Paraíso caníbal. Ccosmografía simbólica del Mundus Nnovus1
A Cannibal Paradise. A Symbolic Cosmography of Mundus Novus
Paraíso canibal. Cosmografia simbólica do Mundus
Fernando Rrivera2
Universidad Nnacional de Colombia, Sede Bogotá, Colombia
fariverab@unal.edu.co
Recibido: 05 de mayo de 2008 Aceptado: 13 de agosto de 2008
Resumen
A partir de la teoría de las representaciones sociales se identifican los ejes simbólicos del imaginario europeo occidental que determinaron la interpretación y categorización del Nuevo Continente durante la exploración y conquista en el primer medio siglo desde su «descubrimiento». En ese período las cosmogonías teológicas y las cosmografías simbólicas y floclóricas configuraron proyecciones específicas cuya bitácora permite inferir las taxonomías identitarias con que se asimiló y clasificó el «Mundus Novus», «terra incógnita» y por ello mismo espacio de re-significación.
Palabras clave: Representaciones sociales, Amazonas, Fuente del árbol de la Vida, Paraíso Terrenal, Canibalismo, El Ddorado.
Abstract
Departing from the social representations theory, symbolic axes of Western European imaginaries are identified, which determined the interpretation and categorization of New Worlds during quest and conquest during the first half of the century from its ‘discovery’. During that period theological cosmogonies and symbolic and folkloric cosmographies informed specific projections whose binnacle allows to infer the identity taxonomies with which the ‘Mundus Novus’, the ‘terra incógnita’, was classified and assimilated, and thus how it became a space of resignification.
Key words: Social representations, Amazonas, Tree of life source, Paradise on Earth, Cannibalism, El Ddorado.
Resumo
A partir da teoria das representações sociais são identificados os eixos simbólicos do imaginário europeu ocidental que determinaram a interpretação e categorização do Novo Continente durante a exploração e conquista na primeira metade do século, a partir de seu «descobrimento». Nesse período as cosmogonias teológicas e as cosmografias simbólicas e folclóricas configuraram projeções específicas cuja bitácula permite inferir as taxonomias identitárias por meio das quais foi assimilado e classificado o Mundus Novus, «terra incógnita» e, por isso mesmo, espaço de re-significação.
Palavras chave: representações sociais, Amazonas, Fonte da árvore da Vida, paraíso na terra, canibalismo, El Dorado.
La esfera es la redondez con espesor interior, abierta y repartida, que habitan
los seres humanos en la medida que consiguen convertirse en tales. Como habitar
significa siempre ya formar esferas, tanto en lo pequeño como en lo grande,
los seres humanos son los seres que erigen mundos redondos y cuya mirada se
mueve dentro de horizontes
Peter Sloterdijk.
El dispositivo de las representaciones
La teoría de las representaciones sociales interpreta la memoria colectiva e individual como una estructura de selección, almacenamiento, procesamiento y circulación de conocimiento, vinculada con eventos y procesos sociales traducidos en información (re-presentados) y de tal manera normativizados, jerarquizados y evaluados (Jodelet, 1986).
Por un lado, las representaciones pueden definirse como esquemas cognitivos socialmente caracterizados con dos propósitos: regular identidades y posiciones sociales y definir programas conductuales comprometiendo la «construcción social de la realidad». Por otro lado, las representaciones son variantes del conocimiento práctico que se inscriben y resuelven en circuitos comunicativos determinando la comprensión y control del entorno social, lo cual a su vez determina la sintaxis de sus contenidos, de las operaciones mentales que compromete y de los procesos lógicos que desarrolla. Dos dinámicas caracterizan su gramática configurativa: la objetivación y el anclaje.
De acuerdo con Moscovici, La objetivación implica, primero, la selección y descontextualización de los elementos constitutivos de lo representado y, segundo, su esquematización estructurante a través de un núcleo figurativo que traduce la estructura conceptual en que consiste lo representado y lo «naturaliza», dotándolo de «realidad» para la percepción (Jodelet, 1986). Esta esquematización estructurante tiene una finalidad social: es una construcción selectiva subordinada a valores grupales que en últimas determinan la dialéctica de veladuras y acentuaciones configuradoras de toda representación.
Tres factores convierten a las representaciones sociales en «encuadramientos» perceptivos y valorativos que cualifican la realidad socialmente construida: la relativa estabilidad de un núcleo figurativo, su espacialización y su materialización para la percepción. Estos rasgos son los soportes de la función de anclaje de las representaciones sociales a partir del significado y utilidad que se les atribuye, consistente en su asimilación y transformación en el interior de un campo de conocimientos socialmente sancionado: la integración cognitiva de lo representado dentro del sistema de pensamiento precedente. Eel proceso de anclaje articula las tres funciones básicas de la representación: cognitiva o integradora de la novedad, interpretativa de la realidad y orientadora de las conductas y las relaciones sociales (Jodelet, 1986:484). Esta última se refiere a la relación entre las representaciones sociales y las conductas que inducen (Abric, 1993).
El sistema de interpretación tiene una función de mediación entre el individuo y su medio, así como entre los miembros de un mismo grupo. Capaz de resolver y expresar problemas comunes, transformado en código, en lenguaje común, este sistema servirá para clasificar a los individuos y los acontecimientos, para constituir tipos respecto a los cuales se evaluará o clasificará a los otros individuos y a los otros grupos. Se convierte en instrumento de referencia que permite comunicar en el mismo lenguaje y, por consiguiente, influenciar (Jodelet, 1986:488).
El anclaje tiene igualmente una función integradora, asimila la «novedad», familiariza lo extraño inscribiéndolo en un sistema de representación preexistente que manifiesta lo que Moscovici llama la «polifasia cognitiva» de las representaciones sociales: su oscilación entre la transformación y el estatismo, el ser dinámicas y recurrentes, pese a que al final prevalecen las estructuras antecedentes, lo conocido, la «enciclopedia».
Este sistema de representación pre-existente se puede leer como la enciclopedia del sujeto, individual y social, el repertorio registrado de todas las interpretaciones, concebible objetivamente como ‘la biblioteca de las bibliotecas [...] Todo intérprete que deba interpretar un texto no está obligado a conocer la enciclopedia completa sino sólo el fragmento de enciclopedia necesario para la comprensión de dicho texto [...] la enciclopedia es una hipótesis regulativa sobre cuya base –en la interpretación de un texto (ya se trate de una conversación en una esquina o de la Biblia)– el destinatario decide construir un fragmento de enciclopedia concreta que le permita asignar al texto o al emisor una serie de competencias semánticas (Eco, 1995:133).
El sustrato representativo funciona como un tipo referencial, un «miembro de una categoría, que se convierte en una especie de modelo para reconocer a otros miembros que comparten con él algunas propiedades que se consideran salientes» (Eco, 1999:226-227). Este consiste en una matriz icónica de rasgos cualificativos (inscritos y prescritos socialmente) con respecto a los cuales el nuevo objeto es valorado positiva o negativamente, lo que la define en tanto articulación estereotípica.
Al permitir una rápida evaluación de las informaciones disponibles, el anclaje autoriza así conclusiones rápidas sobre la conformidad y la desviación respecto al modelo. Procede por un razonamiento en el que la conclusión ha sido planteada de antemano y ofrece al objeto clasificado una matriz de identidad en la cual puede quedar fijo (Jodelet, 1986:492).
Tal valoración positiva o negativa está determinada por registros de expectativas y coacciones que reiteran los rasgos previamente asignados al estereotipo.
De esta forma el anclaje garantiza la relación entre la función cognitiva básica de la representación y su función social. Además, proporcionará a la objetivación sus elementos gráficos en forma de preconstrucciones, a fin de elaborar nuevas representaciones (Jodelet, 1986:492-493).
Un exótico espacio geográfico se transforma en continente de un polimórfico espacio imaginario en el proceso de interpretación, asimilación y apropiación simbólica que desde Colón y Vespucio determinó la representación europea del Nuevo Mundo. Traducción, homologación y re-inscripción fueron parte de las múltiples dinámicas de configuración de éste Novus Mundus. Múltiples también fueron las variantes de su lectura geográfica –Manguí, Cipango, Ofir, Atlántida, El Paraíso, El Dorado–, así como numerosas las yuxtaposiciones de representaciones místicas, folclóricas y mitográficas con que los llamados descubridores, los conquistadores y los cronistas invistieron de significación lo que a sus ojos se presentaba como un paisaje desconocido pero ya imaginado –además hiperbólico, desmesurado, hipnótico–. Y a pesar de ello, era una geografía «vacía» de significación y, en tanto tal, una tabula rasa para imprimir deseos, temores, creencias y expectativas; era un cartograma de imaginarios y una bitácora de representaciones. En síntesis: una cosmografía simbólica.
Amazonas y armaduras
Mar Dulce nombró Juan Días de Solís en febrero de 1516 a la inmensidad del Paraná-Guazú, «río grande como mar» en guaraní. Navegante portugués o andaluz a quien la versión oficial otorga el mérito de comandar la primera expedición europea que arribó al estuario, si bien en 1514 exploraron el río dos carabelas armadas por don Nuño Manuel y Cristóbal de Haro. Días de Solís también tiene el menos grato privilegio de comandar la primera expedición devorada por los charrúas antropófagos, algunos de cuyos sobrevivientes permanecieron en el Puerto de Los Patos con los aborígenes del Golfo de Santa Catalina. Entre ellos se encontraba el portugués Alejo García quien incursionó arriesgadamente más allá del Chaco buscando el Imperio del Rey Blanco y la Sierra del Plata, los míticos horizontes de la «Tierra Sin Mal» de los tupíes-guaraníes. La saga la relataron posteriormente a la expedición de Sebastián Caboto3 dos náufragos alucinados en la costa de Brasil frente a la Isla de Plata, así bautizada por Solís (Díaz de Guzmán, 1994:25-28; Medina, 1897:19).
«Mar Dulce» había llamado también Vicente Yáñez Pinzón en 1500 a otro río abrumador considerándolo una ruta hacia la misteriosa «tierra donde no se muere». «Amazonas» bautizó al mismo río, cuarenta años después, Francisco de Orellana, tras las escurridizas pistas del «País de la Canela». El nombre del río también designó a las indígenas que habitaban esta región cristalizando así una representación de larga data en el pensamiento europeo al nombrarlas como a las mujeres guerreras habitantes de la periferia helénica, el temible contrapunto hipnótico pero conquistable narrado reiterativamente en la literatura griega.4
Amazona era la Reina Talestris derrotada por Alejandro Magno, cuya saga Iter ad Paradisum (Jornadas al Paraíso) fue revivida en la Edad Media. Las constantes referencias de los enciclopedistas cristianos (Isidoro, Rabano Mauro, Honorio de Autún, Vicente de Beavais, etc.) a las Amazonas y la Carta del Preste Juan en la que se habla de la Iisla Gran Feminia, gobernada por tres reinas y defendida por cien mil mujeres guerreras, terminarán inscribiéndolas en tanto narrativa colectiva de amplia circulación en la España del siglo XVI y en la Italia del Renacimiento.
Las Jornadas al Paraíso de Alejandro se remontan por lo menos al De proeliis del Archipresbítero Leo en el siglo X en el que, entre otras peripecias, vuela tirado por grifos camino a la Tierra de los Bienaventurados en la que se encuentra el pozo del agua de la vida, configuración simbólica insertada en el motivo de los viajes al otro mundo cuya topografía señala las fundamentales tensiones identitarias del ser humano. Een efecto, su ambigüedad como centauro lo define como constante explorador de lo limítrofe5 hacia abajo, hacia el mundo inferior de lo Invisible, el Hades, el Averno, el Erebo, el Tártaro de Sócrates al que descendieron Heracles, Admeto, Dionisos, Tiresias, Aquiles, Ulises y Orfeo buscando a Eurídice; el espanto de la Tebaida de Eestacio, de Vvirgilio en la Eneida, las ciénagas pútridas y las charcas de fuego de la visión de Santa Hildegarde de Binden, el infierno de Dante leyendo aterrado sobre su puerta: «Vosotros que entráis, perded toda esperanza»; hacia arriba, hacia los mundos lunares y más allá, ruta a los reinos aéreos hasta donde llegó el espíritu de Er, tal como lo refiere Platón en el Libro X de la República, como lo dice Cicerón en el sueño de Escipión, como lo narra Lucano en el vuelo del alma de Pompeyo en Farsalia y como lo cuenta Luciano en Historias Verdaderas’ cuando relata su viaje a la luna acompañado de Hipogipos.
Una vez difundida en Europa la representación del Nuevo Mundo que exploradores y conquistadores configuraron a partir de sus propios imaginarios se produce una retroalimentación tal que la mitografía y el folclor europeo se enriquecen con las novedades de cada nuevo relato. Lo ilustran las aventuras de caballería Las sergas de Esplandián publicadas en 1510. Es el primer relato en que se ubica a las amazonas en Las Indias, probablemente como consecuencia de la difusión de las crónicas de las dos primeras expediciones de Colón. Dice aquel texto:
Sabed que a la diestra mano de las Iindias hubo una isla, llamada California, muy llegada a la parte del Paraíso Terrenal, la cual poblada de mugeres negras, sin que algún varón entre ellas hubiese, que casi como las amazonas era su estilo de vivir. Estas eran de valientes cuerpos y esforzados y ardientes corazones y de grandes fuerzas; la ínsula en sí la más fuerte de riscos y bravas peñas que en el mundo se hallaba; las sus armas eran todas de oro, y también las guarniciones de las bestias fieras, en que, después de las haber amansado, cabalgaban: que en toda la isla no había otro metal alguno (Leonard, 1979:13-54).
Durante su primer viaje, entre el domingo 13 y el miércoles 16 de enero de 1493, Colón menciona la isla Matininó, rica en oro y habitada sólo por mujeres a las que visitan los «caníbales», según él provenientes de otra isla cercana, probable resonancia de la «Isla Macho» y la «Isla Hembra» mencionadas por Marco Polo en la Descripción del Mundo, texto que pertenecía al genovés quien también poseía Geografía de Ptolomeo, la Historia rerum ubique gestarum de Eneas Silvio (papa Pío II) y, significativamente, el Imago Mundi, escrito hacia 1410 por el teólogo y astrólogo francés Pierre d’Ailly con profusas anotaciones al margen.6
Dijéronle los indios que por aquella vía hallaría la isla de Matinino, que diz era poblada de mujeres sin hombres, lo cual, lo cual el Almirante mucho quisiera [ver] por llevar diz que a los Reyes cinco o seis de ellas [...] más diz que era cierto que las había y que a cierto tiempo del año venían los hombres a ella de la dicha isla de Carib, y si parían niño enviávanlo a la isla de los hombres, y si niña, dejábanla consigo (Colón, 1985:215).
Esta la misma narrativa empleada por Pigafetta durante la expedición de Magallanes:
[E]l más viejo de los pilotos les dijo que en la isla Ocoloro, más debajo de Java, no hay más que mujeres, a las que fecunda el viento; cuando paren, si [el hijo] es varón lo matan inmediatamente; si es hembra la crían; matan a los hombres que se atreven a visitar su isla (Leonard, 1979:52-53).
En Las Sergas de Esplandián, donde aparece Calafia la reina de la isla de California, se desarrolla una de las tantas versiones de la doncella guerrera que sólo aceptará por esposo a quien la derrote en combate. Marfisa, personaje del Orlando Enamorado de Mateo Boiardo y Bradamante, del Orlando Furioso de Ludovico Aariosto son elaboraciones del mismo tema de la doncella guerrera. Las sergas producen todo un repertorio de variantes seriales en la séptima de las cuales, el Lisuarte de Grecia de 1514, reaparecen las amazonas. Para 1526 se habían publicado por lo menos cuatro ediciones de Las Sergas y antes de 1588 ya sumaban diez. Igual fenómeno de reproducción textual había generado el Amadís de Gaula de Garci Rodríguez de Montalvo –cuya versión germinal fue probablemente escrita en Portugal hacia 1350–, y que sería el primero de un exitoso y popular ciclo de distintos autores (Páez de Rivera, Feliciano de Silva) que culmina en 1546 con el decimosegundo libro de autor anónimo. La multiplicación de islas en todos los relatos de caballería reitera el impacto de las nuevas tierras en el pensamiento europeo; lo ilustran así las islas que aparecen en el Amadís: Insola Triste, Insola del Diablo, la Profunda Insola, Insola de la Torre Bermeja, Insola del Infante, Insola de Batán, Insola de Landa, Peña de la Doncella Encantada.
Esta literatura caballeresca, de amplia difusión en el siglo XVI, recogía la tradición narrativa del ciclo de Carlomagno, ilustrada por el El Cantar de Roldán, quien desobedeciera las órdenes de retirada del rey para perder la vida con honor en la batalla contra los moros, gesta revivida por el rey Sebastián en la batalla de Alcazarquivir de 1578.
Esta historia la reproduce particularmente la tradición britano-céltica del ciclo artúrico a partir de la Historia de los Reyes de Britania (1136) de Geoffrey de Monmouth donde se relatan las hazañas militares del rey Arturo, material que desarrollarán posteriormente El Romance del Santo Grial (1182) –también conocido como Perceval–, El Caballero del León y El Caballero de la Carreta (1177) de Chrétien de Troyes. Le seguirán las desventuras de Lancelot du Loc (Lanzarote), el caballero triste y solitario enamorado de Ginebra, cuya redacción definitiva culmina en 1225 con el Lancelot en prosa de Gautier Map y que es un tema trabajado en el Lanval, uno de los doce lais cortesanos de María de Francia escritos en el siglo XII. Relataba Chrétien de Troyes el encuentro clandestino de los amantes:
Lanzarote se enfrenta a la ventana. Agarra los barrotes, tira de ellos en todas las direcciones, de tal forma que consigue doblarlos, y después los arranca. Pero el hierro es tan acerado, que se abre la primera falange hasta el nervio, y que en otro se ha cortado la articulación [...] A pesar de la altura de la ventana, la atraviesa rápidamente. Ddespués de asegurarse de que Keu duerme, se acerca a la cama de la reina, lleno de una adoración mayor que si se hallase ante las reliquias de un santo. La reina le tiende los brazos, le abraza y aprieta contra su corazón; después le atrae hacia su cama, a su lado, y le da la más dulce de las acogidas [...] Pero si el amor de la reina es inmenso, el de Lanzarote es aún mil veces mayor (Pastoureau, 1990:222).
Complementan el ciclo la anónima Muerte del Rey Arturo (1225-1230) y El Mago Merlín de Robert de Boron, finalizado hacia 1250, entre otras muchas arborescencias del motivo artúrico que difundieron los bardos de Gales, Cornualles, Inglaterra y la Bretaña francesa.
Y Arturo regresó a Britania estableciendo firmemente la paz en sus dominios y manteniéndola a lo largo de doce años. Al final de ese período, amplió su séquito personal invitando a caballeros de gran mérito venidos de lejanas tierras, y tanta cortesía desplegó en su palacio que hasta los pueblos más distantes querían imitar los usos y costumbres que allí imperaban. Aasí estimulados, hasta los nobles de más alta cuna pensaban que nada valían a menos que llevasen las armas o se vistieran como los caballeros de Arturo. La fama de su generosidad y valor se divulgó por los cuatro puntos cardinales (Monmouth, 1987:155).
Desde que el poeta normando Wace en el Roman de Brut de 1155 inscribe por primera vez el rasgo de la Mesa Redonda, uno de los motivos artúricos más populares fue el del Santo Grial, el cáliz de la Sagrada Cena en que José de Arimatea recogió la sangre que manaba de las cinco heridas de Cristo, copa milagrosa descubierta por el caballero Galahad, que otorga la eterna juventud a su poseedor y que se manifiesta en cierto castillo al recién nombrado caballero Parsifal:
Un joven salió de una habitación sosteniendo una magnífica lanza por el medio del asta [...] todos los que se hallaban presentes pudieron contemplar entonces como una gota de sangre descendía a lo largo del asta hasta la mano del joven [...] Apareció luego una doncella noble que llevaba un grial, encantadora y muy bien vestida [...] se hizo una claridad tan grande que las velas dejaron de dar luz, igual que hacen la luna y las estrellas cuando sale el sol. Detrás, avanzaba otra doncella llevando un ábaco de plata. El grial, que iba delante, había sido fundido en oro, el oro más puro, y engastado con todo tipo de piedras preciosas, la más ricas y variadas que pudiesen encontrar en la tierra o bajo el mar” (Pastoureau, 1990:211).
Para el siglo XVI abundaban las críticas a las historias de caballería, lo que señala su alto consumo. Een su Diálogo de la Lengua, Juan de Valdés expresaba una opinión extendida: «a más de ser mentirosísimos, son tan mal compuestos así por decir las mentiras muy desvergonzadas como por tener el estilo desbaratado, que no hay buen estómago que los pueda leer» (Díaz-Bernardo, 1980:80). Era tal la afluencia de libros de caballería a las «Indias Occidentales» que en 1531 la Casa de Contratación de Sevilla prohibió su exportación hacia el nuevo continente.
Un Real Decreto suprimió su importación a las colonias americanas ya que podía ocurrir que cuando los indios comprobaran que todo era falso, pensasen que las Sagradas Escrituras también lo eran. Y en 1555 se prohibieron en toda España (Díaz-Bernardo, 1980:83).
A pesar de ello en 1540 el impresor Juan Cromberger disponía en su taller de Ciudad de México, entre un variado repertorio, 446 ejemplares del Amadís de Gaula, 1.017 del Espejo de la Caballería, 337 del Cid Campeador, 696 del Rey Canamor, 171 de la Crónica de Florisel de Niquea y 156 del Palmerín de Oliva (Leonard, 1979: 107), un ciclo tan prolífico como el Amadís, que comenzó a publicarse en 1511 y continuó con las aventuras de su hijo Primaleón, desarrollando las variaciones del motivo inaugurado en castellano por las aventuras de El Caballero Cifar hacia 1300 y cuya más afinada expresión se encuentra en el prototipo del Tirant Lo Blanc escrito en catalán por Joanot Martorell, primer libro de caballería publicado en Eespaña, a la que siguieron variedad de romances publicados a partir del siglo XIV: Cancionero de Romances, Tristán o la búsqueda del Santo Grial, y los Romances de doña Ginebra.
Nunca fuera caballero / de damas tan bien servido / como fuera Lanzarote / cuando de Bretaña vino, / que dueñas curavan dél, / doncellas de su rocino. Esa dueña Quintañona, / éssa le escanciava el vino; / la linda reina Ginebra / se lo acostava consigo (Sainero, 1998:346).
Estos libros se consumían sin recato en Europa, filtrando tanto la percepción como las motivaciones de los primeros exploradores, conquistadores y aventureros «buscadores de oro». Y en América, donde circularon prolíficamente, como la popular Crónica del Rey don Rodrigo, con la destruición de España’, de Pedro del Corral, primera novela histórica de tema nacional escrita en España o Don Florisel de Niquea, que llegó a ser más popular que el Amadís. Y una amplia gama de réplicas y variantes como las cuatro partes del Espejo de Príncipes y Caballeros, de Diego Ortúz de Calahorra; las cinco del Caballero de Febo; las diez ediciones entre 1821 y 1600 de Lepolemo o el caballero de la Cruz.
Entre 1510 y 1562 se publicaron cerca de cuarenta relatos de caballería (Ruíz-Doménech, 1993: 141), entre ellos, dos de una mujer, la dama de la nobleza Beatriz Bernal de Valladolid (Cristalión y Lepomene). Durante le primera mitad del siglo XVI se editaba casi una novela anual y las ediciones sobrepasaban las 150 (Burke, 2000:178). De hecho, la literatura de caballería era consumida en todos los sectores sociales definiendo peculiares lógicas de transvasamiento, como en el caso de Orlando Furioso, escrito por un noble para los nobles pero que terminó difundiéndose e inscribiéndose en los imaginarios populares.
En el siglo XVI se podían adquirir en pliegos sueltos los lamentos de personajes del poema como Bradamante, Isabella, Rodomonte, Ruggiero, etc., así como otras paráfrasis, añadidos y resúmenes en verso [...] Según el poeta Bernardo Tasso, el Furioso era leído por artesanos y niños. Según el impresor veneciano Comin dal Trin, le gustaba al pueblo («il volgo»). Y lo que es insólito en el siglo XVI, este texto moderno se enseñaba en algunas escuelas junto a los clásicos latinos (Burke, 2000:165-166).
Los libri di batatagie en formato de pliegos sueltos eran empleados por las escuelas elementales para fomentar la lectura y eran escenificados en las representaciones de los trovadores y los cantimbanchi o cantantes errantes, quienes por demás dosificaban el relato cobrando antes del final (Burke, 2000:174).
La investigación de la historia de la lectura basada en los inventarios de las bibliotecas confirma la impresión de que estos libros despertaban un entusiasmo generalizado entre los comerciantes y nobles españoles del siglo XVI. Estos libros se abreviaban y publicaban en forma de pliegos sueltos, lo que sugiere que se habían convertido en partes de la cultura popular (Burke, 2000:179).
Era ese el microcosmos simbólico que hablaba a través de Fray Gaspar de Carvajal cuando en la Relación del nuevo descubrimiento del famoso Río Grande de las Amazonas describe su primer encuentro el día de San Juan Bautista en el combate con los aborígenes:
Andúvose en esta pelea más de una hora, que los indios no perdían ánimo, antes parecía que de continuo se les doblaba; aunque veían algunos de los suyos muertos y pasaban por encima de ellos, no hacían sino retraerse y tornar a revolver. Quiero que sepan cual fue la causa por donde estos indios se defendían de tal manera. Han de saber que ellos son sujetos y tributarios de las amazonas y, sabida nuestra venida, vánles a pedir socorro y vinieron diez o doce, que éstas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios, como capitanes, y peleaban tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvía, delante de nosotros le mataban a palos, y ésta es la causa por donde los indios se defendían tanto. Estas mujeres son muy altas y blancas y tienen el cabello muy largo y entrazado y revuelto a la cabeza: son muy membradas, andaban desnudas en cueros y tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios (de Carvajal,1992:336).
Y es la representación que traduce el bávaro Ulrico Schmidel, cronista de la expedición de Pedro Mendoza, protagonista de la fundación de la ciudad del «buen viento», posterior Buenos Aires:
Estas amazonas son mujeres, y sus maridos vienen a verlas tres o cuatro veces al año. Si una mujer queda embarazada de un niño varón, lo manda al hombre, pero si es hembra, se la queda y le quema el pecho derecho para que no pueda crecer. Y la causa porque hacen tal es que utilicen mejor las armas y los arcos, pues son mujeres belicosas que hacen la guerra contra sus enemigos. Viven estas mujeres en una isla rodeada de agua, y es una gran isla [...] Pero en esta isla las amazonas no tienen oro ni plata, sino en Tierra-Firme, que es donde viven los hombres. Allí tienen grandes riquezas (Schmidel, 1992:333).
La Tierra donde no se muere y la fuente del árbol de la vida
La «Tierra donde no se muere» traducía para los europeos una reiterativa representación articulada en su simbología místico-geográfica: la Fuente del Árbol de la Vida, una de las variantes interpretativas y asimilativas con que los europeos proyectaron en el Orbus Novo sus propios imaginarios respecto a mundos hiperbóreos y adánicos.
Es frondosa la existencia espacial de un paisaje paradisíaco en la cosmografía simbólica europea que se proyecta en las nuevas tierras: Antilia, identificada con La Española por Pedro Mártir y llamada Antillas; Quersoneso de Oro (en la península malaya) como quiso ver Colón en las costas de Panamá; las Hespérides, argumentadas por Gonzalo Fernández de Oviedo en la Historia General y Natural de las Indias; la Atlántida del Critias y el Timeo; Ofir-Tarsis, morada del tesoro salomónico referida en Paralipómenos y el Libro de los Reyes que también impregnó la geografía simbólica árabe en su versión de Sulaymán El Profeta:
Cuando la ciudad estuvo terminada, ordenó construir la mezquita. Envió a un grupo de demonios a sacar oro y plata de sus minas; a otro grupo le ordenó que se sumergieran en el mar para sacar perlas y arrancar piedras preciosas y rocas de sus lugares; a otro grupo le envió a buscar almizcle, ámbar y otros perfumes, y reunió de todos eso materiales cantidades inmensas [...] Salomón construyó el templo con mármol blanco, amarillo y verde; sus columnas eran de cristal de roca blanco y transparente, engastadas con valiosas piedras preciosas. Eel techo tenía incrustaciones de perlas, jacintos y otras gemas. En el suelo puso lozas de turquesa. Y no hubo entonces edificio más brillante y luminoso que templo, pues brillaba en la noche como la luna llena (Ribiera, 1981:46).
Afirmaron la presencia de ese Jardín de las Delicias en el Nuevo Mundo Francisco López de Gomara en la Historia General de las Indias, Aagustín de Zárate en la Historia del Perú y Fray Gregorio García en Origen de los Indios del Nuevo Mundo.
Esta geografía árcade expresa igualmente la existencia de un tiempo paradisíaco, primordial, adánico, y con ello una teoría sobre el origen y desarrollo de la especie humana. En realidad, fueron dos las tradiciones que circularon desde la Grecia clásica atravesando la Edad Media hasta el Renacimiento. Por un lado, la lectura de la forma primitiva de la existencia como un estado bestial (expuesta por Lucrecio en De Rerum Natura y reiterada por Vitrubio en De Arquitectura) que se transforma progresivamente como consecuencia de las propias capacidades innatas, a partir del descubrimiento y domesticación del fuego (emblematizado textual e iconográficamente con la figura de Vulcano, el dios civilizador), cuyo control desencadena la invención del lenguaje, la estabilización de un espacio habitable, la constitución de la familia, la domesticación de los animales y el desarrollo de las artes y oficios, es decir la institución de un orden social. Lo condensa Vitrubio en su tratado de Arquitectura cuya versión repite posteriormente la Genealogía Deorum de Bocaccio:
En los tiempos antiguos los hombres nacían como los animales, salvajes en bosques, en cuevas y grutas, y se mantenían comiendo alimentos crudos. Entre tanto, en alguna parte los árboles que crecían muy apretados unos contra otros, movidos por los vientos y tormentas, al frotar entre sí sus ramas empezaron a arder. Aterrorizados por las llamas, los que estaban cerca de aquel sitio huyeron. Cuando se calmó la tormenta se acercaron y, dándose cuenta de lo agradable que era para sus cuerpos el calor del fuego, echaron madera encima; y así, manteniéndolo vivo, trajeron a algunos de sus semejantes e, indicándoles el fuego con gestos, les mostraron cómo se podía usar. Cuando en esta reunión de hombres los sonidos eran emitidos con intensidad variable, estas sílabas casuales llegaron a hacerse habituales por el uso diario. Ddespués, dando nombre a las cosas que se usaban más frecuentemente, empezaron a hablar a causa de este suceso fortuito, y así pudieron conversar entre ellos mismos. Por lo tanto desde el descubrimiento del fuego comenzó un principio de asociación humana, de unión y de intercambio, y desde entonces se reunieron muchos en un mismo lugar, dotados por la naturaleza de un don superior al de los otros animales; de manera que anduvieron, desde entonces, en posición erecta, y no con la cara hacia abajo, por lo que pudieron ver la magnificencia del universo y las estrellas (Panofsky, 1980:50-51).
Por otro lado, la idealización primitivista dibujada por Horacio, Plutarco y particularmente por Hesíodo, el primero que poetiza la condición inicial del mundo como una Edad de Oro en una pletórica Arcadia y el avance de la humanidad como una caída del Estado de Gracia, transformación involutiva posteriormente permeada por las múltiples doctrinas judeocristianas sobre el pecado original. También la cantaba Oovidio en Las Metamorfósis:
La Edad de Oro fue la primogénita, la cual sin coacción, sin ley, practicaba por sí misma la fe y la justicia. Se ignoraba el castigo y el miedo [...] sin necesidad de soldados, las naciones pasaban seguras sus ocios agradables. La misma tierra, libre de toda carga, no hendida por el azadón ni herida por el arado, daba por sí misma de todo; y contentos de los alimentos que producía sin que nada la obligara, los hombres recogían los madroños, fresas silvestres, frutos del cornejo, moras que se adherían a las zaras espinosas y bellotas que habían caído del copudo árbol de Júpiter. La primavera era eterna y los apacibles Céfiros acariciaban con sus tibios soplos a las flores nacidas sin semilla. También la tierra, que no había sido labrada, producía mieses y el campo sin ser cultivado se cubría de grávidas espigas; manaban ya ríos de leche, ya ríos de néctar y de la verde encina iba destilándose la dorada miel (Ovidio, 1972:26-27).
Toda una matriz de representaciones colectivas, particular pero no únicamente cristianas, que durante la Alta Edad Media y hasta el siglo XVI pusieron en circulación la idea de la existencia material del Paraíso en algún paraje ignoto y casi inaccesible pero real, susceptible de localizarse en un mapa. Lo describía el africano Draconio, uno de tantos, en el siglo V:
Hay un lugar que difunde cuatro ríos, alfombrado de flores ambrosíacas; donde enjoyada grama, donde fragantes yerbas abundan peremnes, el más hermoso jardín en este mundo de Dios. Ahí no se sujeta la fruta a estaciones, sino que madura todo el año, ahí florece la tierra en eterna primavera [...] Los rayos cálidos del sol no queman, ráfagas no lo sacuden, ni el torbellino airado con rabiosos ventarrones; no hay hielo que lo agobie ni granizo que lo azote, ni blanquecida helada platea los campos. Sino que hay suaves brisas, que se levantan del más suave soplo junto a claras fuentes (Patch, 1983:147).
Perdida isla paradisíaca o alta montaña amurallada rodeada de fuego o niebla, se encuentra localizada en todos los puntos cardinales de variedad de mapas y con igual diversidad de nombres: la Tierra de los Hiperbóreos, la de los Macrobios, la Tierra de los Bienaventurados, los Campos Elíseos, el Jardín de las Hespérides o la Tierra de las Islas Afortunadas, El Paraíso de los Pobres, La Montaña de Azúcar, El País de los Niños.
Los pocos mapamundis europeos que se conservan representan una tierra circular, que tiene por centro Jerusalén y por ‘cumbre’ -donde colocamos hoy el polo Norte- el lugar de donde procede la luz, el Oriente, representado por una alta montaña encima de la cual se halla el paraíso terrenal (Pastoureau,1990:198).
Es la Nueva Jerusalén descrita en el Apocalípis (21;22).
La muralla es de jaspe, y la ciudad de oro puro. Los fundamentos del muro de la ciudad están adornados de toda suerte de piedras preciosas. El primer fundamento es jaspe; el segundo zafíro [...] el duodécimo amatista. Y las doce puertas son doce perlas; cada una de las puertas es de una sola perla, y la plaza de la ciudad de oro puro, transparente como cristal (y me mostró un río de agua de vida, claro como cristal, que sale del trono de Dios y del Cordero. En medio de su plaza, y a ambos lados del río, hay árboles de vida, que dan doce cosechas, produciendo su fruto cada mes (Stavrides, 1991:99-100).
Tensión centrípeta originada en la consideración de ciudades cosmogónicas como axis mundi, las ciudades santas y los santuarios como centro del cosmos, el «ombligo del mundo» de los mesopotámicos, el «centro del mundo» de la tradición irania, el «ombligo de la tierra» de la tradición judía, el umbilicus térrea. «El Santísimo ha creado el mundo como un embrión. Así como el embrión crece a partir del ombligo, Dios ha empezado a crear el mundo por el ombligo, y de ahí se ha extendido en todas las direcciones» (Mircea, 1983:44). Los mapas cristianos medievales ilustraban el extremo superior que señalaba el oriente con una variada iconografía de Adán, Eva y la Serpiente en el paraíso terrestre, rodeados por un muro o por una cadena montañosa. Es el modelo de «mapas rueda» o «mapas T-O» que reitera continuamente la existencia del perdido Jardín de las Delicias7.
Toda la parte habitable de la tierra era representada como un plato circular (una O), dividido por una corriente de agua en forma de T. El este era ubicado en la parte de arriba, y esto era lo que se quería decir entonces cuando se hablaba de ‘orientar’ un mapa. En la parte superior de la T estaba el continente asiático; abajo, a la izquierda de la vertical, se encontraba Europa y, a la derecha, África; la línea horizontal que separaba a Europa y África de Asia era el Danubio y el Nilo, de quienes se suponía que corrían en una sola línea. Y todo estaba rodeado por el «mar océano» [...] Jerusalén estaba en el centro de todos los mapas» (Boorstin, 1986:109-110).
El mundo del paraíso terrestre es, además, un mundo plano que desplaza la esfericidad planetaria formulada por Platón y Aristóteles y medida por Eratóstenes, quien además calculó con sorprendente precisión la circunferencia de la tierra (hacia el 200 a. C); por Hiparco (hacia el 100 a. C), divisor de la esfera en 360 grados y creador de una red universal de latitudes y longitudes que cuadriculó la tierra; y poco después por Ptolomeo (Almagesto, Tetrabiblos, Geografía) quien subdividió los grados en minutos (partes minutae primae) y estos en segundos (partes minutae secundae); y aún más por Aristarco de Samos quien desde el 200 a. C formulaba un universo heliocéntrico en el que la tierra giraba alrededor del sol. La planimetría paradisíaca era un ícono de la visión religiosa del mundo que negaba la existencia de las antípodas por considerarlas contrarias a la fé cristiana, como lo hicieron San Agustín, San Juan Crisóstomo, Beda el Venerable, San Bonifacio y antes que ellos Lactancio, llamado el Cicerón cristiano:
Puede alguien ser tan necio como para creer que hay hombres cuyos pies están más altos que sus cabezas, o lugares donde las cosas pueden colgar cabeza abajo, los árboles crecer al revés y la lluvia caer hacia arriba? Dónde estaría lo maravilloso de los jardines colgantes de Babilonia, si admitiéramos la existencia de un mundo colgante en las antípodas? (Boorstin, 1986:115).
La formulación de este ícono está apoyada en la interpretación de la Epístola a los Hebreos (9:1-3) en la que San Pablo afirma que el primer tabernáculo de Moisés es el modelo del mundo, principio a partir del cual en el año 548 Cosmas de Alejandría (Topographía Christiana) estabiliza el modelo del cuadrángulo tridimensional que perdurará casi por mil años: «Cuando las Escrituras decían que la mesa debía tener dos codos de largo y un codo de ancho, significaban en realidad que la tierra plana era, de este a oeste, dos veces más larga que ancha» (Boorstin, 1986:117). Cosmas inscribe también la tripartición de Asia, Africa y Europa, seguida por múltiples versiones de geógrafos cristianos reproductores de esa perspectiva planimétrica que apenas empezará a refutarse a partir de Isidoro de Sevilla, quien enfatiza en la redondez del por eso llamado orbis terrarum.
Es prolífico el imaginario europeo con el Edén Terrenal: para los germanos el Venusberg (Monte de Venus) de Tanhaüsser y Pomona, el País de las Manzanas, el de las frutas de la eternidad que se remontan a la leyenda de San Macario de Roma (en los Vitae Patrum) entre los siglos VII y VIII y a la fuente con frutas de la eterna juventud que describe Huón de Bordeux en el siglo XIII (Patch, 1983:142-181); la tierra prometida de Cucaña (Cocagne para Francia y Cokaigne en Gran Bretaña):
Los ríos son de aceite, leche, miel y vino. Hay una gran abadía de monjes blancos y grises: las tejas son panes, los muros pasteles de carne; en el claustro las columnas son de cristal, con basamento y capitel de jaspe y coral. Hay adentro cuatro pozos de jarabe y melaza y vino con especias [...] Hay muchos pájaros que cantan día y noche; y bandadas de gansos que vuelan a la abadía gritando: «Gansos calientes, gansos calientes» (Patch, 1983:179).
Esta imagen pletórica y abundante se encuentra cálidamente representada en el cuadro de Brueghel El Viejo, «Scharaffendald» («El País de Jauja»), con sus bien alimentados aldeanos a la sombra de un árbol-mesa de viandas esperando con la boca abierta que pasen los bocados voladores, al lado de una casa con tejado de pasteles mientras al fondo corre cierto cochinillo asado, con todo y trinchete ensartado cerca del lomo. Pero se condensa antes en otro registro pictórico que concentra la frondosa vegetación de referentes edénicos: el tríptico «El Jardín de las Delicias» de Hyeronimus Bosch (el Bosco), summum del imaginario medieval. La condensación edénica de las representaciones de lo sobrenatural, durante los siglos XII y XIII, se expresa trinitariamente: magicus, miraculosus, mirabilis.
Lo mágico es lo sobrenatural maléfico, satánico, que en la Europa Medieval distinguió entre la magia natural y la magia diabólica: la primera considerada una rama de la ciencia en tanto se ocupaba de los poderes y las virtudes ocultas de la naturaleza, mientras la segunda era una derivación perversa de la religión (Kieckhefer 1992: 17).
La magia es ante todo un punto de intersección donde confluyen la explotación de las fuerzas naturales y la invocación de los poderes demoníacos. Se puede resumir la historia de la magia medieval, de forma muy breve, diciendo que a nivel popular la tendencia fue concebir la magia como algo natural, mientras que entre los intelectuales competían tres líneas de pensamiento: un supuesto, desarrollado en los primeros siglos del cristianismo, de que cualquier tipo de magia implicaba, al menos implícitamente, una dependencia de los demonios; un reconocimiento de mala gana, especialmente fomentado por el influjo del conocimiento árabe en el siglo XII, de que la mayor parte de la magia era de hecho natural; y un temor, estimulado en la Baja Edad Media por la práctica real de la nigromancia, de que la magia comportaba una invocación demasiado explícita a los demonios, incluso cuando pretendía ser inocente (Kieckhefer: 1992:25).
Lo milagroso es lo sobrenatural propiamente cristiano, ejemplificado por la taumaturgia o poder de los reyes que mediante la imposición de manos curan las escrófulas (Bloch,1988:35-87); por el olor de santidad y por las potencias terapéuticas de las reliquias y los anillos-curativos, anuli vertuosi, que en Iinglaterra y Francia fueron elaborados durante el siglo XIV con las ofrendas de oro y plata de los reyes durante la adoración de la Cruz en Viernes Santo, con el gesto de «arrastrarse hacia la cruz» («creeping to the cross»), que se remontan a la historia del anillo que Eduardo el Confesor le entregara a San Juan Evangelista para recibirlo de nuevo luego de haber permanecido siete años en el Paraíso:
Es preciso que en este gesto de adoración, el vientre vaya contra el suelo; pues según San Agustín en su comentario sobre el salmo 43, la genuflexión no es todavía una humillación perfecta; pero quien se humilla aplicándose por entero contra el suelo, ya no tiene nada más en él que le permita mayor humillación (Bloch, 1988:152).
Y lo maravilloso, producido por múltiples fuerzas o seres sobrenaturales que se manifiestan mediante la «aparición», y se caracteriza además por una lógica especular que invierte y trastoca el orden cotidiano.
En el Ooccidente medieval los «mirabilia» tienden a organizarse en una especie de universo al revés. Los principales temas son: la abundancia de comida, la desnudez, la libertad sexual, el ocio. Entre algunas de las grandes banderas y de las grandes fuerzas mentales de ese mundo, no por azar justamente en el dominio del folklore y de lo maravilloso una de las raras creaciones del Ooccidente medieval es el tema del país de Cucaña [...] Mundo al revés, mundo trastocado, y es aquí donde el Génesis (pero justamente un Génesis en el que se buscaran los elementos precristianos antes que los elementos propiamente cristianos) habrá de ejercer su prestigio en los hombres de la Edad Media. Se trata de la idea de un paraíso terrestre y de la «Edad de Oro», que no está por delante, sino por detrás (Le Goff, 1986).
En el Paraíso Terrenal se encuentra la Fuente de la Vida y la Eterna Juventud, representación de origen oriental configurada alrededor del Jardín de los Bienaventurados, donde abundan riachuelos de vino, leche, bálsamo, miel y alimentos y bebidas celestiales. Es el Olimpo griego, como dice Homero: «Nnunca lo azotan los vientos ni lo toca la nieve y lo rodea el aire más puro, una blanca claridad lo envuelve y los dioses experimentan allí una felicidad tan eterna como sus vidas» (Boorstin, 1986: 92). Y el Monte Merú indio, la montaña central del universo con ríos de agua dulce y casas doradas, ubicada con detalle por la tradición budista:
Merú queda entre cuatro mundos que están en las cuatro direcciones cardinales; es cuadrado en la base y redondo en la cima; tiene una altura de 80.000 yojanas, la mitad de las cuales penetra en los cielos mientras la otra mitad se hunde en la tierra. La ladera próxima a nuestro mundo es de zafiros azules, y por esa razón el cielo se nos aparece de color azul, las otras laderas son de rubíes y de gemas blancas y amarillas. Merú es, pues, el centro de la tierra (Boorstin, 1986:92).
La Eenciclopedia hebrea herética Rasail la ubica en la cima de la montaña del Jacinto, y el Midrash Koenen lo llama Gan Edén. En el siglo VII Isidoro, arzobispo de Sevilla, describe su etimología en el Etimologiarum:
El paraíso es un lugar situado en el Oriente, y su nombre ha sido traducido del griego al latín como hortus (es decir, jardín). En lengua hebrea es llamado Eedén, que en nuestra lengua se traduce como deliciae (lugar de fausto y deleite). Uniendo estas dos palabras tenemos el «Jardín del Edén»; pues está sembrado de toda clase de árboles y frutales, y en él también se encuentra el árbol de la vida. Een el paraíso no hace frío ni calor, sino la temperatura de una continua primavera. En medio del jardín hay una fuente; sus aguas riegan el bosquecillo y cuando se dividen originan cuatro ríos. Ddespués de su pecado le fue prohibido al hombre el acceso a este lugar, y ahora lo rodea por todos lados una llama semejante a una espada, o sea que está cercado por un muro de fuego que por poco llega al cielo (Boorstin, 1986:118-119).
En el siglo XII lo describe Shakir Bemoslem de Orihuela:
Alzanse a la puerta del paraíso dos árboles grandes: en el mundo no se ve cosa que parezca el aroma de estos árboles, a su umbroso follaje, a la perfección, belleza y elegancia de sus ramas; a la hermosura de sus flores, al perfume de sus frutos, al lustre de sus hojas, a la dulce armonía de los pájaros que sobre sus ramas gorjean, la fresca brisa que a su sombra se respira...Aal pie de cada uno de ambos árboles corre una fuente de aguas dulces, frescas, puras, que forman dos ríos verdes, semejantes al cristal por su transparencia, cuyo lecho es de límpidos guijarros de perlas y rubíes, cuyas linfas son más translúcidas que el berilio, más frescas que la nieve fundida, más blancas que la leche (Patch, 1983:25).
El Paraíso es también tema de las discusiones patrísticas sobre el Génesis y el Apocalipsis, siempre girando alrededor de la representación de «La Nueva Jerusalén». De ello hablan San Cipriano, San Ambrosio, Tertuliano, Teofilo de Antioquia, Orígenes, Hilario de Potier, Filón, Prudencio, Draconio, Filostorgio, San Isidoro de Sevilla, Rábano Mauro, Moisés bar Cephas, Abelardo, entre otros muchos. También lo cantan poetas como Godofredo de Viterbo, Alejandro Neckan y Teodulfo de Orleáns.
La idea de la Isla del Paraíso Terrenal se manifiesta en múltiples versiones de viajes en busca de las Iislas Aaventuradas, el llamado imram o travesía oceánica relatada por un sobreviviente: la Tierra Plateada donde llueven piedras de dragón y cristales del «Viaje de Bran»; el «Viaje de Maeldúin» entre los siglos IX X, que narra islas con cercas de oro, plata y cristal, con árboles que dan manzanas de oro, con murallas giratorias, con fortalezas habitadas por 17 doncellas que bañan a los forasteros bajo la mirada de su reina que posee el don de conceder la vida eterna; el «Viaje de Snedgus», de la misma época, en el que las islas tienen corrientes que saben a leche fresca, lagos de fuego y árboles con pájaros de cabeza de oro y alas de plata que relatan la Creación, la Pasión de Cristo y el Juicio Final; el «Viaje de Huí Corra», del siglo XI, cuya travesía recorre ríos con sabor a miel, en forma de arco iris que se elevan por el cielo y hacen dormir a los hombres (Patch, 1983:38-46). Y termina de popularizarse con el relato del «Viaje de San Brendan» (Navigatio Sancti Brendani), narrativa céltico-cristiana de la Irlanda primitiva, manuscrita en 10 páginas, que cuenta el viaje del abad Brendan en el siglo VI acompañado de catorce monjes, en busca del paraíso terrenal, la Tierra de Promisión, protagonizando una travesía de siete años en una embarcación sin timón que finalmente los conduce a la Isla de la Felicidad, donde el sol nunca se pone. Fue el libro de viajes más popular de la Edad Media y recopilado en latín en el siglo X se tradujo a todas las lenguas vernáculas de Europa occidental (francés, inglés, sajón, flamenco, irlandés, galés, bretón, gaélico escocés) (Pastoureau, 1990:201).
En el siglo XII dibujaba su paisaje la Carta del Preste Juan:
El país del Preste Juan se extiende desde la India hasta el desierto de Babilonia y la torre de Babel [...] mana leche y miel; ahí está el río Ydonus, que brota en el paraíso y arrastra joyas de toda especie; al pie del monte Olimpo hay una arboleda, donde se encuentra la fuente de la Juventud; el mar seco y el río pétreo están cerca de esta tierra; hay un río subterráneo con piedras preciosas; también el palacio del Preste Juan, con columnas enjoyadas e iluminado con carbunclos (Patch, 1983:158).
Se poliniza así la multiplicación de crónicas, reales o literarias, de viajeros que lo buscan: Huón de Burdeos, Ogier el Dinamarqués, Hugo de Alvernia. La leyenda de San Macario Roman, el relato de Godofredo de Viterbo; incluso lo reseñan los misioneros franciscanos y dominicos desplazados hacia Mongolia, China y la India: Jourdan de Séverae lo ubica en Etiopía, mientras Giovanni de Mrignólli lo hace en el Oocéano Iindico, cerca de Ceilán. (Patch, 1983:142-181).
El delirio de El Dorado
Después del «descubrimiento» el Nnuevo Continente éste se convierte en horizonte arquetípico, manantial de plétora, belleza y abundancia. En una primera etapa conquistadores, misioneros, frailes y cronistas reprodujeron, transformaron y retransmitieron del imaginario europeo esta inscripción edénica del Nuevo Mundo, que fluye en la mirada de Colón desde el primer contacto con tierra firme durante su primer viaje:
y cuando más andaba hallaba el agua de la mar más dulce y más sabrosa. Y andando una gran parte llegué a un lugar donde me parecían las tierras labradas (...) y después navegué al poniente, y andadas ocho leguas más al poniente, allende una punta, a que yo llamé de l’Aguja, hallé unas tierras las más hermosas del mundo y muy pobladas (Colón,1992:20).
El martes 15 y el miércoles 16 de Octubre escribe cada vez más abrumado por la exuberancia del paisaje:
Y vi muchos árboles muy disformes de los nuestros, de ellos muchos que tenían los ramos de muchas maneras y todo en un pie, y un ramito es de una manera y otro de otra; y tan disformes que es la mayor maravilla del mundo cuánta es la diversidad de la una manera a la otra [...] Aaquí los peces son tan disformes de los nuestros que es maravilla. Hay algunos hechos como gallos, de las más finas colores del mundo, azules, amarillos, colorados y de todos los colores, y otros pintados de mil maneras, y las colores son tan finas que no hay hombre que no se maraville (Colón, 1992:10).
La admiración lo hace ver cada paraje más bello y sorprendente que el anterior, lo que llegará al clímax místico del tercer viaje, cuando cerca de la desembocadura del Oorinoco su enorme masa de agua dulce lo lleva a inferir que es el Ganges, uno de los «cuatro ríos del mundo», con el Tigris, el Eufrates y el Nilo, que brotan de la fuente en la que nace el Árbol de la Vida, como lo dicen las Sagradas Escrituras. Y si el Paraíso es una gran montaña, entonces la tierra no es completamente redonda, sino periforme, en forma de seno con el pezón apuntando hacia el cielo.
Yo no tomo que el Paraíso Terrenal sea en forma de montaña áspera, como el escribir de ello nos muestra, salvo que él sea en el colmo, allí donde dije la figura del pezón de la pera, y que poco a poco andando hacia allí, desde muy lejos se va subiendo a él; y creo que nadie no podría llegar al colmo, como yo dije, y creo que pueda salir de allí esa agua, bien que sea de lejos y venga a parar allí donde yo vengo y haga este lago. Grandes indicios son estos del Paraíso Terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de estos sanctos e sacros theólogos, y así mismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así dentro y vecina con la salada; y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia. Y si de allí del Paraíso no sale, parece aún mayor maravilla, porque no creo que se sepa en el mundo de río tan grande y tan hondo (Colón, 2003:290).
En su carta del 18 de julio de 1500 dirigida a Lorenzo di Pierfrancesco de Medici, Américo Vespucio es más policromático al tratar de capturar la atmósfera paradisíaca de las nuevas tierras:
Lo que aquí ví fue que vimos una infinitísima cosa de pájaros de diversas formas y colores, y tantos papagayos, y de tan diversas suertes, que era maravilla: algunos colorados como grana, otros verdes y colorados y limonados, y otros todos verdes, y otros negros y encarnados; y el canto de los otros pájaros que estaban en los árboles, era cosa tan suave y de tanta melodía que nos ocurrió muchas veces quedarnos parados por su dulzura. Los árboles son de tanta belleza y de tanta suavidad que pensábamos estar en el Paraíso Terrenal (Vespucio, 1992:24).
La exuberancia del entorno es total y totalizante, como lo demuestra su sorprendida descripción:
La tierra de aquellos países es muy fértil y amena, y abundante de muchas colinas, montes e infinitos valles, y regada por grandísimos ríos y salubérrimas fontes, y copiosamente llena de dilatadísimas selvas densas, y apenas penetrables, y de toda generación de fieras [...] se producen allí innumerables especies de yerbas y raíces [...] Todos los árboles allí son olorosos y mana de cada uno goma, o bien aceite, o bien cualquier otro licor, de los cuales, si las propiedades nos fueran conocidas, no dudo que a los humanos cuerpos serían saludables. Y ciertamente si el Paraíso Terrenal en alguna parte de la tierra está, estimo que no estará lejos de aquellos países (Vespucio, 1992:29-30).
Para fray Bartolomé de Las Casas,
la templanza y suavidad de los aires y la frescura, verdura y lindeza de las arboledas, la disposición graciosa y alegre de las tierras, que cada pedazo y parte de ellas parece un Paraíso; la muchedumbre y grandeza impetuosa de tanta agua dulce, cosa tan nueva (Becco, 1992:xvii).
Es sólo uno de muchos que partir de esas primeras relaciones, cartas y noticias reduplicarán la representación edénica con un tono cada vez más hiperbólico, como en el caso de Niccoló Scillacio (Nicolás Esquilache), quien describe en latín las islas recién descubiertas sin haberlas conocido, a partir de un manuscrito a él remitido por Guillermo Coma, navegante del segundo viaje de Colón.
Hay muchísimos arbustos, abundan los perales olorosos, se curvan las ramas cargadas de frutas silvestres; hay selvas umbrosas y bosques sagrados. Los sembrados no conocen daño alguno: nunca han tenido la cizaña, la arveja y la estéril avena [...] Menudean los árboles que dan algodón, cubiertos de un suave bozo, con el cual, poniendo en ellos el arte, confeccionan vestidos muy semejantes a los de seda. Sus casas son magníficas, tejidas con cañas gruesas a semejanza de un pabellón de campaña; su hermosura atrajo la atención de los nuestros, que pronto se convirtió en admiración; los postes levantados con arte acrecientan el deleite y las soleras labradas con precisión el arrobamiento (Acosta, 1992:62).
Pietro Mártir d’Anghiera, en la primera década del De Orbe Novo, publicada en 1511, describe esa memoria adánica encarnada en el Mundus Novus:
Entre ellos la tierra pertenece a todo el mundo, como el sol y el agua, y que no conocen ni «mío» ni «tuyo», fuente de todos los males. Se contentan, en efecto, con tan poco que en esa vasta región hay más campos cultivables que los que ellos requieren. Eestán en la edad de Ooro. Nni fosos, ni muros ni setos para delimitar sus fincas. Vviven en huertas abiertas a todos, sin leyes, sin libros, sin jueces. Actúan naturalmente de acuerdo a la equidad. Y consideran malvado y criminal a quien se complace en hacer mal al prójimo (Acosta, 1992:74).
No menos extasiado Sir Walter Raleigh escribe frente a la llanura del río Caroní:
Nunca he contemplado un paisaje más hermoso ni vistas más alegres: colinas que se levantaban aquí y allá sobre el valle; el río serpenteado en diversos brazos, con las planicies contiguas desprovistas de matas y de maleza; todo cubierto de hierba verde y fina y con un suelo de arena dura, cómodo para caminar a caballo o a pie; venados que cruzaban cada sendero; pájaros que al atardecer cantaban en los árboles sus mil canciones distintas; grullas y garzas blancas, rojas y carmesí, que parloteaban en las orillas. El aire fresco soplaba en forma de una ligera brisa del Este, y cada piedra que cogíamos semejaba por su color, ser de oro o de plata. (Raleigh, 1992:248).
De acuerdo con la Suma de Geografía de Martín Fernández de Enciso, publicada en 1519, «se encuentran árboles cuyas hojas cuando caen en agua se convierten en peces y cuando caen en tierra se convierten en pájaros» (Becco, 1992:xx). De tal manera, el Nnuevo Continente se convierte después del «descubrimiento» en morada del País de Jauja, hábitat del buen salvaje como lo anota Vespucio: «Viven según la naturaleza, y pueden llamarse más justamente epicúreos que estoicos [...] Viven 150 años y pocas veces se enferman, y si caen en una mala enfermedad a sí mismos se sanan con ciertas raíces de hierbas» (Carvajal, 1992:28-29). Lo enfatiza también Vvasco de Quiroga, en su Información en derecho (1531):
Porque no en vano y con mucha causa y razón éste de acá se llama Nuevo Mundo, y es lo Nuevo Mundo, no porque se halló de nuevo sino porque es en gentes y cuasi en todo como fue aquel de la edad primera y de oro, que ya por nuestra malicia y gran codicia de nuestra nación ha venido a ser de hierro y peor (Imaz, 1975:17).
Es precisamente un marino compañero de Américo Vespucio, Rafael Hythloday, quien descubre la isla de Utopía en el libro de Tomás Moro, donde se duerme ocho horas diarias, se trabaja seis y se dedican diez al ocio; paraíso encarnado aunque no exento de ambigüedades:
Desprecian y se burlan completamente de las predicciones y prácticas adivinatorias sobre cosas futuras a base del vuelo o de los gritos de las aves y de todos los restantes vaticinios de la vana superstición que en otros países está en gran observancia. Pero estiman y veneran en alto grado los milagros, que se producen sin intervención de la naturaleza, como obras y testimonios del manifiesto poder de Dios (Moro, 1985:187).
Así, el Orbus Novo además de convertirse en camino hacia el paraíso y tesoro al final del arco iris se convierte en laboratorio de utopías místicas y religiosas, de experimentos de «ingeniería social» desde los «hospitales» fundados por Vvasco de Quiroga en Nueva España en 1531, primera aplicación en América del proyecto utópico de Moro, y las Reducciones de Indios a partir de ese mismo año –en su plenitud en 1607 cuando el Provincial de los Jesuitas Diego Torres funda la Reducción del Paraguay–, hasta los cuáqueros ingleses agrupados en la «Sociedad de Amigos» que desembarcaron en 1622 en América del Norte para terminar fundando sesenta años después Filadelfia, la «ciudad del amor fraterno», capital de Pensilvania. Resuena en esta escena el Paraíso Perdido de Jhon Milton.
De pronto encontráronse solos. Dderramando ardientes lágrimas contemplaron por última vez el Paraíso, su antigua morada donde tanta dicha habían conocido. Y vieron su entrada defendida por celestes custodios provistos de flamígeras espadas. Adan y Eva, asidos de la mano y con pasos vacilantes y tardos, agobiados por el recuerdo del bien perdido, avanzaron por el camino que les estaba señalado. Creíanse solitarios en su infortunio, pero la Providencia les guiaba (Milton, 1978:143) .
Sin embargo, tras el breve deslumbramiento mítico se revela lo más peligroso de sus motivaciones: el desenfrenado apetito, la codicia que culminará a lo largo del siglo con el arrasamiento, el sometimiento, el genocidio y el saqueo sistemático.8 Pero se revela también algo más inquietante. El Nuevo Mundo se inscribe en el imaginario del descubridor y del conquistador como corporización de lo siniestro. Siniestro porque de un lado vibrará la fascinación por el obsesivamente deseado Paraíso, pero del otro lo hará el terror por su efectiva presencia, la obnubilación.
Se da la sensación de lo siniestro cuando algo sentido y presentido, temido y secretamente deseado por el sujeto, se hace, de forma súbita, realidad. Produce, pues, el sentimiento de lo siniestro la realización de un deseo escondido, íntimo y prohibido. Siniestro es un deseo entretenido en la fantasía inconsciente que comparece en lo real; es la verificación de una fantasía formulada como deseo, si bien temida. Een el intersticio entre ese deseo y ese temor se cobija lo siniestro potencial, que al efectuarse se torna siniestro efectivo. Lo «fantástico encarnado»: tal podría ser la fórmula definitoria de lo siniestro (Trías, 1984:35-36).
La ambigüedad siniestra de la representación edénica que filtra lo paradisíaco con lo primitivo y repudiable, lo sacro con lo desviado y pecaminoso, y de cuya permeación surge la cualificación de inferioridad, de inhumanidad de sus nativos, ya se insinuaba también desde el piloto florentino Américo Vespucio:
No tienen ley, ni fe ninguna y viven de acuerdo a la naturaleza. No conocen la inmortalidad del alma, no tienen entre ellos bienes propios, porque todo es común: no tienen límites de reinos y de provincias: no tienen rey: no obedecen a nadie, cada uno es señor de sí mismo, ni amistad ni agradecimiento, la que no les es necesaria, porque no reina en ellos codicia: habitan en común en casas hechas a la manera de cabañas muy grandes y comunes, y para gente que no tienen hierro, ni otro metal ninguno se pueden considerar sus cabañas o sus casas maravillosas (Vespucio, 1952:147-148).
Este deslizamiento enfatiza con perversión las fibras de la pecaminosa lujuria asignada a las mujeres aborígenes. Para Vespucio los nativos no guardan en sus casamientos o matrimonios ley ninguna; antes bien, cuantas mujeres ve cualquiera tantas puede tener y repudiarlas cuando quiera, sin que esto se tenga por injuria ni por oprobio; siendo común esta libertad a los varones y a las mujeres. Son poco celosos, pero lujuriosos en extremo, en especial las mujeres, cuyos artificios para satisfacer su insaciable liviandad no refiero por no ofender el pudor (Vespucio, 2003:51).
Es reiterativa la referencia del navegante a la promiscuidad de los aborígenes:
La mayor y más señalada prueba de amistad que dan es ofrecer tanto sus mujeres como sus hijas propias a sus amigos para que usen de ellas a su voluntad; en lo cual tanto el padre como la madre se sienten muy honrados y favorecidos si a una hija suya, aunque virgen todavía, se digna alguno admitirla y llevarla consigo para usar de ella, siendo éste uno de los principales medios para conciliar mutua amistad.» (Vespucio, 2003:55).
No muy distinto opinaba Gonzalo Fernández de Oviedo:
Las mujeres andan desnudas y son libidinosas, a pesar de ello sus cuerpos son hermosos y limpios, y tampoco son tan feas como alguno quizá podría suponer, porque aunque son carnosas, sin embargo no se aparece la «fealdad», la cual en la mayor parte está disimulada por la buena complexión [...] Cuando con los cristianos podían unirse, llevadas de su mucha lujuria, todo el pudor manchaban y abatían (Oviedo, 2003:267).
Esta representación pecaminosa y lúbrica de la sexualidad generalmente produjo atropellos devastadores, de lo cual es buen ejemplo la masacre de los seiscientos quarequas dirigida por Vasco Núñez de Balboa en su paso del Istmo de Panamá, según refería Pedro Mártir:
Vasco descubrió que el pueblo de Quarequa era presa de los vicios más repugnantes. El hermano del rey y otros cortesanos iban vestidos como mujeres, y de acuerdo a los relatos de los vecinos, compartían la misma pasión. Vasco ordenó que cuarenta de ellos fueran destrozados por los perros (Boorstin, 1989:257).
El oro, la plata y las piedras preciosas, fácilmente disponibles gracias a la ingenuidad del buen salvaje, según supusiera el propio Colón desde el primer día, deslumbran, enceguecen y envenenarán ya en adelante la ruta de las expediciones conquistadoras. Su primera alusión directa se encuentra consignada el 13 de Ooctubre en el Diario del Aalmirante.
Y yo estaba atento y trabajaba de saber si había oro, y vi que algunos de ellos traían un pedazuelo colgando en un agujero que tienen a la nariz. Y por señas pude entender que, yendo al sur o volviendo la isla por el Sur, que estaba allí un rey que tenía grandes vasos de ello y tenía muy mucho [...] así ir al Sudeste a buscar el oro y piedras preciosas (Colón, 1992:6-7).
Vespucio comenta también la riqueza aurífera, delatando de paso la antagónica lectura que de ella hacen europeos y nativos.
Ninguna especie de metal allí se encuentra, excepto oro, el cual en aquellos países abunda, aunque nada de ello hemos traído nosotros en esta nuestra primera navegación; y de esto nos dieron noticia los habitantes, los cuales nos afirmaban que allá tierra adentro había grandísima abundancia de oro y que entre ellos no es estimado ni tenido en aprecio (Vespucio, 1992:29).
Y se entreteje entonces otro mito, que transforma el Paraíso en un paisaje menos místico a lo largo del siglo XVI: El Reino de Paitití y el lago de Manoa, «El Dorado», inalcanzable ciudad-tesoro registrada por casi todos los cronistas: Pedro Cieza de León, Lucas Fernández de Piedrahita, José Gomilla, Juan de Castellanos, Fray Juan de Santa Gertrudis, Antonio de Herrera, Fray Pedro Simón (autor de la versión del adulterio de la princesa Guatavita) y Gonzalo Fernández de Oviedo, quien lo menciona por primera vez:
Preguntando yo porqué causa llaman a aquel príncipe el cacique o rey Dorado, dicen los españoles que en Quito han estado, y aquí a Santo Domingo han venido (...) que lo que esto se ha entendido de los indios es que aquel gran señor o príncipe continuamente anda cubierto de oro molido tan menudo como sal molida; porque le parece a él que traer cualquier otro atavío es menos hermoso y que ponerse piezas o ramas de oro labradas de martillo o estampadas o por otra manera es grosería y cosa común, pues otros señores y príncipes rocos las traen cuando quieren, pero que polvorizarse con oro es cosa peregrina, inusitada, nueva y más costosa, pues que lo que se pone un día por la mañana se quita y lava en la noche, y se echa y pierde por tierra; y esto hace todos los días del mundo (...) Yo querría más la escobilla de la cámara de este príncipe que no la de las fundiciones más grandes que de oro ha habido en el Perú o que puede haber en ninguna parte del mundo. (Oviedo, 1992:267).
Esta primera referencia será paulatinamente aderezada a partir de la novedad del ritual en la laguna, relatado a Belalcázar por un «indio forastero» «vecino de Bogotá», como lo describe Juan de Castellanos en las Elegías de Varones Ilustres de Indias:
Y entre las cosas que les encamina / Dijo de cierto rey, que, sin vestido, / En balsas iba por una piscina / A hacer oblación según el vido. / Ungido todo bien de trementina, / Y encima cuantidad de oro molido, / Desde los bajos pies hasta la frente, / Com rayo de sol resplandeciente. Dijomás las venidas ser contínuas / Allí para hacer ofrecimientos / De joyas de oro y esmeraldas finas / Con otras piezas de sus ornamentos, / Y afirmando ser cosas fidedinas: / Los soldados alegres y contentos / Entonces le pusieron El Dorado / Por infinitas vías derramado. (de Castellanos, 1997:860-861).
Y luego del saqueo de los imperios mexicano y peruano serán múltiples sus versiones: El País de la Canela, las Fuentes del Marañón, la Tierra de los Césares, las Sierras Resplandecientes de Brasil, la Ciudad Encantada de la Patagonia, la Ciudad de Quivira, las Siete Ciudades de Cibola. Un eje enunciativo resalta en la circulación colectiva del mito. El Dorado siempre está más allá de donde el informante nativo vive; es una escena narrativa defensiva que inventa un horizonte inalcanzable como estrategia de alejamiento, una ficción nativa inscrita en el imaginario conquistador.
Caníbales en el paraíso
Lo fascinante terminará aplastado por el desprecio, la humillación y el vejamen. Lo desconocido, diferente y desmesurado irrumpe desde el follaje de lo exótico en el imaginario europeo con el color del miedo, y el miedo se transmuta con ferocidad en violencia aniquiladora, la eliminación del Otro. La realización absoluta del deseo deviene exceso, y el exceso celebración sacrificial. Luego, sólo codicia. Una aniquilación física legitimada antes en lo simbólico, mediante la inscripción de calificaciones discriminatorias y peyorativas que donde antes veían al buen salvaje ven ahora sólo al salvaje, al ser inferior pero maléfico.
El hombre salvaje era otro motivo folclórico recurrente bajo la forma del gigante, del cíclope, del ogro, el Calibán de Shakespeare. El antropófago de niños peludo y cubierto de pieles que se va modulando hacia el hombre natural asociado con perdidas edades doradas. Y luego, nuevamente, del hombre de las hojas al hombre velludo.
Cada cultura tiene su manera (o mejor dicho sus maneras) de clasificar a los hombres. Desde Enkidu, hermano salvaje del rey mesopotámico de Uruk, desde Gilgamesh hasta Tarzán y el Yeti pasando por el cíclope Polifemo y Calibán, la literatura definió a la vez una concepción del hombre frente a los dioses y frente a los animales y a los otros hombres, concepción que clasifica, excluye o incluye según las épocas y según las persona. Pero no sólo las obras literarias reflejan esta circunstancia pues mediante el personaje del hombre salvaje las sociedades organizan también sus relaciones con el ambiente próximo o lejano, con el tiempo dividido en estaciones (Le Goff, 1986:95-96).
Surge entonces un listado interminable de defectos, carencias, deficiencias y deformidades, que lo serán de los habitantes y del continente todo. La tierra, insalubre y mediocre. Los hombres, ni siquiera eso, sin espíritu, bestias; así lo afirmaba Álvarez Chanca sólo un año después del «descubrimiento»: «comen cuantas culebras e lagartos e arañas e cuantos gusanos se hallan por el suelo; ansí que me parece es mayor su bestialidad que de ninguna bestia del mundo» (Varela Gil, 1982:175).
Se teje así una imaginería de extremos, desviaciones y deformidades, una hipnótica colección de monstruos, algunos inspirados en la teratología medieval europea y otros específicamente americanos: gigantes, enanos, amazonas, cinocéfalos, grifos, unicornios, arpías y hasta las feas sirenas que vio Colón (que en realidad eran manatíes).
Un desfile de fenómenos alimentado por la circulación de la Historia Natural de Plinio, por las enciclopedias, cosmografías medievales y libros de literatura geográfica recopilados durante los siglos XII y XIII (De Bestiis de Hugo de San Víctor y Hugo du Fouilloy; Liber de proprietatibus rerum de Barthélemy l’Anglais; los bestiarios románicos de Philippe de Thaün, Guillaume le Clerc y Pierre de Beauvais; el compendio cosmográfico De imagine mundi); y por los libros de viajes de Marco Polo (Viaje de las maravillas del Mundo), Pero Tafur (Andanzas) y Jhon Mandeville, cuyos Libro de las Maravillas del Mundo y Viaje de la Tierra Santa de Jerusalén y de todas las provincias y ciudades de las Indias y de todos los hombres monstruos que hay en el mundo, con muchas otras cosas admirables fue traducido y publicado en Valencia en 1521 con un follaje textual abundante en hidras, gorgonas y calibanes. Se configura así un campo de representaciones que asocian lo exótico, lejano y desconocido con tierras ambiguas, pobladas por seres deformes, monstruosos, quiméricos: la sanguinaria y sanguinolenta mantícora con cuerpo de león, cola de escorpión, cabeza de hombre cuyas mandíbulas exhiben tres hileras de dientes, el más veloz de los animales de la tierra, que teme sólo al diminuto roedor leontófono, cuyo olor de orina lo mata en el acto; el buey tarando con cabeza de venado y piel de oso, que cambia camaleónicamente de color; la leoncrocuta concebida por leona y lobo cerval con cuerpo de asnos, patas de ciervo, melena de león, cabeza de camello y en ocasiones voz humana; y el monje de mar, cuerpo de pez, capuchón sobre los hombros, y cabeza humana tonsurada. (Pastoureau, 1990:205-206).
Esta imaginería se traduce en un bestiario alucinado que cubre desde orejones inverosímiles, gente que duerme bajo el agua, seres sin esfínter anal y oledores de manzanas, hasta antípodas con los pies al revés, pigmeos trogloditas, hombres con patas de avestruz, indígenas de dos caras y cuerpos sin cabeza con ojos en el tronco. Así describe a los sin cabeza sir Walter Raleigh, mientras persigue El Dorado remontando las aguas del Orinoco en 1595:
En las orillas del río Caora vive una nación de gente cuyas cabezas no asoman por encima de sus hombros. Se puede pensar que esto sea una mera fábula; pero estoy convencido de que es verdad, pues hasta los niños de las provincias de Arromaia y Canuri lo afirman. Se llaman Ewaipunoma y se dice que tienen los ojos en los hombros y la boca en medio del pecho y que un gran mechón de pelo les crece hacia atrás entre los hombros. El hijo de Topiawari, a quien llevé conmigo a Inglaterra, me dijo que aquellos son los hombres más fuertes de toda la Tierra, y que sus arcos, flechas y macanas tienen tres veces el tamaño de los de la Guayuna o de los Orenoqueponi (Raleigh, 1992:249-250).
La colección de monstruos reseñada por Sir W. Raleigh cubre todo tipo de fisiognomías. Según Requena el relato iba
de los Monocelos, de pies tan grandes que les sirven de quitasol; de los Mantécoras, de cabeza humana con tres hileras de dientes en cada maxilar, cuerpo de oso, pata de león y cola de escorpión; de los Gigantes, de los Pigmeos, de las Amazonas, de las Mandrágoras, de los Basiliscos, de las sirenas y de las aguas que tienen propiedades letales a todas las horas fuera las del mediodía (Becco, 1992:xxi).
Para Pedro Mártir de Anglería los gigantes se acompañan de lestrigones y polifemos, alimentados de carne humana. Iigual los describen Aamérico Vvespucio y Fernando de Magallanes. Y también pigmeos de cinco palmos de estatura como los descritos por Nicolás de Federmán:
El cacique me dio una enana de cuatro palmos de alto, bella, bien conformada y me dijo que era mujer suya, tal es su costumbre para asegurar la paz. La recibí a pesar de su llanto y su resistencia, porque creía que la daban a demonios, no a hombres. Conduje esta enana hasta Coro, donde la dejé (Becco, 1992: xiii).
El padre Antonio Daza notifica una peculiar tipología:
Hay hombres que se llaman Tutanuchas, que quiere decir oreja, hacia la provincia de California, que tienen las orejas tan largas que les arrastran hasta el suelo y que debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres. Y otra Provincia junto a ésta que le llaman la de Honopueva, cuya gente vive a las riberas de un gran lago, cuyo dormir es debajo del agua. Y que otra nación, su vecina llamada Jomocohuicha, que por no tener vía ordinaria para expeler los excrementos del cuerpo, se sustentan con oler flors, frutas y yerbas, que guisan solo para esto (Becco, 1992:xxii).
En realidad, mucho de este gabinete teratológico es una variante de versiones clásicas. Ya se había descrito la India como un selva que toca las nubes con árboles de hojas gigantescas y algunos que hasta producen carbón; nueces del tamaño de una cabeza humana, estrambóticos racimos de uvas, ríos cargados de pepitas de oro y anguilas de cien metros de longitud; poblada por una variada gama de extrañezas, desde antropófagos que devoran a sus ancianos y oledores de manzanas hasta cíclopes de ojo rojo, hombres con seis dedos en el pie, o con un solo pie muy grande que les sirve de escudo y sombrilla, o aquellos que tienen la boca en el centro del pecho y los ojos en mitad de los hombros (Langlois, 1911:83-86). Etiopía es otro escenario de alucinaciones; allí los animales no tienen orejas, las piedras preciosas se hallan en el cerebro de los dragones, los hombres gruñen porque comen leones y panteras, cuando no saltamontes secos, y son gobernados por perros o por cíclopes (Langlois, 1911:160).
Esta zoología fantástica se origina con los 37 volúmenes de la Naturalis Historia escritos en el siglo I por Caius Plinius Secondos, Plinio El Viejo, particularmente los libros VIII al XI, y con el anónimo griego escrito en Alejandría hacia el siglo IIii, Physiologus, que tiene 49 capítulos dedicados a animales reales y fantásticos y popularizó la iconografía del unicornio y su cuerno milagroso y del ave fénix que renace de sus cenizas, los tópicos más reiterativos de la heráldica medieval. La colección de animales constituye un repertorio de alegorías con función moralizante, enriquecido posteriormente por los comentarios de San Ambrosio y el Etymologiarum de Iisidoro de Sevilla.
La forma primitiva del Physiologus no consistía sino en una modesta compilación de metáforas edificantes [...] en las cuales cada descripción estaba precedida de un pasaje bíblico pertinente, luego seguida de la descripción de un animal que ilustraba aquel extracto, para concluir con una ejemplificación moral (Naugthon, 2005:17).
A partir de entonces se multiplican este tipo de textos: el Aberdeen Bestiary, el Liber de Bestiarum Natura, el Bestiario Aragones, el Animabulus Bestiarum. Aademás de centauros y gusanos que producen hebras mágicas y viven en el fuego, la Carta del Preste Juan describe varias desviaciones:
En una provincia de nuestro país hay un yermo y en él viven hombres con cuernos que tienen un ojo en la parte delantera de la cabeza y tres en la trasera. Y también hay mujeres que tienen un aspecto similar. Tenemos en nuestro país otra especie de hombres que se alimentan solamente con la carne cruda de hombres y mujeres y que no tienen miedo a la muerte. Y cuando uno de ellos muere se lo comen crudo, aunque sea su padre o su madre. Ellos creen que es saludable y natural comer carne humana y lo hacen para redimir sus pecados. Esta nación ha sido maldecida por Dios, es denominada Gog y Magog, y sus pobladores son mucho más numerosos que los de otras. Cuando llegue el Aanticristo ellos invadirán el mundo entero, pues son sus amigos y aliados. (Boorstin, 1989:114-115).
El repertorio es asombroso: la Quimera que escupe fuego, con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón; el Basilisco, gallo con cola de serpiente que mata con la mirada; la Anfisbena, serpiente con dos cabezas, una de ellas en la cola; la Hormiga-León que muere de hambre; la serpiente Seps con orejas de conejo que vuelve putrefacta la carne y los huesos; la Mandrágora, planta con raíz de forma humana cuyos chillidos al ser arrancada vuelven locos a quien la escucha; el Grigo, león con alas y cabeza de águila oriundo de las montañas Hiperbóreas; el Onocentauro, de cabeza, tronco y brazos humanos y parte inferior de asno (Naugthon, 2005). En fin, los Bestiarios definen el cosmos simbólico de lo maravilloso medieval.
El «bestiario» es el emergente y el producto de ciertas condiciones discursivas de la episteme medieval marcada por la inexistencia de una actitud científica, gracias a lo cual se reproduce lo «maravilloso» como una proliferación necesaria emanada de aquella ausencia. No hay «observación» del mundo sino «contemplantio», de la cual se deriva una fascinación cuyo éxtasis confirma pues la perfección de la creación divina. Eel «bestiario» pertenece al dominio de lo «maravilloso» medieval, e instaura en la naturaleza una causalidad mística, una causalidad mágica que inserta el comportamiento de las bestias y de los fenómenos naturales en el marco de relaciones del hombre con la divinidad. (Naugthon, 2005:19-20).
Los mapas constituían como los bestiarios despliegues analógicos, de ahí que se entrecruzaran en los mitos geográficos como lo indican las numerosas ilustraciones que siempre los caracterizaron, donde se multiplicaron las alegorías zoomorfas y los símbolos antropomórficos. Desde el siglo IV hasta el XIV la más recurrente referencia para la elaboración de estos mapas mitográficos fue la Collectanea rerum memorabilium (Colección de cosas maravillosas) de Gallo Julio Solino, llamado Polyhistor (el narrador de las variadas historias), mucho de cuyo contenido es una copia de la Historia Natural de Plinio. Describe en Etiopía a los simeanos con cabeza de perro, gobernados, por supuesto, por un rey perro; tribus de hombres con cuatro ojos, con pies de ocho dedos dirigidos hacia atrás, con garras, con una sola pierna y un pie inmenso.
Es muy poco probable que algún otro autor haya influido a la geografía durante un período tan largo de tiempo, y ‘de modo tan profundo y dañino’ (...) Las fabulosas imágenes y las historias narradas por Solino animaron los mapas cristianos hasta la edad del descubrimiento, y se convirtieron en una red de fantasías que lo abarcaba todo y reemplazaba el racional y olvidado enrejado de latitudes y longitudes que había sido el legado de Ptolomeo (Boorstin, 1989:118).
Los relatos de viajeros, la mitografía medieval y el no menos maravilloso universo de la literatura de caballería constituyeron los filtros a través de los cuales descubridores, cronistas y conquistadores representaron las nuevas tierras.
Lo propio ocurrió con el conquistador español que se embarcó en expediciones al mundo recién descubierto. Particularmente después del año de 1500, los libros que empezaron a salir a torrentes de las imprentas avivaron su imaginación para la aventura y el romanticismo hasta un grado de exaltación casi mística. Estos volúmenes llenaron su mente febril con relatos aparentemente auténticos de lugares fantásticos, de riquezas monstruos y encantamientos, y desde entonces ardió en deseos de descubrir las realidades que describían y de posesionarse de ellas (Leonard, 1979:28).
De tal manera, se yuxtapone una red de juicios formales, emocionales, estéticos, y religiosos que categorizan y estigmatizan a los salvajes, considerados no sólo monstruosos, sino que además son cobardes, perezosos, mentirosos, crueles, vengativos, inconstantes, variables, promiscuos, sifilíticos, sodomitas. Peor aún: son caníbales, representados inicialmente con un solo ojo, con cabeza de perro y con rabo. Así cualificados se justificará el saqueo, la explotación, la esclavitud y el genocidio. El estigma mayor será reiterado por multitud de cronistas: los indios comen indios como los europeos cabritos, y dicen que es más sabrosa la carne de muchacho que la de doncella, escribe Miguel de Cúneo. Tempranamente lo reseñaba Vespucio desde su primer viaje:
Rarísima vez comen otra carne que la humana, y la devoran con tal ferocidad, que sobrepujan a las fieras y bestias; porque todos los enemigos que matan o cogen prisioneros, sean hombres o mujeres, indistintamente los devoran con tal fiereza que no puede verse ni decirse cosa más feroz ni más brutal. Yo mismo he presenciado en diversos parajes, y con mucha frecuencia, esta prueba de inhumanidad; ellos se maravillaban de que nosotros no devoráramos también de la misma manera a nuestros enemigos (Vespucio, 2003:59).
M. Girolamo Benzoni señalaba la antropofagia generalizada en el país de Nicaragua, y en general en la zona centroamericana:
La costumbres de esta gente son casi todas similares a las de los mejicanos: comen carne humana, llevan mantos y camisetas sin mangas, encienden el fuego con dos maderos, lo cual es uso en común en todas las Indias, aun cuando tienen mucha cera no la saben utilizar en cosa alguna, y se alumbran con estacas de pino silvestre (Benzoni, 1992:153).
El afortunado Hans Staden relata su terrífica experiencia al ser sometido por los antropófagos tupinambás:
Cuando me vieron traído por los otros, fueron a nuestro encuentro, adornados con plumas como era su costumbre, mordiéndose los brazos, haciéndome comprender que me querían devorar. Ddelante de mi iba un rey con un palo que sive para matar a los prisioneros [...] Yo rezaba y esperaba el golpe, pero el rey, que me quería tener, dijo que deseaba llevarme vivo hasta su casa, para que las mujeres me viesen y se divirtiesen a mi costa, después de lo cual me matarían y kawewi pepicke, esto es, querían fabricar su bebida, reunirse para una fiesta y devorarme conjuntamente. (Staden, 1992:343-344).
A lo largo del siglo XVI la etiqueta de antropofagia no sólo condensa un ponzoñoso brebaje de rasgos negativos sino que se convierte en herramienta de legitimación del sometimiento, el escarnio y la esclavitud. De tal manera, el espacio totémico del canibalismo es instrumentalizado con fines políticos y económicos mezquinos.
Pronto se cataloga como malo o caníbal a todo indio que se rebele o al que se quiera capturar para explotarlo o para venderlo como esclavo. Sobre todo después que los Reyes Católicos deciden, desde 1495, que los indios son súbditos y no esclavos, y que sólo puede esclavizarse a los rebeldes, sodomitas o caníbales (Acosta, 1992:77).
Claro que no sólo los nativos comían hombres, como lo refiere Ulrico Schmidel:
Sucedió que tres españoles habían hurtado un caballo y se lo comieron a escondidas; esto se supo, de modo que se les prendió y se les dio tormento para que confesaran tal hecho. Fue pronunciada la sentencia por lo que a los tres españoles se les condenó, ajustició y colgó de una horca [...] aquella misma noche aconteció que otros españoles cortaron los muslos y pedazos de carne del cuerpo, los llevaron a su alojamiento y los comieron. Ocurrido entonces que un español se comió a su propio hermano que estaba muerto. Esto sucedió en el año de 1535, en nuestro día de Corpus Cristi, en la mencionada ciudad de Buenos Aires. (Schmidel, 1992:329).
Continentis paradisi: ¿Las Indias o América ?
Sin embargo, subsiste la ambigüedad implícita de la que termina resurgiendo la representación del Edén en América, específicamente en Brasil, cuya población nativa fuera vista igualmente decadente pero cuyo entorno geográfico se reafirma como lugar del Paraíso Terrenal. Esta será la primera reivindicación de la singularidad y riqueza del continente, así como la manifestación de un mito específicamente americano: la hipnosis colectiva de El Dorado (Acosta, 1992:275). Es el lejano antecedente de la defensa que reiniciarán en el siglo XVIII los jesuitas Clavijero y Velasco, contra las despectivas valoraciones de Bufón y De Paw sobre el carácter «podrido» y decadente de América, y que luego se convertirán en referente cohesionador de las élites criollas ilustradas que alimentaron el proceso independentista.
En 1662 el padre Simao de Vasconcellos publica su Crónica de la Compañía de Jesús en el Estado de Brasil, precedido de las Noticias antecedentes, curiosas e necesarias das cousas do Brasil, donde señala la presencia de los factores del clima y la riqueza animal y vegetal que hacen de la inmensa región brasileña de América «la mejor tierra del mundo», como claros indicios de que fuese la cuna del Paraíso Terrenal.
Antonio de León Pinelo va más allá en El Paraíso en el Nuevo Mundo, escrito entre 1645 y 1650, donde hasta incluye un mapa dibujado por Sobrino («Continentis Paradisi»). Desde su perspectiva, los cuatro grandes ríos americanos –el Amazonas, el Magdalena, el Orinoco y el Plata-Paraná– son los cuatro ríos míticos mencionados por el Génesis –Phisón, Gihón, Perath, Hiddekel– que brotan de la Fuente de la Vida, se sumergen en el océano y salen de nuevo en la masa continental convertidos en el Tigris, el Eufrates, el Ganges y el Nilo. El Paraná es llamado en el mapa «Fluviius Argentinus», y «Argentino» en el Capítulo XI del Libro Vv del texto Descripción del Río de la Plata, Argentino o Paraguazú.
Infiere Pinelo, basado en múltiples referencias librescas, que la presencia de los cuatro ríos adánicos es prueba de que el Paraíso se encontraba en el Perú amazónico, lugar, entonces, de origen del hombre, procreado por los gigantes antediluvianos americanos para emigrar hacia Eeuropa escapando al Ddiluvio Universal, y cuyo vestigio ineludible son los numerosos templos y ciudades megalíticas esparcidos por el Nuevo Mundo.
La granadilla es el emblema vegetal de esa ambigüedad místico-satanizada con la que desde el principio se inscribe el Mundus Novus en el imaginario europeo. Llamada «Fruta de la Pasión» en ella se condensa la metáfora del libro de la naturaleza que habla a través de analogías, vecindades, ecos y simpatías marcadas en la superficie de las cosas del mundo. Su flor es una signatura divina en la que se imprimen los símbolos redentores, los instrumentos de la pasión de Cristo: la corona de espinas, la columna, los azotes, los clavos, las llagas, e incluso la sangre. Los identifica Simao de Vvasconcellos en Noticias antecedentes, curiosas e necesarias das cousas do Brasil.
Tiene cinco hojas gruesas, verdes por fuera y rosadas por dentro, cruzadas por otras cinco hojas que son de color púrpura. La corola, más bien corona en este caso, suerte de pabellón, tiene hilos rojos sobre fondo blanco. Een medio se levanta una columna torneada, como de mármol, rematada en una suerte de bola o de manzana. Del remate de la columna nacen cinco especies de llagas, sólo que en vez de sangre las recubre un polvo rojo. Sobre la especie de bola o manzana que remata la columna se ven tres clavos perfectos, como clavados parcialmente en ella. La hermosa flor es de un aroma indescriptible, vive y muere con el sol. (En Acosta, 1992:277).
Para León Pinelo, el Fruto de la Pasión es el fruto del Árbol de la Vida y el Conocimiento, y por ello es también el fruto del Pecado y de la Culpa, desplazando a la manzana, la higuera índica y el plátano. Una prueba más de la pasada existencia del Paraíso Terrenal en el continente americano.
El nombre indígena del río, Paraná-Guazú, persistió sólo en viejas crónicas, las de Schmidel y Fernández de Oviedo, y en viejos mapas como el de Diego Ribero o el de Sebastian Caboto y se incorporó a la cartografía europea con el nombre de Río Jordán, tal como aparece en el planisferio de Martín Waldseemüller de 1507, que bautiza la parte sur del Nuevo Mundo con el nombre de «Aamérica» difundiéndolo por Eeuropa gracias a sus seis ediciones ese mismo año, publicado por la Academia Saint-Dié –o Gimnasio Vosgo9–, y acompañado de las 103 páginas de la Cosmographiae Introductio10 del geógrafo Matias Ringmann. El texto incluye una parte de la carta de Américo Vespucio a Pier Soderini, donde al relacionar sus cuatro viajes al continente lo llama Mundus Novus. La primera edición de sus relaciones de navegación la realiza Joannes Groniger en Estrasburgo (1509). De hecho, a partir de ese momento fueron múltiples las ediciones en latín, castellano, portugués, francés, italiano y alemán de las Cuatro navegaciones.11 Rringman lo considera el descubridor de las nuevas tierras y propone para ellas el nombre de Tierra de Aamérico o Aamérica, como terminará imponiéndose a partir del siglo XVII (Sanz, 1959: 27-33, 39-40). «Más ahora que esas partes del mundo han sido extensamente examinadas y otra cuarta parte ha sido descubierta por Américo Vespucio (...) no veo razón para que no le llamemos Aamérica, es decir, la tierra de Aamérico, por Américo su descubridor.» (Padrón, 1975:214.) Waldseemüller imprimió como tercera parte de la Cosmographiae «un mapa de gran tamaño mediante doce grabados en madera hechos en Estrasburgo. Cada hoja medía cuarenta y seis centímetros por sesenta y dos, y el mapa completo, cuando se ponían todas las piezas juntas, medía alrededor de treinta y cuatro metros cuadrados. Waldseemüller enfatizó su nuevo mensaje mediante dos retratos situados en la parte superior: Claudio Ptolomeo, que miraba hacia el este, y Américo Vespucio, que lo hacía hacia el oeste» (Boorstin, 1989 253).
Pero es Gerardo Mercator quien desde 1538 replica el modelo de este mapa tanto a la parte norte como a la parte sur del Nnuevo Continente, el cual con esta nueva proyección queda plasmado, como toda la superficie de la tierra, en un rectángulo con una trama de líneas paralelas de latitud y longitud (con los meridianos de longitud paralelos entre sí desde el polo Norte al polo Sur). Treinta años después su amigo Aabraham Oortelio imprimirá al primer atlas geográfico moderno, el Theatrum Orbis Terrarum (La Representación del Mundo) a partir de cincuenta y tres mapas grabados mediante planchas de cobre. La portada estaba ilustrada con cuatro figuras simbólicas, una para cada continente, representándose por primera vez América con una alegoría antropomórfica. En 1612 sumaban cuarenta y dos sus ediciones, y de su versión en formato pequeño, el Atlas Minor, por lo menos veintisiete (Boorstin, 1992: 275-276).
Así se popularizó la denominación de América. Menos en España, donde se le llamó «Indias Occidentales» conservando uno de los nombres dados por Colón, y alimentando la controversia desatada desde el principio para mitificar al «verdadero descubridor». Incluso Antonio de Herrera llama falsario a Américo Vespucio y en Historia de Indias el padre Bartolomé de Las Casas lo acusa de adelantar fechas para usurpar el descubrimiento, proponiendo el nombre de Columba, o bien de Tierra Santa o Tierra de Gracia, como la llamara Colón en su primer viaje. La misma acusación es replicada por otros muchos que proponen distintos apelativos para América: Pedro Salazar de Mendoza en su Monarquía de España sugiere que se le llame La Colonea; Fray Tomás Malvenda en el De Anticristo propone Colonia y Nuevo Orbe Colonio o Colonea; el licenciado Francisco Mosquera de Barnuevo Numantina la llama Colonia o Colónica; Fray Antonio de Calancha en la Crónica Moralizada la nombra Columbania o Colombania; Nicolás Füller en la Miscellanea Sacra sugiere que se le denomina Columbina. Todos ellos son desvirtuados por Alexander Von Humboldt en su Cosmos. Essai d’une description physique du Monde de 1835, que atribuye el origen de la versión a las calumnias a Vespucio como una acción del astrónomo Schöner de Nuremberg; del mismo modo reivindican a Vespucio, Henry Visnaud, Roberto Levillier, Germán Arciniégas, Alberto Magnaghi y Frederick J. Pohl, entre otros (Padrón, 1975; Hincapiés, 1998).
Señala el Padre de Las Casas que Solís llamó al Mar Dulce, Río de Santa María, dando así nombre al cabo en la atalaya septentrional, rotulado Cabo Santa María en el planisferio de Jorge Reine de 1518. La armada de Fernando de Magallanes llega al río en enero de 1520; Antonio Pigaffetta, observador desde la nave «Victoria», al dibujarlo en un croquis lo denomina Río de Solís ( en la Relación del primer viaje alrededor del mundo con las figuras de los países que se descubrieron); sin embargo, un piloto genovés de la misma expedición lo llama en su relato de viaje San Cristóbal, igual que un marino portugués de la nave donde viaja Pigaffetta, nombre que persiste en algunos mapas de 1526 y 1527, evocando el arribo de la armada portuguesa de Cristóbal Jacques, entre los viajes de Solís y Magallanes, en 1518 o 1519. Muerto Magallanes en Filipinas, la «Victoria», única flota restante de las cinco naos de la expedición, al mando de Juan Sebastián Elcano, culminará en 1522, después de 4 años de travesía, las 40000 leguas de la primera circunnavegación del globo, cuyo primer informe relatado por Pigaffeta será editado al año siguiente, dos años después de la aparición de los Viajes de Sir Jhon Mandeville.
El nombre de Santa María lo mantuvieron los portugueses y lo usa sistemáticamente el capitán Pedro Lópes de Sousa, que relató en su Diario de Navegación la toma de posesión del río y sus tierras en un bergantín tripulado por treinta hombres, luego del naufragio de la nave capitana de la expedición comandada por su hermano Martín Alonso de Sousa el 15 de octubre de 1531 (Rosenblat, 1964:11).
Ya desde 1524 circulaba la representación del Paraná-Guazú como una ruta a tierras paradisíacas ricas en plata y cobre, según lo refiere el embajador español don Juan de Zúñiga el 27 de julio en comunicación a Su Majestad. También para ese momento su nombre Río de la Plata ya era común en la costa de Brasil e incluía el Paraná y el Paraguay. Su primera mención escrita en España se encuentra en las Instrucciones de Su Majestad de 1526 para la expedición de Diego García, cuya documentación del viaje lo llama igual. Mientras la Corona Portuguesa y Diego García prefieren Río de la Plata, Caboto y los suyos lo llaman Río de Solís, y en ocasiones Río Uruguay.
Cuando en 1532 Francisco Pizarro conquista el Imperio Inca el río es ya la entrada al continente y, para su control, la Corona Española decide construir un puerto que permita regular el acceso a la Sierra del Plata y contener a los portugueses. Su Majestad Carlos V consagra así el nombre al designar por decreto del 22 de agosto de 1534 al adelantado Pedro de Mendoza «Gobernador y Capitán General de las Provincias del Río de la Plata» –si bien las capitulaciones del 20 de mayo de 1534 y los documentos de la expedición hablan del «Río de Solís, que llaman de la Plata» (Rosenblat, 1964: 18)–, quien dirige una flota compuesta por 2.500 españoles y 150 portugueses, alemanes, flamencos y holandeses, entre ellos nobles, caballeros, capitanes y el médico Hernando de Zamora que desembarcan en la ribera sur del Paraná-Guazú el 3 de febrero de 1536, donde se funda el puerto de Nuestra Señora Santa María del Buen Aire a orillas de un río bautizado Riachuelo (Schmidel, 1992). Tiempo después el nuevo adelantado Ortiz de Zárate tratará infructuosamente de imponer al nombre de Nueva Vizcaya a la gobernación del Río de la Plata.
Presionado por los indígenas, en Mayo de 1536 Mendoza envía a buscar víveres río arriba a Juan de Ayolas, fundador del fuerte «Corpus Christi»’ en el norte del antiguo «Sancti Spiritis» levantado por el navegante veneciano Sebastián Caboto. Mientras tanto, el campamento es incendiado por cuatro tribus conformadas por 23000 guerreros, según la estimación de Utz Schmidt en su Relación del viaje al Río de la Plata de 1567. Antes de embarcarse para España, destino que no alcanzará por su muerte a la altura del Brasil, Mendoza envía en ayuda de Ayolas a Juan de Salazar de Espinosa, quien funda en 1537 la ciudad de Asunción del Paraguay para designar al vasco Martínez Irala comandante de las tropas del Paraguay antes de continuar su búsqueda de la Sierra de la Plata. De las alianzas de Irala con los guaraníes surgirá la primera sociedad mestiza del continente, llamada en la relación del escribano Pedro Hernández, el «Puerto de la Cópula» y el «Paraíso de Mahoma» (Rosenblat, 1964: 24). En esa aldea, Francisco Ruíz Galán se convierte entonces en gobernador de hecho. Pero en octubre de 1530 Alonso Cabrera, el enviado de la Corona con el propósito de nombrar un gobernador del Río de la Plata, confirma a Irala para pocos meses después ordenar el abandono del puerto, que durante el medio siglo siguiente sólo será recorrido por sus habitantes de siempre, los charrúas y los querandíes.
Durante ese tiempo el Nnuevo Continente se cartografiará más en lo mitográfico que en lo físico. Proyección de viejos sueños y renovadas ambiciones, alucinante y alucinada geografía de tesoros, exhuberancia infernal y paradisíaca y, al final, redefinición de las representaciones y los imaginarios europeos, de su cosmografía simbólica. Según Pupo-Walker
En las primeras décadas del siglo XVI, América representaba, en la mente de muchos europeos, como un vasto espacio imaginativo, verificado y a la vez incógnito; fue una realidad observada, al mismo tiempo, con rigor excepcional, pero también con espanto y fascinación. Unos vieron lo que había en aquellas tierras, y otros contemplaron libremente lo que deseaban encontrar. Pero, por encima de las noticias y las transposiciones legendarias, América se vio, cada vez más, como la realización de un gran sueño que durante siglos había acariciado la cultura occidental (Becco, 1992:xxii).
1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre las representaciones sociales, memoria colectiva e identidad.
2 Profesor Departamento de Lingüística. Comunicador social. Magíster en Sociología. Candidato a Doctor en Historia de la Universidad Nacional de Colombia.
3 El apellido de este explorador se escribe Caboto en italiano.
4 Las amazonas aparecen en las historias de Heracles y el cinturón de Hipólita, de Aquiles y Pentesilea y de Teseo y Antíope; las mencionaron, entre otros, Homero, Heródoto, Pausanias, Diódoro Siculo, Apolodoro; las esculpieron Fidias, Policleto, Crisias.
5 Como dice Trías (2000:13/20) «Abandonamos la simple naturaleza e ingresamos en el universo del sentido (lo que, técnicamente, podemos llamar mundo). Pero a la vez constituimos un límite entre ese ‘mundo de vida’ en el que habitamos y su propio más allá: el cerco de misterio que nos trasciende y que determina nuestra condición mortal [...] A caballo entre la naturaleza y el mundo, o entre lo físico y lo metafísico, nuestra existencia y condición revelan su natural limítrofe y fronterizo».
6 «Parece que Colón conservó la Imago Mundi durante muchos años, subrayando sus frases con distintas plumas y tintas, añadiendo comentarios, resumiendo puntos en el texto, dibujando un dedo índice para destacar una oración [...] También estaban, por supuesto, los viajes de Marco Polo, que Colón poseía y había subrayado abundantemente» (Boorstin, 1986:231-232).
7 La función de objetivación de las representaciones las traduce en conceptos que tiene un soporte que las hace perceptibles. «La representación permite intercambiar percepción y concepto. Al poner en imágenes las nociones abstractas, da una textura material a las ideas, hace corresponder cosas con palabras, da cuerpo
8 Una crítica aproximación al caudal de oro de América hacia la Península se encuentra en Pinzón (1997:185-227): «La conquista de América no fue sólo un concurso de actos heroicos. La necesidad de metales y de especies en los mercados europeos había comprometido a Estados nacientes, como España y Portugal, en la búsqueda de nuevas rutas y tráficos, guiando la navegación y los descubrimientos hacia el sur de Africa, primero, y luego hacia el occidente [...] Este llamado ‘oro americano’ fluyó primero desde las Antillas, pero muy pronto, a partir de 1500, desde Tierra Firme, llamada luego Castilla Dorada o Castilla del Oro, en una sangría intensa que se prolongaría durante seis décadas y continuaría en forma lenta por más de tres siglos».
9 Entre quienes figuraban Vautrin Lud, canónigo y dueño de imprenta, Juan Basin, vicario, Matías Ringman, poeta y corrector de pruebas, Martín Waldseemüller, clérigo aspirante a canónigo.
10 Inicialmente redactado para servir de prólogo a la edición de los ocho tomos de la «Geografía» de Tolomeo. Contiene un prólogo, un epílogo, nueve capítulos y la carta a Soderini o relación de los viajes vespucianos.
11 «De esto se colige el empeño de Vespucio en propagar por todos los países, en diversos medios y por medio de personajes de nota y nombradía, las relaciones de sus viajes; siendo digno de atención que la única que consta más divulgada, ya en folletos sueltos, ya en las primeras colecciones, es la de su expedición de 1501. Las dos primeras, que supuso haber hecho por orden del Rey Católico no aparecen impresas hasta el año 1509, traducidas, según se dice, del italiano al francés y de éste al latín, como las publicó Gruniger» (Navarrete, 2003:28).
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