidad institucional del conservatismo argentino que se perpetuó durante el siglo XX (Gibson, 1996:27). A lo que se suma que, estando obstruida por el fraude la mediación institucional que debería garantizar la actividad de los partidos políticos, las clases altas usaron el más sencillo mecanismo de recurrir directamente a la interlocución con los detentadores del poder estatal.

De lo que se desprenden dos posibles escenarios típico-ideales que condicionarían el éxito o el fracaso de los partidos conservadores:

El primero de ellos, que marcaría el camino exitoso para la constitución de partidos conservadores de alcance nacional y fuerte institucionalización, se caracterizó por la predominancia de los clivajes rural-urbanos, creando una oligarquía suprarregional con redes partidarias nacionales, en el seno de la cual se dirimían los conflictos entre las élites regionales.

En este caso, las diferencias ideológicas entre liberales y conservadores, son presentadas por Gibson como un resultado de diferentes formas de propiedad y, secundariamente, por la manera en que conciben la relación con la Iglesia Católica. En última instancia las divisiones entre las élites regionales estarían atravesadas por la forma de la propiedad. Así, los conservadores, tradicionalistas, representarían a las élites agrícolas, en tanto que los liberales, a los sectores de comerciantes urbanos7. Ambos se organizarían en partidos nacionales que buscarían imponer su proyecto político-económico. Un caso típico, sería el colombiano.

El otro escenario se da cuando la división predominante se produce dentro de las élites locales que construyen partidos que se fragmentan regionalmente, produciendo, por lo tanto, partidos nacionales débiles, y emergiendo el Estado como mediador en los conflictos de alcance nacional que se producen entre las elites. En este caso, la fortaleza del Estado –y por tanto su autonomización- se hace a costa de los partidos, especialmente de los conservadores. Al no nuclearse alrededor de un partido de fuerte presencia nacional, las élites no fueron capaces de cooptar un electorado amplio durante el advenimiento de la política de masas –producto de las elecciones competitivas que inauguró la reforma de 1912-, dejando el campo libre para el surgimiento de nuevos partidos que atraerán a las clases emergentes bajo nuevas coaliciones.

Este segundo camino fue el seguido por la Argentina durante el gobierno de la «oligarquía» aunque, de todos modos, en el modelo expuesto se acepta que la división regional argentina tuvo su repercusión en lo político y cultural. En el interior, las ideologías conservadoras tradicionalistas asentaron su poder en la Iglesia Católica que jugaba un rol prominente a nivel local y regional. Buenos Aires, en cambio, fue un bastión del anticlericalismo y el liberalismo, conducida por la muy laica generación del ’80, mientras que la Iglesia católica se fortalecía en el interior del país. Pero capital e interior llegaron a un acuerdo en la repartición del poder durante la hegemonía de Roca. En palabras de Gibson:

«El régimen político construido por la generación del ’80 fue una solución institucional al conflicto interregional de la élite. Eso […] permitió la consolidación del Estado nación y generó mecanismos para reconciliar la dominación económica de Buenos Aires sobre el resto del país con las demandas de representación política de las élites del interior y compartir las riquezas derivadas de las exportaciones agrícolas. Lo que no hizo el régimen fue institucionalizar un sistema de partidos competitivo. Dadas las divisiones seccionales, la competencia electoral libre habría amenazado la precaria unidad nacional del país. El Estado, no los partidos, emergió como el mediador entre los conflictos entre las oligarquías nacionales. Esto obsesionaría a los conservadores cuando el advenimiento de la política de masas compelió a las élites regionales a buscar fórmulas para la unidad conservadora en la arena de la política electoral»8 (Gibson, 1996:44).

La federalización de Buenos Aires en 1880, permitirá la emergencia de un nuevo régimen con una solución institucional al conflicto interregional de las élites, delineando los rasgos básicos del sistema de dominación. Éste se regiría por una Constitución liberal –con la separación de las tres ramas del poder público-, pero con concentración de poder en el ejecutivo que, de una manera jerárquica, ligaba al presidente con los gobernadores provinciales. La fórmula para la unidad nacional fue así: un presidente con dominio sobre la esfera nacional y gobernadores con gran poder sobre la provincial. De esta forma, el gobernante Partido Autonomista Nacional (PAN) actuaba como la correa de transmisión entre el poder del Estado y los poderes regionales. Así, la generación del ’80 estableció un sistema de partido único que servía como sombrilla bajo la que se cobijaban y diferenciaban los intereses provinciales. Pero este sistema tenía la gran desventaja de desestimular la formación de partidos políticos nacionales. Los intereses de las élites buscaban, en cambio, una negociación directa con los líderes de la coalición en el gobierno (Gibson, 1996:46-7).

De esta forma la oligarquía minimizó los conflictos intraélites, evitando grandes discusiones ideológicas y un sistema político competitivo, pero garantizando la unidad nacional. Sin embargo, cuando en 1916 se institucionalizan elecciones no fraudulentas, inexplicablemente, la oligarquía fue derrotada. Para Gibson, sólo las divisiones dentro las élites pueden explicar el fracaso electoral del régimen que había enriquecido al país y sellado la unidad nacional.

De esta forma, estos clivajes entre élites regionales se tornaron visibles en 1916, con la formación del Partido Demócrata Progresista (PDP) dirigido por un grupo de prominentes conservadores que eran miembros de la oligarquía argentina y que buscaban, a la europea, construir un partido de ideas. Las divisiones entre las clases altas regionales impidieron la unión con el líder conservador de Buenos Aires, Marcelino Ugarte, lo que desembocó en el fracaso del primer proyecto conservador en la era de la política electoral, «[…] rasgo que se mantendrá durante el resto de la centuria». De esta forma, las divisiones regionales devendrán en dos polos organizacionales conservadores: uno en las provincias (PDP) y otros en Buenos Aires (Concentración Nacional) (Gibson, 1996:51).

Otro factor que conspiró contra el interés de las élites en la formación de partidos conservadores, en la perspectiva de Gibson, fue la continuación de la desinstitucionalización política, incluso con el advenimiento de la democracia de masas y el fin del fraude electoral. No sólo el poder político nacional se veía inalcanzable ante la aplanadora de la triunfante Unión Cívica Radical, sino que el provincial perdía atractivo por las intervenciones federales que, durante los gobiernos de Irigoyen, fueron moneda corriente9.

Varios lustros después, la forma en que la Concordancia recuperó el poder entre 1930-1943, mediante un golpe militar, tampoco alentó a la construcción de un partido conservador nacional. La institucionalización del fraude garantizaba el acceso al poder de las élites que, otra vez, veían innecesaria la construcción de un partido de masas. El partido de gobierno, igual que durante el período de la «oligarquía», se tornó en el principal espacio de negociación intraélites. La restauración de las redes políticas durante los años treinta, tuvo como objetivo mantener el control del electorado y no conquistar a las masas. Se priorizó el objetivo de mantener el equilibrio político regional sobre el de conquistar a la naciente burguesía industrial o a los hijos de los inmigrantes.

Gibson continúa su exposición con un interesante análisis de la historia argentina del siglo XX. Pero, como ya señalamos, no se trata de hacer una reseña de todo el trabajo de este autor. Para lo que nos interesa –examinar la tesis «estructural» en un período histórico determinado, esto es en el momento de fundación del Estado nacional- lo presentado es suficiente.

Concluyendo: la argumentación que presentamos identifica dos factores que impidieron la organización exitosa de los partidos conservadores en Argentina, ante el advenimiento de la política de masas.

El primero de ellos tiene que ver con las dinámicas de las élites que desembocaron en las divisiones de los núcleos electorales. Ésta segmentación, producida por los clivajes entre las élites económicas regionales, obstruyeron la formación de una alianza nacional durante la etapa formativa de estos partidos.

El otro fue la relación entre las élites y el Estado en dos niveles distintos. En el nivel del liderazgo, atañe a las conexiones tejidas entre partidos y Estado. Pues, según esta argumentación, en un ámbito de desinstitucionalización partidaria como el argentino, las limitadas posibilidades de acceso de los líderes conservadores al poder del Estado, no alentaron la construcción de un partido con ambiciones de triunfo en la arena electoral. En el nivel de los núcleos electorales, la posibilidad acceder directamente a los dirigentes del gobierno para impulsar sus negocios, tornaron innecesaria la construcción de un partido que velara por sus intereses (Gibson, 1996:211-2).

Como ya se señalara, los argumentos que sostienen Gibson y Middelbrook son de tipo teórico y empírico. Respecto a los primeros, podemos destacar la centralidad de aquellos concernidos con la definición de «partido conservador» y el marco teórico interpretativo en que ésta se enmarca; a saber, la primacía de las relaciones estructurales sobre las ideológicas. Esta primacía se reflejaría en que las clases altas (definidas en sentido amplio) llevarían su agenda al poder político a través de los partidos, siempre y cuando éstos fueron el mejor medio para representar sus intereses. Debido a la ausencia de partidos institucionalizados en el momento formativo del Estado nacional o, como resultado de la existencia de mecanismos más expeditos de presión, estas clases recurrirían a la representación directa ante el gobierno, resultando de allí una mayor desinstitucionalización y un fortalecimiento de la autonomía del Estado respecto a la acción política. Este «camino conservador» –asociado al caso empírico argentino-, producto de las divisiones regionales entre las élites, dejaría a los partidos de derecha mal preparados para enfrentar la representación democrática de sus intereses ante el advenimiento de la política de masas. Este modelo tendría la ventaja de permitir las comparaciones internacionales al esquivar el terreno pantanoso del estudio de las ideologías.

Auque por motivos de espacio no podemos hacer un comentario detallado de estos supuestos, unas pocas puntualizaciones pueden acercarnos a algunos de los problemas que se pueden derivar de estas definiciones.

La primera dificultad está relacionada con la definición de los núcleos electorales. Éstos –para el caso conservador- son definidos como los propietarios, grandes terratenientes y, en general, «los escalones altos del sistema de estratificación social».

En definitiva, lo que hacen Gibson, Middelbrook y, en menor medida Cornblit, es reactualizar el paradigma de clase de forma un tanto mecánica. Es decir, los intereses de las clases dominantes, por definición, son representados en partidos. Pero, como en América Latina es difícil identificar clases en el sentido marxista del término10, los autores las reemplazan por la noción de núcleo electoral.

Creemos que este acercamiento teórico, cuando da el paso siguiente de llamar conservador a todo partido que represente los intereses de estas clases, tiene la gran dificultad de disolver el término. En el contexto de poca diferenciación social existente en América Latina hasta bien entrado el siglo XX, de unas muy débiles clases medias –donde las hubo- generalmente dependientes del empleo público, ésta asociación nos lleva a la obviedad de que toda la política del siglo del XIX fue conservadora en la medida en que otros grupos sociales carecieron de representación. Así, en el nivel teórico, se simplifican las distintas opciones de institucionalización que siguieron las elites del poder durante la etapa fundacional de los Estados latinoamericanos11.

Esta concepción del conservatismo, ésta muy influenciada por el caso del partido Tory inglés12. Pero, como esperamos mostrar con el ejemplo colombiano, los partidos conservadores más poderosos no recogieron su experiencia del mundo anglosajón, sino del hispánico. Además, en rigor, el paradigma de clase, implícito en la teoría de las core constituencies, implicaría el análisis de los intereses contradictorios en el interior de las clases dominantes para identificar lo que los marxistas llamaban antaño «la contradicción principal». En todo caso, con o sin rigor marxista, seguiríamos atrapados en paradigmas evolucionistas poco cuidadosos de los procesos históricos latinoamericanos.

Por tanto el problema que, según estos autores, estaría asociado al análisis del conservatismo en términos ideológicos, i.e. la dificultad para hacer generalizaciones debido a la multiplicidad de ideologías que hacen parte de esa doctrina, se resuelve disolviendo el concepto de conservador desde una perspectiva normativa. El investigador es el llamado a decidir objetivamente qué tan conservador es la movilización de uno u otro interés, lo que origina la emergencia de espacios oscuros como el conservatismo popular, el populismo nacionalista e, incluso, el liberalismo elitista decimonónico.

Esta aproximación se vuelve más problemática cuando no existen diferencias entre los intereses económicos de los partidos que se disputan el poder, como sucedió en el caso argentino entre el PAN y los radicales, como lo reconoce Cornblit (1975:319) o, en el colombiano, entre liberales y conservadores.

Mucho más productivo que forzar una teoría general de los partidos conservadores, es interpretar la ideología conservadora en su contexto histórico específico ya que, durante el siglo XIX y principios del XX, existieron unos temas conservadores en América Latina, aunque no siempre se pudieron articular en partidos de gobierno. Sin embargo, sí es posible afirmar que las articulaciones discursivas que buscaron organizar la sociedad hasta la emergencia del populismo, fueron muy distintas entre liberales y conservadores13. El devenir histórico fue tornando irrelevante esta distinción ideológica, como también fue vaciando de contenido, por ejemplo, la idea de socialdemocracia. Pero, esta argucia de la razón histórica no se soluciona inventando continuidades donde se han producido rupturas. La interesante reconstrucción historiográfica que hace Gibson, se ve entonces viciada por estas debilidades teóricas.

La asociación rápida entre estructura social, núcleo electoral y poder político o, como lo plantea Gibson, el acceso directo al poder del Estado prescindiendo de la mediación de los partidos, es ampliamente refutado por Hora (2002) para el caso argentino.

En su estudio sobre los terratenientes de la pampa argentina –con mucho el grupo económico más poderoso de finales del último cuarto del siglo XIX- Hora demuestra convincentemente que lo que el llama «la clase terrateniente» fundó su poder en su prestigio social, más que en sus relaciones con el Estado. Incluso, considera este autor, las relaciones con el Estado «fueron ríspidas y hasta problemáticas» (Hora, 2002:xvii). Esta autonomización del Estado respecto a las élites económicas implicó que muchos terratenientes no sólo buscaran el fin de la hegemonía de la «oligarquía», sino también la fundación de su propio partido político.

La crisis de 1890, que al decir de Botana (1998) puso fin al proyecto de Alberdi, marcó la alienación de los terratenientes del poder. El descenso de los precios de la tierra, cereales y lana, aunado al cierre de los bancos de crédito, estuvieron en la base de la fundación de la Unión Provincial. Según Hora (2002:125-129), el roquismo, representado en el periódico Tribuna, no vio con simpatía esta iniciativa, mientras los terratenientes apoyaban a la Unión Provincial, pero también al naciente radicalismo.

Este dato incómodo es interpretado por Gibson (1996:11), siguiendo a Rock, como un cambio estructural en los núcleos electorales del radicalismo que evolucionó de ser un partido conservador a uno no conservador, cuando la incorporación de las clases medias urbanas rompió la coalición entre terratenientes y grupos de clase media industrial. Así se disuelven, otra vez, las importantes diferencias entre los distintos proyectos políticos en el período fundacional del Estado y, de paso, la noción de partido conservador.

Pero, por otro lado, equiparar núcleos electorales a los intereses económicos de los estratos altos de la sociedad, se torna un tanto indeterminado cuando, por ejemplo, Carlos Pellegrini propuso tarifas aduaneras tendientes a impulsar la industrialización. No sólo los terratenientes se opusieron enarbolando la bandera del libre cambio; también lo hicieron radicales y socialistas; aunque con argumentos distintos. Si los terratenientes temían las represalias arancelarias de los ingleses, los socialistas defendían el consumo de la población urbana. Según Hora (2002:164), fueron más librecambistas los cívicos y radicales que la «oligarquía» ¿Cuáles fueron en ese caso los núcleos electorales que impusieron su agenda en estos partidos? ¿Y cuál de ellos podría ser llamado legítimamente conservador?

Es más difícil todavía sostener esta argumentación cuando la única diferencia que había entre las élites radicales, las mitristas y las de la Unión Cívica Provincial (partido provincial del gobernante PAN) entre -1890-1910- era que estos últimos habían ocupado más puestos públicos en el pasado (Cornblit, 1975:619).

La crisis del ’90 hasta la recuperación económica del centenario, muestra la dificultad de optar por una definición imprecisa de estrato alto y una rápida asociación entre poder político y económico. Fue la Unión Industrial, en un contexto de protección moderada, quien hacia finales del siglo logró reunir coaliciones populares en apoyo de sus intereses14. El PAN, con ocasión a la segunda candidatura de Roca, prometió también el apoyo a los intereses industriales, mientras los terratenientes planteaban la abstención deliberada en las elecciones. Posteriormente, la superación de la crisis económica, impulsó a los terratenientes a no insistir en sus demandas.

Más problemático para este marco interpretativo es la relación entre Marcelino Ugarte y los grandes propietarios de la provincia de Buenos Aires. Los Partidos Unidos –que en 1908 comenzaron a llamarse Partido Conservador y gobernaron hasta la intervención radical de 1917- no sólo no representaron a los terratenientes de la provincia, sino que crecieron en fuerte tensión con este grupo social. Las diferencias entre Ugarte y los propietarios rurales fueron grandes con relación al incremento de los impuestos provinciales y del tamaño de la administración pública, base de la maquinaria conservadora (Hora, 2002:186-9). Contra los conservadores, un grupo de terratenientes fundó Defensa Rural, de lánguida participación electoral, lo que pone en duda el argumento de Gibson sobre el poco interés que podía despertar la política provincial. Los conservadores, en El Nacional del 11 de octubre de 1911, decían que los grandes propietarios «sólo se reúnen para fustigar y despreciar sus poderes constituidos, para protestar sus pagos y para descalificar de “guarangos” en conjunto, que bien o mal ejercen la dirección de la cosa pública en su provincia» (citado por Hora, 2002:192).

Por tanto, ni los terratenientes manejaron a la oligarquía, lo que cuestiona la tesis de su acceso directo al poder político, ni tuvieron el poder para modificar esa situación. Tampoco pudieron derrotar a la maquinaria conservadora de la provincia de Buenos Aires, lo que nos lleva a la contradicción –de ser fieles a la definición de Gibson- de tener un partido político que se denomina conservador, pero que no es conservador.

Los conflictos entre los dirigentes estatales y los núcleos de poder económico fueron nuevamente visibles durante los años finales de la hegemonía conservadora. El Plan de Reactivación Económica, propuesto por el ministro Pinedo en 1940, si bien fue apoyado por los representantes de los industriales agrupados en la Unión Industrial Argentina, en cambio, fue mirado con desconfianza por la Sociedad Rural Argentina. El año siguiente, la Ley de Impuesto de los Réditos, agravó la disputa entre entidades empresarias y Estado uniéndose, en esta ocasión, industriales y terratenientes (Sidicaro, 2002:45/55).

De lo expuesto se desprende la limitación de la definición de conservatismo que arriesgan los autores mencionados. Pero también la necesidad de reinterpretar la relación oligarquía/terratenientes, que no parece ajustarse fácilmente a la descripción de un régimen conservador, al menos desde este enfoque. Por otro lado, el desinterés político en el período previo al advenimiento de la política de masas, necesitaría una mayor argumentación, pues de estar de acuerdo con Hora, la reforma electoral de 1912 fue bien acogida por la Liga Agraria que esperaba, mediante el mecanismo electoral, limitar la autonomía del poder político (Hora, 2002:353).

Si bien el argumento de la representación directa de las élites económicas en el Estado no parece estar suficientemente demostrado, la afirmación de que las divisiones entre las élites regionales impidieron la formación de un partido conservador de alcance nacional, merece ser considerada. Sin embargo, la definición de partido conservador debe ser ajustada con ese fin.

Es poco convincente, luego de lo expuesto, atribuir a la división entre las élites las dificultades para lograr la unión entre el conservatismo de Marcelino Ugarte y el Partido Demócrata Progresista liderado por Lisandro de la Torre. No sólo existían unos muy reales conflictos de poder entre ambos líderes, sino que se trataba de partidos de naturaleza distinta. El de Ugarte, partido politiquero a la vieja usanza, se adaptó rápidamente al contexto de la democracia de masas hasta que la intervención decretada por Irigoyen acabara con su hegemonía provincial. De la Torre, representando a una clase media rural santafesina, nucleada en la Liga del Sur, propugnaba por un partido de ideas al estilo de los Tories europeos. (Halperin, 1999:46-8). Incluso, sus banderas de autonomía municipal y descentralización administrativa, y su imaginario cerradamente anticlerical, podrían hacer dudar de su definición como partido conservador, independiente del apoyo inicial que concitó en la derecha nacionalista. Lo que une a ambas formaciones políticas es su cerrado antiradicalismo, aunque posiblemente por motivos diferentes.

Paradójicamente la definición que quería atrapar la elusiva realidad conservadora, termina disolviendo el concepto en regímenes muy diferentes. El mismo Cornblit (1975:603) parece titubear cuando habla de dos períodos de hegemonía conservadora: -1890-1916 y 1930-1943- ya que no es fácil establecer los parámetros de continuidad entre los distintos partidos que se sucedieron, especialmente en el primer período. No sólo no todos reivindicaron el nombre, sino que los apoyos sociales no fueron los mismos. Incluso, aunque la revolución de 1890 marcó la crisis de hegemonía de un sistema de dominación, si nos atenemos a la teoría de los núcleos electorales en tanto representación de las clases altas, no es muy seguro que el Roca de 1880 representara a élites económicas distintas en 1898. Es bueno recordar que en 1880, tanto Mitre como Roca se llamaron liberales. Por tanto, llamar conservador a un régimen que hacia 1890 cristalizó en un sistema basado en contactos personales y un ejecutivo fuerte, parece hacer referencia más a una definición política que estructural de conservatismo.

Pero, por otra parte, esto entraña no sólo una concepción limitada del conservatismo, sino también una definición errónea de las características del liberalismo en América Latina15. Es bueno recordar que los actuales Estados democrático liberales que conocemos en Occidente, son el producto de la confluencia de tradiciones distintas: la republicana, anclada en el pasado romano y basada en el principio de bien público; la liberal, cuyo modelo son Mill y Locke y defiende las garantías individuales ante el poder estatal; y la democrática, de inspiración francesa, que supone participación, justicia y autogobierno (Escalante, 1995:33-4). La confluencia de esas tres tendencias se dio tempranamente en el mundo anglosajón, aunque sólo llegará a su madurez con los Estados sociales de derecho construidos después del pacto de dominación keynesiano. La democracia, entonces, era un horizonte al cual aspiraba el liberalismo, pero no un problema para ser resuelto inmediatamente. Como lo muestran Escalante para el caso mexicano y Laguado (2004) para el colombiano, las élites liberales no se plantearon, en el corto plazo, la democratización política. Siempre encontraron formas diversas de restricción al voto que, en Argentina para seguir a Botana (1998:201), se manifestó en la diferencia entre el voto y la voluntad gobernante materializada en el fraude sistemático16.

Así las cosas, para tratar de comprender los partidos conservadores, a nuestro juicio sigue siendo indispensable tener en cuenta sus elementos ideológicos constitutivos, pero situándolos en el tiempo histórico correspondiente.

La hipótesis que queremos proponer es que la capacidad de construir hegemonía del pensamiento conservador en el momento fundacional de los Estados nacionales latinoamericanos, fue una variable determinante –no la única- en el desempeño de los partidos conservadores durante el siglo XX. Los supuestos básicos que están detrás de esta afirmación, y que desarrollaremos en el apartado siguiente, son:

1) En América Latina, los factores que están detrás del éxito o fracaso de la construcción de hegemonía – conservadora o liberal- son multivariados y no se pueden reducir a una relación unicausal con la estructura social, ni admiten una definición en términos de clase o núcleos electorales, sino que hay que explorarlos en cada país.

2) Existió un pensamiento conservador en el continente a finales del siglo XIX que no se apoyó única, ni siquiera principalmente, en el pensamiento anglosajón. El caso colombiano es un ejemplo paradigmático.

3) En el caso argentino la hegemonía del pensamiento liberal, desde la Constitución de 1853 hasta el período de organización del Estado nacional, fue de tal magnitud, que no quedó espacio para una articulación discursiva –con pretensiones de éxito- de talante conservador.

II

1) La primera de las tres afirmaciones implica, necesariamente, una exposición detallada del proceso de construcción de los Estados nacionales en América Latina. Como quiera que no tenemos espacio para emprender una reflexión de esta naturaleza, nos reduciremos a mencionar unas líneas de investigación que, creemos, deberían ser tomadas en cuenta.

En primer lugar, es importante considerar el momento y la importancia de la urbanización, el papel que jugó la inmigración en ella y la relación existente entre esta población y la principal actividad económica del país. Como bien lo señala Hora, no se producen las mismas interdependencias funcionales ni políticas, cuando la mano de obra está inserta en relaciones que implican una gran movilización de fuerza de trabajo tradicional (caso de los ingenios y, en menor medida, hacienda), o cuando ésta se inserta en un mercado de trabajo capitalista (la estancia bonaerense) que, en todo caso, no demanda muchos brazos. Es decir, no es suficiente constatar la existencia de clivajes rural-urbanos y los conflictos ínter elitistas que de allí se derivan; sino también las características socioculturales de la población. El sólo hecho de que en Argentina los centros urbanos, hacia 1880, tendieran a superar a la población rural en la provincia de Buenos Aires (Hora, 2002:141), implicó una dificultad estructural para gestar una gran movilización conservadora de peones de campo, liderada por los terratenientes de la provincia que, sin embargo, ya se habían constituido en el sector más dinámico de la economía argentina.

Middelbrook destaca otro factor que pudo ser fundamental para la construcción de una hegemonía conservadora: los conflictos entre la Iglesia y el Estado que, hacia la mitad del siglo XIX, determinaron una movilización de masas que influyó, en última instancia, en la construcción de partidos estables. Aparentemente, este análisis se ajusta perfectamente al caso colombiano, y así parece considerarlo Middelbrook.

En el razonamiento de Middelbrook, la confrontación fue el resultado de un asalto liberal a las posiciones de una poderosa Iglesia Católica que a través de la movilización de las masas reclutadas por el partido conservador, resistió a los cambios introducidos por los partidos liberales. Sin embargo, la evidencia histórica no respalda en su totalidad la tesis de este autor quien considera que, además, los liberales amenazaron el orden económico establecido. Posiblemente, con esta afirmación Middelbrook se refiere a las leyes de 1861, promulgadas por el General Mosquera, que reglamentaban la desamortización de bienes de manos muertas y la tuición de cultos17.

Si bien el conflicto de orden religioso estuvo presente en Colombia desde 1851con las primeras medidas laicizantes tomadas por el presidente liberal José Hilario López, éste no se subsumió a intereses económicos. La investigación histórica ha demostrado que es insostenible la tesis que pretendía que los liberales representaban a los comerciantes urbanos y los conservadores a los terratenientes del interior (Delpar, 1994; Pécaut, 1987)18. En los conflictos de mitad de siglo asociados a la promulgación de la constitución centralista de 1886 y, posteriormente con relación a la Guerra de los Mil Días (1899-1901), tanto las alianzas entre las élites como sus enfrentamientos se definieron –de manera fluida- tanto por adscripciones ideológicas como por intereses políticos regionales. Así, regiones conservadoras como Antioquia, defendieron el régimen liberal que les garantizaba autonomía política, al mismo tiempo que el proteccionismo económico. Al decir de muchos analistas, el conflicto religioso no sólo no representó la expresión de intereses económicos, sino que incluso impidió la expresión de fuerzas sociales (Pécaut, 1987:52).

Por tanto, si es cierto que en Colombia las guerras de origen religioso entre liberales y conservadores, conformaron la existencia de dos partidos históricos que actuaron como «verdaderas subculturas» cincuenta años antes de la conformación del Estado nacional (Delpar, 1994; Pécaut, 1997), no lo es que los núcleos electorales conservadores fueran los representaran de las clases altas colombianas, a diferencia de los liberales. Al menos no los únicos representantes. Sobretodo, es imposible distinguir liberales y conservadores por la actividad económica de cada uno de ellos (Delpar, 1994:123).

La dicotomía entre ideología política –o mejor, pertenencia partidaria- marcó una fuerte autonomización de lo político respecto a lo económico. Esto explica que muchos de los hombres de negocios conservadores despreciaran la amenaza de excomunión que lanzó la Iglesia Católica sobre aquellos que compraran las tierras desarmortizadas por Mosquera, para participar activamente en el remate de los predios, lo que significó un impulso inesperado a la débil penetración de capitalismo en el campo colombiano. Por otra parte, los lazos entre familias de ambos partidos permitieron mantener, cuando se consideró necesario, la correspondiente apariencia de ortodoxia religiosa. No es casualidad que los conservadores, recuperado el poder en 1886, no anularan ninguna de las compras producidas durante la desamortización.

El caso colombiano, rápidamente expuesto, permite destacar la centralidad del factor ideológico que trasciende la identificación de partido conservador con núcleos electorales correspondientes a las clases altas. Más importante para entenderlo fue la decisión de las élites de recurrir a la movilización popular en su intento de apropiarse del poder del Estado. No para imponer intereses económicos, sino para acceder a los recursos del Estado como manera de fortalecerse políticamente ante la ausencia de una economía exportadora viable (Bergquist, 1988:345).

Otro factor que se debería tener en cuenta en cada caso, para examinar los determinantes que influyeron en la constitución temprana de los partidos conservadores, es la historia de constitución del Estado nacional.

No necesita de mucha argumentación llamar al análisis de la vinculación de los nuevos países al mercado mundial. Es parte del sentido común del oficio del historiador tener en cuenta la forma y velocidad de la integración de las nuevas economías en la economía mundo, para rastrear la generación de excedentes que, en última instancia, permitirá que unas élites tengan mayor o menor acceso al poder político. Pero, en cambio, menos estudiado ha sido el decurso de las guerras de Independencia y el papel jugado por el Ejército en ellas, como los muestra López Álves (2003:28) en su estudio comparativo de la formación estatal en América Latina.

En Argentina, la consolidación temprana de la alianza entre élites económicas y ejército profesional, permitió a Buenos Aires dominar rápidamente el interior del país. A partir de 1880, Julio Argentino Roca, representando esa alianza y apoyado en el Ejército, que por sus características de incorporación masiva de pobres se constituyó en un importante institución nacionalizadora, accedió al poder político sin depender de la constitución de partidos estables; ni liberales ni conservadores. Desde entonces aparece un Estado fuerte bastante autonomizado de los partidos políticos.

En Colombia, el monopolio de la fuerza sustentado en un ejército nacional, tuvo que esperar el fin de la Guerra de los Mil Días en 1901, cuando la derrota liberal dirimió, por un tiempo, los conflictos entre las élites políticas bipartidistas. En todo caso, tanto las guerras de Independencia –adelantadas fundamentalmente por un ejército dirigido por venezolanos- como las guerras civiles del siglo XIX, fueron realizadas por campesinos dirigidos por grandes propietarios, independientemente de su filiación partidista. Los partidos se construyeron gracias a la lucha armada nacida en las regiones, que así establecieron lazos de alcance nacional. De esta manera, sin subsumirse al poder nacional –el poder armado residía en las provincias- se constituyeron en mecanismos de incorporación y nacionalización de las masas rurales que llegaban allá donde el Estado no podía hacerlo (López Álves, 2003:147/9)

De esa forma en Colombia los partidos fueron cronológicamente anteriores a la construcción del Estado nacional. Cuando éste alcanzó cierto grado de institucionalización durante la hegemonía conservadora inaugurada en 1886, las dos grandes líneas de fractura de la sociedad –liberales y conservadoras- ya habían cristalizado en dos fuertes subculturas que no correspondían al clivaje rural-urbano, sino a los dos partidos nacionales. Esto significó en Colombia, no solo la dificultad para cualquier articulación política de alcance nacionalista incluso en el siglo XX, sino que dicha escisión condicionó una crónica debilidad del Estado que nunca pudo reivindicar su autonomía de los dos partidos históricos (Laguado, 2004; Delpar, 1994; Pécaut, 1987).

Resumiendo, las dinámicas de las élites económicas y su relación con los núcleos electorales que deberían permitirles constituir un partido conservador poderoso, deben ser abordadas teniendo en cuenta una serie de variables que juegan un papel explicativo, al menos, igual de importante. En este caso hemos destacado la variable sociocultural, los factores ideológicos y la forma en que se da el monopolio de la violencia en el período fundacional de los Estados nacionales. Posiblemente haya otras igual de importantes. Sin embargo, el énfasis de nuestra argumentación está en que una definición de conservatismo que lo reduzca a la representación de los intereses de las clases altas –en alianzas o no- dejando de lado los aspectos ideológicos, no permite atrapar la compleja dinámica de la formación de los partidos en América Latina.

2) Natalio Botana (1998:29-30), señala que durante el período de organización del Estado nacional argentino–durante las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda- el debate político estuvo centrado en tres temas básicos: la integridad territorial, la identidad nacional y la organización del régimen político. Territorio, identidad y organización política que, en última instancia, vinieron a resolverse durante el gobierno de Roca con la reciente capitalización de Buenos Aires, el impulso definitivo a la educación pública laica y la peculiar forma de federalismo que se instauró en el país. Halperin Dhongi (s/f), en la compilación de documentos que acompañan su clásico ensayo Una nación para el desierto argentino, muestra la intensidad de estos debates todavía en la década de 1880.

Sin embargo, estos tres temas de polémica –como demostramos en otra parte19- no sólo no eran exclusivos de Argentina, sino que formaban parte de una preocupación mayor: la constitución del Estado nacional. Y es justamente en la manera en que se abordaban y definían estos problemas básicos que podemos trazar un perfil diferenciado entre el pensamiento conservador y el liberal en América Latina.

Aunque, fue usual el acercamiento entre conservadores puros y liberales conservadores, para usar la expresión de Romero (2001:138), como sucedió con García Moreno en Ecuador y, ocasionalmente con Núñez en Colombia; el conservatismo latinoamericano fue tan pragmático en su relación con el progreso, como doctrinario en lo que se refería la «verdades últimas», especialmente aquellas relacionadas con el orden religioso. Miguel Antonio Caro –varias veces presidente de Colombia durante el período conocido como la Regeneración20- puede ser considerado el arquetipo del intelectual conservador. Por ese motivo consideramos de gran riqueza la presentación del caso colombiano como paradigma de construcción de hegemonía conservadora.

Sin embargo, antes de exponer brevemente el caso, son necesarias unas salvedades respecto al pensamiento conservador de América Latina21. La primera, y quizás la más importante, es advertir la imposibilidad de interpretar a los partidos conservadores latinoamericanos en el período fundacional con base en el modelo Tory. Si bien, se puede encontrar en ellos el pragmatismo que ya estaba presente en Burke, tanto por afinidad cultural como por la fuerte atadura ideológica que los unía a la Iglesia Católica, su herencia estaba mucho más cerca de pensadores latinos. Si De Maistre fue uno de los autores más leídos, las encíclicas papales, en muchas ocasiones, sirvieron como hoja de ruta. El catolicismo ultramontano inspirado en la encíclica Quanta Cura y el Syllabus de Pío IX de 1861, y en menor medida la encíclica de León XIII, sirvieron de inspiración en temas como la educación y, especialmente, de estandarte de combate contra la secularización y cualquier intento de separación entre Iglesia y Estado. Buscando anclar el orden social en el divino, el conservatismo no por eso se opuso al desarrollo, interpretado en la época, sobre todo, como vías de comunicación.

El conservatismo implicaba una concepción autoritaria y organicista de la sociedad, reivindicando la herencia española y el papel jugado por la Iglesia Católica en el mantenimiento del orden social. Toda vez que la historiografía liberal señalaba el problema nacional como el resultado de un horizonte abierto, donde las instituciones debían ser una guía para la construcción futura de la nación, los conservadores defendieron el pasado y las bases culturales hispánicas sobre el que ésta, a su juicio, reposaba. Nacido contra el iluminismo y la revolución francesa, la doctrina conservadora defendía las costumbres, la identidad cultural lograda durante siglos, contra los intentos de ingeniería constitucional que caracterizaban a los liberales.

De todo lo anterior, el núcleo básico de la ideología conservadora descansó en el fundamento divino del orden social, la creencia de que la educación debía orientarse por valores religiosos y que el poder civil no podía ser indiferente a estos principios básicos sagrados. La centralización del poder y cierta visión estamental de la vida social, completan este panorama construido sobre la creencia en la autoridad natural. Y son justamente estos elementos los que guiarán el debate sobre la construcción nacional en la perspectiva de los conservadores colombianos.

De los temas concernidos con la organización del Estado nacional, para los conservadores el más importante, fue con mucho el de la identidad. Fue a través de ella que construyeron los más importantes elementos de legitimación, haciendo coincidir características identitarias con la tradición hispánica y la religiosidad católica.

Uno de los más importantes intelectuales conservadores y rector de la Universidad del Cauca, fue Sergio Arboleda (1822-1888), quien participó activamente de los debates que desembocaron en la constitución de 1886. Su libro, La república en la América Española, fue una referencia casi tan importante como los escritos de Caro, en la discusión de la identidad colombiana. A diferencia de los liberales, para Arboleda no existía un déficit de civilización entre los grupos humildes, sino un pueblo al que le habían traspapelado su identidad [católica] en vacuos intentos reformadores. El mestizaje no producía al gaucho bárbaro, como parecía considerar Sarmiento, siempre y cuando la Iglesia cumpliera su papel educador (Arboleda; 1951:186).

De esta manera, Arboleda ofrece una reinterpretación a la antinomia de civilización y barbarie que Sarmiento había acuñado en 1845. La construcción de la nación no es una lucha entre estos dos polos; para él ambos están presentes en las naciones de la América española, donde la barbarie se asocia al autoritarismo y la civilización al sentimiento religioso. No era el componente étnico lo que definía los términos de la ecuación: bárbaros eran los liberales argentinos que ahogaban al catolicismo, la mayoría negra en Venezuela, o indígena en México, o los mestizos colombianos que irrumpían, regularmente, en asonadas contra los poderes constituidos. Barbarie era, desde su punto de vista, el liberalismo y la masonería (Arboleda, 1951:123-4).

En esta perspectiva, el mestizaje fue visto como un factor constitutivo de la nacionalidad -construyendo un mito político que perduró hasta finales del siglo XX- lo que llevaba una implícita afirmación del pasado colonial, pues a su juicio «[...] la sociedad americana formada de aborígenes y españoles, reunidos bajo un mismo estandarte, hablando una sola lengua y profesando una misma religión» (Arboleda, 1951:56).

Un temprano reconocimiento de las diversas vertientes raciales y culturales que integraban al país, llevó a que en el imaginario se concibiera una nación donde todas se integran y todas aportan, no en tanto individuos, sino debido a sus características culturales, en una concepción organicista, cara a los conservadores.

Para Arboleda, la religión católica, además de ser la base de la ley natural, era la que a través de la historia jugaba el papel civilizador y, hasta cierto punto humanizador, de las etnias. Este papel es evidente en el contraste entre la actitud de los anglosajones, que bestializaban o cosificaban a sus esclavos, y los católicos que hacían de él «el compañero de los trabajos de su señor, y casi un miembro de su familia», y sobre todo, hermanos en la fe, lo que permitió su incorporación a la sociedad (Arboleda, 1951:57).

Miguel Antonio Caro, el otro gran pensador conservador de la época y presidente en el período más álgido de La Regeneración, comparte con Arboleda la convicción de que la nacionalidad colombiana es una unidad cultural de larga data. Sólo la introducción de instituciones ajenas a esa tradición [i.e. liberales] permitía entender las endémicas guerras civiles que azotaron a Colombia durante todo el siglo XIX. Éstas, aseguraba Caro, «no son manifestaciones de nuestro carácter nacional, ni brotes de la índole de nuestro pueblo, naturalmente dócil y manso, sino resultados de vicios radicales de las instituciones que nos rigen» (Caro, 1990:47).

Y es que Caro creía que la raigambre española en América era de tal magnitud que, si bien no llegó a equiparar América y España como una misma nación -pues la americana apenas comenzará a cristalizar con la Independencia- sí repite en varias ocasiones su convicción de pertenecer a una patria en común. «Nuestra Independencia viene de 1810, pero nuestra patria viene de siglos atrás. Nuestra historia desde la conquista hasta nuestros días, es la historia de un mismo pueblo y una misma civilización» (Caro, s/f:103). Y en él, la idea de patria remite tanto a una filiación como a una nacionalidad.

Rafael Núñez, líder indiscutido del movimiento regenerador, pero de raigambre liberal y convertido al conservatismo tardíamente, a diferencia de los conservadores de «pura cepa», tiene en cambio una actitud más matizada respecto a la herencia española, sin llegar, sin embargo, a la hispanofobia que caracterizó a los liberales colombianos, pero también a la mayoría de los argentinos. Su crítica a España se centra, especialmente, en su modo de organización política y al papel que juega la intolerancia religiosa en él. No da el paso, muy en boga en la época, de hablar sobre «lo español» o «el espíritu latino». Su preocupación y su crítica se dirigen a la imposibilidad de fundar una ética del trabajo en una sociedad teocrática en los términos en que la instituyeron los españoles (Núñez, 1994:126).

De esta manera hace una síntesis entre concepciones modernizantes como la necesidad de crear una ética del trabajo -sin llegar al radicalismo laico que primó en Argentina-, y la religión como «elemento conservador» y unificador. La religión no es, desde su punto de vista, un factor negativo en tanto no sea impuesta por la fuerza ni contradictoria con las necesidades del desarrollo industrial, es decir cuando es ejercida y recibida libremente (Núñez, 1994:99). En todo caso, años más tarde, cuando haga su tránsito definitivo hacia el conservatismo, la centralidad de lo religioso en la organización política, cobrará para él un lugar más importante.

La valoración de la identidad que hiciera la regeneración recoge claramente los principales temas conservadores: catolicismo, hispanismo, reivindicación del pasado y cierta concepción organicistas del mundo que, por otro lado, fue presentada en la propuesta de constitución de Miguel Antonio Caro, aunque sus devaneos corporativos no fueron aceptados por la Asamblea de Delegatarios22.

Los elementos hispano-católicos no sólo legitimaron la «fórmula política», sino toda la organización de la sociedad. Desde la educación hasta la organización institucional se fundamentaron en estos principios. Así, tanto el tema de la integridad territorial -que no es sino la discusión entre federalistas y centralistas por el monopolio de la fuerza y, derivado de ello, de las rentas- como el de la legitimidad de la organización institucional que, en última instancia remitía a la concepción de ciudadanía, se desprendieron de estas bases. Sin embargo, en la lógica argumentativa de la época, el primero derivaba del segundo.

Pero no será la ciudadanía –concepto en última instancia popularizado por la revolución francesa- el cemento de las nacientes comunidades políticas. Sino, como lo manifiesta Caro, la unidad dada por el sentimiento religioso (Caro, s/f:204).

En su discusión con el utilitarismo Caro traza otra vez los contornos del papel de la religión en la noción de bien público y orden social. Extremando esta concepción, consideraba que la legalidad no alcanza a constituirse en un mecanismo integrador suficiente, sino que su misma legitimidad dependía del origen divino en que ésta se fundaba (Caro, 1990:278).

De allí se deducía una unidad cultural que se asimila a comunidad política y que los hombres de la Regeneración fundamentan en la Iglesia Católica, pero que debía materializarse en una unidad política, pues a diferencia de los Estados Unidos, Colombia es una nación, nunca un conjunto de naciones que se asocian en una federación, pues «las partes que componen la república nunca fueron, bajo el imperio de la civilización cristiana, naciones organizadas e independientes» (Caro, 1990:354).

También la educación –o la instrucción pública como se la llamaba entonces- debería reforzar el papel cohesivo y conservador que se le atribuía al sentimiento religioso. Era convicción compartida que cualquier tarea política o social del Estado moderno no podía realizarse contrariando los sentimientos religiosos de la población y sin la colaboración de la Iglesia Católica (Núñez, 1986:86). De manera que, apoyándose en el Concordato firmado en 1887 y que fue considerado el complemento obligado de la Constitución, se determinó que el clero supervisara los textos escolares en lo relacionado con la enseñanza de la religión. Pues, a diferencia de la experiencia argentina, no se consideraba que la educación laica fuera capaz de garantizar el orden social. Éste debía fundarse en la Iglesia, en tanto elemento inherente a la nacionalidad.

Sin embargo, los conservadores trascienden el análisis de la particularidad colombiana para encontrar en el sentimiento religioso el fundamento de toda sociedad y la única posibilidad de orden. Arboleda se preguntará «si el legislador puede prescindir de un elemento como el religioso, tan íntimamente relacionado por lo social, civil y político con la gobernación de los pueblos, y si el catolicismo puede ser extrañado de las Constituciones de las repúblicas americanas, sin anarquizarlas y disolverlas» (Arboleda, 1951:206-8) para dar una respuesta negativa. Así, el sentimiento religioso pasa a ser el fundamento mismo de toda nacionalidad en todo momento, y no su forma concreta. Y, en la medida que la religión católica era la del pueblo colombiano, sobre ella debería edificarse la nación (Arboleda, 1951:228).

Por tanto, religiosidad ontológica del ser humano, tradiciones históricas –hispanas y católicas- y mestizaje, fundamentan la comunidad política con mucha más solidez que las «teorías importadas de Francia» que tanto criticaran los regeneradores. A las discusiones abstractas –y de ahí el mencionado pragmatismo conservador- se antepone la realidad sociopolítica del país. Esta actitud marcará una de las principales diferencias con el proyecto que se siguió en Argentina. Así, Caro es enfático en afirmar que el legislador «no va a crear hombres, no va a organizar entidades ideales, sino a dirigir sociedades formadas que ya tienen sus tradiciones y costumbres [...]: el criterio del legislador debe ser poco teórico y muy práctico» (Caro, 1990:76).

En nadie es más claro este pragmatismo que en el antiguo liberal convertido en jefe de la Regeneración. Con el Concordato firmado con la Santa Sede al año siguiente de promulgada la Constitución, Núñez creía adaptar a la realidad colombiana –donde existía «un pueblo profundamente religioso y de uniforme credo»- lo que él consideraba la base del progreso de América del Norte. Consideraba Núñez que el sentimiento religioso era importante como fundamento de la unidad y constructor del talante moral de un pueblo. Su talante liberal, nunca abandonado del todo, le impide insistir como sí lo hacían Caro y Arboleda, en la religión como elevación personal hacia la divinidad (Núñez, 1994:29).

Esta idea sobre la unidad e indivisibilidad de la nación, soportada en la Iglesia Católica (y en la legislación centralizadora), no sólo hace parte del pensamiento de Núñez y Samper o –desde otro punto de vista, de Caro, Holguín y Arboleda- sino que inspiró a la mayoría de los hombres de la Regeneración. Las 18 Bases para la reforma constitucional que presentó el Delegatario José Domingo Camacho, la retoman cuidadosamente23.

Y es que los hombres de la Regeneración mal podía encontrar en la democracia liberal un mecanismo de integración válido en sí mismo, cuando no aceptaban el principio básico que la regía: la sociedad como suma de individuos iguales ante la ley. La sociedad estaba compuesta para ellos por agrupaciones preexistentes más o menos «naturales»: científicas, religiosas, económicas que lograrían su mejor expresión en un sistema corporativo (Caro, s/fa:242).

No se trataba de desconfianza en la rectitud del juicio popular –que, por otra parte, era positivamente valorado en la medida que correspondía a un pueblo definido como «bueno en Dios»- sino que, nuevamente, se pensaba que se debía recoger orgánicamente la realidad social buscando un equilibrio entre un factor de cambio –la Cámara baja- y uno conservador –el senado corporativo (Caro, s/fa:242).

Pero, dado que el sufragio remitía a una voluntad popular, ésta debería poder expresare sin restricciones en el voto para que fuera genuinamente popular, sin diferenciar, como propuso Samper, entre ciudadano y elector (Jaramillo Uribe, 1982:221). Esta posición de Caro es profundamente coherente con su visión del Estado como un organismo con funciones morales además de administrativas, fundamentado en la enseñanza divina y en las tradiciones y necesidades del pueblo:

«Insisto [...], porque este punto es capital, en que la instrucción o la riqueza, que pertenecen al orden literario y científico la primera, y al económico la segunda, no son principios morales ni títulos intrínsecos de ciudadanía y que solo tienen valor en cuanto se subordinan al superior criterio que exige en el ciudadano recto juicio e independencia para votar. Conferir exclusivamente a los propietarios el derecho de votar porque pagan contribución al Estado, es dejar de ver en el Estado una entidad moral para convertirla en compañía de accionistas, y atribuir exclusivamente esas funciones a los que sepan leer y escribir, como si esta circunstancia envolviera virtud secreta, es incurrir en una superstición [...]. Para probar cuán injusta es esta exigencia, bastaría recordar que la escritura no entró en los planes primitivos de la Providencia respecto de la especie humana, y que hoy mismo, las buenas costumbres, base esencial de la ciudadanía en una república bien ordenada, no se propagan por la lectura, sino por la tradición oral y los buenos consejos» (Caro, s/f:242-4).

De la misma manera en que los elementos identitarios –aunque no únicamente- fundamentaban los principios de legitimidad política; ambos fueron usados como ultima ratio en el debate contra los federalistas. En este caso, si nociones de geografía humana muy de época –como bien los muestran los escritos de Sarmiento, especialmente su Facundo- eran usadas como respuesta al interrogantes de cómo se podría construir una sociedad que trascendiera los ámbitos comarcales, los citados principios ideológicos lo fueron como legitimación «naturalizante» de las decisiones de organización política que de allí se dedujeran.

La conjunción de estos elementos culturales, políticos e históricos constituían, en la perspectiva regeneracionista, la personalidad de un pueblo. Ésta debía plasmarse en las formas de gobierno regidas por el derecho natural (Arboleda, 1951:253).

Nación unitaria, preexistente, que está en los partidos, no en tanto representación de intereses, sino como representación de la nación misma, fragmentada transitoriamente en ambas esencias que, con el progreso, deberían volver a fundirse so pena de degenerar a la barbarie (Caro, 1990:33).

Por tanto, la nación, unitaria en su esencia, debía ser también unitaria en su forma política. En esa lógica, el centralismo se consideraba más que como una posible organización para la administración del territorio, como un resultado inherente de la unidad previa de la nación que, a su vez, era el producto de un sentimiento religioso común y, para algunos, la expresión lógica de la integración étnica forjada durante la Colonia.

¿Qué hacer entonces con las poblaciones que todavía no estaban integradas totalmente en esa unidad? No se trataba de desplazarlas o reemplazarlas por otras más aptas para la ciudadanía como se pensó en Argentina, sino integrarlas con base en ese principio común (Arboleda, 1951:272).

Por eso la necesidad de atraer inmigración no fue considerada un valor superior a la unidad nacional e, incluso, existía temor sobre el papel disolvente que ésta pudiera tener, si ésta implicaba minar los elementos hispánicos y católicos de la nacionalidad. En esta convicción, los intelectuales de la Regeneración estaban convencidos de que las Constituciones federales, y en especial la de Rionegro24, que quitaba la invocación a Dios en el preámbulo, inspiradas en la Constitución de los Estados Unidos, estaban violentando la nacionalidad colombiana. Así, en sus análisis, consideraban que uno de los grandes problemas de la organización promovida por los liberales estaba en la intención de dar instituciones protestantes a un país católico, fenómeno que se veía como una violencia a la historia propia.

De esta forma, al elemento disolvente del federalismo afrancesado, se le oponía la garantía de solidaridad que concedía la tradición. Este elemento conservador garante de unidad, es el que Núñez se propone recuperar con la Regeneración y que encontrará en la religión católica. En su Mensaje a la Asamblea de Delegatarios, decía: «Ante todo, [debemos emprender] la reconstrucción de la nacionalidad, rota en 1863, por el federalismo, cuando se fraccionó la soberanía de la nación entre nueve Estados diferentes, cada uno con su propio ejército, sus propios códigos [...]». Como consecuencia de ello recomendaba la adopción de una legislación nacional, con una administración pública igualmente nacional para aplicarla: se establecía el principio de una república unitaria; se reconocía el hecho innegable y protuberante de que la religión católica era la de las mayorías de la nación, y que por tanto el sistema educativo de ésta debía tener por principio «la divina enseñanza cristiana, por ser ella el alma mater de la civilización del mundo» (Núñez, 1986).

En resumen lograr la unidad nacional por medio de la centralización política, educación moral e instrucción pública, todas ellas basadas en el sentimiento religioso, las tradiciones y el mestizaje, son los principios en que convergen los hombres de la Regeneración. Respeto a las tradiciones, combinado con una fuerte dosis de realismo político es la marca más distintiva de este discurso donde se exponen, de manera típica, los temas conservadores.

3) Expuesto el caso colombiano, sería necesario emprender un ejercicio similar para el proceso de construcción nacional argentino. Un proceso que no sólo se constituyó bajo la égida de la fórmula política propuesta por Alberdi, sino también en medio de encendidas polémicas públicas sobre la constitución de Estado. Fue tan generalizado el talante liberal que, durante la época de Roca, se usó ese término como sinónimo de moderno (Luna, 1998)25.

No tenemos espacio para desarrollar el argumento in extenso por lo que nos remitiremos a una presentación general del consenso liberal que cristalizó durante la hegemonía roquista. Valga aclarar que dicho consenso se teje sobre los temas fundamentales que hemos explorado, lo que no impide que en muchos otros continuaran fuertes debates. Sin embargo, desde la perspectiva comparativa que aquí nos interesa, y ante el contraejemplo colombiano, estos pueden ser considerados matices. Como siempre en los ejercicios comparativos en ciencias sociales, trazar los límites para encontrar similitudes y diferencias, es cuestión de foco, de la escala que elija el investigador. La escala que aquí proponemos es la comparación entre sistemas ideológicos hegemónicos al nivel de los Estados nacionales.

El período de hegemonía roquista fue sin duda el momento de cristalización de la fórmula política propuesta por Alberdi. Pero no sólo Alberdi permite entender el período, también Sarmiento26. En términos más generales, la llamada «oligarquía» fue también la concreción y agotamiento de los consensos tejidos durante más de medio de siglo y, que según nuestra hipótesis, no dejaron espacio para la emergencia de un pensamiento conservador que pudiera orientar a un partido con ambiciones de poder. Hegemonía tan poderosa que incluso, al decir de Devoto (2002:284) ni siquiera el nacionalismo de Uriburu o Lugones, ya bien entrado el siglo XX, pudo romper del todo con la tradición liberal encarnada en Mitre y Roca.

En medio de ese espíritu de época, el roquismo barrió lo que quedaba del pasado colonial para crear un Estado moderno y vigoroso, constituyendo una línea divisoria en la historia argentina (Halperin, s/f:xcv; Romero, 1946:188). O al menos, así los sintieron los actores. Pero, a pesar de tender hacia el mismo objetivo de legitimar y orientar la construcción del Estado nacional, en muchos aspectos el proyecto de Colombia y Argentina estaba en las antípodas. Si en Colombia se trató de recuperar los elementos que proporcionaba la tradición y que definían la identidad para construir sobre ellos la unidad nacional, en Argentina la construcción del Estado moderno fue vista como un objetivo abierto hacia adelante que, sin recoger casi el pasado, se fundamentó en la idea de progreso, en el horizonte de una nación de ciudadanos.

Estas diferencias estaban asociadas a orientaciones ideológicas distintas: las ideas de Spencer, John Stuart Mill, Bentham y Comte, y una inmensa admiración por Estados Unidos, alimentaron el pensamiento argentino, mientras que en Colombia se conjugaron la orientación ideológica de De Maistre y el Sillabus del Papa Pío IX, que guiaron la corriente conservadora de la Regeneración. El relativo desprecio por la tradición que manifestaron los argentinos, derivaba de la certeza de que no había elementos de la nacionalidad rescatables sobre los cuales se pueda construir la ambicionada nación de ciudadanos. Aunque Alberdi y Sarmiento creen que el devenir histórico -colonial y revolucionario- y las condiciones geográficas definían la unidad territorial argentina, la falta de población y la situación presocial que imponía el desierto los llevó a concluir que, de existir algún rasgo de identidad nacional, ésta era la barbarie. Alberdi lo dice claramente en sus Bases, «lo único que tiene Argentina de nación es el nombre»; en otras palabras, la voluntad de serlo.

La democracia liberal ambicionada –como horizonte, proponía Alberdi; ya mismo insistía Sarmiento- debía ser la característica de la nueva nación, y ni España ni los aborígenes americanos parecían dotados para ella. El mestizaje tampoco era una alternativa viable. Su resultado, el gaucho, el jinete de las montoneras, el soldado de los caudillos, era la personificación de la barbarie. Pues el gaucho, producto del «mal del desierto» fue visto como un ente presocial, incapaz de trabajo sostenido y rutinario, irrespetuoso de la ley y refractario a la vida en sociedad y a los valores de la civilización europea. Si existía alguna identidad argentina, ésta era la barbarie que se manifestaba en una serie de hábitos formados en la desafortunada conjunción de la cultura española, el mestizaje y la geografía.

En esta lógica de combate contra el desierto -cuna de la barbarie- la inmigración, la instrucción pública y el progreso son los términos de la ecuación sobre la que se construirá una nueva nacionalidad. Ésta será resultado del aporte cultural de los inmigrantes europeos que, cohesionados por medio de la educación y el progreso económico, derrotarán a la barbarie que impedía la construcción del Estado moderno. Por tanto, la unidad nacional no se buscaba en un lazo anterior que residiera en la religión o la lengua, sino que aquélla será una meta que se alcanzará por la acción de los elementos cohesivos mencionados. En un talante muy liberal se consideraba que la nación era la suma del aporte de los individuos.

Para estos hombres, no sería la tradición la que forjara la unidad nacional, sino el progreso y la educación que «nacionalizarían» a los inmigrantes. Progreso que se daría gracias al incremento de la riqueza nacional por la industrialización, para Alberdi, o por la formación de una nación de pequeños propietarios rurales, para Sarmiento. Pero ambos coincidían en que la unidad nacional se dará como unidad de intereses de los individuos que componen la nación; pasos previos hacia esos objetivos son la integración territorial, los ferrocarriles; el poblamiento, la derrota del desierto, y la educación.

De esta comunidad de intereses individuales, impulsados por un progreso común, se esperaba ver surgir una moral pública. Siendo el progreso, no la religión, la base de esta nueva cultura pública, Alberdi deducía que el problema religioso era «una cuestión de economía», no de salvación. Progreso, educación y disciplina social aprendida en el trabajo y las costumbres urbanas, se complementaban con el respeto a los símbolos patrios.

Era tal la confianza en una nación futura compuesta por individuos que se asocian libremente por el contrato (especialmente para Sarmiento; Alberdi cree en la necesidad de un Estado fuerte que acompañe este proceso hasta que estos ciudadanos acaben de formarse), que «la prédica de Frías (católico neoconservador que, sin embargo, compartió muchos de los objetivos de esta generación) será recusada sobre todo por irrelevante, y nadie lo hará más desdeñosamente que Sarmiento». Pero ¿qué proponía Frías?, que el orden debía fundarse en restricciones a la libertad política hasta superar el atraso, sin que el progreso económico «resquebraje esa base religiosa sin la cual no puede afirmarse ningún orden estable» (Halperin, s/f:xxviii).

Siguiendo el proyecto que hemos venido describiendo, la educación pública laica se extendió considerablemente. Entre tanto, Roca decretó la publicación de la Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana, escrita por Mitre, su enemigo político, y las obras de Alberdi para comenzar a construir una hagiografía que incluyera a los inmigrantes. También en la toponimia de las ciudades y pueblos que empezaron a poblar la pampa y el litoral, como en las calles de Buenos Aires, con sus repetidas referencias a los héroes nacionales, se puede descubrir el intento de generar algo así como un sentimiento de nacionalidad basado en los héroes fundadores. La elección argentina de fundar una nación despreciando el pasado, que Halperin Donghi llama la originalidad de Buenos Aires, basada en una incontestable hegemonía de los sectores liberales ilustrados, fue coherente con el rápido crecimiento económico del país y el inmenso desarrollo urbano de su capital. En muchos sentidos el proyecto parecía logrado, pero éste dejaba por fuerza muchas otras expresiones de la nacionalidad (Halperin, s/f:L).

Así, cuando se produce la reunificación política del país en 1860 con el ingreso de Buenos Aires a la Confederación Argentina, ya existe un consenso previo alrededor de cuatro grandes problemas, consenso sobre el que, años después, Roca delineará sus principales políticas: el fomento de la inmigración, el progreso económico, la ordenación legal del Estado y el desarrollo de la educación pública (Romero, 1946:161). Sólo escritores católicos como José Manuel Estrada y Pedro Goyena –en constante minoría- se atreven a hacer cuestionamientos a estas metas. Félix Frías, católico moderado, se siente obligado a ofrecer excusas por ocuparse de un tema demodé como la educación religiosa. En cuanto al asunto de la organización federal del Estado, el debate está absolutamente clausurado desde la época rosista. Ni siquiera Mitre, con sus antecedentes unitarios, su porteñismo militante y su apología a figuras de la Independencia de fuerte estirpe centralista como Rivadavia, es capaz de cuestionar abiertamente el pacto federal consagrado en la Constitución de 1853. Sus invectivas –como las de todos los de su generación- quedan reservadas para los caudillos de la época federal.

Sólo Juan Manuel Estrada –con la casi única compañía de Pedro Goyena- protestaría incansable e infructuosamente durante las tres últimas décadas del siglo XIX contra la organización del Estado que prescindía de la Iglesia en lo tocante al matrimonio –por la ley de matrimonio civil- y la educación pública (Estrada, 1904:448).

La indignación de Estrada se ve plenamente justificada por el debate que en 1883 se da en la cámara de Diputados a la ley sobre educación primaria. En el proyecto que él propone, en el artículo 3° se volvía obligatorio enseñar moral y religión (además de otras materias) para terminar declarando «la necesidad primordial de formar el carácter de los hombres en la enseñanza de la religión y las instituciones republicanas». Pero a instancias de Eduardo Wilde, entonces ministro de educación, se reemplazan la moral y la religión por «moral y urbanidad»; para especificar en el artículo 8 «que la enseñanza religiosa no podrá ser dada en las escuelas públicas».

Esta legislación sobre educación pública que originó el debate que tanto espacio ocupó en los periódicos de Buenos Aires durante la primera presidencia de Roca, era la continuación lógica del proyecto delineado a mitad de siglo. De toda esa generación, fue Sarmiento quien con más energía defendió el papel de la educación popular en la construcción de la nación. Pues el elemento conservador del orden y la unidad no era para él la religión, sino la propiedad y la educación.

No sólo respecto a la fórmula política se dio la disputa entre liberales y conservadores durante la segunda mitad del siglo XIX. Ésta abarcó también la discusión liberalismo-federalismo, el papel de la Iglesia y el control de la educación, y especialmente, la conservación de las tradiciones, las costumbres y las ideas vernáculas contra aquellas que centraban su discurso en la idea de progreso. La otra disputa fue por la interpretación del pasado tratando de responder al interrogante de qué era ser argentino. En ambos casos se impuso la línea liberal defendida por Sarmiento (Romero, 2001:166-6).

Conclusión

La rápida travesía emprendida sobre el pensamiento hegemónico en Colombia y Argentina en el momento de construcción de los Estados nacionales, muestran dos formas típicas de conservatismo y liberalismo en América Latina. Hombres que enfrentaron problemas similares a los que les dieron respuestas prácticas, ideológicamente motivadas, totalmente diferentes. Pero, más importante que eso, aunque la manera en que se construyó esa hegemonía fue también distinta en ambos casos –por un consenso tejido durante treinta años en Argentina, por la victoria militar en Colombia- ésta llegó a ser apabullante. La hipótesis que proponemos es que los factores sociopolíticos asociados a este proceso hegemónico, determinaron las posibilidades futuras de construcción de los partidos conservadores –y también liberales- en los dos países durante la primera mitad del siglo XX.

En el caso colombiano, la formación de los dos partidos tradicionales, bastante anterior a la consolidación del Estado nacional, cristalizó en imaginarios políticos de larga duración asociados ellos. Igualmente, el talante conservador de la política colombiana –pero también de la cultura- se mantuvo por lo menos hasta el fin del Frente Nacional -1958-1970-, por no decir que hasta la actualidad.

En Argentina, en cambio, la hegemonía del pensamiento liberal produjo el efecto contrario, la imposibilidad de construcción de un conservatismo ideológico. Aunque sólo en un nivel hipotético, que por tanto está aún pendiente de investigaciones empíricas más fundamentadas que la que acá presentamos, creemos que esta interpretación podría ser una alternativa a aquella basada en los núcleos electorales dadas las debilidades teóricas y empíricas que en ella se traslucen. En esta hipótesis, resignarse a perder las delicias de la generalización, se vería compensado por un conocimiento más agudo de los procesos particulares. Pero esto remite a una discusión epistemológica que desborda los alcances de este artículo.


1 Profesor Asociado. Departamento de Sociología. Universidad Nacional de Colombia. Maestría en Sociología, Universidad Nacional de Colombia. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires.

2 El objetivo de Gibson (1996:2) es aportar a la teoría general de los partidos conservadores, al papel que han jugado en el mantenimiento de la democracia y a la comprensión de su reaparición en América Latina en las últimas décadas del siglo XX. Todo ello a través del análisis comparado. Qué tanto logra Gibson sus objetivos no nos corresponde evaluarlo en este artículo.

3 Traducción nuestra.

4 El concepto de hegemonía no será desarrollado acá. Pero, en principio lo usamos para referirnos a la dominación ideológica que acompaña al poder coactivo. Si coacción es imposición, hegemonía es seducción, consenso.

5 Es bueno advertir que este argumento también ha sido presentado por algunos historiadores. Por ejemplo Bergquist (1998) para su comparación de Colombia y Argentina. Obviamente, hay muchos otros que desconfían profundamente de esta aproximación, incluso de que la sola ausencia de golpes militares signifique mayor democracia. Esta es la posición de la mayor parte de la historiografía colombiana. El acercamiento más rico a esta aproximación puede encontrarse en el sociólogo Daniel Pécaut (1987).

6 Como ya se señaló, Middelbrook (2000) emprende un cross analysis de varios países lo que, necesariamente, lo lleva a ser menos puntilloso en su exposición histórica.

7 En este modelo, un caso típico sería el de Colombia tal como lo expone Middelbrook (2000). El único inconveniente es que esta interpretación no se ajusta a los datos históricos, al menos, para el caso colombiano.

8 Traducción nuestra.

9 Al respecto Gibson (56) destaca que de las 19 intervenciones del Irigoyen, sólo 4 recibieron la aceptación del Congreso. Todas las provincias conservadoras fueron intervenidas con el pretexto alterar la composición del Congreso, que no había sido seleccionado por elecciones limpias sino por legislaturas provinciales manipuladas. La intervención más sonada fue la de Buenos Aires que, junto con la remoción de todo el personal administrativo conservador, acabó con la hegemonía de este partido en la provincia.

10 Nos referimos al paradigma que Marx expone en «El 18 Brumario de Luis Bonaparte».

11 Para no abundar en el tema dejamos de lado la extensa discusión teórica tendiente a demostrar la autonomía del poder político sobre el poder económico. Sólo mencionaremos a Weber, que en Economía y Sociedad demuestra ampliamente que los intereses propios de los dirigentes partidarios no pueden ser reducidos a aquellos externos al partido, o a los argumentos ya clásicos de Theda Skocpol sobre la autonomía de la instituciones políticas respecto a los sectores sociales.

12 Es usual que los politólogos encuentren el «tipo ideal» de partido conservador en los tories. El problema que un estudio menos etnocéntrico de los casos reales, nos lleva a la conclusión que ese tipo ideal sólo es útil para interpretar a unos pocos países anglosajones.

13 Para el concepto de articulación discursiva véase Laclau (1987).

14 Hora (2002:168) menciona la manifestación de 1899 promovida por los industriales.

15 En ese sentido no parece afortunado el nombre del magnífico libro de Botana, El orden conservador.

16 Esta parece ser también la percepción de Halperin (1999:21-2) cuando recuerda que el liberalismo de Alberdi se basaba en la concepción evolucionista de Saint Simon, lo que implicaba que la democracia no fuera un problema inmediato. Primero había que construir los ciudadanos para vivir en la civitas. Aunque diferente, no hay una oposición total a este principio en Sarmiento. Sólo Mitre, al decir de Halperin (1999:22), fue un defensor convencido de la democracia.

17 Por las leyes sobre desamortización de bienes de manos muertas se pusieron en subasta pública las tierras de la Iglesia Católica. La inspección o tuición de cultos significaba que, bajo pena de destierro, ningún eclesiástico podía ejercer sus funciones sin el pase de la autoridad civil. Ese mismo año se expidió un decreto que declaraba la extinción de las comunidades religiosas que se opusieran a la desamortización (Laguado, 2004:54).

18 Incluso Colombia es un país que no se puede entender con la dicotomía metrópolis vs. hinterland, por su fuerte conformación y puja intraegional que permitió que sólo a finales del siglo XX, la capital se destacara como el principal foco económico del país.

19 Laguado (2004).

20 La Regeneración se llamó al período comprendido entre 1886-1904. Inicialmente nació como una alianza de una minoría liberal disidente con el partido conservador. De orientación claramente conservadora, los liberales rápidamente perdieron peso en esa alianza. Caro fue elegido presidente en propiedad en 1992, pero como vicepresidente de Núñez, dirigió el Estado durante los largos períodos de licencia de éste.

21 En este apartado nos basamos, fundamentalmente en Romero (2001) y Jaramillo Uribe (1982).

22 EL modelo de Constitución de Caro –como también el que presentó el general Reyes, redactado por Sergio Arboleda- tenía un matiz corporativista donde la Iglesia debería tener asiento en el Senado por derecho propio. No significaba esto que se negara el principio del voto popular y, puesto a elegir entre una democracia censitaria y otra irrestricta, se inclinaba por esta última. Caro se opuso –sin éxito- en la Asamblea de Delegatarios al voto censitario que defendió el liberal Samper. Su problema no era con la voluntad popular, pues en su lógica, un pueblo profundamente católico debería ser confiable si se le permitía la expresión, sino con tres aspectos que podían o no derivarse de aquél principio: uno respecto de la amplitud de la soberanía popular; segundo, en la concepción de la sociedad como el espacio en el que se expresaba aquélla; y por último, en la idea que tenía Caro sobre la naturaleza y campo de acción del Estado (Jaramillo Uribe, 1982:307).

23 En su artículo a se afirma: «4o. La nación reconoce que la religión católica es la de la casi totalidad de los colombianos, principalmente para los siguientes efectos: a) Estatuir que la Iglesia católica gozará de personería jurídica;b) Organizar y dirigir la educación pública en consonancia con el sentimiento religioso del país;c) Celebrar convenio con la sede apostólica, a fin de arreglar las cuestiones pendientes y definir y establecer las relaciones entre la potestad civil y la eclesiástica» (citado por Jaramillo et. al.; 1996:49-50).

24 La Constitución de Rionegro, ultraliberal, limitó el poder del Estado central a su mínima expresión y sancionó mecanismos que la hacían prácticamente irreformable. Diseñada por liberales y promulgada en 1863, tuvo como objeto controlar el poder de Mosquera, también caudillo liberal. Fue derogada después de la guerra civil de 1885 que dio paso a la Regeneración.

25 En este apartado se recogen elementos desarrollados en Laguado (2004).

26 Sarmiento como arquetipo. No son menos importantes Mitre, Avellaneda, Pellegrini, Calvo, etc.

 


 

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