Teorías performativas de la identidad y performatividad de las teorías1

 

Performative Theories of Identity and the Performativity of Theories

 

Teorias preformativas da identidades e a performatividade das teorias

 

Claudia Briones2

CONICET/Universidad de Buenos Aires (Argentina) cbriones@filo.uba.ar

Recibido en: 6 de Octubre de 2006 Aceptado: 18 de Enero de 2007


Resumen

Este artículo se propone repasar algunos aprendizajes derivados de las teorías performativas de la identidad para reflexionar sobre la performatividad de las teorías. Aún cuando es vital examinar críticamente la capacidad de agencia y materialidad que portan los discursos científicos—discursos por excelencia autorizados sobre todo cuando se inscriben en el centro más que en los márgenes del quehacer hegemónico—una de las preguntas que busco colocar y compartir es si la noción de performatividad es la mejor manera de hacerlo. Tomando el constructivismo como casi postura de sentido común en los investigadores sociales contemporáneos, me interesa revisar algunas de sus ficciones reguladoras—como la de la contrastividad—para señalar ciertos efectos teóricos, políticos y etnográficos que resultan de basar los análisis en una «performatividad cliché».

Palabras clave: políticas de identidad, performatividad, subjetividades, etnografía, teoría crítica.


Abstract

This article aims to review some knowledge derived from performative theories of identity to reflect on the performativity of the theories. Even though it is vital to critically examine the capacity of agency and materiality that carries scientific discourse – a discourse authorized by excellence, especially when it takes place more in the center than at the margins of the hegemonic activity – one of the questions that I want to offer and share is if the notion of performativity is the best way of doing so. Taking constructivism as a quasi posture of common sense in contemporary social investigators, I am interested in revising some of their regulatory fictions – like the one of contrastivity – to point out certain theoretical, political and ethnographic effects that result from basing analysis on a "cliché of performativity".

Key words: politics of identity, performativity, subjectivities, ethnography, critical theory.


Resumo:

Neste artigo propõe-se revisar alguns conhecimentos derivados das teorias performativas da identidade, para meditar sobre a performatividade das teorias. Ainda quando é vital examinar criticamente na capacidade da agencia e da materialidade que levam os discursos científicos- discursos autorizados sobre tudo os que inscrevem-se no centro mais que nas margens do ofício hegemônico. Uma das perguntas que eu procuro pôr e compartilhar é se a noção de performatividade é a melhor maneira de fazê-lo. Pegando o constructivismo com uma postura de sentido comum nos pesquisadores sociais contemporâneos, interessa me repasar algumas de suas ficções reguladoras, como a contrastividade para sinalizar alguns efetos teóricos, políticos e etnograficos que é o produto de basear os analises numa «performatividade cliché».

Palavras chave: políticas de identidade, performatividade, ubjetividades, etnografia, teoria critica.


Propósitos

Cuando decimos que el libro Los Grupos Étnicos y sus Fronteras (editado en 1967 por Frederik Barth (1969)) constituye un punto de inflexión en el modo de pensar las identidades étnicas, aludimos a varias cosas. Entre ellas, a la capacidad que tuvo para desmontar ecuaciones simplificadas entre cultura, sociedad y pertenencia, y también a la forma en que logró poner en foco tanto las tensiones existentes entre enfoques subjetivos y objetivos de las membresías, como el trabajo social que inevitablemente hace falta para sostener límites sociales, creando y recreando los diacríticos que los encarnan y vehiculizan. De la mano de Barth empiezan a circular ciertas sospechas transformadas en certezas con el tiempo. Concretamente, la eventualidad de pensar las identidades como inevitablemente contrastivas, socialmente construidas y cambiantes en sus contenidos.

Mucha agua ha corrido bajo el puente desde la propuesta de Barth, proceso mediado por la emergencia y consolidación del llamado giro crítico o constructivista en Historia y Antropología (Ortner, 1984), y de un giro discursivo comandado desde la Filosofía y la Filosofía Política, aunque medularmente ligado a las discusiones sobre cómo caracterizar el mundo posmoderno, sus actores y valores (Dallmayr, 1984). Proceso mediado también por la proliferación de las llamadas «políticas de identidad» (Mercer, 1991) y por la manera en que estas luchas fueron haciendo patente que el problema era menos la condición de la posmodernidad (Harvey, 1990) que el progresivo entramado de una gubernamentalidad neoliberal (Gordon, 1991). Es a partir de ambos abigarrados marcos que van surgiendo progresivamente nociones de sujetos descentrados con identidades fragmentadas, fluidas, flexibles y disputadas. En todo caso, el punto es que los enfoques de la identidad no sólo se han sofisticado, sino que se han multiplicado al punto de convertirse en una moda que paulatinamente inscribe asertos de sentido común en la práctica antropológica en particular y en las Ciencias Sociales en general.

Me interesa implicarme en este panorama dejando claro que lo hago desde un triple lugar de intervención e involucramiento. Primero, me posiciono como cientista social a la que no le son ajenas las discusiones que se dan en el campo de las Ciencias Sociales, en general sobre las cuestiones de identidad, aun cuando por momento esas producciones parezcan muy abstractas y distanciadas de mis trabajos de campo, y aun cuando busque permanentemente recentrarlas desde una formación y práctica antropológica. Segundo, lo hago como antropóloga que ha venido trabajando «cuestiones de identidad» al menos desde fines de los años ochenta, en relación con el Pueblo Mapuche y por ende viene siguiendo esas discusiones a partir de aprendizajes hechos en el contexto de las luchas de los Pueblos Indígenas por su derecho a la identidad y a la diferencia. Por último, me paro como docente que, en cierta forma, ha ido alimentando (y sin duda ha ido viendo) los efectos de esta popularización de ciertos encuadres teóricos devenidos certezas. Lo que Brubaker y Cooper (2001) llaman «constructivismo cliché». Una especie de afirmación prescriptiva que nos lleva a repetir que las identidades son: construidas, contrastivas, situacionales, fragmentadas, fluidas, flexibles y disputadas. Es desde estos tres lugares que me siento motivada a hacer un alto en el camino para poder hacer un balance crítico de lo ganado y lo perdido en términos de visibilidad teórica y capacidad explicativa. Necesariamente lo hago con todos mis sentidos (oído, mirada, olfato intelectual) puestos en dos fuentes diversas. Como cientista social ninguna de las producciones teóricas de un campo en verdad amplio me son ajenas o indiferentes. A pesar de sus niveles de abstracción y distanciamiento respecto de lo que nos aparece en el trabajo en terreno, constituyen espacios de reflexión desde donde descolonizar apariencias y formular mejores preguntas. Como antropóloga de campo, sigo persuadida de que la praxis social no sólo es lo que debemos explicar, sino el semillero a partir del cual alimentar y desafiar las reflexiones teóricas. Buscando que ambas fuentes dialoguen y se enriquezcan mutuamente, emprendo el camino. Si el recorrido es exitoso, se entenderá mejor por qué hizo falta explicitar este doble anclaje epistemológico.

Concretamente busco examinar los aciertos y las fallas de las teorías performativas de la identidad (acápite III) para sopesar a continuación aseveraciones explícitas o implícitas sobre la performatividad de las teorías (acápite IV). Ambos objetivos requieren historizar cómo ciertas premisas han devenido sentido común disciplinar que orienta modos de pensar y de hacer. Por eso en el acápite I presento una genealogía interesada de las distintas vertientes de pensamiento y análisis que confluyeron en esa bolsa de gatos que hoy denominamos constructivismo. En el acápite II busco especificar de qué distintas cosas solemos hablar cuando apelamos sumariamente a la noción de identidad como término teórico, para entender el campo de pertenencia y pertinencia de las discusiones sostenidas. La preocupación que me acompaña a lo largo de todo el desarrollo es encontrar maneras de trabajar la tensión entre estructura y agencia que atraviesa las Ciencias Sociales desde que Marx la colocara en agenda con su célebre frase de El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte (Marx, 1978: 595): «Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen simplemente como a ellos les place; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado». En los temas que nos ocupan, un punto de partida semejante me lleva a postular que los sujetos se articulan como tales a partir de un trabajo de identificación que opera suturando identidades personales y colectivas (para sí y para otros), pero no lo hacen simplemente como a ellos les place, pues su trabajo de articulación opera bajo circunstancias que ellos no han elegido.

I. De categorizaciones y categorías, rótulos y sentido común: hoja de ruta y memoria sumaria.

No ha sido un cambio menor que los cientistas sociales nos diésemos cuenta de que trabajábamos con categorías que empezaron a devenir recurso simbólico en las arenas sociales donde estábamos involucrados (cultura e identidad son un claro ejemplo), o con categorías que estaban demasiado inscriptas en nuestro sentido común cívico (Estado, nación, democracia, derecho, ciudadanía entre otras) sin prestar debida atención a los efectos de esta inscripción. Ambas cuestiones plantean desafíos propios (Alonso, 1994; Wright, 1998), pero promueven la común exigencia de explicitar cada vez más reflexivamente si y en qué nuestras categorías de análisis se diferencian de las categorizaciones sociales.

Mencionamos a Barth como un antecesor en el esfuerzo por pensar las identidades de maneras que se distanciaran de los discursos identitarios. Si estos suelen presentar los diacríticos como rasgos objetivos que hacen las diferencias, el abordaje barthiano introduce la sutileza, no menor de ver que sólo algunas prácticas o valores (y no necesariamente los que señalan distancias máximas) se seleccionan para simbolizar los límites. Pero esta apertura analítica al trabajo social que da sustento a toda diacritización se engarza con otra certeza mucho más problemática, consiste en presuponer que todo límite opera relacional pero a modo de contrastes con base en la estricta y duradera separación nosotros/ellos. Así, plantear que la especificidad de las identidades étnicas, lo que las diferencia de otras, consiste en que son las más básicas y generales transfiere a la etnicidad misma características que, en todo caso, son contextuales. Nos referimos a características que devienen más propias de ciertos contextos donde ese clivaje se activa sobredeterminando otros con los que siempre está imbricado. Por contextual entonces aludimos a que las modalidades de esa imbricación cambian según época y lugar.

Trabajos deconstructivos posteriores basados en la doble premisa de problematizar las ideas de sujeto y encarnar los efectos de poder propios de toda relación social problematizarán esta idea de contraste. A partir por ejemplo de la noción de différance de Derrida (1998), el otro que toda identidad necesita para afirmarse como tal empezará a postularse como un exceso que desborda cualquier identidad, o más en sintonía con Frantz Fanon (1967), como un exterior constitutivo de todo «nosotros» que inevitablemente lo desestabiliza. Las lecturas psicoanalíticas y feministas vincularán estos efectos de poder con efectos de deseo y placer. En lecturas como las de Luce Irigaray, el «otro» aparecerá como una condición necesaria para vehiculizar relaciones de exclusión y jerarquía.

En este marco, Butler (1995) introduce con claridad las dos direcciones en que los procesos de alteración operan. Por un lado, postula la separación Yo/Otro como estrategia de dominación que crea, en el movimiento mismo de promover la separación, un conjunto de preguntas artificiales acerca del otro que se busca conocer o recuperar. Por el otro, define a cualquier nosotros como construcción fantasmática que excluye parte de las bases que dice representar. Retomaremos algunas ideas de Butler luego. Por el momento baste apuntar que más allá de estas complejizaciones, lo que ha ido quedando como dato de sentido común es que toda identidad opera por contraste, a punto de llegar a confundirnos cuando así no lo hace.

Sin embargo, este contraste es un claro procedimiento conceptual de una forma moderna de pensar que, más que llegar a constituir la diferencia a partir de la identidad, constituye la identidad a partir de la diferencia, negando entre otras cosas cualquier positividad a ese otro dominado (Grossberg, 2003), un acto quizás póstumo de dominación ideológica que el temor a esencializarlo no alcanza a justificar. También deberemos volver sobre esto, pero en principio baste marcar, como lo hace Grossberg (2003), que la diferencia es un efecto de poder tanto como lo es la identidad.

En todo caso y con el tiempo, la versión escolarizada de discusiones densas ha sido la de postular las identidades como múltiples, inestables, negociadas, fragmentadas, fluidas, relacionales, situacionales, contingentes, construidas, etc. Conjunto de calificativos que, sin distinguir discusiones ni niveles, se aglutinan como típicos de una familia de enfoques constructivistas, pasibles de expurgar los pecados de los enfoques esencialistas, aunque conformando lo que Brubaker y Cooper (2001: 40) llaman un «constructivismo cliché».

Pero esa oposición contrastiva invisibiliza dos cosas. Primero, y como dice Stuart Hall, no estamos frente a dos modelos de identidad que resultan de una oposición/ elección meramente teórica, sino de opciones históricas y estratégicas (Grossberg, 2003). Segundo, y como señala Restrepo (2004), ni los enfoques esencialistas ni los constructivistas son cada uno un paquete unificado.

Si en ciertas vertientes esencialistas las identidades aparecen como mero reflejo de un listado de rasgos culturales objetivos compartidos, desde otras aparecen como una expectativa que busca explicar lo que la gente hace o debiera hacer en base a quiénes son o a qué cultura pertenecen. Esto es, hablamos de enfoques que prescriben prácticas en base a una identidad imputada y a un sentido de determinación fuerte (Brubaker y Cooper, 2001) o de correspondencia necesaria entre pertenencia y comportamiento. Desde una perspectiva teórico-metodológica, es más fácil renunciar a explicar las identidades como listado de rasgos, que remover esta idea naturalizada de que las identidades son prescriptivas de una manera de comportarse o de canalizar la interacción con propios y ajenos, como diría el mismo Barth.

La familia de enfoques que llamamos constructivistas puede al menos organizarse en tres movimientos que se fueron desarrollando de manera más paralela que sucesiva, a veces de manera dialógica y a veces no tanto. Por un lado, obras como las de Said (Orientalismo, 1990), Benedict Anderson (Comunidades Imaginadas, 1990) y Hobsbawm y Ranger (La Invención de las Tradiciones, 1989) marcaron un punto de inflexión que fue poniendo en duda cualquier postulación de las ideas de identidad (en verdad, del Oriente colonizado, de la nación como comunidad de pertenencia, de las tradiciones) como causa de un cierto estado de cosas. El anti-esencialismo resultante pasó por historizar y desnaturalizar.

Casi paralelamente pero desde tradiciones de pensamiento diferentes, van surgiendo enfoques deconstructivos que, en su anclaje derrideano, han buscado menos producir un conocimiento positivo que someter a borradura ciertos conceptos clave que no son superados dialécticamente, sino que son sometidos a operaciones destotalizadoras. La idea es seguir usándolos pero desde fuera del paradigma en que se originaron para pensar en el límite, en el intervalo, en base a una especie de doble escritura desalojada y desalojadora (Hall, 2003) que permitiese una crítica radical a las teorías del sujeto.

Aún enfatizando la importancia de movimientos de descentramiento del sujeto, posturas como las de Stuart Hall no abogan por su aniquilamiento completo como lo hace el deconstructivismo radical, ni por un proceder analítico genealógico que postule su total maleabilidad y contingencia, como lo haría un constructivismo igualmente radical (Hall, 2003). Para Hall «recapturar el sujeto y la subjetividad es una importante tarea conceptual y política» (Restrepo, 2004: 56). Una tarea semejante puede emprenderse cuando se ve a la praxis social como un trabajo constante de articulación que establece correspondencias innecesarias (Hall, 1985) entre las condiciones de una relación social o práctica y la manera de representarlas. Esta idea de correspondencia innecesaria es lo que le permite a Hall distanciarse de posturas esencialistas y/o reduccionistas de distinto tipo que ven las identidades como posturas fijas y naturalizadas por partir de la idea de correspondencias necesarias. Pero le permite también distanciarse de posturas antiesencialistas que, enfatizando una necesaria no correspondencia, pueden llevar a postular identidades relativas y volátiles, desde una idea de horizonte abierto en donde las elecciones dependen de la voluntad de los individuos (Restrepo, 2004).

No es un dato menor que esta variada familia de enfoques rotulada como constructivista prosperase paralelamente a la visibilización de los llamados «nuevos movimientos sociales», movimientos anclados en políticas de identidad desestabilizadoras de la idea de «necesidades e intereses de clase» transparentes y compartidos por igual por quienes intervienen en ellos desde distintas experiencias y trayectorias de género, etnicidad, edad, región, etc. Tampoco es un dato menor que el mismo impulso de acompañar o participar activamente en estos movimientos llevase a justificarlos desde la idea de «esencialismos estratégicos» (Spivak, 1988) o a acompañarlos señalando los riesgos que ese tipo de articulaciones identitarias conllevan (Hall 1993), o la forma en que son disputadas desde dentro (Hale, 1996; Mallon, 1996).

Esto remite a una discusión que requiere mucho más trabajo de contextualización que el que puedo dar aquí antes de fijar una posición. Algo podrá ser retomado al final del recorrido. Anticiparía solamente algunos planteos provisorios. Como recurso filosófico, la identidad surgió para pensar la permanencia en el cambio y la unidad tras la diversidad (Brubaker y Cooper, 2001). La politización de las identidades que parece propia de las últimas décadas sin duda visibilizó algunos de los problemas que son propios de ese recurso. Pero no podemos dejar de considerar, como plantea Mercer (2000), que vivimos en una época de multiculturalismo normativo donde la marginalidad pasa menos por ser invisible que por ser parte de regímenes que promueven un exceso de visibilidad en las diferencias culturales para poder mercantilizarlas y fetichizarlas. Desde esta puesta en época, una cosa es que las políticas de identidad visibilicen problemas que acaban estimulando lenguajes teóricos que permitan analizarlos, y otra muy distinta es pensar que justo ahora las identidades son problemáticas. Como aclara Zygmunt Bauman (2003), en tanto invención moderna, la identidad no está en problemas, sino que fue un problema desde su nacimiento.

II. Abriendo la caja negra

La creciente popularidad del concepto de identidad y sobre todo la forma en que fue llevando a subsumir en él análisis de diferentes aspectos y dimensiones de los procesos de formación de grupo e identificación fue llevando a ciertos colegas a proponer el abandono no sólo de la idea sino de las investigaciones centradas en ella. Otros pensadores, como Stuart Hall (2003: 14), hacen pie en el trabajo de deconstrucción para postular que nos enfrentamos a «una idea que no puede pensarse a la vieja usanza, pero sin la cual ciertas cuestiones clave no pueden pensarse en absoluto». Por último, la crítica de Brubaker y Cooper (2001) a nociones fuertes y débiles de identidad (en parte cristalizadas en la polémica esencialismo vs. constructivismo) los lleva a proponer una serie de conceptos intermedios (identificación, categorización, auto-comprensión, locación social, comunidad, conexionismo, grupalidad), para saber exactamente de qué prácticas sociales estamos hablando cuando genéricamente aludimos a la idea de construcción de identidades.

Me resulta atrayente esta idea de precisar de qué estamos hablando, aunque no creo que ello se resuelva disecando prácticas sociales que son polivalentes la mayor parte de las veces, sino explicitando los puntos de entrada que elegimos para su explicación. Veo en esto dos movimientos fundamentales.

Uno de esos movimientos opera por desagregación. Parte de advertir que para pensar la identidad no es lo mismo hablar de sujetos, subjetividades, personas, actores o agentes (cosa que Brubaker y Cooper escasamente advierten), para postular que quizás es importante que mantengamos el trabajo en paralelo sobre varios de estos planos de la individualidad, porque desde cada cual podemos trabajar distintos regímenes, dispositivos, tecnologías y prácticas. Este es el camino seguido por Lawrence Grossberg (1992; 1993; 2003) quien parte de ver la misma noción de identidad como efecto de tres lógicas propias de la modernidad (las lógicas de la diferencia, la individualidad y la temporalidad) para proponer desestabilizar los presupuestos y encerronas que estas lógicas promueven. Propone así pensar desde lógicas alternativas de otredad, productividad y espacialidad, para estar en condiciones incluso de promover una política alternativa a las políticas de la identidad que nos resultan tan problemáticas. Es tras esta iniciativa que Grossberg sugiere trabajar los conceptos de «subjetividad», de «yo» resultante de articular identidades sociales, y de «agencia» como espacios analíticos de los efectos y planos de eficacia de tres tipos de maquinarias: las estratificadoras, las diferenciadoras, las territorializadoras, respectivamente.3

El otro movimiento opera por síntesis a fin de no renunciar a pensar como tensión lo que los énfasis de distintos analistas llevan a concebir como antinomia. Este es el camino tomado por Nicolás Rose (2003) cuando propone emprender una «genealogía de la subjectificación» que no disocie ni conceptual ni analíticamente las ideas de sujeción y subjetivación que se inscriben en el enfoque Foucaultiano y se desarrollan con diversos énfasis en distintos autores. De acuerdo con Rose, una genealogía de la subjectificación apunta a realizar la puesta en historia de distintas ontologías investigando «las técnicas intelectuales y las prácticas que incluyeron los instrumentos por medio de los cuales el ser se autoconstituyó históricamente» (2003:217). Es una indagación en « procesos y prácticas heterogéneas por medio de los cuales los seres humanos llegan a relacionarse consigo mismos y los otros como sujetos de cierto tipo (…) prácticas dentro de las cuales los seres humanos fueron incluidos en "regímenes particulares de la persona" (…) [en base a una] diversidad de lenguajes de la "individualidad"» (2003: 219).

Esta amalgama es interesante ya que remite a la popular tensión entre estructura y agencia que atraviesa las Ciencias Sociales. Esta tensión tiene un punto de origen cierto en la célebre frase que Marx coloca en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte para confrontarnos a dos falacias: la de suponer que en tanto sujetos sociales estamos (pre)determinados como autómatas por estructuras de cualquier tipo, y la de irnos al extremo opuesto de pensar que nuestra «agentividad» no conoce límites. Dice sucintamente Marx

Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen simplemente como a ellos les place; no la hacen bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo circunstancias directamente encontradas, dadas y transmitidas desde el pasado (Marx 1978: 595).

A partir de esta fértil premisa, las disputas teóricas desde el marxismo crítico y los enfoques pos-estructuralistas se abrirán en dos dimensiones. Primero, en la de abrir la idea de «hombres», no sólo como concepto marcado por asimetrías de género, sino como noción dudosamente anclada a una noción de sujeto pre-constituido. Segundo, en la de arbitrar estrategias metodológicas que posibiliten el trabajo sobre la tensión misma entre condicionamientos y agentividad.

Como crítico mordaz de la universalidad asignada a proyectos humanistas de distintas cepas, Michel Foucault va desarrollando en el tiempo un aparataje teóricofilosófico que primero enfatiza la productiva gestación de condicionamientos que operan sujeciones (campo que nos lleva de las formaciones discursivas a la biopolítica), para comenzar luego a dar cabida a las «tecnologías del yo» y abrir espacios para pensar la subjetivación.

Esto es, si la sujeción remite a los sujetos como efecto de las estructuras y/o de las posiciones de sujeto disponibles, la subjetivación apunta a problematizar los distintos modos de habitar esas posiciones, de identificarse con ellas no sin disputa. En este punto nos quedamos, porque es el que da sentido a la apropiación que las Ciencias Sociales hacen del concepto lingüístico de performatividad.

III. Polémicas interesantes

Centrémonos en el desafío de pensar la relación sujeción/subjetivación como una tensión, más que como una amalgama, buscando operacionalizar el problema para saber qué, dónde y cómo buscar insumos para analizar esa tensión.

Stuart Hall reconoce en Michel Foucault a uno de los pensadores que más claramente visibilizó el problema, aunque también aclara que en un principio, tanto su propuesta arqueológica como la genealógica parecieron enfatizar más la sujeción que la subjetivación. No obstante, explica también Hall, que la noción foucaultiana de productividad del poder fue abriendo las vías para pensar la subjetivación entendida como las formas y modalidades de relación con el yo mediante las cuales el individuo se constituye y reconoce como sujeto, produciendo respuestas ante la ley o formación discursiva que lo emplaza, disciplina, produce y regula (sujeta) (Hall, 2003). Pero asimismo, Hall señala que la idea de «prácticas del yo» de Foucault se centra en una estilización deliberada de la vida cotidiana que vincula en exceso esas prácticas de auto-producción a la intencionalidad para evitar enfrentarse con el inconciente (Hall, 2003). Es aquí donde Hall destaca el aporte realizado por Judith Butler, quien trata de llenar la brecha entre Foucault y el psicoanálisis desde la idea de performatividad.

Para intervenir en el proyecto de descentrar la idea de sujeto y deconstruir enfoques esencialistas, Butler (1995) se distancia de los relatos epistemológicos de la identidad que propugnan un Yo sustantivo. Sostiene que esos relatos operan en y a través de una oposición reificada (Yo/Otro) que, al devenir necesaria, oculta el aparato discursivo que constituye la binariedad en que se basa esa oposición. Por ello, Butler propone encarar la discusión desde las prácticas de significación y no tanto desde los relatos epistemológicos. Cuando ese Yo sustantivo se visualiza como tal a través de prácticas de significación que ocultan su hacer y naturalizan sus efectos, se nos abre, según la autora, una agenda de investigación diferente. Podemos incluso posicionarnos de una manera igualmente diferente ante la pregunta de hasta qué punto la teoría de la fragmentación del sujeto que niega la existencia de un sujeto unificado pasible de ser emancipado reproduce y valoriza la opresión que se intenta eliminar (Butler, 1992). Aunque Butler está pensando en el significante «mujeres», resulta claro que esta pregunta sigue siendo relevante para otros significantes igualmente comprensivos, como el de «pueblos indígenas» o el de «afrodescendientes» o el de «proletarios».

Para justificar su posición en contra de todo esencialismo que vea a las identidades como causa de la política (incluidos los esencialismos estratégicos que apuntan a construir políticamente los sujetos pasibles de ser enmancipados), Butler (1995) retraduce la idea lingüística de performatividad4 desde la idea de que quien hace, el hacedor, no pre-existe sino que se construye invariablemente en y a través de su hacer/acto. Se encarga de aclarar que esto no implica un retorno a maneras existencialistas de teorizar que también postulan que la persona se constituye en y a través de sus actos, en tanto estas posturas asumen una estructura pre-discursiva tanto para el hacedor como para su acto. Porque lo que le interesa a Butler es la constitución discursivamente variable de cada uno (hacedor y acto) en y a través del otro.

¿Pero en qué sentido específico Butler entiende que el sujeto está discursivamente constituido sin que ello implique que está totalmente determinado por el discurso o invalidado en su capacidad de agencia?

A diferencia de las teorías de la interpelación de raigambre althusseriana, que se basan en actos fundacionales que colocan al sujeto en una posición irrevocable dentro la cadena significante, Butler enfatiza que las prácticas de significación lejos de ser actos fundacionales, están reguladas por normas de inteligibilidad. A la par de regular los discursos de invocación de la identidad, esas reglas producen efectos sustancializadores que las ocultan y refuerzan. Como la significación sólo puede tener lugar dentro de procesos regulados de repetición, es también sólo dentro de la órbita de la compulsión a repetir que podemos ubicar la capacidad de agencia. En otras palabras, para Butler es únicamente dentro de esas prácticas repetitivas de significación que la subversión de las identidades se vuelve posible (Butler, 1995). De ello la autora deriva que lo político no es un exterior constitutivo, sino que se aloja en las mismas prácticas de significación que establecen, regulan, desregulan y reconfiguran las identidades (Butler, 1995). En otras palabras, la capacidad de agencia no radica en negarse a repetir, sino en repetir de manera tal que se vayan desplazando las normas que regulan la repetición.

Esta idea performativa de las identidades resulta interesante por la manera en que reinscribe ideas Volovshinovianas del discurso que permiten analizar la hegemonía como emergente y condición del flujo social. Esa idea de flujo, de proceso, es clave para trabajar la tensión entre sedimentaciones (fijación de acentos en signos multiacentuados a la Voloshinov (1986) o recreación de reglas que presiden las identidades como ficciones reguladoras en Butler) y las innovaciones que van desplazando acentos y los sentidos preponderantes en base a luchas abiertas o encubiertas. A su vez, al centrarse en la constitución de las bases representadas por las identidades y no en los signos, Butler instala más nítidamente un marco para trabajar los temas que nos ocupan, abriendo la idea de que la copia con diferencia voloshinoviana depende menos de intencionalidades voluntaristas que de la inevitable superposición de configuraciones que nos atraviesan (Butler, 1995). En definitiva, esta misma superposición de configuraciones es lo que la vuelve inestable y disputable.

En este marco pareciera que el énfasis en el hacer y en la praxis es lo que seduce a Hall en tanto constituye un movimiento clave para trabajar problemas de política y agencia que son las que centralmente están motivando nuestro interés generalizado en la identidad (Hall, 2003). Más aún, Hall argumenta que, bien leída, la teoría de la performatividad del lenguaje y del sujeto tal como la postula Butler queda despojada de asociaciones con la volición, la elección y la intencionalidad, pues es el poder reiterativo del discurso, y no del acto mediante el cual un sujeto da origen a lo que nombra, lo que contiene la capacidad de producir y constreñir los fenómenos que regula (Hall, 2003).

Ahora bien, diría que un foco excesivo en la praxis entendida como mero hacer genera algunas confusiones cuando la performatividad es tomada de manera laxa, cuando nos desplazamos hacia una «performatividad cliché». Veamos.

En principio, performatividad y performance devienen casi sinónimos. Esto provoca un doble problema. Si todo hacer es performance, el mismo concepto de performance pierde potencia para dar cuenta de cómo ciertas escenificaciones y no cualquier actuación buscan explícitamente impactar en el espacio público de modo de refrendar o disputar significados con base en conductas restauradas que apuestan fuertemente a la dimensión estética, a la capacidad de significación alojada en las formas más que en los contenidos. A su vez, si todo hacer es performativo con similar intensidad, se pierde un sentido que Austin visualizaba con claridad al ver a los verbos performativos como un tipo particular y no como metonimia del conjunto de las acciones. Si lo pensamos en el campo de la representación/encarnación de reglas que regulan las pertenencias, confinar la idea de «hacer» a la de acción social, consecuentemente, la de «hacedor» a la de actor, y ver toda acción como igualmente performativa nos saca de nuestro campo de visión el conjunto de dispositivos y ordenamientos no discursivos que también contribuyen a inscribir esas reglas.

Es en este punto donde conviene repasar las aperturas conceptuales del «constructivismo», buscando reinstalar en nuestro campo de visión lo que una apropiación laxa de la idea de performatividad nos saca de foco. Me refiero, claro está, a reinstalar una serie de cualificaciones imprescindibles que deben acompañar la idea de que las identidades están en proceso de construcción; que pueden ser abiertas, múltiples y contradictorias; que involucran, al menos en parte, un hacer performativo; que están discursivamente constituidas sin que eso implique que sean sólo discurso. Esas cualificaciones apuntan a ver cómo estaría operando la tensión entre sujeción y subjetivación. Esto es, la mutua tracción entre interpelaciones y dispositivos que buscan subsumir a los seres humanos en posiciones particulares, por un lado, y subjetividades entendidas como anclaje de las formas de habitar o identificarse con esas posiciones, por el otro, con base en la premisa de que habría siempre correspondencias innecesarias entre las posiciones, condiciones, dispositivos o reglas que nos constituyen, y las maneras de instalarse, ocupar, ser regulado o atravesado por ellas a través de un trabajo de articulación que nos va haciendo ver a cualquier identidad como punto de sutura emergente de procesos de identificación. En definitiva, es la correspondencia innecesaria que existe entre posiciones, condiciones, dispositivos o reglas y las maneras de instalarse, ocupar, ser regulado o atravesado por ellas lo que lleva a Hall a entender cualquier identidad como efecto de un trabajo de articulación y como punto de sutura emergente de procesos de identificación (Hall, 2003).5

• Que las identidades estén en proceso de construcción no quiere decir que no muestren una cierta regularidad en la dispersión que opera por los efectos que las sedimentaciones inscriben en los sentidos y prácticas.

• Que las identidades puedan ser abiertas, múltiples y contradictorias porque siempre estamos interpelados desde distintas posiciones de sujeto no quiere decir que no se manifiesten como totalidad, esto es, que operen suturas que inscriben ciertos puntos de condensación. Si lo pensamos desde la idea de fragmentación, lo que es múltiple y parcial son las posiciones de sujeto, pero las prácticas de identificación con ciertos lugares de apego o con instalaciones estratégicas pueden mostrarse fragmentadas o no. Es aquí donde conviene tener presente la idea de que las identificaciones son procesos anclados en una praxis social que no está predeterminada y demanda teorizaciones «sin garantías» (Hall, 1986).

• Que las identidades involucren un hacer performativo, al menos en parte, en tanto se construyen en y no por afuera de reglas de inteligibilidad y representaciones no quiere decir que no tengan materialidad ni que esa materialidad se agote en la acción social. En todo caso, las prácticas de significación operan o trabajan a partir de diversos soportes (rutinas, dispositivos, ordenamientos espaciotemporales, arreglos institucionales) de cuyo entramado surgen los efectos de verdad, poder, placer que ponen límites a la acción social.

• Que las identidades estén discursivamente constituidas en base a prácticas de significación no quiere decir que sean sólo discurso. Esa constitución también remite a dispositivos de normalización que trabajan por individuación o fragmentación y totalización biopolítica. En todo caso, haría aquí un paralelo con la postura de Rose (2003: 235/6 nota 7) quien sostiene que «el pensamiento constituye lo real, pero no como una "realización" del pensamiento», para proponer que decir que el discurso constituye lo real no comporta afirmar que lo real es una mera realización del discurso.

• Que las identidades sean fruto de locaciones sociales posicionales y relacionales no quiere decir que sean totalmente situacionales, porque no son mera performance o actuación manipulable. Retomando a Marx, los seres humanos construyen sus identidades pero no lo hacen bajo condiciones por ellos y ellas elegidas. Esta idea de construcción no se equipara a una postura fenomenológica que toma la experiencia como piedra angular, pues parte de asumir que no hay experiencia que sea autónoma de ciertos códigos de inteligibilidad o patrones de representación a partir de los cuales experimentamos el mundo, o se nos permite experimentar algunas cosas sí y otras no. Dicho de otro modo, las identidades y las políticas de identidad no pueden verse como fruto exclusivo de una acción racional orientada por intereses y estrategias libremente estipuladas, porque ninguna acción opera desgajada de maquinarias estratificadoras que nos dan acceso diferencial a la experiencia y el conocimiento, de maquinarias diferenciadoras que codifican y buscan estabilizar las identidades dentro de un sistema de diferencias autorizadas, y de maquinarias territorializadoras que definen dispares movilidades estructuradas que indican por qué lugares cada cual puede o no moverse, a cuáles cada cual puede o no acceder.

Desde estas ideas acerca de lo que las identidades pueden ser pero no necesariamente son, surgen mis objeciones a hablar de «identidades flexibles» en una época en que lo que se ha flexibilizado es la acumulación del capital. La idea de identidades flexibles se vincula en muchos casos a ver esas identidades no tanto como orientadas hacia el pasado, sino como espacio de articulación visionaria de otros futuros (Ang, 2000). Sin embargo, creo que las metaforizaciones de época son peligrosas porque arrastran sentidos implícitos que nos pueden llevar a pensar que la flexibilidad es un valor/recurso igualmente distribuido. Además, la orientación al futuro no necesariamente implica visiones flexibles de lo que vendrá, pues no todas las movilidades disponibles abren caminos infinitos para la mayor parte de los seres humanos del mundo.

Aún así, esto no quiere decir ni que las sedimentaciones son inmodificables ni que el pasado no sea un recurso disputable. El giro constructivista en la historia nos permitió entrever que las tradiciones no son entelequias a ser conservadas, sino fruto de praxis transformativas en constante relectura. Sin embargo, también es preciso advertir que el enfoque de la invención de las tradiciones tiene sus límites. De ellos me ocupé en otra parte (Briones, 1994). La pregunta aquí es qué de ese aprendizaje revierte en el análisis de las identidades.

En su momento, sugerí que un enfoque centrado en la invención o en los usos del pasado devenía problemático si no prestaba al menos atención a tres condicionamientos que permiten examinar en qué medida los distintos aspectos del pasado se dejan usar. Primero, la narrativización del «sentido de devenir» (Taylor, 1989) puede cambiar parcialmente significados atribuidos al pasado, pero no puede modificar lo que pasó (Hanchard, 1993). De manera comparable, que las identificaciones pueden tratar de rearticular ciertas movilidades estructuradas no necesariamente implica que se pueda efectivamente torcerlas o revertirlas, o menos aún transformar las maquinarias territorializadoras que las generan. Por ello las identidades como puntos de sutura pueden ser tanto espacios de cuestionamiento como de consentimiento y/o frustración.

Segundo, existen «normas» cuya función es la de regular la debatibilidad inherente a ese pasado (Appadurai, 1981). Por ello no todas las interpretaciones/invenciones del pasado son igualmente aceptadas ni dentro ni fuera del colectivo en que se generan. Lo mismo ocurre con las identidades expuestas a fuertes estándares de «autenticidad estratégica» tanto desde quienes tiene capacidad de codificarlas para un determinado colectivo (Mallon, 1996), como de parte de quienes tienen capacidad de autorizarlas o desautorizarlas desde fuera del grupo.

Por último, la nitidez de este adentro/afuera grupal que puede tener una entidad sociológica muy concreta, se desdibuja en el campo de las interpretaciones. Lo que el Popular Memory Group llama memorias privadas o subalternas no pueden ser fácilmente disecadas de los efectos de discursos históricos dominantes, porque a menudo son éstos los que proveen los mismos términos a través de los cuales una historia privada es pensada (Popular Memory Group, 1982). Por ello, los testimonios de historia oral no son un simple registro más o menos preciso de eventos pasados, sino productos culturales complejos que involucran interrelaciones entre memorias privadas y representaciones públicas, entre experiencias pasadas y situaciones presentes (1982).

Como sentido de pertenencia y sentido de devenir parecen inextricablemente ligados, es interesante en este marco pensar que la tradición no es una cosa que las identificaciones buscan necesariamente preservar o debatir, sino, como diría Clifford (2000); la resultante de prácticas transformativas de simbolización selectiva de ideas de continuidad y ruptura donde lo que se busca es hacer pie en, o revisar, prácticas sedimentadas para encontrar maneras de copiar con diferencias ciertas ficciones reguladoras y poder ser diferentemente contemporáneo. En otras palabras, particularmente en ciertos casos, para disputar la idea de que se es un mero relicto del pasado en el presente (Grossberg, 2000).

Ahora bien, esas relaciones adentro/afuera también son problemáticas al pensar la tensión entre sujeción y subjetivación, pero no simplemente en el sentido de adscripción a valores hegemónicos.

Si hay varias posiciones de sujeto para cada individuo que se corresponden con diferentes relaciones sociales y con los diferentes discursos que constituyen esas relaciones (Mouffe, 1988), ¿de qué estamos hablando cuando invocamos la noción de subjetividad? ¿Cual es la relación entre subjetividad y subjetivación como proceso y práctica que nos hace reconocernos como sujeto? ¿Cuáles son las relaciones o interfases entre subjetivación e identificación?

Retomando la idea de pliegue de Deleuze, Grossberg (2003) define la subjetividad como pliegue del afuera que crea un estrato del adentro como valor epistemológico y no ontológico, valor contextualmente producido por maquinarias estratificadoras que definen desiguales posibilidades y fuentes de conocimiento y experiencia. Esas maquinarias nos hacen experimentar el mundo desde una posición particular, pero además nos parcelan el acceso a algunas de las experiencias disponibles (Grossberg, 2003). En similar dirección, Rose plantea que la «interioridad» que parece ser el anclaje de cualquier identidad no es sino el plegamiento de una exterioridad, ya que no hay ninguna interioridad esencial (Grossberg, 2003). Si la interioridad es un efecto, esa exterioridad son «los mandatos, consejos, técnicas, pequeños hábitos mentales / y emocionales, una serie de rutinas y normas para ser humanos; los instrumentos por medio de los cuales el ser se constituye en diferentes prácticas y relaciones» (Grossberg, 2003:238-9). Diría entonces que si la sujeción opera por inscripción de esos instrumentos y dispositivos como pliegues, la subjetivación se vincula con la forma en que ciertos tramos de esos plegamientos se afianzan parcialmente, como aspectos a ser ligados desde una biografía. La identificación, por su parte, concreta la narrativización de esos plegamientos selectivamente visualizados como biografía, por ello remite a formas de habitar, de aceptarse o no ligado o las posiciones de sujeto que advertimos disponibles y que socialmente aparecen significadas como identidades sociales.

Desde la perspectiva de Grossberg (2003), las identidades sociales pueden verse como fruto de maquinarias diferenciadoras que no sólo representan o suturan diferencias y distinciones que buscan significar en ciertas direcciones y no en otras las posiciones de sujeto, sino que además refuerzan diferencias de autoridad para enunciar las diferencias, representarlas y legitimar esas representaciones. En este marco, la performatividad tiene que ver con la capacidad de agencia en lo que hace a recrear puntos de estabilidad o de fuga en este trabajo de articulación de las personas como encarnación material de identidades sociales. Pero esa capacidad de agencia no es ilimitada ni resulta de una intencionalidad voluntarista, sino de la forma en que diversas movilidades estructuradas espacializan trayectorias que permiten instalarse estratégicamente en sitios específicos de actividad y poder desde donde desplazar puntos de estabilidad o, por el contrario, estabilizar puntos de fuga (Grossberg, 2003).

Tomando en cuenta este conjunto de argumentaciones y especificaciones, diría que los factores que me llevaron una vez a parafrasear a Marx para proponer que «los sujetos interpretan su propia historia (y la historia de los otros), pero no lo hacen simplemente como a ellos les place, pues la interpretan bajo circunstancias que ellos no han elegido» (Briones, 1994), están en diálogo con los que ahora me llevan a sostener que «los sujetos se articulan como tales a partir de un trabajo de identificación que opera suturando identidades personales y colectivas (para sí y para otros), pero no lo hacen simplemente como a ellos les place, pues su trabajo de articulación opera bajo circunstancias que ellos no han elegido».

En suma, mi punto es que los límites señalados para la performatividad debieran entonces operar como límites del constructivismo en tanto abordaje teórico. Particularmente porque estamos tratando de teorizar desde una perspectiva que no nos excluye a los analistas sino que, por el contrario, nos determina como sujetos; una teoría que aspira a dar cuenta de nuestra subjetividad, identidad y capacidad de agencia con base en formas de explicar que no nos mimetiza con nuestros interlocutores, al tomar en cuenta accesos diferenciales a experiencias y dispares movilidades estructuradas, pero que tampoco nos distancia irreversiblemente de ellos con base en una distinción nítida entre objeto y sujeto.

IV. Performatividad de las teorías

¿Qué aprendimos de este recorrido por las teorías de la performatividad de las identidades para encarar ahora una reflexión sobre la performatividad de las teorías?

En sus versiones fuertes, la noción de performatividad casi deviene un ámbito de construcción, en el sentido de intervención instituyente, de la realidad. En el campo de las teorías económicas, por ejemplo, la apelación a la idea de performatividad ha llevado no sólo a referir al interjuego entre las teorías de la economía y la economía misma, sino a postular, como lo hace Callon, que la ciencia económica «realiza, da forma y moldea la economía, en vez de observar cómo funciona» (Callon, 1998:2, citado en Aspers, 2005: 33). En este caso particular, la idea es que la economía es efectivamente producida en relación al (o resultante del) conocimiento y técnicas desarrollados por economistas y agentes económicos que usan sus teorías para interactuar con el mundo y acabar modelando la economía del mundo de acuerdo a esas teorías.

Comparto la importancia de sopesar la capacidad de agencia y materialidad que portan los discursos científicos. Sin embargo, aquí la pregunta clave es si esta lectura de la performatividad es la mejor manera de hacerlo.

En principio diría que una caracterización semejante debiera postularse respecto, no del discurso científico en su conjunto, sino de las porciones hegemónicas de ese discurso y de quienes operan como sus intelectuales orgánicos. Diría también que la economía como campo de relaciones sociales se vehiculiza a través de muchas más prácticas y dispositivos que los estrechamente vinculados a las maneras de representarla. Desde una perspectiva distinta a la de Butler, lo que cabría enfatizar es que es el hacedor, antes que relaciones y diferencias históricas que lo preceden, lo que se constituye invariablemente en y a través de su hacer/acto. Desde una perspectiva Butleriana, lo que cabría resaltar es que el hacedor no es una entidad preexistente, y no que no haya relaciones, condiciones, dispositivos, prácticas que, porque sí lo son, impiden ver su agencia como mera acción racional voluntaria y orientada a fines. Entonces, hasta los economistas con mayor capacidad para efectuar movimientos hacia la facticidad que repercuten en las direcciones tomadas por la economía son hablados en un punto por discursos y relaciones preexistentes. Ni siquiera en estos casos la explicación de la economía se agotaría en leerla desde la forma en que la imaginan y anticipan las teorías económicas hegemónicas.

Esto no niega que ciertos hacedores tengan mayor capacidad de agencia para producir una adecuación tendencial entre sus formas de ver/hacer y las direcciones efectivamente tomadas por procesos más amplios, pero esto es una cuestión de construcción hegemónica más que de performatividad per se. De nuevo, entonces, en el campo de las teorías económicas y en el de otras, sostener que hacedor, acto teorizador y representación explicativa (simbólica) de la realidad se constituyen o realizan mutuamente, no quiere decir que lo real sólo es una realización de esa mutua constitución. No obstante, esta mutua constitución sí acaba afectando lo que podemos ver, cómo podemos hacerlo y, por ende, nuestros posicionamientos ante lo que pretendemos explicar.

Esta tensión entre capacidad de agencia y realización performativa de lo real tal como lo podemos/queremos ver resulta aún más obvia en el campo de las teorías de identidad. Aunque se planteen en simpatía con determinadas identidades políticas por lo general más o menos transgresoras, esas teorías analizan tales identidades y las políticas mismas de identidad desde ciertas ficciones reguladoras que nos atraviesan como hacedores/teorizadores. Se establece así un campo inevitable de distanciamiento con los propios interlocutores cuyo sentido común se examina, lo cual es oportuno siempre y cuando ese distanciamiento no devenga espacio de incomprensión. Por ende, no es un dato menor que la mayor cantidad y densidad de estudios críticos sobre la identidad emerjan precisamente en épocas signadas por lo que se llama la politización de las identidades. Aunque celebren las aperturas que esa politización presupone y crea, esos estudios suelen ser examinadores implacables de sus efectos y limitaciones, particularmente cuando las dinámicas sociales no condicen con el funcionamiento identitario teóricamente previsto o deseable. En esto pareciera más bien que el pensamiento/discurso teórico-académico se empeña por constituir lo real a su imagen y semejanza, aunque, claro está, lo real esté lejos de ser una mera «realización» de ese pensamiento/discurso, porque ningún lugar de enunciación o campo de visión puede ser omnicomprensivo. Como punto de partida, sería más fructífero aceptar que es lo real, y no la otredad de quienes a menudo son nuestros interlocutores, lo que opera como exceso, como nuestro exterior constitutivo. Sobre esta base, la pregunta entonces pasa por ver qué campos de visión nos abren/cierran nuestras ficciones reguladoras y cuáles son los efectos teóricos, políticos y etnográficos resultantes de afirmar que las identidades son contrastivas, a la par de múltiples, fluidas, fragmentarias, flexibles, etc, desde un constructivismo o desde una performatividad cliché. La pregunta clave también pasa por ver en dónde hacemos pie para aprender de los procesos de sujeción/subjetivación teórica, para lograr una subversión/desestabilización de nuestras propias premisas que no quiebre por completo las prácticas repetitivas que nos constituyen como sujetos.

Empecemos pues por los efectos teóricos. Consideremos las consecuencias causadas por las afirmaciones que generalizan sobre las identidades; el principal problema surge cuando presuponemos que las identificaciones que analizamos tienen que ser plenamente coherentes con la fuerza narrativa de la teoría que usamos, puesto que corremos el riesgo de tomar como nociones hermenéuticas lo que sólo debieran ser herramientas heurísticas. Por ejemplo, la convicción de que las subjetividades descentradas son sinónimo y efecto de la realidad posmoderna o de la globalización, puede impedirnos ver que esa realidad no está parejamente distribuida. Consecuentemente, generalizamos en base a una expectativa de descentramientos identitarios en vez de analizar cómo opera la globalización en sus asimetrías, o la manera en que coexisten diferentes modernidades/ posmodernidades o formas de ser modernos o posmodernos.

Diría, entonces, que el constructivismo se yerra o se debilita cuando apuesta a generalizar características de las identidades en vez de apuntar a explicar qué condiciones, dispositivos, prácticas, producen determinados efectos. Se debilita y yerra también, cuando confunde contingencia (como noción que nos habla de historicidad y de correspondencias innecesarias) con fluidez, y emprende la crítica a la idea de correspondencias necesarias (causación ineludible y anticipada) desde una idea de «necesaria no correspondencia» que renuncia a alguna noción de determinación, como tan tempranamente advirtiera Hall (1985). Además, se debilita doblemente cuando apela a la noción de hibridación como emergente dado del campo común que toda relación social establece, y busca o alienta la aparición de identidades híbridas. Digo doblemente porque confunde la multiplicidad de posiciones de sujeto con la necesaria aparición de identidades fragmentadas, y porque postula la hibridación como superación que remueve de nuestro campo de visión la importancia de ver por qué ciertas subjetivaciones e identificaciones destacan jerarquías nítidas en los «pliegues del alma» (Rose, 2003: 237), mientras otras muestran superficies más meandrosas. Otras causas de su debilitación se deben a cuando plantea la otredad como pura negatividad por temor a esencializar, y cuando lee como esencialismo estratégico (Spivak, 1988) lo que es más interesante pensar como fruto de instalaciones estratégicas (Grossberg, 1992). Si la idea de esencialismo estratégico está ligada a lo inevitable, la de instalación estratégica nos reinstala en el campo analítico de la política y la capacidad de agencia.

Esta diferencia entre esencialismo estratégico e instalación estratégica es fundamental para vislumbrar la contrastividad como principio heurístico y no hermenéutico, a modo de poder entender lo que, sugestivamente, señala una colega que se presenta como indígena estadounidense, Gail Guthrie Valaskakis:

Desde esta posición de distinción declarada, los indios erigen fronteras entre ellos y Otros que son activamente perforadas, aunque discursivamente impermeables (2000: 391).

Brevemente, en tanto sistema de representaciones anclado en la codificación de diferencias, las identidades sociales pueden (y no «deben») presentarse como contrastivas, aunque los mapas de significado y acción que se arman a partir de ellas no necesariamente lo sean, en tanto tienen que ver con distintas movilidades estructuradas y prácticas de instalación en y a través de las cuales se despliega cierta capacidad de agencia. Retomemos entonces desde este encuadre de interpretación nuestra compulsión a repetir la premisa epistemológica de que las identidades son contrastivas, premisa centralmente moderna, y en los efectos de verdad que esta premisa promueve.

En principio, tomar la oposición nosotros/otros como necesaria o inevitable empieza a operar como ficción reguladora que hace difícil ver tanto los efectos de imbricación de distintos clivajes como las «perforaciones». Semejante ficción tiende a hacernos tomar esas perforaciones como anomalías, en vez de cómo síntoma de articulaciones diversas y manifestación de heterogeneidades y disidencias al interior de colectivos que contienen hacia su interior distintas posiciones de sujeto. Hablamos de articulaciones sin garantías (como diría Hall), no en el sentido de que sean azarosas, sino en el de que pueden y suelen experimentar con distintos modos de responder a las inadecuaciones que inevitablemente produce la variedad de configuraciones que nos atraviesan. En todo caso, cuando el ideario contrastivo deviene ordenador central de nuestras preguntas, tiende nuevamente a aparecer como «problema» de las identidades algo que quizás esté más vinculado a las limitaciones o performatividad de nuestras teorías (actos teorizadores) que nos constituyen como actores (hacedores/aplicadores de teorías). Y en este marco me pregunto si ésta no será una hiper-realización performativa de una idea de contrastividad que nos persuade de que «ellos», nuestros interlocutores, están expuestos a limitaciones que no nos atraviesan a «nosotros», los analistas. Y en este punto también, resulta evidente que ya comenzamos a quedar enredados en cuestiones que trascienden lo teórico.

En términos entonces de efectos políticos, la expectativa de coherencia de lo real con nuestras teorías puede estimular una mirada omnipotente, persuadida de que lo real debe funcionar como creemos (o nuestras teorías creen) que funciona. Más aún, subyace en definitiva a este movimiento hacia la facticidad la idea de que no estamos expuestos a los condicionamientos que pesan sobre nuestros interlocutores y sus maneras de ver e identificarse. Así, la idea de que las identidades pueden ser flexibles, fragmentadas, múltiples, construidas, contrastivas deviene convicción de que las identidades deben ser todo eso. Entonces, como algunas identificaciones más que descentrarse buscan recentrarse dentro de escenarios en verdad complejos para acumular capacidad de disputar puntos de estabilidad y fuga respecto de las representaciones hegemónicas sobre lo que cada cual debiera ser y hacer en función de «su» pertenencia exclusiva y excluyente, las mismas empiezan a emerger ante nuestros ojos como esencialistas. Así el esencialismo deja de ser un problema de los enfoques teóricos para pasar a ser un problema de la gente en general o de ciertas políticas de identidad en particular. Continuando con desplazamientos posibles y en ciertos casos operados analíticamente, se acaba inculpando a las «políticas de identidad» como estrategia política totalizada, en vez de poner esas políticas en contexto para apreciar sus heterogeneidades y poder, sobre todo, verlas como síntoma de una época que las promueve y que es lo que en verdad cabe analizar.

Me ha tocado entonces escuchar/leer de colegas de distintas partes del mundo que ciertas políticas indígenas de identidad son peligrosas o retardatarias por la manera en que clausuran la posibilidad de articulaciones políticas con otros sectores. Cuando mi pregunta primera pasaría por ver qué de los contextos en que esas políticas de identidad se manifiestan lleva a que se materialicen de esa forma. Por ende intuyo en este pontificar sobre las políticas de identidad en general otra rara variante de la lógica donde las víctimas devienen victimarios, aunque con mucha más sofisticación argumentativa. Más interesante aún, pueden emerger apreciaciones sobre qué pueblo o miembro de pueblo merece el rótulo de «indios truchos», en vez de pensar no qué intereses sino qué condiciones posibilitan una cierta rearticulación de posiciones de sujeto y cuáles estándares de autenticidad hegemónicos las desautorizan. Por ello, no es una pregunta menor la que nos lleva a pensar por qué justo cuando la gente reclama desde ciertas identificaciones, se desarrollan distintos tipos de aparatajes teóricos que, al eventualizar, de alguna manera pueden servir para poner en duda los anclajes de sus reclamos. Reconvertida teóricamente, esta pregunta pasaría por indagar qué reglas de inteligibilidad naturalizadas estamos performativamente repitiendo sin advertir ni lograr desplazar los asertos de sentido común teórico que las ocultan.

A este respecto tampoco se puede generalizar porque hay distintas maneras de eventualizar y de poner en duda las políticas de identidad. Lo que sí podemos hacer es aprender de la premisa que nos muestra que identidad y diferencia son efectos de poder, para advertir que nuestro objeto de análisis debieran ser menos las identidades construidas o los procesos de construcción de identidades, que los contextos y relaciones sociales mismos donde prácticas y discursos de identidad y diferencia operan como válvulas de escape privilegiadas. Menos la supuesta instrumental recreación de pertenencias, que articulaciones posibles o imposibles según diferentes maquinarias determinen (en el sentido de Raymond Williams) las subjetividades, las identidades sociales y la capacidad de agencia disponible para diversas personas y colectivos.

En términos de efectos etnográficos, una versión rampante del constructivismo cliché (y me centro en esta postura y no en otras porque la tomo como sentido común de época) no busca tratar de aprender de lo que nuestros interlocutores dicen, hacen, dicen que hacen y hacen que dicen, sino que busca explícita y casi únicamente identificar o rotular lo que esperamos que digan y hagan. Esto nos vincula al problema de dónde creemos que se debe hacer pie para aprender. Para introducirlo, compartiría dos anécdotas de campo para mostrar dónde creo yo que debemos hacerlo.

Casi al principio de los ochentas, cuando hacía poco que había empezado a hacer trabajo de campo en comunidades mapuche neuquinas, dos hermanos de una familia muy numerosa cuyos ancianos padres tomaba como dos de mis principales maestros, se animaron a plantearme preguntas que me incomodaron, aunque con el tiempo entendí que remitían a sus propias incomodidades. La hermana mayor, casi doblándome en edad, vivía desde hacía mucho en una localidad urbana de una provincia vecina. Pude conocerla en alguna de las ocasiones que ella visitaba a sus padres y yo estaba parando en la casa familiar. Un día en confianza se animó a preguntarme: «¿A vos te gusta venir acá? Porque yo vengo lo menos que puedo. Ya me acostumbré tanto al pueblo que acá siento que me falta de todo. Me aburro». Su hermano menor, a quien conocía desde su pubertad (ahora casi doblándolo yo en edad) se fue con el tiempo a vivir a una localidad vecina a la comunidad con su joven familia de procreación. Un día en que fui de visita a su casa, tomando mate a solas los dos, me interpeló como nunca antes lo había hecho: «Claudia, ¿por qué seguís viniendo y viniendo acá vos que podés evitarlo y tenés tu vida en otra parte?». Creo que esta pregunta fue el inicio de una charla íntima y dolorosa para ambos, en que con claridad expresó algo así como «Yo no quiero ser mapuche. Si pudiera desentenderme de todo esto lo haría y nunca volvería».

Al tratar de hacer sentido etnográfico de estas experiencias, recuerdo que lo primero que me pregunté es hasta qué punto yo podía leerlas y analizarlas desde las cuestiones de identidad mapuche que me interesaba trabajar, en tanto ambos se estaban distanciando de esa identificación. Decidí que podía y debía hacerlo, porque tanto la gente de la comunidad como la del pueblo seguían pensando y evaluando particularmente a mi interlocutor joven como mapuche (Briones, 1988). Sin embargo, las penas identitarias compartidas por esta persona que podemos llamar Alberto me hicieron desconfiar de varias de las premisas barthianas con las que empezaba a familiarizarme en tres aspectos fundamentales. Primero, la autoadscripción y adscripción por los otros no son ni especulares, ni simétricas, ni estables. Segundo, una divisoria nosotros/ellos no agota la dinámica de las identificaciones, porque Alberto veía a los mapuche y a los wigka como «ellos» por igual, al menos respecto de cómo quería y cómo podía verse: no mapuche, pero tampoco wigka pleno. Tercero, la ósmosis de la que habla Barth puede darse aunque uno no quiera cuando las presiones invisibilizadoras son fuertes, y puede no darse aunque uno la busque, ante prácticas de discriminación y estigmatización que siguen recreando límites donde algunos quisieran invisibilizarlos.

La segunda experiencia es mucho más reciente y está ligada a lo que quienes se identifican como mapunkies, mapuheavies y mapurbes me han enseñado y permitido pensar y aprender sobre las identidades y lo identitario según ellos y ellas lo conciben. Hablamos de jóvenes que encontraron en las imágenes estéticas de un poeta guluche como David Añiñir la posibilidad de expresarse y sentirse expresados. Ser mapunky refiere a poder sentirse mapuche y anarco-punk a la vez, o de ser un Mapuche Punk. Ser mapuheavy implica ser Mapuche y Heavy Metal a la vez, o ser un Mapuche Heavy Metal. Ser mapurbe habla de la experiencia y posibilidad de ser Mapuche urbano, a pesar de lo que predica el sentido común preponderante.

Estos tres significantes de identidad apuestan explícitamente a la idea de fusión, lo que haría las delicias de quienes ven en la hibridez o hibridación una clave de lectura de las identidades contemporáneas. Sin embargo, creo que ideas como éstas poco ayudan a entender las formas de individuación de estos jóvenes en términos de subjetividad, identidad y agencia. Prestando atención a sus prácticas, políticas y reflexiones, me vi llevada en otra parte (Briones en prensa) a sostener que la idea de fricción resulta más elocuente que la de fusión para explicar no sólo cómo cuestionan lugares de identidad que examinan desde fuera, sino cómo desestabilizan los que habitan provisoriamente desde dentro.6

Y si las anécdotas se cierran con una coda, la de las experiencias aquí compartidas se abre al menos en dos direcciones. Primero, de las experiencias mencionadas, por ejemplo, surge que es tan necesario el análisis etnográfico de la identidad como de las desadscripciones, de la sujeción como la subjetivacion, de la disputa como del consentimiento, de las identidades contestatarias como las conservadoras. Segundo, no hay teoría de identidad de las hasta aquí analizadas que pueda per se explicar por qué no había mapunkies, mapuheavies y mapurbes en los ochentas, o por qué hoy son menos frecuentes las penurias desadscriptivas tal como se manifestaban con cierta frecuencia hace un par de décadas. En definitiva, el punto es que esta especificidad contextual no es una cuestión explicable o agotable desde las identidades o las políticas de identidad per se, sino desde las estructuraciones y transformaciones de formaciones internacionales, nacionales y regionales de alteridad (Briones, 2005). Desde esta visión etnográfica, historizar las identidades pasa menos por mostrar cuán construidas son, que por lograr dar cuenta de en qué tipo de contextos se activan o no ciertas marcas y qué disputas/tensiones esas marcas vehiculizan.

Si en definitiva ninguna teoría logra agotar lo que las etnografías nos pueden enseñar o hacer pensar, parece que para calibrar entonces nuestros campos de visión antropológicos es mejor apostar a la performatividad de las etnografías que a la de las teorías. A su vez, cuando encaramos la etnografía no como una mera cuestión de escritura y representación sino de producción de conocimientos situados donde los marcos para analizar las acciones sociales que entraman nuestros problemas de investigación y las teorías con que los abordamos pueden y deben ser comunes, hay otros corolarios a derivar del recorrido realizado.

Desde marcos explicativos comunes, las teorías como las identidades se nos presentan como articulaciones emergentes de escenarios estructurales o coyunturales particulares que buscan suturar trayectorias y movilidades estructuradas dispares, apostando a menudo (pero no necesariamente) a la contrastividad. Instalamos sin embargo sospechas sobre la conveniencia de ver las identidades como necesarias y efectivamentemente contrastivas, idea que ya es parte de nuestro sentido común y trabaja como ficción reguladora naturalizada. A partir de esta duda quisiera sostener que leer las teorías de la identidad como mero antagonismo entre posturas esencialistas y constructivistas es una disyuntiva tan falsa como pensar que la oposición nosotros/otros es inevitable por expresar un antagonismo estable y primario (como diría Barth) no perforado ni perforable, antagonismo carente de convergencias o articulaciones diversas, sin heterogeneidades ni disidencias al interior de cada una de ellas. Sobre esta base, seguir pensando que la disyuntiva de las teorías de la identidad pasa por tomar partido ante la opción esencialismo vs. constructivismo no sólo es una simplificación excesiva para dar cuenta de un campo complejo de teorizaciones a uno y otro lado de la supuesta divisoria, sino que conlleva también la ilusión de creer que plantarnos en uno de esos polos (y en esta época claro que será el constructivista, porque el esencialista es el políticamente incorrecto) nos exime automáticamente de cualquier vestigio contrario. Por eso es interesante que nos preguntemos cuál es el umbral a partir del cual empezamos a ver «indios truchos», y asimismo cuáles son los estándares en que nos basamos para ello, recordando que Gramsci decía que cuanto más obvio algo parece, más ideológico es.

¿Qué hacer para conjurar éste y otros peligros? Dejar que nuestras etnografías interpelen nuestras obviedades (teóricas y de las otras), en vez de reprimirlas de antemano, como ocurre cuando el temor a esencializar nos impide analizar los efectos de sedimentaciones de larga duración en términos de lo que, siguiendo a Yúdice (2002), podría verse como «performatividad cultural».7 Me refiero a procesos de repetición de reglas culturales de interacción/representación, parafraseando a Butler, que suelen estar en la base de lo que percibimos como «diferencias» respecto de «otros externos» pero también de «otros internos». Y vale la pena estar atentos, porque ese temor puede llevarnos a pasteurizar al Otro (Ramos, 1996) negándole positividad a su diferencia, lo que parece ser un pecado equivalente al de exotizarlo de antemano.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por la autora sobre Teorías performativas de la identidad. Una versión preliminar de este escrito fue preparada para el Panel «El problema de la performatividad. Teorías sobre la sociedad y re-configuraciones sociales y culturales», realizado durante el VIII Congreso Argentino de Antropología Social (Salta, 19 al 22 de septiembre de 2006).

2 Ph.D. in Anthropology. University of Texas at Austin.

3 Para análisis que retoman las sugerencias de Grossberg en el medio Argentino, ver por ejemplo Briones (2005 y en prensa); Delrio (2005), Ramos (2005).

4 Austin (1962) define a los verbos performativos como realizativos en tanto son los que no «describen» o «registran» nada, sino que concretan su acción en el acto mismo de expresar la oración. Al traducir esta idea a las prácticas sociales de significación, Butler postula que «ciertas prácticas construyen y dan entidad a ciertos fenómenos –de identidad en este caso- que pretenden estar expresando» (Zenobi 2004).

5 Las ideas que se explicitan a continuación han sido construidas en diálogo con la forma en que Eduardo Restrepo (2004) sintetiza los aportes de Stuart Hall a los análisis de la etnicidad.

6 Brevemente, este concepto apuntó a iluminar cómo, en lo inmediato, «sus posicionamientos hacen fricción con lo que llaman "el sistema", conjunto de valores hegemónicos, prácticas de control social y efectos de la economía política que los colocan en los barrios marginales y en los márgenes de lo social, demasiado cerca de la represión policial y demasiado lejos de los jóvenes "conchetos" con acceso a puestos de trabajo, viviendas dignas o escolarización y futuros predecibles. Pero también entran en fricción con otros jóvenes como ellos con quienes se identifican, jóvenes que, actuando el estigma de su pobreza, se entregan a distintas adicciones, a la vida en "banditas", a la paternidad prematura o a la violencia doméstica, y no reconocen sus orígenes mapuches por vivir en las ciudades. Hacen asimismo fricción con la mapuchidad de adultos igualmente excluidos, mayormente sus padres, de quienes se sienten distanciados por la pasividad que aparentemente muestran ante las injusticias y por haber aceptado su invisibilización como Mapuches al llegar a los pueblos en busca de trabajo, empujados por la escasez de tierra en las comunidades o por los desalojos a manos de los capitales privados y del mismo estado. Por último, se construyen en fricción con quienes promueven una idea de lo Mapuche como pertenencia centralmente ligada al campo y la ruralidad, o con activistas culturales que también se reivindican como "luchadores", pero se habrían dejado seducir por la política wigka o "la vieja política", centrándose en demandar servicios al estado, en aceptar financiamiento multilateral para sus emprendimientos, o en viajar por el mundo en tanto "representantes" de bases de las que cada vez estarían más distanciados. En suma, no es sólo ante el poder que mapunkies y mapuheavies se colocan en un lugar incómodo. Su estética corporal hace fricción también con la discursividad dominante dentro del mismo pueblo mapuche al que dicen pertenecer, y no sólo con la discursividad del mundo de los adultos, sino también la de otros jóvenes que, aunque también se construyen como indígenas antes que nada, viven y proyectan su pertenencia mapuche de otras maneras (Briones, en prensa)».

7 Con el concepto de performatividad, Yúdice alude a encuadres de interpretación que encauzan la significación del discurso y de los actos, no sólo desde la perspectiva de los marcos conceptuales y pactos interaccionales, sino también de los condicionamientos institucionales del comportamiento y de la producción de conocimiento. Generados por relaciones diversamente ordenadas entre las instituciones estatales y la sociedad civil, la magistratura, la policía, las escuelas y las universidades, los medios masivos, los mercados de consumo, etc., esos encuadres permitirían explicar—según el autor—por qué distintos estilos/ entornos nacionales promueven una absorción o receptividad diferente ante nociones como la de «diferencia cultural» que poseen vigencia y aceptación mundial, y ejercen de manera también diferente el mandato globalizado de reconocer el derecho a la diferencia cultural que imponen instituciones intergubernamentales y agencias multilaterales (Yúdice, 2002:60-61 y 81). En esto, el argumento de Yúdice apunta a señalar que todo entorno nacional está constituido por diferencias que—recorriendo la totalidad de su espacio— «son constitutivas de la manera como se invoca y se practica la cultura» (Yúdice, 2002:61).


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