Trayectorias de negridad: disputas sobre las definiciones contingentes de lo negro en América Latina1
Trajectories of blackness: an open reading of the encounters that produce contingent definitions of lo negro in Latin America
Trajetórias da negritude (negridad): disputas sobre as definições contingentes do negro na América Latina
Resumen
Este artículo traza una genealogía del concepto de negridad en América Latina mediante el análisis de la literatura histórica y antropológica que revela cómo han viajado en el tiempo y el espacio las ideas sobre la negridad. Comienzo en el periodo colonial para conceder la debida atención a las intensas luchas que se dieron por definir y desestabilizar la categoría del esclavo africano. Después, analizo diferentes encarnaciones de los nacionalismos latinoamericanos -blanqueamiento, mestizaje, y multiculturalismo- para mostrar cómo los proyectos de construcción de nación han configurado definiciones cambiantes de negridad. Finalmente, tomo distancia de los amarres nacionalistas para considerar las formas diaspóricas de negridad. Aunque sigo una especie de narrativa cronológica tengo en cuenta una diversidad de categorías -trabajo, raza, etnicidad, sexualidad y nación- que han influido, en mayor o menor medida, en las definiciones de la categoría de diferencia que refiero como negridad.
Palabras clave: negridad, América Latina, construcción de nación, diáspora africana.
Abstract
This article traces a genealogy of the concept of blackness in Latin America by reviewing historical and anthropological literature that, though not always centrally concerned with the production of blackness, nonetheless reveals how ideas about blackness have traveled across time and space. I begin in the colonial period in order to give due attention to the fierce battles to define and unsettle the category of the African slave. Then, I look at various incarnations of Latin American nationalisms-whitening, mestizaje, and multiculturalism- in order to evince how nation-making projects have produced changing definitions of blackness. Finally, I break loose from the nationalist bind to consider diasporic forms of blackness. While producing somewhat of a chronological narrative, I consider a variety of categories-labor, race, ethnicity, sexuality, and nation-which have at times been more or less salient in defining the category of difference that I refer to as blackness.
Key words: blackness, Latin America, nation-making, African Diaspora.
Resumo
Este artigo traça uma genealogia do conceito de negritude (negridad) na América Latina mediante a análise da literatura histórica e antropológica que, embora nem sempre relacionada de modo central com a produção desse conceito, revela formas pelas quais idéias sobre ele têm transitado no tempo e no espaço. Inicia-se com o período colonial a fim de atentar sobre as intensas lutas na definição e desestabilização da categoria de escravo africano. A seguir, analisam-se as diferentes encarnações dos nacionalismos latino-americanos - branqueamento, mestiçagem e multiculturalismo - com o propósito de demonstrar como os projetos de formação da nação têm configurado definições mutáveis de negritude (negridad). Finalmente, distancia-se das amarras nacionalistas para considerar as formas diaspóricas desse fenômeno. Ainda que seguindo um tipo de narrativa cronológica, consideram-se uma variedade de categorias - operando-se com trabalho, raça, etnicidade, sexualidade e nação - que, por vezes, têm sido menos evidentes na definição da categoria de diferença à qual negritude (negritud) faz referência.
Palavras chave: negritude (negritud), América Latina, construção da nação, diáspora africana.
Introducción4
Mientras algunos académicos abordan el estudio de la negridad en América Latina desde el punto de vista de la raza, en este artículo se invierte esa lógica. En lugar de centrar la investigación en la producción de la raza y explorar su relevancia para el estudio de la negridad, lo que busco es historizar la categoría misma, y para ello recurro al concepto foucaultiano de genealogía (1978). El uso de la genealogía como ancla analítica permitirá evadir una interpretación presentista del pasado que juzgue momentos históricos de manera anacrónica, además de facilitar una lectura más abierta de la categoría de negridad: sobredeterminada, por un lado, y por el otro múltiple y fragmentada.
En lo que sigue, trazo una genealogía del concepto de negridad en América Latina que me conducirá hasta historias específicas de encuentros culturales siempre insertados en luchas de poder. La literatura que exploro no necesariamente está centrada en la cuestión de la producción de negridad, aunque ofrece perspectivas sobre la manera en que las ideas cercanas a ella han viajado en el tiempo y el espacio. Mi objetivo, entonces, será identificar las coyunturas históricas en las que nociones sobre negridad, o afines, han sido articuladas o desplegadas por distintos actores sociales y por diversas razones.
Comienzo en el período colonial para dar la debida atención a la profunda huella dejada por las intensas luchas y así poder definir y desestabilizar la categoría del esclavo africano. Después exploro diferentes encarnaciones de los nacionalismos latinoamericanos -blanqueamiento, mestizaje, y multiculturalismo- para mostrar cómo los proyectos de construcción de nación han configurado definiciones cambiantes de negridad, al tiempo que han sido producidos por ellas. Finalmente, me deslindo del predicamento nacionalista para reflexionar sobre la producción relacional de la nación y ampliar mi perspectiva de análisis hasta considerar las formas diaspóricas de negridad. Aunque sigo una especie de narrativa cronológica, tengo en cuenta una diversidad de categorías -trabajo, raza, etnicidad, sexualidad y nación- que han influido en mayor o menor medida en las definiciones de la categoría de diferencia que refiero como negridad.
Parte I: Legados coloniales
La larga historia del colonialismo en América Latina es crucial para entender, entonces como ahora, la producción de una categoría de diferencia afín a negridad. Sin duda, el periodo colonial estuvo marcado por el surgimiento y la consolidación de proyectos que trataron de posicionar al «negro africano» como esclavo. Estos esfuerzos implicaban la institucionalización de la esclavitud racial en el continente americano, que intentaba desubjetivizar a los africanos en el Nuevo Mundo al tiempo que los sometía al control colonial. Estos proyectos dominantes fueron fundacionales en el establecimiento de una categoría colonial de diferencia: el esclavo negro, categoría que deshumanizó la africanidad y dejó marcas indelebles en la manera en que hoy entendemos negridad en América Latina. Sin embargo, pese a que fueron centrales y dominantes, estos proyectos no se quedaron sin ser refutados, de hecho, y en el transcurso de varios siglos, diferentes actores establecieron alianzas cambiantes y proyectos parciales que inevitablemente alteraron el curso y los resultados esperados, contribuyendo a sobreponer y disputar los entendidos sobre el lugar de los africanos y de sus descendientes en América Latina.
«El Rey Azúcar»5
Dicho esto, resulta ilustrativo volver a la categoría del esclavo negro como punto de partida para comprender de qué manera el colonialismo dejó huella en las formaciones sociales afines a negridad. Mucha de la literatura que explora la esclavitud en América Latina la ve, en primer lugar, como una categoría económica. Así, autores de gran influencia tienden a centrarse en su función como fuente de mano de obra creada y mantenida para satisfacer las demandas del capital mercantil, primero, y del industrial, después (Williams, 1966; Moreno Fraginals, 1964; Stein, 1976; Costa, 2000).
Capitalismo y esclavitud de Eric Williams, por ejemplo, fue fundamental para entender el establecimiento de la esclavitud no como producto del racismo, sino como una necesidad económica. Afirma Williams que la esclavitud se inventó, ante todo, para afrontar el problema de escasez de mano de obra en las colonias a causa del exterminio de las poblaciones nativas y de la gran disponibilidad de tierras que hacía imposible obligar a los trabajadores libres a vender su trabajo. Esto no significa que haya descartado del todo las consecuencias raciales de la esclavitud en el continente americano, pues, como explica el autor, si bien los imperativos económicos del capitalismo condujeron a la creación de la esclavitud, la raza y el prejuicio racial sirvieron como herramientas ideológicas para su racionalización. De hecho, Williams relaciona muy estrechamente la esclavitud con un momento particular del capitalismo mercantil e industrial en las colonias y sostiene que, cualquiera que sea el prejuicio racial que ha permanecido después de la caída (económica) de la esclavitud, ésta carecería de todo efecto en el momento histórico actual (Williams, 1944). Williams cuenta una historia en la que la esclavitud y su sujeto racializado, el esclavo negro, se explican completamente por la lógica del capital.
Este enfoque marxista ha hecho eco en muchos otros académicos latinoamericanistas. En 1964, por ejemplo, el historiador cubano Manuel Moreno Fraginals publicó un minucioso estudio sobre los ingenios azucareros cubanos de los siglos XVII y XIX. Allí trató el azúcar como el elemento estructurante de la economía cubana que, por esta misma razón, es la variable que impacta otras formaciones sociales. Aunque desea rastrear algunos «efectos secundarios», Moreno Fraginals se interesa, sobre todo, en el proceso de producción de esta mercancía detallando exhaustivamente cada etapa de su producción y ocupándose de los esclavos sólo en relación a los esfuerzos de los plantadores por garantizar una fuerza laboral lo más barata posible (Moreno Fraginal, 1964). Para Moreno Fraginals es evidente que la vida en las plantaciones azucareras -la estructura económica colonial paradigmática- estaba completamente determinada por variables económicas y por las conveniencias de la producción mercantil.
Si bien, no todos los autores hicieron una descripción plena de la esclavitud, el sesgo economicista de los enfoques marxistas más crudos resultaron ser bastante duraderos, pues, aunque algunos académicos ampliaron sus marcos de análisis, muchos siguieron privilegiando la lógica económica de la esclavitud y situando las estructuras económicas en el corazón de sus investigaciones. El influyente texto Vassouras de Stein, por ejemplo, documenta el auge y declive de una plantación cafetera en el sureste de Brasil para contar una historia que tiene que ver, primero y ante todo, con la explotación de la mano de obra y la extracción de valor de la tierra (Stein, 1974). Así mismo, Da Costa, al explicar la abolición de la esclavitud en Brasil, obvia el impacto ideológico del abolicionismo y atribuye la caída de la esclavitud al descenso de su rentabilidad (Da Costa, 2000). Con un argumento que recuerda al de Williams, Da Costa sugiere que varios factores como la mecanización de las plantaciones, la abolición del tráfico de esclavos y la aumento de trabajadores libres traídos por la inmigración europea, resultaron en un incremento general en el costo de la mano de obra esclava y, en consecuencia, llevaron a su desaparición. Pese a los esfuerzos por documentar procesos sociales y culturales más amplios, para todos estos autores la esclavitud en la América Latina colonial se mantuvo, fundamentalmente, como un fenómeno económico. De ese modo, puede inferirse que para ellos el surgimiento de una formación social similar a la de negridad no fue un fenómeno sólo racial, o siquiera proto-racial, sino, más bien, uno principalmente configurado por las conveniencias del capital.
Pese a que Sweetness and Power de Sydney Mintz no generó la suficiente efervescencia en el momento de su publicación para desafiar las interpretaciones economicistas de la esclavitud, lo recupero aquí como un texto fundacional que amplió el alcance y la escala de los enfoques marxistas, pues, aunque muchos autores habían observado las relaciones de explotación entre la colonia y la metrópoli, nadie antes había vinculado la obsesión colonial por incrementar infinitamente la producción de materias primas con su otra cara: el consumo insaciable (Mintz, 1985). La sensibilidad antropológica de Mintz le permitió ver no sólo la producción y los usos del azúcar sino, también, sus significados para los consumidores europeos. Este enfoque analítico comenzó a deshacer la rígida separación de base y superestructura que predominaba en los trabajos marxistas y, de este modo, permitió un análisis de la esclavitud que tenía en cuenta tanto los imperativos económicos como la producción cultural de significados sociales.
Aunque Mintz sólo de manera indirecta mira al esclavo de las plantaciones azucareras, sugiere que el destino del esclavo negro estaba definido por los imperativos de la producción azucarera de las élites criollas y los poderes reales en el continente americano, al tiempo que estaba estrechamente conectado con los trabajadores británicos que aprendieron a consumir azúcar.
Sin embargo, y pese a todas estas virtudes -incluido su creativo replanteamiento de la pregunta de Williams por la relación entre el capitalismo y la esclavitud- Sweetness and Power no fue capaz de romper con los problemas fundamentales de los enfoques marxistas más estrechos. Como lo señala Taussig con una mordaz crítica, en este relato sobre la producción de mercancías no hay lugar para el asombro (Taussig, 1989). Pese a que Mintz no desconoce del todo las relaciones de poder, Taussig señala que Sweetness and Power traza una historia cuyo destino ha estado decidido desde el principio. Mintz, al igual que Williams, Moreno Fraginals, Stein y Costa, reinscribe «los determinismos de la narrativa del capital» en lugar de contemplar la posibilidad de un resultado no definido de antemano en la lucha de la historia (Mintz, 1986:16). Además, Taussig reprende a Mintz por olvidar que el mismo Marx esbozó dos formas de la mercancía, una de las cuales era mágica y caprichosa. Esta omisión hace que la «lógica capitalista» se entienda separada del reino de la cultura, aquella esfera elusiva que tiende a ser indomable e irracional. En estos trabajos, entonces, el capitalismo viene a ser una profecía que se autorrealiza con una lógica coherente organizadora de todas las prácticas humanas. Nada es capaz de alterarlo o exacerbarlo (Taussig, 1989).
Así, estos trabajos ponen a los africanos y a sus descendientes en la rígida posición del esclavo negro. La categoría es retratada como una fundamentalmente económica, y los elementos sociales y culturales que reúne en su recorrido por la historia son vistos como simples retoños de la semilla fundacional: «El Rey Azúcar». Y aunque «El Rey Azúcar», en efecto, fue de gran importancia en las motivaciones de los poderosos, la búsqueda del capital siempre debió enfrentarse a otras prácticas e intenciones que a veces interrumpían la reproducción del capital y otras encajaban con él.
Los circuitos del imperio
Numerosos autores han reconocido que había otras fuerzas en juego en la codificación de la piel negra como determinante de la condición de esclavo (Tannenbaum, 1946; Blackburn, 1982; Twinam, 1988). Ya en 1946, por ejemplo, Frank Tannenbaum sostenía que la ley y la iglesia atenuaron considerablemente los objetivos económicos de la esclavitud en el Nuevo Mundo (Tannenbaum, 1946). Al ubicar el encuentro entre europeos y africanos en un momento anterior al descubrimiento del Nuevo Mundo, Tannenbaum arguye que pese a los esfuerzos por convertir al negro en simple mercancía, africanos y europeos se habían familiarizado con sus respectivas formas de vida en condiciones diferentes a las del colonialismo americano. Se deriva de este argumento la idea de que africanos y europeos en el Nuevo Mundo podían relacionarse de una manera en la que la ley y la iglesia mediarían sus diferencias sociales y culturales.6
Si bien, las consecuencias políticas de este argumento pueden suscitar preocupación -particularmente su potencial para minimizar la brutalidad de la esclavitud racial- hago referencia a Tannenbaum como un ejemplo incipiente de los análisis que comienzan a apuntar hacia la sobredeterminación de la categoría del esclavo negro. En efecto, la literatura sobre la América Latina colonial evidencia un gran número de interpretaciones sobre los mecanismos usados para mantener el poder. Blackburn, por ejemplo, observa un vínculo entre la esclavitud y el sostenimiento del imperio. En su exhaustivo trabajo, The Overthrow of Colonial Slavery, describe una Hispanoamérica colonial en la que monarquistas, republicanos, esclavos y negros libres hacían alianzas ad hoc que no respondían estrictamente a las demandas del capital o, siquiera, a una noción muy simplificada de expansión imperial, sino a un complejo y cambiante conjunto de luchas de poder en las que capital e imperio estaban siempre entrelazados (Blackburn, 1988).
Así, aunque la reproducción del capital en las colonias beneficiaba claramente a los blancos, esto no ocurría de manera uniforme. Quienes estaban en la cima de esta sociedad jerárquica -plantadores, comerciantes, mineros y funcionarios de la Colonia y de la Corona- no tenían opiniones idénticas sobre qué constituía el estatus de élite, ni dicho estatus conducía, invariablemente, a las avenidas del poder. Muy ilustrativa resulta la monografía de Twinam sobre la identidad criolla en Antioquia, Colombia (Twinam, 1988), pues al analizar las particularidades geográficas de esta región descubre que allí había pocas posibilidades de lograr una acumulación espectacular de capital y, como resultado de ello, características de la élite diferentes a la riqueza -el prestigio y el honor- eran bastante apreciadas. Tannenbaum, Twinam y Blackburn sugieren que la negridad en la América Latina colonial, aunque subordinada, estaba determinada por diferentes prácticas y por sus significados, que no se agotaban con el imperativo capitalista.
Sin embargo, entre las obras que retratan la rica heterogeneidad de los determinantes del estatus y el poder en la América Latina colonial, el interés en la raza se mantiene rezagado. Por un lado, los enfoques marxistas marginaron sistemáticamente la raza como epifenómeno de la clase (o protoclase) y, por el otro, los estudios que se centraban en la iglesia, el Estado o las nociones elitistas del honor como instituciones de poder no lograron desenterrar las dimensiones raciales que reforzaban estas estructuras. Estos autores mantuvieron la raza alejada o ausente de su campo de acción, pese a que desde hacía tiempo numerosos académicos insistían en su importancia en la estructuración de los regímenes de poder coloniales (cf. Foucault, 2004; Stoler, 1995, 2002; Césaire, 2000; Fanon, 1968; DuBois, 1996). De hecho, aunque en general se acepta que la raza es una categoría moderna surgida en el siglo XIX, Foucault traza su genealogía hasta el siglo XVI, cuando en Europa la nobleza desafió el poder de la corona transformando la lógica del derecho del soberano a infligir la muerte a sus súbditos (Foucaul, 1978). Foucault afirma que en este proceso histórico la burguesía naciente creó un discurso de guerra antihegemónico en el que las luchas entre el gobernante y el grupo subordinado se volvieron característica permanente de la sociedad (Foucault, 2004). En esta lucha fundacional de poder, sostiene Foucault, podemos hallar los orígenes de las lógicas racializantes.
Además, resulta muy significativo que el siglo XVI marque la inauguración del colonialismo europeo en el continente americano y los comienzos de la esclavitud racial. Pese a que el surgimiento de la raza como discurso de guerra estuvo íntimamente ligado a la emergencia de la esclavitud racial en el continente americano, Foucault no logró extender su análisis más allá de las fronteras de Europa. Varias décadas después de las conferencias en el College de France, Ann Stoler completó esta historia añadiendo una comprensión matizada de la mutua constitución de raza y sexualidad en la serpenteante ruta del imperio que ligó metrópoli y colonias entre sí. Los agudos análisis de Stoler y Foucault forman una columna vertebral teórica que permite rastrear las formas íntimas y capilares en que la raza y la sexualidad operan en los discursos y en las estructuras de las sociedades de la América Latina colonial.
Seguidamente, y partiendo de esta base, presento un análisis que reúne el interés de los estudios postcoloniales en los sujetos coloniales con una sensibilidad foucaultiana al poder. La meta es mostrar la manera en que raza y sexualidad trabajaron conjuntamente para definir la negridad en la América Latina colonial (Martinez-Alier, 1970; Kutzinki, 1993; Suárez Findlay, 1999; Silverblatt, 2004). Martinez-Alier, en un estudio antropológico clásico que analiza las prácticas nupciales, subraya la profundidad y el alcance de las divisiones sociales que hacía de los matrimonios «desiguales» algo o negociable o completamente imposible en la Cuba colonial. En primer lugar, ella descubre que para este contexto la división social primordial era, en efecto, la raza, y que así estaba simultáneamente expresado en la legislación y en una aguda conciencia social. Martinez-Alier, al mismo tiempo, dibuja un complejo escenario en el que la raza está inextricablemente ligada al honor, siendo esta última una noción con una fuerte carga de género basada en el control masculino sobre la sexualidad femenina. Más aún, subraya que si bien el fenotipo y el color se usaban como símbolos de categoría social, eran referentes de una condición más profunda: la limpieza de sangre, condición que en el Nuevo Mundo llegó a denotar ausencia de la mancha de la esclavitud. Por tanto, aunque su análisis reinserta la raza como categoría importante de la diferencia en la América Latina colonial, Martínez- Alier da cabida a otros conceptos analíticos y concluye que las tensiones sociales en Cuba estaban sobredeterminadas y eran estructurales.
De manera similar, Suárez Findlay y Kutzinski reintroducen un análisis de la raza enlazado a la sexualidad para entender, respectivamente, el poder en el Puerto Rico y la Cuba coloniales y de comienzos de la República. Kutzinski centra su análisis en el estereotipo de la mulata tratando de entender las formas racializadas y discriminatorias de lo femenino a finales de la época colonial en Cuba, para las que resultaba muy útil el mito del mestizaje (Kutzinski, 1993). Kutzinski no intenta fijar los significados discursivos de la mulata, de hecho, rastrea sus cambiantes configuraciones y usos políticos a través del tiempo, e identifica un hilo discursivo común en su despliegue. La mulata, afirma, es un espacio para la homosociabilidad en el que se forja una masculinidad interracial alrededor de la (supuesta) igualdad del acceso masculino al cuerpo de la mujer no blanca. Suárez Findlay sigue el ejemplo de Kutzinski y rastrea los significados políticos cambiantes de la figura de la prostituta en Puerto Rico. Para ello, presta atención al vínculo que Foucault y Stoler establecen entre los discursos culturales y políticos, y mira detenidamente la co-constitución de la raza, el sexo y la clase. Sin embargo, ella no se centra sólo en la burguesía, los colonizadores y los intelectuales de élite sino, también, en las prácticas populares de la vida cotidiana, que podrían ser o no deliberadamente políticas. Findlay hace eco de las interpretaciones de Foucault al afirmar que la creación de una amenaza racializada implícita funcionaba como vínculo para que diferentes comunidades políticas se unieran contra un enemigo común. De esta forma, muestra cómo la raza y el sexo se fusionaron en la figura de la prostituta para incitar el pánico sexual, el cual fue instrumentalizado, a su vez, en diferentes proyectos políticos de reforma de normas sexuales racializadas (Suárez Findlay, 1999). Claramente, todos estos autores tienen en común una sensibilidad analítica por la raza como categoría de diferencia, y un interés en la manera en que ésta se entrelaza con el género, la sexualidad y la clase. Para todos ellos, la negridad en la América Latina colonial fue una categoría racializada y marcada por las diferencias de género que permitía que desigualdades de poder se reprodujeran de forma discursiva y a través de una administración diferenciada de los cuerpos femeninos y masculinos. Además, muestran que las estructuras de poder coloniales estaban lejos de ser absolutas. Martínez-Alier, por ejemplo, documenta las fallas de un sistema de clasificación social que era demasiado complejo para implementarse de manera efectiva. Suárez Findlay y Kutzinski se distancian de aquellos autores que piensan que los discursos racializados y de género funcionan sólo como mecanismos de contención, exclusión o explotación y, en respuesta, desafían la autoridad representativa de tales discursos.
De cierto modo, su trabajo señala que, aunque las élites coloniales y las autoridades reales trataron de fijar mecanismos de dominación mediante el discurso, o a través de la creación de instituciones legales y sociales, en la práctica hubo una importante brecha entre sus metas y los resultados de sus proyectos.
Resistencia y negociación
Aunque estos autores comienzan a socavar la idea de que el poder colonial sobre los esclavos y los negros libres era absoluto, otros trabajos muestran con mayor claridad que la sociedad colonial no era un régimen rígidamente jerárquico en el que los negros y la negridad tenían un lugar predeterminado y siempre subordinado. Las descripciones históricas de estos autores muestran un paisaje complejo y confuso donde en lugar de una estructura de dominación supercontrolada, la negociación era la norma (Twinam, 1999; Cope, 1994; Sharp, 1976). La fascinante obra de Twinam sobre las cédulas de gracias al sacar, procedimiento que permitía a los sujetos coloniales elevar la petición al Consejo de Indias para hacer una corrección oficial de la condición de nacimiento ilegítimo, ilustra esta afirmación. Al analizar las biografías de los solicitantes de toda la América española durante el siglo XVIII , Twinam comprueba que tanto la raza como la ilegitimidad (manchas de nacimiento) podían cambiarse (Twinam, 1999). Antes que verlos como elementos esenciales e inalterables del sujeto, la raza y la ilegitimidad podía ser negociados a través de mecanismos de transición personalizados e informales. Esto no quiere decir que la explicación que da Twinam minimice el poder represivo de los sistemas raciales y basados en género. De hecho, atribuye el aumento de las peticiones en el siglo XVIII a un incremento en el exclusivismo criollo que buscaba contrarrestar la amenaza derivada de la nueva cohorte de mestizos y mulatos que ascendían en la escala social. No obstante, el análisis de Twinam revela una América española que, aunque llena de «tensiones sociocromáticas», era mucho más flexible y compleja de lo que se podía imaginar.
Cope y Sharp, de manera similar, desafían las descripciones absolutas del poder en la América Latina colonial. Cope, en su examen del sistema de castas -un sistema del siglo XVII que organizaba las sociedades coloniales según los porcentajes de «sangre» española-, descubre que en la práctica esta rígida jerarquía racial tenía pocas consecuencias para las castas de la Ciudad de México. Sin duda, en las castas se evidenciaba una profunda indiferencia hacia las etiquetas raciales dadas las dificultades de las élites en mantener el control social mediante tales mecanismos. Según Cope, la estructura socioeconómica de la ciudad misma iba en contra de la efectividad del control racial y, en consecuencia, volvía insignificante el sistema de castas. Y si las instituciones coloniales de control social fallaban en aquellos lugares donde estaban más arraigadas, no podemos sorprendernos por encontrar que sus alcances eran casi imperceptibles en las fronteras coloniales. Tal es el caso que analiza Sharp en la región pacífica de la Colombia colonial. El Chocó, por ser una zona de minería de aluvión entre selva tropical y ciénagas, escasamente colonizada por españoles y criollos, estaba en los márgenes de las instituciones de poder. Era un lugar en donde ni clérigos ni gobernantes defendían la autoridad colonial (Sharp, 1976).
Aunque hubo espacios donde las demarcaciones del poder no penetraban -lo que Tsing llama «vacíos» (Tsing, 2005)- las posibilidades políticas que ofrecían esos respiros del poder institucional eran impredecibles. Por ejemplo, mientras en el Chocó una frágil autoridad colonial permitió que se creara ese ambiente de «tierra de nadie» que favorecía el contrabando, el silenciamiento de la oposición y el abuso de poder, el intento infructuoso por estratificar las castas en la Ciudad de México redundó en amplias oportunidades para la socialización y solidaridad entre los plebeyos, en espacios que escapaban a la vigilancia de las élites. De este modo, en el Chocó la resistencia subalterna se dispersó debido a la estrecha proximidad de esclavos y negros libres con los blancos que poseían un poder irrestricto, mientras que en la Ciudad de México la pulquería, el mercado y las vecindades interraciales que las castas aglutinaban, fomentaban una subcultura plebeya que era percibida como una posible amenaza para la autoridad española. De hecho, la descripción de Cope sobre la subcultura plebeya señala no sólo las debilidades de los mecanismos de control sino, también, la creación activa de espacios antihegemónicos en las sociedades coloniales.
Así, aunque la esclavitud buscó desubjetivizar por completo al «negro africano», esclavos y negros libres en América Latina participaron activamente y de numerosas maneras en la configuración de la sociedad colonial. Los esclavos negociaban, preveían, se revelaban y huían, mientras los negros libres desafiaban los regímenes racializados recurriendo al litigio, formando instituciones y buscando vías individuales y grupales para el ascenso social (Díaz, 2000; Reis, 1993; Andrews, 2004; James, 1938; Helg, 2004). Más que un mecanismo de poder de una sola vía, la esclavitud fue un proceso dialéctico cuyas condiciones, aunque con impactos devastadores para las vidas de los esclavos, estaban configuradas por las osadas respuestas y propuestas de los esclavos (Andrews, 2004).
Si bien, el caso de los esclavos reales de El Cobre en Cuba, quienes recibieron su libertad por decreto real más de ochenta años antes de la abolición de la esclavitud, es excepcional, ilustra la naturaleza procesual y no absoluta de la esclavitud. Díaz documenta la prolongada lucha de un grupo de esclavos reales que, en virtud de la ausencia de su amo, gozaron de una libertad de facto y, en consecuencia, se movilizaron para adquirir derechos colectivos sobre la tierra, organizar milicias locales y garantizar el reconocimiento legal de su comunidad como pueblo, incluso con un cabildo (Díaz, 2000). Díaz cuestiona aquellos trabajos que describen la esclavitud tan sólo como una forma de trabajo forzado, señalando que reproducen esta lógica vinculante. Alternativamente, presenta las experiencias de cautiverio de los esclavos como un fluido continuo que oscila entre la esclavitud y la libertad y en el que individuos y grupos usaron diferentes herramientas para la negociación.
Aún así, no todas las reacciones a la esclavitud fueron pacíficas o buscaron vías legales de resistencia (Reis, 1992; James, 1938; Maya Restrepo, 2005), lo que se puede ejemplificar en dos obras maestras: la monografía del historiador brasileño José Joâo Reis sobre el mayor levantamiento urbano de esclavos en América Latina, la revuelta de los malê en 1835; y el relato épico de CLR James sobre la única rebelión de esclavos que triunfó en la historia moderna, la revolución haitiana. En estos dos trabajos se muestra que la categoría esclavo negro no fue sólo el producto de mecanismos de sujeción de arriba-abajo sino que, además, fue formado activamente por aquellos a quienes buscaba subjetificar. Y aunque estas rebeliones pueden ser los ejemplos más claros de agencia subalterna, los esclavos y sus descendientes usaron innumerables mecanismos para desafiar la autoridad colonial y crear comunidades de pertenencia antihegemónicas. Maya Restrepo, por ejemplo, documenta cómo en la Nueva Granada los esclavos resistieron los intentos de la Iglesia por demonizar sus prácticas paganas a través la preservación de la memoria corp-oral (Maya Restrepo, 2005). De manera similar, Andrews destaca la emergencia y conservación de las instituciones y prácticas culturales africanas como fuentes importantes de resistencia y espacios alternativos para la construcción de las identidades negras (Andrews, 2004). Aunque estas identidades eran a la vez plurales y basadas en múltiples similitudes, las formas de rebelión y las prácticas culturales que estos autores documentan apuntan con claridad al surgimiento de formas colectivas de subjetividad propias y de oposición.
Al tiempo, la diversidad de mecanismos de resistencia y formas de alianza indica que los negros libres y los esclavos ni eran monolíticos en sus identidades ni unitarios en sus proyectos políticos. De hecho, la obra de Reis aunque da testimonio del poder de las identidades cohesionadas para fomentar la insubordinación, es un ejemplo tanto de la fragmentación de la identidad negra como de su unidad. De un lado, muestra que la identidad africana Malê (musulmán) era hábil para salvar diferencias entre grupos étnicos y lingüísticos, y maleable en su incorporación del islam y elementos de las prácticas religiosas de los orixás. De otro lado, sin embargo, al estar basadas en la etnicidad, la religión y el lugar de nacimiento, tales alianzas se forjaron a costa de la exclusión de otros esclavos, principalmente los negros y mulatos nacidos en Brasil.
Sin duda, las alianzas raciales, religiosas, étnicas y de clase entre los africanos y sus descendientes en el Nuevo Mundo no sólo se fragmentaron, sino que en ciertos momentos fueron inexistentes. Según Gonzalo Aguirre Beltrán, preeminente académico de la negridad en México, es ese el caso de la Costa Chica de Oaxaca y Guerrero. Según Aguirre Beltrán, el mestizaje en México fue tan inmediato y totalizante, y tan absoluto el fracaso de los negros por preservar las culturas africanas, que sólo quedaron indicios de negridad en un sujeto híbrido al que refiere como afromestizo (Aguirre Beltrán, 1958). En un trabajo histórico más reciente, Aline Helg emprende una tarea similar para dar cuenta de la desaparición de la identidad colectiva negra en la costa Caribe de Colombia. Su explicación apunta a la existencia de formas de resistencia no raciales, la dispersión de las comunidades fugitivas por terrenos accidentados y el implemento de una estrategia administrativa por parte de las élites blancas que permitía la movilidad social individual y la autonomía popular en la esfera cultural, a la par que combatía la acción colectiva (Helg, 2004). Si bien, las explicaciones de estos autores son dudosas -pues no es difícil encontrar identidades negras que proliferaron en condiciones similares en muchos otros lugares de América Latina- sus trabajos señalan los significados irregulares y, a menudo, frágiles de las nociones de negridad América Latina.
Quiero concluir esta sección haciendo referencia, una vez más, a la seminal obra de C.L.R James sobre la revolución haitiana. Una breve mirada a The Black Jacobins servirá para recoger las perspectivas centrales de la literatura que acabó de presentar. James comienza con una descripción de la esclavitud que busca exponer su brutalidad sin rehusar denunciarla. Al mismo tiempo, retrata una multiplicidad de mecanismos de dominación, resistencia e identidades colectivas. Pero, pese a la existencia de arraigados mecanismos de explotación y dominación, The Black Jacobins es, fundamentalmente, una historia del triunfo de la rebelión de los esclavos. El relato de James sobre la revolución haitiana concede agencia a los esclavos haitianos no sólo como grupos e individuos reactivos y opositores sino como proponentes de procesos revolucionarios mundiales. En este sentido, su argumento de que «las masas de Santo Domingo comienzan» «y las de París completan» desplaza a Francia del centro de la historia y señala, en su lugar, que algunas veces las historias comienzan en las periferias (James, 1938). James crea una historia épica que es franca en su condenación de la esclavitud racial, triunfante en su celebración de la revuelta esclava, y sagaz en su capacidad de entrelazar a Europa, África y el Caribe en una sola narrativa sobre el colonialismo.
La obra de James nos ayuda a construir una teoría de la negridad en la América Latina colonial ya que captura un confuso paisaje en el que blancos «grandes» y «pequeños», jacobinos y monarquistas franceses, mulatos y esclavos, suscriben alianzas provisionales, se engarzan en batallas mortales y construyen profundas solidaridades, mientras persiguen múltiples proyectos políticos que unas veces coinciden pero que a menudo entran en conflicto. Sí, existe una escisión social fundamental entre lo que James llama «la propiedad» y «los propietarios», pero dicha diferencia no es esencial ni inalterable. Es más, a sus ojos ningún bando es unitario. «Los propietarios» están divididos social, económica y políticamente, y siempre deben trabajar para recrear la diferencia cultural. Tampoco existen pruebas que demuestren que los «negros» estuvieron unidos en sus luchas contra los «blancos». James señala que los mulatos y los esclavos no sólo estuvieron divididos por líneas raciales y de clase sino que, además, estaban fragmentados al interior de los grupos de libres y esclavizados. Sin embargo, y pese a toda esta fragmentación, puede observarse un creciente sentido de identidad colectiva entre los jacobinos negros. Así, para James, aunque la negridad no se define a priori por la raza, la clase, la cuna o la visión política, es, en todo caso, un producto de todas ellas.
Parte II: Trayectorias nacionalistas
Si en la sección anterior centré mi atención en la figura del esclavo negro para analizar los diferentes proyectos que dejaron marcas indelebles en la formación de la negridad, en esta sección la fuente de esa fuerza centrípeta será la nación. La construcción de nación, con la raza en su corazón, provee la estructura guía desde la cual trazo algunas coyunturas históricas claves. Un nacionalismo racializado que matiza la historia de América Latina contribuye de manera central a mi comprensión sobre las cambiantes construcciones y manifestaciones de la negridad. Sin embargo, de acuerdo al enfoque analítico que ve la negridad sobredeterminada y múltiple, exploro la ciudadanía y el capital como proyectos de modernidad imbricados, pero no idénticos. El rostro cambiante de los nacionalismos racializados en América Latina, las prolongadas luchas para definir la ciudadanía y los encarnizados enfrentamientos por el control de los recursos, son las fuerzas generales que han impactado la producción de negridad en el periodo post-independentista.
Dado que el centro de atención de esta sección es la nación, resulta útil comenzar con Benedict Anderson, pues, al igual que él, quiero hacer énfasis en los orígenes del nacionalismo en el Nuevo Mundo. Esto es importante no sólo para evidenciar que América Latina fue precursora mundial en este aspecto, sino para recalcar que, pese a esto, el surgimiento de las naciones latinoamericanas fue fundacional y único. Contrario a lo que ocurrió en Europa y en las naciones postcoloniales de Asia y África, el nacionalismo en América Latina no fue un movimiento populista. De hecho, fue conducido por un grupo élite de propietarios de tierras que, aliados con algunos comerciantes y profesionales, buscaron enfrentar el poder de sus hermanos peninsulares mientras mantenían a raya las movilizaciones políticas subalternas (Anderson, 1992:50). De este modo, las vicisitudes postcoloniales de la negridad comienzan en el corazón del proyecto criollo de construcción de nación, proyecto que estaba enfrentado a un dilema.
Por un lado, los criollos buscaron mantener intactas las relaciones de cautiverio y dependencia entre ellos y las masas negras e indígenas. Por el otro, en vista que el enemigo de la independencia republicana eran los españoles y portugueses monarquistas, los criollos debieron cultivar un sentido de camaradería horizontal con esos Otros racializados y así hacer políticamente viable a la comunidad imaginada de la nación7 (Helg, 1995; Holt, 2003). Como si esta tensión no fuera suficiente, las naciones criollas tuvieron que luchar para lograr una posición respetable en el sistema político mundial. En consecuencia, las visiones nacionalistas se vieron influenciadas por las presiones de los conflictos sociales internos, por el persistente espectro del colonialismo europeo y por la creciente amenaza del imperialismo estadounidense.
¿Qué nos dice esta tensa dinámica sobre las nociones de negridad en América Latina? Al atender la paradoja fundacional del nacionalismo criollo vemos que la negociación acerca del lugar de la negridad al interior de la nación ha seguido enfrentando contradicciones inherentes en su intento de construir simultáneamente una élite y una hermandad horizontal. Para manejar esta contradicción, las visiones nacionalistas han negociado el lugar de la negridad recurriendo a una serie de procesos dicotómicos: inclusión/exclusión, mismidad/diferencia, visibilidad/invisibilidad. Por momentos, la negridad ha ocupado un lugar determinado en cualquiera de los extremos de estas dicotomías: los negros se incluyen o se excluyen como compatriotas, son visibles o invisibles como sujetos subalternos. Lo más notable, sin embargo, es que las formaciones nacionalistas, por lo general, han buscado un arreglo entre sus objetivos elitistas y populares, asignándole a la negridad un lugar ambiguo que oscila constantemente entre ambos extremos. En esta dinámica la exclusión política no impide la inclusión cultural y los dos procesos, aunque opuestos en apariencia, coexisten cómodamente en su contradicción.
La historia de la formación social de la negridad que trazo a continuación atraviesa diferentes periodos -blanqueamiento, mestizaje y multiculturalismo- en los cuales el problema fundacional del nacionalismo se ha negociado de diversas y creativas maneras. Es importante tener presente que dichas formaciones sociales no sólo han engendrado nuevas formas de subordinación, aunque comparten un origen colonial. Todas ellas permitieron que se lograra, simultáneamente, una ganancia sin precedentes en la lucha por la ciudadanía plena para la gente negra y el mantenimiento de estructuras de dominación coloniales. Todo al tiempo que trataron de forjar una imagen nacional que facilitara, por fin, la entrada de las naciones de América Latina a las filas de lo moderno.
Una última palabra sobre la contribución de Anderson. La literatura que sigue mostrará que no puede hablarse de construcción de nación en América Latina sin replicar la célebre afirmación de Benedict Anderson de que raza y nación ocupan espacios conceptuales distintos: mientras la última piensa destinos históricos y la primera sueña con eternas contaminaciones (Holt, 2003). Como espero ilustrarlo más adelante, y contrario a los influyentes aportes de Anderson, en la América Latina post-independentista el problema de la nación y su destino ha sido fundamentalmente racial.
Blanqueamiento: la guerra contra la negridad
Si los proyectos coloniales para mantener el poder español sobre el continente americano dedicaron gran cantidad de su energía en definir la negridad como una categoría del ser, las élites post-independentistas se ocuparon de erradicar esta «mancha» del cuerpo nacional. El proyecto de erradicación fue parcial y contradictorio. Las élites criollas latinoamericanas, enfrentadas a las teorías científicas europeas sobre los efectos degenerativos de los climas tropicales y la mezcla racial, reflexionaron ansiosamente sobre el futuro de sus naciones mezcladas, y el blanqueamiento llegó como salvación. La academia de historiadores latinoamericanos y latinoamericanistas ha mostrado que el blanqueamiento, al usar el discurso del mejoramiento y la erradicación concomitante de la negridad, permitió la creación de nuevas naciones con una imagen europeizada (Castro-Gómez, 2005; Graham, 1990; Helg, 1990; Knight, 1990; Skidmore, 1993).
Basados en una fe liberal en la ciencia y la razón, los esfuerzos por borrar biológica y culturalmente todas las señales de negridad respondían a una persistente colonialidad del poder. Las consecuencias van en dos sentidos. Primero, las estructuras internas de las naciones blanqueadas, modeladas como estaban por el colonialismo europeo, trataron desesperadamente de preservar las estructuras desiguales de poder, que a su vez reproducían la negridad como categoría de diferencia subalterna. Así, el blanqueamiento garantizaba que se mantuviera la negridad, al tiempo que se buscaba eliminar sus manifestaciones encarnadas. Segundo, que las élites hubieran adoptado las teorías de la ciencia derivadas de la Ilustración reafirmaba la superioridad de las formas de conocimiento occidentales que ponían incluso a los latinoamericanos blancos en una posición subordinada frente a los europeos. La persistencia de esta doble ansiedad relacionada con la constitución de la identidad latinoamericana ha sido analizada con elocuencia por académicos latinoamericanos post-coloniales (Castro-Gómez, 2005; Mignolo, 2000; Rama, 1995; Quijano, 2000).
Las consecuencias concretas de este proyecto de blanqueamiento nacionalista fueron múltiples. Para las amplias mayorías de los racializados como no blancos, los discursos de blanqueamiento tomaron la forma de políticas de salud, higiene, trabajo, inmigración, matrimonio y educación. En lugares tan diversos como Brasil (Skidmore, 1993; Stepan, 1991), México (Knight, 1990; Stepan, 1990), Cuba (Helg, 1990, 1995), Argentina (Helg, 1990; Stepan, 1991), Honduras (Euraque, 2004), Venezuela (Wright, 1990) y Colombia (Castro-Gómez, 2005; Múnera, 2005), fueron frecuentes los esfuerzos por aumentar la inmigración blanca, al tiempo que se intentaba frenar el ingreso de inmigrantes no blancos. Sumado a esto, y dado que en América Latina primó la aproximación lamarckiana a los estudios de la herencia,8 el blanqueamiento no fue sólo un proyecto eugenésico, sino uno básicamente relacionado con el mejoramiento del medio social de las poblaciones «mezcladas» y «bárbaras», de manera que éstas pudieran civilizarse con más rapidez. Para tales efectos, el blanqueamiento se combinó con los esfuerzos por modernizar a América Latina. Estos incluían proyectos que buscaban urbanizar (Rama, 1995; Meade, 1997), secularizar (Diacon, 1991), proletarizar (Andrews, 1988) y controlar a las poblaciones insubordinadas a través de mecanismos como el ejército (Beattie, 2001) y las instituciones médicas (Trigo, 2000).
En el fondo, el blanqueamiento fue una lucha brutal entre la civilización y la barbarie. La mayoría de los académicos que han documentado las iniciativas modernizadoras en América Latina han señalado que éste fue un terreno ferozmente disputado que incluyó protesta desenfrenada e insubordinación. Trigo ha observado que, por ejemplo, para evadir la firme oposición con que se encontraba el avance de la modernidad sus partidarios tuvieron que formular formas emergentes de gubernamentalidad en un lenguaje de crisis (Trigo, 2000). Así, la defensa del blanqueamiento se fundamentó en la idea de una amenaza inminente e implícitamente racial. El cuerpo mismo, en ocasiones, se volvió el sitio de lucha donde las élites latinoamericanas administraban la amenaza de la diferencia. Esto se hizo a través de varios mecanismos discursivos como la creación del cuerpo enfermo del Otro (Trigo, 2000), la difusión de la ficción erótica de la mulata (Kutsinsky, 1993) y de pánicos sexuales basados en la imagen de la prostituta negra (Suárez Findlay, 1999).
Otras veces, el paisaje nacional fue el campo en el que se asentaron las jerarquías raciales, de clase y de género, creando «topografías morales» perdurables que inscribieron a la civilización europea en el espacio (De la Cadena, 2000; Pratt, 1992; Taussig, 1980; Wade, 1993). La literatura sobre el blanqueamiento sugiere que lo que más ayudó a su perpetuación fue la capacidad de sus defensores de expresarse en el lenguaje legitimador de la ciencia y la naturaleza. Para el caso específico de Colombia, Cunin (2003), Múnera (2005), Wade (1993) y Whitten (1974) han señalado, por ejemplo, que este proceso estuvo acompañado de la formación de cuerpos geográficos regionales y nacionales que marcaban los lugares no blancos como fronteras de la modernidad. De este modo, el blanqueamiento, un proyecto de modernidad nacionalista y racializado, adquirió geografías particulares legitimadas a través del lenguaje naturalizador de la ciencia.
Esos procesos implicaron un intercambio difícil y desigual entre los científicos europeos y sus seguidores latinoamericanos, que se reforzó gracias a las arraigadas jerarquías coloniales del conocimiento (véase, por ejemplo, el legado de Humboldt en la obra de naturalistas colombianos como Mutis, Pombo y Caldas). Sin embargo, y aunque la razón europea reinaba, no todas sus premisas fueron aceptadas. Estudiosos del blanqueamiento han evidenciado que los intelectuales latinoamericanos adoptaron, adaptaron y renovaron las teorías europeas. Por ejemplo, Skidmore muestra que los pensadores brasileños, aunque imitaban a Europa, descartaron la supuesta inferioridad racial innata y la degeneración de la sangre mezclada para formular su propia solución al «problema del negro» (Skidmore, 1993). De manera similar, Stepan rastrea la adaptación de la eugenesia en América Latina señalando que los intelectuales latinoamericanos preferían las aproximaciones lamarckianas a los estudios sobre la herencia, pues, contrarios a los mendelianos, no suponían un límite tan claro entre la naturaleza y la cultura (Stepan, 1991).
En general, la literatura que analiza el blanqueamiento lo muestra como una formación discursiva que trataba de erradicar las expresiones epidérmicas y culturales de la negridad al tiempo que garantizaba que las relaciones coloniales entre los blancos y los no blancos se preservaran. Al igual que otras formaciones nacionales latinoamericanas, el blanqueamiento redujo esta tensión a una configuración única de inclusión/exclusión, configuración que supedito inclusión a mismidad. En este proyecto nacional la ciudadanía se extendió a aquellos que aceptaron blanquearse (cultural y biológicamente). Sin embargo, la negridad no estaba completamente subordinada o invisible bajo este régimen nacional del blanqueamiento. Debe recordarse que el periodo inmediatamente posterior a la independencia inauguró la primera gran ola de reformas sociales y políticas en la historia de América Latina y, en este contexto, la promesa de igualdad racial y ciudadanía plena para los descendientes de africanos se volvió central para fundación de las nuevas repúblicas. Además, la confusión y destrucción causadas por las guerras redujeron en gran medida la capacidad de los terratenientes de controlar a los peones y campesinos negros y, por consiguiente, las personas de ascendencia africana quedaron en una posición favorable sin precedentes desde la cual deshacer la ecuación colonial de negro con esclavo (Andrews, 2004).
Mestizaje: repensar la mismidad
El blanqueamiento si bien fue un proyecto europeizante, no fue europeo. Como descendiente del liberalismo, sus ideales reprodujeron las jerarquías coloniales que ubicaron a América Latina en las periferias del mundo, pese a que los pensadores latinoamericanos desafiaron esa marginalidad intentando resituarse a sí mismos y a sus incipientes naciones en el centro de la modernidad. El camino a la modernidad fue complejo y estuvo lleno de contradicciones, y en él los latinoamericanos enfrentaron una difícil elección: despojarse de sus identidades o renunciar a las promesas de la civilización (Larraín, 2000; Pratt, 1992). Sin embargo, al no optar por ninguna las ideas raciales europeas se reelaboraron de manera tal que parecía posible una modernidad auténticamente latinoamericana. El mestizaje, una celebración de la mezcla racial y cultural, fue una de esas creaciones por excelencia latinoamericanas. Al tomar los elementos indio, negro y europeo como piezas constitutivas, el mestizaje exaltó las virtudes de cada uno, con la promesa de que la conjunción daría lugar a un sujeto superior que, por algún procedimiento mágico, estaría despojado de los vicios propios de sus componentes originales.
Esta reinterpretación positiva de la miscegenación, defendida por académicos como Freyre (1938) en Brasil y Vasconcelos (1948) en México, permitió que América Latina se convirtiera en candidata potencial a la modernidad en una época en la que el fascismo europeo y sus ideas eugenésicas cuestionaban la política de la supremacía blanca. Al invertir la lógica del racismo científico, el mestizaje hizo una importante y provocadora contribución política en el escenario global de los años treinta (Skidmore, 1993). Más aún, en tiempos de creciente hegemonía y amenaza imperialista de los EE .UU. el mestizaje cristalizó un sentido de nacionalismo que refutaba las acusaciones de inferioridad racial y revalorizó la unicidad cultural de América Latina (Euraque et al., 2004).
En el período posterior a la Segunda Guerra Mundial el mestizaje fungía como el sostén de las identidades nacionales en toda América Latina. En algunos lugares, como México, el mestizo estaba compuesto sólo por europeo e indígena, mientras en otros, como Brasil, el elemento negro fue reconocido y valorado. En algunos lugares ese nacionalismo mestizo fue absorbido por la retórica y las políticas el Estado (Vaughn, 2004), mientras en otros fue apropiado como una idea revolucionaria (Gould, 1998). Pese a estas diferencias, el mestizaje adquirió varias características comunes que incluían la celebración de un sujeto nacional homogéneo, una reescritura de la historia colonial que tendía a borrar la memoria de la dominación racial haciendo énfasis en la larga historia de convivencia interracial, y un profundo sentido de excepcionalismo que favorecía a América Latina al comparar sus relaciones raciales con las del vecino del norte.
En un texto relativamente reciente, Pollak-Eltz da testimonio de lo profundo penetraron las ideas nacionalistas del mestizaje en América Latina. Sostiene, en una obra sobre los afrovenezolanos, que la ausencia de racismo en Venezuela y la ausencia de conciencia racial entre la gente negra es prueba de una formación racial verdaderamente excepcional. Más aún, esta autora nos asegura que en el futuro todos los venezolanos estarán mezclados racialmente y aunque admite que hubo prejuicio racial en el periodo colonial, lo sitúa en un pasado lejano y lo matiza describiendo el profundo afecto que tuvo lugar entre las nodrizas y sus niños blancos (Pollak-Eltz, 1991). Lo más llamativo en la reproducción esta idea de mestizaje, tan propia de los textos escolares, es su resonancia con las historias excepcionalistas de construcción de nación en toda América Latina. Hanchard (1994), Vaughn (2004) y Múnera (2005), por ejemplo, han señalado construcciones muy similares en Brasil, México y Colombia, respectivamente, pero, contrario a Pollak-Eltz, en lugar de aceptar el mestizaje como un fait accompli, estos autores lo ven como un proyecto hegemónico de construcción de nación y lanzan una mirada crítica hacia la supuesta eliminación de las diferencias raciales.
En los años ochenta, académicos como Bonfil Batalla (1992) y Stutzman (1981) habían comenzado a reconocer la herencia colonial del mestizaje y a denunciarlo como una ideología diseñada por las élites blancas para dominar a los Otros no blancos. Al describir los pueblos indígenas mexicanos, Bonfil Batalla identificó un doble proyecto implicado en el mestizaje. De un lado, buscaba homogeneizar a indios y negros y, por el otro, buscaba dividirlos y conquistarlos mediante procesos de fragmentación étnica. Adicionalmente, Bonfil Batalla subraya que el mestizaje planteaba una completa ruptura con el pasado colonial y opacaba las jerarquías raciales persistentes (Bonfil Batalla 1992). Stutzman, por su parte, designó al mestizaje como «ideología incluyente de la exclusión», es decir, una ideología que en teoría incluía a todos y que en la práctica excluía a los pueblos negros e indígenas. Esta agudeza inspiró que en las décadas siguientes los académicos produjeron serios análisis críticos sobre el mestizaje. El cuerpo de estudios revisionistas incluye la historización del surgimiento y atrincheramiento del mestizaje como hegemonía, el seguimiento a las consecuencias políticas para los Otros racializados, la denuncia del mito ideológico y la exposición de sus mecanismos de exclusión racial (Gould, 1998; Hanchard, 1998; Twine, 1998, Stutzman, 1981; Wade, 1993). Estos académicos prestaron atención, junto con la recién descubierta noción de mestizaje como herramienta de dominación de la élite blanca, al concomitante mito de la democracia racial que tendía a acompañar las celebraciones de la mezcla racial.9
Como resultado, se desafió la idea dominante de que América Latina estaba libre de racismo (Anderson, 2001; Fontaine et al., 1983; Sheriff, 2001; Twine, 1998; Wade, 1993; Winant, 1992).
Una de las características más destacadas del mestizaje ha sido su versatilidad política. Aunque numerosos académicos han denunciado con vehemencia que fue una herramienta de dominación de las élites, el mestizaje también ha sido defendido como base de los nacionalismos populares de izquierda. Gould, por ejemplo, ha señalado que en Nicaragua estuvo asociado al indohispanismo de Augusto César Sandino (Gould, 1998), mientras en México se institucionalizó como proyecto revolucionario (Vaughn, 2004). La resonancia del mestizaje con esas expresiones populares y antiimperialistas de nacionalismo fue la prueba de su increíble flexibilidad. En toda América Latina las luchas de la izquierda se han basado en el mestizaje nacionalista para interpelar a un sujeto revolucionario homogéneo de un modo que al centrarse en las diferencias de clase suprime otros tipos de subjetividad. Por esta razón, y pese a las continuas protestas de los sujetos racializados en el continente (cf. Gordon, 1998), el mestizaje no se vio realmente cuestionado hasta el declive de las luchas de clase en toda la región.
De hecho, el reinado del sujeto mestizo coincidió con el auge de los análisis de clase para explicar la desigualdad y el conflicto social en América Latina. Dado que el mestizaje obviaba la diferencia racial y cultural, la clase se convirtió en el lenguaje dominante para hablar y actuar en contra de las asimetrías del poder. A medida que los académicos develaban la existencia de la discriminación racial en América Latina, tendían a afirmar que su persistencia se explicaba por diferencias de clase (cf. Pierson, 1942). Incluso la Escuela de Investigaciones en Sociología de São Paulo, que había adoptado una postura crítica respecto al desmonte del mito de la democracia racial mostrando la continua relevancia del racismo en Brasil, explicó esta flexibilidad como característica estructural del capitalismo industrial (cf. Cardoso y Ianni, 1960; Ianni, 1972; Fernandes, 1978). En consecuencia, la mayoría de los análisis centrados en las disparidades materiales entre blancos y no-blancos durante este periodo tendían a entenderlas como epifenómeno de la clase y a pasar por alto la conciencia racial, como si fuera una manifestación de falsa conciencia.
Unas cuantas voces, sin embargo, han insistido de manera consistente en la necesidad de situar la raza y la clase en el mismo marco de análisis. Desde los años ochenta, por ejemplo, Fontaine ha subrayado que la raza no es simplemente un medio subsidiario para mantener y reproducir el sistema capitalista. Al motivar a los académicos a estudiar la raza y la clase en conjunto, Fontaine buscaba llamar la atención sobre la negridad como mecanismo para la distribución desigual de los recursos en América Latina (Fontaine et al., 1985). Otros académicos han documentado mediante un minucioso análisis etnohistórico de los trabajadores y campesinos afrodescendientes cómo se han proletarizado las poblaciones negras (Taussig, 1980), se han segmentado en fuerzas de trabajo racializadas (Andrews 1988) y han sido forzadas a entrar en circuitos globales de extracción de capital (Whitten, 1974). Aunque pocas, estas excepcionales voces han adoptado posturas críticas que menoscaban el discurso homogenizador del mestizaje insistiendo en las dimensiones racializadas de la distribución de los recursos.
El esfuerzo de estos autores se vuelve más significativo cuando recordamos que el discurso del mestizaje privilegiaba un modelo de ciudadanía en apariencia homogéneo racialmente, a la vez que animaba la cristalización del discurso revolucionario fundamentado en el lenguaje de la clase. En este modelo de nación el ciudadano se entiende como un sujeto que acepta su origen cultural híbrido y miscegenado, mientras exige el pleno ejercicio de sus derechos económicos.10 En general, entonces, el mestizaje produjo una configuración más de la negociación nacionalista entre la inclusión y la exclusión, entre la mismidad y la diferencia. Al redefinir la mismidad en base a la mezcla el mestizaje parecía incluyente, pero continuaba reproduciendo políticas excluyentes (cf. Sawyer, 2006). Peor aún, reescribir la historia de la esclavitud y la miscegenación en un tono festivo y redentor, es volver a sembrar sobre la violencia colonial e invisibilizar a la negridad mostrándola como algo del pasado.
Multiculturalismo: repensar la diferencia
Hacia finales de los ochenta, con el declive de la políticas revolucionarias de clase, se dio una apertura que posibilitó la emergencia de críticas políticas desde de los intersticios de identidades alternativas. Este periodo coincidió con las presiones externas e internas para que los Estados de América Latina reconocieran la diversidad cultural -de los movimientos negros e indígenas regionales y globales, presión que se combinó con el creciente interés de las organizaciones multilaterales por fomentar el reconocimiento cultural en «el tercer mundo»-. Sin desaparecer completamente del sentido común latinoamericano, el mestizaje comenzó a coexistir con una versión oficial del multiculturalismo, llegando incluso a ser sustituido por él. Fundamentalmente, el multiculturalismo ha cuestionado la noción del sujeto homogéneo que sostenían las previas formaciones nacionales latinoamericanas. También ha rescatado la diversidad cultural del pasado trayéndola al presente (Hale, 2004) instaurando «un marco para un diálogo intercultural permanente» (Van Cott, 2000).
La revaluación de los méritos del mestizaje, combinada con la revalorización de la diferencia inaugurada por el multiculturalismo, alentó un replanteamiento comparativo de la indigeneidad y la negridad, y de la posición relativa de lo indio y lo negro en la nación. Negros e indios, al no ser tan fácilmente invisibilidados por el discurso homogeneizador del mestizaje, ahora gozan de un creciente reconocimiento como sujetos políticos vivos, y no sólo como elementos constitutivos de un pasado mestizo. En consecuencia, los analistas han tenido que investigar el respectivo lugar de negros e indios al interior de las distintas formaciones naciones de América Latina. Wade, por ejemplo, ha afirmado que los negros en Colombia han sido vistos como conciudadanos (potencialmente modernos) más que los indígenas, quienes tienden a ser considerados Otros culturales radicalmente distintos (Wade, 1993; 1997).11 En contraste, Gordon ha escrito que los negros de la costa Atlántica nicaragüense son considerados más ajenos que los indígenas en virtud de las conexiones de los primeros con el colonialismo británico. En sus respectivas obras sobre Perú y México, De la Cadena y Vaughn han señalado que en estos países el lugar de los negros tiende a oscilar entre ser considerados elementos constitutivos de la nación mestiza o miembros de una raza ajena (De la Cadena, 2001; Vaughn, 2004). Pese a las discrepancias en su revaluación del lugar de los sujetos subalternos, estos autores muestran que el discurso del mestizaje no se ha materializado realmente de manera uniforme para todos aquellos a quienes supuestamente homogeniza, sino que ha ido heredando las historias locales de lo negro y lo indio.
Esta aproximación comparativa a lo negro y a lo indio también ha planteado preguntas importantes sobre las categorías de análisis con las que han sido pensados los pueblos negros e indígenas de América Latina. Los estudios revisionistas sobre el mestizaje y el triunfo del multiculturalismo oficial han comenzado a descifrar la fácil asociación de la negridad con la raza y de la indigeneidad con la etnicidad. Contrario a este sentido común analítico trabajos adelantados en México, Honduras y Colombia, por ejemplo, han documentado que las poblaciones afrodescendientes a menudo reclaman con fervor el derecho a la diferencia cultural y respaldan su sentido de pertenencia no en el lenguaje de la raza sino en prácticas culturales específicas, incluso similares a las indígenas (Anderson, 2003, 2009; Camacho, 1999; Lewis, 2001; Oslender, 1999, 2002; Restrepo, 2002). Al tratar de trascender el cuestionamiento de la separación analítica de raza y etnicidad, los académicos han subrayado que al reemplazar el concepto de raza por el de cultura no necesariamente evitamos la naturalización de las jerarquías sociales (De la Cadena, 2000). Para contrarrestar esta separación analítica, Wade propone un enfoque que reúne a negros e indios dentro del mismo marco de análisis. Afirma que el reconocimiento de las singularidades no implica que cada categoría sea internamente homogénea, ni debe impedirnos ver sus puntos de coincidencia y semejanza (Wade, 1997). Después de todo, nos recuerda Wade, tanto la raza como la etnicidad están fundadas en un discurso sobre los orígenes y la transmisión de esencias en el tiempo y el espacio.
Las investigaciones comparativas sobre lo indio y lo negro han desafiado el sentido común antropológico que había puesto a los negros exclusivamente en el reino de la raza y los invisibilizaba como Otros culturales. Si bien, es claro q-no sólo racial- tuvo importantes consecuencias en los análisis académicos, su importancia se hace más evidente en el terreno político. La politización de la negridad en Colombia es un ejemplo de esto. Colombia, desde finales de los ochenta, y pese a lo que se ha caracterizado como la «invisibilización» de la negridad llevada a cabo por el mestizaje en complicidad con la academia, ha sido escenario de movilizaciones políticas en torno a la negridad étnica. El movimiento negro colombiano, que tuvo su auge a mediados de los noventa, desplegó exitosamente una identidad étnicoterritorial que culminó en el reconocimiento constitucional de la diferencia cultural y la concesión de derechos colectivos sobre la tierra (Escobar et al., 1998; Mosquera et al., 2002; Offen, 2003; Arocha, 2004; Agudelo, 2004).
Sin embargo, no todas las movilizaciones políticas se han basado en las reivindicaciones étnicas de diferencia cultural. En distintas partes de América Latina el multiculturalismo ha facilitado la articulación de las políticas de identidad de los afrodescendientes, quienes recurren a la indigeneidad (Anderson, 2003), la religión (Burdick, 1998) y el género (Asher, 2004; Grueso, 2002) para reclamar derechos. Así, el multiculturalismo ha abierto numerosas vías para que se alcancen ciudadanías plenas en toda América Latina. Sin embargo, ha predominado un énfasis en la diferencia cultural, es decir, en la celebración de la diversidad en la música, la danza, la cocina y otras manifestaciones de la cultura expresiva, y en la revalorización de los aportes de la gente negra a la nación (Guss, 2000; Montiel, 1995). Si bien, la importancia de este enfoque culturalista es evidente para abolir la fuerza homogeneizadora del mestizaje, algunos críticos han señalado que de las políticas culturalistas de la identidad a menudo se dan a costa de transformaciones políticas más sustanciales (Hooker, 2005; Hanchard, 1998).
De hecho, algunos observadores del multiculturalismo oficial han comenzado a mirar con sospecha esta encarnación nacionalista (Van Cott, 2000; Offen, 2003; Hale, 2005, 2006; Ng'weno, 2003). Incluso Van Cott, quien documenta con optimismo las reformas constitucionales multiculturales en Colombia y Bolivia, dedica gran parte de su análisis a las restricciones institucionales e internas del multiculturalismo oficial (Van Cott, 2000). De manera similar, al evaluar la convergencia de los intereses disímiles que dieron lugar a la titulación de los territorios negros en Colombia, Offen se pregunta sobre las motivaciones del Banco Mundial para financiar su institucionalización (Offen, 2003). Más explícitamente, Hale llama la atención sobre la coincidencia del multiculturalismo con el auge del neoliberalismo, al cual define no como una serie de reformas de económicas y políticas de desarrollo dirigidas por el Estado, sino como una completa «reorganización de la "sociedad política"» (Hale, 2005:12). Hale afirma que más que contra-intuitivos, los derechos culturales colectivos son parte integral de la ideología neoliberal. El multiculturalismo neoliberal, para él, incorpora los derechos culturales a la «red de inteligibilidad» del neoliberalismo separando a los legítimos sujetos de derechos de aquellos que no los merecen. Señala que este proceso tiende a imposibilitar la construcción de alternativas políticas más expansivas al tiempo que domestica la diferencia cultural, la cual es reconocida siempre y cuando no sea una amenaza para los proyectos neoliberales (Hale, 2005, 2006).
Simultáneamente, Hale observa que pese a estas restricciones políticas, no cabe duda de que el multiculturalismo ha abierto posibilidades para la transformación de las jerarquías raciales en América Latina. Destaca que el éste no sólo cuestiona la hegemonía del mestizo, sino que también facilita la expresión de subjetividades fragmentadas y contradictorias. Ni plenamente formadas ni claramente definidas, estas expresiones de identidad intersticiales «van en contra de los esfuerzos estatales por definir cuidadosamente a cada grupo cultural y sus derechos» (Hale, 2005:25). Al destacar la indisciplina de los grupos culturales que se rehúsan a subdividirse en entidades discretas, el análisis crítico que Hale hace del multiculturalismo nos devuelve al espectro de la mezcla racial y cultural integrada en la noción de mestizaje.
De hecho, el inicio del multiculturalismo en América Latina ha estimulado numerosos análisis que repiensan el mestizaje y el mito de la democracia racial que lo acompaña. Al estar a contracorriente de los estudios revisionistas, varios historiadores latinoamericanos y latinoamericanistas han revelado las oportunidades que el mestizaje abrió para los grupos racializados a lo largo de los siglos XIX y XX (De la Fuente, 2000; Appelbaum et al., 2003). De la Fuente, por ejemplo, distingue entre la democracia racial como ideal y como logro, y señala que tal distinción es crucial para establecer la diferencia entre sus efectos empoderadores y desmovilizadores (De la Fuente, 2000). Desde una perspectiva similar, la obra etnográfica de Sheriff sobre el racismo en una favela brasileña aborda la democracia racial tratando de entenderla como algo más que un engaño. Si bien, se ocupa de explorar la brecha entre la fe nacional en la democracia racial y la cruda realidad de la opresión racial, Sheriff no descarta al mestizaje como una ideología, sino que toma en serio los sueños nacionales de igualdad racial (Sheriff, 2001). Peter Wade, quien describió al mestizaje como un ideología de opresión de las élites, ha motivado a los estudiosos de la raza en América Latina a repensarla como algo más que una cortina de humo que oculta el racismo excluyente, y a tomar en serio las experiencias de la mezclas raciales vividas por los latinoamericanos (Wade, 2005).
Además, Wade ha cuestionado la tendencia a considerar al mestizaje como una fuerza puramente homogenizante y, en cambio, ha llamado la atención sobre el hecho de que «cada alusión a la mezcla necesariamente hace referencia a los componentes originales de dicha mezcla» (Wade, 2005:245). En este sentido, afirma que el mestizaje nunca ha querido que sus elementos constitutivos desaparezcan sino que, más bien, busca la reconstrucción activa de lo negro y lo indio mediante el persistente uso de una simbología de orígenes que nunca se aparta de la simbología de la mezcla. De la Cadena, en su obra etnográfica sobre el Perú, hace esta misma observación al afirmar que el mestizaje ni eliminó al indio ni hizo que mestizos homogéneos emergieran, sino que reformuló ambas categorías para crear una noción híbrida de mestizos indígenas (De la Cadena, 2000).
Este renovado análisis de la mezcla y la homogeneidad nos lleva a la conclusión de que los proyectos nacionalistas de blanqueamiento, mestizaje y multiculturalismo no son tan distantes como parecen a primera vista. En cierto sentido, todos ellos intentan lidiar con el dilema fundacional de la construcción de nación en América Latina al proponer diferentes configuraciones de igualdad/diferencia e inclusión/exclusión que tienden a configurar la negridad siempre de formas ambiguas. Además, esta perspectiva permite una lectura renovada de la política en proyectos diversos de construcción de nación. En lugar de alinear la mezcla y la homogeneidad con proyectos políticos a priori, se señala que lo que marca a un determinado discurso nacional como ideología opresiva o como práctica subalterna no radica en si éste imagina la nación como crisol o como mosaico sino, más bien, en «el rol jugado por la jerarquía y el poder en el ordenamiento de los elementos del mosaico» (Wade, 2005:255).
Parte III: Trayectorias que trascienden la nación
Es preciso ir más allá de la nación para hacer un examen exhaustivo de la negridad como categoría de diferencia sobredeterminada. La tarea es sencilla si consideramos que las naciones, como otras unidades delimitadas, son construcciones relacionales, esto es, productos del arduo trabajo para definir tanto su cohesión interna como sus fronteras exteriores. En este sentido, las naciones latinoamericanas son el resultado de las luchas por la ciudadanía y pertenencia anteriormente esbozadas, y el producto de los esfuerzos por diferenciarlas de sus Otros. Al mismo tiempo, es importante reconocer que las nociones de negridad no se agotan en la categoría de nación. De hecho, las conceptualizaciones diaspóricas de la negridad buscan explícitamente trascender las fronteras nacionales para reconocer la mismidad racial y la memoria histórica compartida como elementos fundamentales de esta categoría de diferencia. En esta sección analizo estas dos perspectivas que, claramente, se salen o atraviesan las fronteras de las naciones de América Latina.
América Latina en perspectiva comparativa
No sorprende, dada la amenazadora presencia del gran vecino del norte, que el encuentro dialógico entre naciones haya tomado la forma de una comparación entre Estados Unidos y América Latina. Es más, la definición de negridad, y su lugar adentro de la nación, con frecuencia ha ocupado el centro de esta discusión. Desde comienzos del siglo XX esta inquietud académica se ha planteado como una paradoja: si América Latina y los Estados Unidos comparten una historia de esclavitud racial, ¿por qué desarrollaron relaciones raciales radicalmente diferentes en el periodo post-independentista? La historia de este debate académico puede rastrearse en la obra de Boas quien en 1928 ya había sugerido que en América Latina las relaciones raciales eran más flexibles y que había menos prejuicios raciales que los Estados Unidos (Boas, 1968[1928]). De hecho, aunque las ideas comparativas de Boas sobre las relaciones raciales tienen una genealogía más larga, sus legados sobre el estudio antropológico de la raza y su firme perspectiva relativista sobre la cultura repercutieron con fuerza en América Latina. En primer lugar, Boas formó a Gilberto Freyre y a Manuel Gamio, dos eruditos latinoamericanos que marcaron la tradición de estudios sobre raza y antropología en Brasil y México, respectivamente.12 Motivados por un antiimperialismo que buscaba reposicionar a sus naciones mestizas en el paisaje geopolítico, e influenciados por un profundo relativismo cultural, ambos autores fueron decisivos para invertir la lógica del racismo científico. Al proponer de manera audaz la celebración de la miscegenación y la revalorización de lo no-blanco, introdujeron implícitamente una perspectiva comparativa entre América Latina y los Estados Unidos.
Pero el aporte boasiano al estudio comparativo de la negridad en América Latina no se agotó ahí. Es posible transitar un camino diferente si seguimos a otro de sus discípulos. Me refiero a la bien conocida discusión entre Herskovits y Frazier sobre los orígenes de la cultura afroamericana13 (Herskovits, 1943; Frazier, 1939, 1942). Sin ser abiertamente comparativo en términos nacionales, el desacuerdo de estos autores respecto al mantenimiento o la destrucción de la «cultura africana» después de la travesía trasatlántica adquirió geografías particulares. En lo que transcurría este debate, América Latina, y más específicamente Brasil, se identificó como el lugar en donde era más probable encontrar retenciones africanas, mientras se creía que los esclavos en los Estados Unidos habían sido despojados de su cultura casi por completo. De hecho, aunque la discusión entre de Herskovits y Frazier se presenta como si tuvieran diferencias irreconciliables, me arriesgaría a señalar que ambos concuerdan en esta división geográfica. Incluso Frazier estaba dispuesto a admitir que existieron supervivencias africanas en América Latina y, por ende, apoyaba la idea del notorio contraste entre América Latina y los Estados Unidos (cf. Yelvington, 2001:232).
Esta diferencia -entre la pérdida y la conservación cultural- se pensaba como el producto de regímenes esclavistas contrastantes (Frazier, 1939, 1957; Tannenbaum, 1946). De esta comparación fundacional se derivan conclusiones sencillas. Si América Latina y los Estados Unidos tenían diferentes regímenes esclavistas ni los grados de miscegenación de sus sociedades coloniales (Degler, 1971) ni la naturaleza de las relaciones entre negros y blancos (Freyre, 1938) podían ser idénticas. Estas diferencias llevadas al periodo postcolonial daban cuenta de la creación de paisajes socio-raciales radicalmente distintos. Por ejemplo, mientras en América Latina se desarrolló un sistema ambiguo de clasificación racial, en los Estados Unidos se mantenían una rígida regla de hipodescendencia (Harris, 1970). Mientras en América Latina hubo una imprecisa definición de blanquidad, en los Estados Unidos la «imagen somática normativa» fue clara y estricta (Hoetink, 1967). Estas ideas tomadas en conjunto sirvieron con para explicar el carácter «moderado» del racismo en América Latina, siempre en comparación implícita con los Estados Unidos.
Aunque presentados de manera cruda, resulta sorprendente el número de estudios sobre la negridad en América Latina que se han centrado en esa diferencia supuestamente fundacional, aunque resulta más sorprendente el número de los que han llegado a replicarla. Cabe anotar que esta comparación ha servido a diferentes proyectos políticos. Du Bois y Mandela, involucrados en iniciativas distintas de liberación negra con casi un siglo de diferencia, creyeron (en uno u otro momento) en la armonía de las relaciones raciales latinoamericanas y se refirieron a ellas como modelos dignos de ser seguidos.14 El estudio de la UNES CO sobre las relaciones raciales brasileñas, que buscaba hallar en América Latina una guía para resolver los conflictos raciales después de la Segunda Guerra Mundial, también se quedó en esta comparación fundacional. Fue gracias a estas reiteraciones académicas y políticas que el enfoque comparativo para entender la negridad ayudó a crear y consolidar la autoimagen de en América Latina como paraíso racial.
Pese a que este sentido común fue cuestionado por los estudios revisionistas del mestizaje, el marco comparativo se mantuvo (Hanchard ,1994; Twine, 1998; Marx, 1998). El revisionismo requería un análisis minucioso de la afirmación latinoamericana de armonía racial, y esta revaluación a menudo redundaba en una simple inversión de los juicios de valor que se ya habían sido asignados. Si bien, hasta este momento las comparaciones tendían a describir a América Latina favorablemente, de repente ésta ya no «estaba a la altura» de los estándares de igualdad racial estadounidense. Sin duda, esta inversión en su posición relativa en la escala de racismo mundial respondía no sólo a una nueva perspectiva académica, sino también a cambios importantes en los logros políticos de los afrodescendientes, en particular el final de las prácticas de segregación racial en los Estados Unidos conocidas como Jim Crow. Sin embargo, fue también el resultado de la flexibilidad de los análisis comparativos. Los trabajos de Hanchard y Marx son un ejemplo de esto. Ambos se embarcaron en investigaciones que quisieron explicar porqué en Brasil no emergieron movilizaciones negras similares a las que tuvieron lugar en los Estados Unidos por los derechos civiles. De allí se desprende una explícita comparación que inadvertidamente toma a los Estados Unidos como el caso normativo. Aunque este enfoque ha sido útil para salirse del análisis insular de las naciones, por lo general llega a conclusiones del tipo x es mayor a y, o a es mejor que b.
En vista de que el enfoque comparativo introduce juicios de valor concernientes a la posición de América Latina en una escala global de racismo, no es de extrañar que haya suscitado reacciones apasionadas en distintos campos. La evaluación que Bourdieu y Wacquant hacen sobre el libro Orpheus and Power de Hanchard es probablemente la mejor ilustración de cómo las discusiones comparativas conducen a callejones sin salida (Bourdieu y Wacquant, 1999). En su reconocido artículo On the Cunning of Imperialist Reason, Bourdieu y Wacquant castigan a Hanchard por universalizar los conceptos académicos estadounidenses cuando compara Brasil con ese país. Bourdieu y Wacquant sostienen que Hanchard convierte a los Estados Unidos en el punto de referencia de la conciencia racial soslayando las particularidades históricas de las formaciones raciales brasileñas. En su evaluación, estos autores no sólo descartan el análisis de Hanchard tildándolo de deficiente, sino que lo acusan de practicar un imperialismo intelectual. Aunque no es el momento de considerar en detalle los alcances del debate, lo menciono para ilustrar los traspiés que pueden surgir cuando la comparación toma la forma de una herramienta analítica simplista. A grandes rasgos, este debate ha enfrentado a los más apasionados defensores de las particularidades latinoamericanas (Fry, 2000; Da Silva, 1998; Sansone, 2003) contra aquellos que defienden una perspectiva diaspórica, con el argumento de que el racismo se manifiesta de maneras muy similares en el Norte y en el Sur (Hanchard, 2003; French, 2000; Winant, 2001).
Desafortunadamente, y en medio de este acalorado intercambio, los autores involucrados han dejado de reflexionar sobre las categorías de análisis. Así, en lugar de explorar cómo las mismas unidades comparativas se producen relacionalmente -Brasil y los Estados Unidos, por ejemplo-, asumen que las dos naciones son internamente estables y coherentes, lo que reproduce los discursos esencialistas de la diferencia originaria (Hanchard, 2003; Bairros, 1996). En este fuego cruzado, que con frecuencia termina centrándose en si la comparación mostró o no a América Latina de forma favorable, la oportunidad de estudiar los procesos mediante los cuales se producen, viajan y se naturalizan las diferencias mismas que consideramos «nacionales», se pierde.
Afrolatinos, más allá del Estado-nación
La adopción de un marco transnacional para entender la negridad en América Latina ha sido una útil alternativa capaz de superar las limitaciones de los análisis comparativos. El volumen editado por Dzidzienyo y Oboler, Neither Enemies nor Friends, es un digno ejemplo de una intervención de ese tipo. El propósito explícito de los editores es prestar una «atención renovada a las luchas conjuntas para vencer las injusticias y discriminaciones históricas y contemporáneas» en lugar de «quedarse en una comparación de injusticias del tipo dónde y bajo qué condiciones hay mayor grado de racismo» (Dzidzienyo, 2005:20). Para lograrlo, los autores de este volumen enfatizan las similitudes de la experiencia negra en todo el hemisferio que, según sostienen, son el resultado de una historia comparable de esclavitud. Claramente, este enfoque hace eco con un robusto corpus de obras sobre la diáspora africana en todo el mundo15 y, en particular, con el reconocido concepto de Gilroy sobre el Atlántico Negro, que sitúa a la experiencia del terror racial que comparten los descendientes de africanos en la diáspora muy por encima de la supuesta camaradería entre compatriotas nacionales (Gilroy, 1993).
Además, debe tenerse en cuenta que aunque este enfoque busca articulaciones de la negridad por fuera de las fronteras nacionales, no debería omitir las particularidades de las experiencias nacionales. El volumen de Dzidzienyo y Oboler, por ejemplo, presta mucha atención a la comprensión detallada de las formaciones raciales en los países de América Latina con el fin de entender mejor los encuentros de los afrodescendientes estadounidenses y latinoamericanos. Si bien, este corpus de trabajo hace énfasis en los flujos y contraflujos del intercambio, los autores no ignoran las asimetrías de poder que permean los encuentros. Por un lado, el ejercicio de una imaginación diaspórica es considerado un medio poderoso para la liberación negra y una útil herramienta de análisis para entender la construcción dialógica de la negridad en el hemisferio y más allá (Brock, 1998; Kelley, 2003; Gilroy, 1993; Dzidzienyo et al., 2005). Pero, por otro lado, nos recuerda que los intercambios suele darse en condiciones de desigualdad, en tanto están mediados por la nación, el género, la clase, la sexualidad u otras categorías de diferencia (Sansone, 2003; Brown, 2005; Anderson, 2009; Gordon, 1998; Wade, 2004; Restrepo, 2007). Como nos lo dice elocuentemente Gordon, las diásporas son también el resultado de encuentros dispares.
Al final de cuentas, según Andrews, un análisis que considere la nación y trascienda sus fronteras implica pensar a afrolatinoamérica al menos de dos formas. La primera la acuñó Fontaine en los años setenta: «para designar todas las regiones de América Latina en donde hay grupos significativos de personas de ascendencia africana reconocida» (Fontaine, 1980:133). Aunque este enfoque implica cierto grado de movimiento y cambio al interior de las fronteras de una región en la que no todas las personas son de origen africano, sigue estando contenida dentro de la categoría «América Latina». Una definición alternativa, que favorecen los estudiosos de la diáspora africana y que no se centra en una región geográfica particular, enfatiza en los afrodescendientes independientemente de su ubicación (Andrews, 2004). En el primer caso, América Latina actúa como escenario en el que se ejecutan diferentes luchas y negociaciones alrededor de las nociones de negridad, y por consiguiente, la nación aparece como una categoría central de análisis. En el segundo, América Latina es sólo uno de los muchos destinos posibles para las personas de ascendencia africana, quienes en sus desplazamientos dentro y fuera han sido influenciados por sus topografías locales pero no enteramente definidos por ellas. En esta segunda perspectiva, la nación, aunque no es irrelevante, no agota todas las formas de pensar la negridad.
Conclusiones
En el análisis de los estudios sobre el periodo colonial, se indicó cómo los más tempranos trabajos, influenciados por la impronta marxista, concibieron la negridad desde el prisma de su situación de esclavizado, haciendo énfasis en una interpretación predominantemente económica, desconociendo otras dimensiones de las experiencias de los afrodescendientes en los países de América Latina. Son precisamente los factores sociales como el estatus y el honor, así como las relaciones de poder con las cuales estaban estrechamente imbricados, los énfasis que emergen en la literatura en los años ochenta. Mucho más recientemente, y bebiendo de enfoques como la teoría postcolonial, hay una serie de investigaciones que examinan las densas formaciones de la negridad desde configuraciones de poder racializadas y sexualizadas. Finalmente, las prácticas de resistencia de los negros esclavizados y libres constituyen una problemática de diversos estudios que muestran los límites, tensiones y fracturas en el aparato de dominación colonial evidenciando que también hay que considerar la agencia subalterna para entender las heterogéneas marcaciones de la negridad. Pese a los disimiles énfasis del extenso cuerpo de literatura que aborda las articulaciones coloniales de la negridad en América Latina, se puede concluir que los calados y modalidades de la sujeción no sólo son heterogéneos sino que han dejado unas improntas de diferenciación y jerarquización que no desaparecen con las formaciones nacionales.
Otro grupo de estudios permiten vislumbrar cómo los proyectos de formación de nación por parte de las élites políticas criollas se fundaron en una ambivalente continuación de las relaciones de subordinación y marginación de amplios sectores poblacionales marcados como negros e indios, a los cuales debían apelar desde una retorica de la «hermandad» en el nacionalismo criollo. Una de las temáticas que han sido objeto de múltiples investigaciones es la de las tácticas de blanqueamiento en el proceso de formación nacional, mostrando cómo las élites criollas desplegaron diferentes tecnologías de borradura de la «mancha» de negridad del cuerpo de la nación. Un buen número de estudios profundizan en torno al tropo del mestizaje en las élites intelectuales y políticas, con sus respectivas representaciones positivas o negativas en relación a la especificidad de las naciones latinoamericanas, que derivan de diversas maneras en el imaginario de la «democracia racial» y de la excepcionalidad de las formaciones nacionales en los países de América Latina. Para las ultimas tres décadas, con el giro al multiculturalismo en el imaginario político de la nación, se han dado desplazamientos analíticos que permiten pensar la negridad en un registro de diferencia análogo al de la indianidad, problematizando aquellos estudios que pretendían establecer una correlación entre negridad/raza e indianidad/etniacultura. En este marco, unos estudios han abordado la «perversa confluencia» entre multiculturalismo y políticas neoliberales en la región, mientras que otra serie de trabajos han cuestionado histórica y etnográficamente el «mito de la democracia racial» y del mestizaje como crisol que supone la borradura de la negridad.
El contraste entre América Latina y los Estados Unidos ha signado un amplio número de textos desde principios del siglo XX que trascienden la nación como unidad de análisis. De una inicial imagen de relaciones raciales benevolentes, ambiguas y contextuales en América Latina en comparación con las más rígidas y verticales de las de Estados Unidos, se ha pasado en los años noventa a interpretaciones más críticas de estas relaciones en la región. No obstante este matiz introducido en los últimos estudios, se sigue conservando una supuesta diferencia, monolíticamente imaginada, entre dos bloques separables y homogenizados. Esto se debe en gran parte al continuo uso del método comparativo que da por sentada la categoría de nación en lugar de investigar cómo se producen estas categorías mismas. Los estudios de los afro-latinoamericanos, con sus intercambios e influencias con los afro-estadounidenses, es una corriente mucho más reciente que trasciende la nación como marco analítico y, en no pocos casos, se orienta por una noción de diáspora. En ambos casos, nos encontramos con estudios que evidencian la sobredeterminación y multiplicidad de las articulaciones de la negridad.
En suma, con esta revisión de la literatura se espera haber evidenciado que los significados de la negridad no sólo deben explorarse histórica y etnográficamente pues son profundamente contextuales, sino que también el aparato categorial con el que se opera tiene importantes efectos en la legibilidad de lo que aparece como tal. Eso no quiere decir, sin embargo, que la negridad se mantiene como un «significante flotante», cuyos significados están continuamente abiertos a la interpretación idiosincrática (Hall, 1997).
Los proyectos para definir la negridad en América Latina, así como sus réplicas, apropiaciones e inversiones por parte de diferentes actores claramente tienen objetivos políticos así como consecuencias inesperadas. Por tal razón, los estudios sobre negridad en América Latina degben combinar la agudeza analítica con un claro esfuerzo por producir definiciones (contingentes) de negridad capaces de sostener proyectos políticos. Es decir, es preciso afinar un modo de análisis que desestabilice continuamente las categorías rígidas a la vez que busca explícitamente coalescencias y colaboraciones que generen propuestas políticas concretas adecuadas a cada coyuntura histórica (Tsing, 2005).
Pie de página
4Quiero agradecer a Sonia Serna por su minuciosa corrección de este texto. Gracias a su esfuerzo este artículo se lee como si hubiera sido escrito en castellano por alguien con habilidades de redacción muy superiores a las mías.Bibliografía
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