Entre la polis y el cosmos: El cosmopolitismo que vendrá1

Between polis and cosmos: The cosmopolitanism to come

Entre a polis e o cosmo: o cosmopolitanismo por vir

Costas Douzinas2

University of London, Birkbeck College, UK c.douzinas@bbk.ac.uk

Recibido: 16 de marzo de 2009 Aceptado: 22 de septiembre de 2009


Resumen:

A través de una revisión de la tradición cosmopolita, en la cual se desestabiliza la versión corriente de dicha tradición (cínica en vez de estoica) y se la resitúa geográficamente (en Scythia en vez de una Grecia europeizada), el autor propone no solo una genealogía más plural, sino antes bien, una imagen del cosmopolitanismo como resistencia y actividad política de rebeldía que active el pasado en el presente desde el punto de vista de un futuro emancipatorio por venir. Ello resulta en una fuerte crítica del cosmopolitanismo liberal y su reemplazo por una forma anti-imperial y emancipatoria.

Palabras clave: cosmopolitanismo, humanidad, cosmos, polis, comunidad política.


Abstract:

Through a revision of cosmopolitan tradition, in which the current version of this tradition (cynical instead of stoic) is destabilized and geographically relocated (to Scythia instead of a europeanized Greece), the author proposes not only a more plural genealogy, but also and most importantly, an image of cosmopolitanism as resistance and political activity of rebelliousness that activates the past in the present from a point of view of an emancipatory future still to come. This results in a strong critique of liberal cosmopolitanism and its replacement by an anti-imperial and emancipatory form.

Key words: cosmopolitanism, humanity, cosmos, polis, political community.


Resumo:

Por meio de uma revisão da tradição cosmopolita, na qual se desestabiliza a versão corrente de dita tradição (cínica ao invés de estóica) e se a re-localiza geograficamente (em Scythia e não na Grécia europeizada), o autor propõe não somente uma genealogia mais plural, senão uma imagem do cosmopolitanismo como resistência e atividade política de rebeldia que ativa o passado no presente a partir do ponto de vista de um futuro emancipado por vir. Isso decorre em uma forte crítica ao cosmopolitanismo liberal e sua substituição por uma forma anti-imperial e emancipada.

Palavras chave: cosmopolitanismo, humanidade, cosmo, polis, comunidade política.


1. Cosmopolitismo antiguo, moderno, postmoderno

Cosmos y polis son importantes conceptos filosóficos griegos. El cosmos es la perfección y el orden del universo, el propósito, la naturaleza y el fin de todos los seres animados e inanimados. La perfección humana puede alcanzarse en la polis, la ciudad-Estado, en concomitancia con otros. Cosmos y polis o physis y nomos están en disputa y en armonía creando la identidad única y variable de cada persona, ciudad y cosa. Ningún derecho consuetudinario enlaza las ciudades- Estados como ninguna humanidad común a sus ciudadanos.

La filosofía estoica introdujo una mutación dramática a la confrontación variable de la physis y el nomos. Nomos se convirtió en el lazo del cosmos, una ley universal e incluso divina. Los estoicos sin embargo no estaban interesados en leyes y constituciones. El único trabajo sostenido de la filosofía política estoica es la República de Zenón. Ha sobrevivido en fragmentos y es citada por autores posteriores principalmente con fines de atacar sus premisas. La principal preocupación de estos comentaristas fue la aparente afinidad entre Zenón, fundador de la Stoa, y la posición de los Cínicos, como aparece expresado en la filosofía natural de Diógenes. La República es la presentación más completa de la teoría estoica de la polis (ciudad). Zenón, siguiendo el precedente de Platón, presentó una cuasi-constitución para su ciudad ideal. Sugirió, entre otras radicales ideas, la abolición de la educación formal, el matrimonio, los templos, las cortes y los gimnasios, el rechazo al dinero y a otras instituciones convencionales, la tenencia de propiedad en común y la adopción de un simple ropaje común para hombres y mujeres. Como lo ha mostrado de manera persuasiva Malcolm Schofield, la República de Zenón fue agudamente censurada por los estoicos posteriores Casio y Atenodoro, mediante cuyos escritos tenemos conocimiento parcial del libro. A ellos les disgustó intensamente y trataron de suprimir todos los «rastros de enseñanzas cínicas» del texto más importante de un estoico destacado (Schofield, 1991). La preocupación de los filósofos posteriores es comprensible. Zenón atacó las instituciones y las convenciones más importantes de la ciudad, incluyendo la religión, la ley y el dinero, pero no hizo sugerencias positivas en detalle (Finley, 1975). Su principal consejo era que las convenciones y las instituciones debían ser reemplazadas por eros y por el ejercicio de la virtud. Sólo los sabios y los virtuosos son ciudadanos libres y reales, buenos amigos y amantes.

Aunque no es explícitamente cosmopolita, la República de Zenón fue la primera discusión amplia de la polis en el contexto de la cosmópolis. Es evidente la influencia de Diógenes, el Cínico más famoso. Diógenes, según se dice, fue el primero en describirse como cosmopolites, cuando declaró la célebre frase de que no se siente en casa en ningún lugar excepto en el cosmos mismo. Las creencias estoicas sobre la ciudad se desarrollaron como interpretaciones de la frase de Diógenes. Para Diógenes, ninguna ciudad o ley existente en la realidad es real; la única república correcta es la del cosmos. Siguiendo estas ideas, Diógenes se describió como «un hombre sin ciudad, sin hogar, sin problemas, pobre y vagabundo que vive el día a día» (Diógenes Laertes, VI 38).

La idea cosmopolita se arraigó en el estoicismo tardío, repitiendo y modificando las ideas de Diógenes y Zenón. En diversos fragmentos, se describen las ciudades terrenas como no reales, porque no están regidas por la ley y la justicia. Sólo la cosmópolis permitirá a sus ciudadanos desarrollar la sofisticación necesaria de sabiduría y virtud (Diógenes Laertes, VI 40,82). El énfasis de Zenón en la virtud y el amor, su ataque a las ciudades, las leyes, las costumbres y las instituciones llevaron a Clemes, un estoico posterior, a declarar que la única ciudad real es el cosmos: «Los estoicos dicen que el universo (ouranos en griego) es considerado correctamente como una polis, pero los que se encuentran aquí en la tierra no lo son —se llaman ciudades pero no lo son. Estos se debe a que la ciudad y un demos (pueblo) es algo de gran importancia, una organización o grupo de personas regidas por la ley y de gran sofisticación». El primer cosmopolitismo fue crítico e incluso antinómico precisamente porque el nomoi y las instituciones de la época no estaban alcanzando los ideales de ley y de justicia. La alternativa a la polis era el cosmos, no como una mejor disposición de las instituciones sino como el lugar donde los dioses y los hombres se unen y donde las leyes expresan naturalmente la integridad de las relaciones entre lo humano y lo divino. Esta cosmópolis o ciudad en el cielo no está situada en un lugar específico; puede estar en cualquier lugar y en ninguno. El logos y el eros son su base contra el artificio de las costumbres, las leyes corruptas y las instituciones. Sus ciudadanos son errantes, nómadas, hoy serían refugiados, inmigrantes, itinerantes. Les disgusta el poder, desconfían de los poderosos y sospechan de las instituciones. Diógenes, el perro filósofo, es célebre por haber dicho a Alejandro el Grande, quien vino a visitarlo en el barril que tenía como hogar en Atenas, que se hiciera a un lado porque tapaba el sol.

Es muy característico que las diferentes historias de cosmopolitismo condensadas que anteceden la proliferante literatura contemporánea repitan la censura estoica a los cínicos. El único legado del mundo clásico, se nos dijo, es la humanidad universal y la igualdad espiritual basada en la esencia racional que el hombre es. Está ausente la crítica a las instituciones y convenciones, que animó a los cínicos y a los primeros estoicos. Ella socavaría gravemente el supuesto origen clásico de la cosmopolítica contemporánea, la principal forma de la cual ha sido lo especialmente vacuo y cínico en el ejercicio del sentido contemporáneo en el diseño institucional.

En cualquier caso, el cosmopolitismo estoico debía esperar al imperio romano y a la primera modernidad para su aplicación concreta. A medida que las ciudades- Estados griegos comenzaron a disolverse, primero en Macedonia y más tarde en el imperio romano, la idea de un derecho común a todos los sujetos imperiales, de un jus gentium, comenzó a arraigarse. La moralidad estoica universal fue de gran uso para los constructores del imperio romano como una restricción a los nacionalismos y pasiones étnicos y locales. Cicerón, un estoico ecléctico, abogado y político pragmático, racionalizó el derecho romano exigió que muchos de sus dogmas centrales se remontaran a normas racionales universales. Los romanos percibieron su imperio como natural, eterno e ilimitado. «El establecimiento de un imperio es un acto en la creación del mundo» y esta tarea era facilitada por la mutación de la cosmópolis de un estado mental y de alma a un espacio territorial ilimitado y del cosmos y su ley de un orden moral y ontológico a una serie de preceptos que emanaban de un centro legislador.

La simplificación romana de la disputa entre el cosmos y la polis abrió dos líneas posibles, que han dominado desde entonces la historia y la filosofía políticas. En el primero, la naturaleza, con sus principios de dignidad e igualdad deducida por la razón o dada por Dios, es una herramienta de resistencia contra las injusticias de la ciudad. Aquí, el espíritu del cosmos se moviliza contra el orden de la polis. La segunda versión eleva el derecho de la polis a una condición universal, ampliando su mandato al globo y dándole peso metafísico. Las dos versiones se desarrollaron en el Sagrado Imperio Romano en las grandes luchas entre la ortodoxia y la herejía y fueron el terreno dialéctico de los grandes descubrimientos y conquistas.

El cosmopolitismo moderno regresa a estas tensiones. Es la progenie de la nación filosófica, Alemania. Una combinación de la metafísica y la nomofilia,3 el cosmopolitismo es un tipo de patriotismo teológico y constitucional, el hijo de tres generaciones derrotadas, cuyos patriarcas son Kant, Kelsen, Habermas. El cosmopolitismo alemán se originó en una serie de ensayos escritos por Kant y tuvo dos elementos: un derecho internacional vinculante que podría llevar a relaciones externas metódicas entre los Estados y un derecho global cosmopolita que garantizaría los derechos de todos los individuos independientemente del estado de su derecho interno.

Las revoluciones francesa y americana fueron las primeras aproximaciones del diseño kantiano. Declararon los derechos naturales inalienables, independientes de los gobiernos, de factores locales y temporales. Los derechos se declararon pertenecientes a toda la humanidad. Aun así, el legislador de lo universal fue la asamblea francesa o americana; los beneficiarios de los derechos universales fueron los ciudadanos de las dos naciones. Las constituciones dividieron el sujeto en el humano y el ciudadano e introdujeron una teleología histórica, que prometió la unificación futura de los dos. Dos variantes de este proyecto: el cosmopolitismo propiamente dicho, en el que la humanidad supera las diferencias y los conflictos nacionales en una sociedad civil global y un imperialismo, en el que la nación se convierte en representante y rector de la humanidad y extiende su influencia civilizadora al mundo. Ambas fueron evidentes en la Francia revolucionaria. La abolición inicial de la esclavitud y la ampliación de la ciudadanía se movieron al polo cosmopolita, mientras que Napoleón y sus ejércitos conquistadores se movieron al imperial.

Contra ese antecedente fue que después de la Primera Guerra Mundial, Kelsen promovió un tercer modelo: el «pacifismo legal», una paz fundada en el derecho y garantizada por una autoridad legal internacional que se erigiera sobre las disputas de los Estados con una fuerza policial y poderes de vigilancia y control. En camino hacia el futuro orden cosmopolita podría usarse la guerra pero como una «sanción legal» contra los Estados que violen el derecho internacional abajo una autorización legal implícita. Esta es por supuesto la posición de Habermas, el tercer intento por crear un cosmopolitismo basado en la ley después de la derrota de sus planes más imperialistas. Pero la tradición alemana incluye otras voces. Para Nietszche, la moralidad es la absolutización y la eternización de un equilibrio temporal de fuerzas. Carl Schmitt atacó la moralización de la política. El cosmopolitismo llevaría a la hegemonía mundial de un solo poder que, basado en alguna versión de la moralidad, destruiría la política y el pluralismo que caracterizaron el escenario internacional de la preguerra.

Habermas acepta en parte la legitimidad de la crítica de Schmitt y para responder a ella introduce una diferenciación crucial entre los derechos humanos y la moralidad. Los derechos son las creaciones del derecho, conceptos jurídicos que se originan en la tradición de las libertades individuales. La moralidad moderna por otro lado se deriva del canon kantiano. Cuando los cosmopolitas promueven los derechos humanos, la política se inclina ante la ley no ante una sola moralidad. Aunque sus genealogías pueden diferir, los derechos humanos y la moralidad comparten la misma base que precede a su separación. Su estructura de validez común es el «principio discursivo fundamental», una elaboración del imperativo categórico kantiano con una inflexión rawlsiana: «solo son válidas las normas de acción a las que puedan dar su aprobación todos los posibles afectados en tanto que participantes en un discurso racional». Aunque diferentes histórica e institucionalmente «los derechos fundamentales están equipados con tales pretensiones de validez universal precisamente porque pueden justificarse exclusivamente desde un punto de vista moral».

Estos matizados intentos casi histéricos de diferenciar entre los derechos y la moralidad, que sin embargo comparte su estructura de validez, son raros excepto por una buena razón. El gran logro de la modernidad legal fue precisamente la exclusión de la ética del reino del derecho. Fue una modernidad desencantada, con la experiencia del relativismo y el pluralismo y el miedo al nihilismo la que desterró la moralidad de las operaciones legales. La ley es la respuesta a la irreconciliabilidad de los valores. Su operación no debía contaminarse con consideraciones no legales, como las morales, la ideología o la política. Pero entonces como lo sabemos nunca puede excluirse a los indeseables. Podemos ver las contorsiones de la línea divisoria en el debate sobre Kosovo.

Tres eminentes abogados internacionales, los profesores Antonio Cassesse, Bruno Simma y Michael Glennon escribiendo después de la guerra, coincidieron en que el uso de la fuerza era ilegal según el derecho internacional y contrario a la Carta de las Naciones Unidas. Aunque la ilegalidad perpetrada por la OTAN era grave, debía sacrificarse el respecto por el Estado de derecho, coincidieron todos, en el altar de la compasión humana y del «punto de vista ético». Michael Glennon fue más lejos. «La meta más elevada y grande que ha eludido a la humanidad durante siglos —el ideal de la justicia respaldada por el poder— no debe abandonarse. Si se usa el poder para hacer justicia, el derecho le seguirá». Sin duda, para los abogados, la moralidad es la ley, las normas legales han reemplazado la necesidad de hacer elecciones éticas. La ignorancia de la ética es evidente en los escritos sobre Kosovo. Los abogados asumen que sólo existen una escuela de moralidad y un concepto universal de la justicia cuyas demandas sean auto evidentes. Para los profesores de derecho, la ética de la virtud, la ética del cuidado o la ética de la alteridad no son siquiera consideradas vías posibles para abordar los dilemas morales de los Balcanes.

Habermas, por otro lado, presenta Kosovo como un intento de empujar el derecho internacional hacia su fase cosmopolita con la creación de derechos universales del ciudadano. Pero si comparamos su posición con la de los abogados, aliados en el problema de Kosovo, surge una extraña conclusión. Para los abogados, deben introducirse las consideraciones morales porque el derecho internacional amoral se agota y declara ilegal la guerra. El derecho por sí solo es inadecuado para la tarea de salvar a la humanidad. Para Habermas, la política no debe someterse a la moralidad, un prospecto que eleva el espectro de Carl Schmitt. Para evitar esto, la ley es convocada como el árbitro universal pero desinteresado. Los derechos humanos salvan el día. Pero dado que los abogados han mostrado que la ley es inadecuada, los derechos humanos se bifurcan en un componente jurídico y en su fundamento moral.

 

Habermas plantea el problema y su respuesta en términos exactamente contrarios a los usados por los abogados. Para ellos, la moralidad salva a la política de la ley (inadecuada); para Habermas, la ley salva a la política de la moralización (potencialmente problemática). La prestidigitación es evidente: moralidad y derechos humanos se identifican en su forma y en su contenido, pero se separan respecto a su acción. Pero el fantasma de Schmitt no puede exorcizarse. Moral o legal, un particular debe legislar lo universal, el cosmopolitismo estoico deviene imperialismo romano.

Habermas tuvo que admitir más después de la guerra de Iraq. En un escrito de 2003, acusó a los Estados Unidos de violar el derecho internacional. Los EE.UU . habían sido el «pionero del progreso en el plan cosmopolita», pero Iraq indicó que ha «renunciado a su rol de garante de los derechos internacionales... su autoridad normativa yace en ruinas». Habermas concluye su extraordinaria confesión, que desacredita ampliamente la posición cosmopolita, admitiendo que no existe gran diferencia entre el imperialismo clásico y la hegemonía norteamericana. Las campañas imperiales difundieron «los valores universales de su propio orden liberal, con la fuerza militar de ser necesario, por todo el mundo. Esta arrogancia no es ya tolerable cuando se transfiere del Estado-nación a un solo Estado hegemónico». Esto es lo más cerca que llega Habermas a un genuino mea culpa y a admitir que pese a los brutales ataques, Carl Schmitt puede haber prevalecido.

El cosmopolitismo siempre ha comenzado como un universalismo moral, pero se ha degenerado con el tiempo para convertirse en un globalismo imperial. Esta es una conclusión más bien triste de una larga y orgullosa historia filosófica y de una historia política igualmente larga pero deprimente. El antiguo conflicto entre el cosmos, el orden ideal del mundo, y la polis, la existencia empírica, ha inspirado un pensamiento moral y una historia conmovida. ¿Pueden salvarse las aspiraciones universales del cosmopolitismo de la tentación del imperio?

2. Por un cosmopolitismo venidero

La tradición filosófica ha sostenido de manera persuasiva que la metafísica de nuestro tiempo es «la metafísica de la deconstrucción de la esencia y de la existencia como sentido» (Nancy, 1997:92). La teoría también se ha deconstruido, un poco demasiado bien, significado y valor. Pero a raíz de esta etapa final en la secularización, es la política dominante y los poderes culturales que anunciaban el fin de la historia y convirtieron el nihilismo en el valor supremo. Como lo plantea Jean-Luc Nancy, ya no hay valor o espíritu, «tampoco hay historia alguna cuyo tribunal pueda soportarse. En otras palabras, ya no hay sentido del mundo» (Nancy, 1997:4). Jürgen Habermas coincide desde una perspectiva diferente: «Ante la falta de un universo de significados compartidos intersubjetivamente,[los individuos] simplemente se observan entre sí y se comportan entre ellos siguiendo los imperativos de la autopreservación» (Habermas, 1998:125). Esta ausencia de significado lleva a una ausencia de mundo. El mundo no es únicamente el contexto o el trasfondo del sentido; el mundo es precisamente sentido, una disposición única de significado y valor.

¿Qué mundo tenemos en la era de la globalización, de las comunicaciones globales, de la mondialisation (worlding) y el cosmopolitismo? Nuestra polis: la nación, el Estado, la nación Estado. Nuestro cosmos: lo inter-nacional, el intervalo o entre naciones y Estados, con sus instituciones internacionales, falseando la igualdad y la democracia, remedando la impostura de nuestra igualdad y democracia. Las instituciones que contemplan con asombro la soberanía o aspiran a adquirir la suya. Nuestra subjetividad: el polites, el ciudadano del Estado, imagen especular del soberano; o la persona legal con el reconocimiento y la identidad limitadas que la ley ofrece; o el humano de la humanidad, el hombre alma de la tradición teológica o el depositario del espíritu de la comunidad y la tradición.

Esta desprovisión de sentido y valor marca la separación del mundo. En este periodo de la mayor movilidad y riqueza, sufrimos de una pobreza de mundo. La proclamada globalización «es más inequitativa y violenta que nunca… menos global o universal que nunca, donde el mundo, por consiguiente, no está aun allí, y donde nosotros, quienes carecemos de mundo, weltos, formamos un mundo únicamente contra el telón de fondo de un no mundo donde no hay mundo ni siquiera esa pobreza-en-mundo que Heidegger les atribuye a los animales» (Derrida, 2005:155). Slavoj Žižek atribuye esta carencia de mundo al capitalismo que «aunque es global, que abarca todos los mundos, mantiene una constelación ideológica muda stricto sensu que priva de cualquier “mapeo cognitivo” significativo» a la gran mayoría de la población (Žižek, 2006:318). El capitalismo global ha desprovisto al mundo de significado y la violencia humanitaria ha purgado el universo moral de valor. Los derechos humanos y el cosmopolitismo contribuyen a esta pérdida. Se supone que son los defensores de los débiles y de los pobres, que añaden significado a nuestro mundo como los valores de una «era sin valores». Pero la separación de sentido ha hecho de los derechos humanos algo infinitamente reversible, ambas herramientas de resistencia y lucha y el pretexto para las campañas imperiales, que ayudan a integrar y a subordinar a los oprimidos y a los dominados.

Contra la arrogancia imperialista y la ingenuidad cosmopolita, debemos insistir en que el capitalismo global neoliberal y los derechos humanos de exportación hacen parte del mismo proyecto. Los dos deben desacoplarse; los derechos humanos pueden contribuir poco a la lucha contra la explotación capitalista y la dominación política. Su promoción por parte de los Estados occidentales y los humanitarios los convierte en un paliativo: es útil para una protección limitada de los individuos pero puede entorpecer la resistencia política. El cosmopolitismo de legalistas y pragmatistas amplía aún más el orden imperial, convirtiéndonos en ciudadanos de un mundo bajo un soberano global en un estado de humanidad terminal y bien definida. Esta es la globalización de la falta de mundo, el Estado final imperialista y positivista al cual siempre ha descendido el cosmopolitismo. Los derechos humanos pueden re-exigir su rol redentor en las manos y la imaginación de quienes los devuelven a la tradición de resistencia y lucha contra el consejo de los predicadores del moralismo, la humanidad doliente y la filantropía humanitaria.

En nuestra era concienzudamente secular, debe descubrirse la justicia cosmopolita en la historia, la cosmópolis inmanente a la polis. Esta es la promesa de lo que podríamos llamar el cosmopolitismo venidero (Douzinas, 2007, capítulo 7). La fenomenología explica que no puede conocer al otro como otro, nunca puedo comprender completamente sus intenciones o sus acciones. No puedo tener acceso inmediato a la conciencia del otro, ni percepción de la otredad; el otro nunca está completamente presente para mí. Sólo puede acercarme a él por analogía de las percepciones, intenciones y acciones que están a mi alcance. Pero siempre estoy con el otro, mi ser es un ser juntos, expuesto a la singularidad de lo otro y de la otredad. En la ontología cosmopolita, cada ser singular es un cosmos, el punto de entrelazamiento y condensación de eventos e historias pasadas, de personas y encuentros, fantasías, deseos y sueños, un universo de significados y valores únicos. Cada cosmos es un punto de ekstasis, de apertura y alejamiento, de estar fuera de nosotros mismos en nuestra exposición a los otros y en nuestro compartir con ellos, inmortales en nuestra mortalidad, simbólicamente finitos pero imaginativamente infinitos; existencia, nuestra sola esencia. Lo otro como un ser finito singular y único me pone en contacto con la otredad infinita. En esta ontología, la comunidad no es la pertenencia común al comunitarismo, una esencia común dada por la historia, la tradición, el espíritu de la nación. El cosmos es estar juntos con otro, nosotros mismos como otros, ser individualidades a través de la otredad. Significa «ser para o ser hacia [être-à]; significa entendimiento mutuo, relación, domicilio, envío, donación, presentación… de entidades o existentes entre sí» (Nancy, 1997:8). La cosmópolis es el unirse de mundos múltiples y singulares, cada uno expuesto al otro en el compartir del cosmos.

El otro va primero. Existo a través de relación con la «existencia de los otros, con otras existencias y con la otredad de la existencia» (Nancy, 1993:155). Para ser justos con el otro necesitamos criterios, pero los que hay no dan en el blanco. Es injusto convertir la justicia en una teoría abstracta (como lo hicieron algunos marxistas) o una serie de declaraciones normativas (como lo hace el cosmopolitismo existente). Su aplicación convertiría la unicidad del otro en una instancia del concepto o en un caso de la norma y quebrantaría su singularidad.

El axioma de la justicia cosmopolita: respetar la singularidad del otro. No deberíamos renunciar sin embargo al ímpetu universalizante de la «polis en el cielo» que imaginaron Diógenes y Zenón, de un cosmos que desarraiga cada ciudad, inquieta todas las filiaciones, objeta toda soberanía y hegemonía. Debemos inventar o descubrir en la genealogía europeo del cosmopolitismo lo que va más allá y contra su institucionalización, el principio de su exceso. El cosmopolitismo venidero se extiende más allá de las naciones y los Estados, más allá de la nación- Estado. Debe limitar la lógica de la soberanía, de la nación y el Estado, debe domar su illimitabilidad, su indivisibilidad y su metafísica teológica. El cuestionamiento de la soberanía es filosóficamente necesario y ha comenzado ya. Los derechos humanos atacan la omnipotencia del soberano, el humanitarismo, la brutalidad y el exceso de su poder ilimitado. Pero debemos ser cuidadosos: este ataque a la soberanía no tiene lugar en nombre de la no soberanía, sino de otro soberano, el individuo. No es una campaña contra la soberanía, sino la guerra civil del Soberano contra el soberano. «Los derechos humanos presentan y presuponen al ser humano (que es igual, libre y con autodeterminación) como el soberano. La declaración de los derechos humanos declara otra soberanía; así revela la autoinmunidad de la soberanía en general» (Derrida, 2005:88). El principio de la soberanía permanece intacto aun cuando algunos soberanos se hayan debilitado y algunas fronteras se hayan trasgredido.

Lo que debe atacarse es la máscara teológica de la soberanía, representada hoy por el poder hegemónico en lugar de sus descoloridas imitaciones homonímicas. Pero debemos ser concientes de que no podemos combatir la soberanía y la nación-Estado en general sin arriesgarnos a deponer los principios de igualdad y autodeterminación inaugurados por, con y contra la soberanía nacional. Ellos son hoy en día una barrera indispensable contras las hegemonías ideológicas, religiosas, étnicas o capitalistas que, ocultándose bajo la máscara el universalismo o el cosmopolitismo, reclaman la dignidad de un cosmos que no es más que un mercado o la racionalización moral de intereses particulares.

La insatisfacción con la nación, el Estado, lo internacional viene de un vínculo entre singularidades. Lo que me une a un iraquí o palestino no es hacer parte de la humanidad, la ciudadanía del mundo o de una comunidad, sino una protesta contra la ciudadanía, contra la nacionalidad y la comunidad densa. Este vínculo no puede contenerse en conceptos tradicionales de comunidad y cosmos o de polis y Estado. Lo que enlaza mi mundo con el de los otros es nuestra absoluta singularidad y la total responsabilidad más allá del ciudadano y el humano, más allá de lo nacional y lo internacional. El cosmos que será es el mundo de cada único, de quien sea o de cualquiera; la polis, el infinito número de encuentros de singularidades. El cosmopolitismo que vendrá no es ni el logro de la humanidad ni una federación de naciones; tampoco un acomodamiento constitucional ni una alianza de clases, aunque se basa en el tesoro de la solidaridad. Es la reafirmación de la soberanía al desnudo como el deseo de estar juntos. La soberanía al desnudo sin los opulentos ropajes de la unicidad teológica será «una no soberanía vulnerable, que sufre y es divisible, que es mortal e incluso capaz de contradecirse o de arrepentirse» (Derrida, 2005:157). El principio del cosmopolitismo venidero: el otro como singular, ser finito único que me pone en contacto con la otredad infinita, el otro en mí y yo mismo en el otro.

«La democracia que vendrá» de Derrida está estrechamente ligada a la tradición utópica.4 La utopía es el nombre del poder de la imaginación, que encuentra el futuro latente en el presente aun en las ideologías y los artefactos que critica. La utopía altera la linealidad del vacío tiempo histórico: el presente presagia y prefigures un futuro que aún no es y, debería añadirse, no será nunca (Douzinas, 2006). La proyección futura de un orden en el que el hombre ya no sea «degradado, esclavizado o despreciado» enlaza las mejores tradiciones del pasado con una poderosa «reminiscencia del futuro» y altera la concepción lineal del tiempo. Este no lugar ha sido la vocación y la aspiración de grandes filósofos, figuras religiosas y abogados, que han construido un notable edificio de inspiración política radical. De manera similar, la «democracia que vendrá» «no es algo que pasará mañana con seguridad, no es la democracia (nacional, internacional, estatal o trans-estatal) del futuro, sino una democracia que debe tener la estructura de una promesa —y por ende la memoria de lo que lleva el futuro, el por venir, aquí y ahora» (Derrida, 1992:78). La copresencia del presente y el futuro en la estructura de la promesa nuevamente desestabiliza y desconecta el tiempo lineal.

Esta memoria del futuro debe complementarse con la imagen del pasado. Para aquellos cuyas vidas se han empañado con las catástrofes de la historia, para quienes se resisten a la degradación, la opresión y la dominación perpetradas en el nombre de la humanidad, la modernidad, la moralidad, el pasado es la fuente normativa más importante para la promesa del futuro. Para Derrida, el pasado regresa en forma espectral, como un fantasma que no puede dejarse descansar. La filosofía de la historia de Walter Benjamin asume una forma más material (Benjamin, 1999a y 1999b). La historia no es sucesión cronológica sino una superficie porosa cuyos agujeros presentan ventanas a memorias desechadas. Los recuerdos no viven en una secuencia histórica rígida, sino en una simultaneidad en la que podemos elegir entre muchas posibilidades para crear el presente. No es el pasado el que arroja su luz en el presente ni el presente en el pasado: la verdad histórica es como una imagen, una fotografía en la que el Después y el Ahora se unen en una constelación, como un destello de relámpago (Benjamin, 1999b:462). La relación del presente con el pasado es temporal, la relación del después con el ahora es dialéctica, imaginística no temporal. La imagen, la dialéctica detenida (Benjamin, 1999b:462-3). Surge en el tiempo de ahora mediante su reconocimiento. La memoria como imagen no pertenece a cierto tiempo, sino que se vuelve legible en cierto tiempo. La imagen pertenece radicalmente al presente porque es solo en el presente cuando puede entenderse. Pero la imagen es también radicalmente histórica, y el pasado solo puede realizarse ahora. Cada presente está determinado por esas imágenes que están en sincronía con él: cada ahora es el ahora de reconocibilidad específica, cargado de tiempo hasta el punto en que puede reventar (Benjamin, 1999b:462-3). El pasado puede asirse solo como una imagen que se excita en el instante; si no es reconocido por el presente como una de sus preocupaciones, desaparece. Entender el pasado implica tomar una memoria cuando destella en un momento de peligro (Benjamin, 1999a:247). Si no lo hace, desaparece junto con el rastro que llevaba. Lo que dice el pasado no se habrá recibido si no es leído por el presente que ese pasado hace posible. Es así como se salva el pasado, pero este es un pasado que nunca fue. El conocimiento histórico debe leer lo que nunca se escribió. La estructura del acontecimiento histórico sigue a la de la fotografía. La justicia es la legibilidad del pasado, lo que yace debajo y transmite cada Después ofreciéndolo en el Ahora como la imagen que pide redención.

La República de Zenón fue atacada en la antigüedad y más recientemente como una utopía irreal, sus virtuosos y sabios amantes, ficciones de una imaginación febril. Y aun así, Zenón criticó a Platón precisamente porque situó su República en un pasado edénico o en un remoto futuro. Para Zenón, la polis en el cielo puede y debe alcanzarse aquí y a ahora, sin duda ya hace parte de la experiencia existente. Su mensaje tomó la forma de un mandato: «hagan su propia ciudad, con sus amigos, ahora, donde quiera que vivan» (Schofield, 1991:149). La democracia futura combina dos mandatos paradójicos, una posición bien conocida en la teología negativa: el deseo de que sea entendida por cualquiera e incluya todo (como debe hacerlo la democracia) con el mandato de «mantener o encomendar el secreto en los muy estrictos límites de quienes lo oyen/comprenden correctamente, como secreto, y son capaces o merecedores de mantenerlo. El secreto, no más que la democracia o el secreto de la democracia, no debe, y por añadidura, no puede, encomendarse al patrimonio de no importa quién» (Derrida, 1995:83-4). Si el cosmopolitismo fue una utopía temprana, la oposición entre el cosmos y la polis se ha convertido ahora en la lucha entre la ley y el deseo, en su significado más amplio. La ley, el principio de la polis, prescribe lo que constituye un orden razonable aceptando y validando algunas partes de la vida colectiva, a la vez que censura, excluye otras, haciéndolas invisibles. La ley (y los derechos) conectan el lenguaje con las cosas o los seres; nombra lo que existe y condena el resto a la invisibilidad y a la existencia marginal. Como decisión formal y dominante sobre la existencia, la ley soporta un inmenso poder ontológico. El deseo radical, por otra parte, como el cosmos de los tiempos antiguos, es el anhelo de lo que no existe según la ley; de lo que confronta las catástrofes pasadas e incorpora la promesa del futuro. Según Diógenes, Zenón y la tradición utópica, el «cosmopolitismo venidero», esta reunión de singularidades, se construye aquí y ahora con amigos, en actos de hospitalidad, en ciudades de resistencia. Esta cosmópolis reúne aquí y ahora la justa polis y los principios de resistencia del cosmos ya encarnados en nuestras ciudades actuales.


1 Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre Filosofía Política en el Birkbeck Institute for the Humanities.

2 (Nota del Editor) Costas Douzinas (PhD. London School of Economics) es profesor de derecho y director del Birkbeck Institute for the Humanities. El profesor Douzinas ha enseñado en Middlesex, Lancaster y Birbeck, donde fue uno de los iniciadores de la Birbeck School of Law. Ha sido profesor visitante en la universidad de Atenas y ha mantenido puestos de profesor visitante en las universidades de Paris, Thessaloniki y Praga. En 1997 recibió el titulo de fellow Jean Monnet del European University Institute en Florencia. En 1998 fue fellow visitante de Princeton University en la Cardozo School of Law. En 2002 fue fellow en Griffith University en Brisbane y en las universidades de Beijing y Nanjing.

3 Nomophilia es la condición sexual e intelectual en la que se experimenta placer extremo por el contacto íntimo y sostenido con la ley.

4 Derrida llama a su «por venir» un «mesianismo sin mesías» inseparable de una «afirmación de la otredad y la justicia» y quiere distinguirlo de la tradición utópica griega con su expectativa de un futuro colectivo perfecto (Derrida, 1999:249). Pero lo mesiánico es otro nombre para la creencia en lo utópico. El «cosmopolitismo por venir» une la ontología de las singularidades o mundos plurales y el aspecto social de una polis que encarna la universalidad del cosmos.


Bibliografía

Benjamin, Walter. 1999a. Illuminations, Londres: Pimlico.

Benjamin, Walter. 1999b. The Arcades Project, Cambridge, Mass.: Harvard University Press.

Derrida, Jacques. 2005. Rogues, Stanford: Stanford University Press.

Derrida, Jacques. 1999. "Marx & Sons" en Ghostly Demarcations, (Michael Sprinkler ed.) Londres: Verso.

Derrida, Jacques. 1995. On the Name. Stanford: Stanford University Press.

Derrida, Jacques. 1992. The Other Heading, Bloomington: Indiana University Press.

Diógenes Laertes. S.F. Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres.

Douzinas, Costas. 2007. Human Rights and Empire, Abingdon: Routledge-Cavendish.

Douzinas, Costas. 2006. "Theses on Law, History and Time", 7/1 Melbourne Journal of International Law 13.

Finley, M. I. 1975. "Utopianism Ancient and Modern" en The Use and Abuse of History. New York: Viking Press.

Habermas, Jürgen. 1998. The Inclusion of the Other, Cambridge: Polity.

Nancy, Jean-Luc. 1997. The Sense of the World, Minneapolis: University of Minnesota Press.

Nancy, Jean-Luc. 1993. The Birth to Presence, Stanford: Stanford University Press.

Schofield, Malcolm. 1991. The Stoic Idea of the City, Cambridge: Cambridge University Press.

Žižek, Slavok. 2006. The Parallax View, Cambridge: Ma., MIT Press.