Aprender a vivir sin maestros. Slavoj Žižek en diálogo con Óscar Guardiola Rivera

Learn To Live Without Masters: Slavoj Sizek In Dialogue With Oscar Guardiola-Rivera

Aprender a viver sem mestres. Slavoj Sizek em diálogo com Óscar Guardiola Rivera

Oscar Guardiola-Rivera1, Slavoj Žižek 2

University of London, Birkbeck College, UK o.guardiola-rivera@bbk.ac.uk

University of London Birbeck College, UK slavoj.zizek@guest.arnes.si


Resumen:

Parte de un extenso diálogo y debate aún en progreso, este fragmento se concentra en tres temas: el equilibrio catastrófico entre democracia y crisis, la relación entre la filosofía y la situación presente, y el futuro de la política radical en el mundo actual. Estos temas son analizados desde los puntos de vista diversos pero relacionados de ambos pensadores, en conexión con los logros y retos de la transformación política en América Latina, y con una ambición común: recuperar el papel del pensamiento y la verdad del anti-intelectualismo que caracteriza la vida política y académica actual, y explorar las posibles consecuencias de dicha recuperación o distinción a la luz de la actividad de quienes continúan luchando en forma disciplinada y responsable por un futuro Nuevo, no ligado a las posibilidades disponibles en la situación de hoy.

Palabras clave: gran Otro, corelación Ser-Pensar, democracia, crisis, violencia transgresiva, significante maestro, rebeldía y método, poéticas de resistencia, separación y sustracción, colectivos entre los pobres, auto-abolición.


Abstract:

Part of an extensive dialogue and debate still in progress, this fragment concentrates on three topics: the catastrophic equilibrium between democracy and crisis, the relationship between philosophy and the current situation, and the future of radical politics in the current world. These topics are analyzed from the diverging yet related points of views of both thinkers, in connection with the achievements and challenges of political transformation in Latin America, and with a common ambition: to recuperate the role of thought and the truth about anti-intellectualism that characterizes current political life and academia, and exploring the possible consequences of said recuperation or distinction in light of the activity of those that continue to fight, in a disciplined and responsible way, for a New future, not connected to the available possibilities in the current situation.

Key words: big Other, relationship Being-Thinking, democracy, crisis. transgressive violence, significant master, rebelliousness and method, poetics of resistance, separation and removal, groups among the poor, auto-abolition.


Resumo:

A partir de um extenso diálogo e debate, ainda em desenvolvimento, este fragmento concentra-se em três temas: o equilíbrio catastrófico entre democracia e crise, a relação entre filosofia e a situação do presente, e o futuro da política radical no mundo atual. Esses temas são analisados a partir de diversos pontos de vista, embora relacionados, de ambos os pensadores, na conexão com os logros e desafios da transformação política na América Latina. Além disso, os temas expõem uma ambição comum: recuperar o papel do pensamento e da verdade do anti-intelectualismo que caracteriza a vida política e acadêmica do presente, e explorar as possíveis conseqüências dessa recuperação ou distinção à luz da atividade daqueles que continuam lutando de forma disciplinada e responsável por um Novo futuro, que não esteja ligado às possibilidades disponíveis na situação atual.

Palavras chave: Grande outro, co-relação Ser-pensar, democracia, crise, violência transgressiva, mestre significante, rebeldia e método, poéticas de resistência, separação e subtração, coletivos entre os pobres, auto-abolição.


1. Deshacerse del Gran Otro

OGR: Sus críticos preguntan a menudo: «¿existe un punto, un proyecto político y filosófico detrás de la miscelánea producción y el exótico desempeño?» Creo que la mejor respuesta sería dejarlos en la duda, medio perdidos, medio adivinando, medio envidiosos y medio llenos de odio. Parece que lo disfrutaran. Y sin embargo, también sería posible aventurar una simple respuesta: «el punto es la destitución del Gran Otro». En filosofía, esto significaría hacer énfasis en la brecha que separa el pensamiento del ser, cogito del sum, y así, socavar la ilusión de que están superpuestos apuntando a una fisura en la aparente homogeneidad del pensar-ser. Y luego, poner el énfasis en la intersección negativa entre el ser y el pensamiento: que yo (el cogito cartesiano) no soy una sustancia, sino un vacío en el orden del ser (no soy) y que la moderna ciencia matematizada no piensa en el sentido de que explota la ontología tradicional del pensamiento como correlativa al ser. En política y economía, esto significa que no podemos trabajar bajo el supuesto de que la producción y la soberanía democrática son una especie de reino autosuficiente, desarrollando sus recurrentes crisis con el anuncio de amenazas y catástrofes que deben purgarse, quizás en un momento de violencia transgresora que aprovecha el conflicto interno y lo dirige contra un chivo expiatorio, con el fin de producir catarsis entre las personas —un retorno a la normalidad y demás. Entendido de esa manera, como «normalidad» mantenida sobre y contra la amenaza de algún enemigo interno o externo (purgado en un momento de excepción), la «democracia» parece el Gran Otro mayoritario que debe darnos (a las personas) la autoridad de comportarnos como masa. No es muy democrático, ¿verdad?

SZ: Sí. Ya Jacques-Alain Miller había elaborado la idea de que la democracia implica una especie de destitución del gran Otro, haciendo referencia directa a Claude Lefort:

«¿Es la “democracia” un significante maestro? Sin duda alguna. Es el significante maestro que dice que no hay significante maestro, al menos no un significante maestro que fuera el único de su especie, que cada significante maestro debe insertarse inteligentemente entre otros. La democracia es la gran S de la A barrada de Lacan, que dice: yo soy el significante del hecho de que Otro tiene un agujero, o de que no existe».

Por supuesto, Miller sabe que cada significante maestro da testimonio del hecho de que no hay significante maestro, ni Otro del Otro, de que hay una carencia en el Otro, etc. —la brecha misma entre S1 y S2 sucede por esta carencia (como con Dios en Spinoza, el Significante Maestro por definición completa la brecha en la serie de significantes «ordinarios»). La diferencia es que, con la democracia, esta carencia se inscribe directamente en el edificio social, está institucionalizada en una serie de procedimientos y regulaciones— no es de extrañar, entonces, que Miller cite favorablemente a Marcel Gauchet sobre cómo, en la democracia, la verdad sólo se ofrece «en división y descomposición». ¿Es esto, sin embargo, todo lo que hay por decir aquí?

Permítame recordar la antigua defensa que Karl Kautsky hacía de la democracia multipartidista: Kautsky concebía la victoria del socialismo como la victoria parlamentaria del partido socialdemócrata, e incluso sugirió que la forma política apropiada del paso del capitalismo al socialismo es la coalición parlamentaria de los partidos burgueses y socialistas progresistas. (Uno se siente tentado a traer esta lógica al extremo y sugieren que, para Kautsky, la única revolución aceptable tendría lugar después de un referendo en el cual lo aprobaran al menos el 51% de los votantes). En sus escritos de 1917, Lenin guardó su ironía más cruel para quienes participan en la interminable búsqueda de algún tipo de «garantía» para la revolución; esta garantía asume dos formas principales: o la noción reificada de la Necesidad social (no se debería atrever a la revolución demasiado prematuramente; debe esperarse el momento preciso, cuando la situación esté «madura» en lo que respecta a las leyes del desarrollo histórico: «es demasiado pronto para la revolución Socialista, la clase obrera aún no está madura») o la legitimidad («democrática») normativa («la mayoría de la población no está de nuestro lado, de modo que la revolución no sería verdaderamente democrática») —como Lenin lo plantea en repetidas ocasiones, es como si, antes de que el agente revolucionario se arriesgue a atacar el poder estatal, debiera conseguir autorización de alguna figura del gran Otro (organizar un referendo que constatara que la mayoría apoya la revolución). Con Lenin, como con Lacan, el punto es que una revolución sólo se autoriza a sí misma (ne s’autorise que d’elle-meme): debe asumirse el acto revolucionario no cubierto por el gran Otro— el temor de tomarse el poder «prematuramente», la búsqueda de la garantía, es el miedo al abismo del acto.

La democracia es así no sólo la «institucionalización de la carencia en el Otro». Al institucionalizar la carencia, la neutraliza —la normaliza—, de modo que la inexistencia del gran Otro (el «no hay gran Otro» —il n’y a pas de grand Autre— de Lacan) se suspende de nuevo: el gran Otro está aquí de nuevo bajo el disfraz de la legitimación/autorización democrática de nuestros actos —en una democracia, mis actos están «cubiertos» como los actos legítimos que ejecutan la voluntad de la mayoría. En contraste con esta lógica, el rol de las fuerzas emancipadoras no tiene que «reflejar» pasivamente la opinión de la mayoría, sino crear una mayoría nueva.

2. No unidos sino separados

OGR: Esta problematización de la democracia nos obliga además a hablar de la relación entre el llamado intelectual público, por ejemplo, el filósofo que se pone del lado de quienes buscan la emancipación, y del pueblo. De un lado, existe una idea de que si el filósofo toma partido deja de ser riguroso. Del otro, está la suposición de que el juicio del pueblo —concebido como la mayoría— es la última palabra. Hoy en día, muchos «Ejecutivos fuertes» alrededor del mundo parecen sacar partido de su poder para comunicarse directamente con el «Un pueblo», estableciendo por la verdad total como la verdad del todo, y desestiman mediaciones legales y políticas y declaraciones parciales y objetos de preocupación, el trabajo de los intelectuales, los filósofos, por ejemplo —que reconocen que sólo puede decirse a medias la verdad—, en cuanto abstracta, meramente teórica, o de otro modo, no lo suficientemente científica o rigurosa (al carecer de números, gráficos y datos). Para hablar de su caso en particular: muchos de quienes se llaman sus «amigos» demandan que escriba «más rigurosamente», recuerdo a uno de ellos diciendo: «más geométrico». Sin embargo, parece que parte de lo que hace tan desestabilizadora su intervención es precisamente su rechazo a jugar el rol del académico del sistema. Un poco a la manera de los Cínicos de la antigua Grecia, que no eran tan griegos, y cuyo objetivo político y panorama filosófico no era menos sólido y riguroso que el de otros post-socráticos, como los estoicos o el mismo Aristóteles. Según sabemos, los últimos con frecuencia terminaban haciendo de tutores de emperadores, convirtiéndose ellos mismos en emperadores o, en cualquier caso, cercanos al poder, mientras que no tenemos noticia de que ninguno de los Cínicos se sentara cómodamente con quienes estaban en el poder. Si es así, quizá haya alguna verdad política en el rechazo a jugar las reglas del actual establecimiento académico, comprometida resonancia con el poder y el impulso autorrevolucionario del capitalismo moderno/colonial, el nomadismo, el relativismo o el pragmatismo interminables, y en la integración del «exceso» a lo normal, sin dejar de ser estrictamente «rigurosos». En cambio, su intervención parece situar al filósofo en el lugar del analista, separando lo que en el eslabón social aparece unido y relacionado. ¿No es esta, precisamente, la posición de la rebelión y la revolución, el separar, incluso haciendo añicos los enlaces y las relaciones que caracterizan la actual situación?

SZ: Al vernos confrontados con situaciones históricas complejas, nuestra tarea es no unir la pluralidad empírica, sino reducir la complejidad a su mínima diferencia subyacente. Nuestra experiencia inmediata de una situación en nuestra realidad es la de una multitud de elementos particulares que coexisten —digamos que una sociedad está compuesta de una multitud de estratos o grupos, y que la tarea de la democracia se percibe como el hacer posible una coexistencia llevadera de todos los elementos: todas las voces deben ser oídas, sus intereses y demandas tenidas en cuenta. La tarea de la política emancipatoria radical es, por el contrario, la de «sustraer» de esta multiplicidad la tensión antagonista subyacente (de inmediato vemos qué tan lejos estamos de la crítica en boga de la «lógica binaria»: la tarea es precisamente reducir la multiplicidad a su «mínima diferencia»). Es decir, en la multiplicidad de los elementos, de las partes, debemos aislar la «parte de ninguna parte», la parte de quienes, aunque están formalmente incluidos en el «plató» de la sociedad, no tienen un lugar en ella. Este elemento es el punto sintomático de la universalidad: aunque pertenece a su campo, socava su principio universal. Lo que eso significa es que en él, la diferencia específica se superpone a la diferencia universal: esta parte no sólo se diferencia de otros elementos particulares de la sociedad dentro de la unidad universal integral, también es una tensión antagónica con la noción/ principio mismo universal predominante. Es como si la sociedad tuviera que incluir, contar como una de sus partes, un elemento que niega la misma universalidad que lo define. La política emancipatoria siempre se centra en esa «parte de ninguna parte»: los inmigrantes que están «aquí pero no son de aquí», quienes viven en zonas deprimidas que formalmente son ciudadanos, pero han sido excluidos del derecho público y el orden político, etc. De esa manera, reduce la complejidad del múltiple cuerpo social a la «diferencia mínima» entre el principio social universal rector o predominante y aquellos cuya existencia misma socava este principio.

El 11 de septiembre de 2001, se atacó las Torres Gemelas; doce años antes, el 9 de noviembre de 1989, cayó el Muro de Berlín. El 9 de noviembre anunció los «felices 90», el sueño de Francis Fukuyama sobre el «fin de la historia», la creencia de que la democracia liberal había, en principio, ganado, de que la búsqueda había terminado, de que el advenimiento de una comunidad mundial liberal y global se encontraba a la vuelta de la esquina, que los obstáculos de este ultra hollywoodense final feliz son meramente empíricos y contingentes (los reductos locales de resistencia cuyos líderes aún no entendían que su tiempo se había terminado). En contraste con eso, el 9/11 es el principal símbolo del final de los felices 90 clintonianos, de la época venidera en la que surgen nuevos muros por doquier, entre Israel y Cisjordania, alrededor de la Unión Europea, en la frontera entre los Estados Unidos y México.

Entonces, ¿qué pasa si la nueva posición proletaria es la de los habitantes de los barrios pobres en las nuevas megalópolis? El explosivo crecimiento de los cordones de miseria en las últimas décadas, especialmente en las grandes ciudades del Tercer Mundo desde Ciudad de México y otras capitales latinoamericanas hasta África (Lagos, Chad) hasta la India, China, Filipinas e Indonesia, es quizá el acontecimiento geopolítico crucial de nuestros tiempos. El caso de Lagos, el mayor nodo en el corredor de barriadas pobres de 70 millones de personas, que se extiende desde Abiyán hasta Ibadán, sirve de ejemplo: según las mismas fuentes oficiales, unos dos tercios del territorio total del Estado de Lagos, 3.577 kilómetros cuadrados podría clasificarse como barrios pobres o cordones de miseria; nadie sabe cuál es la densidad de la población —oficialmente es 6 millones, pero la mayoría de expertos la estiman en 10 millones. Por eso, en algún momento muy cercano (o tal vez, dada la imprecisión de los censos del Tercer Mundo, ya ha pasado), la población urbana de la tierra superará la población rural, y dado que los habitantes de los barrios deprimidos conformarán la mayoría de la población urbana, en modo alguno estamos tratando con un fenómeno marginal. De ese modo estamos presenciando el rápido crecimiento de la población por fuera del control del Estado, viviendo en condiciones medio al margen de la ley, en una necesidad terrible de formas mínimas de autoorganización. Aunque su población se compone de obreros marginados, funcionarios públicos redundantes y antiguos campesinos, no son un simple excedente redundante: se incorporan a la economía global de numerosas formas, muchas de ellas trabajando como trabajadores informales o empresarios independientes, sin adecuado cubrimiento en salud o seguridad social. (La principal causa del crecimiento de esta población es la inclusión de los países del Tercer Mundo en la economía global, con la destrucción de la agricultura local por las importaciones de alimentos baratos provenientes de los países del Primer Mundo). Ellos son el verdadero «síntoma» de los lemas publicitarios como «Desarrollo», «Modernización» y «Mercado Mundial»: no son un desafortunado accidente, sino un producto necesario de la lógica más íntima del capitalismo global.

No es de extrañar que la forma hegemónica de la ideología en las zonas deprimidas sea el Cristianismo Pentecostal, con su mezcla de fundamentalismo carismático, orientado a los milagros y a los espectáculos, y los programas sociales como las cocinas comunitarias y el cuidad de niños y ancianos. Aunque, por supuesto, uno debería resistirse a caer en la fácil tentación de elevar e idealizar a los habitantes de la barriada convirtiéndolos en una nueva clase revolucionaria, debería sin embargo, en términos de Badiou, percibirse estos cordones de miseria como unos de los pocos «sitios eventuales» de la sociedad actual —los habitantes de los barrios pobres son literalmente un variado grupo de quienes son «parte de ninguna parte», el elemento «supernumerario» de la sociedad, excluidos de los beneficios de la ciudadanía, los desarraigados y desposeídos, quienes efectivamente «no tienen nada que perder excepto sus cadenas». Es en efecto sorprendente cuántos rasgos de los habitantes marginales encajan en la buena determinación marxista del sujeto proletario revolucionario: son «libres» en el doble sentido de la palabra, aún más que el proletariado clásico («liberados» de todos los lazos sustanciales; viviendo en un espacio libre, por fuera de las regulaciones policiales del Estado); son un gran colectivo, puesto junto a la fuerza, «arrojado» a una situación en la que deben inventar algún modo de estar-juntos, y simultáneamente privado de cualquier apoyo en las formas de vida tradicionales, en las formas de vida religiosas o étnicas heredadas.

Por supuesto, hay un quiebre crucial entre los habitantes marginales y la clase obrera clásica del marxismo: mientras que los últimos se definen en los términos precisos de «explotación» económica (la apropiación de la plusvalía generada por la situación de tener que vender la mano de obra como una mercancía en el mercado), la característica que define a los habitantes de los barrios marginales es sociopolítica, tiene que ver con su (no) integración al espacio legal de la ciudadanía con (la mayoría de) de los derechos que les corresponden —para poner en términos más o menos simplificados, mucho más que un refugiado, un habitante de barrio marginal es un homo sacer, los «muertos vivientes» sistemáticamente generados por el capitalismo global. Es una especie de negativo del refugiado: un refugiado de su propia comunidad, a quien el poder no está tratando de controlar concentrándolo, donde (para el inolvidable juego de palabras del Ser o no ser de Ernst Lubitch) quienes están en el poder concentran mientras los refugiados acampan, pero empujados al espacio de lo fuera de control; en contraste con las microprácticas foucaultianas de la disciplina, un habitante marginal es aquel respecto a quien el poder renuncia su derecho a ejercer pleno control y disciplina, encontrando más apropiada dejarlo habitar en la tierra de nadie de los barrios marginales.

Lo que se encuentra en los «barrios bajos realmente existentes» es, por supuesto, una mezcla de modos improvisados de vida social, desde los grupos religiosos «fundamentalistas» cuya cohesión la mantienen un líder carismático y las bandas de delincuentes hasta el germen de una nueva solidaridad «socialista». Los habitantes de barriada son la anticlase de la otra nueva clase emergente, llamada la «clase simbólica» (gerentes, periodistas y relacionistas públicos, académicos, artistas, etc.), que también está desarraigada y se percibe como directamente universal (un académico neoyorquino tiene más en común con un académico esloveno que con los negros de Harlem a un kilómetro de sus campamentos). ¿Es este el nuevo eje de la lucha de clases, o es la «clase simbólica» por naturaleza dividida, de modo que puede hacerse la apuesta emancipatoria por la coalición entre los pobladores de barrios marginales y la parte «progresiva» de la clase simbólica? Lo que debemos buscar son los signos de las nuevas formas de conciencia social que surgirán de los colectivos de barriada: ellos serán las semillas del futuro.

3. División y política radical en el mundo actual

OGR: Lo que se sugiere es que la tarea de la política radical en la actualidad no es de síntesis (la síntesis popular, la síntesis cosmopolítica), en una frase, construir un «mundo» capaz de incluir a la «humanidad» entera (en realidad, el capitalismo ya lo hace) sino que, lo plantean pensadores como Agamben o Costas Douzinas, en Europa, y a Enrique Dussel y Pheng Cheah, en otros lugares, separar y distinguir: a la gente en estado de rebelión del Estado- nación en estado de excepción, la ley y la violencia surgida del miedo de la negación de la violencia sin temerla, la globalización de la liberación nacional o post-nacional. No más poética de la resistencia, como lo han señalado Bruno Bosteels y Peter Hallward, tomando prestado de unos cuantos autores caribeños y latinoamericanos, o como lo he dicho en mi libro Being Against the World, no más «Zonas autónomas provisionales», sino más bien, el método de la rebelión.

SZ: De un lado, los teóricos ignoran por regla general el complejo conjunto de mitos, creencias y prácticas populares que constituyen la ideología real de la gente común, su «método», como usted lo plantea. En su análisis del escenario latinoamericano, se juntan estas dos dimensiones, y el resultado de su cortocircuito es una explosión devastadora de la que nunca podrá recuperarse la teoría de la ideología y recobrar su placentera tranquilidad. De otro lado, Peter (Hallward) tenía razón al señalar que no es suficiente la poética de la «resistencia», de la movilidad nomádica desterritorializada, de la creación de líneas de fuga (lignes de fuite), de nunca estar donde se espera que uno esté; ya es hora de comenzar a crear lo que uno se siente tentado a llamar territorios liberados, los espacios sociales bien definidos y delineados en los que está suspendido el reinado del Sistema: una comunidad religiosa o artística, una organización política y otras formas de un «lugar propio». Eso es lo que hace tan interesantes los barrios pobres: su carácter territorial. Aunque la sociedad se caracteriza a menudo como la sociedad del control total, los barrios marginales son territorios que se encuentran en los límites de un Estado de los cuales el Estado (al menos en parte) retiró el control, territories que funcionan como manchas blancas, vacíos, en el mapa oficial del territorio de un Estado. Aunque de facto están incluidos en un Estado por los eslabones del mercado negro, el crimen organizado, los grupos religiosos, etc., el control estatal está no obstante suspendido allí, son dominios por fuera del dominio de la ley. En el mapa del Berlín de la époxa de la ahora difunta RDA, el área de Berlín Occidental se dejó vacía, un raro hueco en la estructura detallada de la gran ciudad; cuando Christa Wolf, la reconocida escritora medio disidente de Alemania Oriental, llevó a su pequeña hija a la alta torre de televisión de Berlín Oriental, desde la cual se tenía una buena vista de la prohibida Berlín Occidental, la pequeña gritó alegremente: «Mira, mamá, no está blanco allí, hay casas con personas como aquí!» —como si descubriera una zona prohibida marginal...

Es por eso que las masas «desestructuradas», pobres y despojadas de todo, situadas en un entorno urbano no proletarizado, constituyen uno de los principales horizontes de la política que nos espera. Estas masas, por consiguiente, son un factor importante del fenómeno de la globalización. La verdadera globalización, hoy en día, se hallaría en la organización de estas masas —a escala mundial, de ser posible— cuyas condiciones de existencia son en esencia las mismas? Quien viva en los banlieues de Bamako o Shanghai no es en esencia diferente de alguien que viva en los arrabales de París o en los guetos de Chicago. Efectivamente, si la principal tarea de la política emancipatoria del siglo XIX era romper el monopolio de los liberales burgueses por medio de la politización de la clase obrera, y si la tarea del siglo XX era despertar políticamente a la inmensa población rural de Asia y África, la principal tarea del siglo XXI es politizar —organizar y disciplinar— las «masas desestructuradas» de moradores de barrios marginales.

El mayor logro de Hugo Chávez en los primeros años de su primer mandato fue precisamente la politización (la inclusión en la vida política, la movilización social) de los habitantes de barriadas; en otros países, en su mayoría persisten en una inercia apolítica. Fue esta movilización política de los habitantes de los barrios pobres lo que lo salvó contra el golpe patrocinado por los Estados Unidos: para sorpresa de todos, incluido Chávez, los habitantes de los barrios marginales descendieron en masa al acomodado centro de la ciudad, inclinando el equilibrio de fuerzas en beneficio suyo.

La dirección en la que Chávez se embarcó desde el 2006 es opuesto exacto del mantra de la izquierda postmoderna sobre la desterritorialización, rechazo de la política estatista, etc.: lejos de «resistirse al poder estatal», él echó mano del poder (primero con un intento de golpe, luego por la vía democrática), usando implacablemente los aparatos y las intervenciones estatales para promover sus metas; además, está militarizando las favelas, organizando la formación de unidades armadas allí. Y, el máximo susto: ahora que siente los efectos económicos de la «resistancia» a su dominio del capital (desabastecimientos temporales de algunos productos en los supermercados subsidiados por el Estado), ¡anuncia la constitución de su propio partido político! Aun algunos de sus aliados se muestran escépticos ante esta movida: ¿señala el retorno a la política de normalizada de partido-Estado? Sin embargo, debe avalarse completamente esta riesgosa elección: la tarea es hacer que este partido funcione no como un partido ordinario (populista o liberal-parlamentario), sino como un foco para la movilización política de nuevas formas de política (como los comités de comunidades de base en barrios pobres). Entonces, ¿qué le diríamos a alguien como Chávez: «No, no se apropie del poder, solo sustráigase, deje las leyes de la situación del /Estado/ aún vigentes»? Chávez se descalifica a menudo tildándolo de comediante bufonesco —pero esa sustracción no lo reduciría realmente a una nueva versión del subcomandante Marcos del movimiento Zapatista en México, a quien muchos izquierdistas llaman ahora, con justicia, «Subcomediante Marcos»? Hoy en días, son los grandes capitalistas, desde Bill Gates hasta los contaminantes ecológicos, quienes «resisten» al Estado…

Es aquí donde cobra todo su peso el pasaje materialista-dialéctico de los Dos a Tres: el axioma de la política comunista no es simplemente la «lucha de clases» dualista, sino, más precisamente, el Tercer momento como la sustracción desde los Dos de la política hegemónica. Es decir, el campo ideológico hegemónico nos impone un campo de visibilidad (ideológica) con su propia «contradicción principal» (hoy en día, es la oposición de la democracia de la libertad de mercado y el totalitarismo terrorista fundamentalista - «Islamo-Fascismo», etc.), y lo primero que hay que hacer es rechazar (sustraer de) esta oposición, percibirla como una falsa oposición destinada a oscurecer la verdadera línea de la división. La fórmula de Lacan para este redoble es 1+1+a: el antagonismo «oficial» (los Dos) se complementa siempre con un «residuo indivisible» que indica su dimensión excluida. En otros términos, el verdadero antagonismo siempre es reflexivo, es el antagonismo entre el antagonismo «oficial» y lo que es excluido por él (es por eso que, en la matemática de Lacan, 1+1=3). Hoy en día, por ejemplo, el verdadero antagonismo no es el que se da entre el multiculturalismo liberal y el fundamentalismo, sino entre el campo mismo de su oposición y el Tercero excluido (la política radical emancipatoria).

Esta, entonces, es la sustracción que debe hacerse: la sustracción del campo hegemónico que, simultáneamente, violentamente interviene en este campo, reduciéndolo a su diferencia mínima ocluida. Dicha sustracción es extremadamente violenta, aún más violenta que la destrucción/purificación: es la reducción a la mínima diferencia, a la diferencia de la(s) parte(s) /no parte, 1 y 0, los grupos y el proletariado. No es sólo una sustracción del sujeto del campo hegemónico, sino una sustracción que afecta de manera violenta este campo mismo, dejando al descubierto sus verdaderas coordenadas. Tal sustracción no añade una tercera posición a las dos posiciones, cuya tensión caracteriza el campo hegemónico (de modo que ahora tenemos, en la parte superior del liberalismo y el fundamentalismo, también la política emancipatoria radical izquierdista); este tercer término en cambio «desnaturaliza» todo el campo hegemónico, sacando a relucir la complicidad subyacente de los polos opuestos que lo constituyen.

Tomemos la historia de Romeo y Julieta de Shakespeare: la oposición hegemónica es la que existe entre los Montesco y los Capuleto —es la oposición en el orden positivo del Ser, un estúpido problema de pertenecer a un clan familiar, uno u otro, específico. Convertir este problema en una «mínima diferencia», subordinar todas las demás elecciones a esta como la única opción que en realidad importa, es una jugada errada. El gesto de Romeo y Julieta en relación con esta oposición hegemónica es precisamente la de la sustracción: su amor los singulariza, se sustraen de su control, constituyendo su propio espacio de amor que, en el momento en que se practica como matrimonio, y no simplemente como un romance secreto trasgresor, perturba la oposición hegemónica. (Lo crucial que debe anotarse aquí es que dicho gesto sustractor en nombre del amor «funciona» únicamente en relación con las diferencias «sustantivas» de dominios particulares (étnicos, religiosos), no en relación con la diferencia de clase: ésta es «no sustractiva», no es posible sustraerse de ella porque no es una diferencia entre regiones específicas del ser social, sino que impacta todo el espacio social. Al afrontar una diferencia de clase, hay sólo dos soluciones para el vínculo amoroso, i.e., la pareja tiene que tomar posición: bien sea que el consorte de clase inferior sea amablemente aceptado en la clase superior, o que el cónyuge de la clase más alta renuncie a su clase en un gesto de solidaridad política con la clase más baja).

Uno de los nombres de esta sustracción es la «dictadura del proletariado». «Dictadura» designa el rol hegemónico en el espacio político, y «proletariado» a quienes están «desencajados» en el espacio social, la «parte de ninguna parte» que carece de un lugar apropiado en él. Es por eso que el rechazo demasiado ligero del proletariado como la «clase universal» no comprende lo principal: el proletariado no es la «clase universal» en el mismo sentido en que, para Hegel, la burocracia estatal es la «clase universal», en representación directa del interés universal de la sociedad (en contraste con otras «situaciones sociales» que defienden sus intereses particulares). Lo que califica el proletariado para esta posición es en últimas una característica negativa: todas las demás clases son (potencialmente) capaces de alcanzar el estatus de la «clase dominante», mientras que el proletariado no puede lograr esto sin abolirse como clase —o, como lo plantea Bulent Somay:

«lo que convierte a la clase obrera en una agencia y le da una misión no es ni su pobreza ni su organización militante y pseudo militar ni su proximidad con los medios de producción (mayormente industrial). Es únicamente su incapacidad estructural de organizarse en otra clase dominante lo que le da esa misión a la clase obrera. El proletariado es la única clase (revolucionaria) en la historia en abolirse en el acto de abolir su contrario. “El pueblo”, del otro lado, compuesto de una miríada de clases y subclases, estratos sociales y económicos, no puede realizar estructuralmente tal misión. Muy al contrario, siempre que se le asigna una “tarea histórica” al “pueblo” como tal, el resultado ha sido siempre que o bien una burguesía fetal prevaleció de inmediato y, a través de un proceso de crecimiento acelerado, se organizó para convertirse en una clase dominante». Hay de ese modo más que hipocresía en el hecho de que, en el punto culminante del estalinismo, cuando el edificio social completo se había destruido por las purgas, la nueva constitución proclamó el fin del carácter de «clase» del poder soviético (el derecho al voto se devolvió a miembros de clases anteriormente excluidas), y que los regímenes socialistas se llamaron «democracias populares». La oposición de proletariado y «pueblo» es crucial aquí: en idioma hegeliano, su oposición es la oposición misma de la universalidad «verdadera» y «falsa». Pueblo es incluyente, proletariado es excluyente; el pueblo combate a los intrusos, parásitos, quienes evitan su plena autoafirmación, el proletariado libra una lucha que divide el pueblo en su mismo núcleo. El pueblo quiere afirmarse, el proletariado quiere abolirse.

 


1 (Nota del Editor) Oscar Guardiola-Rivera (PhD.) es un filósofo colombiano coyos temas de investigación están centrados en la política, el derecho, la estética y la ontología. Se graduó en derecho y estudio filosofía en la Universidad Javeriana (Bogotá, 1993) obtuvo su LLM con distinción de la University of London (UCL), donde concentró sus estudios en teoría social, teoría y jurisprudencia legal, derecho y relaciones internacionales, y derechos humanos constitucionales en el mundo en desarrollo. Obtuvo su doctorado en filosofía en Escocia, donde enseño sobre Sartre, fenomenología y filosofía de la acción, con una disertación sobre la relación entre las éticas del imaginario, Hegel y Marx, post-estructuralismo francés, y ciencia cognitiva contemporánea, enfocando sobre la cuestión de auto-institución de la sociedad. Es autor entre otros libros de Being Against the World: Rebellion and Constitution, London: Routledge, Birkbeck Law Press. 2008 y El Fin del Capitalismo. Bogotá/Miami: Siglo del Hombre, 2010. Profesor Adjunto y miembro de la junta directiva del Birkbeck Institute for the Humanities.

2 (Nota del editor) Slavoj Žižek nació en Eslovenia; PhD. Universidad de París VIII, es un filósofo político y crítico cultural. Una característica del trabajo de Žižek es su reconsideración única filosófica y política de la filosofía idealista alemana (Kant, Schelling y Hegel). Žižek también vigorizó la teoría sicoanalítica desafiante de Jacques Lacan. Los trabajos de Žižek desde 1997 se han vuelto más y más explícitamente políticos, contestando el consenso que vivimos en un mundo pos-ideológico o pos-político, y defendiendo la posibilidad de cambios duraderos al nuevo orden mundial de globalización, el final de la historia y la guerra contra el terrorismo. Es autor de libros como El sublime objeto de la ideología, Siglo XXI, México, 1992 Todo lo que usted siempre quiso saber sobre Lacan y nunca se atrevió a preguntarle a Hitchcock, ed. Manantial, Buenos Aires, 1994, Estudios Culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, ed. Paidos, Buenos Aires, 1998, 188 pp. (con Friedric Jameson), En defensa de la intolerancia, Sequitur, Madrid, 2007 y Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales, Paidós, 2009, entre otros.