ENTRE LA GEOGRAFÍA Y LAS RELACIONES INTERNACIONALES
(Between Geography and IR)
JOHN AGNEW1
University of California, Los Angeles, UCLA (Estados Unidos)2 jagnew@geog.ucla.edu
Artículo de reflexión Recibido: 04 de agosto de 2006 Aceptado: 27 de septiembre de 2006
(Traducción del manuscrito en inglés de María Luisa Valencia)
Resumen
En los últimos diez años, en las relaciones internacionales y la geografía política, los roles del territorio y las fronteras se han visto sometidos a un mayor escrutinio al estudiar la génesis de los conflictos. En este artículo, quiero centrarme en tres tendencias intelectuales que muestran un acercamiento entre los académicos en ambos campos sobre el «camino que debe seguirse» más allá de varias posiciones previas más estereotipadas relativas a la persistente relevancia del territorio y las fronteras en la política mundial. Uno de ellos es una mayor resistencia a un simple estadocentrismo y la articulación de alternativas a tal perspectiva. Otro es un énfasis en la persistencia o resurgimiento de ciertas ideas geográficas preconcebidas que entran en juego en la política mundial, aun cuando han caído en desuso ejemplos históricos particulares de éstas asociados, por ejemplo, con configuraciones geopolíticas específicas (como las de la Guerra Fría). Finalmente, hay una tendencia importante y es la reorientación de la discusión sobre la espacialidad de la política mundial desde el uno o el otro del territorio contra las redes y flujos, hacia la apreciación del efecto que estos elementos ejercen entre sí.
Palabras clave: Territorio, imaginación geográfica, estadocentrismo, espacialidad.
Abstract
The roles of territory and borders in the genesis of conflicts have come under increased scrutiny in international relations and political geography over the past ten years. In this paper I want to focus on three intellectual trends that indicate a rapprochement between scholars in both fields over the "way forward" beyond a number of the previously more stereotyped positions concerning the persisting relevance of territory and borders to world politics. One of these is an increased resistance to and articulation of alternatives to a simple state-centrism. A second is an emphasis on the persistence/revival of geographical imaginations at work in world politics even as particular historic examples of these associated, for example, with specific geopolitical configurations (such as those of the Cold War) are in abeyance. Finally, an important trend is a reorienting of the discussion about the spatiality of world politics away from the either/or of territory versus networks and flows to an appreciation of their mutual effects.
Key words: Territory, geographical imagination, state-centrism, spatiality.
En los últimos diez años, ha aumentado el escrutinio de los roles del territorio en general y las fronteras en particular a la hora de analizar el origen de los conflictos en las áreas de las Relaciones Internacionales (RRII) y la geografía política. Parte de esto parece ser reacción a los impactos de los escritos sobre la globalización, que han tendido a ver un mundo emergente en el que el territorio es menos importante en el conflicto, y otra parte parece ser el auge de ideas como la de la «paz democrática» en la que los estados democráticos están menos interesados que otras formas de estados en la conquista de territorios y cada vez más buscan la cooperación en lugar del conflicto entre ellos. Para los geógrafos, la cuestión de los territorios y las fronteras difícilmente es un descubrimiento reciente. Pero es justo decir que sólo recientemente han comenzado a avivar su interés en lo que otros tienen por decir sobre estos asuntos. Se ha observado evidencia de al menos cierto aprendizaje mutuo.
Quiero centrarme en tres tendencias que, aunque quizá no sean tan inmediatamente relevantes para algunos de estos debates, pueden indicar sin embargo una continua aproximación entre algunos estudiosos en las áreas de las RRII y de la geografía sobre «el camino que debe seguirse» más allá de varias de las posiciones más estereotipadas en relación con la pertinaz relevancia del territorio y las fronteras en la política mundial. Una de ellas es la mayor resistencia a un simple estadocentrismo y la articulación de alternativas a aquél, aun cuando se asiste a lo que parece ser su resurgimiento tanto entre los constructivistas de las RRII como entre los realistas. Los ejemplos que presento los he tomado de mis escritos recientes sobre territorio y regímenes de soberanía. Otra tendencia es cierto énfasis en la persistencia de la imaginación geográfica que interviene en la política mundial aun cuando estén cayendo en desuso ejemplos históricos particulares de aquélla, asociados por ejemplo con configuraciones geopolíticas específicas (como las de la Guerra Fría). Acudo al ejemplo del surgimiento de la religión como base de imaginaciones geográficas nuevas o revividas en la política mundial. Finalmente, una tendencia importante, que hace coincidir a algunos geógrafos y teóricos de las RRII, es la reorientación de la discusión sobre la espacialidad de la política mundial, distanciándose del uno o el otro del territorio versus las redes y flujos, hacia una apreciación de su influencia recíproca. Este trabajo tiene influencia de una relectura de Foucault para hacer énfasis en el funcionamiento contemporáneo del poder soberano y el poder difuso. Para desarrollar este punto, me basé en un artículo que escribí en coautoría con Mathew Coleman.
I. Soberanía y territorio
La concepción de soberanía que ha predominado en la teoría política moderna se basa en la idea de la autoridad política exclusiva ejercida por un estado sobre un territorio determinado. Esta idea refleja el concepto de soberanía que surgió de Westfalia y se desarrolló posteriormente junto con la Ilustración y los ideales románticos de la autoridad popular y el patriotismo. Muchos gobiernos continúan actuando como si el concepto describiera realmente el mundo contemporáneo. Pero esta concepción estándar es una guía insuficiente para el análisis político. Es una «verdad» que siempre ha ocultado más de lo que ha revelado. En un mundo que tiende a la globalización, esta confusión es especialmente problemática. No podemos aplicar con pleno sentido la concepción ortodoxa de soberanía al ejercicio condicional de los poderes relativos, limitados y parciales que ahora ejercen las comunidades y actores locales, regionales, nacionales, internacionales y no territoriales.
En un artículo del 2005, he propuesto una alternativa a la perspectiva ortodoxa sobre la soberanía que surge de críticas recientes de la comprensión de la autoridad política en la ortodoxia, a la cual he añadido una crítica de su comprensión de la espacialidad como territorialidad absoluta (Agnew, 2005a). Este modelo alternativo se funda en la idea de los «regímenes de soberanía» o combinaciones de grados de autoridad de un estado central y una territorialidad abierta o consolidada. Pero la redistribución de la base territorial de la soberanía y el reto a la autoridad central mediante la desterritorialización en el plano del estado a escalas local y supranacional de poder infraestructural y despótico son desiguales en el mundo. No se observa la tendencia que algunos han llamado «migración de la autoridad» (Kahler y Lake, 2003). Y, como señalé anteriormente, tales tendencias no equivalen invariablemente a la erosión sin más de la soberanía territorial estatal. Lo que se necesita, por consiguiente, es una tipología de las principales formas en las que se ejerce actualmente la soberanía para tener en cuenta: (1) su construcción social; (2) su asociación con la subordinación jerárquica, y (3) su despliegue en formas territoriales y no territoriales. Las dos dimensiones básicas de la tipología están definidas por la fuerza relativa de la autoridad del estado central (un poder estatal despótico) en un eje y su consolidación relativa en la territorialidad estatal (poder estatal infraestructural) en el otro. Lo primero implica un juicio sobre hasta qué punto un estado ha adquirido y mantiene un aparato de dominio efectivo y legítimo. Lo segundo se refiere al grado en el cual la provisión de bienes públicos y el funcionamiento de los mercados están muy regulados por el estado y limitados territorialmente. Consideradas como construcciones sociales, estas dimensiones definen tanto el alcance de la autonomía del estado como el grado de territorialidad de su práctica. Con el cruce de categorías continuas más que discretas, las dos dimensiones definen cuatro casos extremos que pueden identificarse como tipos ideales para propósitos de la discusión teórica y el análisis empírico. Tienen un carácter relacional, relacionado con la forma como se ejerce de manera efectiva la soberanía en el tiempo y el espacio, en vez de categorías territoriales discretas en las que pueden encajarse de manera ordenada los estados existentes. Me refiero a estos cuatro tipos ideales como regímenes de soberanía, sistemas de soberanía efectiva, reconociendo que cualquier caso que ocurra en el mundo real no tiene que ajustarse exactamente a un régimen particular.
De los cuatro casos ejemplares, el ejemplo clásico es uno de los más cercanos a la historia que suele contarse sobre la soberanía del estado, aunque aun aquí puede haber complicaciones (por ejemplo, en Hong Kong y Taiwán por China). Es un sentido de poder despótico e infraestructural que aún se ejerce con bastante frecuencia dentro de un territorio estatal encerrado entre fronteras (aun cuando dependa cada vez más de la inversión extranjera directa y los mercados exteriores para sus exportaciones) y un elevado grado de autoridad estatal política central efectiva. La China contemporánea es un buen precedente sobre cuánto tiempo puede soportar la soberanía absoluta las presiones de la divisibilidad y la necesidad de establecer una legitimidad democrática de estado cuando se abre cada vez más al resto del mundo. El segundo caso se parece mucho a una historia que hace énfasis en la jerarquía existente en la política mundial, pero con un alcance que se conecta en el espacio en vez de hacerlo en el control territorial directo. Este régimen imperialista es en todos los aspectos el opuesto del caso clásico. No sólo está cuestionada gravemente la autoridad estatal por la dependencia y la manipulación externas y por la corrupción y la mala administración crónicas, sino que también la territorialidad del estado está sujeta a amenazas separatistas, insurgencias locales y una deficiente integración por la infraestructura. El poder infraestructural es débil o inexistente, y el poder despótico a menudo se encuentra de hecho en manos externas (incluyendo instituciones internacionales, como el Banco Mundial, así como estados distantes, pero más poderosos). Es imperialista; aun cuando también depende de la aceptación y la cooperación de las elites locales, ya que la práctica de la soberanía está inevitablemente ligada al estado de dependencia político-económica que soportan muchos estados en regiones como el Medio Oriente, el África subsahariana y América Latina, en los cuales es prevaleciente.
Los otros dos casos son menos familiares en relación con las perspectivas crítica y convencional sobre la soberanía del estado. El tercer régimen es el integrativo, representado por la Unión Europea. En este caso, la soberanía presenta complejidades relacionadas con la coexistencia entre diferentes planos o instancias de gobierno y las áreas funcionales diferenciadas que están representadas de manera distinta en los varios planos, desde el grueso de la Unión Europea hasta el estado-nación y la región subnacional. Pero el carácter territorial de parte de su poder infraestructural es difícil de negar (considérese la Política Agrícola Común, por ejemplo), aun cuando la autoridad estatal central de toda la Unión y los estados miembros sea más débil que cuando cada estado era un ente independiente. Es muy evidente que muchos de los estados del sistema westfaliano se han unido para crear una entidad mayor y, hasta ahora, políticamente inclasificable que desafía la soberanía estatal existente en formas funcionalmente complejas y a menudo no territoriales.
Finalmente, el cuarto régimen es el globalista (Agnew, 2005). El mejor ejemplo que tenemos en la actualidad es la soberanía de hecho que ejercen los Estados Unidos dentro de sus fronteras nacionales nominales y más allá de ellas y por medio de entidades internacionales en las cuales son particularmente influyentes (como el FMI). Lo cierto es que Gran Bretaña adoptó en el siglo XIX una versión de dicho régimen. Pero en ambos casos, se han hecho intentos de enganchar otros estados a su régimen, por cooptación y aceptación o por coerción. Sin duda, puede considerarse la globalización como el proceso (junto con los cambios tecnológicos y económicos necesarios) de reclutamiento de los estados en el régimen de soberanía globalista. Desde este punto de vista, el estado globalista se funda en la hegemonía, en el sentido de una mezcla de coerción y consentimiento activo, para ejercer presión sobre otros según sus objetivos. La revolución en las tecnologías de la información y las telecomunicaciones se ha aliado al término del sistema monetario de Bretton Woods a comienzos de los 70 para reducir los costos de transacción en los centros financieros e incitar la desregulación de los estados financieros hasta el punto de que diversos centros financieros globales (en Nueva York, Londres y Tokio, en particular) se han ido convirtiendo en el centro colectivo del régimen globalista. Aunque la autoridad estatal central estadounidense se mantiene relativamente fuerte (a pesar de los problemas del constitucionalismo republicano para afrontar su rol global), su papel central en la política mundial lo atrapa entre dos impulsos políticos en conflicto: una que lo presiona a un imperio disperso (como en Irak) y otra que lo impulsa a mantener los Estados Unidos como una economía abierta. La base de su hegemonía es la acogida de los inmigrantes y la inversión y los productos extranjeros y el fomento de estas tendencias por doquier, pero al mismo tiempo la sujeción cada vez mayor a la sobreextensión fiscal en cuanto trata de intervenir globalmente y además atiende las demandas de su población en prestaciones de pensiones y atención en salud. Los estados diferentes del hegemónico que ingresan al régimen globalista no tienen muchas probabilidades de experimentar la tensión, pues pueden limitar sus gastos militares y así beneficiarse del régimen globalista en tanto conserven un grado de autoridad del estado central relativamente alta. En otras palabras, las fronteras abiertas pueden ser de beneficio en tanto los estados conserven la capacidad de cerrarlas. De otro modo, siempre existirá el peligro de que el régimen globalista se convierta en imperialista para estados diferentes al dominante.
He ilustrado de manera empírica la eficacia de esta perspectiva para desenredar los impactos de la globalización en la territorialidad estatal examinando diversas formas en las que la soberanía monetaria, quizá la de un simbolismo más evidente al igual que una importante manifestación material de la soberanía del estado, funciona de manera efectiva. He identificado cuatro procesos monetarios distintivos bajo las actuales condiciones globales político-económicas: territoriales, transnacionales, compartidos y sustitutos, que pueden rastrearse en los cuatro tipos de regímenes de soberanía, respectivamente, clásico, globalista, integrativo e imperialista. Esta tipología tiene la virtud de diferenciar diferentes formas en las que la globalización se cruza con la territorialidad estatal para producir modos muy diferentes de soberanía existente en la realidad o de hecho en el mundo actual. No vivimos en un mundo particularmente imperialista, globalista, integrador o westfaliano. La tipología ofrece además una forma de medir las diferencias del significado de soberanía en el tiempo y el espacio y por ende de movernos más allá del debate estéril sobre si se está socavando alguna especie de «soberanía estatal» universal. Cuando dejan de funcionar los presupuestos sobre la naturaleza fija y universal de la territorialidad para asignar un lugar a la soberanía, comenzamos a ver, para bien o para mal, que existe una autoridad política más allá de la construcción soberana del espacio territorial.
II. Imaginaciones geopolíticas tras la Guerra Fría: religión y geopolítica
La religión y la geopolítica siempre han estado ligadas de una u otra forma3. Gran parte del nacionalismo y el imperialismo han hallado un propósito y una justificación en las diferencias religiosas y el proselitismo. Cuando se fundaron los modernos estados-nación europeos en los siglos XVI y XVII, el fanatismo religioso era a la vez causa y consecuencia de la concentración del poder del estado y de las rivalidades entre las naciones. En Inglaterra, las tensiones que caracterizaron el reinado de la protestante Isabel I culminaron en el melodramático intento de los activistas católicos (con vínculos españoles y franceses) —cuyo principal artífice fue Guy Fawkes— de hacer volar al sucesor a la corona, Jaime I, y a las cámaras congregadas de los lores y los comunes en el Palacio de Westminster en Londres. Ésta fue la Conspiración de la Pólvora de 1605, que aún se conmemora cada 5 de noviembre, aunque la mayoría de las personas probablemente tienen poca idea del acontecimiento original o entienden el abierto matiz anticatólico de su celebración. El imperialismo ruso, español, francés, holandés, británico y estadounidense ha hallado siempre cierta lógica en la conversión de nativos o en el uso de las diferencias religiosas para explicar porqué debe subyugarse a otros.
Hoy en día, la avanzada del cristianismo fundamentalista (Cutting Edge) en los Estados Unidos no es el Evangelio Social de Jesús, y da prioridad a las parábolas o máximas de éste como guía para la vida cotidiana y las relaciones con los demás. Más bien se organiza en torno a una visión de la segunda venida, dramatizada en la gran venta de la serie de novelas Left Behind. Hasta la fecha se han vendido más de 50 millones de ejemplares de esta serie. En la primera novela, titulada Left Behind (Dejados atrás) al igual que la serie, millones de cristianos renacidos de todo el mundo son llevados sorpresivamente al cielo durante el Rapto, mientras el resto de la humanidad «queda atrás». En el periodo subsiguiente, según esta historia premilenaria, estalla una guerra entre los seguidores de un anticristo, cuyas adulaciones son resistidas sólo por la llegada justo a tiempo del Comando Tribulación conformado por creyentes tardíos. Al final, el Día del Juicio Final, Cristo arroja a todos los no creyentes (en especial a los creyentes en otras religiones) al fuego perpetuo del infierno. Esta lectura apocalíptica de la biblia cristiana, basada en una sustancial prioridad del Cristo de la Revelación sobre el Jesús de Lucas, ha sido durante mucho tiempo característica del milenarismo cristiano que periódicamente ha resurgido en épocas de cambio radical en las sociedades europea y estadounidense.
Entre el caos apocalíptico de los libros de Left Behind, se encuentra una agenda geopolítica no muy oculta, que refleja la tendencia a largo plazo del milenarismo de adoptar una expresión geopolítica en términos de donde el mal acecha y donde las fuerzas de la rectitud finalmente entrarán en conflicto con el anticristo y sus servidores. No sorprende que la ONU (aunque haya sido en gran parte una creación estadounidense) se considere el vehículo del poder del anticristo. Todas las agencias internacionales y las monedas supranacionales son obra del demonio. Cuando los reyes de la tierra «dan su poder y su fuerza a la bestia» (Libro de las revelaciones 17:13), la prostituta de Babilonia se sienta sobre «siete montañas» (Libro de las revelaciones 17:9). Roma tiene siete colinas, y el Tratado de Roma fue el documento fundador de la Unión Europea. Por ese hecho, la Unión Europea es obra del demonio. Incluso el calentamiento global puede servir un propósito divino al acelerar el deshielo de los cascos polares que, en esta versión, jugarán un papel importante en la Tribulación. Entre paréntesis digamos que lo que en últimas es divino o satánico en todo esto es cuestión de interpretación. Para terminar, el momento decisivo, el Armagedón, ocurrirá, como era de esperarse dada la autoría de la biblia, en Israel, cuando los judíos hayan establecido un estado para sí mismos. Esto es necesario antes de que Cristo pueda retornar en todo su esplendor. Ahora, puede ser reforzado conectar lugares y eventos tan disparatados en un relato actual tomado de una historia de dos mil años de antigüedad escrita poco después de la caídad de Jerusalén frente al ejército romano en el año 70 d.C., pero puede verse adónde se dirigen los autores con ello. Están ofreciendo nada menos que una geopolítica basada en la biblia para la política estadounidense sobre un vasto rango de aspectos, desde tomar una posición en el conflicto entre Israel y Palestina y no hacer nada para remediar el calentamiento global hasta el significado obviamente diabólico de los ataques terrorisas del 11 de septiembre del 20014. Y más aún: no albergan dudas. Ésta es para los tibios y los no creyentes5.
No todos los tipos de geopolítica religiosa se basan en tal exégesis textual. En muchos casos, simplemente hay un reclamo de un territorio basado en una justificación religiosa o concesión divina. Es el caso del deseo de al-Qaeda de restablecer por medios violentos una umma (comunidad de creyentes) islámica separada de la polución social de los infieles. Esto se prefiguraba de alguna manera en la designación de «el gran Satán» que el Ayatollah Khomeini de Irán impuso a los Estados Estados en la época del derrocamiento del Shah en 1979. Distintos grupos que se adjudican credenciales islámicas, como la sanguinaria milicia de los janjawiid en Darfur, Sudán, se adhieren a credos prestados, incluyendo la noción de que sólo los descendientes en línea directa del profeta Mahoma y su tribu Qoreish tienen derecho a gobernar las tierras musulmanas. Al final, sin embargo, como lo plantea el jurista Khaled Abou El-Fadl: «Las ciudades sagradas de la Meca, Medina y Jerusalén se encuentran en el centro mismo de los reclamos territoriales. Sin embargo, más allá de los lugares sagrados, me parece que cualquier otro límite territorial tiene una importancia secundaria para el imperativo moral universal de la Shari'ah [ley Islámica]» (El-Fadl, 2003:226). El problema es que en la ley islámica clásica, no se esperaba que los musulmanes vivieran permanentemente entre no musulmanes. En realidad, se esperaba que emigraran a las dar-al-islam (o tierras islámicas). En consecuencia, la cohabitación con no musulmanes en el mismo territorio se convierte en un dilema importante en tales términos. En el caso del judaísmo, existe también cierta disputa sobre la vital importancia de la tierra para la identidad y la práctica religiosa de los judíos, que tiene obvias implicaciones para el Sionismo y la posibilidad de intercambiar «tierra por paz» en el conflicto con los Palestinos. Si, por ejemplo, la tierra sagrada de Israel es esencial para el judaísmo por Menachem Lorberbaum («La tierra prometida originalmente a Abraham [por Dios]», para Daniel Statman la tierra de Israel no es sagrada en sí misma; en realidad, «Según el texto bíblico, la buena tierra como la encontraron los israelitas es más un obstáculo para una vida de santidad [debido a su riqueza] que una inspiración» (Lorberbaum, 2003:23; Statman, 2003:42)6.
En otros casos también, como en el hinduismo y el confucionismo, en los que no hay un texto como la Biblia, la Torá o el Corán, de los cuales extraer inspiración geopolítica, puede haber sin embargo implicaciones decididamente geopolíticas para el pensamiento religioso, ampliamente interpretado. La creación mental de un «hinduismo» distintivo, por ejemplo, se ha convertido en un elemento importante del nacionalismo hindú en la India, representado por una serie de movimientos afiliados, de los cuales no es el menor el partido político BJP. En competencia con el hasta ahora dominante estado secular indio, este nacionalismo proclama una Gran India definida en referencia explícita a la enseñanza hindú según la cual la India es un «antiguo país, cuyos límites naturales van de el Indo hasta el Mar Oriental y de los Himalayas (incluyendo a Cachemira, por supuesto) hasta Kanyakumari» (Corbridge, 2002:157). En contrapartida, el confucionismo, en sus manifestaciones clásica y postcolonial, exhibe poca de dicha especificidad territorial. Elevado desde el umbral confuciano, el emperador chino (o China misma) «presidía como Padre Celestial con todos los Otros como sus hijos filiales o hermanos menores» (Ling, 2003:88). Presumiendo que todos los otros pudieran ser convencidos de adoptar el orden mundial confuciano, «No se reconocía ningún afuera absoluto, sólo grados relativos de proximidad a un centro» (Hevia, citado en Ling, 2003:88). Así, en esta interpretación del confucionismo, se valora la unidad sobre todo lo demás. En un mundo ideal, el «poder moral» de un gobernante sabio «eventualmente atraería a quienes habitan tierras lejanas, lo que traería paz a todo el mundo y es de esperar que haría innecesarios los límites territoriales entre estados» (Bell, 2003:59). Que este cálculo hegemónico tenga mucho o poco que ver con la geopolítica china actual o la de Asia oriental de manera más general es una pregunta abierta.
III. Poder difuso y soberano en la política mundial
Un libro que confronta abiertamente la relevancia actual del territorio en la política mundial, Empire (2000), Hardt y Negri, ofrece también una sospechosa explicación de la espacialidad del poder, que borra las particularidades geográficas de la práctica geopolítica (Hardt y Negri, 2000). Su discusión del poder es la de un calendario espacializado de modos de gobierno sucesivos en los que hay una absoluta transición de la modernidad a la postmodernidad. En un artículo escrito en coautoría con Mathew Coleman, la crítica básica es que el calendario espacialidad del poder de Hardt y Negri nos deja con una explicación improductivamente polarizada de cómo podría funcionar espacialmente el poder (Coleman y Agnew, 2006). En términos de Empire, el poder funciona o bien de acuerdo a un modelo (ahora extinto) de poder soberano y sus fronteras estrictas entre sí mismo y el otro, el adentro y el afuera, o funciona siguiendo una lógica postmoderna antitética que elimina los límites entre el sí mismo y el otro, el adentro y el afuera. Esta inadecuada ilustración del tipo uno u otro para el poder político —como centrada en los estados o descentralizada en redes— impide llegar a una apreciación mucho más compleja de la reterritorialización o redimensionamiento del poder estatal en la modernidad tardía, un tópico retomado recientemente por los geógrafos políticos.
El calendario espacial del poder desarrollado por Hardt y Negri se basa en una interpretación selectiva —y creemos que profundamente errada— de la obra de Foucault sobre subjetividad y gobierno. La línea de partida es que aunque el análisis de Hardt y Negri en apariencia sigue a Foucault, en realidad perjudica su sutil comprensión de cuándo y dónde podemos esperar hallar alteraciones al modelo hobbesiano del poder de estado. De hecho, un ejemplo de quizás el grueso de la escritura sobre Foucault en lo que se refiere al aspecto del poder, Hardt y Negri emplean las perspectivas de Foucault sobre los modos de gobierno soberano-jurídico, disciplinario y biopolítico para estudiar cómo uno supera y reemplaza al otro en una sucesión temporal de modos de gobierno. Podría decirse que esta periodización del poder debe más a pensadores como Carl Schmitt, para quien el siglo XX está marcado por una transición decisión del gobierno (estatal) soberano al legal (global), que a Foucault, para quien tales transiciones de época serían fundamentalmente a-genealógicas. En tal sentido, Coleman y yo sugerimos que Foucault se interpreta mejor no como historiador de grandes épocas, sino más bien como filósofo, y a partir de esto, de que su interrogación filosófica del poder y la subjetividad se origina más espacial que temporalmente, o en otras palabras en la base de que las relaciones de poder se hacen manifiestas con mayor claridad en el espacio que de manera secuencial en el tiempo. El proyecto, entonces, es evaluar las hipótesis de Hardt y Negri sobre el Imperio contemporáneo y yuxtaponerlas a la genealogía del poder de Foucault, con el fin de ofrecer lo que vemos que es una explicación mucho más compleja del poder y sus espacialidades. En el nivel más amplio, la meta es examinar nuevamente con mayor detalle las afirmaciones y equivalencias teóricas regadas en Imperio con el objeto de buscar cómo podríamos reconceptualizar la geografía del gobierno (neo)imperial contemporáneo.
Para nosotros, el argumento geográfico-político crucial de Foucault en su análisis del gobierno y la subjetividad es repensar las relaciones de poder más allá del estado, o para decirlo más exactamente, más allá del estado como un aparato de intereses y estrategias desde ya y siempre centralizado que, en el mejor de los casos, tiene que ver sólo tangencialmente con los individuos y sus vidas cotidianas. Por ejemplo, un blanco recurrente en la obra de Foucault es el modelo de gobierno articulado en el Leviatán de Hobbes. Foucault califica de deficiente este modelo, en tanto amalgama temas en una masa contractual y luego los olvida en esencia, o al menos asume su anuencia, estimabilidad u obediencia en tanto cuerpo colectivo, unificado del estado. Para Foucault, si la política es una especie de guerra clausewitziana inscrita en «instituciones sociales, en desigualdades económicas, en el lenguaje, en los mismos cuerpos de todos y cada uno de nosotros», la cuestión del orden y la estabilidad políticos necesariamente exceden una relación territorial estática entre sujetos soberanos (concebidos como un ente singular, coherente) y su soberano. Como lo argumenta Foucault:
No creo que debamos considerar el estado moderno como una entidad que fue desarrollada por encima de los individuos, ignorando lo que son y su misma existencia, sino al contrario, como una estructura muy sofisticada a la que pueden integrarse los individuos (Foucault, 1982:334).
Los olvidados en las teorías canonizadas sobre el estado se convierten, para Foucault, en sujetos por medio de quienes —en lugar de sobre quienes— se ejerce el poder:
Debemos tratar de captar la sujeción en su instancia material como una constitución de sujetos. Ello sería el opuesto exacto del proyecto de Hobbes en el Leviatán ... Piensen en el esquema de Leviatán: en la medida en que es un hombre fabricado, Leviatán no es otro que la amalgama de cierto número de individualidades separadas que se encuentran reunidas por el complejo de elementos que van a conformar el Estado; pero en el corazón del Estado, o mejor dicho, en su cabeza, existe algo que lo constituye como tal, y ello es su soberanía, la cual dice Hobbes que es precisamente el espíritu de Leviatán. Bien, en lugar de lamentarnos por el problema del espíritu central, creo que debemos intentar estudiar las miríadas de cuerpos que están constituidos como sujetos periféricos como resultado de los efectos del poder (Foucault, 1980:98).
De aquí viene la citada afirmación de Foucault de que «debemos evitar el modelo del Leviatán en el estudio del poder» (1980:98). Sin embargo, el llamado de Foucault a «cortar la cabeza del rey» (1980:98). no es un rechazo del estado o un argumento para su disolución, como se ha afirmado a menudo. En lugar de ello, su petición es a teorizar la subjetividad en términos que van más allá del ejercicio coercitivo de la fuerza hacia abajo o la transferencia consensual de derechos hacia arriba por parte de individuos unificados los cuales han dominado las explicaciones liberal y marxista sobre el poder. Para Foucault, el problema de la subjetividad moderna requiere entender el poder de manera diferente como un campo de estructuración omnipenetrante que se filtra por debajo y por fuera del alcance autorizado al soberano pero que sin embargo se cruza con el poder soberano-jurídico. El objeto principal de Foucault, podríamos decirlo, es reintroducir el problema de la subjetividad en el del gobierno o, en otras palabras, reestablecer la relación entre el soberano y sus sujetos, como aquel que señala que el mapeo binario del poder, dividido en soberanía/obediencia, puede complicarse con explicaciones alternas de la manera como funciona el poder y como se forman los sujetos.
IV. Conclusión
He señalado tres tendencias que tienen que ver con la espacialidad de la política mundial compartida entre la geografía y las RRII. El tema central es el deseo común de evitar la lógica del uno u el otro en relación con el territorio y las fronteras que ha incomodado gran parte del debate sobre ambos en la teoría actual sobre las RRII. Aún hay mucho por hacer. Lo evidente, sin embargo, es que la trillada aseveración del «fin de la geografía», por un lado, y nada ha cambiado en el mundo, el territorio sigue siendo la base de la política mundial, por el otro, se mantienen en la necesidad de confrontación y reemplazo. Las tres tendencias que he identificado muestran algunas maneras de hacerlo.
1 Ph.D. Geography, Ohio State University.
2 Department of Geography.
3 Véase la edición especial: "Religion and Geopolitics" Geopolitics, 11, 2 (2006), de próxima aparición.
4 Véase, para tener un buen ejemplo reciente sobre el género, Evans, 2004. Nunca se explica porqué Dios debe favorecer a los estadounidenses ricos y poderosos cuando el Jesús de los Evangelios, para uno, siempre tendió a estar del lado de los pobres y oprimidos. Tal vez vez no sea coincidencia que los fundamentalistas estadounidenses se hayan impresionado tanto con las Crónicas de Narnia, de C.S. Lewis (a pesar de derivarse del literalismo bíblico), donde el personaje que representa a Jesús es Aslan, un león, en lugar de, por ejemplo, los animales más favorecidos por Jesús: el cordero o el burro. Como ha señalado Adam Gopnik (en «Prisionero de Narnia: cómo escapó C.S. Lewis». The New Yorker, 21 de noviembre (2005:92) La fuerza moral de la historia cristiana es que los leones están todos del otro lado.
5 El entrevistador Daniel Yankelovich, "Poll Positions: What Americans Really Think about U.S. Foreign Policy." Foreign Affairs, (septiembre/octubre 2005), p. 10, asegura que al menos por ahora una parte importante de la población estadounidense acepta las imágenes apocalípticas extremas: En las mentes de los protestantes evangélicos, la nación se enfrenta a una amenaza apocalíptica.
6 Tal vez el análisis más brillante sobre las consecuencias de la «prisión de las raíces» para los judíos en particular, pero también para todos en general, es Jean Daniel, The Jewish Prison: A Rebellious Meditation on the State of Judaism. Traducido del francés por Charlotte Mandell. (Nueva York: Melville House, 2005).
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