Territorialidades superpuestas, soberanía en disputa: lecciones empíricas desde América Latina1

Overlapping territorialities, sovereignty in dispute: empirical lessons from Latin America

Territorialidades sobrepostas, soberania em disputa: lições empíricas a partir da América Latina

John Agnew2
University of California, UCLA, USA
jagnew@geog.ucla.edu

Ulrich Oslender3
Florida International University, USA
Ulrich.Oslender@ges.gla.ac.uk


1Este artículo es resultado de la colaboración entre los autores en el marco del trabajo de investigación de Oslender sobre «geografías de terror», llevado a cabo en la Universidad de California, Los Angeles, UCLA.
2B.A. (Hons.) Geography and Politics, University of Exeter, England, 1970; Cert.Ed. Education, University of Liverpool, England, 1971; M.A. Geography, Ohio State University, Columbus, OH, 1973; Ph.D. Geography, Ohio State University, Columbus OH, 1976.
8PhD in Geography, University of Glasgow, 2001; MA in Geography and Hispanic Studies, University of Glasgow, 1997.



Resumen

Debates recientes en geografía política han cuestionado la soberanía idealizada del Estado-nación como rígidamente vinculada a la noción de una territorialidad transparente marcada en el espacio por fronteras establecidas. La soberanía no necesita asumir esta forma particular. En este artículo proponemos la noción de «territorialidades superpuestas» para analizar la intersección de fuentes de autoridad territorial, diferentes de la autoridad del Estado-nación. Examinaremos cómo la disputa del espacio por parte de actores no estatales ha hallado expresión en procesos concretos de reterritorialización que implican trazar límites dentro del territorio del Estado-nación.

Palabras clave: geografía política, cambios constitucionales, América Latina, Colombia, FARC, Ley 70, comunidades negras, derechos territoriales.


Abstract

Recent debates in political geography have questioned the Nation-state idealized sovereignty as rigidly linked to the notion of a transparent territoriality, clearly marked in space by stablished borders. Sovereignty has no need to assume this particular form. This paper puts forward the notion of 'overlapping territorialities' in order to discuss how territorial authority sources, other than the Nation-state authority, intersect. We will examine how dispute for space by non-State actors has found expression in concrete re-territorialization processes, which imply tracing boundaries within the nation-state's territory.

Key words: political geography, constitutional amendments, Latin America, Colombia, FARC, Law 70, black communities, territorial rights.


Resumo

Recentes debates da geografia política têm questionado a soberania idealizada do Estadonação como vinculada rigidamente à noção de territorialidade transparente, demarcada no espaço por fronteiras fixas. A soberania não precisa assumir essa forma particular. Neste artigo, propõe-se, em contrapartida, a noção de «territorialidades sobrepostas» para analisar a interseção entre fontes de autoridade territorial, diferenciadas da autoridade do Estado-nação. Examina-se como a disputa do espaço por parte de atores não-estatais tem se exprimido em processos concretos de reterritorialização que implicam em traçar limites dentro do território do Estado-nação.

Palavras chave: geografia política, mudanças constitucionais, América Latina, Colômbia, FARC, Lei 70, comunidades negras, direitos territoriais.


Debates recientes en geografía política han apuntado a una insuficiencia clave en las teorías de las relaciones internacionales, y en particular en el modelo westfaliano de la soberanía nacional asumido por la mayoría, al plantear la existencia de diferentes «regímenes de soberanía» (Agnew, 2005). En las teorías dominantes, la soberanía idealizada del Estado-nación sigue rígidamente vinculada a la noción de una territorialidad transparente o al control sobre un territorio nacional marcado en el espacio por fronteras establecidas. Sin embargo, la soberanía no necesita asumir esta forma particular. En este capítulo proponemos la noción de «territorialidades superpuestas» para analizar la intersección de fuentes de autoridad territorial, diferentes de la autoridad del Estado-nación, con la de los Estados.

La noción de superposición no es completamente nueva, por supuesto. Otros autores han apuntado a su relevancia en contextos históricos y contemporáneos. Para el sociólogo historiador Michael Mann (1986:1), «las sociedades están constituidas de múltiples redes de poder socioespaciales superpuestas y en intersección». Entretanto, Osiander (2001) y Krasner (1995) indican el fracaso del modelo de soberanía westfaliano para acabar de manera efectiva con la organización medieval de autoridades superpuestas y rivales. Y comentando sobre algunas de las alternativas de autoridad en Colombia -un caso que analizaremos en detalle más adelante- Mason (2005:40) señala cómo el orden global contemporáneo está compuesto de «jurisdicciones múltiples y superpuestas».

Lo que proponemos aquí es dar cuerpo a esta noción de la superposición analizando casos específicos, en los que la disputa del espacio por parte de actores no estatales ha hallado expresión no sólo en regímenes de autoridad alternativos, sino también en procesos concretos de reterritorialización que implican trazar límites dentro del territorio del Estado-nación. En otras palabras, proponemos identificar algunos de estos nuevos regímenes de autoridad territorial que han surgido en las últimas décadas como resultado de la contestación política del espacio y como desafío a la supuesta soberanía territorial transparente exclusiva como un contenedor del Estado-nación. Esto, argumentamos, logrará dos puntos importantes. Primero, cuestionará aún más el modelo westfaliano, que, si no es obsoleto como categoría, es cada vez más incapaz de explicar la naturaleza dinámica de los actuales procesos de territorialización y de soberanía. Segundo, delimitando estas «territorialidades superpuestas», llamamos la atención hacia las formas como las luchas locales y nacionales logran redefinir el significado mismo del Estado-nación contemporáneo.

Estos procesos son particularmente evidentes en Latinoamérica, donde los movimientos sociales indígenas y afrolatinoamericanos han conquistado con gran fuerza espacios políticos, culturales y económicos durante las últimas dos décadas. Esos logros se han reflejado sobre todo en el reconocimiento legal de su propiedad colectiva sobre la tierra. En muchas partes de Latinoamérica, las comunidades locales indígenas y negras se han establecido por ley como autoridades territoriales diferenciadas dentro del Estado-nación (Assies et al., 2000; Sieder, 2002; Van Cott, 2000). La contestación del espacio por parte de estos movimientos ha generado ganancias territoriales concretas. Al tiempo, sin embargo, estos logros están de facto bajo amenaza, pues estas territorialidades alternativas son percibidas a menudo por otros actores, como las organizaciones paraestatales y el capital transnacional, como un desafío al modelo territorial occidental dominante que ellos querrían ver reforzado. Así, se ponen en movimiento complejos procesos de des- y re-territorialización que asumen con frecuencia formas violentas, incluyendo masacres, asesinatos selectivos y desplazamientos forzados.

Sostendremos que estas lecciones empíricas desde Latinoamérica contribuyen de manera importante a un necesario repensamiento de los vínculos entre la soberanía estatal y territorialidad como mediados, en este caso, por el rol de los movimientos sociales que desafían el tejido espacial establecido de la política de Estado. El capítulo se mueve de una discusión general de ideas sobre la soberanía y la territorialidad -incluyendo nuestra propuesta de «territorialidades superpuestas»- a una consideración final de algunos ejemplos de Colombia.

Más allá de la territorialidad westfaliana

El Estado territorial es una entidad histórica y geopolítica muy específica. Surgió inicialmente en Europa occidental en los siglos XVI y XVII . Desde esa época, el poder político ha llegado a verse como territorial por naturaleza, pues la condición de Estado se considera territorial por naturaleza. Desde este punto de vista, la política se da así exclusivamente dentro de «las instituciones y la envoltura espacial del Estado como gobernante exclusivo de un territorio definido» (Hirst, 2005:27). El proceso de formación estatal siempre ha tenido dos atributos cruciales. Uno es la exclusividad. Todas las entidades políticas (la Iglesia Católica Romana, las ciudades-Estados, etc.) que no podrían lograr un aspecto de soberanía razonable sobre un territorio contiguo han sido deslegitimadas como actores políticos importantes. El segundo es el reconocimiento mutuo. El poder de los Estados ha descansado en modo considerable en el reconocimiento que cada Estado recibe de los otros por medio de la no interferencia en sus llamados asuntos internos. Juntos estos atributos han creado un mundo en el que no puede haber territorio sin Estado y viceversa. De esta forma, el territorio ha venido a afianzar el nacionalismo y la democracia representativa, ambos dependientes de manera crítica de la restricción de la filiación política por la tierra natal y el domicilio, respectivamente.

Desde este punto de vista, puede entenderse la soberanía estatal como la organización territorial absoluta de la autoridad política. La mayoría de los informes de soberanía aceptan su cualidad disyuntiva: un Estado tiene o no tiene soberanía (Lake, 2003). Difieren en si consideran esto como principio fundacional (originado en el siglo XVII ) o como una práctica social emergente. También varían en la aceptación de que hay actores en la política internacional (tales como Estados militarmente débiles, o «Estados fallidos») que no son completamente soberanos. Pero, ¿y si para empezar siempre ha sido problemática la autoridad política absoluta implícita en esta historia sobre la soberanía estatal y su presunta base territorial?

La territorialidad -el uso y control del territorio con fines políticos, sociales y económicos- es de hecho una estrategia que se ha desarrollado de manera diferencial en contextos histórico-geográficos específicos. El Estado territorial como se lo conoce en la teoría política contemporánea no es más que una forma de territorialidad. Se desarrolló inicialmente en la Europa de comienzos de la modernidad con el retiro de los sistemas de gobierno dinásticos no territoriales y la transferencia de la soberanía desde la persona de los monarcas a discretas poblaciones nacionales. Es claro que la moderna soberanía estatal no ocurrió de la noche a la mañana después de la Paz de Westfalia en 1648. Sin embargo, generalmente se ha asociado el territorio con la espacialidad del Estado moderno con su pretensión de control absoluto sobre una población dentro de unas fronteras externas cuidadosamente definidas.

No cabe duda de que hasta que Sack (1986) extendió la noción de la «territorialidad humana» como estrategia para individuos y organizaciones en general, el uso del término «territorio» se limitaba en gran medida a la organización espacial de los Estados. En las ciencias sociales como la sociología y las ciencias políticas este sigue siendo principalmente el caso, de modo tal que el desafío que plantearon al territorio formas de organización en redes (asociadas con la globalización) se caracteriza invariablemente en términos totalizantes como «el final de la geografía». Desde este punto de vista el territorio asume una centralidad epistemológica en que se entiende como absolutamente fundamental para la modernidad. Pero también puede darse un significado amplio para referirse a cualquier espacio geográfico de construcción social, no sólo el resultante de la condición de Estado. Especialmente popular con algunos geógrafos francófonos, este uso refleja a menudo la necesidad de adoptar un término para diferenciar lo particular y lo local del global más general o «espacio» nacional. Entonces esto significa el contexto espacial «de abajo arriba» (bottom-up) para la identidad y la diferencia cultural (o de lugar) más que la conexión de arriba abajo (top-down) entre Estado y territorio (Agnew, 1987).

Desde esta perspectiva teórica más amplia, puede juzgarse la territorialidad como la que tiene varios orígenes distintos. Estos incluyen los siguientes: (1) como resultado de la estrategización territorial explícita para delegar funciones administrativas pero mantener el control central (Sack, 1986); (2) como resultado secundario de resolver los dilemas que enfrentan los grupos sociales al distribuir bienes públicos [como en la sociología del territorio de Michael Mann]; (3) como un expediente que facilitará la coordinación entre los capitalistas que están de otro modo en competencia con el otro [como en las teorías marxistas del Estado]; (4) como el foco de una estrategia entre varias de gubernamentalidad [como en los escritos de Michel Foucault]; y (5) como resultado de la definición de fronteras entre los grupos sociales para identificar y mantener la cohesión grupal [como en los escritos de Georg Simmel y Fredrik Barth, y en teorías sociológicas más recientes sobre la identidad política]. Sean cuales sean sus orígenes específicos, sin embargo, la territorialidad por lo general se pone en práctica en varias formas diferentes aunque a menudo complementarias: (1) mediante la aceptación popular de las clasificaciones de espacio (e.g. «nuestro» frente a «tuyo»); (2) a través de la comunicación de un sentido de lugar (donde las señales y fronteras territoriales evocan significados); y (3) mediante la imposición del control sobre el espacio (mediante la construcción de barreras, la interceptación, la vigilancia, la disposición de cuerpos de policía, la guerra, y la revisión judicial).

Territorialidades superpuestas

En muchos países, una pluralización de territorios significativos está produciendo lo que llamamos «territorialidades superpuestas». Si bien encapsuladas en un Estado determinado, no tienen que excluirse mutuamente y pueden basarse en diferentes lógicas sociales. En muchos países latinoamericanos, por ejemplo, los grupos negros e indígenas basan sus reclamos de tierras colectivas en la diferencia social y cultural que los diferencia de la población mestiza dominante. Para ellos, sus maneras de relacionarse con la naturaleza y el espacio son muy diferentes de la lógica del Estado territorial moderno de la conquista de la naturaleza. Como lo analizamos en más detalle más adelante, sus territorialidades históricas -basadas en las relaciones sostenibles y mágico-religiosas con su entorno- han existido durante cientos de años, si bien hasta hace poco fueron ignoradas en su mayor parte por las ciencias políticas. El reconocimiento oficial de los territorios negros e indígenas ha dado lugar ahora a la aprobación legal de una territorialidad diferencial a nivel subnacional que ha creado autoridades territoriales diferentes del gobierno nacional en el espacio del Estado-nación. Las territorialidades estatales e indígenas se superponen de manera muy literal en estas áreas y han creado espacios de soberanía impugnados.

La literatura que existe se divide sobre la naturaleza actual y los orígenes de estas territorialidades diferenciales. Una escuela de pensamiento le asigna prioridad al surgimiento de las identidades locales y regionales como respuesta a las presiones de la globalización. Desde este punto de vista, el crecimiento de movimientos autonomistas, por ejemplo, significa no tanto una etnicización de identidades como una redefinición del «hogar». A medida que las personas se ven cada vez más expuestas a los mercados mundiales sin la misma protección que una vez ofrecían las fronteras nacional-estatales, deben desarrollar estrategias para elevar la ventaja competitiva local en la competencia global. Más que señalar la expansión progresiva del cosmopolitismo, por lo tanto, la globalización representa a la vez una desterritorialización de las identidades y los intereses existentes y una reterritorialización sobre la base de identidades culturales e intereses económicos localizados.

Otra corriente de literatura hace mayor énfasis en el carácter 'inacabado' o cambiante de muchos Estados-nación. En Latinoamérica, esto se ha hecho más obvio con la adopción de nuevas constituciones en una serie de países durante las últimas dos décadas, que reflejan su naturaleza multicultural y pluriétnica. Con el aval oficial de los grupos negros e indígenas como «minorías étnicas» no sólo le ha concedido derechos específicos a estos grupos, sino que redefine de una manera crítica más amplia el significado mismo de la nación. La incorporación de estos grupos anteriormente excluidos o marginados en la narrativa de la construcción de la nación supone un cambio profundo en las maneras cómo los Latinoamericanos se ven a sí mismos y en la naturaleza del Estado-nación. Aunque estos cambios no se hacen efectivos de un día para otro, es claro que las reformas constitucionales en Latinoamérica han preparado el terreno para una nueva socialización en la región. También son el resultado de una intensa movilización de los movimientos sociales negros e indígenas en la región, que han desafiado el status quo y contestado el espacio del Estado-nación. En algunos países estos movimientos han evolucionado posteriormente en partidos políticos étnicos (Van Cott, 2005). El proyecto descolonial en Latinoamérica, si bien se remonta a resistencia indígena y negra contra los colonizadores españoles, está apenas comenzando a retrazar las fronteras ontológicas del significado del Estado-nación en esta región (Cairo y Mignolo, 2008; Moraña, Dussel y Jáuregui, 2008).

Esto puede verse con mayor claridad en el caso de Bolivia, donde el gobierno del primer presidente indígena democráticamente elegido Evo Morales lidera una batalla constante contra las élites de ascendencia europea que ven amenazado su dominio de muchos años en el país. La principal estrategia de estas élites para repeler el gobierno consiste en los reclamos de autonomía de la región próspera al este del país, controlada por ellos. Han usado su poder económico para ejercer coerción sobre sus trabajadores, organizar huelgas y alterar la economía nacional. La fragmentación del Estado boliviano es un peligro muy real, pues estas élites usan su poder económico para reclamar la autonomía territorial. El vicepresidente de Bolivia deja en claro lo potencialmente desastroso del impacto que puede tener el conflicto con estas élites para el proyecto nacional de empoderamiento indígena, pero también deja claro que este es un conflicto que debe darse para crear un gobierno más democrático e incluyente en Bolivia (García Linera, 2006).

La tendencia entre los estudiantes de política ha sido investir «el Estadonación» de poderes cuasi místicos sin considerar la capacidad real de los Estados reales. Sin embargo, muchas regiones y localidades en los Estados existentes tienen una integración muy débil en ellos. Esto se evidencia con mayor fuerza en el caso de los Estados multinacionales como la antigua Yugoslavia y la ex Unión Soviética. Las importantes disparidades económicas no sólo crean una base popular para la movilización contra los Estados que no han logrado atenderlos, las principales divisiones territoriales dentro de los Estados corren paralelas a líneas nacionales y étnicas oficialmente aprobadas creando así la clara impresión de un patrón de colonialismo interno. Las «historias» desarrolladas por los diversos grupos sobre los otros ponen de manifiesto la tendencia a transformar la incompetencia del Estado existente en las peticiones etnicizadas sobre los otros. Por ejemplo, en la antigua Yugoslavia los enemigos son equiparados de manera invariable a los nómadas, ajenos a la civilización, que se aprovechan de los pacíficos y los prósperos (Bougarel, 1999). Con el colapso de las instituciones centrales, como en los casos de Yugoslavia y la Unión Soviética, las regiones las reemplazan cada vez con mayor fuerza como focos principales de organización política, representando a la vez una reacción al vacío de poder en el centro y la relativa facilidad con la que puede reconstituirse el poder regionalmente.

Las divisiones del trabajo culturales dentro de los Estados también parecen a menudo asumir formas regionales aun en casos en los que los Estados parecerían establecidos de manera más firme. Ahora bien, los movimientos pueden argumentar que sus regiones están en desventaja por prejuicios estructurales integrados a las economías nacionales existentes. Un argumento que ya es clásico sobre la realidad de una división cultural del trabajo la planteó Hechter (1975, reimpresa en 1999), demandando que la franja celta de las Islas Británicas había sido subdesarrollada en beneficio de Inglaterra y que el auge de movimientos separatistas en Irlanda, Gales y Escocia era un resultado directo del resentimiento popular por tal estado de cosas. Evidencia de esos casos, como los conglomerados de palestinos en las regiones económicamente desfavorecidas del norte y sur de Israel (Yiftachel, 1999), la «etnocracia» del predominio ashkenazi de la política y la sociedad israelíes mediante la colonización regional y las políticas económicas (Yiftachel, 1998), la pobreza de las regiones ocupadas por la minoría en el occidente de China (Safran, 1998) y el uso de esquemas de colonización rural por parte del gobierno de Sri Lanka para desplazar a los tamiles (Manogaran, 1999) indican que bien puede haber impactos directos en otros lugares además del que vio Hechter en el caso británico.

Criticando el argumento de Hechter, Keating (1998:19) señala que los partidarios de mayor autonomía regional han recurrido con frecuencia a demandas como las de Hechter. El colonialismo interno o el desarrollo desigual, por consiguiente, sirven como premisas ideológicas sobre las que los movimientos políticos pueden movilizar respaldo popular. El nacionalismo ortodoxo irlandés en Irlanda del Norte ha recurrido con frecuencia a tales argumentos. Algunas veces los movimientos de regiones más prósperas pueden adoptar esa política e invertir la lógica, a menudo en formas muy reaccionarias. En el norte de Italia, por ejemplo, la Liga del Norte federalista/secesionista le reprocha al Estado italiano por desatender el norte acaudalado para favorecer al sur más pobre, y que al hacerlo retarde el crecimiento del norte. Este caso puede servir también como aviso de que no todos los movimientos sociales tienen necesariamente una naturaleza progresista, sino que muy al contrario pueden buscar reforzar estructuras de dominación y exclusión (Oslender, 2004).

Finalmente, las estructuras de gobierno locales pueden estimular las identidades regionales al dividir el espacio nacional en unidades que puedan generar grados de lealtad/deslealtad o al prometer devolver el poder y luego al volverse atrás sobre ello provocar el resentimiento de algunos elementos en las poblaciones regionales. Irlanda del Norte es un claro ejemplo de una región cuya existencia como entidad política refleja su incorporación a un Estado (el Reino Unido), mientras que una gran minoría de su población ha rechazado esta condición y soporta su integración a la adyacente República Irlandesa. El tormentoso rumbo de los movimientos políticos dedicados a mantener el status quo o a abolirlo plantea una buena oportunidad para analizar los roles de las filiaciones religiosas locales, proyecciones demográficas y lenguas políticas contrapuestas en la creación de una vida política intensamente regionalizada. Los variados movimientos separatistas en el nordeste de la India también ofrecen un muy buen ejemplo del impacto de un «federalismo centralizador», en el que se ha reemplazado la promesa de devolución en una región distinta al resto de la India en múltiples dimensiones (desde la religión y el nivel cultural hasta la historia económica y social) mediante un régimen político más y más represivo. La promesa de un pan-indianismo multinacional se ve así comprometida por la tendencia del gobierno central a usurpar cada vez más poder a costa de los Estados locales usando reivindicaciones sobre la seguridad nacional para justificar este viraje (Baruah, 1999).

Lo que muestran estos ejemplos es que el Estado-nación es con mucho un espacio de contención inacabado en constante evolución entre diferentes grupos sociales. El enfoque eurocéntrico en la teoría política convencional puede cegarnos al hecho de que en todo el mundo hay luchas distintas en ese intento de redefinir la nación, reinterpretar su significado e incluso retrazar sus fronteras. La misma naturaleza dinámica de estos procesos en los Estados postcoloniales debe dar lugar a un examen más cuidadoso de los casos individuales y lo que puede aprenderse de ellos para un desarrollo progresivo de la teoría política. En este sentido, Hansen y Stepputat (2001:9) proponen una exploración de «las ideas de normalidad, orden, autoridad inteligible y otros idiomas de estadidad arraigadas en lo local e históricamente».4 Y esto es lo que nos proponemos hacer ahora. En el caso de Colombia, mostraremos cómo han surgido «otros idiomas de estadidad» durante las dos últimas décadas que han reformado de manera importante nuestra comprensión de la naturaleza del Estado-nación. Crucial en este desarrollo han sido varios movimientos sociales que han contestado y cuestionado el monopolio de poder del Estado. Como lo mostraremos, territorio y territorialidad han sido centrales tanto como objeto de contención y fuente de lucha.

Territorialidades superpuestas en Colombia

Colombia plantea un estudio de caso fascinante por las múltiples formas en las que la territorialidad estatal exclusiva ha sido desafiada y limitada por una variedad de actores. Los movimientos sociales, incluyendo los grupos guerrilleros armados, han sido cruciales en estas disputas del espacio. La autoridad soberana colombiana y su territorio nacional se han fragmentado a lo largo de su historia (Bushnell, 1993; Pécaut, 2001; Safford y Palacios, 2002). Las instituciones estatales se han caracterizado por su debilidad y regímenes de autoridad alternativos han surgido a la sombra de la incapacidad del Estado de controlar grandes áreas del país (Mason, 2005; Pizarro, 2004). Como lo muestra por ejemplo la historia de continua expansión y crecimiento territorial de la organización guerrillera más poderosa de Latinoamérica, las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia).

Las FARC: un alter-Estado dentro del Estado

Con raíces en los grupos de autodefensa campesinos que se formaron como resultado directo de la violencia gubernamental en la década de los cincuenta durante el conflicto partidista conocido como La Violencia, las FARC evolucionaron de una fuerza guerrillera móvil a un movimiento revolucionario que expandió su lucha armada a la mayor parte de las zonas rurales del país (Pizarro, 1987). Desde 1985 puede observarse una acelerada expansión geográfica de sus zonas de influencia (Echandía, 1999; Sánchez y Chacón, 2005).

Un patrón claro se hizo evidente con el rápido establecimiento de las FARC en las regiones más pobres del país donde había una ausencia marcada de las instituciones del Estado (Pizarro, 2004). Allí las FARC brindaron servicios públicos a las comunidades locales que normalmente se esperaría que suministrara el gobierno, incluyendo educación, servicios de policía y jurisdicción. Esa visión a largo plazo para una estructura regional de bienestar social ha sido una característica de esta organización guerrillera, hecho que ayuda a explicar el sólido soporte en la base y las profundas lealtades de los campesinos hacia las FARC en muchas regiones, que de lo contrario estarían abandonadas o descuidadas por un Estado débil.

El sociólogo colombiano Alfredo Molano (1992, 1994) ha estudiado en profundidad la historia de la colonización de la tierra y la violencia en Colombia. En Trochas y fusiles (1994) escribe con elocuencia sobre la cultura de las FARC y sus interacciones con el campesinado. Muestra el carácter mutuamente constitutivo de esta relación. De un lado, la guerrilla controla el manejo de las economías locales e impone tributos, así como sus códigos penales y morales sobre la población local. De otro lado, la gente se acerca a las guerrillas y les solicita la solución de problemas y disputas cotidianos. Para mantener su autoridad, la guerrilla necesita responder a estas demandas. De no hacerlo, las FARC perderían su legitimidad entre la población local. La provisión de seguridad es una de las demandas centrales y sin duda ha sido la razón de ser histórica de las FARC que surgieron de los grupos de autodefensa campesinos de los cincuenta. Las guerrillas de hecho están explotando el fracaso del Estado de responder a los conflictos rurales, y de ese modo llenan un vacío hegemónico dejado por el Estado (Richani, 2002:98). En estos lugares, las FARC se han convertido en un alter-Estado de facto dentro del Estado.

La manifestación más visible de dicho régimen territorial alternativo dentro de las fronteras del Estado fue la zona desmilitarizada (zona de despeje) que se estableció al sur de Colombia en 1998 como condición previa para las conversaciones de paz entre el grupo guerrillero y el gobierno del presidente Andrés Pastrana. Por solicitud de las FARC, Pastrana ordenó el retiro de las fuerzas armadas de un área de 40.000 km2 en los departamentos de Meta y Caquetá, de modo que pudieran darse las negociaciones de paz en un espacio en el que la guerrilla se sintiera suficientemente segura. Los diálogos de paz nunca despegaron en forma significativa y fueron afectados por acusaciones de ambas partes -el gobierno y las FARC- de que la otra parte no se adhería a los acuerdos previos. Eventualmente las negociaciones de paz fueron declaradas fallidas por el gobierno, y el presidente Pastrana ordenó al ejército que retomara la zona el 21 de febrero de 2002. Aun así durante unos tres años, las FARC constituyeron la autoridad territorial oficialmente aprobada en esta área demarcada del tamaño aproximado de Suiza. La guerrilla proporcionó los poderes judicial y de policía, creó organizaciones administrativas e impartió justicia revolucionaria. Dado que las FARC ya se habían establecido como la autoridad de facto en esta zona, ofreciendo protección e involucrando a la población local en su proyecto de revolución nacional, la decisión del gobierno de otorgar la zona desmilitarizada a las FARC simplemente reflejó esta situación en la vida real. Sin embargo, en términos de las ciencias políticas, este acontecimiento marcó una contestación marcada del espacio y de la autoridad exclusiva del Estado dentro de las fronteras del Estado-nación.

El caso de la zona de despeje es un buen ejemplo para lo que en los años sesenta el geógrafo Robert McColl llamara el «imperativo territorial» en la creación de un «Estado insurgente»: «un compromiso con la captura y el control de una base territorial dentro del Estado» (McColl, 1969:614). Vale la pena citarlo en extenso:

    Visto desde el punto de vista de los acontecimientos políticos internos, la creación de un Estado insurgente tiene varios ventajas para un movimiento nacional revolucionario. En primer lugar, constituye un refugio para la seguridad de sus líderes y el desarrollo continuado del movimiento. En segundo lugar, demuestra la debilidad e ineficacia del gobierno para controlar y proteger su territorio y su población. En tercer lugar, tales bases proporcionan los recursos necesarios humanos y materiales. Finalmente, el Estado insurgente y sus organizaciones políticas administrativas proporcionan al menos un aura de legitimidad al movimiento. No es un proceso de descomposición del Estado. La creación de un Estado insurgente es un esfuerzo gradual para reemplazar el gobierno estatal existente. La táctica geopolítica es el desgaste del control gubernamental sobre porciones específicas del Estado mismo.

Estos eran, por supuesto, precisamente los puntos que los críticos de la zona de despeje proclamaron desde el comienzo. No cabe duda de que las FARC usaron el espacio como «refugio para la seguridad de sus líderes y el desarrollo continuado del movimiento». Y lo proporcionó a la guerrilla una legitimidad oficialmente avalada que la puso a la par con el gobierno en la mesa de negociaciones. También fue un golpe publicitario colosal para las FARC mientras duró la zona de despeje. En cualquier caso, el experimento del Estado insurgente dentro del Estado - oficialmente avalado, aunque eventualmente disuelto - presenta un ejemplo fascinante de territorialidades superpuestas, que fueron constantemente desafiadas y renegociadas.

Mientras que la violencia en Colombia ha sido un punto sobresaliente en los escritos de los científicos políticos, hasta ahora se ha prestado poca atención a desafíos de territorialización alternativa menos beligerantes. Esto parece extraño quizás, pues Colombia se embarcó en un sustancial programa de descentralización del aparato estatal a mediados de los ochenta, que pondría de relieve e incluso promovería territorialidades alternativas dentro del Estado. La descentralización fue vista como una vía de salida de una crisis institucional que había llevado al país «al filo del caos» (Leal Buitrago y Zamosc, 1991). El cerrado sistema político biparditista, firmemente controlado por los partidos liberal y conservador, había asegurado la exclusión de amplios sectores y movimientos de la participación política. Al tiempo, potentes movimientos guerrilleros, grupos paramilitares de derecha (a menudo apoyados por las fuerzas armadas), una corrupción generalizada y la influencia dominante del tráfico de drogas ilícitas había reducido la legitimidad del Estado a los ojos de muchos y llevó la gobernabilidad casi a la paralización a finales de los ochenta. La descentralización se diseñó para diluir las tensiones en un marco de participación política más amplia e inclusiva. Sobre todo buscaba fortalecer la democracia a nivel municipal y llevar el gobierno más cerca del pueblo.

Mientras que la violencia en Colombia ha sido un punto sobresaliente en los escritos de los científicos políticos, hasta ahora se ha prestado poca atención a desafíos de territorialización alternativa menos beligerantes. Esto parece extraño quizás, pues Colombia se embarcó en un sustancial programa de descentralización del aparato estatal a mediados de los ochenta, que pondría de relieve e incluso promovería territorialidades alternativas dentro del Estado. La descentralización fue vista como una vía de salida de una crisis institucional que había llevado al país «al filo del caos» (Leal Buitrago y Zamosc, 1991). El cerrado sistema político biparditista, firmemente controlado por los partidos liberal y conservador, había asegurado la exclusión de amplios sectores y movimientos de la participación política. Al tiempo, potentes movimientos guerrilleros, grupos paramilitares de derecha (a menudo apoyados por las fuerzas armadas), una corrupción generalizada y la influencia dominante del tráfico de drogas ilícitas había reducido la legitimidad del Estado a los ojos de muchos y llevó la gobernabilidad casi a la paralización a finales de los ochenta. La descentralización se diseñó para diluir las tensiones en un marco de participación política más amplia e inclusiva. Sobre todo buscaba fortalecer la democracia a nivel municipal y llevar el gobierno más cerca del pueblo.

Un paso en esta dirección fue la elección popular de alcaldes de 1988 en adelante. Otro fue la aprobación de una nueva constitución en 1991. Para el propósito de nuestro argumento principal aquí, le dedicaremos el resto de este capítulo a analizar c�mo se abrió la territorialidad estatal a otros actores no estatales mediante una serie de cambios constitucionales. Es decir, c�mo el Estado reconoció, legitimó y promovió territorialidades no estatales dentro de sus fronteras. Esto nos parece un punto crucial si bien se omite con frecuencia. El grado de legitimidad y soberanía del Estado puede incrementarse en lugar de socavarse mediante el reconocimiento de la presencia de otras autoridades territoriales dentro del espacio del Estado-nación.

Cambios constitucionales y territorialidades negras

La nueva Constitución de 1991 reemplazó la que existía de 1886. Fue redactada por una Asamblea Constituyente, un ente público nacional elegido por voto popular en diciembre de 1990, que incluía representantes independientes de minorías étnicas, políticas y religiosas, así como de movimientos guerrilleros reincorporados. Aunque no apuntaba directamente a las minorías étnicas del país, la Constitución también declaró la nación como un país multicultural y pluriétnico.5 En una maniobra sin precedentes, afirmó que «el Estado reconoce y protege la diversidad étnica y cultural de la nación colombiana» (Artículo 7), por primera vez en forma oficial reconociendo a la población negra del país como una minoría étnica merecedora de protección especial. Considerando que diferentes artículos abordaban específicamente las poblaciones indígenas de Colombia y esbozaban sus derechos territoriales y políticos, sólo el Artículo Transitorio AT-55 hacía referencia explícita a las comunidades negras del país. Marca un punto clave en la cambiante relación entre el Estado colombiano y la población afrodescendiente. Refiriéndose a los 10 millones de hectáreas de selva lluviosa tropical en la región costera del Pacífico, el AT-55 estipula:

    Dentro de los dos años siguientes a la entrada en vigencia de la actual Constitución, el Congreso expedirá [...] una ley que les reconozca a las comunidades negras que han venido ocupando tierras baldías en las zonas rurales ribereñas de los ríos de la Cuenca del Pacífico, de acuerdo con sus prácticas tradicionales de producción, el derecho a la propiedad colectiva sobre las áreas que habrá de demarcar la misma ley. ... La misma ley establecerá mecanismos para la protección de la identidad cultural y los derechos de estas comunidades, y para el fomento de su desarrollo económico y social.

Esta ley fue sancionada en 1993 y se conoce como Ley 70. Desde entonces se han emitido un total de 132 títulos de tierras colectivas a las comunidades negras sobre casi cinco millones de hectáreas de bosque tropical en las tierras bajas costeras del Pacífico. Como lo ilustra la Figura 1, esto marca un asombroso 50% de toda la región.6

Pero, ¿por qué se escogieron las tierras bajas del Pacífico para este tratamiento? Con 93% de la población, los afrocolombianos constituyen la gran mayoría en esta región, y los campesinos negros se habían sentido cada vez más amenazados por la explotación acelerada y descontrolada de los recursos naturales por parte del capital externo. Las prácticas de extracción depredadora a menudo violentas de las empresas nacionales y extranjeras mediante la tala y la minería aurífera mecanizada habían llevado a una deforestación generalizada y a una contaminación que amenazaba la existencia misma de las poblaciones locales y sus estilos de vida basados en la agricultura de subsistencia, la pesca, la caza y la recolección.

Comenzando a mediados de los ochenta al norte del departamento del Chocó las organizaciones campesinas negras, ayudadas por la Pastoral Afroamericana de la Iglesia Católica, se movilizaron en torno a la defensa de sus tierras y del medio ambiente. Fue allí donde se articularon los primeros enlaces directos entre las nociones de una identidad campesina y la negritud. Como lo señalarían más tarde los líderes del movimiento social afrocolombiano: «De hecho, las relaciones entre cultura, territorio y recursos naturales constituyen un eje central de la discusión y la estrategia dentro de las organizaciones del movimiento como en sus transacciones con el Estado» (Grueso et al., 1998:209). La región de la costa pacífica se convirtió luego en el primer campo de batalla alrededor del cual comenzó a movilizarse un movimiento social emergente de comunidades negras (Escobar, 1997; Oslender, 2004). Su demanda por títulos de tierra colectivos no tenía que ver simplemente con delimitar en el espacio sus derechos a la tierra. Fue primero y antes que nada una afirmación de territorialidad ancestral negra que había sido ejercida durante cientos de años pero que no había sido reconocida y respetada como tal. La referencia en el AT-55 a las «tierras baldías» es un claro indicador de esta falta de reconocimiento.

La Ley 70 de 1993 sería más específica y se refiere a «los terrenos situados dentro de los límites del territorio nacional que pertenecen al Estado y que carecen de otro dueño» (Diario Oficial, 1993; Capítulo 1, Artículo 2, Punto 4; el énfasis es nuestro). Esta legislación aún no reconocía la territorialidad ancestral negra existente y la propiedad colectiva ejercida efectivamente sobre estas tierras. La Ley 70 simplemente hizo posible el establecimiento de una propiedad colectiva sobre tierras que consideraba de propiedad del Estado y «baldías». Lo que puede parecer una sutil diferencia muestra en realidad la discrepancia entre las territorialidades por tradición mantenidas y ejercidas, y la lógica estatal territorial de Occidente (westfaliana si se quiere) que se había superpuesto. Lo que había existido de hecho durante siglos eran territorialidades superpuestas.

También fue esta discrepancia silenciosa y no planteada la que había llevado al conflicto en la región. Las tierras bajas del Pacífico se llamaron primero tierras baldías en la legislación de 1959. Esto había permitido que los propietarios de los aserraderos se apropiaran de estos territorios «desocupados» para la extracción maderera mediante concesiones gubernamentales, en su mayor parte sin consideración a las maneras en las que las poblaciones locales indígena y negra usaban estas tierras según sus prácticas de producción tradicionales. Aunque estas comunidades habían desarrollado una compleja relación socioecológica con el medio ambiente, en el que el respaldo de monte suplía material así como funciones mágico-religiosas en las sociedades negra e indígena, para los forasteros interesados en la explotación de los ricos recursos de madera y depósitos aluviales de oro la noción de tierras baldías se hizo equivalente a acceso libre a cualquiera (Taussig, 1979:123). Sucesivos gobiernos otorgaron concesiones a empresarios sobre tierras de las que las comunidades negras habían hecho uso colectivo en formas que no requerían delimitaciones de espacio en términos de fronteras fijas. Mientras que la propiedad privada entre las poblaciones rurales negras existe y está claramente delimitada en el espacio -principalmente usando fronteras naturales, como corrientes, rocas o árboles- el respaldo de monte, las áreas remotas, se perciben como abiertas, espacio colectivo. Es el espacio público per se, que no requiere fronteras claramente establecidas. Este espacio se caracteriza más bien por las fronteras fluidas y por una sólida comprensión territorial interétnica entre los grupos negros e indígenas que cohabitan en esta región. Estos dos grupos han compartido de hecho este espacio durante cientos de años y han creado territorialidades superpuestas en las que por lo general se permite la entrada y uso de los afrocolombianos de lo que se conoce como territorio colectivo indígena y viceversa; siempre si sus respectivas actividades no quebrantan los derechos territoriales del otro grupo étnico. También podríamos referirnos a estas epistemologías locales como una «territorialidad tolerada», un acuerdo territorial que consiste de fronteras fluidas, que sin embargo están claramente demarcadas y respetadas en un espacio imaginario. Como lo comentó la geógrafa colombiana Patricia Vargas sobre estos acuerdos compartidos entre las comunidades negras e indígenas en su trabajo sobre la cartografía social en la región del Pacífico:

    Entre grupos vecinos hay fronteras territoriales y sociales fluidas atravesadas por relaciones de cooperación y de comercio. Por lo tanto, los recursos o la tierra que pertenecen a un grupo pueden ser utilizados por otros si las relaciones sociales son lo suficientemente cercana para volver a los extraños miembros prácticos - sin que por ello adquieran derechos (Vargas, 1999:149; el énfasis es nuestro).

Parece irónico que ahora sea la misma legislación concerniente a la creación de los títulos colectivos de tierras para las comunidades negras la que ha causado algún grado de conflicto interétnico. Dada la demanda del Estado por unas fronteras definidas con claridad que permitan hacer una representación cartográfica y la fijación de las tierras por titular, se exigió a las comunidades locales que dibujaran mapas con fronteras fijas en su solicitud de derechos a la tierra para el Instituto Colombiano de Reforma Agraria -INCORA-. Las imaginaciones geográficas locales y los procesos de delimitación territorial mental fueron de hecho disciplinados por la lógica espacial territorial del Estado moderno. La imposición de fronteras fijas en las epistemologías locales de «fronteras territoriales y sociales fluidas» y en las territorialidades tolerantes obliga a las comunidades locales a traducir sus aspiraciones territoriales en mapas que las instituciones de corte occidental acepten como documentos legítimos para anexar a sus demandas de derecho sobre la tierra.7

Como resultado de eso, en ocasiones los grupos indígenas sintieron violada su territorialidad por líneas divisorias trazadas por las comunidades negras. Para evitar que hicieran erupción conflictos interétnicos, se implementaron varios mecanismos. Se crearon comités interétnicos, por ejemplo, que facilitaran la discusión y la negociación entre grupos indígenas y comunidades negras, incluyendo representantes de las comunidades involucradas y funcionarios del gobierno. Fue en estos comités que se tomaron las decisiones finales sobre la delimitación de las demandas de derechos colectivos sobre la tierra. Esta posibilidad de conflicto interétnico es un efecto colateral de la legislación poco estudiado pero importante, y que debe juzgarse en forma negativa. Pero dada la creciente penetración de capital y actores externos en la región de la costa Pacífica, el trazado de fronteras fijas y claramente establecidas protege los derechos a la tierra de las comunidades negra e indígena. Los conflictos territoriales que puedan surgir entre los dos grupos pueden entonces considerarse el menor mal.

Hasta el día de hoy, se han otorgado 132 títulos colectivos sobre la tierra a las comunidades negras en las tierras bajas costeras del Pacífico. Estos títulos cubren unos cinco millones de hectáreas, casi la mitad de toda la región. Sobre todo este es un gran avance para el movimiento social de las comunidades negras en el país, que ha generado movilizaciones a una escala sin precedentes. Los afrocolombianos han salido de la invisibilidad y marginalidad estructurales en las que los había mantenido durante cientos de años la narrativa nacional dominante del mestizaje. Y aunque este no es más que el primer paso para salir del túnel de la discriminación racista, es un gran salto.

La importancia ecológica de los procesos de territorialización rural negra ha sido también reconocida en el ámbito internacional, por ejemplo, con el premio del prestigioso Premio Ambiental Goldman a una destacada activista negra colombiana.8 Por supuesto, no debe entenderse la titulación colectiva de tierras como un gesto meramente filantrópico del Estado colombiano. En realidad, el otorgamiento de derechos sobre la tierra puede interpretarse como una estrategia del Estado de «emplear» las poblaciones rurales negras como «guardianes» de la frágil biodiversidad del ecosistema, y por extensión de su valor futuro intrínseco como mercancía para la explotación farmacéutica (Escobar, 1997; Wade, 1999). Sin embargo, no cabe duda de que esta legislación por primera vez en la historia de Colombia empodera oficialmente a las comunidades negras para ejercer control sobre los recursos naturales de sus tierras, de modo que las empresas interesadas en su explotación tengan que tratar directamente con las comunidades locales. Eso, al menos, es el valor teórico de esta legislación, aun cuando la más reciente escalada del conflicto armado en la región del Pacífico ha mostrado dolorosamente sus limitaciones, pues los campesinos y pescadores negros se ven atrapados en el fuego cruzado de los diferentes actores armados y son desplazados por la fuerza de sus tierras, en una total regresión y hasta perversión de la Ley 70 (Oslender, 2007b; 2008).

Conclusiones

El caso de las comunidades negras en Colombia es sólo uno de una serie de regímenes de autoridad territorial alternativa que se han consolidado en este país suramericano durante las últimas décadas. A menudo de manera no tan espectacular, si se lo compara con desafíos más violentos a la autoridad territorial exclusiva del Estado, como fue el caso de la creación temporal de un Estado insurgente por las FARC dentro de las fronteras del Estado-nación colombiano. Los efectos, sin embargo, de estos desafíos de baja intensidad pueden tener una repercusión mayor. En lugar de proporcionar una alternativa radical al actual modelo de Estado, lo complementan e incluso pueden elevar la legitimidad del moderno Estado territorial mediante la práctica democrática.

Como concluye Mason (2005:50) en su observación de una serie de alternativas de autoridad en Colombia:

    Paradójicamente, la legitimidad del Estado puede aumentarse mediante desafíos a su autoridad, y la delegación de la misma, hasta el punto que arreglos sociales alternativos se conviertan en una fuerza para reformas progresivas, observancia de normas, y la reconstitución de la relación sociedad-Estado.

Este acontecimiento tampoco se limita a Colombia. En toda Latinoamérica se ha dado una tendencia regional mediante la que las reformas constitucionales han abierto las ideologías y narrativas oficiales de nación a nociones de multiculturalismo y plurietnicidad. A menudo estas van acompañadas de la delegación hasta cierto grado de poder y autonomía territorial a actores no estatales. Los movimientos sociales han jugado un papel crucial en estos cuestionamientos a la autoridad exclusiva del Estado y la contestación del espacio del Estado-nación. Lo que está en juego para muchos de los movimientos sociales basados en el lugar en Latinoamérica es algo más que los simples derechos sobre la tierra que les proporcionan un espacio para estar. Es realmente una redefinición radical de la naturaleza del Estado mismo. La suya es una lucha para abrir el espacio del Estado-nación a prácticas más democráticas, en las que su otredad no sólo se acepta marginalmente, sino que se reconoce como parte fundamental en la constitución del Estado mismo. Este es un punto crucial que a menudo se pasa por alto en los debates sobre la territorialidad del Estado, en la teoría de las relaciones internacionales y en la geografía política. Los movimientos sociales en Latinoamérica no sólo abren un espacio para sí mismos dentro de sus respectivos países. Contribuyen de facto a aumentar el grado de legitimidad y soberanía del Estado, conforme se satisfacen sus demandas de autonomía territorial y se los reconoce como autoridades territoriales alternativas dentro del espacio del Estado-nación. Las territorialidades superpuestas que proponemos como herramienta de análisis para entender estos procesos a escala múltiple, pero que también existen de facto en la relación Estado-sociedad, son entonces constitutivas de la naturaleza del Estado moderno mismo.


Pie de página

4En el texto original en inglés, estos autores hablan de "languages of stateness". Lo hemos traducido aquí, tal vez un poco incómodo para el lector, como «idiomas de estadidad».
5Colombia por supuesto no está sola en este aspecto. En años recientes muchos países latinoamericanos han introducido reformas constitucionales y han abierto las ideologías oficiales de nación a las nociones del multiculturalismo y la plurietnicidad. Van Cott (2000:17) habla en este sentido de un «modelo de constitucionalismo multicultural regional emergente». Sin embargo, la nueva constitución colombiana se considera en general una de las más progresistas y de mayor alcance entre estas.
6Para tener detalles del proceso de titulación de tierras colectivas, véase Offen (2003). Véase Restrepo (2004) para consultar una etnografía interpretativa de la articulación de la etnicidad negra en el proceso.
7En otro lugar hemos mostrado cómo las comunidades negras reconciliaron estas dos formas tan diferentes de conocer y representar el mundo en seminarios sobre cartografía social (Oslender, 2007a).
8El Premio Ambiental Goldman Environmental Prize es considerado el Premio Nobel para el Medio Ambiente. Se otorga cada año a activistas ecológicos de bases populares de seis regiones geográficas del mundo. Libia Grueso del Proceso de Comunidades Negras de Colombia ganó este premio en abril de 2004 en la categoría Sur/ Centro América (véase http://www.goldmanprize.org/node/106; último acceso: 20 de junio, 2010).

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