Indigeneidad: problemáticas, experiencias y agendas en el nuevo milenio1
Indigeneity: Problematics, experiences and agendas in the new millenium
Indigeneidad: problemáticas, experiências e agendas no novo milênio
Marisol de la Cadena2, USA Orin Starn4
University of California, Davis3 Universidad de Duke, Durham5, USA ostarn@duke.edu
Recibido: 09 de febrero de 2009 Aceptado: 27 de mayo de 2009
Resumen
En este articulo historizamos la idea de indígena y la nocion de indigeneidad. Ttratada como relación, y como formacion discursiva, y no como identidad, indigeneidad incluye no sólo a indigenas, sino tambien a quienes se identifican como no indígenas. Considerando las diferencias historicas locales -articuladas con formaciones de nación-Estado- explicamos la diferencia entre etnicidad e indigeneidad, la porosidad de las fronteras entre quienes se identifican como indígenas y quienes no lo hacen, las condiciones en que ocurre la indigeneidad en la diáspora contemporanea y los problemas del esencialismo indigenizante.
Palabras clave: indigeneidad, esencialismo indigenizante, dispora, derechos indígenas, movimientos sociales.
Abstract
In this article we historicized the idea of indigenous and the notion of indigeneity. Aas a relationship, as a discursive formation, rather than as an identity, indigeneity involves not only indigenous people, but also people identified themselves as non indigenous. Considering the local historical differences -articulated with nation-states formations- we explain the difference between ethnicity and indigeneity, the blurredness of the boundaries between those who identify themselves as indigenous and who don’t do it, the conditions in which the indigeneity in the contemporary diaspora happened, and the problems of the indigenizing essentialism.
Key words: indigeneity, indigenizing essentialism, Diaspora, indigenous rights, social movements.
Resumo
Neste artigo historicizamos a idéia de indígena e a noção de indigeneidad. Tratada como relação, e como formação discursiva e não como identidade, indigeneidad inclui não somente indígenas, senão também a aqueles que se identificam como sendo não indígenas. Considerando as diferenças entre historias locais – articuladas com formações de nação-Estado - explicamos a diferença entre etnicidade e indigeneidad, a porosidade das fronteiras entre aqueles que se identificam como indígenas e aqueles que não o fazem, as condições nas quais ocorre a indigeneidad na diáspora contemporânea e os problemas do essencialismo indigenizante.
Palavras chave: Indigeneidad, essencialismo indigenizante, diáspora, direitos indígenas, movimentos sociais.
Introducción
Hace un siglo, era impensable la idea de que los pueblos indígenas fueran una fuerza activa en el mundo contemporáneo. Según la mayoría de los pensadores occidentales, las sociedades nativas pertenecían a una etapa anterior e inferior de la historia humana condenada a la extinción por la marcha del progreso y de la historia. Incluso quienes sentían simpatía por los pueblos indígenas —ya fueran los maoríes en Nueva Zelanda, los san en Sudáfrica o los miskitu en Nicaragua— creían que no podía hacerse mucho para evitar su destrucción o al menos su asimilación a la cultura dominante. El poeta estadounidense Henry Wadsworth Longfellow describió a los nativos americanos como «el sol rojo que se pone» en La canción de Hiawatha, un fascinante, romántico y en ocasiones sensiblero poema épico de 1855, ampliamente conocido. Con todo lo progresista que era en algunos aspectos icono del nacionalismo latinoamericano antiimperialista, Augusto César Sandino anhelaba el día en que los indios nicaragüenses fueran absorbidos en una sola nación mestiza, o mezclada. El futuro del mundo, así lo parecía, pertenecía a cualquier lugar hacia occidente y su peculiar distintivo de progreso y civilización.
La historia no ha resultado ser en absoluto de esa manera. Muchas sociedades tribales, hay que decirlo, han sido exterminadas por la guerra, la enfermedad, la explotación y la asimilación cultural durante estos últimos siglos.6 Pero lejos de desaparecer como alguna vez lo sentenciaron las confiadas predicciones, los pueblos nativos muestran hoy en día una fortaleza demográfica, e incluso un crecimiento. Más de cuatro millones de personas en los Estados Unidos se clasifican ahora como «nativos americanos». Un número exponencialmente mayor se precia de pertenecer a la indigenidad en todo el globo, desde los basarwas en Botswana hasta los neocaledonios en Oceanía y los ainus del norte del Japón. Un cálculo reciente señala su número en más de doscientos cincuenta millones en todo el mundo, distribuidos en más de cuatro mil grupos diferentes.7 Igualmente importante es que los pueblos indígenas han asegurado un lugar en la cultura, la economía y la política globales del siglo XXI. Los maoríes de Nueva Zelanda se han convertido en una fuerza para tener en cuenta en las artes, el deporte, la música y la vida nacional, con actores maoríes como protagonistas en éxitos de taquilla como Somos guerreros (1994) y Jinete de ballenas (2003). En Ecuador, los alcaldes quechuas recién elegidos han transformado el gobierno local. Y aunque la pobreza, la discriminación y la ciudadanía de segunda categoría muy a menudo configuran las vidas indígenas en la actualidad, las excepciones notables también debilitan cualquier simple asociación de la indigenidad con la miseria y la marginalización —y el estatus de los pueblos indígenas como objetos de una conmiseración en ocasiones condescendiente—. En el caso especialmente dramático de los Estados Unidos, las tribus alguna vez pobres, como los pequots, los kumeyaays y los umatillas han construido complejos de casinos completos con campos de golf, hoteles de lujo, museos tribales y estacionamientos gigantes para los visitantes que vienen en bus desde las grandes ciudades. Een menos de una generación, estos grupos han pasado de ser pobres, olvidados y prácticamente invisibles a convertirse en una fuerza formidable.
Igual de evidente es que los pueblos indígenas son bastante heterogéneos en opiniones y agendas. Se pueden considerar dos ejemplos constrastantes. En Alaska, la Kaktovik Inupiat Corporation —una organización compuesta de kaktovikmiuts y capitanes de balleneros locales— apoya el desarrollo petrolero en el Refugio Nacional de Vida Silvestre del Ártico (ANWR), que algunos nativos creen fue creado sin consultas adecuadas en primer lugar. Este grupo se ha enfrentado con los ambientalistas, y quiere trabajar con la Shell Oil Company.8 Een contraste, el presidente boliviano Evo Morales, el primer presidente indígena autoproclamado en la historia andina contemporánea, ordenó a las tropas que ocuparan los campos de gas y petróleo de su país cedidos anteriormente a corporaciones multinacionales. «El capitalismo es el peor enemigo de la humanidad», anunció junto con su intención de renegociar todos los contratos. Si la gran mayoría habla sobre la «diversidad» y los pueblos indígenas enfocados en la cultura y el lenguaje, la variedad de sus puntos de vista económicos y políticos en ocasiones conflictivos demuestra ser igual de acentuado.
En nuestro libro ya citado se analizan los variados rostros de la experiencia indígena en la actualidad. En contraste con la imagen de los nativos siempre arraigados a sus territorios originales, los capítulos recopilados delinean experiencias indígenas diaspóricas, y la circulación global del discurso y la política de la indigenidad. En lugar de basarse en trilladas nociones de «tradición nativa» inmutable, los diferentes autores del libro que editamos (De la Cadena y Starn, 2007) muestran cómo los pueblos indígenas afrontan la tensa dinámica de ser categorizados por otros y de buscar definirse en y contra la densa maraña de símbolos, fantasías y significados de la indigenidad. Ninguno asume que los criterios para considerarse indígena sean siempre evidentes en sí mismos o intrínsecos; en lugar de ello analizan la cambiante política de las fronteras y las epistemologías de la sangre y la cultura, el tiempo y el lugar que definen quién contará o no como indígena en primer lugar. Compartimos una visión de mezcla, eclecticismo y dinamismo como esencia de la indigenidad en oposición a una caida o «corrupción» de algún estado de pureza original. Un hilo común es nuestro deseo de historizar la indigenidad para exponer su falta de límites «naturales» preestablecidos de cualquier especie. Creemos que ésta es la única manera de deshacer los estereotipos gruesamente sedimentados sobre las «culturas tribales» atemporales, que se materializan en todo, desde las brillantes revistas de viajes hasta las películas de Hollywood y las políticas de Estado —y ocasionalmente en las declaraciones de los mismos activistas y defensores—. Tener en cuenta la indigenidad exige que se la reconozca como un campo relacional de gobernanza, subjetividades y conocimientos que nos involucra a todos —indígenas y no indígenas— en la construcción y reconstrucción de sus estructuras de poder e imaginación.
Una reconceptualización de la indigenidad
En las últimas décadas, la presencia pública de los intelectuales indígenas ha logrado socavar la autoridad del historicismo evolucionista obligándolo a repensar la noción misma de indigenidad. Vienen a la mente los relatos del escritor Coeur D’Alene, Sherman Alexie, la obra pictórica de la artista aborigen australiana Emily Kngwarreye, o las películas del director inuit, Zacharias Kunuk. Los educadores maoríes han influenciado la política social nacional en Nueva Zelanda, mientras que los historiadores aimaras y los lingüistas mayas han tenido una fuerte influencia en las reformas constitucionales en Bolivia y Guatemala. Lla idea misma de tales intervenciones habría sido inimaginable dentro de teleologías modernistas anteriores que no dejaban lugar a la agencia o los futuros indígenas.
Pero, como han insistido varios críticos indígenas, los recientes avances no significan que los indígenas hayan encontrado de algún modo la liberación en un mundo felizmente multicultural. Tampoco quiere decir que en su nueva presencia pública, se pueble la indigenidad de ambientalistas instintivos, paladines espirituales contrarios a los bienes materiales, y naturalmente los izquierdistas comunitarios siempre alineados contra los intereses capitalistas y el estatus quo. Estas opiniones expresan muy a menudo lo que Ramachandra Guha (1989) ha llamado el «orientalismo a la inversa», un discurso que impide comprender la indigenidad como un proceso histórico abierto, marcado de manera inevitable por colonialismos pasados y presentes y que aun así también se desarrolla como un camino aún indeterminado. En contraste, tomamos la influyente concepción de Stuart Hall (1996) sobre la política cultural negra para plantear que el activismo indígena «carece de garantías». El indigenismo nunca ha sido una singular ideología, programa o movimiento, y sus políticas se resisten al cerramiento. Asumir que posee una trayectoria unificada, mucho menos predeterminada, es históricamente impreciso, conceptualmente errado y simplista. Aunque el activismo indígena bien puede estar ligado a la justicia social e inspirar visiones transformadoras, como orden político puede estar motivado por diferentes posturas ideológicas, todas ellas capaces de efectuar exclusiones e inclusiones forzadas (Mouffe, 2005).
Pero ¿cómo, entonces, podría reconceptualizarse la indigenidad? Un punto de partida vital es reconocer que la indigenidad surge sólo en campos de diferencia y mismidad social más amplios; adquiere su significado «positivo» no de algunas propiedades esenciales que le son propias, sino a través de su relación con lo que no es, con lo que le excede o le falta (Butler, 1993; Hall, 1996). Esto no quiere decir que la condición indígena sea de algún modo derivativa o carente de visiones y direcciones poderosas de sí misma. Lo que quiere decir es que las prácticas culturales, las instituciones y la política indígenas se hacen indígenas en articulación con lo que no se considera indígena en la formación social particular en la que existen. La indigenidad, en otras palabras, es a la vez históricamente contigente e integra lo no indígena —y por ello nunca trata sobre una realidad intocada—. «Colonos y nativos van juntos», como concluye el teórico político Mahmood Mamdani (2004: 10), y «no puede haber colono sin nativo, y viceversa».
Como escribe Mary Louise Pratt (2007), la indigenidad, desde su origen, designó una relación basada en una concepción del tiempo y el espacio que diferenciaba entre grupos de personas. Palabras como indio en el continente americano y aborigen en Australia eran invenciones europeas para las personas que ya estaban allí, antes de la llegada de los colonizadores; y por su parte indígena se deriva del francés indigène y del latín indigena. Lla etiqueta indígena revelaba además una relación con otros no europeos: el primer uso en inglés viene en un informe de 1598 sobre el descubrimiento de América entre «indígenas» (definida como «personas criadas en ese mismo suelo») y las personas que los españoles y los portugueses trajeron de África como esclavos.9 No es de extrañar que estas formas de relacionalidad expresaran la superioridad europea en la medida que «indígena» era sinónimo de «pagano», almas idólatras que debían ser salvadas por el cristianismo. Más tarde, cuando la razón desplazó la fe como fundamento de la autoridad, «lo pagano» recibió el nuevo nombre de «lo primitivo» (en oposición a «civilizado») incluyendo lo que se clasificaba como «tribal», «nativo» y «aborigen» en los lexicones administrativos coloniales.
Una tensión entre diferencia y mismidad caracterizaba también las articulaciones coloniales de la indigenidad. Aunque sería difícil imaginar grupos más desiguales entre sí que, digamos, las bandas igualitarias en pequeña escala del desierto de Kalahari y, en el otro extremo, los vastos imperios altamente estratificados y belicistas de los incas y los aztecas en el continente americano; para los administradores coloniales y sus ciencias, las diferencias sólo reflejaban etapas de la evolución de las sociedades humanas. Y sin embargo, la medición de las sociedades nativas con criterios evolucionistas también arrojaba diferencias que, pese a la imaginación ahistórica que las había concebido, se convirtió en práctica material en cuanto configuraron las políticas coloniales que influenciaron las relaciones postcoloniales hasta nuestros días. Tomemos el caso de Togo en el occidente de África. Los habitantes de Kabre en el montañoso norte les parecieron a los colonizadores franceses más intratablemente «salvajes» e «incivilizados» que los más urbanos y políticamente centralizados ewes en el sur costero, que tenían experiencia con antiguos traficantes de esclavos y comerciantes europeos. Así, los franceses concentraron sus iniciativas misioneras y educativas con los ewes, permitiéndoles convertirse en maestros, sacerdotes y sirvientes civiles. En lugar de ello, se reclutó a los kabres para trabajos forzados en la construcción de caminos y ferrovías para sus amos franceses y luego alemanes. Estas políticas coloniales nutrieron una dinámica en la que el ewe sureño consideraba que el kabre norteño era atrasado y bruto, y el kabre, a su vez, guardaba resentimiento hacia los sureños que gozaban del favor de los colonizadores europeos. Las divisiones resultantes configuran la tirante política postcolonial de Togo (Piot, 1999; Toulabor, 1985).
Si las diferencias entre las sociedades locales eran importantes, las políticas de los diferentes poderes coloniales eran también variadas y cambiables en el tiempo, lo cual tuvo consecuencias aun mayores para los divergentes caminos de la indigenidad. Por ejemplo, los conquistadores ibéricos del siglo XVI en México se casaron con indígenas, lo que permitió la invención posterior del mestizo, la categoría racial elevada a emblema en el nacionalismo mexicano contemporáneo de la supuesta reconciliación entre los mundos hispano e indígena. En contraste, los colonizadores holandeses de Iindonesia en el siglo XIX se adhirieron a dogmas sobre la «degeneración racial» por entonces dominantes en el discurso científico; eligieron reforzar la endogamia blanca para tratar de evitar «peligrosas mezclas» entre nativos y europeos (Stoler, 2002). La misma epistemología imperial de la mismidad original nativa —y el repudio a las etnicidades locales y a sus mezclas— subyacieron al nacionalismo de la élite indonesia durante años, esta vez con una recodificación positiva del ser nativo como punto de partida de una visión homogenizada de la ciudadanía nacional. Eestas contrastantes historias coloniales se manifiestan en las actuales condiciones de la indigenidad. Si bien en México ser indígena es una antigua y imagen incontrovertida, conveniente e incluso necesaria para la constante producción del mestizo, en Indonesia declararse indígena es un paso nuevo y muy controvertido para las minorías pobres y rurales en su desafío a las demandas nacionalistas de la élite respecto a la mismidad nativa. La diversidad de las historias indígenas es aún más evidente cuando se considera las formas no europeas de colonialismo. Los amis, atayales y otros pueblos aborígenes de la actual Taiwán sufrieron múltiples colonizaciones: primero hacia el siglo XVII por los campesinos Fulao y Hakka de la China continental; segundo, por los japoneses después de la guerra sino-japonesa en 1894; y finalmente, por las fuerzas nacionalistas chinas en retirada de la revolución comunista de Mao en 1949. Estos grupos nativos deben demandar derechos culturales y políticos en una sociedad en la que los fulaos y hakkas, que son la mayoría, ahora reclaman ser «taiwaneses nativos» por haber antecedido el desembarco masivo del Kuomintang (Chung-min et al., 1994; Wachman, 1994).
Toda esa heterogeneidad entraba en conflicto con las visiones de la indigenidad como categoría unitaria ocupada por quienes se imaginaba estaban en el escalón «más bajo» de la humanidad. Se tratara de los indios en Iberoamérica o los «tribales» en África, India o Norteamérica, dichas etiquetas describían en su mayor parte poblaciones rurales («cazadores-recolectores» o «cultivadores») que se concebían de manera uniforme como cercanos a «la naturaleza» (el origen del mundo) y muy lejos de «la civilización» (la meta de la Historia). Se desconocían las múltiples historias particulares sobre interacciones entre nativos, colonizadores y otros grupos (como los esclavos africanos llegados a las Américas con los españoles o los indios obligados por los británicos a ir a trabajar a las islas Fiji). Los filósofos canónicos occidentales —notablemente Emmanuel Kant y Georg Wilhelm Friedrich Hegel— usaron el tiempo lineal y la proximidad a la naturaleza para explicar la diferencia cultural (y racial) entre los pueblos «no civilizados» y los europeos. En las ciencias sociales, Émile Durkheim, Lucien Lévy-Bruhl y otros destacadas intelectuales se habrían mostrado de acuerdo con la frase de E. B. Tylor de que «un grupo de salvajes es como todos los demás» (1903:6), escrita en Primitive Culture, un texto fundacional de la antropología. Aun si los académicos concedieran importancia a las especificidades locales, ellas siempre encajarían en la epistemología evolucionista que había popularizado la Historia Universal. Roma fue «el embrión de la civilización humana», afirmaba James Frazer (1931 [1888]) y las culturas primitivas eran supervivencias;10 las diferencias entre ellas representaban diferentes momentos del pasado. Lo que Michel-Rolph Trouillot (1991) llama el «lugar del salvaje» se materializó más adelante con el nuevo campo disciplinario de la antropología que tomó los pueblos indígenas como objeto de estudio y, en ocasiones, de defensa.
Sin embargo, los académicos y burócratas occidentales nunca estuvieron solos en la construcción de la indigenidad. Esta formación también debe su compleja genealogía precisamente a aquellos intelectuales, políticos y gentes del común clasificadas por el conocimiento colonial como «nativos» (en sus múltiples sinónimos), que desafiaron su supuesto anacronismo, denunciaron la ignorancia y la falta de humanidad europeas; al hacerlo, contribuyeron a crear representaciones alternativas, a menudo disímiles, de la indigenidad. Por ejemplo, Guamán Poma de Ayala, indio quechua, tomó su pluma en 1585 para enumerar los abusos de los sacerdotes, jueces y soldados españoles en una carta de 1.200 páginas dirigida al rey Felipe III. En la década de 1780, cuando la Confederación Iroquesa fue atacada después de la Revolución Americana, Thayeendanegea, líder mohawk (cuyo nombre cristiano era Joseph Brandt, quien había sido educado en los clásicos en la Eescuela de Caridad de Llas Iindias Occidentales, ahora Dartmouth College) escribió al nuevo gobierno de George Washington. Thayeendanegea recordó a las autoridades estadounidenses que había nacido y se había educado «entre aquellos a quienes ustedes se complacen en llamar salvajes», que había viajado ampliamente por Norteamérica y Europa donde había conocido grandes líderes. «Sin embargo», proseguía, «después de toda esta experiencia y después de cada esfuerzo para desprenderme de mis prejuicios, me veo obligado a dar mi opinión a favor de mi propio pueblo» porque «en el gobierno que ustedes llaman civilizado, la felicidad de las personas se ve constantemente sacrificada por el esplendor del imperio» (Tully, 1995: 95).
Preocupaciones similares desataron actos de resistencia menores, levantamientos a pequeña escala, y en ocasiones rebeliones masivas. Contemporáneos de Thayeendanegea, Túpac Amaru y Túpac Katari (líderes indígenas quechua y aymara, respectivamente) organizaron insuresurrecciones masivas que se extendieron a cientos de kilómetros por todos los Andes (Thomson, 2003). En el siglo XIX (en la época en que Iberoamérica cortó los lazos coloniales con las coronas ibéricas de España y Portugal), los maoríes en protestas contra el dominio británico sobre su isla —Aotearoa, o Nueva Zelanda en inglés— se unieron a la revuelta de Pai Maire dirigida por Te Ua Haumene, político que se adhería a las ideologías milenarias de la expulsión de los europeos y el restablecimiento del dominio nativo. Como Guamán Poma, el maorí también se dirigió al monarca en el poder, esta vez la reina de los ingleses, denunciando la ignorancia y el abuso de los colonizadores (Adas, 1979). Estos activistas indígenas, a menudo muy cosmopolitas, contribuyeron a la densa formación dialógica a la que le estamos dando el nombre de «indigenidad», en la que grupos e individuos que ocupaban posiciones de sujeto no indígenas siempre participaron también.
Ese activismo, sin embargo, no anuló la oposición entre lo «primitivo» y lo «civilizado», que siguió siendo fundamental en el intrincado campo de significados, prácticas y políticas de la indigenidad, y en ocasiones fue adoptada por los mismos líderes indígenas. Una gramática de contrastes análogos ha ligado aún más la indigenidad a lo retrógrado, lo rural y lo ignorante como opuestos a las metas de la modernidad, la urbanización y la alfabetización consagradas como los puntos finales deseados del desarrollo y el progreso. A medida que el proyecto de la asimilación ganaba vigencia a comienzos del siglo XX, el propósito de absorber los pueblos indígenas en Estados-naciones modernos y homogeneizados halló expresión en la ideología latinoamericana del mestizaje; la política estadounidense llamada de «terminación y reubicación» durante los años de Eisenhower; y la misión civilizadora que aplicó Francia en sus colonias africanas en la época posterior a la Segunda Guerra. La asimilación fue aprobada por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) de las Naciones Unidas en 1957: animó a los Estados miembros a «integrar» las poblaciones «tribales» y «semitribales» que ocupaban «una etapa menos avanzada que el promedio de su país».11 Entretanto, muchos grupos marxistas desestimaron las prácticas indígenas como marcas «arcaicas» de «falsa conciencia» que obstaculizaban la unidad de clases y la revolución. Y lejos de limitarse a Occidente, los intelectuales hindúes y musulmanes también imaginaron una clase inferior propia, que identificaron como carente de una religión mundial; clasificaron a estos grupos como «animistas», en su mayoría rurales y campesinos, fueron rotulados como tribales y tradicionales, un Ootro atrasado que se asumía «atrás» de la curva de la civilización (cf. Baviskar, 2007).
Pero hacia finales del siglo XX, los movimientos políticos indígenas de todo el mundo cuestionaban enérgicamente el asimilacionismo. La OIT se echó para atrás en 1989 para reconocer «las aspiraciones de estos pueblos a ejercer control sobre sus instituciones, sus formas de vida y su desarrollo económico […] y a mantener y desarrollar sus identidades, sus lenguas y sus religiones, en el marco de los Estados en los que viven».12 Eel desprestigio gradual de los intereses asimilacionistas y su reemplazo con la diversidad como presunta meta de las políticas sociales —coincidiendo con el final de la Guerra Fría y el aparente triunfo del llamado modelo neoliberal de capitalismo y democracia liberal— acompañó el predominio de diferentes formas de multiculturalismo (Kymlicka, 2001; Van Cott, 2000). Aunque acoge el credo del pluralismo y la igualdad culturales, el multiculturalismo ha planteado nuevos dilemas y limitaciones propios. Los críticos se lamentan de que el «neoliberalismo multicultural» incorpore «la diversidad» como poco más que una estrategia de gestión, represión y expansión global capitalista sin cambio real en las estructuras de la jerarquía racial y la desigualdad económica (Hale, 2006; Postero y Zamosc, 2004). Y aun en casos en los que el multiculturalismo ha dado pie a conversaciones genuinas sobre la dignidad y el respeto por las culturas nativas, no ha eliminado la compulsión a equiparar la indigenidad, o al menos la auténtica indigenidad, con lo autóctono y lo premoderno.
Emergiendo de, junto con y contra estas prácticas políticas y académicas las experiencias indígenas contemporáneas están marcadas por expectativas apuntaladas por fantasías de la indigenidad como externa a la historia y exclusivamente amoderna. Por un lado, quienes se ponen plumas, se pintan la cara, usan «ropas indígenas» o acogen públicamente de algún otro modo sus tradiciones se arriesgan a quedar encasillados en los extremos semánticos del primitivismo exótico, que Ramos (1998) llama «el indio hiperreal». Por otro lado, quienes parecen no ajustarse a las expectativas estereotipadas de las «plumas y collares» se encuentran a menudo estigmatizados como «mestizos» [half-breeds], «asimilados» o incluso como impostores; usar traje y corbata les expone a recibir acusaciones de falso indigenismo. Recientemente, por ejemplo, el aclamado escritor peruano Mario Vargas Llosa desestimó al presidente boliviano aymará Evo Morales como un indio no «real» en absoluto —a pesar de que Morales habla la lengua indígena y creció en un pueblo pobre de las montañas—. «Evo», asegura Vargas Llosa, es «el emblemático criollo latinoamericano, astuto como una ardilla, trepador político y charlatan, y con una vasta experiencia de manipulador de hombres y mujeres, adquirida en su larga trayectoria de dirigente cocalero y miembro de la aristocracia sindical».13 El espurio cálculo de la autenticidad y la pureza cultural en juego aquí asume que los intelectuales, hombres de negocios, cineastas, estrellas del deporte y políticos indígenas «genuinos» no existen, en realidad no pueden existir —o son excepciones raras y oximorónicas, en el mejor de los casos—.
Que el mismo Mario Vargas Llosa hubiera, algunos años antes, identificado con aprobación al nuevo presidente peruano Aalejandro Ttoledo como indígena no hace más que subrayar las mudables y en ocasiones contradictorias expectativas que rodean la indigenidad.14 Aparte del hecho de que Toledo no habla quechua, la principal diferencia entre Morales y Toledo es ideológica: el boliviano se opone al neoliberalismo mientras que el peruano lo acoge —al igual que Vargas Llosa—. La disposición selectiva del famoso escritor a otorgar la autenticidad indígena a uno y no al otro podría calificarse de motivación política; algunos podrían afirmar lo mismo sobre la posición que adoptan Morales o Toledo como indígenas. Más profundamente, se hace evidente que en la mente de la misma persona pueden coexistir nociones muy distintas de «identidad indígena» (en este caso un novelista de fama internacional): como una narrativa evolucionista según la cual ningún político moderno puede ser legítimamente indígena, o por contraste como una posición de sujeto fija derivada de la «sangre», «la herencia» y el bagaje social en la que es irrelevante la actual ocupación. Ambas interpretaciones hacen parte de la indigenidad como formación social, si bien ninguna es más real que la otra, sus respectivas demandas de verdad tienen diferentes consecuencias políticas y económicas.
¿Indigenidad más allá de la etnicidad?
Las últimas décadas han sido testigas de la convergencia de los activistas indígenas en lo que algunos han llamado un movimiento global indígena (Niezen, 2000). Las raíces más inmediatas de esta nueva organización datan de los años de la protesta en los sesenta y los setenta y de los grupos indígenas que surgieron en ese periodo de descolonización y agitación social. El movimiento Poder Rojo en los Estados Unidos —que unía elementos de las ideologías marxista y de la dignidad indígena— tuvo una influencia especialmente importante (Smith y Warrior, 1996). Un amplio cubrimiento de los medios a protestas como la toma de la isla de Aalcatraz y el Ssendero de los Ttratados Rrotos transmiten las preocupaciones indígenas a todo el mundo. Pero aun en los Estados Unidos, ese activismo nunca estuvo bien unificado en su ideología o en sus propósitos; por el contrario, las tensiones y antagonismos hacían parte de la esfera política indígena. Aalgunos activistas nativos norteamericanos mayores no veían con buenos ojos el radicalismo del Poder Rojo del Movimiento Indígena Estadounidense —y algunas mujeres consideraban que su ethos del «guerrero» dominante masculino era opresivamente patriarcal—. En Nueva Zelanda, el Movimiento de las Panteras Polinesias (con vínculos a las Panteras Negras de los Estados Unidos), inspirado en el marxismo se enfrentaba al Nga Tamatoa, un grupo de orientación más cultural, antirracista, no marxista dirigido por intelectuales universitarios maoríes (cf. Ahu, s.f.). En América Latina, los grupos indígenas iban desde grupos militantes nacionalistas étnicos que rechazaban cualquier intervención externa —como algunas primeras organizaciones aymarás en Bolivia— hasta organizaciones que trabajaban por modestas reformas estatales, a la vez que promovían la integración indígena a los mercados capitalistas. Las organizaciones indígenas se mulitplicaron en los ochenta y los noventa con un importante apoyo de las ONG, mientras que las preocupaciones indígenas tomaron una visibilidad política sin precedentes en América Latina, los Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Aaustralia.
Diversas demandas encontraron una expresión vigorosa. Sus demandas incluían reclamos de tierras, control de su patrimonio cultural, educación bilingüe, la inclusión y conmemoración de las historias indígenas en los imaginarios nacionales y los derechos de los pueblos indígenas a hablar por sí mismos y representarse en oposición a «representantes» expertos no indígenas, burócratas y legisladores. La creciente visibilidad de este activismo —ayudada por la nueva ascendencia del multiculturalismo en el discurso político global— llevó a las Naciones Unidas a declarar a 1993 el «Año de los Pueblos Indígenas del Mundo». Una mujer maya, Rigoberta Menchú, ganó además el Premio Nobel de la Paz y se convirtió en el pararrayos de la controversia sobre la brutal campaña contrainsurgente del ejército guatemalteco contra los pobladores indígenas.15 El concepto de los derechos indígenas viajó a nuevas partes del mundo con resultados variables (Brysk, 2000; García, 2005; Hodgson, 2001; Tsing, 2005).
El activismo político indígena en la actualidad eleva problemas fundamentales, algunos más familiares que otros. Eel indigenismo actual sigue desafiando el modelo occidental de civilización y progreso insistiendo en que el colonialismo euroamericano y la expansión capitalista han traído una desgraciada ola de violencia, destrucción y pisoteo para los pueblos no occidentales. También se han hecho nuevos esfuerzos por descolonizar las categorías de «indígena» y «nativo», deshaciendo puntos de vista evolucionistas y recuperando la cualidad única histórica local de los grupos marginados. Más aún, en algunas versiones emergentes ha habido un esfuerzo concertado que conecta a grupos subalternos indígenas y no indígenas que comparten intereses políticos relativamente parecidos. Dicha estrategia arrojaría una coalición amplia de organizaciones subalternas avalada por una noción flexible de demandas de «derechos culturales», por lo que puede incluir reivindicaciones por la autorrepresentación política de los grupos marginados. El activismo indígena puede servir así para articular proyectos de justicia social más allá de nociones exclusivas de identidad indígena. En ese sentido, el sociólogo peruano Aníbal Quijano percibe una tendencia entre los activistas indígenas de los Andes hacia una «popularizar lo indígena e indigineizar lo popular» para generar un lazo orgánico híbrido entre la indigenidad y las organizaciones políticas que representan los intereses subalternos (Quijano, 2006).16 El movimiento zapatista originado en la empobrecida región selvática mexicana de Lacandona, dominada por los mayas, es un ejemplo tangible de esas nuevas expresiones de indigenidad.
Las nuevas formas mezcladas resultantes de identidad y política indígena incluyen lo que la antropóloga Tania Li llama «posicionamientos» habilitados históricamente por «prácticas sedimentadas, paisajes y repertorios de sentido» e inducidos por «patrones particulares de lucha y compromiso» (2000:151). Como siempre ha sucedido, el indigenismo hoy es un proceso; una serie de encuentros; una estructura de poder; una serie de relaciones; un asunto de devenir, en resumen, en oposición a un estado fijo del ser. En sus expresiones más ambiciosas, y articulado con procesos de alter-globalización, el nuevo indigenismo busca deshacer significantes hegemónicos, afectar su química semántica habitual para producir nuevas valencias, y reconfigurar así la indigenidad misma abriéndola al reconocimiento de la contemporaneidad histórica y la justicia social radical. Oobviamente, dado que el activismo indígena no es una entidad monolítica sino, por el contrario, un proceso necesariamente fragmentado, algunas de sus fracciones se incluyen en lo dominante y lo hegemónico (Hall, 1996; Williams, 1977), mientras que otros surgen como formaciones contrahegemónicas —y otras incluso se paran sobre ambas, o se mueven de una a otra—. Más aún, debemos recordar que la indigenidad abarca mucho más que las identidades indígenas o los movimientos sociales. Es un campo mundial de gobernanza, subjetividades y conocimientos en el que participan los pueblos indígenas y no indígenas, y donde siempre han participado en formas propias muy distintas. Por consiguiente, no hay manera de evitar la idea de que la indigenidad misma está constituida por una intrincada dinámica entre agendas, visiones e intereses convergentes y rivalizantes que ocurren en los planos local, nacional y global.
Los capítulos de nuestro libro (De la Cadena y Starn, 2007) muestran la inmensa variación en los procesos de localización (o rechazo) de las identidades indígenas y las formas divergentes que pueden asumir en el ámbito nacional y regional. Juntas buscan contribuir a lo que James Clifford llama «un proceso interactivo y dinámico de escalas y afiliaciones variables, desarraigantes y rearraigantes, brillar y opacar de las identidades» (2007:198) que históricamente ha caracterizado las experiencias indígenas. Las historias descritas en el libro referido no son desviaciones de alguna lista de referencia, «normativa» de expectativas para la cultura y la política indígenas. Atienden en lugar de ello a liberar la indigenidad de las epistemologías aplanadores que pasan por alto que cualquier intento de definir lo que es indígena y lo que no lo es necesariamente asume una perspectiva relacional e histórica —y por ende provisional y asociada al contexto—.
Antiguas y nuevas identidades indígenas
La globalización del concepto de los derechos indígenas ha sido sucesivamente poderosa, desigual e impredecible. En su viaje desde contextos familiares como Canadá, los Eestados Unidos y Brasil a otros nuevos, como Iindia e Iindonesia, el discurso de la indigenidad ha encontrado interlocutores entre las poblaciones marginadas, por lo general rurales. Allí, con mucha frecuencia las políticas nacionalistas han clasificado a los pobladores como «atrasados» y «necesitados de progreso» mientras declaran a toda la ciudadanía del país «indígena», oscureciendo así la singularidad cultural de los grupos minoritarios locales (por lo general no musulmanes o no hindúes). En Indonesia, por ejemplo, Anna Tsing (2007) describe cómo los jóvenes activistas ambientalistas labraron un espacio nacional para la indigenidad articulándolo al adat, un dialecto local con una significación semántica de larga data, y por ende con influencia local, pero eso debía resignificarse en el proceso del activismo local. En contraste con Norteamérica, donde una biopolítica racializada de supremacía blanca y subalternidad marrón ha dejado huella en la dinámica de la indigenidad, en Iindonesia o la Iindia, la casta o la religión marcan la diferencia entre quienes pueden considerarse indígenas o no indígenas, que por eso mismo no necesariamente «se ven» diferentes como suele imaginarse en Canadá o en los Estados Unidos. Tsing insiste en que cualquier evaluación de los «poderosos ejes de viaje de la cuestión indígena» debe atender a la «historia concreta de las indigenidades divergentes» y rastrear «vínculos sin subsumirlos a universales».
Y, de hecho, dado el peso de las historias locales, la difusión de estas formas de indigenidad emergentes ha encontrado oposición o por lo menos indiferencia en algunos lugares —incluso donde los pueblos indígenas han tenido una presencia marginal establecida de larga data—. Por ejemplo, en contraste con el vigoroso activismo en las vecinas Bolivia y Ecuador, los aymarás y quechuas del Perú han sido relativamente apáticos a los movimientos sociales organizados bajo el estandarte de los derechos culturales indígenas.17 Emily Yeh (2007) analiza el caso del Tíbet como ejemplo de renegación del indigenismo. Aunque podrían parecer encajar en la fórmula arquetípica de habitantes de una tierra ancestral, la posesión de una lengua y una cultura diferenciadas y la colonización por parte de extranjeros, los tibetanos rara vez se llaman «indígenas» y con más frecuencia lo usan como «sa skye rdo skyes» (literalmente, «nacidos de este suelo y esta roca»). Yeh rastrea esta falta de «aceptación» de la categoría global de «pueblos indígenas», de amplia circulación, en parte a la política oficial de los chinos. La insistencia del Estado de que todos los chinos son «indígenas» ha sido efectiva en despojar a la categoría de su poder de comunicar los sentimientos tibetanos respecto a la ocupación y dominación de Beijin. Muchos tibetanos exiliados ven también el idioma de los derechos indígenas —y su conexión con un reclamo de soberanía como algo opuesto a la separación— demasiado débil para expresar su deseo de independencia de China. Convertirse en indígena es siempre no más que una posibilidad negociada en los campos políticos de la cultura y la historia.
Cada generación, también, puede buscar redefinir las identidades indígenas. Claudia Briones (2007) encuentra a los jóvenes mapuches argentinos menos interesados en las viejas agendas de los mapuches sobre los derechos a la tierra y la organización política tradicional que en afirmar su ser mapuche a la vez que crean identidades como seguidores y músicos del punk rock y el heavy metal. Estos autodenominados «Mapunkies» y «Maheavies» acogen la rebeldía de la cultura juvenil global y, al tiempo, añaden una nueva dimensión en las letras de las canciones sobre las penalidades de la historia mapuche. Una política más antigua y organizada que busca transformar o incluso cortar las relaciones entre los mapuches y el Estado argentino da vía a una nueva política cultural centrada en el cuerpo, la cultura material y la política del estilo y los medios de masas —mientras que a la vez trata de afirmar su derecho a un lugar como mapuches en la Argentina como nación—. Estos mapuches más jóvenes con sus tatuajes, piercings y chaquetas negras de cuero definen una nueva identidad indígena urbana. Su presencia debilita las opiniones generalizadas de la Argentina como nación homogéneamente blanca a la vez que acentúan lo absurdo de las mitologías persistentes sobre los indígenas como si de algún modo aún hicieran parte de un mundo premoderno de la choza de heno y el arco y la flecha.
El territorio y la cuestión de la soberanía
Los asuntos más familiares del territorio y la soberanía siguen siendo en gran parte una preocupación para los pueblos indígenas en muchos lugares del mundo. Muchos grupos poseen un sentido de arraigo a la tierra —y de ocupación anterior a los invasores extranjeros— caracterizada por percepciones modeladas histórica y culturalmente y por conexiones con un paisaje que se conoce íntimamente (Kirsch, 2001). Es el caso de los individuos de la Primera Nación, en los Territorios de Yukon del Norte, cuyas tradiciones orales, según Julie Cruikshank (2007), revelan una «perspectiva de residencia» derivada del «intenso compromiso con el medio ambiente mantenido a lo largo de miles de años».18 Lla tierra y el agua fueron la base de la vida indígena en días anteriores, y siguen siéndolo en algunos casos en el día de hoy. Dado que la colonización extranjera muy a menudo se dio a la par con una ruptura traumática con las formas de ser precoloniales, la defensa o la recuperación del territorio supuso con mucha frecuencia algo más que una simple cuestión de supervivencia económica, sino que además estaba ligada al sueño de la revitalización, la tierra natal y el recobrar la dignidad. Al tiempo, las luchas por el territorio rara vez son perfectamente cohesivas o impulsadas exclusivamente por ideales nobles o utópicos. El dinero y los apetitos corporativos pueden entrar en la mezcla, creando disensos entre grupos nativos o enfrentando a unos con otros. Un ejemplo bien conocido es el de la prolongada y en ocasiones feroz disputa entre los Navajos y los Hopis por el territorio de Arizona que ambas tribus reclaman exacerbado por la participación de la gigante Peabody Coal Company y los lucrativos derechos de arrendamiento de minerales de por medio.
La antropóloga Francesca Merlan (2007) analiza el caso de Australia. Se detiene en el rol central que ha tomado la tierra en la movilización política aborigen durante las tres últimas décadas. Según Merlan, el privilegio de la tierra como objeto de lucha asume una especie de uniformidad del interés nativo en defensa de la tierra y el medio ambiente que revela que algunos grupos aborígenes han apoyado la minería y otros desarrollos con la esperanza de obtener empleo y oportunidades económicas. Resaltar los vínculos nativos a un territorio fijo puede además reforzar de manera involuntaria una visión predominante en Australia de los aborígenes como «no domesticados» y «salvajes» —y una visión análoga de quienes viven en las ciudades como nativos «no auténticos» y no «reales»—. La mayoría de aborígenes tienen sus hogares ahora en Sydney y en otras grandes ciudades. Sus necesidades sociales, señala Merlan, giran en torno al sistema educativo, el acceso a los servicios de salud y los buenos empleos para esas familias que no han vivido fuera de la tierra en ningún sentido tradicional durante generaciones. Merlan sugiere que el activismo político aborigen podría recalibrarse para abordar los derechos territoriales en conjunto con intereses más amplios como el bienestar social y las oportunidades económicas.
El interés por el territorio se enlaza con demandas más amplias por la soberanía. La antropóloga Valerie Lambert (2007) estudia los logros y desafíos para los Choctaw en los Estados Unidos en su búsqueda por una medida de poder tribal real sobre sus propias vidas y la tierra. Como víctimas de la violenta retirada hacia Oklahoma bajo el gobierno indio de la línea dura de Aandrew Jackson a comienzos del siglo XIX, los Choctaw se vieron devastados por la marcha de la conquista blanca. Ahora la tribu ha logrado una medida duramente ganada de prosperidad gracias a sus estaciones de gas tribales, casinos y otras iniciativas comerciales que les reportan varios cientos de millones de dólares al año mediante una marca empresarial de «capitalismo de reserva». Pero Lambert, quien a su vez es una Choctaw, también señala los límites y desafíos en esta historia de éxito nativo. La política indígena en los Eestados Unidos traza una línea estricta y, en algunos casos, arbitraria entre las tribus «reconocidas» y «no reconocidas» por el gobierno federal, donde las últimas no tienen derecho a la tierra o a la soberanía. Aun las tribus «reconocidas», como la Choctaw, ven su autoridad mucho más restringida de lo que permiten la retórica del gobierno oficial sobre la soberanía india y la autodeterminación. Llos Choctaw han sido incapaces aun de asegurar el pleno reconocimiento de los derechos al agua en los límites territoriales de su tribu. Los índices de pobreza y desempleo de los Choctaw siguen siendo superiores al promedio nacional a pesar de los recientes avances importantes (y en contraste con las asunciones erróneas sobre que la mayoría o la totalidad de las más de cuatrocientas tribus que poseen casinos en los Estados Unidos de alguna manera se han enriquecido de la noche a la mañana con el tintineante dinero de las apuestas).
Michael Brown (2007) observa que la soberanía se ha convertido en una consigna crucial en el activismo indígena en todo el mundo. Pero Brown cuestiona esta tendencia general y sus posibles consecuencias negativas para el cambio social y la justicia. Señala el peligro de la «soberanía nativa» invocado por tribus para justificar políticas discriminatorias como en la política del pueblo de Nuevo México que niega la ciudadanía tribal los hijos de las mujeres con hombres ajenos a la tribu, pero la concede a los hijos de los hombres que se casan fuera de la tribu. El hecho de que las tribus puedan estar exentas de las leyes laborales federales también aumenta la posibilidad de abusos a los derechos de los trabajadores en los casinos y otros negocios de las reservaciones. Brown sostiene además que el concepto mismo de soberanía no logra admitir las múltiples y cambiantes realidades de la movilidad nativa y la mezcla cultural; en lugar de ello se basa en la premisa engañadora de límites étnicos y territoriales estables y definidos, y de las identidades fijas y singulares. Esos supuestos pasan por alto que hay muchos no nativos viviendo en las reservaciones o en otros territorios controlados por tribus, entre otras posibles complicaciones a las visiones simples de la autonomía y la autodeterminación indígenas (Valerie Lambert señala que alrededor del 90% de quienes viven en los límites de la tribu Choctaw son no indígenas, que se han casado con miembros de la tribu o de familias blancas o afroamericanas que por largo tiempo han vivido allí). Brown nos recuerda que la idea de soberanía se deriva en primer lugar de Occidente y no de alguna filosofía política aborigen. Quizá, concluye, debería «levantar el vuelo de regreso a su lugar de origen en los tristes castillos de Europa».19
Puede ser útil pensar en la soberanía indígena como un logro político duramente ganado, y aun así como una serie de preguntas. ¿El problema es la falta de respeto por la soberanía nativa como lo sugiere la experiencia de los Choctaw? ¿O el concepto mismo está tan lleno de fallas como para ser más un obstáculo que una ayuda en las luchas indígenas por la dignidad y la justicia? ¿Qué formas alternativas de imaginación y organización políticas podrían ser dignas de tener en cuenta? El científico político de la tribu Mohawk, Taiaiake Alfred, sugiere, aunque de manera muy esquemática, inspirarse en las antiguas tradiciones indígenas que rechazaban la «autoridad absoluta», «las decisiones de ejecución coercitiva» y la separación del dominio político de otros aspectos de la vida cotidiana (2001: 27). Otros han exigido un «federalismo democrático diverso y descentralizado» que permita una autonomía y un autogobierno nativos reales, pero sin ningún rígido interés separatista (Young, 2000:253).30 Como gran parte de la indigenidad misma, el debate sobre la soberanía está ligado al contexto social y a las políticas dinámicas, y no hay una posición «desinteresada» sobre su contenido y sus límites. Las complejas, debatidas y a menudo fuertemente emotivas preguntas en juego garantizan que la soberanía seguirá aplicándose y rediseñándose en formas múltiples, tensas y en ocasiones contradictorias.
Indigenidad más allá de las fronteras
El pensamiento convencional sobre los grupos indígenas aún supone la ocupación continua y estable de un solo territorio. Lo que Donald Moore (2004) llama «la fijación etno-espacial» puede obstruir la importancia central del desarraigo y el desplazamiento en la experiencia indígena, y las vicisitudes de estar encerrados, confinados y limitados a nuevos confines poco deseables de la tierra. Los Cherokee desalojados del sureste de los Eestados Unidos a Ooklahoma en el Ssendero de las Lágrimas (Ehle, 1988); el gobierno australiano envió niños aborígenes a internados al otro lado del país para que aprendieran formas «civilizadas» (Comisión de los Derechos Humanos y la Igualdad de Oportunidades, 1997); el régimen postcolonial autoritario en Zimbabwe «reagrupó» las tribus rebeldes en nuevas poblaciones «modelo» (Moore, 2004). Aun antes, cronológicamente hablando, forastero (extranjero) era el mote colonial español para los pobladores indígenas de los Andes que habían dejado su hogar para evitar las obligaciones de pago de tributo y trabajo forzado; pero esos inmigrantes muy a menudo mantenían relaciones con su parentela rural, o aillo, y periódicamente regresaba a atender la tierra y los animales. Eesas migraciones, forzadas o voluntarias, en ocasiones lograban los fines asimilación y control para los que habían sido diseñadas, pero también podían reforzar sentimientos antagónicos de victimización y solidaridad, y hasta generar nuevas formas de indigenidad. «Lo que nos hizo un pueblo es el legado común del colonialismo y la diáspora» escribe el crítico cultural Paul Chaat Smith (1994:38) al describir cómo «Indio» se convirtió en una identidad compartida para diversas tribus nativas norteamericanas dispersas en grandes extensiones sólo después de la conquista europea.
James Clifford (2007) habla de las «diásporas indígenas». Subraya que los pueblos nativos hoy están rara vez limitados a un único lugar y que la movilidad geográfica, forzada o voluntaria, no es una característica reciente de la indigenidad. El cosmopolitismo indígena no ha hecho más que aumentar con los límites entre el «terruño» tribal y el centro urbano, en casa y lejos de ella, aquí y allá ahora se entrecruzan en todas partes por los viajes frecuentes, las visitas familiares, el correo electrónico, los mensajes de texto y las llamadas telefónicas.
«De un lado a otro de la actual gama de experiencias indígenas», dice Clifford, «las identificaciones rara vez son exclusivamente locales o introspectivas sino que, en lugar de eso, funcionan en múltiples escalas de interacción».
Como lo demuestra Louisa Schein (2007) en el caso de los Hmong/Miao, los proyectos de transnacionalidad pueden alimentar la nostalgia por las tierras perdidas. La diáspora de los Hmong/Miao se extiende desde China hasta Laos, Tailandia, Vietnam y en el extranjero hasta Norteamérica, incluyendo unos 200.000 refugiados que llegaron a California, Minnesota y a otras partes de los Estados Unidos después de la Guerra de Vietnam. Su condición de lo que Schein llama «desestatalidad crónica» y minorización está cruzado hoy por visitas recíprocas y asociaciones comerciales, remesas de dinero a familiares pobres en Asia, y otras formas de interconexión trans Pacífico. Una próspera industria de video de los Hmong/Miao produce ahora epopeyas históricas sobre el trauma de la Guerra de Vietnam y la historia más larga de la pérdida y el desplazamiento de los Hmong/Miao. Esos videos también sirven a los deseos de los inmigrantes por un pasado tradicional idealizado y los fortalece. Las imágenes folklorizadas de festivales nacionales, cerezos en flor y arroyos corriendo a borbotones, y protagonistas disfrazados representan una «creación de lugar virtual o remota» que responde a estas ansias de «continuidad cultural» y «significado fijo» (y en ocasiones complace las fantasías patriarcales masculinas sobre una feminidad de pueblo «virginal», «pura» y «leal»). Como los tibetanos, los Miao-Hmong no han acogido el discurso de la indigenidad por razones particulares. Pero Schein sostiene que aquellos con «nostalgias diaspóricas y quienes defienden la preservación de las formas de vida indígenas no están tan alejados». La identidad diaspórica, indígena o no, implica un grado de marginalidad o al menos de estar fuera del centro en relación a los Eestados dominantes. Sschein sugiere una «indisposición mundial que induce a quienes tienen los medios de representación a ofrecer recuperaciones de lo tradicional, lo intocado y lo intemporal junto a fábulas que advierten contra demasiada relación con el exterior».
Michele Bigenho (2007) explora el papel de la música en la política cultural transnacional de la indigenidad. Ella se concentra en la música andina en su viaje desde Bolivia y Perú a Tokio y de regreso a casa. Un folclorista peruano no indígena compuso el famoso y aparentemente «indígena» himno de los Andes, El Cóndor Pasa; las superestrellas estadounidenses Paul Simon y Art Garfunkel lo convirtieron en un éxito folclórico mundial en el siglo XX. Esa reproducción despertó el interés de los músicos japoneses en la música folclórica andina en estos zigzagueantes circuitos globales en los que el renovado interés en los «referentes culturales indígenas» se dio en parte «a través de una enrevesada ruta de asociaciones extranjeras». Aunque usan ponchos, chumbes (o cinturones tejidos), y otras vestimentas «indias» para sus presentaciones, la mayoría de los músicos bolivianos itinerantes que describe Bigenho no se identificarían como indígenas en casa (y ella, una estadounidense, tocó el violín en este grupo). Una combinación de esencialismo y nostalgia por su pasado «no occidental» imaginado refuerza los sentimientos japoneses de «íntima distancia» con la música andina. Bigenho cree que los variados deseos, intereses y contextos en esa circulación global de la indigenidad advierten contra el simple rechazo del fenómeno como la «mera comercialización de lo exótico». Se lamenta sin embargo de que el interés japonés en la música boliviana se mantenga en el mejor de los casos «separado» de un compromiso real con la tensa historia de pobreza, discriminación y lucha en Bolivia.
La política fronteriza de la indigenidad
Debería ser evidente que las fronteras entre las esferas indígena y no índígena son cuestión de historia y política. Pensemos en los Estados Unidos. En décadas recientes, diferentes factores han vuelto más aceptable, e incluso glamorosa y exótica, la condición de indígena. En lo que Circe Sturm llama «viraje-racial» (2002), los estadounidenses han comenzado a reclamar un patrimonio tribal en una «migración de lo blanco a lo rojo». El creciente número de quienes marcan «Indígena americano / Nativo de Alaska» en la casilla del censo es una razón para el fuerte crecimiento demográfico de los nativos estadounidenses a finales del siglo XX. ¿Son estos «viradores-raciales» poco más que «deseantes» sin ninguna reivindicación real de la identidad indígena? O, ¿el giro hacia la adopción de la autoctonía es un reflejo del reconocimiento de las genealogías nativas que generaciones anteriores negaron, de manera forzada o involuntaria, en la época del asimilacionismo? El debate en ocasiones virulento sobre estas cuestiones subraya la volatilidad del cambiante límite de la política de la pertenencia y la exclusión.
Debemos recordar también que la indigenidad funciona dentro de estructuras más grandes de etnicidad e identificación. «Las formaciones nacionales de alteridad», como las llama Claudia Briones (2007), ponen a los pueblos nativos dentro de jerarquías de color, género, generación, geografía y clase que funcionan para diferenciar los grupos entre ellos y dentro de ellos mismos. Lla estructura de la sociedad rara vez, si es que lo hace, involucra un binario perfecto entre los pueblos indígenas y los colonizadores o sus descendientes —e incluso menos dado las frecuentes líneas de tensión y separación que existen entre grupos distintos en cualquier lugar en particular—.21 Lla formación de alianzas políticas dentro de múltiples divisiones y entre ellas puede ser una tarea difícil con resultados impredecibles.
El ejemplo de la India ilustra los escollos, dilemas y variadas valencias de la movilización indígena. Aaquí la influencia del discurso global de la indigenidad ha ayudado a dar una creciente visibilidad en años recientes a la categoría de los adivasi, o pueblos tribales. Como lo muestra Amita Baviskar (2007), la nueva política de la identidad adivasi invoca aspectos de las antiguas visiones coloniales de los adivasi como pueblos de los bosques, exóticos «incivilizados» y vestidos con taparrabos (y pasa por alto que muchos adivasi ahora viven en pueblos y ciudades). La trayectoria organizativa de los adivasi también ha sido modelada por la cambiante dinámica de las castas y esquemas de clasificación del Estado moderno, así como la poderosa y en ocasiones letal violencia religiosa y el odio que enfrenta a hindúes contra musulmanes. Baviskar muestra cómo la imagen de los lazos «naturales» y «ancestrales» de los adivasi con la tierra se convirtió en un poderoso punto de encuentro en la valerosa lucha con el destructivo proyecto de construcción de una represa en el Valle Narmada. Pero también señala los senderos más problemáticos de las reivindicaciones indígenas, y, en particular, cómo los adivasis en ocasiones se han unido a los supremacistas hindúes en la política de odio y violencia masiva contra las minorías musulmanas. Baviskar se lamenta además de que trazar líneas entre los pueblos «tribales» y otros indios pobres —legado de la clasificación social colonial británica— pueda obstruir los esfuerzos de movilizar un frente más común para el cambio en la India. «No podemos asumir», recalca, «que la indigenidad es intrínsecamente una señal de subalternidad o un modo de resistencia».
La política de la indigenidad en algunos lugares de África también plantea preguntas críticas muy difíciles sobre la exclusión y la inclusión, y los peligros de un esbozo equivocado de los límites sociales. Eel colonialismo y sus estrategias de gobernanza y clasificación impusieron estrictas divisiones entre europeos y africanos y entre diferentes grupos «tribales». El infame caso del apartheid en Sudáfrica involucraba una ideología de pertenencia étnica que ligaba a grupos particulares con «tierras» o «Bantutustans» estrictamente circunscritas y parcialmente autónomas. Esta ingeniería social afrikáner limitaba la movilidad de los sudafricanos negros, los mantenía en áreas marginales, y les negaba el voto y la plena ciudadanía. El genocidio de Ruanda en 1994 señala los usos posibles más extremos y peligrosos del lenguaje de la indigenidad. Allí, los colonizadores belgas habían ayudado a promover una supuesta «hipótesis hamítica» que afirmaba que los tutsis habían emigrado a Ruanda desde el norte de África y los hutus eran los verdaderos habitantes «autóctonos» del país. La visión de los tutsis como usurpadores extranjeros fundamentó el odio de los hutus que desencadenó la matanza de varios cientos de miles de tutsis, sin que los Estados Unidos ni el resto de la comunidad internacional intervinieran para detener la violencia (Mamdani, 2002).
El antropólogo Francis Nyamnjoh (2007) analiza las reivindicaciones nativistas rivales en Botswana. Aunque su economía ha prosperado en décadas recientes, el país ha sido testigo de tensiones en aumento con los reclamos tribales encontrados de ser los ocupadores «indígenas» de la tierra. Así, la mayoría Batswana distingue entre sí mismos como «dueños de la tierra» (beng gae) con todos los derechos en relación con otras identidades tribales clasificadas como «cercanas» (Ba tswa ka) hasta los supuestamente más recientemente llegados «extranjeros» (Makwerekwere). Aquí la afirmación de ser los primeros se usa para legitimar la estratificación, la exclusión y la dominación étnica, sin importar que no tenga base histórica real de especie alguna. Los botswanas más «indígenas» por longevidad de ocupación sería los llamados «bosquímanos», más propiamente llamados BaSarwa. Estos pueblos cazadores-recolectores por tradición han habitado los desiertos del país por lo menos desde hace dos mil años. Pero los BaSarwa prácticamente carecen de voz bajo un cálculo de atraso y progreso que tiene en cuenta la «legítima propiedad» a los colonizadores agricultores. Nyamnjoh sostiene que esta forma específica de indigenidad y nativismo niega las realidades híbridas, heterogéneas y cambiantes de la experiencia en Botswana. En lugar de ello prevalecen los que llama «círculos de inclusión cada vez menores». Nymanjoh sugiere la necesidad de una «indigenidad flexible» que reconocería y hasta vería con buenos ojos las múltiples lealtadas, la movilidad geográfica y las historias entrelazadas.
Linda Tuhiwai Smith (2007) estudia la historia más promisoria de Nueva Zelanda. El modelo neoliberal thatcheresco implementado por vez primera a mediados de los años ochenta desmanteló el Estado de bienestar del país a favor de la privatización, la desregulación y la reducción de los programas gubernamentales. Tales medidas amenazaron con debilitar la organización maorí que había estado cobrando fuerza en torno a la protección de los derechos nativos acordados por el Tratado de Waitangi de 1840 y la revitalización de la lengua maorí. Pero muchos maoríes no veían con buenos ojos el antiguo Estado de bienestar con sus dimensiones de paternalismo, condescendencia e insensibilidad a las preocupaciones nativas. Como lo muestra Tuhiwai Smith, aprovecharon las «pausas» y «espacios» en el emergente orden neoliberal para fortalecer sus agendas descolonizadoras, en especial en la reforma a la educación. La nueva política estatal promovía un modelo escolar basado en el mercado, más empresarial que destacaba la «elección de escuela» y el «control parental». Los activistas nativos adoptaron esta lengua para hacer presión con éxito por la creación de escuelas Kara Kaupapa Maori, o de inmersión en lengua maorí, y otras reformas al menos parciales a un sistema educativo controlado por blancos y orientado a la asimilación cultural.
Tuhiwai Smith toma las lecciones de Nueva Zelanda para pensar en la indigenidad en la era del capitalismo global avanzado. Si se ha desarrollado un tipo de neoliberalismo cultural inquietante, se ha hecho en el tira y afloje de ideologías dominantes familiares del libre mercado y el espíritu empresarial individual y la lucha de los activistas maoríes por los derechos y reconocimiento grupales. Los regímenes neoliberales multiculturales han fomentado por sí mismos formas de subjetividad indígena colectiva en otras partes del mundo. Un ejemplo notable es el de Brasil, donde las nuevas políticas de Estado que otorgan derechos sobre la tierra a los grupos indígenas y descendientes de esclavos han dado nuevos incentivos para la identificación y la organización comunitaria. Como lo plantea la analista brasileña Evelina Dagnino, los actuales procesos políticos están marcados por «confluencias perversas» (2002) entre el neoliberalismo y el activismo por la justicia social. Lla relación entre los modos neoliberales de gubernamentalidad y el activismo indígena está sin duda profundamente mezclada y marcada al mismo tiempo por fisuras, disyunciones y confrontaciones de variado tipo. Tuhiwai Smith señala diversos obstáculos en el caso maorí, incluyendo el «desgaste» de los activistas, las tentaciones del asimilacionismo y las divisiones internas. Eella encuentra evidencia aún así en Nueva Zelanda de cómo los grupos marginados podían encontrar «aspectos de la reforma neoliberal con la que las comunidades puedieran asociarse y encontrar un asidero para cambiar la agenda».
Auto-representación indígena, colaboradores no indígenas y la política del conocimiento
Hemos escuchado las recientes advertencias sobre los peligros de la crítica cultural y la teoría postcolonial. «¿Es tarea de los intelectuales añadir ruinas frescas al campo de las ruinas?», pregunta Bruno Latour (2004:225). Debe ser lo suficientemente obvio que las sensibilidades de este libro lleven la marca de los intereses antifundacionalistas de diferentes tipos de la teoría postestructuralista y postcolonial con su sospecha sobre las alegaciones de pureza, las fronteras fijas y las narrativas singulares. Pero nuestro propósito no es desacreditar, invalidar o jugar el cansado papel del crítico omnividente que afirma ver la verdad no contaminada por la ilusión. El rastreo de las trayectorias de la indigenidad debe ser sobre su posicionamiento y no sobre la deconstrucción interminable. Nos motiva una ética del interés, el cuidado y la responsabilidad de formas de visión y organización que acojan una interconectividad situada en cualquier trabajo hacian futuros sostenibles y nuevos horizontes de esperanza (Braidotti, 2006). Una función para la academia cuidadosa y comprometida puede ser contribuir a la comprensión y el activismo que reconoce las paradojas, los límites y las posibilidades de los variados vectores de la indigenidad en lugar de caer en los tipos monológicos y vacuos de análisis esencializado y los juicios de cualquier tipo.
La base misma de la investigación, la academia y la política del conocimiento ha estado cambiando de otras formas. El activismo indígena se ha separado del antiguo monopolio de los «expertos» de fuera para explicar la «realidad» de la vida nativa. Quizá el ejemplo más publicitado de las crecientes demandas de autorrepresentación nativa haya sido el nuevo gran Museo Nacional del Indio Americano (NMAI) de la Smithsonian Institution. Como curador de este reciente museo en el paseo peatonal en Washington, D.C., Paul Chaat Smith (2007) ofrece una visión desde adentro de los retos de reunir las exposiciones a tiempo para la apertura del 2004. En el pasado, los antropólogos y otros blancos presentaban museos con sus dioramas y exposiciones sobre la vida nativa. El NMAI, curado y dirigido por nativos, refleja una economía cambiante de visibilidad, dinero y representación. Chaat Smith subraya que estos cambios ponen en juego una nueva serie de incertidumbres y dilemas —y que los intereses eran mayores en el NMAI por el presupuesto de trescientos millones de dólares y expectivas de igual magnitud—. ¿Qué pasaba con los «guardianes esencialistas indios» que podrían querer que el museo evitara las complejidades de la historia? ¿El NMAI podría desarrollar un «modelo Simpsons» para hacer el museo atractivo para los niños y al mismo tiempo para los adultos usando otras referencias, capas y dobles sentidos más sofisticados? ¿Y cómo atenderían los curadores tantas historias, lenguas e idiosincrasias que se perdieron para siempre en la tormenta de la conquista? Chaat Smith describe el producto final como una cuestión de «brillantes errores», «sueños realizados» y restricciones limitantes. La autorrepresentación, como lo muestra el NMAI, nunca es simple o clara —y aun menos cuando ese «ser» es un grupo que siempre se ha diferenciado internamente en los aspectos cultural, político y económico.
Más aún, la autorrepresentacion indígena implica amplias redes de colaboración que incluyen a personas de muchos senderos de vida, indígenas y no indígenas. Puede no ser deseable o hasta posible que intelectuales indígenas escriban o piensen la indigenidad (aun si tal opinión puede ser comprensible a la luz de la historia imperialista de silenciamiento de las voces indígenas). Chaat Smith señala que los especialistas no nativos del museo y otros hicieron contribuciones importantes al NMAI, y, de manera más amplia, la indigenidad siempre ha involucrado la enunciación, tanto conflictiva como armonizante, de las posiciones indígenas y no indígenas. Nuestro libro (De la Cadena y Starn, 2007) implica el aporte de colaboradores que escriben desde diversos puntos de vista, tanto indígenas como no indígenas y entre ambos lugares. Ddicha colaboración nunca podría —ni debería— ser homogénea en tanto involucra a personas que ocupan posiciones de sujeto con complejas diferencias, y hablar de «consenso» con mucha frecuencia equivale a un acto de poder. Aunque compartimos una educación común en los lenguajes y las epistemologías académicas, también venimos de diferentes tradiciones disciplinarias: la antropología, la geografía, la historia, la literatura y la sociología. Si hubieran participado economistas, científicos políticos o demógrafos, este proyecto habría sin duda alguna tenido otra forma. Por pesada que pueda ser en ocasiones una palabra en boga como la interdisciplinariedad, el proyecto de trabajo entre fronteras académicas establecidas y más allá de ellas sigue llena de posibilidades. La mayor promesa radica en la generación de nuevas formas de comprensión y conocimientos «indisciplinadas» en el mejor sentido de la palabra (Escobar, 2008).
Así, a la vez que reconocemos que todo el conocimiento se produce a través de amplias redes de colaboración, es vital recordar que las narrativas políticas —insertas en discursos de conocimiento universal— funcionan para hacer a algunos actores y sus prácticas más visibles que otros (Latour, 1993). Julie Cruikshank (2007) analiza la colaboración entre personas de la Primera Nación en el territorio del Yukón y arqueólogos, climatólogos, físicos y ambientalistas —y ella misma, antropóloga cultural— que surgió de la convergencia de intereses en historias y hechos sobre el derretimiento de los glaciares de las montañas Saint Elias, en Canadá. Ese trabajo, observa Cruikshank, aunque amigable, y sin duda respetuoso en todas las partes participantes, se enredó en la compleja hegemonía del conocimiento científico, aun cuando sus practicantes conocían la necesidad de, y deseaban, tener en cuenta las historias locales. Por ejemplo, en las narrativas locales Atapashkas y Tinglit, los glaciares aparecen como actores sensibles en una cosmología relacional que explica el cambio climático y los encuentros coloniales, la historia social y natural, en la misma corriente única de pensamiento. De importancia, estas narrativas, señala Cruikshank, «se realizan continuamente en situaciones de encuentros humanos: entre seres de la costa y del interior, entre visitantes coloniales y residentes, y entre científicos, administradores, ambientalistas y personas de las Primeras Naciones en la actualidad». Se incluyen en la colaboración definiciones bien intencionadas del conocimiento indígena que imaginan esas historias locales como un manojo de mitos y sabiduría transmitidos sin cambios de una generación a otra. Lla tarea de los científicos occidentales (de cualquier especie) es entonces la de «descubrir» ese conocimiento, desembrollando la «información» que contiene y así haciendo caso omiso de la narración de historias como una forma de conocimiento histórico que cambia —así como la ciencia— de acuerdo con las circunstancias. Ese tratamiento problemático de la narración de historias transforma por completo las interpretaciones actuales en «datos» culturales deshistorizados y fijos, supuestamente transmitidos por «el contenedor cultural» hasta las personas de hoy día —quienes por consiguiente pertenecen a nuestro pasado—. La colonialidad de la indigenidad, nos recuerda Cruikshank, puede ser reforzada por jerarquías de conocimiento aun en contextos aparentemente progresistas.
Al igual que Cruikshank, muchos de nosotros hemos estado involucrados también en formas de colaboración que involucran a intelectuales de la academia y de fuera de ella (e.g., De la Cadena, 2006; Tuhiwai Smith, 1999). Queremos llamar la atención sobre las profundas asimetrías que rigen dicha colaboración —que comienzan con desigualdades geográficas, económicas, raciales y de género, pero se extienden más allá, al corazón mismo de la iniciativa de producción de conocimiento—. Como escribió Talal Asad hace más de veinte años, las lenguas están permeadas estructuralmente por un poder diferenciado, y ello afecta la producción de conocimiento. «Las lenguas occidentales», escribió, «producen y despliegan conocimiento deseado con mayor prontitud que las lenguas del Tercer Mundo». Por el contrario, «el conocimiento que con más facilidad despliegan las lenguas del Tercer Mundo no es buscado por las sociedades occidentales en la misma forma, o por la misma razón» (Asad, 1986:162).
Más recientemente, Dipesh Chakrabarty ha denominado esto una condición de «ignorancia asimétrica». Habando sobre su disciplina, la historia, escribe: «Los historiadores del tercer mundo sienten la necesidad de remitirse a las obras de la historia europea; los historiadores europeos no sienten necesidad alguna de corresponder a esa actitud» (Chakrabarty, 2000:28). Puede aplicarse la analogía a casi cualquier otra disciplina, incluida la antropología obviamente. Las coincidencias ideológicas, si bien son útiles en las alianzas políticas, no alteran las asimetrías estructurales e históricas que organizan las iniciativas de colaboración entre «europeos» y «no europeos» en un sentido amplio. Las imágenes de una participación igual y homogénea en alianzas de colaboración en investigación, por tranquilizadoras que sean, son difíciles de lograr y en la mayoría de los casos no pasan de ser una ilusión académica bien intencionada. Una colaboración que quiera deshacer instituciones y jerarquías epistémicas preexistentes, incluyendo las que tienen que ver con esferas de conocimiento y sus lenguajes occidentales y no occidentales históricamente separados requiere más que la buena disposición individual de colaborar; requiere una conciencia de la hegemonía de la epistemología, y la necesidad de cuestionarla cuando menos, para crear aperturas para el surgimiento de nuevos vocabularios co-laborados. Ttambién demanda una negociación multidireccional continua, así como el reconocimiento y la inspección de los conflictos que dan lugar a tal negociación. Para terminar, si bien esto debería ser también el punto de partida, la colaboración también exige aceptar que los complejos enredos del poder siempre estructurarán la relacion —aunque, por supuesto, los entresijos variarán continuamente de formas y conexiones—. En todos ellos puede radicar la posibilidad de una forma diferente de trabajo, que podría producir nuevas visiones de la realidad, nuevos conceptos surgidos de esas visiones —en el que «nuevo» no significa «avance», sino movimiento en cualquier dirección, diferente—. Ese trabajo buscaría cambiar la producción de conocimiento, por ejemplo, realizando un género híbrido que fuera a la vez académico y no académico, local y universal, y comprometido con la borrar las diferencias entre esas esferas a la vez que interviene en todas ellas.
Agradecimientos. Este artículo reproduce, con algunas modificaciones, la introducción del libro editado por los autores, titulado Indigenous Experience Today (New York: Berg 2007). Nos sentimos profundamente agradecidos por los exhaustivos y reveladores comentarios de Claudia Briones, Arturo Escobar, Richard Fox, Charles Hale, Donald Moore, Ben Orlove, Eduardo Restrepo y Randolph Starn sobre borradores anteriores a esta introducción. Kristina Lyons, estudiante de antropología de la Universidad de California, Davis, compartió su interpretación sobre este libro, tradujo algunos capítulos del español y nos ayudó a poner este manuscrito en orden. Dos lectores anónimos de la Fundación Wenner-Gren también nos hicieron aportes útiles. Ya Chung-Chuang, Valerie Lambert, Francesca Merlan y Linda Rupert hicieron importantes sugerencias; al igual que miembros del seminario del Franklin Humanities Institute «Diáspora e indigenidad», en Duke University. También debemos agradecer a nuestros colegas del simposio la «Experiencia indígena hoy» en Rivarotta di Pasiano, Italia, del 18 al 25 de marzo, del 2005. La responsabilidad por los argumentos y cualquier error en que pudiéramos haber incurrido son nuestros por completo.
1 Este artículo es product de las investigaciones realizadas por los autores sobre etnicidad, identidad e indigeneidad en Latinoamérica.
2 Ph.D. Anthropology, University of Wisconsin-Madison.
3 Department of Anthropology.
4 Ph.D. Stanford University.
5 Cultural Anthropology Department.
6 Starn (2004) explora el brutal exterminio de una sociedad nativa, los Yahi de California, y la historia del último sobreviviente, Ishi.
7 Véase el sitio web de Survival International (www.survival-international.org) para tener mayor información sobre estas cifras. Por supuesto, el cálculo de cualquier total depende en gran medida de la espinosa cuestión sobre quién debería contarse como «indígena» en primer lugar, interrogante que abordaremos en este artículo y en nuestro libro (De la Cadena y Starn, 2007).
8 Otros Kaktovikmiut se oponen a la perforación petrolera en el Refugio Nacional del Ártico para la Vida Silvestre (ANWR).
9 Véase el Diccionario de Inglés Oxford (s.f.) en la entrada “indigenous”.
10 La cita de Frazer aparece en Stocking 1995.
11 Estas poblaciones fueron consideradas «indígenas» tras su ocupación del país antes de la época «de la conquista o la colonización» (Thornberry, 2003).
12 Véase la Oficina del Alto Comisionado de los Derechos Humanos 1989.
13 Véase BBC World 2006.
114 El escritor dijo: «Es muy interesante que un indio sin resentimientos, sin complejos, sin rencores ocupe la presidencia [de Perú]». Entrevista de Joaquín Ibarz, Diario La Vanguardia, Barcelona, 6 de abril, 2001.
15 Stoll (1999) acusó a Menchú de haber inventado parte de su historia; para una amplia variedad de opiniones sobre la controversia, véase Arias (2001).
16 Véase también García Linera (2006).
17 De la Cadena (2000) explora la política de la indigenidad, la raza y la cultura en la región de Cuzco en Perú; Starn (1999) hace lo mismo en el contexto del norte del Perú.
18 Cruikshank toma la frase «perspectiva de residencia» de la obra de Timothy Ingold (2000).
19 Sheehan (2006) ofrece un útil compendio de la cuestión de la soberanía en la historia europea.
20 Agradecemos a Michael Brown por las citas aquí hechas; él discute más ampliamente la obra de Alfred y Young (Brown 2007).
21 Sólo hasta hace poco los académicos comenzaron a analizar las formas entremezcladas de discriminación y conexión íntima entre afroamericanos, indios y blancos en los Estados Unidos (Brooks, 2002). Nuevos trabajos sobre las relaciones en ocasiones tensas entre los inmigrantes chinos y sikh y los aborígenes ha añadido otro grado de complejidad a las formas de narrar la historia australiana simplemente como un asunto de la conquista blanca (De Lepervanche, 1984; Reynolds, 2003).
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