De las perturbadoras y conflictivas relaciones de los bogotanos con sus aguas1
The disturbing and conflictive relationships of the people of Bogotá with their waters
Das perturbadoras e conflituosas relações dos Bogotanos com suas águas
Ana María Carreira2
Universidad Nacional de Colombia anacarreira@etb.net.co
Recibido: 09 de Julio de 2006 Aceptado: 22 de Enero de 2007
Resumen
El propósito de este texto es dar cuenta de la desligación entre el ser y su estar, manifestado históricamente en la ciudad de Bogotá desde su fundación en 1538 hasta nuestros días. Las aguas son parte de ese estar en el territorio y genera formas de ser. La indiferencia y el abandono de los ríos expresado a través de la contaminación, entubamiento, y sus consecuencias: inundaciones, olores fétidos, desbordes, escasez, son imágenes que no contribuyen a construir ese ser a partir del estar en el territorio.
Para rastrear esta desligación entre los bogotanos y sus cuarenta y nueve corrientes de agua, presentamos los momentos claves de esta relación, desde la concepción poética del agua que crearon los primeros habitantes de la sabana, el quiebre sufrido con la fundación de la ciudad y el inicio de un proceso donde el agua se asume como recurso, prevaleciendo el interés por explotarla. De este modo, Bogotá no ha desarrollado sus atributos estéticos y espirituales, y ha ido tras imágenes y modelos extraños a su territorio.
Palabras clave: Bogotá, agua, territorio, mitos, desarrollo.
Abstract
The intention of this text is to demonstrate the separation between the territory (el estar) and the inhabitants (los seres), illustrated in the history of Bogotá from its foundation in 1538 today. The waters are part of the territory, and therefore they generate ways of being. The indifference and abandonment of waters expressed through contamination, channeled and encased rivers, and the consequences; floods, stinking smells, overflowing, shortage, are images that do not contribute to constructing that “being” from “being” in the territory. In order to study this separation between the people of Bogotá and their forty-nine currents of water, we present the key moments of this relationship, from the poetical conception of water created by the first inhabitants of the savannah, the break suffered from the foundation of the city, and the beginning of a process in which water is understood as a resource, and the predominant interest to exploit it. Thus, Bogotá has not developed its aesthetic and spiritual attributes, and has gone after images and strange models for its territory.
Key words: Bogotá, waters, territory, myths, development.
Resumo
O fim deste texto é dar conta da desunião entre o ser e seu estar, manifestado históricamente na cidade de Bogotá desde sua Fundação em 1538 até nossos dias. As águas São parte desse estar no território e fornece formas de ser. A diferença e o abandono dos rios através da contaminação, encanamento e suas conseqüências; inundações, odores fedorentos, derrames, escassez, são imagens que não ajudam a construir esse ser a partir do estar no territorio. Para seguir esta desligação entre os Bogotanos e seus quarenta e nove correntes da água, apresentamos os momentos chaves desta relação, desde sua concepção poética da água que criaram os primeiros moradores da savana, o rompimento que sofreu a cidade con sua fundação e o inicio dum processo onde a água assume-se como um recurso, predominando o interesse por explodir este recurso natural. Deste modo, Bogotá não tem tido desenvolvido suas qualidades estéticas e espirituais, e tem ido trás as imagens e modelos estrangeiros do seu território.
Palavras Chave: Bogotá, água, território, mitos, desenvolvimento.
Introducción
Apenas uno se asoma ante Bogotá, se devela la existencia de una relación conflictiva: las aguas atraviesan la ciudad bajando desde los cerros, pero los bogotanos, perturbados por esta presencia, ocultan, ignoran y olvidan su existencia. Detrás de esto se intenta dilucidar un conflicto más recóndito: el ser y el estar escindidos. El estar como vínculo con el territorio, que hizo parte indisoluble de los primeros habitantes, hoy se halla quebrado y esto se manifiesta en la escasez de agua, la contaminación de ríos, las inundaciones inmundas de cursos de agua, los olores que emanan de los canales abiertos... En fin, reapariciones de las aguas inquiriendo a la ordenada ciudad, manifestándose como espectros o iras de extraños seres en forma de desorden, de lo incontrolable y rompiendo la débil corteza de progresismo y racionalidad.
La ciudad es producto de la cultura occidental, la del sujeto que afecta al mundo y lo modifica. Es una cultura basada en el afán de ser alguien (como individuo o persona) sin referencia a un mundo particular, porque ese individuo crea su propio mundo por miedo al verdadero. Esas verdades inestables, ese mundo material como es la ciudad, imita la naturaleza por medio de la técnica, escamoteando y excluyendo las fuerzas de ésta.
Por otra parte, íntimamente todos llevamos imágenes de la ciudad deseada, imágenes que se construyen y reconstruyen lenta e infinitamente. Esas imágenes entran a formar parte de un proceso colectivo de religación continuo entre los distintos seres. Sin embargo, Bogotá ha encarcelado la imaginación, por vergüenza oculta lo más íntimo, lo más propio y copia lo ajeno, lo que viene de afuera. Hay, por tanto, una negación de lo íntimo y una dificultad de ver lo más profundo del estar que empobrece el ser.
El propósito de este texto es dar cuenta de esa ruptura entre el ser y su estar, manifestado en presencias y ausencias de la ciudad. Para llevar esto a cabo nos internamos en algunos rincones íntimos de la ciudad donde se hallan los mitos, esas experiencias que vienen desde lo más lejano de la propia existencia. A los mitos se unen, como nos dice Borges, las galerías y los palacios de la memoria. Las historias (las llamadas reales) y la postura colectiva que asume la sociedad frente a sus hechos y acontecimientos. A partir de esas historias, las llamadas reales y las irreales, se indagan las ideas e imágenes que rondan y circulan la ciudad de Bogotá.
Las aguas son una de las vías para dilucidar la escisión, aunque no es la única que la ciudad exhibe; los cerros talados, los barrios abandonados, los espacios públicos olvidados, los edificios deteriorados y su gente desterrada son otros tantos síntomas de ese conflicto entre el estar y el ser.
El conflicto
¿Por qué decimos que el ser y el estar, en lugar de actuar homogénea y conjuntamente en la ciudad, lo hacen escindidos? (Kusch, 1986). El estar es donde el sujeto se identifica, se relaciona con la tierra y establece una relación población-naturaleza particular. área de influencia humana en un territorio, con resultados tangibles y perdurables, crea una identidad entre el lugar y el poblador y una identificación afectiva con el territorio.
Por otro lado, el ser es consecuencia de crear hacia afuera, de exteriorizar, de expandirse al mundo, y la cultura occidental necesita crear cosas para tener consistencia. Cosas, objetos sin arraigo, una cultura montada en lo nómada, en lo transitorio. Y en esa búsqueda de ser alguien, se pierde la ligación con la tierra, con el estar.
El estar brinda los cimientos para ser alguien; son los colores, los sonidos, los recuerdos, los fantasmas, los miedos, los que hacen ser parte de ese territorio. El ser, en cambio, es pura construcción. ser no puede darse sin el estar, surge de éste al brindarle los elementos para su dinámica. Es una relación constante de tensión , que procura mantener el equilibrio. No es el uno sin el otro.
Al ubicarse en un espacio y un tiempo, esos seres encuentran su territorio e instituyen un orden (que en este caso es la ciudad). Instituyen una lógica en sus dinámicas sociales, en su organización y en unas formas de apropiación del territorio, es decir, una forma espacial social e históricamente determinada. Esta forma espacial acusa regularidad y recurrencia, un hábito que genera repetición en las diferentes formas del ser y estar.
En la ciudad moran diversas comunidades que determinan una forma espacial. Tienen sus códigos de comportamiento, significados subjetivos, sistemas de valores y creencias, y logran, cada una, ser en un territorio propio. La ciudad, por tanto, actúa como un atractor e incita a la coexistencia de esas pluralidades y diversidades. Hay despliegue de distintas formas de vida y expresiones culturales y cambio. Es un espacio vivo, redefinido constantemente, que alimenta el ser y el estar.
El agua hace parte de ese estar, de ese territorio, por tanto, genera formas de ser. Los ríos contaminados, entubados, la descarga de aguas cloacales a la vía pública, las inundaciones, los desbordes, las aguas que se pierden, son imágenes que no contribuyen a construir ese ser a partir del estar en el territorio. La ciudad debe ser una producción deseada, el no deseo desmerece la ciudad y esto expresa la desligadura que existe entre el estar y el ser.
Las aguas trazan una huella en el territorio y configuran un orden. Actualmente en Bogotá pocas mantienen sus cauces naturales originales porque en su mayoría han sido alterados. A estos caminos y andares de las aguas se les denomina sistema hídrico natural y artificial. El natural está conformado por ríos, quebradas y masas de agua que se jerarquizan en aguas corrientes y en cuerpos de agua. El artificial se compone de los embalses y canales que conducen y reciben el agua del alcantarillado superficial.
Para rastrear esta separación dada entre los bogotanos y sus cuarenta y nueve corrientes de agua (ríos, quebradas y escorrentías que bajan de los cerros orientales), se presenta una primera parte que relata la estrecha relación que existió entre los chibchas y las aguas, y una segunda parte donde se da cuenta del proceso paulatino de ruptura generado a partir de la fundación de la ciudad hasta los años sesenta.
Una relación poética con el agua
En ese proceso de restaurar el ser con el estar es necesario rescatar los mitos3 que tienen vida, con el sentido de proporcionar modelos a la conducta humana y conferir, por eso mismo, significado y valor a la existencia. Vivos porque aún se reconocen, están implícitos en las estructuras de la existencia de los bogotanos.
El mito se constituye en una verdad histórica (Ferrater, 1990) ya que es real todo lo que ha sucedido en una comunidad o, por lo menos, todo lo que contribuye a entender las estructuras sociales y culturales de esa comunidad. Conocer los mitos es aprender el secreto del origen de las cosas. Se aprende no sólo como las cosas han llegado a ser, a existir, sino también dónde están, donde encontrarlas y cómo hacerlas reaparecer cuando desaparecen.
Algunos de estos mitos forman parte de la historia de los primeros habitantes de lo que luego fue la ciudad de Bogotá4. Ellos han construido con el agua una especial cosmovisión. Desde tiempos remotos, mora en la sabana una entidad divina que personifica y simboliza la potencialidad de las aguas en acción piadosa: Bochica, un dios incorpóreo que responde a las plegarias de los fieles y dicta leyes y modos de vivir. El salto del Tequendama simboliza esta predilección, pues Bochica fue quien provocó el desagüe de las lagunas ante el diluvio. Con su vara de oro rompió las rocas que contenían el lago en dirección sureste respecto a Bogotá y salieron las aguas, quedando libres las tierras y el suelo fértil. Esto permitió el comienzo de la civilización chibcha.
Desde la ciencia, se acude al cataclismo geológico para explicar este magnífico fenómeno. La fuerza geológica, de percusión inconcebible, propasando los límites de la concepción humana, se confunde con la potencialidad de los dioses eternos. Así, los indios que atribuyen al piadoso intento de Bochica el prodigio de abrirle brecha a los lagos, coinciden con los científicos que asignan a las fuerzas geognósticas ciegas la causalidad de abrir esta brecha.
Por otra parte, el mito de origen cuenta como un soleado día emerge de las heladas aguas de la laguna de Iguaqué una hermosa mujer: Bachué, quien junto a su joven marido, significa la eterna lozanía de estas tierras andinas. Salida de la laguna la especie humana y vueltos a esperar en la laguna el curso de las edades, la madre de los hombres regresa transfigurada en un símbolo, la culebra, como dueña de las lagunas. Este mito reaparece en otros de orden secundario y ha persistido en la imaginación popular a través de los siglos.
Los chibchas eligen para los lugares de culto grutas, cascadas, lagos y montañas, y en especial, las lagunas escondidas entre las alturas andinas. En ellas se realizan los ritos fundamentales, son santuarios. Aunque el clima frío es inadecuado para los frecuentes baños, los indios de la altiplanicie los usan como recurso terapéutico y como piadosa ritualidad en las lagunas con solemnes ceremonias y diversas festividades en honor al agua. Tienen señalados cinco altares o puestos de devoción distintos y apartados unos de otros: la laguna grande de Guatavita, la laguna de Guasca, la laguna de Siecha (allí mora Sie o Sia, la divinidad de las Aguas, a quien rinden los tributos más espléndidos), y las lagunas de Teusacá, y Ubaque.
Adoran el agua, hombres y mujeres son purificados por ella. Justo después de dar a luz, las mujeres se retiran solas a orillas de un río para bañarse con el recién nacido. La entrada a la pubertad de las mujeres chibchas es celebrada con una ceremonia de purificación por medio de las aguas para iniciarlas al amparo de la diosa Sia. La consagración de los sacerdotes chibchas se hace mediante un baño solemne con el fin de purificarse en una vida penitenciaria. Algunos caciques disponen que al morir se arrojen sus cuerpos, con sus riquezas como ofrenda, al seno de las lagunas.
En el pueblo, ese contacto poético con el agua crea y favorece el surgimiento de una mentalidad imaginativa, un idioma metafórico y una industria de ofrendas como ha sido la sociedad chibcha. Esa fecundidad es alimentada por las formas, las expresiones, las transformaciones y los matices de los elementos naturales. En este caso las aguas brindan una pluralidad y diversidad vital para cualquier proceso creativo.
Por lo tanto, el mito básico de la cultura chibcha es el agua como creadora, como origen de vida. La adoración al agua surge de una religión de amor, capaz de satisfacer los anhelos del corazón, con pautas para dar forma a un pueblo manso, sencillo y benévolo. Los chibchas han gozado de una relación mágica con el agua, conformando el agua y el habitante un conjunto armonioso. Esa estrecha relación con las aguas llamará la atención de los cronistas del siglo XVI, que al mencionar el boquerón del río San Francisco (en muisca Vicachá) lo describirán como el placentero sitio de recreo del zipa, cuyas aguas clarísimas «surtían estanques en donde se jugaba diariamente y los nogales gigantescos eran adornados por los Muiscas» (DAPD, 1994).
El proceso de ruptura
Periodo colonial: puentes y pilas
Desde los inicios, la conquista y colonización española en América cambia el rumbo en cuanto a la relación con las aguas, así lo muestra una de las instrucciones que los Reyes Católicos dan a uno de los primeros gobernadores de Santo Domingo. Ahí, se indica que los indios «se bañen tan frecuentemente como lo hacen ahora, porque somos informados de que les hace mucho daño» (Herren, 1992).
La elección del sitio para fundar la ciudad se hace aplicando criterios que establecen cuales deben ser las condiciones naturales. El declive del terreno sirve para tener una visión del entorno que permita el control, al brindar amplias visuales. Las corrientes de agua valen como límites naturales y como murallas defensivas. Las aguas próximas se aprovechan para el uso doméstico y árboles y las tierras fértiles son requeridas para el abastecimiento de la población. Estos requisitos imprimen un viraje en la relación; las aguas interesan por ser objetos por explotar, para utilizar.
Por otra parte, la disposición de una retícula ortogonal impone ángulos rectos, aguas canalizadas, emblemas como las plazas y las fuentes, es la materialización de la victoria de la cultura sobre la naturaleza en el ideal renacentista. Por otra parte, responde a necesidades de una metrópoli distante que demanda la creación de ciudades a imagen de ella, o más precisamente de lo que desea ser. Este modelo, deliberado y ordenado, le facilita a la ciudad crecer de una manera previsible y casi igual alrededor de la plaza central desde el siglo XVI hasta finales del siglo XIX.
Así surge Bogotá, asentándose en medio de los Muiscas, una de las culturas indígenas más desarrolladas y populosas del Nuevo Reino, e invalidando el patrón de asentamiento existente en relación con el territorio3. Según las instrucciones reales, se traza la ciudad orientando sus calles paralelas a las corrientes de los ríos San Francisco y San Agustín. Desde los cerros bajan aguas abundantes en épocas de lluvia, y así, la mayor pendiente sigue la dirección de las calles. A escasas tres décadas de su fundación en 1572, Juan López de Velasco dice: «hay agua de pie por toda la ciudad, que se saca de los ríos que pasan por cerca de ella...». A su vez, las carreras llevan el escurrimiento pluvial hacia uno de los dos ríos, conformando algo similar a las dos vertientes de un tejado. El río San Francisco es el mayor y más caudaloso de la ciudad y el que, según los cronistas, provee las aguas más «dulces» y «puras». Aguas que bajan con fuerza hacia la ciudad, y abastecerán a Bogotá hasta los años finales del siglo XIX.
En los primeros años la provisión de agua es rudimentaria y primitiva, los indios llevan a las casas el agua en grandes cántaros. Al poco tiempo la situación se agrava debido a los desechos de la ciudad y a las lavanderas de ropa que se instalan en las riberas enturbiando las aguas. Se impulsa la construcción de una fuente en la Plaza Mayor y desde su colocación se dispone que los que quieran del beneficio de «pajas» de agua (conducción del líquido hasta las casas) deben pagar una suma extra.
El encauce de las aguas del río Fucha hacia la pila de la Plaza Mayor en 1738 lo convierte en el primer acueducto de la ciudad con el nombre de Aguavieja y, en 1757, se inaugura el acueducto de Aguanueva, que conduce agua desde el boquerón de San Francisco. Éste y otros acueductos proveen agua malamente a Bogotá hasta finales del siglo XIX.
En los primeros tiempos el perfil o sección transversal de las calles y carreras tiene forma de batea o artesa, con la parte más honda hacia el eje de la calzada, configuración adecuada para recoger y conducir las aguas lluvias. De todas maneras, las copiosas corrientes que durante las lluvias vienen de las montañas de Guadalupe y Monserrate, llenan las calzadas de acera a acera. Más que acequias, éstas son zanjas, algunas con sus pisos revestidos de lajas, constituyendo el primitivo sistema de alcantarillado.
Los ríos en la imagen de la ciudad
Por entonces, los bogotanos gustan pasear a sitios bañados por aguas. El mismo virrey Ezpeleta por 1789, no sólo admira la belleza de la sabana de Bogotá, sino que después de las fiestas de la ceremonia de recepción organiza una visita al célebre Salto de Tequendama, invitando a las familias santafereñas más distinguidas. Y a fines del siglo, 1799, para festejar el cumpleaños de Manuela, su mujer, pasan el día en las orillas del Fucha, entre banquetes y diversiones campestres.
Cuando el núcleo urbano comienza a salirse por los límites de los ríos se construyen los primeros puentes de sillería de piedra. Las necesidades del tránsito de peatones y carruajes, obligan a hacer, año tras año, mayor número de puentes. Los principales se localizan sobre el río San Francisco y el río San Agustín. En 1666, Lucas Fernández de Piedrahita se refiere a Bogotá así:
Hermoséanla cuatro plazas y cinco puentes de arco sobre dos ríos que la bañan, de San Francisco y San Agustín, para la comunicación de unos barrios con otros, y el de San Francisco es tan provechoso en la ciudad, que además del agua que reparte en muchas fuentes particulares, forma una acequia con que dentro del círculo de la población muelen ocho molinos.
Fuera de los límites, en 1796, se construye el puente del Común, sobre el río Fucha, entre los pueblos de Chía y Cajicá. Su magnitud da cuenta de la dimensión de estas obras de piedra; 31,86 mts. de largo por 5,71 mts. de ancho y una altura sobre el río mayor de 7 mts. El puente cuenta, además, con cinco arcos y a cada extremo se halla una plazuela, en forma de herradura, cuyo diámetro es de 18,15 metros. puente se completa con doce pilastras terminadas en pirámides cuadriláteras coronadas en globos.
Hasta mitad del siglo XIX, los relatos de viajeros que paran en Santafé mencionan las cristalinas y caudalosas aguas que bajan de los cerros y atraviesan la ciudad. La mayoría de los espacios públicos se organizan en torno a un curso de agua; algunas plazas de iglesias, los puentes con su plazuela, los jardines de quintas cruzados por vertientes y las alamedas que acompañan su recorrido. También están las aguas presentes en las pilas públicas diseminadas por la ciudad. Así, el río limpia las calles, sirve para el baño, para el lavado de ropa, para impulsar molinos y para paseos campestres. El río es parte de la imagen de la ciudad colonial. En 1819, Richard Vawell describe la alameda que acompaña al río San Francisco; el riachuelo que atraviesa la ciudad y que tiene dos puentes, es, sencillamente, un torrente de montaña. A su lado hay una larguísima alameda, sembrada por altos álamos y rodeada de jardines. Este paseo, que conduce del convento de capuchinos a los suburbios, es muy frecuentado en las noches estivales, y se oyen en él acordes armoniosos de músicos invisibles, sentados en la umbría de jardines circundantes.
Sin embargo, consecuente con esa visión de dominar el medio que el mundo occidental impone, a escasos cuarenta años de la fundación de Santafé, el río San Francisco está contaminado y los cerros orientales pelados por la tala.
Siguiendo algunas crónicas de la época de la colonia y hasta la actualidad, se rescatan ciertos comportamientos y «leyendas» que circulan por Bogotá, como las de Don José Celestino Mutis, llegado a Bogotá desde Cádiz en 1760 como médico de la familia del Virrey. Mutis relata en su diario personal algunas de las que denomina vulgaridades de los bogotanos, como por ejemplo que a los europeos llegados a Santafé se les dice que guardasen de humedecerse los pies, pues este descuido engendra todas las enfermedades. Además, repara en la creencia de que a los niños, desde el día de su nacimiento hasta los siete años, se los baña de noche en agua fría para con el fin de un desarrollo sano y robusto, y que el sereno, sobre todo entre las cinco y las ocho, causa muchísimo daño. Estas y otras historias rondan la vida colonial de Santafé. Aún algunas de ellas se escuchan por Bogotá.
Cuando Bogotá se desembaraza de los rastros coloniales
Durante el siglo XIX4 Bogotá se mantiene aislada en su altiplano, rodeada de inaccesibles montañas, lejos de los ríos navegables y con vías de comunicación precarias. La ciudad se presenta como un oasis de civilización en medio de una naturaleza ingobernable y del atraso.
Pero los cambios se van sucediendo, al final del siglo XIX Bogotá ha construido treinta puentes en una ciudad de apenas 193 manzanas, se han levantado edificios en los lechos de ríos y las casas ofrecen al río sólo su trastienda. Para estos tiempos, los ríos San Francisco y San Agustín se han convertido en un estorbo, una fatalidad para los habitantes de Bogotá.
A comienzos del siglo XX, a partir de una rápida y no siempre acabada transformación, Bogotá pasa del aislamiento a la apertura hacia el resto del país y del mundo. Además, se acelera su crecimiento por la migración proveniente de su zona de influencia: Boyacá y Cundinamarca. Bogotá pasa de 84.723 habitantes en 1881 ocupando la ciudad un área de 207 has., a contar en 1905 con una población de 100.000, ocupando 294,5 has. Y en 1928 asciende a 235.421 habitantes en un área de 1172 has. (Vargas y Zambrano, 1988:11-92). El cambio lo expresa Antonio Gómez Restrepo cuando dice en 1918:
y cuando queremos recordar los tiempos idos, peregrinamos por las colinas de Belén, seguimos la corriente de la quebrada del Manzanares y llegamos hasta el santuario de la Peña, en donde se respira ambiente de la Colonia.
Las ideas e instituciones que giran en torno al embellecimiento de la ciudad, conciben a la naturaleza como una creación artística. Como un receptáculo del orden y lo artificial, con leyes internas que la hacen aprehensible. Comienzan a tener prestigio ciertos escenarios vinculados con las aguas en los alrededores de la ciudad, como el Chorro de Padilla5, el Salto de Tequendama y ciertas porciones del río Bogotá. La naturaleza se extiende a lo urbano, como en el paseo Bolívar6, y se componen «cuadros» que manifiestan la capacidad de disfrutar estéticamente de ellos, de descubrir matices y evocaciones.
Al interior de la ciudad se crean paisajes combinados vividos como objetos de goce estético y referencia cultural. Es la época de aparición de los parques enjaulados y del bosque cruzado de senderos, en los cuales se descubren paisajes cercanos y lejanos. Surge a su vez el parque abierto: Parque del Centenario, Parque de la Independencia, Parque de los Mártires, Parque España. El espacio urbano se convertirá en un agente activo del bienestar comunitario.
Al extenderse la ciudad, las vías principales se prolongan y aparecen nuevas ideas urbanísticas como la alameda: recorrido formado por una avenida ancha, con un principio y final definido rematado con objetos simbólicos (estatuas, fuentes), presencia de vegetación, de árboles y flores. Allí se expresa el interés por acercarse a lo natural y de sentir cierta nostalgia por tiempos mejores.
El río San Francisco, y los que cruzan la ciudad colonial, pierden importancia simbólica a finales de siglo XIX, al igual que los elementos que lo acompañan, (así es el caso del puente sobre la Calle Real y las plazas a los lados de los puentes). La pérdida de significado y la degradación del río San Francisco, permite la construcción lenta del edificio Rufino Cuervo, construido sobre el lecho del río en el costado occidental de la carrera séptima. Además, desaparecen las vistas hacia el río, pues frente a él se levantan dos edificios, el Valenzuela y otro de piedra, de dos plantas. El río se borra visualmente de la Calle Real, vía principal de la ciudad.
Hacia 1914 una ley del Congreso decreta el cubrimiento de los lechos de los ríos San Francisco y San Agustín y la construcción de «albercas» en la parte alta de la ciudad, para el aseo de alcantarillas y cauces. Son obras precursoras del alcantarillado moderno. En 1920 se comienza a canalizar el río San Francisco, a fin de «usufructuar y recuperar» el sector. Estos trabajos demoran algo más de veinticinco años y marcan el inicio de un proceso de canalización y entubamiento de ríos, que trunca la posibilidad de integrarlos al paisaje de la ciudad.
En cuanto a los mitos que circulan por la época, rescatamos uno que aún en la actualidad está vigente: el temor por la extinción del agua. Esto es una paradoja ya que Bogotá está regada por ríos, quebradas y lagunas. Para ilustrar esto, se trae el relato de Ernest y Walter Rothlisberger a comienzos del siglo XX:
Bogotá haría (...) otra impresión si se pudiera remediar la inaudita escasez de agua de que, desde años, sufre la ciudad. Durante los secos meses de verano, la vida resulta aquí muy dura, pues cada golpe de viento levanta por las calles grandes nubes de polvo (...) ahora es convicción de que a toda costa debe de proveerse de agua a la ciudad, y se están ensayando varios proyectos de gran envergadura (Martínez, 1978-154).
La existencia de dificultades para la provisión no es a causa de la ausencia de fuentes de agua, sino de una incapacidad y desidia para encarar proyectos que permitan su suministro adecuado. En el imaginario bogotano el temor a que se acabe el agua se presenta como una fatalidad natural.
A estas historias se añade la magia que desde mediados del siglo XIX, cuando iban los aguateros a buscar agua, despierta el Chorro de Padilla. Entre las coplas populares que se cantan por la época, una de ellas muestra la situación del acueducto privado de Don Jimeno y las bondades del Chorro de Padilla:
Las aguas del acueducto
son tan sucias y amarillas
que hasta los propios microbios
mi vida,
toman agua de Padilla
Sin embargo, en 1924 la prensa informa que el agua del Chorro de Padilla (que muchos consideran pura) no ofrece las garantías, y «por el contrario, constituye un verdadero peligro al que confiadamente se entregan muchas gentes incautas» (Puyo Vasco, 1989:67). A pesar de esto, aún hoy los bogotanos se acercan a abastecerse de esta agua en botellones y garrafas por considerarla milagrosa y para «bendecir» con ella sus vehículos.
El acueducto
Casi a fin de siglo las aguas se toman únicamente de las fuentes públicas en ollas y múcuras, o del Chorro de Padilla que reparten los aguateros o llega a las casas acomodadas a través del derecho de pajas. La ciudad cuenta para entonces con 37 fuentes públicas. Apenas en 1888 comienza a funcionar una compañía privada de acueducto, única abastecedora del líquido en la ciudad. La empresa toma el agua de los ríos Arzobispo y San Francisco, prestando un servicio irregular y deficiente a unos cuatro mil usuarios.
La alarmante degradación en el servicio, y las condiciones higiénicas del agua que se patenta en las altas cifras de mortalidad por epidemias que se registran en los primeros años del siglo, provoca la presión para su compra de los usuarios al Municipio, decisión que se toma finalmente en 1914. La Academia Nacional de Medicina colabora en el saneamiento de todos los mecanismos de distribución del agua y del líquido mismo. Recomienda la compra de las hoyas de los ríos vecinos, sumado a una rápida e intensa campaña de reforestación y a la construcción de una buena red de alcantarillado. En 1918 se inicia el proceso de compra de las propiedades donde se hallan los nacimientos de los ríos; esto permite ejercer un adecuado control sanitario.
La escasez de agua es un hecho recurrente, se decide construir un gran acueducto en el río San Cristóbal, iniciándose los trabajos en 19237. Sin embargo, a finales de la década se tendrá que recurrir a las aguas del río Tunjuelito y construir un embalse en el Neusa para conducir las aguas hacia la capital por medio de tuberías.
Otra innovación importante para el momento es el uso del cloro para la purificación de las aguas, ya que éstas se toman directamente de los ríos contaminados. A pesar de los beneficios que este cambio trae en materia de salud, el acueducto debe aplicarlo de manera sigilosa. Cuando se hace público, se desata una batalla contra los que consideran que su uso trae trastornos para la salud. Así, por ejemplo, la Junta de Saneamiento recibe presiones de los vecinos de Chapinero que protestan por estar recibiendo aguas cloradas. Un médico, incitando al auditorio a destruir los mecanismos por medio de los cuales se suministra ese «químico», dicta una conferencia pública donde denuncia que el cloro produce impotencia. De tal modo, la ignorancia libra una encarnizada batalla contra el cloro y en favor de bacterias y microbios (Puyo Vasco, 1989:67).
Al tiempo, desde 1888, otro problema acompaña al primer acueducto por tubería a presión: el de las aguas negras y, por consiguiente, la contaminación de las fuentes. Para dar solución a esto se convoca a ingenieros sanitarios y en 1907, se encarga a la firma S. Pearson y luego en 1917 a la firma Ulen y Cia. la ejecución de estudios para someter a un tratamiento depurador las aguas usadas antes de verterlas a las corrientes receptoras que finalmente desembocan al río Bogotá.
Tras nuevas y limpias aguas
Por estos años la ciudad adquiere un carácter lineal debido fundamentalmente a la determinante física de los cerros orientales. Para comienzos del siglo XX se extiende hacia el sur a los barrios de San Cristóbal y 20 de Julio. Al norte su primera prolongación es Chapinero, este trecho se cubre entre los años 20 y 30 cuando aparecen otros barrios residenciales (Teusaquillo, La Merced).
Chapinero tiene la estación de ferrocarril de la línea de Bogotá al norte, junto a ella la plaza de mercado y el tranvía que lo conecta a Bogotá por la carrera 13. Es considerado, desde la época colonial, uno de los sitios de mejor paisaje de la sabana, con agradable clima y paso obligado de los bogotanos. Al igual que sucedió con la fundación de Bogotá, al ser un sitio regado por muchas quebradas que bajan de los cerros orientales; La Cabrera, La Rosales, La Vieja, Las Delicias, el Zanjón del Polo y el río Arzobispo, las aguas son un determinante para su poblamiento y además, definen sus límites.
Chapinero es un sitio de baños frecuentados por las élites de Bogotá. El plano de 1913 señala dos estaciones de baño, una al norte y la otra cercana al área construida, y donde además, se establecen casas de recreo y residencias permanentes.
Por tanto, la tendencia y la estructura espacial que se va consolidando durante el siglo XX hacia el norte, no sólo surge motivada por la infraestructura instalada, la facilidad de transporte (tranvía) y vías de conexión con Bogotá (carreras 7º y 13º), sino en la búsqueda de las clases altas por ubicarse en zonas con adecuadas condiciones naturales: buenas tierras, clima agradable y las limpias quebradas que bajan de los cerros. Éstas aseguran caudal, limpieza y provisión de aguas puras, así, permiten la instalación de tanques para brindar el servicio de agua, además de facilidad de desagües. Estas condiciones no las ofrece el occidente de la ciudad ya que al ser una zona anegadiza, su topografía presenta obstáculos para la construcción de los desagües por la reducida pendiente del terreno. Por otra parte, los cursos de agua son los mismos que cruzan el casco urbano colonial y llegan arrastrando las suciedades del área urbana.
Período de transición: parques y represas
En 1932 Bogotá cuenta con 265.335 habitantes, para 1938 ascienden a 330.312. La ciudad se expande sobre nuevas áreas y se compactan las existentes. El área central de la ciudad se mantiene como núcleo de principal atracción comunicada con los demás barrios. La zona urbana abarca una superficie de 2.500 has. Existen más vías de transporte, la industria tiende a localizarse por áreas, y se agrupan las zonas residenciales por niveles socioeconómicos. Esto indica el inicio de una forma y estructura compleja y diferenciada de la ciudad que se agudiza a través del tiempo.
A partir de la década del treinta se manifiesta un interés notorio por el urbanismo, surgen ideas y propuestas espontáneas para mejorar y embellecer la ciudad, motivadas por las obras emprendidas en ocasión del cuarto centenario de la ciudad (1938). Hay una abrupta irrupción de hechos físicos: inmigración, aparición de fábricas, incremento del parque automotor, entre otros, que exceden los recursos y elementos conceptuales con los que se cuenta. Esto va a exigir la elaboración de proyectos de rápida aplicación para intentar dar respuesta a una ciudad que crece siguiendo una lógica espontánea.
En 1933 se crea el Departamento de Urbanismo, que va a dirigir el austriaco Karl Brunner. Se propone un plan de ensanche para Bogotá que articule el casco urbano con los núcleos dispersos localizados alrededor de Chapinero, mediante vías (caso la Avda. Caracas) y barrios residenciales. Se ejecutan trabajos que dan gran importancia a la naturaleza y a los cuerpos de agua, como la ronda del río Arzobispo8 (que se integra adecuadamente como elemento ordenador y generador de espacio público) y más adelante también la ronda del río San Agustín con la construcción de la Avda. Belalcázar.
En este período los parques urbanos se conciben con una escala diferente y se concreta por vez primera la intención de integrar la ciudad, los cerros y los cuerpos de agua. Se inaugura el Parque Nacional Olaya Herrera (1932) que genera un cambio al incorporar la práctica deportiva, además, se institucionalizan los paseos como rito social. A escala intermedia, el parque Luna Park al sur, cruzado por el río San Cristóbal (1921), y el Parque Gaitán, en Chapinero en la margen sur del río Negro, (ambos con lagos internos)9 ya hacen parte de las salidas de los bogotanos. Al ser propiedad privada estos parques desaparecen en poco tiempo (años 50) para ser convertidos en tierras urbanizables. También los clubes privados de carácter «campestre» se ubican cercanos a ríos, como el Club Muña, que contaba con un lago artificial en el embalse del río Muña (24 Km. al sur de la ciudad), o el Club Los Lagartos, en Suba, bordeado por el río Juan Amarillo.
Al final de este período Bogotá se expande sobre sus ejes viales. La apertura de la avenida-parque de las Américas hasta el aeropuerto de Techo, con motivo de la IX Conferencia Panamericana (1948), genera el crecimiento hacia el suroccidente. Esta avenida se concibe como una vía jardín, un parque lineal, que compone los accidentes del terreno, formando glorietas, grupos arquitectónicos y juegos de agua.
La ciudad toma forma de arco, con abultamientos en sus extremos y el centro occidente despoblado al existir tres grandes vacíos: al noroccidente; la autopista Norte-Calle 62, al occidente, la hacienda El Salitre y al suroccidente; la Av. de Las Américas y la Av. Primera. Las urbanizaciones de las clases altas se extienden hacia el norte, dividiendo socialmente a la ciudad. A esto contribuyen el régimen de propiedad de tierras, su parcelación a raíz de la crisis del treinta y el hecho de que el occidente de la ciudad, no sólo posea zonas anegadas, de difícil construcción, sino que además sean tierras de propiedad privada.
Por estos años los bogotanos siguen sufriendo por falta de agua: una situación intolerable a la que se agrega el derroche en el uso de la misma, provocando que el municipio promueva la instalación de contadores y el cobro de cuentas por consumo. Época en que empieza a calar en Bogotá el hábito del baño diario debido, en parte, a campañas similares a las que en los años veinte exhortan a las gentes a lavarse el cuerpo «siquiera una vez por semana».
En 1938 culmina la construcción del acueducto de Vitelza que consiste en el represamiento del río Tunjuelo, y su conducción hasta el alto de Vitelma (24 Km.), donde se instala una planta de tratamiento convencional. Al tiempo se ponen en marcha los mecanismos de purificación de agua que constituyen un avance en el campo de la salubridad. Pero pese a este notable adelanto, los veranos acusan escasez de agua en la capital. Muy pronto el acueducto de Vitelma demuestra ser insuficiente para cubrir las necesidades que determina el vertiginoso crecimiento de Bogotá. Se extiende la red de tuberías y se monta una nueva planta de purificación.
Ambigüedades
Bogotá es una ciudad atravesada por corrientes con gran volumen de agua, proveniente de las que ahora se comienzan a denominar «hoyas hidrográficas» situadas en los cerros orientales. El crecimiento de la ciudad impone pensar soluciones con relación a las aguas lluvias en función del área metropolitana. Las estrechas condiciones económicas del municipio lo llevan a adoptar el sistema semi-combinado (aún hoy existente en el centro de la ciudad). Este sistema consiste en permitir (cuando los colectores resultan insuficientes), la construcción de «aliviaderos» con el fin de verter las aguas negras diluidas en canales abiertos diseñados a lo largo de los cauces naturales de las corrientes de agua. Es un sistema que causa un grave problema sanitario, ya que durante los aguaceros estos canales se contaminan al recibir aguas negras.
Este periodo es contradictorio en su relación con las aguas. Se recupera (desde una concepción paisajística) el río Arzobispo, se integran zonas residenciales de la ciudad (barrio Teusaquillo y La Soledad) al parque Nacional, y el agua se usa como elemento ornamental al disponer fuentes con juegos de agua en espacios públicos (Plaza Bolívar). Por otra parte, los bogotanos se quejan por la escasez de agua mientras la derrochan. El cloro es rechazado por amplios sectores.
Al mismo tiempo se ejecutan entubamientos de ríos y quebradas, hecho irreversible para la imagen de la ciudad. Sin embargo, el error más grave ha sido concebir los cauces de ríos y quebradas como hoyas de drenaje. Esto implica la alteración del amplio significado que un curso de agua tiene para la ciudad, y el comienzo de un periodo de denigración de las mismas. Las aguas dejan de ser ríos, quebradas o en tal caso canales, para convertirse en cloacas, caños o colectores. Desde entonces la contaminación de los cursos de agua no es un hecho inocente, el río o la quebrada son explotados perversamente al ser conductores de líquidos que la ciudad expulsa fuera de sus límites.
Las aguas en la imagen gráfica
En el plano de 1933 se observa el crecimiento de Bogotá a lo largo de su eje norte-sur, la mancha urbana se extiende por el norte hasta la calle 81. En este mapa se grafican muchos de los ríos de Bogotá; al sur el San Cristóbal-Fucha. Para esta época el San Francisco se halla entubado (como el San Agustín) hasta la carrera 13; luego al dejar la zona urbana, sigue su recorrido hacia occidente, paralelo al camino de Montes.
El río Arzobispo rectificado en su cauce, pasa por el Parque Nacional y atraviesa barrios residenciales hasta encontrarse con las vías del Ferrocarril del Nordeste. Desde allí fluye hacia el norte con el nombre de Salitre recibiendo las aguas de las Quebradas Las Delicias y de La Vieja, marcando por occidente el límite urbano de Chapinero. Al norte, desprendido de la mancha urbana, el río Negro y su afluente la quebrada de La Cabrera, bajan hacia el occidente y se reúnen con el Salitre. Lejos de la ciudad, más al norte, se identifica la Quebrada de Los Molinos.
Los ríos y quebradas se hallan presentes en la gráfica y conforman límites para el crecimiento de la ciudad. Sin embargo, las vías de transporte comienzan a insinuarse en la gráfica como elementos rivales respecto a los cursos de agua.
Período Moderno: el urbanismo el supremo ordenador
Algo acontece en Bogotá que altera el curso de la historia en Colombia: el bogotazo, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. Deja como secuela destrozos y e incendios en algunos edificios del centro de la ciudad. Este hecho, exagerado en sus verdaderas dimensiones y consecuencias, crea la oportunidad de intervenir y reconstruir el centro con proyectos promovidos por la Sociedad Colombiana de Arquitectos, y su órgano de difusión: la revista PROA y la Facultad de Arquitectura de la Universidad Nacional, desde donde se profesaban las ideas y teorías corbusereanas.
Estos cambios manifiestan un nuevo orden espacial, como señaló Le Corbusier en su primera visita (1947), «el urbanismo es el supremo ordenador social».10 En 1951, el plan director para Bogotá de Le Corbusier en asocio con Wienner y Sert, propone, en rasgos generales, una zonificación por funciones, es decir, se sectorizan los usos del suelo y se clasifican las vías de acuerdo a su capacidad. El plan destina grandes áreas para parques públicos y zonas verdes en las márgenes de algunos cauces naturales. Sin embargo, se diseña bajo una concepción abstracta de ciudad, desligada de las condiciones propias de su territorio.
El Plan de Le Corbusier no se llega a ejecutar. Como señala Aprile-Gniset, se callan las propuestas más molestas de su plan y se enfatiza «su doctrina de “las vías anchas”, cuidadosamente recogida como apoyo teórico para las operaciones quirúrgicas…» (Aprile-Gniset, 1983:15). El plan, además, sirve de base para el futuro Plan Vial de 1961, que imagina una ciudad organizada en función del tráfico vehicular.
Para esa época, se inicia el estudio del plan de colectores troncales y canales para el drenaje adecuado del área urbana. Hacia 1950 se concluye el entubamiento de los ríos San Francisco y San Agustín. En toda la extensión del área urbanizada las quebradas y los ríos se canalizan o pasan a ser colectores cubiertos, desapareciendo de la imagen de la ciudad.
Por esos años un cronista, Hernando Téllez11, describe su ciudad:
La ciudad se desparramó hacia la sabana y el círculo de miseria que la enmarcaba, fue roto en una progresión sistemática. Por donde pasaba antes un río de aguas sucias, en cuyas orillas se alzaban sumarias viviendas de mendigos y hampones, se hizo el trazado de una hermosa avenida y la pobretería tuvo que salir de esos contornos, huyendo de las amenazas de la prosperidad y de la riqueza. De las colinas que eran su refugio natural, descendieron los humillados y ofendidos, escapando al régimen legal de la expropiación y de la valorización. El tono, el ritmo, la dinámica, el perfil de la ciudad cambió radicalmente. Quedó, intacto, el paisaje de sus colinas y el de su valle, de ser verde sabana, fino, melancólico y austero, como el de la campiña romana. Quedó, intacta, la gracia espiritual de la ciudad, su malicia sorda y buida, su gracia penetrante y alada.
Este relato expresa el quiebre definitivo en la relación de los bogotanos con sus aguas. Téllez dice, de manera irónica, que la ciudad «quedó intacta», a la vez que menciona cómo se borraron de su traza los «indeseables». Olvida referir que sus ríos han desaparecido de la imagen, y con ellos, rincones singulares de la ciudad. Los ríos se convierten en obstáculos para la idea de progreso. Kathleen Romoli (1941) evoca así al río San Francisco:
ya no corta la ciudad de este a oeste, sino que corre entubado, subterráneo (...) El río San Francisco era maloliente pero pintoresco, sin duda el aire es más agradable desde que su corriente fue totalmente entubada, pero confieso mi deseo sentimental en que se debería haber dejado el pequeño curso de agua y con él el convento edificado en 1554, que albergó al gobierno departamental.
Sin embargo, las huellas de los ríos persisten en el trazado de calles y en la conformación edilicia, el recorrido de los cauces marcan la ciudad, esto se adivina en la irregularidad de ciertas calles, en la sorpresa ante un camino que se desvía, en las formas caprichosas de ciertas casas que expresan la presencia de ríos y quebradas en Bogotá. Se está en una ciudad que simula ser otra al estar cruzada por ríos que se pretenden ignorar.
La imagen de la ciudad en la gráfica
Uno de los rasgos de este período es el acusado aumento de la bipolaridad: dicotomía norte-sur, expresada arquitectónica y espacialmente. Al norte la ciudad se distingue por la presencia generalizada de antejardines, de vías anchas, de casas aisladas, de garajes, de arborización y zonas verdes. Al sur la ciudad se expresa por medio de construcciones pegadas que dan sobre calles estrechas donde se desarrolla una intensa actividad con una ausencia casi total de árboles y zonas verdes. En las nuevas urbanizaciones surge el centro comercial como organizador de la vida barrial y pierde importancia la plaza.
En 1951 la población asciende a 715.250 habitantes. La ciudad se extiende más allá de la calle 85 en el norte y hacia el sur alcanza el río Tunjuelito. Finalmente hacia occidente, en la década del 60, se ocupan áreas extremas como el viejo aeropuerto de Techo (hoy ciudad Kennedy), y se rebasa en varias partes la recién construida Av. 68. Este proceso de crecimiento continua hacia los municipios de Bosa, Fontibón, Engativá y Suba. Los servicios públicos aumentan su cobertura y para 1951 sólo un 15,9 % carece de agua y el 19,7 % de ellas no tiene electricidad. En la segunda mitad de la década, las empresas de energía y de agua aumentan su tamaño y consolidan su estructura.
En 1954 la ciudad ha rebasado los límites estimados, se anexan los municipios circunvecinos a Bogotá. La oficina de Planificación Distrital, creada en 1948, prepara el Plan Piloto de 1957, de carácter esencialmente físico. En 1961 se elabora un estudio de zonificación que demuestra el carácter rígido de la legislación que divide la ciudad en diferentes usos urbanos12. 1968 esta tendencia se flexibiliza.
En el plano de Bogotá de 195813 se observan el crecimiento compacto hacia el suroccidente y manchas dispersas hacia el noroccidente, configurando un arco alrededor de terrenos vacíos. La Plaza Mayor y el casco histórico han perdido su importancia como foco de atracción y lugar de referencia. Las áreas residenciales se presentan segregadas por niveles socioeconómicos; los grupos con capacidad adquisitiva ocupan las tierras bien servidas en transporte y vías mientras que los grupos de bajos recursos han sido confinados a áreas insuficientes en líneas de transporte y con usos del suelo inadecuados para habitar. La clase media ocupa las tierras entre estos dos polos extremos, o las tierras abandonadas o salteadas por los grupos de nivel alto en su alejamiento del centro de la ciudad hacia el norte.
La expansión de la ciudad es tentacular a lo largo de las vías radiales que, a partir del centro, la conectan con las regiones más importantes del país. Se manifiesta la tendencia al crecimiento en dirección a dos hoyas de drenaje natural: ríos Juan Amarillo y Fucha. El río Juan Amarillo parte de los cerros orientales a la altura del Parque Nacional, se concentra en las vías principales, carreras 7ª y Avenida Caracas, se curva siguiendo la dirección del río Arzobispo, luego sigue hacia el río Salitre para desembocar en dirección occidenteal en el Juan Amarillo y su afluente, el río Negro. La quebrada de Los Molinos es, en esta etapa, el límite norte de la mancha urbana. El río Fucha parte hacia el suroccidente. casco antiguo se extiende hasta el río San Cristóbal, sigue el arco montañoso del suroriente, configurando una mancha urbana compacta, luego se curva hacia el occidente siguiendo al San Francisco y al San Cristóbal. El límite sur lo definen los cerros y el río Tunjuelito, que aún están por fuera de la mancha urbana. Este crecimiento hacia occidente se refuerza a lo largo de la Avenida de Las Américas.
Se observa que en los mapas de los años cuarenta y cincuenta se han ido borrando de la gráfica la mayoría de los cursos de agua, sólo aparecen dibujados los más importantes. La ciudad se organiza y crece orientándose por las nuevas vías vehiculares.
Queda pendiente dar cuenta de los últimos 40 años, el período contemporáneo que muestra un vertiginoso crecimiento demográfico en Bogotá, de 1.697.311 habitantes a mediados de los años sesenta a 6.726.055 en 1993. Una etapa donde se revela que todas las fuentes de agua están intervenidas, perturbadas, existiendo sobre ellas algún tipo de amenaza (ya sea con fines de consumo, o bien para derramar en ellas los deshechos propios de la actividad doméstica, industrial o comercial). Todas han sufrido la transformación de su dinámica interna, incrementando los efectos de la erosión y el peligro de movimiento de tierras.
A modo de conclusión
Morar y moldear la ciudad permite ejercer un cierto control sobre el territorio, uno se apropia por medio de un juego de aceptaciones y rechazos. El reiterado desprecio hacia las aguas, su ocultamiento, la modificación de los nombres, colabora en la pérdida del sentido de pertenencia. Se amputa parte de la ciudad, se opta por morar y moldear una ciudad sin aguas. Al deshacerse de elementos que hacen parte del estar, no se reconoce el territorio, se pierden las referencias, por lo tanto si no se está, tampoco se es.
En el transcurso de Bogotá, se han dejando atrás señales de esta ruptura con las aguas. En primer lugar, los cursos de agua contaminados se transforman en cloacas, cambia la denominación de ríos y quebradas, que pasan a llamarse canales, caños o colectores, y el sistema de aguas se convierte en un sistema de drenaje. Por otra parte, los habitantes dejan de apropiarse, de gozar de las aguas de su territorio, para pasar a ser catalogarse en usuarios o consumidores del producto «agua». Por último, en los planos y mapas, van desapareciendo de la gráfica los cursos de agua, reemplazados por las vías vehiculares que comienzan a determinar el crecimiento y el desarrollo de la ciudad.
El desprecio por las aguas, las agresiones a que son sometidas, son deseos de autodestrucción latentes en cada individuo y en la sociedad. La ciudades anónimas, donde se acrecienta la soledad y la angustia individual, desligan y desprenden a los habitantes entre sí y de sus territorios. Desencadenan una violencia que se convierte en estas expresiones de desprecio hacia sus espacios, sus ámbitos, su gente.
La mirada «economicista» de la existencia ha desconocido la incidencia de las estructuras y fenómenos no económicos, ha ignorado los accidentes, los individuos, las pasiones, las frustraciones, los delirios (Morin y Kern, 1993:154). Desde esta mirada, lo que circula no es la vida, sino materias primas, productos industriales, contaminantes, recursos. La naturaleza se encuentra reducida a ser un éxtasis, un apéndice del ambiente, se asiste a su muerte simbólica y a su degradación física. De alguna manera es una conquista semiótica del territorio, todo cae durante la dictadura del código de producción, de la visión económica y la ley del valor (Escobar, 1994:139:162).
En Bogotá se da un proceso hacia «ser más», que no es más que una reproducción, un proceso hacia «ser cómo» que equivale a «ser menos» (Domenach, 1980:13-41). La homogeneización cultural ha llevado a que ésta, la cultura, pierda un rasgo básico, ser un instrumento de adaptación al medio, de control y utilización de las fuerzas naturales, ya que éstas deben integrarse en el proceso mismo de construcción de ciudad.
Desarrollo es «ser más uno mismo» y por lo tanto se deben expresar, fortificar y estimular las originalidades. El desarrollo implica una toma de consideración acerca de lo que está en la raíz, es decir, de lo que está latente en un grupo y que precisamente se debe desarrollar: su lengua, su temperamento, su cultura, su territorio. Es necesario impulsar un desarrollo que involucione o ‘revolucione’, que regrese a los orígenes, se zambulla en las profundidades del ser y de su estar (sin denotar que se perezca en un pasado que inmoviliza).
Se construyen siniestras imágenes de la ciudad, pero también existen aquellas que intentan sensibilizarla y apropiarla a partir de descontaminar, recuperar rondas de ríos e integrar las aguas a la ciudad (como ha sucedido en Bogotá durante la última década). Son el preludio de un proceso que permite el despliegue de imágenes e invitan a no resignarse a subsistir, sino ansiar estar en la ciudad, vivirla y así vivirse.
Las respuestas se hayan en seguir construyendo imágenes posibles de Bogotá, en atreverse a imaginar. La imaginación está justo donde la función de lo irreal viene a seducir o a inquietar al ser dormido en su automatismo. Las imágenes son sorpresas que excitan la conciencia e impiden que se adormezca. Imaginar es más grandioso que vivir, hace temblar lo más profundo del ser.
A las imágenes existentes se ligan las que cada habitante lleva dentro de él, muchas y variadas, como dice Rilke: «el mundo es grande, pero en nosotros es profundo como el mar». Imaginar y reimaginar las aguas en todas sus dimensiones; como paisaje, como espacio de recreación, como lugares lúdicos. Crear y recrear sus olores, sus colores, su textura y sus sonidos para incitar y motivar los sentidos. Provocar emociones, recuerdos, turbaciones. Acompañarlas y disfrutar desde su nacimiento y su recorrido por los barrios hasta que se confunden con las aguas del río Bogotá. Devolverlas a la vida, a las vibraciones de la ciudad. Intentar vivir poéticamente con las aguas.
Estar en el territorio para poder ser más uno mismo. No abandonarse a teorías globales o modelos extraños, sino confiar en los propios atributos estéticos y espirituales. Estos han sido exhibidos como rebeldes al desarrollo, pero son los que permiten nutrir, consolar y unir al sujeto con su territorio. Y crear y recrear una relación que no estimule perturbadores conflictos.
1 Este artículo es producto de la investigación realizada por la autora para su tesis de maestría en el CIDER, Uniandes.
2 Arquitecta (Universidad de Buenos Aires), magíster en planificación y administración del desarrollo regional (universidad de Los Andes), candidata a Doctora en Historia (Universidad Nacional de Colombia).
3 Se entiende mito, no con la acepción usual del término: fábula, invención, ilusión, ficción, sino como las antiguas sociedades lo han comprendido, el que determina una historia verdadera, una historia de inapreciable valor porque es sagrada, ejemplar y significativa.
4 La Confederación Chibcha era la forma político-administrativa que conformaba lo que se conoce como «cultura muisca», y se desarrolló en el altiplano Cundiboyacense uno de los Estados de la Confederación, era la del Zipa y estaba al sur; su capital era Bacata.
3 Aunque se ignoró, como en el resto de América, el patrón de asentamiento, la gran concentración de indígenas en la sabana posibilitó a través de la «mita urbana», obligar a un trabajo forzoso en beneficio de la ciudad y de los llamados «vecinos».
4 En 1843 Bogotá cuenta con 40.086 habitantes y el área urbana es casi similar a lo que era en 1810: 2,5 km. de norte a sur por 1 km. de oriente a occidente; 180 has. Plano topográfico de Bogotá por Agustín Codazzi, 1852.
5 Descubierto en 1864 por Cenón Padilla, surtió de agua hasta 1930. Como se refirió aún hoy algunas gentes concurren a tomar agua que dicen «milagrosa» y a lavar los carros para la buena suerte. Cerca del chorro aún subsiste, restaurado recientemente, uno de los molinos a orillas del río San Francisco. Hoy es un restaurante.
6 Comprende la parte alta de la ciudad entre San Cristóbal y el Parque Nacional.
7 Se suma a esto los problemas higiénicos, causa determinante para que la entonces próspera embotelladora Posada Tobón inicie con éxito el negocio de vender agua pura a domicilio.
8 Desde finales del siglo XIX, el río Arzobispo y otros de esta área de la ciudad, han sido afectados por la contaminación de aguas negras y por obras de infraestructura como la carretera de Los Cerros, que taló parte de las áreas de reserva y deterioró las rondas de las quebradas.
9 Parque Gaitán llamado también el Lago de Chapinero, según Ortega Ricaurte fue fruto de las corrientes subterráneas existentes en el norte. Este extenso lote fue adquirido por José Vicente Gaitán T., y sus hermanos Domingo y Rafael. El parque tenía muchos atractivos semejantes al Coney Island de USA. En el lago se realizaban regatas.
10 Revista PROA, Nº 8, 1947:5
11 Hernando Téllez (1908-1966) periodista y cuentista bogotano.
12 El Plan Vial o Plan Piloto adoptado por Acuerdo 38 de 1961 propone ampliaciones a las vías de Le Corbusier, Wiener y Sert para el perímetro urbano y la zona metropolitana.
13 Plano de Bogotá D.E., 1958, esc. 1:20.000. No se especifica entidad o persona que lo haya levantado.
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