ETNICIDAD, MULTICULTURALISMO Y POLÍTICAS SOCIALES EN LATINOAMÉRICA: Poblaciones afrolatinas (e indígenas)1

 

(Ethnicity, multiculturalism and social policy in Latin America: Afro-Latin (and indigenous) populations)

 

PETER WADE2

Universidad de Manchester3 (Reino Unido) peter.wade@man.ac.uk

Artículo de reflexión Recibido: Marzo 29 de 2006 Aceptado: Abril 6 de 2006

(Traducción del manuscrito en inglés de María Luisa Valencia)


 

Resumen

Este artículo revisa en primer lugar evidencia de la exclusion económica, política y social de los grupos descendientes de África e indígenas. A continuación se inspeccionan la multitud de reformas legales y políticas multiculturalistas que tuvieron lugar en la región durante los últimos 15 a 20 años, antes de analizar los diferentes argumentos que se han propuesto para explicar este cambio en las políticas del Estado hacia las minorías étnicas, balanceando argumentos que destacan los intereses del Estado y del capitalismo contra aquellos que enfatizan los organismos de los movimientos de minorías étnicas. Finalmente, el artículo intenta evaluar el impacto de las reformas sobre los pautas de exclusión social de las minorías étnicas, con enfoque especial en la región costera del Pacífico Colombiano como estudio de caso.

Palabras clave: Grupos Afrodescendientes e Indígenas, Reformas legales y políticas multiculturalistas, exclusión social de minorías étnicas, América Latina, región pacífica.


 

Abstract

The article first reviews evidence of the economic, political and social exclusion of Afro-descendent and indigenous groups in Latin America. Then it surveys the array of multiculturalist legal and political reforms that have taken place in the region in the last 15-20 years, before analyzing the various arguments that have been proposed to explain this shift in state policy towards ethnic minorities, balancing arguments that highlight the interests of the state and capitalism against those that emphasize the agency of ethnic minority movements. Finally, the article attempts to assess the impact of the reforms on patterns of social exclusion of ethnic minorities, with a focus on the Colombian Pacific coastal region as a case study.

Key words: Afro-descendent and indigenous groups, multiculturalist legal and political reforms, social exclusion of ethnic minorities, Latin America, Pacific region.


 

Exclusión social

Es difícil calcular el número de la población afrolatina, y pocos países han hecho intentos por medir una categoría sobre la que es difícil ponerse de acuerdo bien sea para propósitos sociales o de censo.4 Recientemente, el Estado colombiano estableció una cifra de 26% para la población afrocolombiana, aunque otros cálculos oscilan entre 4% y 45% (Wade, 2002). Monge Oviedo recoge estimativos que calculan un total de 65 a 125 millones de afrolatinos en el continente americano, o 9 a 17% del total regional (Monge Oviedo, 1992); de ellos, alrededor de 30 millones residen en los Estados Unidos. Sánchez y Bryan dan una cifra de 150 millones en total sólo para América Latina (Sánchez y Bryan, 2003:3). Los países con tamaños importantes de población negra, en términos de tamaño relativo, incluyen a: Brasil, Colombia, Cuba, Panamá y Venezuela. Ciertas islas del Caribe, como Puerto Rico y República Dominicana tienen también grandes poblaciones con mayor o menor grado de ascendencia africana.

La exclusión social de los afrolatinos no ha sido documentada en detalle en muchos países (sin embargo, véase Sánchez, 1996). Hay bastantes evidencias de que muchos afrolatinos viven en condiciones de pobreza en muchas áreas, pero sucede lo mismo con muchas personas no negras en las mismas áreas. Aunque es importante mostrar que los afrolatinos son pobres y carecen de servicios, esto por sí solo no es evidencia de una discriminación racial activa. Por supuesto, gran parte de la actual exclusión se deriva de patrones históricos profundamente arraigados. Pero es también vital demostrar el papel de la discriminación racial activa en contextos de hoy. Hay evidencia de discriminación racial en contextos cotidianos de Brasil y Colombia, así como de otros países como Perú: gente negra que es excluida informalmente de ciertos clubes y hoteles; anuncios con ofertas de empleo que solicitan personas de «buena apariencia», lo cual se entiende claramente como de piel clara; insultos en las calles; supuestos sobre el estatus ocupacional y de clase con base en la apariencia racial; hostigamiento y violencia dirigidos por la policía hacia personas negras; la preferencia de las imágenes en los medios de masas por personas blancas y de piel clara, excepto tal vez en contextos particulares, como el deporte, la danza, el carnaval, etc. (Sheriff, 2001; Twine, 1998; Wade, 1993; Cottrol y Hernández, 2001).

Existe también cierta evidencia estadística de discriminación racial activa, principalmente para Brasil, donde durante algún tiempo las encuestas de hogares y el censo nacional han usado una pregunta de autoidentificación racial. Aunque hay varios problemas en torno al uso de tales preguntas –como la relación entre la autoidentificación como negro y la identificación por parte de otros como negro y por lo mismo ser puesto en la mira del racismo– los datos pueden considerarse para indicar patrones de exclusión bastante sistemáticos. Silva muestra menos retorno a la inversión en la educación para los negros (los identificados como pretos y pardos) en comparación con los blancos (brancos). Lovell muestra que, al comparar la edad, la educación, la experiencia, la ocupación y los estados civil y migratorio, los pretos y pardos ganan menos que los blancos; 24% de la diferencia entre hombres blancos y negros se debía a la «discriminación salarial» (es decir, a la discriminación no basada en diferencias en calificaciones, etc., y que por ende incluye la discriminación racial); la cifra fue de 51% para las mujeres negras en relación con los hombres blancos, y de 85% para mujeres blancas en relación con los hombres blancos (Silva, 1985; Silva y Hasenbalg, 1999; Lovell, 1994). Estos datos son importantes para incluir el género, ya que indican que, como muchos han dicho en forma más teórica, las mujeres negras pueden sufrir más exclusión social que los hombres negros. Lovell y Wood (1998) demuestran también que los hijos de madres afrobrasileñas tienen mayores tasas de mortalidad que los niños blancos. Este patrón se mantiene aun después de verificar el ingreso del hogar, lo que sugiere que el racismo, así como la inequidad de clase, están operando.

He realizado algunos análisis de encuestas de muestra para una ciudad en Colombia (Wade, 1997b). La evidencia indicaba que en muchos aspectos los inmigrantes negros a la ciudad de Medellín padecían los mismos problemas que los inmigrantes blancos, con respecto a la vivienda y al empleo, pero que había concentraciones desventajosas de mujeres negras en el servicio doméstico y de hombres negros en la construcción. La vivienda para las personas negras era también marginalmente peor. Era más difícil mostrar de manera contundente que estos patrones se debían a la discriminación racial, aunque ello lo indicaba de manera muy fuerte el caso de la concentración de mujeres negras en el servicio doméstico (Wade, 1997b), lo que nuevamente sugería que la exclusión social a causa de la raza también debe tener en cuenta el género.

Una recopilación más sistemática de datos estadísticos para la ciudad de Cali, en Colombia, mostró también que aunque las poblaciones afrocolombiana y no afrocolombiana eran bastante similares en términos de pobreza y perfil educativo, los afrocolombianos exhibían una representación más que alta en los quintiles de menor ingreso. Esto fue interpretado como siendo en parte debido a la concentración de afrocolombianos en regiones del país pobres y subdesarrolladas, desde donde habían emigrado mucha gente negra a Cali, pero que también se debía en parte a la discriminación racial en la ciudad. La relativa debilidad de una clase media negra en este entorno urbano, que por muchos años había albergado una población negra, se tomaba como un indicador de este proceso. Este estudio mostraba también que las mujeres afrocolombianas tendían a tener tasas más elevadas de participación en el mercado laboral que el promedio nacional (Urrea Giraldo, Ramírez, y Viáfara López N.d.; Barbary, Ramírez, y Urrea, 1999).

En la década del 90, los grandes organismos de desarrollo comenzaron a interesarse en los afrolatinos: el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), el Banco Mundial, la ONU y la Fundación Interamericana se involucraron en la investigación y financiación de las comunidades afrolatinas.5 Los datos del BID confirman el patrón de discriminación racista, aunque parte de la evidencia se refiere más a la población indígena que a los afrolatinos (Sánchez y Bryan, 2003; Zoninsein, 2001; Flórez, Medina y Urrea, 2001). En mi opinión, existe una tendencia a casi pasar por alto las complejidades del aislamiento estadístico de la discriminación racial activa mientras que se infiere su presencia por la baja posición socioeconómica de los afrolatinos, más las indicaciones cualitativas de las actitudes y prácticas prejuiciosas hacia la población negra. Este resultado estadístico en realidad es sólo apreciable en Brasil. Los datos colombianos no lo demuestran de manera tan efectiva.

Al parecer los derechos políticos de los afrolatinos no constituyen problema: son ciudadanos y tienen la misma votación y otros derechos de los demás ciudadanos. (Sin embargo, en Colombia, las «comunidades negras» han tenido desde 1993 – con un lapso entre 1997 y 2001 - derechos de sufragio especiales para elegir representantes especiales a la Cámara de Representantes.) En la práctica, es posible que haya un amplio abstencionismo y clientelismo (incluyendo la compra de votos). Los derechos civiles están protegidos en varios países mediante prohibiciones legales de discriminación racial, aunque éstas son difíciles de ejecutar y rara vez se llevan a la corte (Cottrol y Hernández, 2001; Cottrol, 2001).

Se calcula que la población indígena asciende a 34 a 40 millones u 8 a 10% de la población total en Latinoamérica. Las definiciones de «indígena» varían y de todos modos suelen ser cambiantes y dependen del contexto. Pero se estima que el 90% de esta población habita en México, Guatemala, Ecuador, Bolivia y Perú.

Una serie de estimativos señalan que México tiene 10,5 millones de indígenas (12% de la población), Guatemala tiene 5,4 millones (60% del total); Bolivia tiene cerca de 5 millones (71 de la población), mientras que se calcula que en Ecuador del 20 al 40% de los habitantes son indígenas, y en Perú, del 30 al 45% (González, 1994). Compárese Brasil, con una población total de alrededor de 170 millones de habitantes de los cuales aproximadamente 250.000 (0,2%) son indígenas, o con Colombia, donde la población indígena representa casi el 1% de un total de más de 39 millones (Estados Unidos tiene cerca de 2 millones de nativos americanos o 0,8% de la población total).

La exclusión social que padecen las comunidades indígenas es múltiple y compleja. Es en realidad difícil tener un panorama amplio de la situación política y socioeconómica de estas comunidades en América Latina, en parte porque es muy variada y en parte porque la información estadística que desagrega las poblaciones nacionales por etnicidad sigue siendo desigual. En general, sin embargo, en comparación los no indígenas, presentan menor esperanza de vida, mayores índices de mortalidad, peor acceso a la educación y la atención en salud, mayores índices de pobreza (que se mide generalmente en términos de obtención de ingresos) y menores niveles de alfabetismo (Psacharopoulos y Patrinos, 1994b; Flórez, Medina y Urrea, 2001; Zoninsein, 2001). A menudo viven en regiones aisladas, no hablan bien español y en la práctica es posible que tengan poco acceso a las urnas de votación. La composición estadística de las ganancias diferenciales entre los obreros indígenas y no indígenas señala que hasta el 50% de la diferencia puede deberse a la discriminación en los mercados laborales de Guatemala, Perú y México, y alrededor del 30% en el mercado laboral urbano de Bolivia (Psacharopoulos y Patrinos, 1994a: xxi). Para Perú, «aun si las comunidades indígenas tuvieran la misma educación y experiencia o, lo más importante, la misma proporción de trabajadores que los no indígenas en lugares agrícolas y rurales, aun así ganarían cerca de la mitad [del ingreso] de los no indígenas» (Macisaac, 1994:190). Todas estas medidas, favorecidas por organismos tales como el Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo, la OIT, etc., tienden a crear indicadores sobre la exclusión de una sociedad «modernizadora». De otro lado, el acceso a la tierra puede ser mejor para algunos indígenas que para las poblaciones pobres no indígenas, pues en algunos países hay sistemas extensivos de reservas territoriales: en Colombia, por ejemplo, las comunidades indígenas poseen, al menos en el papel, cerca del 22% del territorio nacional en forma de reservas. En Brasil, los indígenas tienen derechos especiales a la tierra, aunque es posible que sea difícil ponerlos en práctica y enfrenten intensa presión por parte de hacendados y colonos.

Los derechos sociales, civiles y políticos de los pueblos indígenas son un asunto más complejo y aún no he podido encontrar datos detallados sobre el particular, en parte porque es un escenario variado y también en rápido cambio. Mi impresión es que los indígenas se definen por lo general como ciudadanos de una nación y tienen derecho a votar. Van Cott señala que «después de las reformas liberales de finales del siglo XIX, se suprimieron las referencias a las comunidades indígenas de las constituciones de la región». Sin embargo, prosigue, comenzaron a reaparecer, generalmente como campesinos, en los 60 y 70, aunque después de 1979, varios países comenzaron a reconocer algunos derechos culturales y lingüísticos de estos pueblos (Van Cott, 2000b: 42). Ahora, los pueblos indígenas tienen algunos derechos especiales en ciertos países –en Colombia, por ejemplo, a la tierra, a formas colectivas de propiedad sobre la tierra, a elegir representantes especiales al Congreso. Muchas reformas recientes a la constitución han reconocido los derechos colectivos a la propiedad para los pueblos indígenas, así como algunos derechos al uso de sus lenguas nativas y a la educación bilingüe. En Perú, la constitución de 1930 reconoció el derecho de las comunidades indígenas a tener su propia tierra, pero esto fue revocado en la reforma constitucional de 1993. En teoría, las prohibiciones legales contra la discriminación racial deben proteger los derechos civiles de estas comunidades, así como los de los individuos afrolatinos.

Reforma multicultural y políticas sociales

Desde 1990, ha habido un gran número de reformas constitucionales que reconocen el carácter multicultural de la nación y otorgan un reconocimiento especial a las minorías étnicas (Assies, Haar y Hoekema, 2000; Van Cott, 2000a, 2000b). Este parece ser un punto de partida importante para estas naciones, ya que las constituciones previas habían hecho poco para reconocer identidades nacionales multiétnicas y multiculturales. En muchos casos, la identidad nacional se basaba en ideas sobre el mestizaje (Appelbaum, Macpherson y Rosemblatt, 2003). Yo plantearía que estas reformas no son puntos de partida tan radicales como parecen, porque de un lado, varios países tienen ideologías indigenistas muy fuertes que, aunque sólo ofrecen un lugar simbólico para los indígenas idealizados y exotizados junto con prácticas asimilacionistas y racistas, consideran sin embargo heterogénea la nación y confieren cierta forma de reconocimiento oficial y popular, aunque en últimas perjudicial, a las comunidades indígenas (en Perú, véase De la Cadena, 2000). De otro lado, naciones que se enorgullecían de su carácter mestizo crearon también un espacio para los pueblos indígenas y de ascendencia africana en los relatos sobre cómo los mestizos y la nación mestiza surgen continuamente de la mezcla de negros, blancos e indígenas: los elementos constitutivos de la mezcla no desaparecen, sino que se mencionan continuamente en el discurso sobre la nación y sus rasgos culturales heterogéneos (en Colombia, véase Wade, 2000).

Las reformas varían de manera significativa de un siglo a otro, pero incluyen varios de los siguientes elementos: reconocimiento del carácter multicultural de la nación y de la naturaleza colectiva distintiva de los pueblos indígenas; reconocimiento de la ley tradicional indígena; reconocimiento de los derechos a la propiedad colectiva; estatus oficial para las lenguas indígenas en las comunidades indígenas; establecimiento de la educación bilingüe (Van Cott, 2000a:266-8; 2000b:42-3). Como se mencionó anteriormente, durante los 90, importantes entidades de financiamiento mostraron también un marcado interés por las poblaciones afrolatinas e indígenas.

Las reformas dirigidas a las poblaciones afrolatinas han sido menos numerosas. En Nicaragua bajo el gobierno de los sandinistas, se introdujeron varias leyes en 1987, que dieron cierta autonomía a la región costera del Atlántico, reconociendo al mismo tiempo una serie de derechos étnicos para los diferentes grupos indígenas y población mulata creole de la región (Gordon, 1998; Freeland, 1995). En Honduras, algunos grupos que esgrimen ascendencia africana (grupos negros que hablan los idiomas garifuna e inglés) tienen nominalmente los mismos derechos que los indígenas, los cuales datan de la constitución de 1982, pero éstos son más bien mínimos.6 En Guatemala, los grupos de garifunas aparecen en el Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas (marzo de 1995) en iguales términos que los grupos indígenas. En Ecuador, se creó en 1996 un ministerio de asuntos étnicos, que atendía las comunidades negras al igual que las indígenas (Whitten y Quiroga, 1998) y la reforma constitucional de 1998 en el mismo país, que concede 15 derechos colectivos a los pueblos indígenas también se los otorga a los afroecuatorianos «en la medida en que sean aplicables» (Van Cott, 2000a:277). Sin embargo, aunque hay propuestas para la formación de una gran comarca o territorio negro en la región costera de Esmeraldas, no parece haberse hecho un progreso tan concreto hacia la titulación de tierras como en Colombia (Walsh y García, 2002).7

En Brasil, la constitución de 1988 incluyó el artículo transitorio 68, que abrió el camino para que el Estado confiriera títulos de tierra a los llamados remanescentes das comunidades dos quilombos (los «remanentes» o vestigios sobrevivientes, de comunidades conformadas originalmente por esclavos fugitivos).8 «A mediados de los 90, el presidente del país, Fernando Henrique Cardoso, reconoció de manera oficial la existencia de la discriminación racial en el país, la cual resolvió nombrando una comisión nacional para proponer remedios» (Skidmore, 2003).9 En 1995, después de un intervalo de siete años, comenzó un debate real sobre la cuestión de los títulos de tierra para los quilombos. En el 2001, el decreto 3912 concedió un rol líder en el proceso de titulación de tierras de quilombos a la Fundação Cultural Palmares, división del Ministerio de Cultura, cuya ineficiencia fue criticada por muchos integrantes de los movimientos negros. El 20 de noviembre del 2003, el Día Nacional da Conciência Negra, el presidente Lula lanzó la Política Nacional de Promoção da Igualdade Racial, coordinada por una Secretaria Especial de Políticas de Promoção da Igualdade Racial (Seppir) y firmó también un decreto que puso el proceso de titulación de tierras de los quilombos en manos del Incra (Instituto Nacional de Colonização e Reforma Agrária). Aunque se dice que hay más de 2000 quilombos en Brasil, sólo 743 de ellos tienen reconocimiento oficial: tienen una población de alrededor de 2 millones y ocupan cerca de 30.000 hectáreas. A finales del 2003, sólo cerca de 70 de ellos tenían sus tierras tituladas.10

A comienzos del 2003, Brasil implementó también una política de acción afirmativa dirigida a enrolar más afrobrasileños en la educación superior. La Universidad Federal de Brasilia reservó 20%, y la Universidad Estatal de Rio de Janeiro, 40% de sus cupos para los estudiantes afrobrasileños.11 Una nueva universidad, llamada Facultad Zumbi dos Palmares, por el nombre de un líder de la resistencia esclava, anunció que comenzaría sus actividades en marzo del 2004, situada en un sector industrial de São Paulo y con 50% de sus cupos reservados para los aspirantes negros.12 Durante el 2003, el Congreso Brasileño estuvo estudiando el Estatuto da Igualdade Racial (estatuto de igualdad racial), que proponía un 20% de escaños para los afrobrasileños en el gobierno federal, al igual que el monitoreo de la participación en programas de televisión y partidos políticos.

Colombia tiene también una legislación detallada dirigida a las llamadas comunidades afrocolombianas (Arocha, 1998; Wade, 2002). A partir de 1991 con un artículo transitorio en la reformada constitución y que culminó en la Ley 70 de 1993, junto con un buen número de decretos subsiguientes, la legislación ha abierto el camino para que las comunidades rurales negras en la región del Pacífico colombiano –históricamente el 90% de la población– obtuvieran títulos colectivos sobre la tierra. Hacia el 2001, el Incora había otorgado 80 títulos colectivos a las propiedades de la región costera de esta zona, que cubrían 3.728.000 hectáreas y beneficiaban a más de 36.500 familias. Entre tanto, el Estado ha adelantado el Plan Pacífico, un importante plan de desarrollo con financiamiento de BID que atiende a la modernización de la región costera del Pacífico, además de canalizar cantidades crecientes de recursos estatales hacia la región (Departamento Nacional de Planeación 2002). Además, entre 1993 y 1997 y (después de un lapso de varios años causado por complicaciones constitucionales) desde 2001, se reservaron dos puestos especiales para los delegados negros en la Cámara de Representantes, mientras que ahora participan representantes negros en importantes entes estatales como el Incora (Instituto Colombiano de Reforma Agraria), el Ministerio de Minas, el Ministerio del Medio Ambiente y el Ministerio de Educación, así como en organismos creados especialmente para supervisar el desarrollo de las comunidades negras, como la Dirección General de Comunidades Negras, Minorías Étnicas y Culturales (parte del Ministerio del Interior). Una legislación reciente ha promovido los estudios de los afrocolombianos en el currículo nacional y ha dado a los afrocolombianos acceso especial a garantías para estudios universitarios.13 Los grupos étnicos han recibido acceso especial a tiempo al aire en ciertos canales de televisión, y organismos gubernamentales de investigación, como el Instituto Colombiano de Antropología e Historia, han financiado investigaciones sobre temas afrocolombianos. La idea básica de una «diferenciación positiva» a favor de una población socialmente marginada como ésta fue legitimada por la Corte Constitucional en 1996, al decretar que era permisible introducir un criterio racial en asuntos concernientes a la política educativa, aun cuando la discriminación racial está prohibida en principio por la constitución.14

Existen varias posibles razones para que los gobiernos latinoamericanos hayan adoptado estas reformas. La más obvia podría ser el deseo del Estado de luchar contra la exclusión social y crear regímenes más democráticos. Esto coincidiría con la retórica gubernamental en torno a la reforma, pero las intenciones reales son por supuesto difíciles de medir, especialmente dentro de una entidad heterogénea como «el Estado». Van Cott (2000b: 51) considera que el ímpetu para el cambio constitucional no fue un deseo de incluir a las minorías étnicas, sino más bien «el descontento con el Estado y el régimen» de parte de las elites políticas y los ciudadanos comunes, sin mencionar a los expertos internacionales, quienes consideraban los Estados como supercentralizados, ineficientes, atrapados en un punto muerto autodestructivo y con sistemas judiciales débiles y comprometidos en política. Ella menciona además la susceptibilidad de las elites políticas latinoamericanas a las presiones de una «cultura política internacional» y un discurso sobre los derechos humanos y de las minorías. En este sentido, un motivo clave podría haber sido el deseo de presentar una cara más democrática en el escenario internacional, respetuoso de los derechos humanos en formas que cada vez son más vigiladas por las principales entidades de financiamiento; las cuales, como se señaló anteriormente, cobraron en los 90 un creciente interés en la inclusión social de los grupos marginales en general y de las poblaciones indígenas y afrolatinas en particular.15 Esto, en mi opinión, es en especial el caso para los países que han surgido de un dominio autoritario o se caracterizan, como Colombia y Brasil, por procesos informales de represión en los que se considera (por ejemplo, por organizaciones internacionales para la defensa de los derechos humanos) que algunas ramas del Estado juegan por lo menos un papel informal.

Los intereses del Estado también se aducen como una de las razones detrás de estas políticas por autores como Gros y Escobar. Gros (1997) sostiene que los Estados ahora acogen la diferencia como una nueva forma de gobernar en una época en la que el «desarrollo» está en crisis, los ajustes estructurales y el neoliberalismo han causado impactos brutales en las entidades públicas de bienestar y la colonización de fronteras continúa a pasos acelerados. Este autor piensa que el Estado colombiano tenía interés en estas formas de gobierno neoliberales, mediante las que podía lograrse indirectamente el control de áreas marginales creando o cooptando organizaciones indígenas en estas zonas e incentivándolas para involucrarse en un diálogo formal con el Estado. Este argumento tiene bastante peso si se mira la región del Pacífico colombiano, donde el Estado tiene un evidente interés en desarrollar y controlar una región marginal y en crear una apertura por el Pacífico para la economía colombiana, adaptada a nuevos patrones globales de comercio y producción. No sólo estuvo activo el Estado en el apoyo e incluso en la creación de algunas organizaciones afrocolombianas en la región (Wade, 1995), tras la reforma constitucional de 1991, sino que también es evidente que las comunidades de base comenzaron a entrar en diálogos directos con entidades del Estado –por ejemplo, con el propósito de la titulación colectiva– cuyos funcionarios ganaron fácil acceso a estas comunidades (Hoffmann, 2002; Oslender, 2002). En ese sentido, los derechos de los afrocolombianos (y de los indígenas) podían considerarse una forma de gobierno y, de hecho, como un cierto precio para emprender el desarrollo que se había programado para la región. El argumento de Gros parece menos convincente para Brasil, al menos con respecto a los afrobrasileños, ya que esta población es en su mayoría urbana o se localiza en regiones como el noreste que, aunque marginal en algunos aspectos, no son tan remotos como las regiones del Pacífico o el Amazonas.

Escobar agrega un giro a esta línea argumentativa (Escobar, 1997). Señala que el capitalismo ha adoptado nuevas formas de explotación en las que la «naturaleza» ya no se explota simplemente como un recurso en apariencia inacabable que puede saquearse al antojo. En lugar de ello, la idea de conservar la naturaleza como recurso potencial para el futuro se hace practicable. De allí el interés en, por ejemplo, la «biodiversidad», que abarca la riqueza no explotada y materiales químicos y genéticos desconocidos. No es casualidad que la región de la costa Pacífica de Colombia sea una de las que mayor biodiversidad posee en el planeta. El Estado colombiano está atento a desarrollar la zona, pero al mismo tiempo hay un interés en conservarla, pues, ¿quién sabe qué valiosos recursos podría demostrar que alberga? Las comunidades negras e indígenas son entonces encargadas de usar la tierra que se les ha titulado colectivamente de una forma sostenible y «tradicional». Los negros y los indígenas se convierten así en guardianes de la tierra –un papel que especialmente los pueblos indígenas pueden adoptar por su voluntad en diferentes áreas de América Latina. Ésta es, quizás, una estrategia valiosa, pero también puede atrapar a estas comunidades en papeles de mayordomos sobre lo cual tienen poco control. Entretanto, están rodeados de procesos de desarrollo estándares que pueden destruir el equilibrio ecológico de áreas en su vecindad inmediata, pero que no están controladas por ellos (véase también Wade, 1999a). Un aspecto vital de estos procesos en el caso de la región del Pacífico colombiano, como lo documenta Escobar en un artículo posterior, es el conflicto violento por el territorio y los recursos (y nominalmente por la ideología política), que general el desplazamiento masivo de poblaciones locales, en especial después de 1996 (Escobar, 2003; Wouters, 2001). Escobar interpreta el desplazamiento como parte integral del desarrollo como proceso de modernización, especialmente en la medida en que cierto desplazamiento parece estrechamente ligado al desarrollo de empresas capitalistas específicas en la región, de manera que no es claro cómo se adaptan las iniciativas conservacionistas lideradas por el Estado, que parecerían consolidar los territorios étnicos, con los procesos de desplazamiento que los desestabilizan. Lo último puede estar ligado de manera más directa a objetivos capitalistas, pero un jugador clave en el desplazamiento son las fuerzas paramilitares (y en menor medida las fuerzas de la guerrilla), quienes puede decirse que están ligados al Estado y al capital. De otro lado, Oslender muestra que en algunos casos, la consolidación del territorio étnico puede ser cooptada por intereses capitalistas: un pedido de tierra de una comunidad afrocolombiana fue patrocinado por una empresa comercial interesada en explotar un tipo de palma (Oslender, 2002). Es evidente que hay fuerzas contradictorias en juego aquí, que trabajan para crear y desplazar comunidades territoriales étnicas, aunque el desplazamiento parece ser el proceso preponderante de este momento en el Pacífico colombiano.

Una segunda serie de razones que explican porqué los Estados latinoamericanos han adoptado estas reformas constitucionales está ligado a la movilización política de los movimientos sociales indígenas y negros. Van Cott (2000b: 51) cree que «en ningún caso en América Latina fue la demanda por derechos especiales y reconocimiento la razón más importante para reformar la constitución política». Afirma, sin embargo, que la movilización indígena –que había asumido una dimensión nacional y transnacional desde los años 60 y encontrado apoyo en instancias internacionales como la Convención 169 de 1989 de la OIT (que giró en torno a los pueblos indígenas y tribales en países independientes) y en discursos internacionales sobre los derechos de los indígenas– pudo influenciar las elites políticas en sus intentos de reforma. Los movimientos sociales negros eran por lo general más débiles en la región, pero posiblemnte llevaban una trayectoria similar. Esta opinión es algo diferente de la que tiene, digamos, Arocha (1998), quien presenta los derechos concedidos en la constitución colombiana de 1991 a los indígenas y en especial a las poblaciones negras como concesiones duramente ganadas a la fuerza a una Asamblea Constituyente recalcitrante o indiferente por la protesta y la movilización negras e indígenas. Parte de la diferencia entre las opiniones de Van Cott y Arocha se debe sin duda a que la concesión de derechos a los negros en Colombia sólo se obtuvo realmente en la constitución –y fue posible en parte gracias a los derechos de los indígenas– y que fue importante el papel que jugaron las diferentes protestas y manifestaciones de las organizaciones negras.

En el caso brasileño, Arruti señala que «si la concesión de derechos sobre la tierra a los 'remanentes de los quilombos' en realidad había sido ganado por los movimientos sociales en la Asamblea Constituyente de 1988, era claro que esta medida [el Artículo 68] sólo se había tomado porque se había estimado, en la época, que el número de estas comunidades era en apariencia insignificante; alrededor de veinte en todo el Brasil» (Arruti, 1998:29, traducido a partir de la cita de Wade). También es de destacar que tuvieron que pasar siete años de la reforma constitucional para que aparecieran propuestas concretas para el Artículo 68 y debates en torno al mismo. Para Nicaragua, el caso es en cierto modo distinto, pues la sanción de la Ley de 1987 para las Regiones Autónomas de la Costa Atlántica, que dio una importante autonomía local a varios grupos étnicos en la región costera e instituyó programas educativos bilingües y biculturales, pudo haber sido el resultado de la resistencia armada de los Miskito y otros grupos indígenas contra los sandinistas, en el complejo contexto de la guerra antisandinista liderada por los Estados Unidos. Nuevamente, es notable que los derechos de los grupos Creole negros hayan dependido en cierto sentido de los derechos para los grupos indígenas.

En suma, es obvia la importancia de la movilización étnica en el logro, y aún más en la configuración, de los derechos constitucionales, aun cuando Van Cott pueda estar en lo cierto al decir que no fue lo «más importante». Es difícil pensar que los redactores de la constitución hubieran incluido tales derechos en ausencia de tal movilización y de la participación de los activistas indígenas (y negros), o de sus partidarios, en las asambleas constituyentes. Y, al menos a juzgar por el caso colombiano, no cabe duda de que las organizaciones negras e indígenas han sido importantes en la formación de la legislación subsiguiente –aunque esto se haya dado a menudo en arenas de negociación instituidas por el Estado– y en la presión para que se pusieran en práctica acuerdos legales. Thorne (2001:2) dice que la «movilización política de indígenas y afrodescendientes… ha logrado poner asuntos en las agendas de los gobiernos, transformando sus posiciones discursivas, e incluso desarrollando políticas públicas específicamente dirigidas a las etnias». Sánchez y Bryan (2003:14) señalan también que las «ONG comunitarias han facilitado la recolección de la mayoría de datos para los estudios sobre la exclusión de los afrodescendientes». Pero esto tiene que ponerse junto con la idea de que el reconocimiento de los derechos étnicos también ha armonizado con varios intereses políticos en círculos del Estado que estaban, como sostuve anteriormente, ligados a objetivos estratégicos de gobierno y desarrollo que tendrían prioridad sobre estos derechos. De allí que quizá el rol más importante de la organización étnica sea hacer que los derechos formales se traduzcan en derechos significativos en la práctica. Pero Thorne (2001:2) indica además que tal organización «ha sido relativamente ineficaz para garantizar que las políticas públicas se implementen o que sean obedecidas una vez se han creado». Un segundo tema que surge de la discusión que hemos sostenido hasta ahora es el papel dominante que juega la movilización indígena, en oposición a la afrolatina, para incluir los derechos étnicos en la agenda.

El impacto de las reformas

Ésta es al mismo tiempo el área más importante y más difícil de evaluar en cuanto requiere un análisis detallado de países particulares y, a menudo, de detalles etnográficos para casos específicos dentro de los países. Además, el impacto de las medidas legales y políticas en la posición socioeconómica total de las minorías afrolatinas e indígenas en un país dado es prácticamente imposible de conocer dados los problemas de a) medir esto en primer lugar, b) tener la visión a largo plazo necesaria para hacer tal evaluación, y c) aislar el rol de factores particulares en el complejo de determinantes que dan forma a los procesos de inclusión y exclusión. Teniendo esto en cuenta, me siento limitado a centrarme en los afrocolombianos en tanto es el caso que conozco con mayor detalle.

Identidad y política social

No cabe duda de que en Latinoamérica se ha erigido el perfil público de lo negro y lo afro. La noción de que la gente negra constituye un sector marginado de la población, que ha sido excluido históricamente y que aún hoy padece la discriminación racial se ha vuelto mucho más actual y ha recibido cierto reconocimiento oficial. Este perfil público es en cierto sentido «puramente simbólico», pero ha tenido un impacto muy importante en países en los que suele asociarse lo negro con la inferioridad y se considera un estatus que debe evitarse. Un impacto evidente de las reformas y la política en Colombia y, creo, a más amplia escala ha sido lo que podría llamarse la «indigenización» de lo negro. En muchos países, las reformas se destacan por montar los derechos de los afrolatinos en modelos de derechos indígenas. En otra parte he dicho que negros e indígenas han tenido históricamente –y siguen teniendo en gran medida– posiciones muy diferentes en las «estructuras de alteridad» de las naciones latinoamericanas (Wade, 1993, 1997). Los pueblos indígenas han sido considerados los clásicos Otros: a menudo con una posición legal especial (aunque como minorías), vistos básicamente como una población rural, glorificados como las raíces ancestrales de la nación, vituperados como no humanos, hechos objeto de estudios arqueológicos y antropológicos y usados como inspiración para iniciativas artísticas. Los afrolatinos han sido vistos por lo general como ciudadanos de segunda clase, parte de la población general, a menudo más urbanos en su ubicación (con la notable excepción de las poblaciones del Pacífico colombiano y ecuatoriano), no divididos, con frecuencia ignorados por la antropología y aún más por la arqueología y mucho menos propensos a ser aclamados como símbolo de raíces nacionales (aunque Cuba y Brasil constituyen excepciones parciales en este aspecto). Estas diferencias a su vez dan pie a diferencias en la movilización política: los pueblos indígenas generalmente se organizaron antes, a nivel nacional, y con mayor respaldo de ONG internacionales y de la Iglesia al contrario de los afrolatinos (Brasil puede ser una excepción aquí). Los gobiernos estaban también más preparados para atender las demandas indígenas: podían «oír» hablar a esos subalternos, precisamente porque representaban lo Otro. Cuando se hicieron demandas para la gente negra, una respuesta común en Colombia (y creo que en otros lugares) fue que no eran «un grupo étnico».

Con las reformas, los grupos negros comenzaron a parecer más como grupos étnicos indígenas. En Colombia, el peso de las reformas apunta a la región del Pacífico, donde la gente negra habita en comunidades rurales y «tradicionales» en tierras «ancestrales», en una región delimitada, con diferencias culturales bastante claras, aparentemente separados del resto de la nación. Las mismas organizaciones negras tendieron a centrarse en aspectos de diferencia cultural, en lugar de racismo.16 La imagen de lo negro en Colombia se convierte en la de la región del Pacífico: rural, regionalmente específica y con apariencia indígena. Sin embargo por cualquier cálculo, la población negra que allí habita es fácilmente sobrepasada en número por la que vive en Cali, Bogotá y Medellín, aun sin incluir a Cartagena y Barranquilla. Mirando un poco más allá, en Ecuador, los derechos de los negros se dirigen a personas que viven en la región costera del Pacífico. En Nicaragua, Honduras y Guatemala, los derechos de los afrolatinos se centran en torno a los grupos garifuna, a quienes se considera grupos étnicos a la par con otros grupos étnicos indígenas (los Creoles de Nicaragua con una exposición parcial aquí, pero aún se consideran culturalmente diferentes: angloparlantes).17 En Brasil, se ofrecieron derechos sobre la tierra a «remanentes» de las comunidades de los quilombos, considerados aislados, rurales y ancestrales; aun entonces ha habido un proceso de «reindigenización» en el que comunidades que fácilmente podrían haberse considerado afrodescendientes han resucitado sus historias indígenas en parte con el fin de allanar el camino para sus demandas de tierra (Warren, 2001). Pero en cualquier caso, la gran mayoría de afrobrasileños viven en ciudades donde los derechos sobre la tierra son irrelevantes. Las reformas de acción afirmativa que afectan a las poblaciones urbanas negras son más recientes, y mucho más controvertidas.

Las implicaciones de esta indigenización de lo negro no son unidireccionales. De un lado, existe el peligro de que las poblaciones urbanas negras sean dejadas por fuera; que se marginen los problemas de discriminación en los mercados urbanos. Para lograr reconocimiento, la gente negra debe representarse como culturalmente diferente, lo cual no es en sí mismo una estrategia con resultados claros: no necesito repasar aquí los pros y los contras de la política identitaria. De otro lado, se forman alianzas interesantes entre grupos indígenas y negros (aunque también ha habido algunos conflictos por las demandas sobre la tierra en la región del Pacífico en Colombia). Esto ha sido obvio en Ecuador, Colombia y Nicaragua (y posiblemente en Guatemala y Honduras también).

Tierra y políticas sociales en el Pacífico colombiano

La situación en esta región es muy deprimente. La titulación de tierras ha avanzado. Las comunidades negras han mostrado en algunos casos una flexibilidad e inclusividad interesantes sobre a quién contar como miembros para las demandas de títulos: Hoffmann (2002) describe un caso en el que un hombre indígena del lugar, casado con una mujer negra, fue incluido. Oslender (2002) relata casos en los que empresas comerciales y el Estado intervienen en la creación de una solicitud de tierra, pero en varios casos, las comunidades locales muestran resolución y fuerza en la toma de la agencia en la titulación de las tierras. Sin embargo, continúan las disputas sobre cómo definir una tierra comunitaria, pues muchas comunidades usan algunas áreas de tierra de manera intensiva mientras que usan (y comparten) otras áreas de manera más ocasional. Todo eso, sin embargo, palidece frente al conflicto violento, las masacres de civiles y el gran desplazamiento de habitantes que se mantiene en la región con el enfrentamiento interminable de la guerrilla y las fuerzas paramilitares (Escobar, 2003; Wouters, 2001). La ciudadanía y los derechos sociales significan poco en un contexto en el que parece estar operando una especie de «acumulación primitiva» y creando efectos altamente excluyentes. Los políticos locales parecen impotentes para intervenir, con los patrones tradicionales del clientelismo dominante, y el disgusto de algunos alcaldes por un poder comunitario más autónomo que se construyen mediante la interacción directa de las comunidades con ONG nacionales y regionales y con el gobierno central en los procesos de titulación de tierras (Agudelo, 2002; Oslender, 2002). Podría ser tentador mirar la llegada de los paramilitares, principalmente después de 1996, como ligada a la creación de los derechos sobre la tierra en la región y diseñada como un ataque a aquéllos, pero pienso que esto es demasiado conspirativo.

En otras áreas, el progreso en los derechos de la tierra parece lento y débil: en Ecuador y Brasil, por ejemplo (véase arriba). En Guatemala a comienzos del 2003, ocho años después del Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas, el Comité Pro Acuerdo Indígena (COPAI) convocó en Ciudad de Guatemala a representantes indígenas de 100 municipios, pertenecientes a 23 grupos lingüísticos diferentes (incluyendo los Garifuna), con una lista de demandas para el Congreso y con el fin de reactivar el Acuerdo.18

Mi impresión es, sin embargo, que las reformas legales han ayudado a auspiciar grupos comunitarios, el liderazgo e importantes redes de comunicación y que crearon cierto capital social en este sentido para las poblaciones afrolatinas e indígenas. Esto no está de ningún modo exento de conflictos internos. En Colombia, y al parecer en Brasil y Ecuador, uno de los rasgos evidentes de la organización afrolatina (e indígena) es la fragmentación y la competencia por el financiamiento. Algunos políticos han tratado también de sacar provecho de la promesa electoral de identidad negra. Sin embargo, el entrecruzamiento de redes está creciendo. He encontrado ejemplos de pequeños proyectos de generación de ingresos en el Pacífico colombiano que, aunque obedecían a una lógica básica de mitigación de la pobreza, también se centraban en los derechos de las mujeres y en la identidad negra. Esto puede parecer en cierta forma simplista, pero ilustra la aparición de redes de intersección en torno a la raza, la clase y el género.

Política social en áreas urbanas

En Colombia, el desplazamiento ha ampliado sustancialmente la población afrocolombiana en las ciudades y ha reforzado patrones de segregación urbana. En Cali, hay patrones evidentes de segregación racial que siguen una amplia dinámica de clase, pero que también hacen que barrios completos, en las zonas más pobres, estén habitados casi en su totalidad por gente negra. Una forma de comunidades étnicas urbanas que actúan como redes de ayuda mutua informal. En Medellín, parecía que éstas serían temporales, pues sus habitantes se movían dentro del mercado de vivienda; la situación para Cali es menos clara (Barbary, Ramírez y Urrea, 1999; cf. Wade, 1993 sobre Medellín). Las organizaciones étnicas surgen también, a menudo alrededor de la «cultura» (por ejemplo, la música, la danza) pero con objetivos de construcción de comunidad también. El gobierno local responde a la presencia negra en las ciudades con, por ejemplo, una División de Negritudes en Cali. Los grupos negros pueden también recibir financiamiento de la Iglesia, mientras que empresas licoreras y productoras de cerveza pueden patrocinar eventos «culturales» en los que pueden vender sus productos (Wade, 1999b). En este contexto también, se están creando redes étnicas y capital social, aun cuando esto sea en formas muy controladas por la Iglesia, el Estado y el capital.

Además, la evidencia de Cali y Medellín parece sugerir que, mientras que las poblaciones negras allí están en su mayoría en la base de la escala económica, se encuentran mejor en las poblaciones rurales (en términos de educación e ingreso) y comparten esa posición con muchos no negros, aunque en términos levemente inferiores. Esto puede indicar que la urbanización, con la educación y la participación en los mercados laborales que esto trae aparejado, puede constituir un integrador efectivo de los afrocolombianos en una jerarquía de clase, en la que no forman un grupo claramente marginado. Además, existe y va en aumento una clase media negra: lo que es menos evidente es cuánta mayor dificultad hay para estos habitantes urbanos lograr una movilidad ascendente en relación con la gente no negra. Evidencia proveniente de Brasil indica que aun en contextos urbanos, los negros padecen una discriminación racial significativa y les es más difícil ascender socialmente que los no negros.

Colombia ha instituido también algunos programas de acción afirmativa en educación (para estudiantes indígenas y afrocolombianos), aunque no ha sido en modo alguno tan radical como en Brasil. Es muy difícil encontrar información sobre el impacto de éstas y las medidas son demasiado recientes para hacer una evaluación real. Pero hay algo que me ha impresionado. Este tipo de programa requiere por lo general de una definición clara de quién es negro, algo que brilla por su ausencia en el contexto latinoamericano. En Colombia, el problema se delega a nivel local. Un estudiante obtiene una acreditación de una comunidad negra o indígena. Al menos en 1997, las organizaciones negras, así como las comunidades, estaban en capacidad de acreditar estudiantes y al menos una de ellas que yo sepa tomó una línea muy liberal para definir quién era «negro». En resumen, las medidas que se asumen generalmente para endurecer los límites de la identidad racial o étnica pueden no tener tal efecto, si para comenzar estas identidades se definen de manera demasiado flexible. Pero esto ya cae en la especulación.

En Colombia, el debate público sobre los programas de acción afirmativa fue relativamente escaso. En Brasil, ha sido más profundo y ha dado lugar al tipo de debates que son comunes en los Estados Unidos: se han ventilado las preocupaciones habituales sobre el refuerzo de las identidades raciales y las barreras y sobre la creación de reacciones violentas entre la población blanca.

En resumen, las reformas han creado un nuevo perfil público para la indigenidad y aún más para lo negro; han tendido a «indigenizar» lo negro; han ayudado a crear nuevas redes y capital social mediante la canalización de recursos, aunque en formas controladas, en organizaciones étnicas, bien sea en torno a demandas por tierras, generación de ingresos o aspectos de identidad étnica; han ayudado a consolidar una base para la titulación de tierras para algunas comunidades, pero esto ha sido lento y con frecuencia ineficaz en la práctica contra las fuerzas del desplazamiento. Esto debe quedarse en el campo de la especulación, pero me parece que sería difícil defender con argumentos convincentes en este momento que las reformas hayan generado un mejoramiento total de las condiciones económicas de los pueblos negros o indígenas, o que hayan siquiera mejorado condiciones graves. Estas condiciones se forman por dinámicas políticas y económicas que eclipsan las reformas. Para el Pacífico colombiano, podría afirmarse de manera convincente que, como resultado del conflicto violento y del «desarrollo convencional», las cosas allí son ahora peores para los afrocolombianos y los indígenas, de lo que eran antes de 1991.


1 Serie de seminarios ESRC sobre Políticas sociales, estabilidad y exclusión en América Latina. Seminario sobre «Género, etnicidad e identidad» 27 de febrero, 2004, ILAS, Londres.

2 PhD. Profesor del Departamento de Antropología.

3 Profesor del Departamento de Antropología.

4 Flórez, Medina y Urrea (2001) enumeran países que incluyen población negra en sus censos (generalmente por autoclasificación), pero sus mismos datos se contradicen. En la tabla 13a, enumeran a Argentina (esperada para 2001), Colombia (1993), Costa Rica (2000), Ecuador (2000), Guatemala (población Garífuna, 1994), Honduras (2001) y Venezuela (1991). Las fechas indican cuándo se inició esta recopilación de datos, aunque en algunos casos se recogieron datos raciales y étnicos antes de 1950. En la tabla 15, sólo Colombia y Ecuador se incluyen en la lista de países que cuentan la población negra. Brasil, que ha tenido una pregunta racial en su censo durante décadas, no aparece en ninguna tabla (aunque está en la tabla 13b), aunque no he podido confirmar que Venezuela haya contado su población afrovenezolana: no parece haber ninguna cifra disponible. Varios países incluyen alguna pregunta de clasificación racial o étnica en sus encuestas nacionales de hogares.

5 El BID realizó una serie de informes de país sobre los afrolatinos entre 1995 y 1996 (Sánchez, 1996) y en el 2001 posiblemente produjo un CD-ROM con docenas de publicaciones relacionadas con la raza, la etnicidad y la exclusión social (una lista de contenidos puede descargarse del sitio de la entidad en internet). El Banco Mundial organizó en junio del 2000 y del 2001 dos consultas entre entidades sobre los afrolatinos, las cuales incluyeron al BID y el comité asesor (o think-tank) Diálogo Interamericano y la Fundación Interamericana. De estas iniciativas surgieron diversos proyectos de financiación –para países como Ecuador, Colombia, Brasil, Honduras y Perú–, aunque por lo general es difícil decir si van dirigidas a las comunidades indígenas o afrolatinas o a ambas. Véase también el informe de la ONU sobre los afrodescendientes (Santos Roland, 2002).

6 Los garifuna (conocidos también como Garinagu y Caribes negros) son los descendientes de un proceso de mezcla entre africanos y poblaciones de indios caribes exiliados en el siglo XVIII de Saint Vincent, colonia británica en la parte oriental del Caribe, a las islas fuera de la costa de Honduras, desde donde se expandieron a lo largo de las costas de Honduras, Guatemala, Belice y Nicaragua.

7 El periódico ecuatoriano El Comercio (25/1/04) reporta la formación de «la Comarca Norte de Esmeraldas» en la región costera del Pacífico norte del Ecuador, habitada en su mayoría por negros. Esta comarca se formó de diez palenques (término original para las comunidades de esclavos fugados, pero usada de manera más amplia para las comunidades de hoy en día que descienden de ellos, y en ocasiones adoptado por los movimientos negros en Colombia y Ecuador para referirse a las comunidades negras enroladas en las luchas por la tierra) y aunque se mantienen algunos títulos de tierras para algunas áreas en la comarca, los habitantes están luchando por la titulación colectiva de la tierra para poner freno a la creciente transferencia de tierras a las manos de los empresarios (http://www.elcomercio.com).

8 Véase, por ejemplo, «Comunidades negras tradicionais: afirmação de direitos», suplemento especial del periódico Tempo e Presença, no. 298, Marzo/abril de 1998 (véase también Silberling, 2003; Arruti, 1997).

9 Para debates sobre la acción afirmativa, véase la prensa brasileña en el 2003 (véase también Fry, 2000; Guimarães, 1997).

10 Véase Notícias Agrárias, 24-30 Noviembre de 2003, Nº 212 (http://www.nead.org.br/boletim/). Arruti sostiene que los quilombos son un fenómeno emergente, creado en parte por la legislación (el Artículo 68) que al parecer sólo los reconoció (Arruti, 1998).

11 «Brazil takes affirmative action in HE», Rodrigo Davies, EducationGuardian.co.uk, 4 de agosto, 2003.

12 «Primera facultad para negros abre sus puertas en Brasil», informe de Reuters, 19 de abril, 2003; acceso a través de http://www.terra.com.

13 El Decreto 1627 (10/9/96) creó mecanismos para aplicar exenciones de matrículas en la universidad a estudiantes de comunidades afrocolombianas. El Ministerio del Interior firmó acuerdos con varias universidades, que dieron 400 cupos exentos de matrícula a estos estudiantes entre 1997 y el 2001. La entidad que ayuda a los estudiantes colombianos a estudiar en el exterior prestó su ayuda a 2.550 estudiantes afrocolombianos entre 1996 y el 2000 (Departamento Nacional de Planeación 2002: 6). En junio de 1998, el Ministerior de Education sancionó el Decreto 1122, que ordenaba que todos los establecimientos educativos incluyeran «estudios afrocolombianos» como tema de sus programas académicos, un edicto que supuestamente se está siguiendo en Bogotá, por lo menos (Departamento Nacional de Planeación 2002: 6). Como ejemplo solamente, la Universidad de Caldas aprobó una resolución en abril del 2003, que otorgaba exenciones de matrículas a los estudiantes de comunidades negras (e indígenas). Dicho estatus sería certificado por la autoridad indígena de la comunidad o la organización de la comunidad negra en cuestión, y el Ministerio del Interior certificaría la comunidad en cuestión como una comunidad negra o indígena reconocida (Acuerdo 07, 8 de abril del 2003, Consejo Superior, Universidad de Caldas; disponible en el sitio en internet de la universidad).

14Véase Corte Constitucional, fallo T-422/96, 10 de septiembre, 1996.

15 Sánchez y Bryan (2003:16) especulan que el «movimiento por parte de algunos gobiernos nacionales por el reconocimiento de las necesidades de los afrodescendientes pudo haber estado motivado más por la necesidad de cumplir con los criterios de financiación de los organismos internacionales que por cualquiermovimiento importante a nivel nacional».

16 Una importante organización negra surgida después de 1991, Proceso de Comunidades Negras (PCN), con sede en la región del Pacífico, sostenía que «presentar la situación de las comunidades afrocolombianas en términos de discriminación racial tiene poca audiencia»; en lugar de ello, el derecho a la diferencia es más efectivo (Pedrosa, 1996: 251).

17 Gordon (1998: 262-3) observa que algunos Creoles reclaman tener ancestros Miskito, en el contexto del «etnomapeo» de los territorios indígenas y la asignación de títulos sobre tierras.

18 Reportado en el Update de la Comisión de Derechos Humanos para Guatemala, 15(8), abril 15, 2003; consultado mediante el sitio web de la Fundación para los Derechos Humanos en Guatemala (http://www.fhrg.org).

 


 

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