Virgen, ángel, flor y debilidad: paradigmas de la imagen de la mujer en la literatura colombiana de finales del siglo xix1
Virgin, Angel, Flower and Debility: Paradigms of the Female Image in Colombian Literature at the End of the 20th Century
Virgem, Anjo, Flor e fraqueza: Paradigma da imagem da mulher na literatura Colombiana do fim do século xix
Luz Hincapié2
Pontificia Universidad Javeriana (Colombia) hincapie.l@javeriana.edu.co
Recibido en: 12 de diciembre de 2006 Aceptado en: 27 de febrero de 2007
Resumen
Las cartillas y manuales de conducta dirigidos a la mujer que proliferaron en Colombia en el siglo XIX nos muestran la manera como la mujer fue educada y condicionada a seguir un modelo patriarcal en su papel de hija, novia, esposa, y madre. Este artículo mira primero dos ejemplos de estos manuales de conducta, Consejos a una niña (1878) de José María Vergara y Vergara (Bogotá, 1831- 1872) y Consejos a Angélica: obra dedicada a las niñas cristianas (1887) de la poeta Silveria Espinosa de los Monteros de Rendón (Sopo, 1815-1886) para descubrir los preceptos que estos recomendaban al deber ser femenino. Posteriormente, se estudian las siguientes novelas de la misma época: Dos religiones o Mario y Frinea (1884) y Del colegio al hogar (1893) ambas por Herminia Gómez Jaime de Abadía (Tunja, 1861-1926) y Soledad: novela original (1893) por Eva Ceferina Verbel y Marea (Cartagena, 1856-1900). En estos textos se examinan las representaciones de los personajes femeninos y la manera como los modelos de conducta se ven reflejados en la ficción de estas autoras poco conocidas.
Palabras clave: manuales de conducta, representación, imagenes de la mujer, siglo XIX, literatura femenina colombiana
Abstract
The conduct manuals and leaflets that were written specifically for women and that proliferated in Colombia during the 19th century reveal the way women were educated and conditioned to follow a patriarchal model in their lives as daughters, girlfriends, wives and mothers. This article first looks at two examples of such manuals, Consejos a una niña (1878) by Jose Maria Vergara y Vergara and Consejos a Angélica: obra dedicada a las niñas cristianas (1887) by the poet Silveria Espinosa de los Monteros de Rendón (Sopo, 1815- 1886) in order to discover the rules that were recommended to them and thus controlled women's behavior. Following, three novels of the same period are studied: Dos religiones o Mario y Frinea (1884) and Del colegio al hogar (1893) both by Herminia Gómez Jaime de Abadía (Tunja, 1861-1926) and Soledad: novela original (1893) by Eva Ceferina Verbel y Marea (Cartagena, 1856-1900). These texts will be examined for their representations of feminine characters and they way the models and rules of conduct are reflected in the fiction of these less known authors.
Key words: conduct manuals, representation, images of women, 19th century, Colombian feminine literature.
Resumo
Os cadernos e manuais de conduta orientados as mulheres que moraram na Colômbia no século XIX mostram como a mulher foi educada e condicionada a seguir um modelo patriarcal no seu papel de filha, namorada, mulher e mãe. Este artigo olha primeiro dois exemplos destos manuais de conduta, Consejos a una niña (Conselhos para uma menina) (1878) de José Maria Vergara y Vergara (Bogotá, 1831-1872) e Consejos a Angélica: Obra dedicada a las niñas cristianas (Conselhos para Angélica: Obra oferta ás meninas cristãs) (1887) da poetisa Silveria Espinosa de los Monteros Rendón (Sopó, 1815-1886) para descobrir os preceitos que aconselhavam o dever ser femenino. Além disso estudam-se as seguintes novelas da mesma época: Dos Religiones Mario y Frinea (Duas religiões o Mário e a Frinea) (1884) e Del colegio al hogar (Da escola ao lar) (1893) as duas por Herminia Gómez Jaime de Abadía (Tunja, 1856-1900). Nestes textos examinam-se a representação dos personagens femeninos e a maneira como os modelos de conduta vêem-se refletidos na ficção destas autoras pouco conhecidas.
Palabras chave: Manuais de conduta representação, imagens da mulher, século XIX, literatura femenina colombiana.
Para mayor apoyo de la debilidad femenina crió Dios un modelo y un espejo de mujeres en su Madre. Criada en el silencio del hogar, como el ave en el silencio del bosque; humilde y pudorosa el día que se le notificó su dicha; relinda y laboriosa en su vida de familia; intercesora, benévola y humilde cuando la vida pública de su Hijo la hizo encontrarse con la sociedad; sufriendo silenciosa y resignada cuando le tocó la prueba del martirio… Por ella y en ella fue rehabilitada la mujer: fuera de ella no hay salvación posible para la mujer
(Vergara y Vergara, 1878:138-139).
Introducción: entre pecadora y santa
En el siglo XIX proliferaron cartillas y manuales de conducta y urbanismo dirigidos a las mujeres —niñas, señoritas, esposas, amas de casa— donde se les aconsejaba hablar poco, desconfiar de sí mismas, ser modestas, cultas y discretas y especialmente, no exhibir sus conocimientos (Londoño, 1997). Estos manuales de conducta y colecciones de consejos para mujeres, que pasan de Europa y Estados Unidos a Latinoamérica, se convierten en fuentes primarias para la educación de la mujer. Aparecen igualmente, artículos publicados en periódicos y revistas en forma de cartas a una señorita o niña, escritos por hombres, como el célebre Consejos a una niña (1878) de José María Vergara y Vergara, del cual hablaremos con detenimiento más adelante; y también por mujeres. Soledad Acosta de Samper, prolífica escritora decimonónica, empleó, por ejemplo, este recurso en sus Consejos a las señoritas, aparecidos en la revista La Mujer, lecturas para las familias, "redactada exclusivamente por señoras y señoritas bajo la dirección de la señora Soledad Acosta de Samper" como figuraba el título de esta publicación (Acosta, 1879-1881).3 En estos textos, la niña que enfrentaba la etapa de transición a mujer adulta, encontraba normas estrictas que le indicaban cómo debía ser su conducta en la adultez. Estas normas delimitaban e intentaban controlar el mundo femenino desde la esfera privada, en el dominio de su hogar, hasta el contacto con el exterior, con lo público. La creencia en la «debilidad femenina» hacía indispensable tal control para que la mujer, quien sucumbía fácilmente ante el Mal, fuera dirigida por el «buen» camino: «si la mujer era constitutivamente más débil, se convertía en el terreno abonado en el que podía actuar con mas libertad el demonio y la prueba fue la cacería de brujas del siglo XV al XVIII» (Borja, 1995:49-50). Esta creencia llega al traer el colonizador al nuevo mundo una imagen de la mujer fundamentada en un profundo temor mágico pre-cristiano (Borja, 1995) que posteriormente se erige sobre dos figuras cristianas: Eva y María.
A través de Eva, la explicación mítica del Mal, «la puerta del diablo» (Borja, 1995:49), recae sobre la mujer. Los varones asumían que las mujeres «eran seres obscuros, pues aparentaban ser buenas y en el fondo eran coquetas, traicioneras, vengativas y superficiales» (Bermúdez, 1993:107). Simultáneamente, existe la imagen de la Virgen María, que como muestra el epígrafe de Vergara y Vergara, es redimida y se convierte entonces en vehículo de salvación, explicando el culto medieval a la Virgen María que se materializó en detrimento de su sexualidad (Borja, 1995) y que se prolongó en América Latina hasta el siglo XIX (Bermúdez, 1993:102). Así, el matrimonio se convierte en el único espacio para la sexualidad procreativa de la mujer y la virginidad antes de éste, en su mayor virtud. Es por esto que la imagen de la mujer que se representa en la literatura de finales del siglo XIX sigue los paradigmas de la mujer cristiana, estimulándola a ser sumisa, obediente, fiel a Dios, al padre, al esposo; en otras palabras, al modelo patriarcal. También debe contar dentro de sus virtudes la abnegación y la resignación frente a las dificultades de la vida, el silencio, el pudor, el miedo (al mal y a sí misma, puesto que puede caer fácilmente en éste) y la humildad, entre otras recomendaciones que delimitan su conducta.
Por lo tanto, en este análisis sobre las imágenes de la mujer representadas en la literatura, es indispensable examinar ejemplos de los consejos y recomendaciones destinados a la mujer, como el texto de Vergara y Vergara, Consejos a una niña o el de una escritora contemporánea, la poeta Silveria Espinosa de los Monteros de Rendón (Sopo, 1815-1886), Consejos a Angélica: obra dedicada a las niñas cristianas (1887) en donde se observan los preceptos que la mujer debía seguir para llevar una vida cristiana acorde con su posición social. Estos textos evidencian la preocupación por la educación moral y religiosa de las niñas, así como por su higiene corporal, preocupación que ya se registraba desde comienzos del siglo con el Catecismo de urbanidad (1833) de Rufino José Cuervo, primero del género dirigido a las mujeres (Pedraza, 1999:31), y que comentaba cómo «la educación de las niñas exige hoy, mas que en otro tiempo, una atención especialísima« (1853:3).4 Posteriormente, veremos cómo los mandatos católicos son reiterados en las representaciones femeninas en tres novelas: Dos religiones o Mario y Frinea (1884) y Del colegio al hogar (1893) ambas de Herminia Gómez Jaime de Abadía (Tunja, 1861-1926) y Soledad: novela original (1893) de Eva Ceferina Verbel y Marea (Cartagena, 1856-1900). Estos tres textos, al igual que el de Espinosa de Rendón, se escogieron para este análisis por ser prácticamente desconocidos, al igual que sus autoras.5 En estas obras se discutieron temas concernientes a la concepción de la mujer, que hacen necesaria una discusión sobre la religión y la moral por un lado, y el matrimonio y la vida privada de las mujeres, por el otro.
La buena crianza de la niña cristiana
El texto de Vergara y Vergara muestra el modelo mariano que la niña cristiana debía seguir: humilde, pudorosa, laboriosa, obediente, fiel y resignada, como la Virgen María, al sufrir. Con una lista muy detallada, el escritor le refiere a Elvira, a quien está dirigida la carta y cuya tierna edad le impide siquiera leerla aún, una serie de prohibiciones cuya trasgresión sería la perdición de la inocente. No debe ir al baile, pues ni el encaje ni el pudor de la niña saldrían ilesos de allí; no debe tener el pecho descubierto, pues la tisis y las miradas de los hombres no lo perdonarían, ni debe exhibirse en su balcón; no debe leer novelas; no debe tener amigas íntimas; las amigas íntimas y las novelas están prohibidas, ya que pueden afectar la manera de pensar de la niña, la cual debe ser solo influenciada por lo que sus padres digan y por lo que su religión dicte. No debe mostrar su superioridad ni talento; no debe dar prioridad a su peinado ni a su vestido (139-141). Las prohibiciones mencionadas manejan tanto el espacio físico, como el cuerpo y el intelecto de la niña. Delimitan el espacio por donde puede moverse siendo el «silencio del hogar» el espacio considerado adecuado, mientras que el baile y el balcón la exponen al mundo de afuera, potencialmente peligroso para la débil niña. El cuerpo es también intervenido mediante las recomendaciones de lo que debe vestir; blanco para mostrar la pureza del corazón, lino para mostrar su discreción por ser de poco valor y en vez de piedras preciosas, un simple lazo de cinta (140).
Los consejos de Vergara y Vergara demarcan la vida práctica de la niña, mientras que los de Silveria Espinosa de Rendón se preocupan por la vida espiritual de Angélica, a quien la autora quiere mostrar las «bellas dotes» con que Dios ha enriquecido el alma de la niña cristiana: conocer a Dios, el don de la Fe, la esperanza cristiana, el amor a la verdad y a la virtud que no radica en el conocimiento, sino en el amor a Dios: «el amor al mundo y á cuanto el mundo enseña, es un amor que destruye el santo amor de la verdad… No pierdas el tiempo en adquirir el conocimiento de cuanto en él se enseña, de cuanto en él se aplaude» (1887: 47). La niña debe sólo dedicarse a los deberes con los padres y con la sociedad y a conocer a Dios, único que puede concederle la sabiduría para proceder en las diferentes circunstancias de la vida (Espinosa de Rendón, 1887:9).
Espinosa de Rendón agrega también una recomendación en contra de la lectura, pues los malos espíritus se pueden esconder tanto en conversaciones como en libros y periódicos (1887:12-13). Esta insistencia en prohibir la lectura resulta justamente del hecho de que las señoritas aburguesadas de esta época, debido a los avances científicos, tenían mayor acceso a periódicos, libros y novelas, además de productos europeos de belleza e higiene (Bermúdez, 1993:114). Mientras el consumo de éstos se extendía, también aumentaba la preocupación por el exceso de vanidad de la mujer y por lo que leía.6 Como lo señala Bermúdez, los puntos de referencia para el bello sexo estaban en el cielo (Virgen y santas), en Roma, París y Londres, y en su círculo social bogotano. Estas damas de la alta sociedad estaban enteradas de lo que acontecía en Europa en cuanto a literatura y modas; por lo tanto, se les tenía que proteger de lo dañino que pudiera llegar.
De otro lado, las conductas de las mujeres de otro estrato social y étnico contaban poco (Bermúdez, 1993:103). Sin embargo, algunos letrados sí se plantearon la idea de la educación de las mujeres de la clase obrera, «las hijas del pueblo», como lo hará Acosta de Samper en su periódico La Mujer, donde recomendaba que Colombia abriera escuelas técnicas y de artes y oficios como hizo en Inglaterra y Francia desde la década de los 50's (Bermúdez, 1993:116).7 Los letrados incorporaron la idea de la educación de las masas puesto que pensaban que la ignorancia, superstición y modales burdos de éstas, contribuían a la barbarie debían eliminar en su proyecto civilizador (Cabrera, 2004:91-92). Para que manuales de conducta como el famoso Manual de urbanidad y buenas maneras (1854) de Carreño pudieran promover buenos modales e higiene entre las mujeres de clase baja, se tenía que pensar primero en enseñarles a leer y escribir. Es así como se comienzan a abrir colegios para mujeres que pretendían, inicialmente, educar a la mujer para que fuera mejor ama de casa siendo responsable de su hogar y de la educación de sus hijos. Así, por ejemplo, fuera de urbanidad y buenos modales, debían tomar clases de religión, historia sagrada, economía domestica e higiene; además de geografía e historia para cultivar el sentimiento patrio en su familia (Bermúdez, 1993:119). Asimismo, la lengua castellana debía ser trasmitida correctamente, ya que era indispensable para la noción de civilización a que aspiraban los letrados, de manera que la mujer debía también educarse en gramática, ortografía y caligrafía.
Eventualmente se abrió la posibilidad de la capacitación de la mujer para el trabajo fuera del hogar cuando la situación económica lo ameritara, siempre y cuando ésta fuera siempre respaldada por una educación religiosa. Así, se prevenía contra una educación «positivista», secular, pues las mujeres, más débiles que los hombres ante el pecado, podían fácilmente sucumbir a la perdición al creer ser iguales a sus maridos (Bermúdez, 1993:122-123). Un claro ejemplo de este tipo de mujer era aquella que se involucraba en política, a la que se le tildaba de «marimacho», de la que se burlaban hombres y mujeres, aleccionando así, a las señoritas para que no siguieran su ejemplo.8 Sin embargo, se abrieron campos de actividad económica aceptables para la mujer, como la docencia y la caridad, que correspondían, en parte, con su labor educativa en el hogar y con su compromiso religioso. A medida que el espacio público se abría a la mujer, quedaba más expuesta a los peligros mundanos, por lo que era más necesario que nunca escribir manuales y cartillas de conducta además de guías espirituales. Adicionalmente, como lo aconseja Acosta de Samper (1895:381), la escritora hispanoamericana, habitante de la parte de la esfera pública que se le permitía a la mujer, debe moralizar, cristianizar y civilizar a la sociedad, con los ejemplos que representa en sus novelas y escritos, contribuyendo indirectamente a la formación y al progreso del país, ya que no le era permitido involucrarse directamente en política. Así, en las tres novelas que se analizan a continuación, se demuestra la intención pedagógica y moralizante de sus escritoras.
El crimen de escribir
La profesión de escritora que emerge en Colombia a mediados del XIX (Rodríguez-Arenas, 1991) trae nuevos retos y contradicciones para las mujeres. Por un lado, la escritora consciente de que la crítica social a la que es sometida, se esfuerza por imitar el estilo de escritura masculino; y por otro, se disculpa por escribir, por usurpar esa posición pública desde donde escribe, como lo señalan numerosas investigaciones sobre literatura femenina colombiana (Jaramillo, 1991; Robledo, s.f.; Rodríguez-Arenas, 1991). El caso de Berta Rosal (seudónimo)9 es frecuentemente citado en los estudios sobre la escritora colombiana. Ésta escritora desconocida declaró lo siguiente:
Voy a acusarme de un crimen que he cometido: he escrito una novela corta. Digo que es un crimen, porque entre nosotras las mujeres de este país, está mal todo aquello que se salga de la rutina y que rompa los moldes de la mecánica establecida. A mí misma que soy un tanto traviesa me da miedo lanzarme abiertamente al campo de la literatura. Le tengo miedo a la malevolencia, y como buena mujer me preocupan la moda, el flirt y el «qué dirán». Perdóneme usted por lo tanto, la obra con seudónimo y el retrato con careta (Citado en Jaramillo, 1991:181).
La escritora teme revelar su nombre y plantea el acto de escribir, en la mujer, como un acto criminal, algo innoble que se debe castigar. Se representa no como intelectual, sino como una mujer como cualquiera, preocupada por la moda, la coquetería y lo que dicen los demás; no quiere ser vista como diferente, quizás no quiere ser tildada de marimacho o de libertina. Por lo tanto, no se atreve a mostrar su verdadero nombre ni su verdadera cara, se esconde y pide perdón.
María Restrepo de Thiede, contemporánea de Berta Rosal (principios del siglo XX) sintió también la necesidad de disculparse por su oficio de escritora:
He aquí que yo presento un pequeño libro. Una novelita, fruto de una gran tentación. Es pequeña, quizás insignificante. No obstante, al igual que todo lo creado tiene su historia. Y he de dibujarla a grandes rasgos, los que aún careciendo de interés, ayudarán a disculpar un tanto la temeridad de haberme introducido sin ser vista por la gran puerta que da paso al campo de los escritores, que con su aguda pluma penetran —sin herir jamás— en el interior de las almas humanas (Citado en Jaramillo, 1991:181).
También plantea que su obra, como el crimen de Rosal, es una tentación, un pecado; es una novelita pequeña e insignificante. La autora se introduce, sin permiso, sin ser vista, en el dominio de los grandes escritores. A propósito dice Sara Mills «el darse cuenta de que la escritura no proviene de cualquiera, como lo nota Foucault […] hace diferente la escritura femenina, ya que sus condiciones de producción son diferentes» (Mills, 1993:41).10 La mujer que escribe en el siglo XIX es conciente de que el acto de escribir es subversivo para el orden patriarcal preestablecido, de allí la necesidad de disculparse.
Las dos escritoras decimonónicas que aquí analizamos, también descalifican sus textos, exhibiendo desprecio, vergüenza e inseguridad frente a estos. Gómez Jaime de Abadía nos dice en la dedicatoria de Dos religiones:11 «He concluido mis "Dos religiones" y con el mayor placer le dedico lo poco que en ellas no sea completamente malo» (1884:3). Agrega que había empezado el texto hacía 6 años, interrumpiéndolo al estar conciente de su ineptitud como escritora. De forma similar, Verbel y Marea declara su «obrita [Soledad] con pretensiones de novela» terminada: «hoy que está escrita su última palabra; que consultar con mi conciencia, ella me dice que, literariamente la obra no vale…» (1893:v). Ambas escritoras usan estos comentarios como refugio para contrarrestar cualquier crítica que pudieran recibir por osar penetrar en la esfera de lo público y, como veremos en sus representaciones, son cuidadosas en la elaboración de sus personajes, sobre todo en la de los personajes femeninos.
Diosa etérea, pálido ángel
Para Vergara y Vergara «en el mundo no hay mujeres feas: lo que hay es mujeres malas o sin educación» (1878:141), lo que demuestra la existencia de la idea de que en la mujer lo que contaba era la belleza del alma más que la física. También Pedraza lo manifiesta en su extenso estudio sobre el cuerpo, cuando señala que el discurso estético de principios del XIX «nació negando la existencia de mujeres feas por estimar que la belleza era un criterio convencional y relativo que permitía a cualquier mujer ser o hacerse bella, idealizándose» (1999:305). Toda mujer que fuera buena, es decir, que cumpliera con las indicaciones de conducta y espiritualidad que se delimitaban en los manuales mencionados anteriormente, era bella, ya que era inocente, virginal, angelical. Su pureza espiritual se vería reflejada en su belleza física, por ser la obra superior de Dios; castas y de sublimes sentimientos. No fue por casualidad que se les llamó el «bello sexo» en oposición al del varón, el «sexo feo». Así, el cristianismo y el romanticismo se aliaron para configurar una imagen de mujer extendida en la literatura de esta época, y cuya expresión más conocida es María, el personaje de Jorge Isaacs. Estas obras además personifican el signo «mujer» como ser supraterrenal (Bermúdez, 1993:106), con propiedades de dimensiones cósmicas; diosas, estrellas, ángeles, ninfas, además de vírgenes, santas o como pájaros y flores; formas no humanas.
En Soledad encontramos una típica representación romántica de la mujer como ser celestial, de otro mundo. La protagonista es «un ángel», enaltecida así desde la infancia; a medida que va convirtiéndose en mujer se considera una flor «crecida bajo el santo techo paterno y custodiada por los ángeles guardianes de la mujer —la modestia y el pudor— esparcía tal perfume que era preciso inclinar la frente sorprendidos y admirarla sin querer» (Verbel y Marea, 1893:10). Este ser inmaterial tiene tal poder que, involuntariamente, todos la admiran y se inclinan como frente a lo sagrado, a una virgen o a una santa.
Sin tener siquiera una descripción de la belleza física de la heroína, ya el lector entiende que es una belleza que emana de la pureza del ser, que resulta casi deidad. La descripción de tal belleza se apoya en referencias greco-romanas, referentes de la estética occidental, con las que Herminia Gómez Jaime de Abadía forja a su personaje, Eva, cuya corona tiene «la gracia exquisita de las estatuas griegas» y el «cuello también de redondez helénica» (Gómez, 1893:26). También su andar «dibujaba una mujer olímpica, me hacía pensar en una diosa, potente por la inmortalidad y la hermosura» (Gómez, 1893:27-28). La fase angelical se relaciona con la niñez, convirtiéndose luego en diosa en su estado maduro, como vemos en esta cita de la prensa de la época: «durante el periodo de la juventud, la mujer pierde sus condiciones de ángel para tomar las de diosa. Si anda, provoca como Diana; si mira, mata como Venus» (citado en Bermúdez, 1993:127). La mujer se dibuja como un ser con poderes extraordinarios, con fuerza superior a la del hombre y a la que se le debe temer, pues provoca — ¿el pecado?— y mata. Esto forma parte de una serie de contradicciones que se forjan alrededor de la simbología femenina. Si aquí es diosa poderosa, en otros ejemplos aparece como mujercita débil y ofuscada.
En las novelas analizadas, el concepto de belleza física clásica, que llega a América Latina a partir de la moda europea y también de la estética del romanticismo, es muy claro. Resalta una tez blanca, pálida, casi transparente como de estatua griega, de ángel o de diosa etérea. El personaje de Eva, en Del colegio, por ejemplo, es descrita como «intensamente pálida pero con esa blancura transparente y magnífica de las orquídeas de los trópicos» (Gómez, 1893:26). En la misma novela, María, el personaje que narra, busca la oportunidad de describirse a sí misma cuando, mirándose en un espejo, satisfecha con lo que ve y con lo que podrá conmover al amado, dice tener «abundante cabellera rubia», «largas trenzas» y «tez bastante blanca» (Gómez, 1893:20). En Dos religiones, por su parte, el personaje de Magdalena es descrito de la siguiente manera:
Dulce como las primeras ilusiones, delicada y fresca como las bellas flores que se ostentaban en su seno, candorosa y sencilla como las hijas de los campos, hermosa y pura como las auroras de las primaveras: tal era Magdalena de Aguilar. De mediana estatura, esbelta y graciosa como verdadera española, nada era más bello que la pureza angelical de sus facciones, su tez nacarada y transparente, sus ojos profundamente azules, su limpia frente, su negra y soberbia cabellera (Gómez, 1884:76).
Las alusiones a frescura, a flor, a campo, a auroras y a primavera, representan una belleza natural, española, además; que contrasta con la de la rival de Magdalena, Frinea, una musulmana que no logrará las cualidades de la española, ni su belleza natural, hasta no convertirse al catolicismo. De nuevo, la pureza angelical de su tez nacarada y transparente acentúa la íntima relación que este personaje mantiene con su espiritualidad, con su religión y que se refleja también en su nombre bíblico, Magdalena —como Eva y María—. Este modelo estético, se convirtió, simultáneamente, en patrón de belleza para las lectoras de la época que lo imitaban en la vida real por medio de dietas y productos para blanquear la piel como polvos y cremas (Pedraza, 1999; Bermúdez, 1993). Igualmente, las autoras de estas novelas pretendieron que sus lectoras imitaran los modelos de la heroína, espiritualmente pura y moralmente impecable, que ellas representaban en sus obras.
Almas puras y dulces
Frinea es bella, es una «hermosa turca» con «expresiva belleza oriental» (Gómez, 1884:6), es una «encantadora ninfa» (46), pero su belleza no iguala la de Magdalena porque no es cristiana, «no poseía, la turca, esa dulce altivez, esa dignidad propia de la mujer cristiana, de la niña educada bajo la solícita vigilancia de la madre» (Gómez, 1884:13). Por esta razón, acude a una secreta cita de media noche con su amado Mario «tal acto, que no puede ser considerado sino como un desatino, tiene alguna disculpa en una joven como esta, educada como mahometana sin nada que la guiara» (Gómez, 1884:13). La narradora puede excusar el error de Frinea por su desconocimiento de la fe católica, como también le permite otros desatinos atípicos para una cristiana, como la cólera, característica constante en la turca. Arroja su velo «con movimiento impetuoso» (20): Cuando su esclava etiope irrumpe en su habitación para darle noticias del amado, ella se disgusta por ser interrumpida sin permiso (41): Cuando el cervatillo que es su mascota entra a saltar sobre su regazo ella lo rechaza bruscamente (46): Y cae en «soberbia otomana» pidiéndole a Alá que arranque la idea del cristianismo en Mario (46). Otro de sus vicios, que sería pecado en una cristiana, es «la voluptuosa indolencia de las mujeres de su raza» (49) con la que se recuesta siempre sobre sus almohadones.
Cuando Frinea es atacada por los celos al creer que Mario está enamorado de Magdalena, convence al padre de llevarla a un largo viaje en busca de ellos dos. La narradora excusa tan repentina decisión que no es extraña «si se tiene en cuenta cuanto puede una mujer enamorada, y sobre todo, de cuánto es capaz si se halla bajo el influjo terrible de los celos» (93). Frinea se entrega al arrebato de celos, a mortales amenazas, dolor y cólera, pues «no siendo cristiana, apenas tenía en su favor su excelente carácter, y los nobles impulsos de su magnífica naturaleza, carecía de armas para vencer a sus nuevos enemigos, no sabiendo tranquilizarse con la caridad, consolarse con la resignación, y fortalecerse con la dulcísima esperanza» (Gómez, 1884:94). La musulmana carece de los atributos necesarios para la resignación y en su rapto de celos, va en pos del amado. Sólo los celos mueven a la mujer a la acción, cosa poco prudente o decente para una cristiana, que en su lugar rezaría, esperaría y se dedicaría a la caridad para curar su sufrimiento como lo hace Magdalena, que se hace monja al no ser correspondida por Mario. Magdalena, aunque no es la heroína de la narración, tiene las cualidades de una buena cristiana con tan magnifica abnegación que se ofrece para ser la madrina de bautizo en la conversión religiosa de la turca, requisito para su unión con Mario y llegando incluso a ofrecer su nombre para que Frinea lo tome como nombre cristiano.
Mario ama a Frinea, pero la rechaza al no ser cristiana y piensa que debe salvar su alma; «tú eres el llamado para salvar esta alma, a ti se ha dado la misión de cultivar este entendimiento» (Gómez, 1884:30). Frinea se resiste a la conversión, creyendo imposible renunciar a la religión de su padre, y se entrega al dolor. Su existencia se agota en el aislamiento de su habitación, «sin cultivar su entendimiento, sin ejercitarse en la práctica de alguna virtud, y sobre todo, careciendo de un Dios amigo, de un Dios misericordioso a quien confiar sus inmensos pesares» (115). Solo la noticia — falsa— de la muerte de Mario, la hace salir de su apatía para convertirse al cristianismo y llegar al cielo de los nazarenos para reunirse con él (117). Frinea, que había llegado a considerar el suicidio, está ahora «llena de purísimos goces y consuelo, por la época en que adormecido su espíritu por la ignorancia y la indolencia, consumía las horas en el ocio y en el más profundo e inevitable hastío» (122) y se dedica a aliviar la miseria de otros como consuelo. Cuando Mario aparece vivo y Frinea está ya bautizada, se consuma el final feliz de la pareja cristiana.
Otro personaje femenino que ejemplifica esa resignación cristiana es Doña Dolores, madre del protagonista de Soledad. Ella ha sido una madre cariñosa, ha sabido cuidar de dos hijos del primer matrimonio de su esposo, ha velado por su esposo y por la hacienda; es trabajadora, servicial, ahorrativa, sacrificada, y su patrimonio han sido el dolor y las lágrimas (Verbel, 1893:4 y 65). Su sufrimiento radica en que su hijo Manuel no es tratado igual a sus hermanos, supuestamente, por ser el menor; posteriormente se descubrirá el secreto del pecado de Dolores y de la verdadera razón de su sufrimiento: Manuel no es hijo de su esposo, sino que nació de sus relaciones pre-maritales con otro hombre tiempo antes de conocer a su marido. Sin embargo, Doña Dolores es redimida gracias a la vida ejemplar que sigue: «su vida de abnegación y soledad. Sus deberes de esposa, sus sufrimientos de madre, reclamaban una gran suma de prudencia y buena voluntad; pero doña Dolores era buena cristiana, y de sus firmes creencias religiosas sacaba ciertamente la fuerza suficiente para bogar sin que zozobrase, entre tan opuestas corrientes» (Verbel, 1893:65). Ella sufre en silencio y acepta el dolor; pero cuando se entera del sufrimiento de su hijo que está enamorado de Soledad, la protagonista la protagonista, y que cree no ser digno de ella por no poder ofrecerle una posición económica de su altura, Dolores actúa y le promete al hijo que le ayudará a ser feliz. Cuando el secreto del pecado se revela por medio del padre verdadero, que ha regresado a legarle su fortuna al hijo, al que había renunciado por petición de Dolores, se comprende que es ella quien ha gestionado ese encuentro para que el hijo pueda ofrecerle matrimonio a Soledad. Así, por su dedicación y resignación, el pecado de su juventud es exonerado y su hijo también es liberado de él para ser feliz junto a su ángel, Soledad.
Debilidad y desmayos
Sólo en una de las tres novelas analizadas encontramos un personaje femenino realmente malvado; en Del colegio, Dora Facoldi, cuya belleza deslumbrante atrapa a los hombres y los arruina, es capaz de robar, mentir y matar a sus abuelos por una fortuna. A Guido lo vuelve tan malo como ella y a Raúl lo culpa públicamente de uno de los asesinatos, teniendo éste que escapar hasta poder comprobar su inocencia. Su final trágico, suicidándose al verse a punto de ser encarcelada, nos previene sobre esta vida criminal en la mujer. Guido habiendo hecho también el mal, ni es encarcelado ni muere. Por lo tanto, la niña buena debe entender que el mínimo desvío de su camino cristiano puede llevarla hasta el pecado y el crimen. Algo tan simple como el valor puede suscitar su desgracia; por eso Vergara y Vergara también previene: «las mujeres que tienen miedo no tendrán nunca la necesidad del valor» (141). Otra advertencia dirigida a la mujer es el final trágico de Dora, quien prefiere que la mujer tenga miedo en lugar de valor; la valentía para actuar, para tomar las riendas del destino nada bueno traerá, nada bueno puede surgir de las proezas de la mujer. Lo que se necesita de ella es justamente lo contrario: su pasividad.
La mujer se representa como un ser inactivo que no debe moverse mucho por su fragilidad. En Dos religiones, por ejemplo, la narradora amonesta a Frinea por ignorar «que la mujer es flor débil que el más ligero viento destroza» (Gómez, 1884:13) y en Soledad se reitera que «la mujer es como la flor: bella y delicada, llena de perfume pero sin fuerzas para resistir los huracanes; y apenas la baña el sol cuando se marchita» (Verbel, 1893:21). La flor es la metáfora ideal para la representación de debilidad y fragilidad pues su belleza perece rápidamente; más cuando es fácilmente cortada por la mano del hombre que desea poseerla relegándola en el florero de su hogar. También la belleza de la joven es fugaz, su pureza y virginidad pueden fácilmente ser destruidas y su cuerpo vulnerable enferma rápidamente.
La debilidad hace a la mujer inferior al hombre y propensa a la enfermedad. Un excelente análisis sobre la enfermedad femenina, al igual que sobre la mujer malvada, en la cultura occidental de fin de siglo se encuentra en Idols of Perversity (Dijkstra, 1986). En el segundo capítulo se discute el «culto a la inválida», en el cual la mujer se representa, tanto en la pintura como en la literatura, permanentemente inválida; cualquier muestra de vigor físico es evaluada como sospechosamente peligrosa y masculina. Esta imagen controló y destruyó las vidas de numerosas mujeres que imitándola sucumbían a enfermedades reales como la tuberculosis y la tisis (29). Por un lado, ese estado de enfermedad constante simbolizaba un ideal de belleza que, como vimos anteriormente, se traducía en una piel blanca, casi transparente y también en el cuerpo postrado languideciendo —el autor incluso teoriza sobre los orígenes de la anorexia nervosa en ese culto decimonónico —. Simbólicamente, por otro lado, ese estado demostraba cierta solvencia económica en la familia que podía darse el lujo de tener a una inválida. Tal estado de enfermedad evolucionó, cuando las mujeres sometidas al fetiche de la auto aniquilación, sucumbieron también a la enfermedad mental. La enfermedad mental se convirtió en otra figura literaria, estudiada ampliamente en La loca del desván (Gilbert y Gubar, 1979), que afectó también a muchas escritoras decimonónicas.
Sin embargo, estas nociones de debilidad y enfermedad no provienen sólo de convenciones culturales románticas, sino que se apoyaban en el discurso científico que, como lo señala Guerra Cunningham, calificaba a la mujer como similar a las razas inferiores según el evolucionismo darwiniano y que aducía que, ya que la mujer tenía el corazón grande y el cerebro anormalmente pequeño, no poseía el poder abstracto de la razón (1988:354-355). En su estudio sobre el «bello sexo», Bermúdez rescata innumerables citas de periódicos decimonónicos que corroboran la idea de la debilidad femenina y su dependencia del hombre; por ejemplo, «¿Qué es una verdadera mujer? es un ser débil, ignorante, tímido y perezoso, que por sí mismo no podría vivir» (1993:109). No resulta, pues, extraño que las escritoras participen de esta formación discursiva.
Entre las características que Verbel y Marea destaca en el personaje de Soledad es su fragilidad. Además de que su padre no le permite ir a los bailes y espectáculos por ser indiscreción a su edad, ella agrega: «como sé que mi constitución es delicada, no quiero abusar porque una velada me pone achacosa» (1893:11). La fragilidad de Soledad se evidencia también en los dos rescates de su amado Manuel para salvarle la vida —y comprobar su amor—. Primero, la rescata de un caballo desbocado que está a punto de tirarla al suelo. Manuel frena el caballo, pone una manta en el piso y la toma en brazos cuando está a punto de caer para acostarla en la manta y desaparecer dejándole su manso caballo para que ella regrese a casa (Verbel, 1893:37-40). En la segunda ocasión, Soledad está en un baile cuando estalla una lámpara y el fuego corre hacia ella. Mientras cae desmayada, su mejor amiga, Elvira, se acerca para tratar de salvarla, pero queda perpleja. Ambos personajes están a punto de perecer en el fuego cuando son rescatados por sus respectivos amados, quienes con un solo movimiento, las levantan y las alejan del fuego (Verbel, 1893:115-116). Las mujercitas o niñas, como comúnmente llamaban a las mujeres, aun siendo adultas, no actúan, se petrifican o se desmayan, y necesitan de un hombre que las salve.
Los desmayos suceden constantemente en la literatura romántica al punto que es raro encontrar un personaje femenino que no se desmaye aunque sea una vez en la trama, sobre todo en el caso de jóvenes protagonistas. Estas se desmayan por algún susto, alguna mala noticia, pero también cuando la noticia es buena, en fin, se desmayan por cualquier cosa que altere su estado de animo que, por lo frágil, se trastorna fácilmente. En Dos religiones, por ejemplo, al escuchar la noticia del regreso de Mario, Frinea «exánime, sin aliento para soportar tan profundas emociones, cayó de nuevo al diván, blanca como el mármol» (Gómez, 1884:42) y quedó «como la flor que se dobla a impulso de una fuerte brisa… anonadada, aniquilada» por la noticia (43). Debemos subrayar aquí que Frinea, representación que es además «orientalizada», suele aparecer en pose reclinada, postrada e inactiva como una estatua o una odalisca de Ingres, objeto de la mirada del hombre. Como recalca Berger en Ways of Seeing, la mujer es objeto de la mirada del hombre,12 «el hombre actúa y la mujer aparece. Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se ven a si mismas siendo observadas. Esto determina no solo la mayoría de las relaciones entre hombres y mujeres, sino también la relación de las mujeres consigo mismas. El espectador interno de la mujer es masculino: la mujer, vista. Así, ella se convierte a sí misma en objeto —y particularmente un objeto para ser visto» (1972: 42).13 De esta manera, Frinea es objeto de la vista de Mario y del lector, reclinada en el diván, al comienzo del texto (6), luego acostada en su barco durmiendo cuando la ve Mario por primera vez (19) y tendida en cojines la segunda vez que la ve (26). La mujer reclinada, enferma, se convierte en objeto subordinado a la vista, al deseo del hombre y a la culminación de este deseo, su posesión. Por tal razón, como explica Guerra Cunningham:
La enfermedad se perfila como idealización folletinesca que erotiza anulando simultáneamente toda expresión de poder; así el desmayo femenino en brazos del amado, no sólo apunta hacia la posesión sensual de un cuerpo, sino a la vulnerabilidad física y sicológica de la mujer. Por consiguiente, la enfermedad debe considerarse como un atributo que embellece al cuerpo sumiso y débil, subordinado a la ley del padre y a la ley del esposo (1988: 355).
El protagonista de la novela romántica cumple su deseo al poseer el cuerpo inerte, desmayado, de su heroína y también declara su amor en términos de posesión. El matrimonio aparece como la satisfacción máxima de este deseo convirtiendo a la mujer en mercancía simbólica de su patrimonio. Tanto Manuel como Rogelio declaran su amor a Soledad y a Elvira hablándoles de querer poseerlas (Verbel, 1893:45 y 53). La mujer se convierte en objeto con diversos dueños durante las etapas de su vida; por eso Vergara y Vergara previene a las niñas «Dios, tus padres, tu esposo serán tus únicos dueños» (1878:139) y hasta el hijo, cuando el esposo ha muerto, tiene poder económico y jurídico sobre la madre anciana. La mujer y su virtud, su tesoro de virginidad, es constantemente equiparada a objetos preciosos para el hombre; Soledad, por ejemplo es «una valiosísima joya, moral y físicamente hablando, bien que resguardada de las miradas profanas, en ese estuche de terciopelo y oro, verdadero baluarte de las almas nobles, que se llama virtud» (Verbel, 1893:11). La mujer, como el oro, los tesoros, las piedras preciosas, es otro objeto codiciado por el hombre y simboliza una suma agregada a su fortuna; es mercancía coleccionada por éste para ser guardada en el sitio adecuado, en el estuche de terciopelo que es el hogar.
El ángel del hogar
Cuando Frinea pide al padre que la deje salir para ir a visitar la tumba de la madre, él la equipara con «radiante estrella» «mi tesoro» «mi flor» «mi ave» que no debe lucir fuera de la morada, para que nadie mas pueda ambicionarla: la quiere para él solo, para él todas sus sonrisas, su ternura, su corazón (Gómez, 1884:47). Frinea vive en total reclusión, en «absoluto retiro»; y esto es lo único que el padre pedía de ella al darle todo el lujo y la comodidad de su rango (1884:12). Como ave enjaulada, la mujer está sujeta a la reclusión; así previene Vergara y Vergara cuando dice «el matrimonio es una cadena de flores, pero aunque tenga flores es cadena» (141), cadena que solo ata a la mujer para que se mantenga en su sitio, en el espacio privado del hogar, sitio «natural» de la mujer en donde ella reina. Por lo tanto, para la sociedad decimonónica la mujer se idealiza como «el ángel de la casa», título de un poema de mediados de siglo en Inglaterra,14 expresión que será retomada como el ideal de esposa que se sacrifica por el bien de su familia, elegante, pasiva, piadosa, pura, y cuyo poder consistía en las decisiones para el buen manejo del hogar. El hombre, afortunado de tener al ángel del hogar, podía dejar de preocuparse por su casa para enfocar toda su atención en el ámbito público. «El ángel del hogar» se convirtió en punto de crítica para feministas como Nel Noddings quien afirma que el ángel es una manera de infantilizar a la mujer, haciéndola débil y estúpida (1989:59) mientras Virginia Woolf creía que para que una mujer pudiera escribir, tenía que matar al ángel del hogar (1966:2, 285).
Para que la figura del «ángel del hogar» funcione, la literatura previene sobre lo malo que sucede cuando la mujer se aleja sola del hogar. En Del colegio, María sale sola a pasear alejándose del hogar con tan malas consecuencias, que al regresar promete no volver a hacerlo nunca más (Gómez, 1893:44): había sido embestida por un toro y tuvo que correr no habiendo un hombre que la rescatara. Por evitar el toro, va por un camino donde encuentra gentes «vulgares» y «atrevidas», campesinos de fiesta, que quieren forzarla a bailar. María escapa, pero rasga su vestido y pierde el sombrero. Avergonzada, se esconde en una cueva a esperar socorro, cuando ocurre algo inesperado: un joven (Ernesto) y una mujer mayor que recogen flores se acercan y de repente, él cae al río. María lo salva lanzándole sus larguísimas trenzas para que se sujetara a ellas y saliera (Gómez, 1893:31-44). Este insólito acto —no por lo inverosímil, ya que son igualmente inverosímiles los rescates de Manuel en Soledad— donde el orden natural es invertido, trae consecuencias funestas para María y Ernesto. Éste, enamorado de María sin ser correspondido, se suicida frente a ella y ella, al presenciarlo, cae enferma durante un mes.
En Soledad también vemos la exaltación del «ángel del hogar»; entre las cualidades destacadas en la heroína está el hecho de que aun no está contaminada por el mundo exterior; «criada en el hogar doméstico, sin que su planta se posara nunca en lejanos colegios, pues sus padres… habían tenido el buen juicio de que su corazón se formara en el seno de la familia» (Verbel, 1893:10) y no en colegios lejanos. Queda implícito, entonces, que la educación de la mujer debe ocurrir en casa. Si los personajes masculinos comúnmente se van del pueblo a la ciudad o a otro país a continuar su educación formal —como Efraín en María o los hermanos de Manuel en Soledad—, la educación de ellas está sujeta exclusivamente a los padres, particularmente a la madre. Verbel y Marea ilustra una visión de la educación de la mujer que nos revela mucho del pensar de su época. Es importante que la mujer se eduque: «¡Cuando comprenderán los padres de familia hasta dónde es necesaria la educación a la mujer! En nuestra vida aislada, para librarla de los peligros del fastidio, que pueden traer su ruina; en el gran mundo, para que sepa resistir a la seducción» (89). En su vida encerrada, la mujer debe tener suficiente educación como para no aburrirse, para dedicarse a las labores de su hogar y para estar consciente de que el ocio y el tedio son herramientas del diablo; cuando está expuesta al mundo exterior tiene que tener el conocimiento adecuado para resistir el mal. La educación de la que se habla aquí no es para adquirir una profesión o un trabajo salariado fuera del hogar, ya que, como responde el padre a Elvira cuando ella sugiere trabajar para mantenerlos después de haber caído en la ruina económica, «el trabajo de la mujer nada vale entre nosotros» (Verbel, 1893:21). Se trata, entonces, de una educación práctica y espiritual para ser, como ya habíamos dicho, mejores amas de casa y madres ejemplares. La madre debe entonces tener suficiente conocimiento del mundo exterior, sin frecuentarlo, como para poder advertir a sus hijas sobre los peligros que yacen en él, pero también para poder comentar sobre ese mundo de afuera con los hijos y el marido expuestos también. Como comenta Verbel y Marea, «Dichosa la madre de familia que sabe hacer un mundo de su hogar» (Verbel, 1893:89) para que sus hijas no tengan que salir de éste a buscar el mundo exterior, sino que puedan, a través de los conocimientos de la madre, saber lo suficiente para prolongar el orden patriarcal cuando, a su vez, son ángeles del hogar dependientes del marido.
Conclusión
Este análisis muestra algunos de los paradigmas que regían la conducta de la mujer decimonónica. Estos modelos no son siempre coherentes y con frecuencia resultan contradictorios pues, por un lado, se subraya la debilidad espiritual que hacía a la mujer susceptible al mal, pero por otro, se le veía como la obra perfecta de Dios superior al hombre moralmente y con la responsabilidad de liderar moralmente el hogar. Se le consideraba carente de razonamiento y, sin embargo, tenía que entender y manejar eficazmente la economía de la hacienda patrimonial. También se creía que era físicamente inferior por la debilidad y fragilidad que la convertía fácilmente en inválida; no obstante, tenía que soportar resignada y abnegadamente cualquier cantidad de sacrificios y sufrimientos. Estas creencias sobre las características femeninas coexistían entre formas de pensar diferentes regidas por discursos religiosos, culturales y políticos, así como científicos.
Es evidente en estos textos que la crianza de la niña cristiana se consideraba como pilar de la sociedad, a la que se le debía minuciosa atención por parte no sólo del padre y del esposo, sino también de la iglesia y el estado. Así, se delimitaba la conducta de la mujer en cuanto a su cuerpo, intelecto y alma además del espacio por donde podía moverse. Los manuales de conducta y guía espiritual se convirtieron en herramientas para el control, quizás no siempre efectivo, de la conducta femenina. La literatura por su lado, funciona en complicidad con ese control representando esos modelos de conducta femenina en las heroínas que, cuando los siguen eficazmente, obtienen su felicidad y cuando no, un fin trágico. El modelo mariano de pureza, inocencia, sacrificio, abnegación y resignación, personificado por Magdalena, que la niña debe, seguir se adhiere al de «ángel del hogar», representado en Soledad y Dolores, cuando ésta se casa, cuyas labores domesticas dejan la libertad al hombre de dedicarse a gobernar y crear. Adicionalmente, las protagonistas están sujetas a una serie de convenciones literarias que operan no sólo en el campo de la estética romántica, sino que conmueven la realidad de las lectoras. Es decir, la belleza física, representada por la palidez y fragilidad, que se evidencia en la literatura, se convierte en patrón de imitación para las lectoras, con tan malas consecuencias que de la debilidad femenina como estética literaria se llega a la enfermedad y la locura de la mujer real y así, la mujer enferma y desmayada en brazos del amado se convierte en objeto erotizado y posesión que el hombre confina en su hogar, anulando de esta manera la subjetividad y libertad de la mujer.
1 Este artículo es producto de la investigación del Instituto Caro y Cuervo «El Poder de las Imágenes Femeninas en Colombia: Religiosidad, Discurso y Resistencia» (Hincapié y Van der Linde, 2006).
2 MA en Literaturas Postcoloniales, Universidad de Wollongong, Australia.
3 Soledad Acosta de Samper es una figura clave en los estudios sobre las escritoras del siglo XIX colombiano, no sólo por la cantidad de textos que produjo, sino también por su interés en la condición y educación de la mujer, que se ve reflejada en escritos así como en la creación de cinco periódicos dirigidos a la mujer.
4 En la versión revisada de 1853 Breves nociones de urbanidad.
5 Fuera de lugar de nacimiento y fechas de nacimiento y muerte, se conocen pocos datos biográficos sobre estas tres escritoras. Ya en el siglo XIX, la propia Soledad Acosta de Samper las cataloga en su compendio de mujeres ilustres La Mujer en la sociedad moderna. Posteriormente, la tesis de maestría de Lucía Luque Valderrama (1954), las menciona, así como el útil artículo de Jana Marie Dejong, «Mujeres en la literatura del siglo XIX», que agrega algunos datos, como por ejemplo la importancia y prolijidad de Espinosa de Rendón como poeta (151), la tendencia moralista y patriótica de Gómez de Abadía (149) y el hecho de que Verbel y Marea sea considerada mas bien poeta aunque escribió novela y drama (154). Estos dos trabajos son además valiosos por su labor bibliográfica sobre éstas y otras escritoras.
6 La preocupación por la exposición de la mujer a lecturas, filosofías y tendencias europeas, se encuentra también en el artículo de Acosta de Samper Misión de la escritora en Hispano-América, en La Mujer en la sociedad moderna (p. 381-390), donde advierte sobre la importación de malas costumbres europeas. En su escritura se evidencia, además, una aversión a las novelas sentimentales y románticas, pues no enseñaban a la mujer a enfrentar la realidad (Dejong, 1995:144).
7 El artículo de Acosta de Samper al que alude Bermúdez se llama justamente La educación de las hijas del pueblo: el trabajo de las mujeres en el siglo XIX.
8 Acosta de Samper sostiene una actitud contradictoria a este respecto. Por un lado, critica las sufragistas de Europa y Estados Unidos por involucrarse en política, pero las enumera simultáneamente en la lista de mujeres letradas de La Mujer en la sociedad moderna, donde revela cierta admiración por el movimiento.
9 Los seudónimos eran comúnmente usados por escritoras colombianas en el XIX y principios del XX para ocultar su identidad; y en ocasiones los escritores que redactaban temas femeninos también usaban nombres femeninos (Londoño 1990; Dejong 1995).
10 Original en inglés, traducción mía: "this realization that writing cannot come from simply anyone as Foucault notes […] makes women's writing different because the conditions of production are different".
11 Los títulos de las tres obras aparecerán abreviados como Dos religiones, Del colegio y Soledad.
12 Otro estudio que analiza la mirada masculina, en el contexto de la cultura visual, y su relación con el poder y el conocimiento es Practices of Looking (Sturken y Cartwright 2001) especialmente el capitulo 3, "Spectatorship, Power and Knowledge" (72-108) que analiza la recurrencia del desnudo femenino en el arte del siglo XIX.
13 Original en inglés, traducción mía: "men act and women appear. Men look at women. Women watch themselves being looked at. This determines not only most relations between men and women but also the relation of women to themselves. The surveyor of woman in herself is male: the surveyed female. Thus she turns herself into an object -and most particularly an object of vision: a sight".
14 "The Angel in the House", poema de Coventry Patmore publicado por vez primera en 1854.
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