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Roberto Palacio
Universidad de los Andes1 (Colombia) palacio.roberto@gmail.com
Hace un poco más de un siglo y medio, el humanista y científico Wilhelm Von Humboldt definió la universidad como la vida espiritual de aquellas personas, que bien sea movidas por el placer interno o la comodidad externa, se unen en torno al conocimiento. Simplemente eso. Es especialmente notoria esta contención; salta a la vista la forma en que Humboldt evita caracterizar la universidad como una institución. Es más bien una forma de ser en la medida en que pertenece al ámbito del espíritu.
Aunque las reflexiones de Humboldt tienen más de 150 años, ya se destaca con fuerza el que la universidad moderna es un homúnculo de las sociedades de conocimiento, cuyo primer refugio lo ofreció el gabinete del aficionado de los siglos XVII y XVIII . Entornos íntimos como la galería del archiduque Leopoldo Guillermo, colecciones como las de Jonathan Edax, recientemente caricaturizado por el novelista Cyril Connolly, tuvieron un auge relativo en la Europa del siglo XIX. En estas sociedades de conocimiento, era común que el estudioso convocara en torno suyo a un grupo de personas que estaban dispuestas para el conocimiento. Las bibliotecas de estos aficionados del XVIII y del XIX comenzaron a revestirse con una especial belleza. Entre los volúmenes apiñados comenzaron a aparecer talismanes, máscaras rituales, jeroglíficos, códices, gigantescos insectos disecados. Algunos de estos gabinetes, a medida que crecían, se convirtieron en extensas colecciones, variadas y particulares que reflejaban con excentricidad lo que Voltaire llamaría el cultivo del jardín propio. Otros tomaron un camino inesperado; excedieron por mucho las dimensiones de una biblioteca y se constituyeron en las precarias exhibiciones de los primeros grandes museos. Otros subsistieron sólo como sociedades de conocimiento. Veo a la universidad moderna surgir allí. Como casi todo producto contemporáneo que tiene su origen en la modernidad, es una creación que excedió por mucho las potencialidades de las pequeñas tradiciones en las cuales se forjó.
Se dirá, y con razón, que la universidad como institución tiene una extensa tradición en el mundo occidental, que nace en épocas pre-medievales que podremos rastrear hasta los comienzos griegos con la Academia y el Liceo. Pero acá nos referimos a la universidad moderna, una institución que monopoliza la producción de conocimiento, su titulación y que acredita la legitimidad que el saber impartido ha de desempeñar en procesos productivos ulteriores. Es difícil pensar que Humboldt hubiera podido siquiera entrever la radical transformación de la universidad de sociedad de conocimiento a un tipo de sociedad distinta. Lo peculiar, lo substancialmente positivo de las sociedades de conocimiento era su manera intimista de concebir la producción de conocimiento: resulta trágicamente falso pensar que la producción de conocimiento puede y debe prescindir de la introspección personal y subjetiva, de los silenciosos momentos de conversación con nosotros mismos. David Hume, uno de los más grandes pensadores de la ilustración escocesa, confiesa en sus ensayos que su pensamiento no es más que una extensión de las conversaciones de gabinete. Las ideas tienen que prosperar en privado porque ellas necesitan de instantes de reflexión y maduración que son ajenas al bullicio de lo público. Esto era parte constitutiva de lo que caracterizaba a las sociedades de conocimiento y de la forma misma en que la ilustración concebía la gestación del saber. Nos cuesta trabajo ahora comprender esa peculiar instancia del pensamiento dieciochesco: la subjetividad y la individualidad son fuentes de verdad y, como bien lo comprendió un pensador de la talla de Kant, lo que hace de una idea un instrumento de uso universal es justamente esa subjetividad, precondición de la pericia pública del pensamiento.
No es extraño entonces que estas sociedades de conocimiento también comprendieran a cabalidad la enorme importancia de que el conocimiento fuera cultivado como una pauta del carácter. No había para ello una escala, una serie de prerrequisitos más que los de la experiencia misma. Si acaso suena radicalmente conservadora o anticuada esta idea, piénsese en la fuerza revolucionaria con la cual la plantea un Rousseau en su novela más célebre sobre la educación; El Emilio. En su época, ya lo políticamente correcto se había identificado con el gusto por el extremo publicismo en cuanto a la elaboración de las ideas. Rousseau tuvo que luchar contra esta tendencia y quizá con un tono más altivo que nosotros ya que vivió en una época en la cual la exterioridad del rito cristiano estaba dando paso a las voces y tribulaciones públicas de lo que habría de ser la revolución de París. En un Rousseau o en un Condorcet emergen con fuerza estos reclamos de individualidad en el ámbito del pensar. La alteración de la opinión pública, la revolución de actitudes que el pensamiento ilustrado buscó imprimir sobre el carácter humano sólo se pudo lograr por medio de un ejemplo de talante moral. Tenía que ver con la búsqueda de una forma de ser que pudiese especificar sus propias condiciones de emulación, algo que el ginebrino denominó Voluntad General y que Kant tematizó como Imperativo Categórico. Es claro que estos individuos no son comunes y en efecto Rousseau (si lo tomamos con ejemplo destacado de esta actitud) siente que su época no ha producido los grandes hombres que emergen de las páginas de Tácito, Suetonio y Plutarco, aunque la figura de Claude Anet, el amante de Mde. de Warrens, se presenta como una imagen vigorosa. De estos grandes hombres dirá que su fuerza proviene de su personalidad. En ellos, los actos y las observaciones no son distintas: actúan para aprender y observan para actuar. En la vida social, el deber del pensador es seguir estos actos y velar porque los otros los sigan, porque otros se eduquen con ellos, no desfallecer en intentar alcanzar la altura moral de un Anet, aunque sea poco factible.
La universidad que tenemos ha ensombrecido estos comienzos. El conocimiento no está cultivado desde el carácter, sino desde la credencialidad: doctorados, postdoctorados, post-post-doctorados etc...Esto, si bien ha sido un paso adelante en la constitución de la profesionalización de la enseñanza de los saberes, ha abierto todo un panorama de nuevos problemas que apenas si se conocen o se discuten. La universidad ha incorporado -y debe decirse que esto no sólo es propio de la universidad colombiana sino que es un fenómeno a nivel mundial- a personas que acreditan un saber, pero que en muchas ocasiones no lo ejercen, dominan o conocen. Como es de suponer, estos intelectuales a sueldo llevan vidas como las de cualquier otro empleado; tienen familias que sostener, cuotas que pagar, quieren ascender profesionalmente en escalafones. Dado que no dominan el haber de su oficio, (muchas veces ni siquiera dominan un área completa), no queda más camino que la especialización o hiper-especialización, un extraño vehículo de notoriedad. El círculo está marcado. Este académico entonces sólo hablará el lenguaje especializado de un sub-capítulo de un apéndice de alguna obra poco leída de un autor secundario o tendrá que embarcarse en proyectos crecientemente absurdos e inútiles. Así, y no es una exageración, hay filósofos que son especialistas en lógica modal solamente (un sub-capítulo confuso de la lógica formal clásica) y aún más, en el sistema T5 de esa lógica, una de las pequeñas ramificaciones del conjunto de ese mismo saber. Sobre esto escriben tesis, de esto viven. Si acaso suena como una elipsis o como una enfermedad endémica de filósofos excéntricos, baste considerar las distinciones académicas que hace unos pocos años concedió la Universidad Nacional: con una de ellas se premió a un veterinario que hizo parir a una mula, otra condecoró a un grupo de químicos que sintetizaron un perfume de curuba. La Universidad de los Andes, una de las universidades privadas más prestigiosas del país, invirtió más de 1.400 millones de pesos para averiguar si en Colombia había pobreza absoluta. No es de extrañar que la pregunta del filósofo norteamericano W.V.O. Quine resultara inevitable: ¿Ha perdido el saber académico contacto con el gran público? Y ha de decirse entonces que la obviedad que circunscribe la pregunta es igual o mayor a la de la pobreza absoluta en Colombia. Sin duda, la universidad ha perdido contacto con ese gran mundo de lectores del que hablaba Kant.
A medida que otras comunidades intelectuales desaparecen y ante el eminente predominio en cobertura, convocatoria y titulación que ofrece la universidad, lo que se espera de ella va in crescendo. Sin embargo, como tendencia constatable, ella se ha aislado cada vez más, recelosa de exponerse a una sociedad necesitada de ideas. Quizá el prestigio interno sólo se mantiene oscureciendo el hecho de que ella funciona como cualquier negocio, que el académico universitario no se destaca radicalmente de cualquier otro empleado. El manejo y producción de ideas -ideas que se necesitan en Colombia con igual o mayor premura que comida sobre la mesa- está siendo asumida por sectores que no tienen la solvencia intelectual ni moral para habérselas con el pensar sistemático y responsable; el periodista, el publicista, el hombre de negocios y el pastor de iglesia son figuras a las que no dudamos en aplicarles los rótulos de «moralidad», «creatividad», «objetividad». Pero no tienen con que cubrir sus cheques ideológicos ya que estos están firmados sin fondos. La responsabilidad intelectual llega más allá de explotar la novedad sonora de una idea en el momento de su enunciación, algo que todos hemos aprendido dolorosamente de la clase política.
El profesor como empleado en una institución tal es una verdadera figura escindida, un verdadero Jano. Por un lado, tiene la función de ejercer una labor crítica; el mismo management class universitario sabe que la crítica es un mal necesario que de alguna extraña manera cumple una función primordial dentro del proceso de aprendizaje. Pero al mismo tiempo, cuando la ejerce y la cumple, se vuelve un elemento difícilmente contenible y controlable por la institución. Kant, y perdóneseme que lo mencione tanto pero simplemente es tan pertinente en esta discusión, ya lo había preconizado en los albores de la Ilustración cuando nos recuerda que la libertad de crítica es la más inocente entre todas las libertades. En un ambiente de libertad, no hay nada que temer por la seguridad pública, alegaba, siendo este un gran motivo de preocupación en los estados de sujeción y control. Esto es la clara consecuencia de que se le otorgue más poder al management class, en un negocio que conoce menos que el mismo profesor universitario. En la universidad colombiana vemos cada vez más lo que Chomsky ha denominado el management class (refiriéndose claramente a los cuadros burocráticos y administrativos), compitiendo con los académicos por el predominio de la universidad, un predominio que se debate en torno a nuevos recursos que crecen día a día. Para ninguno de los que leemos la prensa de los domingos, es un misterio encontrar pliegos completos con publicidad de postgrados que van desde especializaciones para los que cantan la liturgia en la iglesia del barrio hasta maestrías que enseñan cómo servir comidas en los aviones. La idea de la educación como un negocio, sin embargo, tiene un costo inusitadamente alto si se lleva hasta los límites en los cuales se está ejerciendo actualmente: la definición del estudiante como un cliente y el profesor como un servidor simplemente configura un molde demasiado estrecho para entender el intrincado proceso por medio del cual una persona llega a trasformarse intelectual y personalmente por medio del conocimiento -algo que las sociedades de conocimiento comprendían muy bien. Este modelo de relaciones humanas es útil y necesario en otros ámbitos de la vida, a saber, el comercial, empresarial etc...Pero como modelo pedagógico simplemente es demasiado estrecho. No es este un vicio propio sólo de la educación; el modelo comercial-empresarial constituye una forma de relación que ha permeado los ámbitos más íntimos de la vida. La amistad es un buen ejemplo. ¿Cuántos de nosotros no nos hemos encontrado preguntándonos qué ganamos con la amistad de tal o cual persona? ¿Quién no ha valorado los eventos de su vida bajo una tabla de costos-beneficios? Sin embargo, la universidad colombiana no se ha cuidado de verter en moldes estrechos. Por increíble que pueda parecer, mi experiencia personal es que los estudiantes consideran las notas como una especie de sueldo; los promedios acumulados como cesantías, hay ganancias ocasionales, nadie quiere que le bajen el sueldo (el promedio semestral) etc...A menos de que caigamos en lo que Susan Haack ha denominado las nuevas formas del cinismo, tendremos que reconocer que el modelo negociación-concertación (un modelo derivado como técnica del modelo comercial-empresarial) es un modelo trágicamente falso para enfocar la educación simplemente porque en materia de ciencias, una teoría no se erige como verdadera o válida luego de un proceso de negociación.
En este panorama, emerge cada vez con mayor claridad ese rostro inusual de la clase académica; ella se perfila como un pequeño sector de producción alrededor del cual se aglutina ese management class, clase que ha conservado maneras y privilegios provenientes de la empresa privada o incluso del sector público. Pero mientras que la débil e incipiente comunidad académica se ha puesto a hablar el lenguaje de las burocracias (puesto estudiante, overhead etc...) la comunidad del management parece no haberse dejado tocar por la vida académica, es decir, no se ha puesto a hablar el lenguaje de la academia. Esta es una tendencia de la empresa privada misma, en la cual las formas de ascenso y promoción laboral parecen haberse fundamentado casi exclusivamente en torno a la idea de alejar a los empleados de los procesos productivos y ponerlos a hablar el lenguaje abstracto de la administración. Es así entonces como las únicas grandes discusiones académicas que he presenciado en quince años de vida universitaria se refieren a si está permitido fumar en espacios cerrados, o a si se debe utilizar el artículo masculino o el femenino en los papers publicados en las revistas universitarias, siendo esta una de las grandes reivindicaciones de las feministas de nuestros tiempos. Estas discusiones se refieren a nimiedades que no afectan y no comprometen el orgullo intelectual simplemente porque están hechas para evitar las grandes discusiones que la universidad debería estar haciendo en tiempos de crisis, a la vez que se crea la sensación de un ambiente de debate en torno a algo y, claro, como en tantos otros ámbitos de la vida, siempre es posible argüir desde algún ángulo lo suficientemente sofisticado o ecléctico o políticamente correcto que estos son al fin y al cabo grandes temas. Así se salvaguardan feudos de propiedad intelectual sin que los combatientes resulten lesionados, una clásica guerra, pero de almohadas. Con su habitual lucidez y mordacidad, Rubén Sierra argumentaba que la clase académica colombiana había sido sustituida por un bufete de representantes legales: tenemos el representante legal de Heidegger en Colombia, el de la lógica modal, el de procesos de descentralización, tenemos incluso los autodenominados violentólogos.
Claro está que esta no es la única forma de combatir sin salir lesionado. Y acá habrá que hablar de nuevo de la hiper-especialización. Otro giro originario que ha tomado la vida académica para salvaguardar sus feudos de propiedad intelectual es el de utilizar un lenguaje lo suficientemente oscuro de tal forma que nadie, y me refiero a nadie, sea capaz de examinar lo que se está diciendo. El filósofo británico y ocasional comentarista de la BBC, Bryan Magee, nos introduce al por qué de este intento de volver inabordables los textos académicos. Magee se refiere explícitamente al estilo de escritura de algunos filósofos, pero podemos hacer extensivo su comentario a la producción académica en general: «Muchos filósofos nunca van a escribir con claridad. Son incapaces de hacerlo porque le temen a la claridad. Tienen miedo de escribir claramente porque la gente puede pensar que lo que escriben es obvio. Y quieren que los consideren maestros de la dificultad». Esto ya lo había advertido Schopenhauer al señalar que Fichte, Schelling y Hegel escribían en un lenguaje oracular y misterioso que estaba diseñado para dejar estupefactos a los lectores y hacerlos tomar lo sencillo por lo difícil. Heine advirtió a los franceses, entre quienes entonces vivía, que las obras de estos pensadores oscuros eran obras de fanáticos, que no serían disuadidos ni por el temor, ni por el amor al placer y que un día se levantarían furibundas para arrasar los monumentos de la civilización occidental. Quizá nosotros no debamos ir tan lejos como Heine. Pero eso no es todo, siempre es más fácil pescar los errores de un argumento si el argumento es claro y transparente. El filósofo inglés Gilbert Ryle lo expresó de manera contundente: «Es más fácil pescar a un filósofo en el error si no está hablando en términos técnicos, y sin embargo, lo más importante para el argumento de un filósofo es que sea fácil de entender para los otros y para él mismo, que sea posible que se le pueda pescar el error».
Parte de este lenguaje abstracto está amparado bajo el supuesto pluralismo de la libertad de cátedra, una libertad derivada y corolaria de la libertad de expresión. En nombre de ella, la universidad colombiana ha proyectado la autonomía universitaria como un pretexto para crear un espacio aislado en el cual las reglas académicas, laborales, e incluso de sentido común ya no operan. Cualquiera puede hacer el ejercicio de tomar el listado de materias ofrecidas por las universidades para constatar la opacidad que se ha escondido detrás de la libertad de cátedra. Considérese por ejemplo el listado de materias ofrecidas por la facultad de humanidades de la Universidad Jorge Tadeo Lozano para el segundo semestre del 2006. Relucen algunos casos de temas más que hiperespecializados, hiperespecíficos, a ser dictados entre un público universitario que apenas si conoce las letras:
FRIDA KAHLO, EXPRESIÓN, VALENTÍA, LIRISMO, HERMENÉUTICA DEL CUERPO, VIDA, MUERTE
Frida Kahlo se convirtió en un mito por su valentía, su enfrentamiento contra ella misma y contra el mundo, su accidente, sus innumerables operaciones quirúrgicas, evidentes en su obra literaria y pictórica. Así, la conoceremos desde la intimidad y veremos a una mujer y un ser humano con ímpetu, deseos y esperanzas, pero llena también de infortunios, desgano, derrota y agonía en constante lucha con la vida, desde su propio dolor, compañero fiel y maestro hasta el final de sus días.
IDENTIDAD PARA LOS OJOS: CONTRACULTURA, MILITANCIA CULTURAL, IDENTIDAD EN EL DISEÑO AUDIOVISUAL
Es clara la tendencia mundial marcada por la pérdida de inocencia. En un mundo donde se respira aire e información, se desarrolla paradójicamente otra tendencia: la búsqueda de una referencia grupal que permita la identificación de los seres humanos como seres sociales. Se analizará el triángulo identidad-imagen-percepción.
Cuando se habla de la libertad de cátedra en Colombia, estamos, sin duda, bajo la sombra de una época en la cual ser versado o inteligente era sinónimo de ser incuestionable y ante el vestigio de viejos vicios de la clase política de la cual la academia colombiana es, al fin y al cabo, un homúnculo y de la cual reproduce con creces sus vicios. Es por esta razón por lo cual los recientes acontecimientos de vinculación entre paramilitarismo y clase política en Colombia no demoraron en tener eco en la universidad pública, concretamente en Córdoba.
Pero no es éste el único sentido en el cual la universidad colombiana ha perdido el norte. Todos hemos visto el auge de estas instituciones, su crecimiento y proliferación. Se nos ha escapado que detrás del crecimiento en estructuras físicas se oculta el reblandecimiento de la calidad educativa. Al tiempo que se han agrandado los espacios físicos, y justamente por esa razón, el sistema educativo privado ha tugurizado las aulas bajo el pretexto de estar insertos en una política oficial de ampliar cobertura educativa a nivel de la educación superior. En todo caso, el crecimiento señalado no ha dejado una marca social en el sentido de que tengamos ahora mejores profesionales o que más jóvenes tengan acceso a la educación superior. Es difícil creerlo, pero como profesor de universidades privadas, he impartido, en múltiples ocasiones, cursos en los cuales hay más de 120 inscritos, algunos de pie, otros sentados en los escalones, otros deambulando por el alfeizar de la puerta a la espera de algo sorprendente que no ha de llegar. De nuevo aparece ese rostro inusual, si se me permite abusar de esta hermosa expresión de Joseph Brodsky. Cuando en medio de los interminables comités académicos y reuniones con directivas se plantea la imposibilidad de impartir un humilde curso de Descartes en un salón atestado, he recibido respuestas como: «Pero si eso es un reto pedagógico profesor, lo que estamos haciendo acá es una innovación». Claro, una innovación en arquitectura, se puede alegar, puede consistir en dormir al aire libre y una innovación culinaria, se argumentará, es comerse la comida cruda. Todos entendemos el alcance de esa analogía.
Una consecuencia inevitable de estas tendencias ha sido que la universidad colombiana se ha marginalizado ante la gran oferta cultural que se está produciendo en las ciudades. Quizá sea más justo decir que las grandes ciudades se están convirtiendo en centros de oferta cultural, algo que las administraciones públicas han entendido en años recientes. En efecto, no vemos a las universidades compitiendo en el espacio de la oferta cultural, no las vemos con las ansias abiertas para atraer público más allá de la posibilidad de incorporar estudiantes a sus programas académicos.
1 Profesor Filosofía Política, Departamento de Filosofía.