La razón transformadora. Reflexiones sobre la posición de saber de los estudios culturales1
The transforming reason. Reflections on knowledge position in cultural studies
A razão transformadora. Reflexões sobre a posição de saber dos estudos culturais
Resumen
Examino aquí la presuposición de un saber específico que se atribuye a los practicantes de los estudios culturales latinoamericanos y que constituye su aportación específica en la arena política y defiendo la posición de que ese saber es posible, pero no está garantizado por el mero aval institucional. Para sustentar esta postura, discuto las concepciones de razón humana, episteme y epistemología y luego caracterizo la aportación fundacional del Centro de Birmingham en términos del principio materialista de subordinar toda práctica de conocimiento a los datos brindados por los seres humanos concretos en sus relaciones concretas. Desde esta perspectiva, analizo el riesgo idealista de los esencialismos y propongo algunas inquisiciones metodológicas que orientarían el trabajo en estudios culturales latinoamericanos con coherencia política y epistemológica.
Palabras clave: estudios culturales latinoamericanos, sociología de la cultura, materialismo, Escuela de Birmingham.
Abstract
This paper examines the assumption of a specific knowledge, which has been attributed to Latin American cultural studies practitioners and constitutes its specific contribution in the political arena. I maintain here that such knowledge is possible, even though it is not supported by a mere institutional endorsement. In order to support this position, I will discuss the notions of human reason, episteme and epistemology, so to characterize the Birmingham Center's foundational contribution in terms of the materialistic principle to subsume any knowledge practice to data provided by concrete human beings in their concrete relationships. Following this approach, I analyze the idealistic risk to fall in essentialisms and therefore I'll offer several methodological inquiries that would guide work on Latin American cultural studies, providing political and epistemological coherence.
Key words: Latin American cultural studies, sociology of culture, materialism, Birmingham School.
Resumo
Examina-se a pressuposição de um saber específico atribuído aos praticantes dos estudos culturais e que conforma sua contribuição específica na arena política. Defendese também a posição de que esse saber é possível, ainda que não seja garantido pelo simples aval institucional. Com o fim de respaldar esse posicionamento, discutem-se as concepções de razão humana, episteme e epistemologia. A seguir, busca-se caracterizar a contribuição fundacional do Centro de Birmingham em termos do princípio materialista de subordinar toda prática de conhecimento aos dados fornecidos pelos seres humanos concretos em suas relações concretas. A partir desta perspectiva, analisa-se o risco idealista dos essencialismos, sendo propostas algumas inquisições metodológicas que poderiam orientar o trabalho nos estudos culturais latino-americanos com coerência política e epistemológica.
Palavras chave: estudos culturais latino-americanos, sociologia da cultura, materialismo, Escola de Birmingham.
Una pregunta quisquillosa
La articulación de los estudios culturales en la actividad política se hace desde una posición de saber, o al menos de un presunto saber. Cualquier ciudadano responsable y comprometido puede participar activa y militantemente en las luchas de los distintos grupos que son víctimas de desigualdades, discriminación, violencia simbólica, violencia a secas, sea él o ella misma miembro o no de ese grupo. Por cierto, todos podemos participar como uno o una más dentro de un colectivo solidario, sin ninguna función particular o cumpliendo distintas funciones distribuidas en un pie de igualdad con todos los miembros de ese colectivo, según las pautas de un esfuerzo cooperativo en los distintos emprendimientos que signan esas luchas.
Ahora bien, si algunos lo hacemos en tanto que estudiosos culturales, es decir en tanto que practicantes del trabajo intelectual en instituciones que, ante los ojos del conjunto de la sociedad, ostentan el prestigio de los «altos estudios» o la «educación superior», entonces es ese conocimiento el que proporciona los rasgos específicos de nuestra contribución. Esta posición de saber es una caracterización social, la que los actores con los que interactuamos nos endilgan: la aureola, por así decirlo, que rodea a la palabra «Universidad» y que, aunque a veces la disimulemos mejor o peor con gestos de humildad y horizontalidad, es también, con mayor o menor conciencia, con o sin afán de provecho material o simbólico, parte de nuestro propio habitus.
Esta definición inicial no es jactanciosa, ni soberbia, sino todo lo contrario. En efecto, lo que la humildad y la honestidad intelectual dictan es que examinemos crítica y honestamente ese presupuesto. ¿Contamos realmente con un saber particular desde el cual podemos contribuir efectivamente a las luchas de los sectores sociales estructuralmente vulnerados en nuestras maltrechas sociedades? ¿O nuestra contribución se reduce a decir, escudándonos en una mítica asignación social y en una retórica convenientemente engalanada de tecnicismos, citas y frases ingeniosas, lo que de todos modos cualquier otro actor social, y en particular los mismos con cuyos reclamos pretendemos colaborar, estarían en condiciones de decir e incluso con mayor fundamento en la experiencia?
Buena parte de la historia del trabajo intelectual profesional a lo largo de la historia humana, y por cierto una muy buena parte de la historia que solemos conocer como «occidental», ha consistido en la elaboración de intrincados discursos, acompañados de otros signos de distinción, funcionales a los esfuerzos de los sectores dominantes por legitimar sus privilegios. No digo que todo el trabajo intelectual, pero sí buena parte. No digo que siempre consciente y arteramente, pero los resultados han sido los mismos que si lo fueran, No parece difícil demostrar que en muchos casos históricos conocidos, lo que se ha hecho aparecer como ciencia o como filosofía, como sublime iluminación epifánica, no era sino piadoso disfraz de la más rotunda y falaz de las ideologías a favor de los poderes de turno. Pero si las instituciones que avalaron esas operaciones, pretendiéndose «apolíticas, objetivas y desinteresadas», son las mismas o al menos funcionalmente similares a las que avalan hoy nuestra autoridad de estudiosos culturales, ¿en qué medida nuestro supuesto saber no reproduce la misma dinámica, apenas amparado por un cambio de signo en los personajes de esta poderosa escenificación, si no contamos que incluso existe el riesgo de que en algún caso presentemos como víctimas de inequidad a quienes no son sino actantes políticos todavía, o a veces sólo coyunturalmente, expectantes en el drama incesante de la lucha por el poder?
Mi contribución a este debate que nos convoca va a examinar una posible respuesta a esta �acuciante y quisquillosa- pregunta sobre la validez del saber que socialmente nos arrogamos, una respuesta que se inclina a decir que sí, que es posible que tengamos ese saber, pero que al mismo tiempo implica una advertencia contra el darlo por sentado como si su legitimidad estuviera intrínsecamente garantizada sólo sobre la base de nuestra inserción institucional académica, todo lo cual comporta la responsabilidad política �y ya no sólo epistemológica- de una constante revisión de los fundamentos del conocimiento que producimos.
Algunas aclaraciones sobre los sustentos epistemológicos que estoy presuponiendo y a las que dedico la siguiente sección de este artículo, serán, sin embargo, pertinentes, antes de ingresar de lleno en el tópico central de mi exposición. Para encarar éste, a su vez, partiré, en la tercera sección, de una interpretación de la significación política y epistemológica de los aportes fundacionales del Centro de Estudios Culturales de Birmingham. Me gustaría dejar señalado, sin embargo, brevemente, que creo que existe en nuestro subcontinente una tradición de pensamiento, cuyas coordenadas pueden rastrearse por ejemplo a traves de las influyentes obras de José Carlos Mariátegui y Roberto Fernández Retamar, que se orienta por inquietudes afines a las que sirven de base a mis argumentaciones de hoy. Y que encuentro que esa tradición se contrasta en aspectos fundamentales con una generalizada tendencia contraria que parece haberse originado en el latinoamericanismo norteamericano durante los años 90 y que ha incidido profundamente en los estudios culturales latinoamericanos en general. Con ofertas como las del postcolonialismo o los estudios subalternos, que incluían propuestas sugerentes y potencialmente fructíferas, pero cuya aparente novedad silenciaba las aportaciones producidas anteriormente en el propio campo académico latinoamericano, incorporaba una epistemología postestructuralista, a través de la cual se tiende a desautorizar los esfuerzos cognoscitivos como el que aquí estoy defendiendo.3
Epistemología y epistemes
El documento convocatorio de esta reunión menciona la pretensión de un conocimiento «apolítico, objetivo y desinteresado» al que a veces parece aspirar o al menos declara aspirar el trabajo intelectual académico. Podríamos convenir en, o al menos parto aquí de la convicción de que, ninguna práctica de conocimiento es apolítica ni desinteresada. Sin embargo, creo que sobre lo de la objetividad conviene detenerse un poco. En efecto, aunque la objetividad misma es, por cierto, filosóficamente dudosa, el conocimiento que producimos sí aspira a ser intersubjetivamente convalidable, en el sentido de que se apoya en criterios de verdad y justicia consensuales dentro de la comunidad humana más amplia posible, o por lo menos en el contexto, todavía bastante amplio por cierto, de la sociedad en que se articulan nuestras interacciones.
El justificable énfasis en el respeto a la diferencia o la imprescindible relativización o incluso cuestionamiento de muchos axiomas ideológicamente sostenidos como indisputables, a veces parecen provocar un cierto olvido de este principio medular del intercambio intelectual. Sin embargo, parece importante recordar que nuestra contribución a la lucha política de sectores discriminados, silenciados, avasallados, no consiste en impulsar una arbitraria imposición de sus reclamos, sino en mostrar que, contra las falaces legitimaciones del poder, les asiste una razón que no se sustenta simplemente en sus intereses sectoriales, sino que se sigue, en última instancia, de los mismos principios a los que los propios sectores dominantes se supone que deberían asentir y a los que muchas veces recurren incluso, retóricamente al menos, cuando les es afín a sus conveniencias, pero que ocultan bajo complejos malabarismos argumentativos en caso contrario. La razón transformadora que nos orienta no es una razón aparte de la razón humana en general, sino esta misma razón puesta al servicio de la reparación de las injusticias que las sociedades humanas tienden a reproducir sistemáticamente.
Me detengo un poco a aclarar esta última afirmación, a fin de fijar posición en algunos temas que surgieron en los debates a lo largo del simposio. En particular, me parece importante aclarar que cuando hablo de «razón humana», hablo de una propiedad de nuestra especie, que le es tan biológicamente inherente como el pulgar oponible o el andar bípedo, una propiedad que le permite, a partir de los datos de la experiencia, la abstracción y la reflexión, producir generalizaciones sobre el mundo; capturar, en la forma de hipótesis o de convicciones más o menos fundadas, regularidades a través de las cuales, incluso, orientar su conducta en función de un cierto grado de previsibilidad sobre los acontecimientos que lo rodean o que ocurren en su propio interior. Hablo de una constante antropológica que atraviesa, y en verdad subyace, a la innumerable diversidad de formas culturales en las que se instancian sus potencialidades. Es la condición que les permite a todos los miembros de la especie humana, por ejemplo, colegir que el fuego quema y generalizar sobre las distintas formas en las que el fuego puede manifestarse y tomar las precauciones para evitar las transformaciones fisicoquímicas indeseables que su proximidad puede causar sobre su cuerpo. La razón humana no es, o no tiene por qué ser, o por lo menos no la entiendo como, una cualidad metafísica, sino una capacidad implicada en la constitución genéticamente determinada de nuestro organismo, aun cuando nuestra capacidad de conocimiento no alcance para explicar las variables fisicoquímicas de esa determinación.
No estoy implicando ningún juicio de valor que sobreestimara la razón por encima de otras propiedades psíquicas de la especie humana, con la que, por cierto, se entrecruza permanentemente y que incluso muchas veces enriquecen y nutren su actividad. La razón no es particularmente más importante que la emoción, que la imaginación, que el deseo. Simplemente señalo una de las virtudes particulares de la razón humana: que el consuno que la alienta convierte a la humanidad toda en una comunidad, dentro de la cual es posible el diálogo, el razonamiento interactivo, el acuerdo por encima de las diferencias, y es, en consecuencia, lo que hace posible pensar en utopías de sociedades que convivan en entendimiento mutuo y garantizando la dignidad de todos sus miembros.
En el debate durante el transcurso del simposio, Catherine Walsh señaló que en la historia boliviana reciente han emergido concepciones del Estado hasta ahora desconocidas en el mundo occidental. Aunque no llegamos a considerar ningún ejemplo particular de esta afirmación, creo que podemos comentarla sobre la suposición de que en efecto pueda ser confirmada con el análisis de los hechos. Encuentro bastante probable que culturas silenciadas durante siglos que sin embargo han seguido desarrollando su historia aun en condiciones de opresión y avasallamiento, estén en condiciones de ofrecer hoy, en este histórico momento en el que han alcanzado una importante cuota de poder político, propuestas de organización social que las culturas dominadoras nunca tuvieron en cuenta y que, probablemente, ni siquiera llegaron a concebir como posible, en función de su propia historia y sus propias concepciones culturales. Sin embargo, al mismo tiempo, me parece importante subrayar que la comprensión de la lógica que da sentido a esas eventualmente novedosas propuestas e incluso la valoración de sus beneficios o eventuales limitaciones no es una prerrogativa reservada exclusivamente a quienes se han socializado en las culturas que le dieron origen, sino una capacidad accesible a todo ser humano, en virtud de aquellos aspectos de la razón que constituyen una propiedad de la especie. Sostener lo contrario implicaría sostener que la razón es diferente para grupos humanos diferentes, lo cual no deja de presentar cierta espectral connotación racista, que, para mi gusto, sobrevuela peligrosamente la demasiadas veces recurrente fórmula de las «epistemologías locales».
¿Qué es entonces, o por lo menos, que estoy presuponiendo que es, la epistemología? Entiendo que el conocimiento científico, en principio, no es, o por lo menos no debería ser, sino una proyección de esta capacidad de la razón humana, aprovechada sistemáticamente y, también en principio, protegida de los muchos otros factores de la psique humana que inciden en su puesta en acción y que afectan sus potencialidades específicas: limitaciones de la percepción, incoherencias lógicas, interpretaciones parcializadas, prejuicios, condicionamientos ideológicos, etc. La función fundante de la disciplina de la epistemología es, precisamente, la reflexión sobre la naturaleza de estos límites de la razón, así como de las perturbaciones que se presentan a cada paso en el intercambio dialógico de su ejercicio por distintos individuos y por distintas culturas.
Es precisamente la reflexión epistemológica la que ha llegado a descubrir, por ejemplo, que las comunidades científicas (que son, por supuesto, comunidades formadas por seres humanos, y que, por lo tanto, están sujetas a los mismos condicionamientos que inciden en todo proceso de reproducción y transformación social) tienden a abroquelarse en torno a ciertas convicciones, que a veces ni siquiera llegan a formularse explícitamente; que perduran en su seno durante cierto tiempo; y que se dan por sentadas en la forma de postulados o presuposiciones, a pesar de que son por lo menos discutibles desde un punto de vista rigurosamente científico. La persistencia de estos axiomas puede intentar explicarse porque los científicos entienden que por el momento no hay alternativas más convincentes, como en algunos ejemplos de los paradigmas de Kuhn; o por razones más oscuras, por ejemplo ideológicas, como el racismo que legitimara colonialismos; o derivadas de la dinámica regulatoria de las estructuras de poder, como las que Foucault denominara «epistemes», que, según este autor, definen lo que es posible pensar en una determinada época, o para decirlo con más precisión, en una determinada comunidad intelectual en un período histórico dado (Kuhn, 1971; Said, 1979; Foucault, 1968).
Por cierto, la posibilidad de la crítica de estas formaciones intelectuales está siempre dada por el fundamento independiente de la razón humana como propiedad de la especie, una propiedad que, naturalmente, atraviesa toda la historia de la especie misma, en la medida en que aceptemos que es parte de su dotación como tal. Es siempre la referencia a ese árbitro constitutivo de la condición humana la que permite denunciar las desapercibidas arbitrariedades que en un momento dado se han consolidado como verdades ilusoriamente inconmovibles, un riesgo del que nunca estamos totalmente a salvo y por el cual se hace necesario hacer de la explicitación y la revisión de los fundamentos epistemológicos una práctica regular, permanente y metódica.
Es entonces la reflexión epistemológica, realizada entonces con un cierto grado de responsabilidad ética y política, la que permite desmontar y cuestionar las formaciones que Foucault llamara epistemes. ¿Es esto paradójico? Creo que no lo es, si es que subrayamos que la raíz «episteme» se usa en cada caso en un sentido diferente. En la palabra «epistemología» (nombre de una práctica cognoscitiva con un objetivo y aspiraciones específicas), la raíz «episteme» apunta al sentido más general, a la constante antropológica de la razón humana, a partir de la cual es posible canalizar una producción de conocimiento intersubjetivamente convalidable. El concepto de «episteme» de Foucault, en cambio, alude a un conjunto de convicciones históricamente localizables en una comunidad científica dada, cuya aparente solidez puede ser desmantelada precisamente tomando como punto de referencia la episteme en el otro sentido. Foucault hace epistemología, usando «episteme» en su sentido más general, al sentar las bases para las críticas de las «epistemes» en el sentido particular que propone.
Creo que desatender estas distinciones puede conducir a algunas confusiones que encuentro han emergido en los debates del simposio. En un momento dado, por ejemplo, se usó la palabra «episteme» para referirse a las convicciones vigentes en grupos indígenas que entenderían como sujetos dotados de conciencia y voluntad a ciertas fuerzas que la cultura occidental entiende simplemente como «naturaleza». Tales convicciones, por cierto, son merecedoras de respeto y podemos estar de acuerdo en que ninguna estructura de poder puede pasar sin más por encima de ellas, por el solo hecho de contar con la fuerza necesaria para hacerlo. Estaríamos en presencia de una característica operación de los grupos dominantes, que imponen sus propias convicciones sobre las de los grupos subalternos, atribuyéndose una supuesta universalidad, usualmente para favorecer sus propios intereses y conveniencias, avasallamiento que reclama ser expuesto, denunciado y combatido políticamente.
Sin embargo, lo que sí discutiría, y lo que es en verdad relevante para la argumentación que estoy desarrollando, es el status cognoscitivo de esas convicciones. No estoy seguro de que sean del tipo de las que tiene en mente Foucault cuando usa el término episteme, pero independientemente de esa precisión terminológica, lo cierto es que se trata de una interpretación del mundo que descansa en un acto de fe más que en una evidencia discutible en términos de la razón humana. Las proposiciones que se basan en la fe, en efecto, por definición, no son intersubjetivamente convalidables. Creemos en ellas en virtud de la cultura en la que nos hemos socializado, como ocurre con cualquier proposición de tipo religioso: lo único que una epistemología puede decir sobre ellas es que no pueden usarse como argumento científico. Probablemente esto nos resulte más obvio cuando se trata de convicciones originadas en religiones dominantes, como cuando alguien pretendiera argumentar la validez de una información por tratarse de una revelación del Espíritu Santo. Pero es igualmente válido de las creencias de los grupos subalternos. No se pueden discutir, no se pueden rebatir, a menudo no hay evidencia que pueda usarse como contraejemplo. Creemos o no en ellas, y nuestros semejantes creen o no en ellas o en otras cosas. Sólo podemos respetar las creencias de los otros y requerir el mismo respeto por las creencias propias. Pero no son instrumentales para una discusión razonada que se base estrictamente en las propiedades de la razón humana y que aspira precisamente al entendimiento mutuo por encima de las diferencias interculturales.
El materialismo, según Birmingham
¿Pero es que hay una epistemología posible, que tome como punto de referencia a la razón humana como condición de la especie, con las correspondientes consecuencias políticas que he delineado en la sección anterior? A mi entender, sí la hay, y creo que la fundación misma del campo de los estudios culturales implicaba un enorme paso epistemológico y político en el contexto del desarrollo de una tal epistemología.
Cuando se traza la historia de los estudios culturales, es usual, por supuesto, la referencia al Centro fundado por Richard Hoggart en 1964 en Birmingham, del cual proviene la propia denominación del campo. Sin embargo, es igualmente usual limitarse a mencionar los temas y el enfoque político que cristalizaron en el Centro, tanto bajo la dirección de Hoggart, como la de su sucesor, Stuart Hall. Rara vez se incluyen asimismo las reivindicaciones epistemológicas, intrínsecamente vinculadas a sus banderas políticas, que Hoggart, sin ser él mismo un vocero sistemático, compartía no obstante con sus contemporáneos Raymond Williams y Edward Thompson, y por los cuales estos autores se asocian indisolublemente con el Centro de Birmingham en la historia intelectual de los estudios culturales. Es cierto que bajo la conducción de Stuart Hall, aunque el ímpetu político y hasta cierto punto el enfoque metodológico mantuvo la línea original, las negociaciones, por así decirlo, con el postestructuralismo y el marxismo estructuralista franceses, hoy ya incorporadas como corrientes confluyentes en las descripciones clásicas de la génesis de los estudios culturales, contribuyeron a desdibujar las líneas epistemológicas de la primera generación.4 Mi posición es que la eficacia política de los estudios culturales, en el sentido en que estoy encarando esta presentación, es decir en relación con la pregunta con la que la inicié, depende crucialmente de la puesta en relieve y la consideración detenida de algunos de esos postulados fundacionales de los estudios culturales de Birmingham.
Una posición fundamental de esa aproximación, en la que por eso he decidido detenerme, es la del materialismo, con lo cual me refiero al énfasis en un criterio básico con el que definieron esta postura filosófica Marx y Engels en La ideología alemana: la atención puesta en los seres humanos concretos y las relaciones concretas establecidas entre ellos, para sólo sobre esa base sustentar cualquier abstracción cognoscitivamente operativa, y aun la subordinación de cualquiera de esas propuestas conceptuales nuevamente a los seres humanos concretos en sus relaciones concretas para su desarrollo y aplicación (Engels y Marx, 1973). Muchas veces se entiende bajo el nombre de «materialismo» mucho más que esto, en particular otras propuestas teóricas y políticas de Marx, o al menos interpretadas como tales, como por ejemplo la determinación de la superestructura por la base o la lucha de clases como motor de la historia. De hecho, Marx y Engels propusieron el marxismo en oposición explícita a la práctica característica del idealismo, que partía de postular categorías abstractas, como el Espíritu Absoluto o las categorías trascendentales, para, a partir de ellas, interpretar o discurrir sobre la historia humana o el análisis de las relaciones sociales. En lugar de ir «del cielo a la tierra», siguiendo esa modalidad idealista, Marx y Engels propugnaban un ir «de la tierra al cielo». Precisamente sobre la base de la adhesión a este dictado, Williams impugnó el principio de la determinación de la superestructura por la base del marxismo ortodoxo, en la medida en que se sustenta en la presuposición (abstracta, apriorística, arbitraria incluso) de dos esferas deslindables una de otra; y Thompson cuestionó el uso indiscriminado del concepto de «clase social» para interpretar cualquier época histórica, ya que en muchos momentos este concepto no se corresponde con ninguna realidad empíricamente distinguible (Williams, 1980; Thompson, 1984). En estos casos, tanto Williams como Thompson encontraban propuestas supuestamente marxistas, es decir inspiradas en los escritos de Marx, que caían en el mismo vicio que el propio Marx había denunciado en el idealismo: la imposición intelectual de categorías abstractas sobre la realidad concreta histórica y experimentable.
Este tipo de contradicciones nos resultan difíciles de notar. Se vuelven escurridizas porque usualmente tenemos tan incorporadas las categorías con las que ordenamos la realidad que nos cuesta separarlas de lo propiamente percibido, al punto de que a menudo tenemos la sensación de que estamos aplicando rigurosamente el principio materialista, aunque en los hechos estamos agregando sobre lo que la experiencia concreta realmente ofrece categorías que la estructuran y la semantizan, provocando que pongamos énfasis o sobredimensionemos o incluso deformemos ciertos aspectos, desdeñando o silenciando otros que podrían ser más pertinentes para su comprensión, cuando no les agregamos propiedades que simplemente no están allí. En otra ocasión he discutido, por ejemplo, la cuestión de la identidad cultural de los habitantes del valle Calchaquí, en el noroeste argentino, un caso en el que se reproducen, mutatis mutandi, situaciones estructuralmente comparables de otras culturas indoamericanas. Sometidos por los discursos disponibles hegemónicamente, tanto en lo político como en lo académico, a la opción entre «criollo» e «indio», encuentran obstaculizada radicalmente la posibilidad de una autoevaluación de sus propiedades y capacidades como colectivo, inducidos a la adopción de signos y prácticas que permitieran un reconocimiento desde afuera en una u otra de esas categorías. Mientras tanto, los rasgos que de una manera más genuina podría decirse que surgen de sus propias prácticas y autoconcepciones, aparecen teñidos de ambig�edad para quienes los miran con la óptica de esa dicotomía excluyente (Kaliman, 1998).
En mi experiencia, la aplicación del principio materialista indefectiblemente lleva a una revisión sustancial de todas las primeras aproximaciones a cualquier fenómeno cultural bajo estudio, usualmente porque los estudiosos llegamos munidos de los prejuicios, las interpretaciones, las dicotomías y los énfasis de nuestros propios habitus profesionales (o, eventualmente, incluso de clase), y de los ordenamientos e inquietudes dominantes en el mundo académico. La academia es por supuesto también una cultura, aunque a muchos académicos les cueste asumir todas las consecuencias de esta relativización. Como tal, conlleva sus propios valores e interpretaciones, reflejo, eco, amalgama de las de los grupos sociales que la han dominado y la dominan, de las contradictorias perspectivas ideológicas que bullen en su seno, y también, claro, de los logros obtenidos a partir de su aspiración, cuando genuina, a un conocimiento intersubjetivamente convalidable.
La experiencia con los practicantes mismos de la cultura, su testimonio, la observación y participación en sus prácticas, cuando se realiza con un concienzudo y sistemático respeto por el principio de que la realidad manda sobre las categorías reorienta no sólo las hipótesis mismas de trabajo, sino a menudo el reconocimiento de qué es lo verdaderamente relevante para comprender la dinámica cultural correspondiente. Las categorías «cuentos del zorro» y «cuentos de animales», que se estudiaban como géneros en ciertas zonas de los Andes del norte argentino, resultaron ser, al menos en la investigación de Diego Chein en Amaicha, en el norte de Argentina, no reconocibles como tales por sus propios practicantes, que articulan esas formas textuales así categorizadas académicamente en un complejo de prácticas ligadas con una identidad altamente vulnerable a la presión de la modernidad. Los menores de edad que delinquen, por lo menos los de las villas de Tucumán, según los estudios de Lorena Cabrera, consideran lo que se categoriza como delitos desde el punto de vista legal y, por lo tanto, transitivamente, académico, como una opción entre muchas otras para salir adelante en un contexto de graves carencias y no como un tipo de conducta regular aislable de sus otras prácticas cotidianas (Cabrera, 2006; Chein, 2004).
He escogido un par de ejemplos de investigaciones desarrolladas en mi contexto inmediato, pero podrían multiplicarse al infinito, empezando por las investigaciones de los propios miembros del Centro de Birmingham. The Uses of Literacy, del propio Hoggart, implicó una revisión radical de las categorías con las que se analizaban las pautas culturales de la clase obrera. El trabajo de Brundson y Morley sobre la recepción del programa Nationwide, uno de los logros inaugurales de lo que Mattelart y Neveu llaman el «giro etnográfico» de Birmingham, transformó sustancialmente el análisis de las audiencias televisivas, a partir de la observación de lo que realmente ocurre en ellas (Hoggart, 1957; Brundson y Morley, 1978). Tales revisiones ocurren sistemáticamente en relación con aspectos más o menos fundamentales de las culturas que se intentan comprender. Metodológicamente, la aplicación cuidadosa y alerta del principio materialista, contra la tendencia natural ya mencionada a confundir nuestras categorías e interpretaciones con la realidad misma, es esencial no sólo para la reformulación de las hipótesis iniciales, sino también para la lectura crítica de muchos de los trabajos anteriores sobre el tema y sigue siendo un imperativo a todo lo largo de cualquier investigación, y aun debe estar presente, como una advertencia incorporada, en la propia exposición de los resultados.
Los esencialismos
Esto no quiere decir que los practicantes de la cultura, por el solo hecho de serlo, cuenten con explicaciones coherentes y cuenten con las categorías más acertadas para comprender su propia práctica. Todos los seres humanos primariamente vivimos nuestras culturas, las diversas culturas de las que participamos y tenemos una imagen formada de nuestras prácticas y nuestras identidades, pero sólo ocasionalmente reflexionamos sobre ellas. Muy pocos, a menudo es casi una labor especializada, lo hacen de manera regular, y en muchos casos esto es secundario para la práctica cultural misma. Las reflexiones sistemáticas, con afán explicativo y argumentado, que caracterizan la búsqueda académica, son para cualquiera de nosotros cuando nos movemos como simples practicantes de la cultura, más bien irrelevantes.
Ciertamente, en muchas prácticas culturales, y en particular las que están ligadas con identidades socialmente activas, y sobre todo cuando hay intereses significativos que movilizan los esfuerzos por consolidar esas identidades, se suscita algún grado de reflexión entre al menos parte de los miembros de los grupos humanos involucrados. No obstante, buena parte de esas reflexiones son en realidad parte de la práctica cultural misma, y aspira más a su consolidación, o a la de la identidad en la que cobra sentido, que a un esclarecimiento coherente y detenido de su dinámica. Típicamente, por ejemplo, los intereses más pragmáticos o, por decirlo, así, aparentemente más mezquinos, quedan desplazados frente a fines aparentemente más nobles o la apelación a valores que trascienden las conveniencias individuales.
El esencialismo es una figura clásica de estos discursos: la apelación a una suerte de entidad inalcanzable a la percepción directa, casi metafísica, a veces incluso ahistórica, que constituiría la fuerza subyacente a las conductas colectivas y que se expresaría en las manifestaciones de los actores sociales involucrados, más allá de su propia conciencia. Los discursos esencialistas muchas veces se acompañan del imperativo moral de la lealtad incondicional de los actores sociales, de tal modo que quienes ocupan las posiciones de saber desde las cuales se definen sus propiedades y sus supuestas tendencias históricas pueden erigirse en rectores de las conductas de los colectivos, en la medida del grado en que se haya consolidado esa atribución de saber.
Los esencialismos han sido funcionales a grupos socialmente dominantes, por ejemplo para construir una supuesta unidad por encima de las diferencias de clase y legitimar, al mismo tiempo, la posición de privilegio de esos sectores, como en el caso de la definición del gaucho como emblema de la identidad nacional argentina, instrumentada por intelectuales ligados a la oligarquía terrateniente en ese país a comienzos del siglo XX. Sin embargo, los esencialismos también son operativos en posiciones contrahegemónicas. Vistos desde el lado positivo, sirven para abroquelar solidariamente voluntades cuyos esfuerzos de otra manera podrían dispersarse por la acción de los intereses individualistas, a la vez que instalan un punto de referencia, por simbólico e imaginario que sea, desde el cual contrarrestar los discursos hegemónicos instrumentales para la sumisión de la subalternidad. Las identidades indias surgidas en territorio argentino, sobre todo luego de la reforma de la Constitución de 1995 que dictaminó los derechos de las poblaciones originarias sobre las tierras de sus ancestros proporcionan ejemplos de este costado relativamente positivo del esencialismo. Muchos de estos grupos adoptaron, ante la falta de una tradición propia sobre la base de la cual organizar sus reclamos, signos tomados de un incario que probablemente no sólo no fueron nunca propios de las poblaciones originarias cuya herencia reclamaban, sino que incluso en algunos casos habían sido interpretados por ellas como emblemas de un amenazante imperialismo. A pesar de estas contradicciones, que no eran sino la consecuencia de una importante desconexión histórica provocada por la colonización y consecuente estigmatización de las culturas originarias más vulnerables, la estrategia en conjunto puede considerarse legítima desde un punto de vista político, frente a la necesidad práctica de la consolidación de una identidad víctima de un avasallamiento secular.
Los esencialismos en el seno de grupos contrahegemónicos entrañan, no obstante, el riesgo político de todos los esencialismos: la configuración de un grupo de poder dentro del propio grupo subalterno, vehiculizado a través de la supuesta autoridad en la definición de la esencia, que en última instancia se erige como el definidor de lo que ha de ser el bien común e incluso como árbitro de los problemas que han de preocupar al colectivo y de las conductas que ha de seguir en relación con ellos. El caso de Domitila Chungara reclamando no sentirse representada por las intelectuales feministas de clase media y alta, de sociedades occidentales, que conducían un gran congreso internacional feminista al que había sido invitada, es sólo un ejemplo que fue particularmente resonante de estos avasallamientos en el interior de grupos movidos, por otra parte, en primera instancia, por reivindicaciones legítimas. Los debates en torno al testimonio de la dirigente minera boliviana, publicado bajo el título de Si me permiten hablar, (debates que se refería a quién y cómo fue que finalmente «le permitió» hablar a Domitila Chungara) dan cuenta de las complejas vías en que las estructuras de poder siguen afectando en el interior mismo de grupos que se alzan legítimamente en contra de la dominación (Barrios y Wiezzer, 1977).
Estos riesgos políticos pueden interpretarse, en verdad, como una consecuencia del vicio epistemológico de los esencialismos, su contradicción definitiva con el principio que aquí vengo llamando como materialista: se trata de una (y usualmente, más de una) categoría abstracta desde la cual se interpreta la realidad de las subjetividades humanas concretas y las concretas relaciones entre ellas. Spivak ha barajado con detenimiento en varias ocasiones las complejas implicaciones de lo que ella llama precisamente el «esencialismo estratégico». Sus reflexiones me retrotraen a las de Gramsci sobre la relativa utilidad política que ciertas interpretaciones mesiánicas de un supuesto determinismo de la historia podían tener en momentos de desaliento, pero con la advertencia de que semejantes operaciones «compensatorias» de los vaivenes de la lucha no debían trasladarse más allá de esa única, e incluso para él no del todo convicente, finalidad (Spivak, 1990; Gramsci, 1970). Estas referencias muestran la larga tradición de este dilema de los estudios culturales, un dilema que puede formularse de la siguiente manera: ¿corresponde que subordinemos nuestras prácticas de producción de conocimiento a las conveniencias de los grupos que juzgamos víctimas injustas de las estructuras de poder, defendiendo a ultranza las interpretaciones que mejor se avienen con los intereses de estos?
Creo que el dilema seguirá en pie por mucho tiempo y que cada uno lo resolverá de diferentes maneras en diferentes circunstancias. Sin entrar a considerar las múltiples variables que habrían de tenerse en cuenta en cada caso particular, creo importante, sin embargo, subrayar que cualquiera sea la opción que se tome, la producción de conocimiento fidedigno sigue siendo la función social que nos cabe. Completando el ejemplo citado de Gramsci, éste enfatizaba que aun si optamos por el uso estratégico de una interpretación mesiánica del determinismo, en el caso de una derrota momentánea o parcial en la larga batalla por una sociedad justa, eso no debe hacernos olvidar que los mesianismos son ilusorios, que la historia no depende sino de la acción o inacción de los seres humanos y no está pre-determinada por ningún factor ajeno a ellos, sea la Divina Providencia, el Espíritu Absoluto o unas supuestas fuerzas que conducen indefectiblemente a la sociedad sin clases, por encima o independientemente de lo que piensen y quieran los actores sociales concretos. De la misma manera, aun si, en razón de la conveniencia de un grupo humano que consideramos víctima de una injusta desigualdad estructural, optamos por avalar, por acción u omisión, por ejemplo, la validez de un discurso esencialista, eso no puede hacernos olvidar que el esencialismo no es una categoría científica, sino en todo caso un hecho de fe, y por lo tanto válido únicamente para la cultura en la que se ha difundido, y por lo tanto allí mismo, incluso, pasible de crítica ideológica. El esencialismo es parte de la cultura que se estudia, no una categoría de análisis de esa cultura, por lo mismo que esas esencias, sin duda, no se siguen del principio materialista.
Las preguntas de una epistemología materialista
La influencia de Robert McKee Irwin y Mónica Szurmuk ha tenido, en estos últimos años, un beneficioso efecto sobre mí, al inducirme a considerar con atención aspectos de mi trabajo que me habían pasado desapercibidos hasta entonces (McKee y Szurmuk, 2009b). Me refiero al de la enseñanza de los estudios culturales o, como yo prefiero llamarlo desde hace bastante, la sociología de la cultura. De las reflexiones a las que me ha llevado esta nueva atención brindada al modo en que procedo en mis cursos y en la dirección de proyectos y tesistas, resulta pertinente aquí la de un conjunto de preguntas que suelo proponer a alumnos y dirigidos, y a mí mismo en el curso de mis investigaciones. Son preguntas referidas a categorías centrales para el tema que se pretende estudiar o para las hipótesis que se barajan en torno a él: ¿Cómo existen en la realidad? ¿Cómo hacemos para distinguir los fenómenos de la realidad concreta que son instancias de esas categorías de los que no lo son? Y la que todavía es más compleja, pero igualmente interesante: ¿qué nos hace pensar que habrá muchas instancias de aplicación de esa categoría?, equivalente a preguntarse: ¿por qué pensamos que es operativa para producir generalizaciones? Vinculadas con estas, hay otras preguntas, ya no referidas a las categorías, sino a las proposiciones en las que éstas entran y a través de las cuales formulamos hipótesis o dejamos sentadas presuposiciones o, incluso, postulados, como la de ¿cómo podemos proceder para saber si esa proposición es verdadera o no en la realidad concreta?
Es curioso que usualmente damos por sentadas las respuestas a preguntas tan básicas como éstas y, como puede verse, barómetros del grado de materialismo de nuestras aproximaciones. Pero sólo al tratar de formular explícitamente las preguntas y dar forma lo más precisa posible a las respuestas, descubrimos complejidades, imprecisiones, prejuicios, descubrimientos que por sí solo nos permiten reorientar adecuadamente cualquier proyecto de investigación. No es el menor beneficio de estas operaciones el descubrir que usamos una categoría o suponemos la verdad de una proposición sólo porque es moneda corriente en el discurso académico, que no nos proporciona sin embargo, complementariamente, argumentos incontestables para seguirlas sosteniendo y aplicando. En el seno del proyecto que dirijo, nos hemos esmerado por desbrozar todo el terreno conceptual y teórico en el que trabajamos, sólo para descubrir las dificultades que entraña el hacerlo y todo lo que queda por seguir haciendo en este respecto. Fruto de este esfuerzo es, por ejemplo, un volumen en el que recogemos nuestros avances en pos de un concepto de identidad que sea empíricamente reconocible en las subjetividades concretas y sus relaciones (Chein y Kaliman, 2006). Desde 2006, estamos embarcados en una tarea semejante ni más ni menos que con el concepto de «poder». Es sorprendente, a pesar de la importancia política y epistemológica de este concepto, cómo se usa en una cantidad de sentidos diferentes, pasándose inadvertidamente de uno al otro, muchas veces de manera imprecisa y muy esporádicamente, sólo muy esporádicamente, puede decirse que es posible reconocer sin asomo de duda cuáles son los hechos concretos, a los que se está refiriendo, y sobre los cuales entonces está proponiendo generalizaciones.
Encuentro que es demasiado común que los estudios culturales pasen por alto la importancia de este tipo de preguntas (no sólo los estudios culturales, claro. Es igualmente común en otras ciencias sociales y humanas), así como el problema epistemológico que ellas plantean. Cuando se hacen, estas interrogaciones suelen despacharse con un no disimulado apuro, como cumpliendo una mera formalidad, ya que parece suponerse que no puede ponerse en duda la instrumentalidad cognoscitiva de las categorías y proposiciones que «todo el mundo» acepta, o por lo menos «todos los que están políticamente de acuerdo conmigo». Sin embargo, aun para las categorías que más nos convencen, este tipo de examen las vuelve más productivas. Y hay muchas otras que revelan sus falencias, desde limitaciones hasta presupuestos ideológicamente sospechosos, pasando por vaguedades o usos impropios, en las cuales corremos el riesgo de caer sin este tipo de análisis.
En los estudios culturales, tal vez por la importancia que tuvieron los estudios literarios en su genealogía, es muy común, por ejemplo, la apelación a metáforas, cuyas connotaciones impropias no se explicitan y que por lo tanto pueden seguir resonando indebidamente más allá de la mera rotulación. Por ejemplo, cuando hablamos de «legado colonial», por cierto no nos referimos a que el período colonial (que no es ni siquiera un sujeto, claro está) ha dejado un testamento en el que otorga al período contemporáneo la propiedad de determinada práctica o determinadas relaciones sociales. Queremos decir algo así como que esa práctica o esa estructura de relaciones sociales, existente en el período colonial, y propia de la estructura social e ideológica de esa época, ha seguido reproduciéndose hasta nuestros días. En última instancia, se trata básicamente de una analogía: esto de hoy se parece a lo de ayer. Pero claro está, entendemos más que eso. Entendemos, por ejemplo, que eso no debería haber sucedido así, porque esas estructuras ya no corresponden a estos tiempos de descolonización. Esto implica una serie de presuposiciones que habría que explicitar, ya que por cierto no todo lo que es hoy igual que ayer es igualmente criticable. Por otra parte, este concepto subraya la analogía, por lo cual parecería que si pudiéramos encontrar que a lo largo del tiempo la estructura se ha modificado en algunos aspectos, como seguramente ha ocurrido, la categoría ya no sería apropiada, cosa que, obviamente, no es lo que queremos. Habría que explicitar entonces cuáles son los rasgos que hacen de determinado fenómeno un «legado colonial» y cuáles, en cambio, no son relevantes para tal denominación. Por otra parte, un problema con esta categoría que no es inmediatamente visible tiene que ver con el modo en que se reproducen las estructuras sociales. La metáfora del legado sugiere que hay algo que simplemente nos ha sido otorgado por el pasado (¿por quién exactamente?) sin que lo pidamos, claro está. De modo que bastaría entonces con rechazarlo. Pero ocurre que las estructuras sociales se reproducen de maneras mucho más complejas que las de simplemente dar y recibir o rechazar, complejidad que es crucial escudriñar y tratar de comprender profundamente si es que se pretende producir transformaciones sociales sustentables, y que, sin embargo, a mi parecer, está ausente en muchas de las ocasiones en que se usa el término. Por cierto, esto no ocurre en todas las ocasiones, pero sí en muchas, y creo que eso se debe a que tendemos a contentarnos con una metáfora y sus sugerencias y no con las preguntas cruciales sobre cómo esas rotulaciones se vinculan con la realidad experimentable.
El hecho es que una buena parte de las categorías y modelos implícitos que usamos en los estudios culturales tienen una historia independiente de la consideración estrictamente materialista: no han surgido como abstracciones provisorias de la consideración detenida de los seres humanos concretos y sus relaciones concretas. Y las que sí, tienden muchas veces a usarse de maneras que cobran independencia: se cristalizan como categorías con vida propia, para aplicarse a priori sobre distintas realidades, y en general, para que pueda darse ese proceso, se flexibilizan en su alcance y se vuelven imprecisas, como ocurre a menudo por ejemplo con categorías como habitus o capital simbólico, para cuya acuñación Bourdieu, pese a ciertos tics estructuralistas, apeló a la observación minuciosa y detenida de muchas conductas humanas.5
Cierro aquí entonces la que quiero proponer como contribución al debate que nos ha reunido. He tratado de dar argumentos para defender la posición de que los estudios culturales tienen un conocimiento que producir, un conocimiento que es contestatario de las dinámicas que una y otra vez reproducen desigualdad en injusticia en nuestras sociedades. Que, por lo tanto, está en condiciones de sumarse a la lucha por contrarrestar, y por qué no soñar, eliminar estas desigualdades. Pero esta potencialidad no está asegurada de antemano, por el solo hecho de estar inscriptos en una corriente contestataria dentro de las instituciones tradicionales. Implica una responsabilidad epistemológica tanto como una responsabilidad política. Responsabilidad que incluye una constante revisión de sus propios logros para que cada vez estemos un poquito menos equivocados.
Pie de página
3He argumentado por primera vez esta interpretación en Kaliman (1999). Un sustancioso panorama general de las perspectivas teóricas avanzadas en la tradición crítica latinoamericana puede consultarse en D'Allemand (2001). Aunque no coincide del todo con mi análisis, Palermo (2005) ofrece un amplio e informado cuadro de las diferentes líneas que, con un cierto compromiso político, bullen en el campo de los estudios culturales latinoamericanos a comienzos del siglo XXI. V.tb. la excelente síntesis histórica de McKee Irwin y Szurmuk (2009a).Bibliografía
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