La experiencia de la corporalidad en imágenes. Percepción del mundo, producción de sentidos y subjetividad1
The bodily experience through images. World perception, production of meaning and subjectivity
A experiência da corporalidade em imagens. Percepção do mundo, produção de sentidos e subjetividade
Resumen
Este artículo parte de la doble dimensión que desde la antropología y la sociología se reconoce al cuerpo como receptor y productor de significados culturales. El interés del mismo es reflexionar sobre el efecto de las imágenes mediáticas en la corporalidad en las sociedades contemporáneas. La doble dimensión se traslada, para el análisis que aquí nos interesa, al cuerpo representado y al cuerpo perceptor de su propia imagen, espejada en otros cuerpos. A los fines de este trabajo, consideraré los modos en que se asienta la relación de los sujetos con la corporalidad a partir de y a través de la imagen: a) el cuerpo como lugar de la experiencia perceptiva del mundo; b) el cuerpo como lugar de producción de sentidos sobre las imágenes de otros cuerpos; y c) el sujeto frente a las imágenes de su propio cuerpo.
Palabras clave: subjetividades - Corporalidad - Imágenes.
Abstract
This paper views body as a receptor and producer of cultural meanings from the anthropological and sociological perspectives. It intends to reflect on the effect of media images on corporeality in contemporary societies. The double dimension is moved, as far as we are concerned here, to the body represented and the body perceiving its own image, mirrored on other bodies. As per the extent of this work, I will consider the ways how subjects' relationship to corporeality is settled from and through body image: a) the body as the location of the world's perceptive experience; b) the body as the place where meanings other bodies' images are produced; and c) the individual face to his/her own body's images.
Key words: subjectivities, corporeality, images.
Resumo
Este artigo parte da dupla dimensão que, a partir da antropologia e da sociologia, reconhece o corpo como receptor e produtor de significados culturais. O interesse é refletir sobre o efeito das imagens midiáticas na corporalidade nas sociedades contemporâneas. A dupla dimensão desloca-se, na a análise aqui apresentada, para o corpo representado e para o corpo perceptivo de sua própria imagem, espelhada em outros corpos. No final do artigo, consideram-se os modos nos quais se baseia a relação dos sujeitos com a corporalidade a partir e através da imagem: a) o corpo como lugar da experiência perceptiva do mundo; b) o corpo como lugar de produção de sentidos sobre as imagens de outros corpos; c) o sujeito perante as imagens de seu próprio corpo.
Palavras chave: subjetividades, corporalidade, imagens.
Introducción
La experiencia del sujeto que percibe refiere necesariamente a las imágenes del propio cuerpo pero también a las de otros cuerpos, ya sean los cuerpos temidos del dolor -representados en las imágenes de catástrofes, atentados, guerras, etc.-, ya sean los cuerpos ideales del bienestar, incluyendo la salud, la belleza, la espiritualidad -propagados para el consumo tanto de productos materiales como de prácticas inmateriales.
A lo largo del artículo reflexiono sobre algunas preguntas de investigación en torno al modo en que la experiencia de la imagen expresa la relación de los sujetos con su propio cuerpo y los demás en la sociedad contemporánea. ¿Cuál es el rol de las imágenes mediáticas del cuerpo en nuestra sociedad? ¿Con qué representaciones sociales del cuerpo se corresponden (el cuerpo objetivado del sujeto o el sujeto corporizado)? ¿Qué relación hay entre las imágenes del cuerpo y la construcción de experiencias de la corporalidad? ¿Qué expresa nuestra manera de relacionarnos con las imágenes del cuerpo sobre el modo en que construimos alteridades e identidades?
Como veremos algunos enfoques desde los que fue abordado el cuerpo en las ciencias sociales resultan complementarios al considerar el cuerpo constituido por lo social -portador de significados- y el cuerpo constituyente -generador de significados-. Estas dos dimensiones enlazadas permiten pensar el entramado simbólico que hace de la corporalidad una construcción socio-cultural a la vez que personal, y el modo en que ambas esferas se relacionan entre sí en la vida cotidiana de los sujetos. Analizo en este trabajo, la forma en que estas dos dimensiones de la corporalidad adquieren en nuestra relación con las imágenes. La manera en que el cuerpo es representado bajo una modalidad particular de visión -la de la sociedad globalizada contemporánea-, nos puede ayudar a pensar la relación de los sujetos con la corporalidad a partir de y a través de la imagen. Indago en el modo corporizado en que nos relacionamos con las imágenes y con los otros sujetos de las mismas, es decir poniendo en juego nuestras sensaciones, emociones, etc.
La consideración del cuerpo como receptor de significados sociales fue instalada fuertemente desde diferentes enfoques. Desde la antropología fue Mary Douglas quien, siguiendo a Marcel Mauss, definió el cuerpo humano como metáfora de la sociedad, es decir, cuyas ideas resultan condicionadas por las ideas sobre la sociedad3. Por su parte, el filósofo Michel Foucault otorgó a las categorías lingüísticas el poder de determinar la experiencia corporal, al punto de que el cuerpo apareció completamente constituido por el discurso. Finalmente, el énfasis puesto por el interaccionismo simbólico de Erving Goffman en el manejo del cuerpo como un recurso para construir una particular versión de sí mismo en cada encuentro social, abría una vía para pensar la agencia. Pierre Bourdieu fue tal vez quien más se acercó con su noción de habitus, a considerar al cuerpo como constituyente a la vez que constituido por lo social4, pero aún así quedaba todavía sin abordar lo que el cuerpo significa (y las razones por las que es en el cuerpo por excelencia, más que en otros fenómenos, donde se inscribe lo social) (Shilling, 1993).
A los enfoques que bajo el paradigma semiótico que considera a la cultura como texto se centran principalmente en el cuerpo como representación, se enfrentaría más recientemente y de manera complementaria, el paradigma fenomenológico de la corporalidad. En esa línea, Thomas Csordas, reuniendo los trabajos de Merleau-Ponty respecto a la percepción y de Bourdieu respecto a las prácticas, propone pensar el cuerpo ya no como objeto a ser estudiado en relación con la cultura, sino como «el suelo existencial de la cultura» (1990:5). De tal forma, busca trasladarse de una antropología «del» cuerpo al paradigma de la corporalidad, que permita pensar la dialéctica entre cuerpo y objetivación5. El cuerpo ya no sólo es pensado como producto social, sino también como generador de significados intersubjetivos. Este paradigma otorgaría al cuerpo un lugar activo en la práctica social, y por ende, en la teoría social.
Por su parte, Michael Lambeck propone una relación dialéctica entre dos polos de la persona: la objetivación conceptual y las prácticas corporizadas. El primero corresponde a la imaginación (los conceptos que guardamos en la mente y codificamos en el lenguaje sobre el cuerpo y la mente), mientras el segundo corresponde a la corporalidad (la acción performativa sobre el cuerpo y la mente)6. La dinámica entre estos dos aspectos involucra a la sociedad.
A los fines de este trabajo, consideraré los modos en que se asienta la relación de los sujetos con la corporalidad a partir de y a través de la imagen, teniendo presente este ida y vuelta entre sujeto y poder, cuerpo y sociedad. Estos modos son: a) el cuerpo como lugar de la experiencia perceptiva del mundo; b) el cuerpo como lugar de producción de sentidos sobre las imágenes de otros cuerpos; y c) el sujeto frente a las imágenes de su propio cuerpo.
En la primera parte discuto la centralidad del sentido de la vista en nuestra sociedad, los esquemas de percepción que los medios globalizados de la imagen pretenden universalizar. En la segunda reflexiono en torno de los efectos de las imágenes -de otros cuerpos- sobre el cuerpo y los sentidos atribuidos por el sujeto, es decir, el cuerpo como productor de significados culturales. En la tercera pienso la subjetividad en relación con la producción de sentido en torno de la identidad y la alteridad, o sea, la relación del sujeto contemporáneo con el mundo, a través de las imágenes que éste adjudica a los cuerpos de los otros y al nosotros.
a. Visión, cuerpo y experiencia del mundo
Si cada cultura construye sensorialmente su experiencia del mundo de un modo particular7, pareciera incuestionable que la sociedad contemporánea occidental funda su experiencia del mundo en el sentido de la vista por sobre los demás. Así, nuestra visión del mundo designaría un sistema de representación que se basa en la hegemonía de la vista, del cual extraemos nuestras referencias sociales y culturales para comprender, conocer, creer y relacionarnos con nuestro entorno social y natural.
La vista habría adquirido cada vez mayor importancia, por sobre los sentidos de la proximidad (el olor, el tacto, el oído, el gusto), acompañando el naciente individualismo de las sociedades occidentales modernas, que establecen un alejamiento primero respecto del otro (Le Breton, 2007:37) y luego respecto al propio cuerpo (con la anatomía, la medicina convirtió los cuerpos en objetos de estudio y logró volver visible lo hasta entonces invisible) (Foucault, 2004)8. A su vez, este ocularcentrismo se basaría en una infinidad de metáforas visuales con las que nos referimos a nuestro mundo (punto de vista, visión del mundo, perspectiva, etc.) y de prácticas sociales y culturales que fueron privilegiando la visión a lo largo de la historia (Jay, 2007). El cambio en los modos de representación fue inseparable de una reorganización del conocimiento y la producción humanas que venía gestándose con anterioridad a la expansión de nuestra capacidad de ver por medio de instrumentos (el telescopio, el microscopio, la cámara fotográfica, etc.) (Crary, 1996)9.
En ese contexto, la confianza en la verdad de la imagen residía en una mirada estandarizada del cuerpo del sujeto moderno: habría sido la pintura renacentista la que inauguró la «ventana al mundo» que luego definirá a la fotografía y a la pantalla del cine, la tv e internet. Esta mirada a través de una ventana separa al sujeto occidental moderno del mundo por conocer (Belting, 2007:56)10. Es en esta distancia entre sujeto y mundo, que la vista cumple su función mejor que cualquier otro sentido.
Sin embargo «para que el objeto pueda existir respecto del sujeto, no basta que éste lo abarque con su mirada (...) se requiere además que sepa que lo capta o lo mira, que se conozca en cuanto lo capta o lo mira» (Merleau-Ponty, 1985:252). El problema, dirá Merleau-Ponty, es que en general el sujeto no es consciente de que percibe, porque el acto de percepción es ingenuo, es con el cuerpo (por eso requiere de una visión reflexiva posterior: que el sujeto se conozca a sí mismo percibiendo y no como resultado de un automatismo): la síntesis perceptiva del mundo la realiza el cuerpo, pero parece venir dada en el objeto percibido, en el mundo. De ahí deriva lo que vivimos como una separación del mundo al cual pretendemos captar, conocer, controlar con la mirada11.
Ahora bien, la centralidad de la visión en las sociedades modernas occidentales podría ser puesta en cuestión. En primer lugar, como argumenta W.J.T Mitchell (2002) el término cultura visual no refiere a la cultura occidental moderna sino a las prácticas sociales de la visualidad humana. Entonces, por definición toda cultura es visual: toda cultura supone una construcción visual de lo social, además de una construcción social de lo visual (2002:175). En todo caso, lo que en las sociedades modernas occidentales es considerado como una hegemonía de la visión, no es más que una construcción social de ese sentido y como tal no puede ser extendida a toda la humanidad ni siquiera en épocas de globalización. No sólo porque otras sociedades priorizan otros sentidos para relacionarse con el mundo, sino porque a pesar de lo que puede parecer una «creciente universalización de los esquemas de interpretación de la imagen, ésta es siempre de carácter social, cultural e histórico» (Le Breton, 2007:73).
Mientras tanto, el intento por separar los aspectos culturales y naturales de la visión, no resulta de mucha utilidad. En el marco de lo que se denominó el giro visual, la visión fue definida como la operación psicológica de la mirada y la visualidad como un hecho social (Hal Foster, 1988). Sin embargo visión y visualidad no pueden oponerse entre sí, ya que la visión es necesariamente social e histórica y la visualidad involucra al cuerpo y la mente12. Como producto de la socialización, la vista requiere de un proceso de domesticación: «toda percepción es una moral» (Merleau-Ponty, 1985:69). La mirada es prospectiva y retrospectiva, es la síntesis del pasado en el presente (la percepción reanuda una experiencia adquirida, previa al sujeto), es decir que la percepción se me da por un impersonal -social- que percibe a través mío. En consecuencia, la relación del sujeto con el mundo no sólo reside en el espacio que los separa sino también en el tiempo. Según Merleau-Ponty el cuerpo se convierte en vehículo de esa temporalidad y esa espacialidad implícitas desde las que observamos:
En segundo lugar, podríamos preguntarnos si estamos realmente ante una hegemonía de la visión, y más aún si existe un modo exclusivamente visual de captar el mundo, incluso de captar una imagen de él. En ese sentido, W.J.T. Mitchell (2005) argumenta que no hay medios visuales -como nos gusta llamar a la fotografía, el cine, la tv e incluso algunos a Internet-, no sólo porque en todos se incluyen además el oído y/o el tacto13, sino principalmente porque no hay percepción puramente visual.
Ya sea haciendo eco de los aportes de los estudios visuales o de la fenomenología de la percepción, nos vemos impedidos de sostener tal exclusividad de la visión, aún en nuestras sociedades occidentales. El sujeto percibe el mundo hecho carne con él, de un modo en que cada sentido no es ni puro ni completo, sino producto de la experiencia de su existencia en el mundo. Para Merleau-Ponty «La unidad del espacio sólo se da en el engranaje de los sentidos» (1985:236). Así, sostiene que la visión requiere principalmente del tacto, ya que «lo visible está tallado en lo tangible» (1970).
En todo caso, la pregunta sería, cómo llegó lo visual a volverse tan potente, cómo fue que el ojo se tornó tan idolatrado a la vez que demonizado (Jay, 2007). Algunos sostienen que estaríamos ante una crisis de representación o un auge de los simulacros (Baudrillard, 2007): un nada novedoso cuestionamiento de la capacidad de la imagen para documentar la realidad, un re-descubrimiento de su capacidad de mentir (lo que equivale a decir que estamos ante una puesta en cuestión de esta construcción social de lo visual). Aún así, «en secreto todavía creemos en ellas» (Belting, 2007:24). Las imágenes no serían más que versiones de lo real, eso lo sabemos, pero la creencia aún en su verdad intrínseca sería tal que las guerras y los acontecimientos políticos se realizan a fuerza de imágenes14. Incluso la ausencia de imágenes puede ser también parte de la guerra, limitando la posibilidad de un duelo público de los muertos para pasar inmediatamente a una acción que reestablezca rápidamente el orden (Butler, 2006:56).
Pero ¿cómo sería posible descentrar la visión en sociedades que se definen constantemente por la invasión de imágenes, por el poder de los medios de comunicación? ¿Puede recuperarse ese sujeto encarnado que se relaciona con el mundo desde su aquí y ahora, su ser-en-el-mundo? ¿O debemos resignarnos a un dualismo que relega la percepción a la esfera de la contemplación por un sujeto pasivo excluyendo toda re-acción del cuerpo ante las imágenes del mundo?
b) Mirar otros cuerpos: sentidos corporizados de la alteridad
Percibo la ira o la pena en el otro en su conducta, en su rostro o sus
manos, sin recurrir a ninguna experiencia «interna» de sufrimiento o
ira, y porque la pena y la ira son variaciones de la pertenencia al mundo,
indivisas entre el cuerpo y la conciencia, e igualmente aplicables a la
conducta de los otros, visible en su cuerpo fenomenológico, como en mi
propia conducta como se me presenta a mí.
(Merleau-Ponty 1962:356 t/n)
Para recuperar la primer parte de la dialéctica que el paradigma de la corporalidad supone, cuando pensamos el cuerpo como receptor de significados culturales debemos preguntarnos también por el carácter específico que adquiere la recepción de imágenes en él. Aunque tendemos a pensar la visión como una mirada descorporizada más que como un «girar hacia», ésta implica un compromiso corporal tanto como los demás modos corporizados de atención, para usar el término de Csordas (1993). Esta noción amplia el campo de comprensión de los fenómenos de atención y percepción y sugiere que atender al propio cuerpo puede decirnos algo sobre el mundo y los que nos rodean, ya que implica la atención a los cuerpos de otros15.
La percepción de imágenes de cuerpos dolientes provoca efectos en nuestro propio cuerpo (rostros sufrientes por alguna pérdida, cadáveres, cuerpos mutilados, ensangrentados, o la ausencia de cuerpos, la desaparición, la muerte representada simbólicamente por las ropas, el calzado, las siluetas, etc.). La emoción que sentimos, es pensamiento en movimiento, es acción (Le Breton, 1995). La multisensorialidad no sólo interviene en la percepción, sino también en nuestra reacción corporal ante las imágenes: nos estremecemos, tensionamos, enmudecemos, tal vez lloramos... Pero aún así, los efectos corporales nunca dejan de ser imaginados: no sólo porque responden a imágenes sino porque co-responden a la capacidad de imaginar empáticamente un dolor que no se vivió jamás en el propio cuerpo, pero que es sólo imaginable en la medida en que se comparte un mundo de significados y de sentidos (Didi-Huberman, 1997). Sentidos y sentimientos ya que «sentir nunca se da sin que se pongan en juego significados» (Le Breton, 2007:16). Es necesario entonces pensar esta relación en términos intersubjetivos: «reconocer la corporalidad de nuestro ser-en-el-mundo es descubrir un sustrato común donde yo y el otro somos uno» (Jackson, 1989:135 t/n).
La otra pieza de la dialéctica, supone que el cuerpo no es sólo receptor de imágenes sino también el lugar en que éstas adquieren nuevos significados. Con H. Belting, pienso el cuerpo como el lugar de las imágenes, lugar que no sólo las alberga (pintura ritual, máscaras, etc.), sino lugar en el que éstas adquieren sentido. Si «las imágenes a las que atribuimos un significado simbólico en nuestra memoria corporal son distintas de aquéllas que consumimos y olvidamos» (2007:42), entonces es posible que la mayoría de las imágenes que recibimos de los medios no queden grabadas en nuestra memoria ni en nuestro cuerpo16. Pero esto ¿equivale a decir que estamos anestesiados17 ante el dolor de los demás? Si fuera así, ¿por qué necesitamos representarlo o por qué todavía lo hacemos18? ¿Puede la causa de tal representación ser solamente adjudicada al espectáculo mediático del horror? ¿O es que hemos depositado en los medios nuestra experiencia del mundo?
Pero detengámonos un poco para explicar lo que está en medio de la imagen y del cuerpo. Siguiendo nuevamente a Belting, el concepto de medio es entendido aquí no en términos exclusivamente tecnológicos sino antropológicos: los «medios de la imagen» son más que los medios técnicos, implican también modalidades de representación. Así, se construye una doble relación: por un lado los medios son portadores de imagen, permitiendo que las imágenes del cuerpo funcionen reemplazando el cuerpo ausente (por ejemplo del muerto para función ritual), el medio se convierte así en un cuerpo simbólico. Por otro lado, los medios circunscriben y transforman nuestra percepción corporal (dirigen nuestra experiencia del cuerpo mediante el acto de observación) (2007:17)19. De modo que nuestra percepción corporal está sujeta a la dinámica de cambio continuo en los modos de representación. Cada cambio en el modo de representación se halla potencialmente en los espectadores antes de que se produzca el cambio tecnológico que le de forma20.
En ese sentido, el surgimiento de una sensación de autoalienación en los contextos del industrialismo primero y del fascismo después, habría ido acompañada por cambios en la concepción del cuerpo y en la percepción. Buck-Morss (2005) afirma que la percepción social del cuerpo se transforma con el industrialismo: la población era considerada una masa, un cuerpo colectivo, un organismo, que debía ser insensible ante su propio dolor (la exclusión, la alienación). Es en ese proceso de autoalienación que la percepción se habría dividido en tres dimensiones: la del cirujano que actúa sobre el cuerpo, la del cuerpo del paciente como objeto y la aparición del público observador de tal operación. De esta forma también queda dividida la experiencia sinestésica21: la experiencia del agente (el cirujano) se distancia de la corporal (del paciente) y también de la cognitiva (del observador).
Ahora bien, nos interesa señalar que este observador no sólo se distancia corporalmente (aunque intentaremos precisamente matizar esta separación) de la acción, sino también espacial y temporalmente gracias a los medios de la imagen. De modo que más allá del contexto histórico-cultural en que cada imagen fue creada, como representación compartida por un grupo social en una época, debemos considerar los múltiples y posteriores usos a lo largo del tiempo y los lugares. Las imágenes se convierten en una presentación ante nosotros hoy, interpelándonos22 como observadores, con una vida propia que excede a su autor (Moxey, 2008). Es decir, somos nosotros como sujetos sociales quienes les damos sentido: «Animamos a las imágenes como si vivieran o como si nos hablaran» (Belting, 2007:16). Hacemos énfasis en la agencia de las imágenes que producen efectos en nosotros, pero también en nuestra praxis sobre las imágenes ¿qué hacemos con lo que ellas nos provocan?23
Georges Didi-Huberman (1997) reflexiona sobre los dos modos de evitar el vacío provocado por el ver la muerte: la tautología (lo que vemos no nos mira) y la creencia (lo que nos mira se resolverá más adelante). La primera, implica afirmar que sólo existe lo que se ve, y por consiguiente negar que haya algo por detrás de esa imagen (por ejemplo, que no hay cuerpo detrás de la tumba visible). Esta actitud es la de la indiferencia e incluso el cinismo. La segunda, pretende por el contrario querer trasladarse más allá de lo que se ve, querer superarlo, imaginando lo que hay detrás. Es la actitud de la creencia en el más allá, el cuerpo de la tumba se imagina todavía bello, pleno, mientras la vida ya no está allí sino en otra parte24. Ninguna de estas modalidades del ver puede ver las imágenes de la muerte, del vacío. Por el contrario, son dos caras de la misma moneda, dos mecanismos para negar tal vacío, quizás porque el mismo se vuelve insoportablemente incomprensible, inaprehensible.
En términos similares, Judith Butler (2006) sostiene que el poder normativo funciona bajo esquemas de inteligibilidad que establecen qué es humano y qué no, qué es representable y qué no25. Así, «ciertas vidas y muertes o bien son irrepresentables o bien son representadas bajo formas que vuelven a inscribirlas dentro de la guerra, una vez más. En el primer caso se trata de un borramiento por omisión, en el segundo de un borramiento por medio de la propia representación» (Butler, 2006:184). Es decir, que o el horror es irrepresentable, o es tan deshumanizadamente representado que no logramos identificarnos con él.
Y tal vez, esta sea una manera de explicar nuestra actitud ante las imágenes del dolor de los cuerpos: evitar -por medio del olvido- que la imagen externa se fije en nuestra mente, que ese dolor se plasme en nuestro cuerpo de alguna manera, evitar toda reacción, y buscar creer en algo, más allá de esa imagen visible, que justifique tal sufrimiento en el otro, y que legitime nuestro deseo de bienestar retardando la enfermedad, la vejez y en ultima instancia, la muerte. La expresión que expresa la paradójica relación que tenemos con las imágenes como medios, es la de que vivimos, como nos gusta decir, «invadidos por imágenes». La invasión refiere a la sensación de interpelación de la que habla Butler, a pesar del deseo de mantener nuestro cuerpo aislado de toda emoción, separado de toda experiencia del mundo.
La creencia en la preeminencia de lo visual permite sostener la fantasía de los beneficios de un mundo globalizado: acercándonos y alejándonos a gusto. Gracias a los medios globales nos resulta posible acceder a lugares a los que no podemos trasladarnos, ni habitarlos, ni tocarlos, ni olerlos, ni degustarlos -más que virtualmente-. Pero también gracias a ellos podemos mantenernos a distancia de lo que vivimos como riesgo (Beck, 1994), resguardados por la pantalla. En palabras de Butler: «si los medios no reproducen esas imágenes, si esas vidas permanecen innombrables, y sin lamentar, si no aparecen en su precariedad y en su destrucción, no seremos conmovidos. Nunca recuperaremos ese sentido de la indignación moral por el Otro, en nombre del Otro» (2006:187).
c) La mirada de-vuelta: el sujeto frente a su propio cuerpo.
Ahora bien, este carácter impensable y provocativo de la imagen individual no le conferiría la eficacia social de la que tantos testimonios tenemos si cada uno no la experimentara, en primer lugar, en sí mismo. Porque si bien el individuo toma sentido en la relación, ésta tampoco tiene sentido sin él. Y, a la inversa, si la identidad no se aprecia más que en el límite del sí mismo y del otro, el propio límite es esencialmente cultural. Dibuja el conjunto de las partes problemáticas de una cultura (Marc Augé, 1996:54).
Toda representación del cuerpo es animada involuntariamente, nos sentimos mirados por las imágenes, pero también por los demás, y es frente a esta devolución de la mirada que nos conformamos como sujetos. La adopción de una imagen de sí se inicia en el estadio del espejo en que el yo se experimenta por la identificación con su reflejo y luego por la ratificación que el Otro (adulto) realiza de tal identificación26. ¿Por medio de qué mecanismos se produce esta devolución de la mirada27 en que se basa la subjetividad contemporánea?
Si como sostienen algunos autores las prácticas de vigilancia y de espectáculo que caracterizarían a nuestra sociedad no son excluyentes, sino que coexisten en las sociedades occidentales actuales (Le Breton, 2007; Crary, 1996), entonces habría al menos dos mecanismos por los cuales las tecnologías de la imagen afectan nuestra experiencia del cuerpo. En la sociedad disciplinaria, la visión está al servicio de una microfísica del poder: una tecnología detallista del cuerpo que condiciona el accionar de los sujetos, observados en el panóptico (a través del cual se vigila que funcione el dispositivo de control). De esta forma, «El que está sometido a un campo de visibilidad y lo sabe (...) se vuelve el principio de su propia sumisión» (Foucault, 2002:218). Mientras que en la sociedad del espectáculo, la forma sutil de control social estaría depositada en una moral del consumo que pone al cuerpo (ya no al alma) en el lugar de la salvación. Nos habríamos convertido en receptores de imágenes que no se corresponden con la realidad y que, por esa misma razón, condicionan el modo en que percibimos y vivimos nuestro cuerpo debiendo ajustarlo constantemente a imágenes de cuerpos ideales (belleza, juventud, salud, género, estilo, etc.).
Bajo esta hegemonía de la visión se profundizaría entonces la dualidad del sujeto, llevándolo incluso a separarse de su cuerpo (ahora mercantilizado, objetivado para el consumo) (Le Breton, 1995). Los medios de comunicación parecen haber ganado ese lugar de separación, no sólo estableciendo el cuerpo como objeto de consumo, sino también llevando el espectáculo a nuestras propias vidas, especialmente a través de los reality-shows y de Internet. De esta manera, nuestra subjetividad se construye en el ver y ser visto que implica la visualidad (Jay, 2007). Ésta condiciona el modo en que percibimos y representamos nuestro propio cuerpo por medio de la internalización de los valores sociales: los signos de nuestra apariencia, el modo cotidiano en que nos ponemos en juego en la interacción con otros, orientan su mirada y nos clasifican moral y socialmente (Le Breton, 1995) de acuerdo a roles de género y status.
Ahora bien, la representación de hombres y mujeres nunca fue estable en la historia, abarcando incluso imágenes antitéticas en diferentes tiempos y lugares. El cuerpo es una imagen en sí misma (aún antes de ser plasmado en imagen), pero cuando la representación de la persona se basa en la de su cuerpo, se obtiene de la aparición (Belting, 2007). La paradoja reside en que el cuerpo es una falsa evidencia, el espesor invisible de la persona definida en imágenes. A través de su imagen, el cuerpo es el lugar y el tiempo de la identidad (Le Breton, 2008). Como bien lo señaló Merleau-Ponty (1977), la paradoja aparente de la corporalidad reside en que el cuerpo es visible a la vez que vidente, el cuerpo objeto se superpone al cuerpo fenoménico28 (pero éste sólo cobra conciencia de sí por un ejercicio reflexivo).
Mientras el cuerpo deviene imagen, las imágenes pierden cuerpo: los nuevos medios de la imagen son soportes virtuales29. Belting sostiene que «los medios digitales modifican nuestra percepción al igual que lo hicieron todos los medios técnicos que les antecedieron, sin embargo, esta percepción permanece ligada al cuerpo» (2007:31). De manera que lo virtual implica un nuevo tipo de corporalidad, pero el cuerpo siempre está presente. «Únicamente por medio de las imágenes podemos liberarnos de la sustitución de nuestros cuerpos, a los que podemos así mirar a la distancia. Los espejos electrónicos nos representan tal como deseamos ser, pero también como no somos. Nos muestran cuerpos artificiales, incapaces de morir (...)» (2007:31).
Percibimos imágenes de cuerpos jóvenes, delgados, bellos, a los cuales queremos parecernos. Las publicidades incluso nos acercan emociones, actitudes relacionadas con un espíritu joven, un alma en paz, como maneras eficaces para alcanzar esos ideales corporales, volviendo objeto de consumo incluso lo inmaterial. Mientras hacemos propias estas imágenes, intentamos imitarlas y en función de ellas construir nuestra subjetividad individual, nuestra identidad de pertenencia; relegamos a los demás, manteniéndonos a distancia, las imágenes que nos muestran lo que no deseamos ser: los cuerpos del dolor que cargan con las consecuencias del mundo globalizado (las catástrofes, las guerras, los atentados, la exclusión, las migraciones forzadas, la enfermedad, etc.). Las primeras nos acercan el cuerpo deseado, que no es el vivido cotidianamente, sino el imaginado; las segundas ponen en evidencia al cuerpo, el que sólo registraríamos cuando enferma, cuando duele, cuando envejece (Le Breton, 1995). Pero principalmente nos enfrentan a «la distribución geopolítica de la vulnerabilidad corporal» (Butler, 2006:55) de la que todos formamos parte. Es decir, nos obligan a reconocer que, no sólo no podemos prevenir la violencia que nos llega de otra parte, sino que no podemos evitar rendir cuentas ante el otro, preguntándonos por qué unas vidas valen más que otras.
Sujetos corporizados, o recorriendo las distancias entre el mundo, los otros y el propio cuerpo.
La frivolidad de la imagen es un producto cartesiano
(Merleau-Ponty, 1977:34).
En el recorrido realizado por las dimensiones del cuerpo en relación con la imagen, están implícitos los diferentes niveles de la dicotomía que, en la tradición inaugurada por Descartes distingue el cuerpo de la mente, abriendo camino para la separación del hombre de su grupo -el individualismo moderno-, y la distancia que hoy convierte al cuerpo en el alter ego del hombre (Le Breton, 1995). No sólo pretendí pensar en términos menos dicotómicos sobre la relación cuerpoimagen, incorporando la noción de medio, sino que también intenté recuperar el lugar del sujeto, ese agente corporizado, dando espacio a una relación personal con las imágenes, a la multisensorialidad, la emoción y la acción.
Sostuve que si la visión ocupa realmente un lugar central en la sociedad occidental moderna, quedan por recuperarse sus aspectos corporizados. Pero esta hegemonía de la visión no sólo no puede extenderse a todas las sociedades, sino que es incluso cuestionada para la propia sociedad occidental. De manera similar lo es también la centralidad de la concepción dicotómica del cuerpo. El debate gira en torno de si es esta concepción del cuerpo-máquina la que resultaría exótica, en tanto marcadamente diferente a las de otras sociedades (Citro, 2009)30 o si la dualidad mente-cuerpo es un problema inherente a la condición humana, y por lo tanto de carácter universal (Lambeck, 1998). Si así fuera, es posible que el aspecto relacional de la persona también lo sea, aunque con diferentes grados de visibilidad -valga la metáfora- según la sociedad (LiPuma, 1998)31.
Esta última alternativa, nos posiciona más cerca de recuperar ese ser-en-elmundo, esa experiencia intersubjetiva basada en la carne. Aunque, al menos por ahora, este aspecto sólo cobre forma en la coexistencia entre modelos de cuerpo antitéticos en una misma sociedad (el de la medicina hegemónica y el de las alternativas, por ejemplo) (Le Breton, 1995), o en términos del consumo de objetos y signos como pruebas observables de que la felicidad y la igualdad fueron conseguidas (Baudrillard, 1970). Aún cuando no sólo el cuerpo parece convertirse en nuestro alter ego, sino también nuestra propia interioridad en objeto de consumo, lo que resulta innegable es esa necesidad antropológica que el propio Le Breton se ve obligado a reconocer, de simbolizar el cuerpo, de otorgarle «un suplemento de alma».
Vislumbrar que este aspecto existe en algún lugar de nuestra subjetividad occidental moderna, nos obliga a pensarnos sujetos capaces de reaccionar ante las imágenes de la desigualdad. Si nos sabemos mirados por lo que vemos es porque reconocemos la amenaza en las imágenes de los otros: podríamos ser nosotros. Tal vez por eso enfermamos... de ansiedad, de «inseguridad», de incertidumbre.
Pie de página
3Douglas extiende el planteamiento de Marcel Mauss sobre el modo en que cada sociedad modela las técnicas corporales a la concordancia de los esquemas simbólicos de percepción del cuerpo con los de la sociedad (los primeros son un «microcosmos de la sociedad»), y recupera críticamente los aportes de Durkheim y Levi-Strauss para pensar el control corporal como un modo de control social.Bibliografía
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