Crítica de la Razón (Moderna, Occidental) Impura

A Critique of Impure (Modern, Western) Reason

Crítica Da Razão (Moderna Ocidental) Impura

Sanjay Seth1*
University of London, UK
s.seth@gold.ac.uk

1*PhD. Profesor de Ciencias Políticas, Goldsmiths.

Recibido: 07 de febrero de 2011 Aceptado: 12 de abril de 2011


Resumen:

Este artículo plantea una serie de preguntas muy directas, cuando no simples. ¿Cómo y por qué asumimos que el conocimiento moderno es universal, pese a su genealogía europea y su procedencia histórica reciente? ¿Qué justificación tenemos para considerar tal cosa superior a los conocimientos premodernos de Occidente, y a los conocimientos autóctonos del no Occidente? ¿tenemos, en resumen, motivos para suponer que el conocimiento occidental moderno trasciende las circunstancias de su surgimiento histórico y geográfico y de ese modo que las ciencias sociales son «verdaderas» para cada quien, aun cuando hacerlo sea privilegiar lo moderno y lo occidental, sobre lo premoderno y lo no occidental?

Palabras clave: teoría postcolonial, epistemología, modernidad.


Abstract:

This paper asks a series of very direct, if not simple, questions. how and why is it that we assume that modern knowledge is universal, despite its european genealogy and its historically recent provenance? What warrant do we have for considering this superior to the pre-modern knowledges of the West, and the autochthonous knowledges of the non-West? are we, in short, right to assume that modern Western knowledge transcends the circumstances of its historical and geographical emergence and thus that the social sciences are 'true' for everyone- even though to do so is to privilege the modern and the western, over the pre-modern and the non-Western?

Keywords: postcolonial theory; epistemology; modernity


Resumo:

Este estudo indaga sobre uma série de bem diretas, se não simples, questões: como e por que consideramos o conhecimento moderno universal, a despeito da genealogia européia e da historicamente recente proveniência? Que garantia há em considerá-lo superior aos conhecimentos pré-modernos do ocidente e aos conhecimentos autóctones dos não ocidentais? estamos, em resumo, certos em admitir que o conhecimento moderno ocidental transcende as circunstâncias de seu aparecimento histórico e geográfico e, portanto , que as ciências sociais são válidas para todos, ainda que signifique privilegiar o moderno e o ocidental em detrimento do pré-moderno e do não ocidental?

Palavras chave: teoria póscolonial, epistemologia, modernidade.


Permítaseme comenzar con una historia de fantasmas. En su libro Ghosts of War in Vietnam, heonik Kwon describe una región de Vietnam en la que abundan los fantasmas de quienes sufrieron muertes violentas lejos de casa. Los humanos que comparten su mundo con estos fantasmas -y también con dioses y otras deidades, y con los espíritus de sus ancestros muertos-hacen parte de una sociedad eminentemente moderna, caracterizada por relaciones de mercado de gran alcance, y muchos de las demás dependencias y símbolos de la modernidad; y los fantasmas mismos no son remanentes de un tiempo muy lejano, porque un gran número de ellos son los fantasmas de los muertos de guerra, tanto estadounidenses como vietnamitas. Esos fantasmas requieren las mismas cosas que los vivos piden, y por tal razón se les ofrendan alimento y bebida, dinero votivo, ropa y, en ocasiones, hasta una bicicleta o una honda. Existen en Vietnam quienes -y eso incluye a muchos, aunque de manera alguna a todos, de los miembros del partido comunista dominante-desaprueban tales ofrendas, y consideran esto como «pensamiento ilusorio», pero son, nos lo asegura Kwon, «superados en gran número por quienes al contrario lo consideran parte de la naturaleza de ser y devenir en el mundo, es decir, como pregunta ontológica» (Kwon, 2008:16). Los rituales y las ofrendas que hacen los vivos son, escribe Kwon, parte de «una constante negociación sobre el espacio social y ecológico con este grupo de seres socialmente distintos, pero ontológicamente dados» (Kwon, 2008:18)2.

Si hay quienes confunden a los fantasmas con hombres, también hay quienes confunden la naturaleza con la sociedad. Según Philippe Descola, los achuar de la cabecera del amazonas «no... comparten nuestra antinomia entre dos mundos cerrados e irremediablemente opuestos, el mundo cultural de la sociedad humana y el mundo natural de la sociedad animal» (Descola, 1994:324). Solo tienen una sociedad, que incluye a animales, espíritus y plantas; en su opinión, «todos los seres de la naturaleza tienen algunas características en común con la raza humana, y las leyes por las que se rigen son más o menos las mismas que las que gobiernan la sociedad civil» (Descola, 1994:93). Los achuar, escribe Descola 1994:93) Los achuar, escribe Descola, «confieren los atributos de la vida social a plantas y animales, considerándolos sujetos más que objetos» (Descola, 1996:405-406)3.

Cuando nosotros como académicos de las ciencias humanas buscamos explicar y comprender tales fenómenos, por lo general nos embarcamos en una forma de traducción conceptual. Confrontados por quienes creen en fantasmas, dioses y espíritus, tratamos tales eventos como manifestaciones de algún otro fenómeno inteligible. Entonces explicamos tales creencias: como formas de autoextrañamiento, si somos marxistas, o como en cierta forma necesarios para la representación de unidad social, si somos seguidores de Durkheim, o en términos de algún requerimiento funcional, si somos funcionalistas. hacemos tal cosa pese al hecho de que los fantasmas, espíritus y ancestros muertos, para quienes buscamos entender, son fenómenos ontológicos, no alegóricos ni metafóricos; su existencia (como la de las brujas que siguen causando ansiedad a muchos africanos) no depende de si se «cree» o no en ellos.4 Cuando confrontamos a quienes no diferencian la naturaleza de la sociedad, sonreímos con indulgencia, pues sabemos para quienes el mundo aún no ha sido desencantado, para quienes -de manera cautivadora aunque errónea- el mundo como un todo, y eso incluye la naturaleza, está preñado de sentido y propósito. Y por lo general intentamos hallar una explicación socio-cultural a sus confusiones, una explicación que las hiciera comprensibles; o, si somos sociobiólogos, buscamos una explicación natural en forma de limitaciones ambientales o genéticas. En cualquier caso, el modo de nuestra explicación presupone una diferencia entre la naturaleza y la sociedad -la diferenciación misma que no pueden concebir ni negar los sujetos de nuestro estudio-. En los casos de los achuar y los vietnamitas, las nociones que las ciencias humanas ponen a nuestra disposición, por variadas que puedan ser, se basan todas en la traducción de las explicaciones y opiniones propias de quienes son objeto de nuestro escrutinio, en nuestros propios términos. No solo traduciendo, sino también pasando por encima de ellas, pues asumimos que nuestras descripciones y explicaciones ofrecen una comprensión superior a la suya.

Claro está, a menudo se ve como signo de rigor de las explicaciones socio-científicas que vayan «detrás» o «por debajo» del conocimiento de sí mismos que tienen los agentes sobre causas y condiciones fuera del alcance de los actores sociales. Pero nótese que cuando aplicamos las ciencias sociales a nuestras concepciones, cuando invocamos causas veladas o subyacentes para explicar rasgos de nuestra cultura, todo ello forma parte de nuestro mundo conceptual. Podemos, por ejemplo, aseverar o negar si se nos dijera que nuestras relaciones eróticas están ligadas a los mecanismos de nuestro inconsciente, pero reconocemos esta suerte de explicación, porque, en general, el Inconsciente hace parte de nuestro mundo. El tipo de explicaciones que ofrecemos en los casos anteriores, sin embargo, no hace parte del mundo de ellos siempre y absolutamente. Es como si los achuar de la amazonia y los vietnamitas de Cam Re quisieran explicarnos que el desatender las necesidades de los fantasmas, y la adoración a nuestro maligno dios, el Inconsciente, nos condenará a una tortuosa vida erótica. El problema, en otras palabras, no es si tenemos que tomar los conocimientos de sí mismos que tienen nuestros sujetos en su valor nominal -claramente no tenemos que hacerlo, y las cosmologías de otros pueblos también apelan por lo regular a factores velados como explicaciones-, sino más bien si las categorías a las que se apela en las explicaciones de las ciencias sociales son superiores a las categorías que traducen.

¿De dónde proceden nuestras categorías? Como todos los conocimientos, tienen origen en un tiempo y un lugar particulares. El lugar es Europa. El tiempo es los inicios de la modernidad, cuando «tuvo lugar una revolución conceptual y epistémica que colindó con la formación de las prácticas políticas y tecnológicas que hemos llegado a asociar con el mundo de la modernidad» (Wittrock y Magnusson, 1998:2)5. Conforme surgía el conocimiento moderno y se definía a través de una crítica de los conocimientos escolásticos, otros conocimientos medievales y del Renacimiento, todos los cuales fueron condenados por confundir a los humanos con su mundo, por atribuirle un sentido y un fin al mundo, el cual de hecho nos pertenece, y el cual hemos proyectado en él. Uno de los rasgos que define el conocimiento moderno, entonces, era que suponía una distinción marcada entre el sujeto y el objeto, el conocedor y lo conocido. Además asumía que el mundo se dividía entre una naturaleza desencantada, que debía entenderse en términos de leyes y regularidades, y un objeto recién descubierto llamado sociedad, que era un reino de sentidos, propósitos y fines. También invertía el orden entre el(los) dios(es) y los hombres, presumiendo que debía explicarse los dioses en términos de los hombres, antes que los hombres en términos de los dioses.

Estas presuposiciones o «decisiones a priori sobre la manera como entendemos la constitución del mundo social» (Somers, 1996:71), fueron alguna vez novedosas, y fueron contestadas. Pero desde hace mucho tiempo ya se han naturalizado, y han llegado a concebirse no como las presunciones necesarias para un modo de pensamiento particular, sino simple y llanamente como necesarias para pensar. Más aún, este conocimiento es global -no solo ha sustituido los conocimientos premodernos de Europa, sino también los conocimientos autóctonos del mundo no occidental-. Pues aun si somos concientes de que las ciencias sociales hacen parte de los procesos sociales y económicos que llamamos modernidad, originados en Occidente, la pretensión que se hace de ellos es que son aplicables a épocas premodernas y no modernas, y al mundo no occidental, así como al occidental. Max Weber escribió alguna vez que «una prueba sistemáticamente correcta en las ciencias sociales, si quieren lograr su propósito, debe ser admitida como correcta incluso por un chino» (Weber, 1949:58)6, hoy en día, suelen serlo, pues el único conocimiento que tiene valor como conocimiento «respetable», ya sea que se produzca en Londres, Bogotá, Pekín o Delhi, es el conocimiento producido dentro de las ciencias humanas modernas. Alguna vez novedoso y engarzado en una batalla con otros conocimientos, este conocimiento hoy ha arrastrado todo lo que se le atravesaba. Otros conocimientos han sido devaluados y sobreviven, donde lo hacen -como en el caso de los ejemplos con los que comenzamos-en la cotidianidad, donde a menudo se ven sometidos a críticas desaprobadoras del estado postcolonial que fustiga a sus ciudadanos por sus visiones «atrasadas».

Mis preguntas en este artículo son muy directas, si no simples: ¿cómo y por qué asumimos que el conocimiento moderno es universal, pese a su genealogía europea y a su reciente origen histórico? y, ¿qué garantía tenemos para considerarlo superior a los conocimientos premodernos de Occidente, y a los conocimientos autóctonos de lo que no es Occidente? y ¿qué fundamento tenemos para considerar este conocimiento como superior a los conocimientos pre-modernos de Occidente y los conocimientos autónomos no Occidentales? ¿estamos, en pocas palabras, en lo correcto al asumir que el conocimiento moderno occidental trasciende las circunstancias de su origen histórico y geográfico y por ende que las ciencias sociales son «válidas» para todos, aun cuando hacer tal cosa suponga privilegiar lo moderno y lo occidental, sobre lo premoderno y lo no occidental?

Al igual que Robert Pippin, Jürgen Habermas y otros, creo que las respuestas afirmativas más sólidas las dio el Idealismo filosófico alemán. La primera parte de este artículo ofrece entonces un breve recuento de la manera como Kant y Hegel «afirmaron» la verdad y la universalidad del conocimiento moderno, mediante el argumento trascendental y una historización de dicho argumento (respectivamente) que ligaba el privilegio epistémico acorde al conocimiento moderno a un privilegio acorde a la modernidad. Procede luego a señalar que estos argumentos y sus rectificaciones contemporáneas han dejado de ser convincentes, si es que alguna vez lo fueron. Sin duda, un reconocimiento de la historicidad de nuestro conocimiento (algo que le debemos, en parte, a hegel), una vez desligado de la teleología progresivista de hegel, nos deja con el reconocimiento de que nuestras categorías intelectuales son histórica y culturalmente producidas, pero sin una razón convincente para considerarlas superiores a las que se derivan de una historia diferente.

Esta conclusión debe adoptarse, no solo, como lo demuestro en la segunda y tercera partes del texto, en cuanto explica porqué las categorías de análisis de las ciencias sociales son tan a menudo inadecuadas cuando se emplean para entender lo que no es Occidente. El secularismo de las ciencias sociales -la presunción de que solo los humanos, y nunca los dioses o los espíritus, son fuentes de acción, sentido y fin; y la creación de la categoría maestra de «sociedad», constituida mediante su separación definitiva de la «naturaleza»-no son rasgos definitorios de la realidad finalmente develada por las ciencias sociales modernas, sino más bien rasgos del mundo tal y como ha llegado a constituirse en tiempos recientes. Donde no se ha constituido de ese modo, o no del todo en esa forma -y sostengo que eso es así no solo para lo que no es Occidente, sino también para aspectos de la vida y el pensamiento de Occidente-las ciencias sociales son solo una guía parcial, necesaria pero nunca suficiente para comprender eso que han ayudado a fabricar.

Alguna vez estuvimos ciegos: ¿ahora podemos ver?

Kant fue sin duda un filósofo de la Ilustración, la cual definió de manera tan célebre como la llegada a la madurez de la especie humana por el ejercicio de su razón. Pero si la noción premoderna de un universo intencionado y con orden moral había sido, en la frase posterior de Weber, «desencantada»; si la tradición y la costumbre ya no parecían ser la fuente de la Razón, o de hecho, siquiera razonables; y si el desafío escéptico de hume planteó la posibilidad de tantas razones como personas existen (y por supuesto, luego procedió a socavar la noción misma de un ser unificado); entonces, ¿qué Razón era esa?, y ¿de quién? Si Razón no estaba allí afuera en el mundo, entonces debía estar en la mente; pero dado que había muchas mentes, y las personas consideradas razonables variaban de un individuo a otro, de un periodo a otro, y de una cultura a otra, lo que se necesitaba era un descubrimiento y una defensa de la razón que evitara el solipsismo, el perspectivismo y el relativismo. La tarea que la Ilustración se impuso fue hallar y definir principios de justificación racional que, en palabras de alasdair MacIntyre, fueran «independientes de todas esas particularidades sociales y culturales que los pensadores ilustrados consideraron una mera vestimenta accidental de la razón en épocas y lugares particulares» (MacIntyre, 1988:6).

Kant ofreció una solución potente y perdurable a este enigma, el poder del cual radica, sobre todo lo demás, en el argumento que Kant llamó «trascendental». En lugar de aseverar en forma «dogmática» que ciertas proposiciones eran verdaderas, o bien de buscar identificar, con fundamentos empíricos, una serie de principios racionales comunes a todos los hombres -un ejercicio que Kant reconoció como indefectiblemente condenado al fracaso-en su lugar Kant preguntó qué tipo de seres debíamos ser para tener cogniciones y percepciones en primer lugar. En la descripción de henry allison, Kant indagó y buscó establecer, las «condiciones epistémicas» de todos y cada uno de los conocimientos (allison, 1985). La pregunta trascendental le permitió a Kant deducir categorías universales de Razón que no se derivaban de la experiencia humana, la cual es variada, sino que eran la base para que tuviéramos cualquier experiencia en primer lugar. Kant logró elaborar un potente argumento para una Razón que era universal, pues pese a la inmensa variedad de la experiencia humana, las moralidades y las nociones de belleza, era la precondición para que los humanos tuvieran cualquier tipo de experiencia, moralidad o concepción de belleza. El conocimiento moderno, como lo elaboró y defendió Kant, podía ahora reclamar el derecho de haberse validado o demostrado, revelando así que todos los conocimientos anteriores habían sido especulación o dogma.

Testimonio de la vitalidad de la línea argumental iniciada por Kant es que muchos de los intentos contemporáneos más sofisticados por rescatar o recobrar la idea de una Razón singular y universal, aun reconociendo que la Razón es de este mundo, lo hacen volviendo a Kant. Es por lo general un Kant despojado de mucho de la metafísica, pero una versión u otra de un argumento trascendental se hallan en el núcleo de tales intentos. La ética discursiva de Karl-Otto apel, el realismo interno de hilary Putnam, y la teoría de la justicia de john Rawls son todos ejemplos contemporáneos de teorías que reconocen que la Razón es impura, que está ligada de manera inseparable a intereses, a la cultura y al poder, pero eso se basa en Kant para sustentar también que los estándares transubjetivos y transculturales de la justificación racional y del conocimiento siguen siendo posibles.

La crítica que puede igualarse a tales argumentos, como cabe esperar, es similar a la crítica dirigida a Kant por sus contemporáneos y sucesores inmediatos -a saber, que tales pruebas presuponen lo que debe demostrarse-. El ejemplo del filósofo político John Rawls es especialmente intructivo. En su Teoría de la justicia, Rawls intentó partir de Kant para desarrollar una teoría de la justicia que se fundara en unos pocos principios racionalmente defendibles que serían reconocidos casi por cualquier persona. En obras posteriores, reconoce que su teoría de la justicia, y su defensa del liberalismo, ya presuponen cierta especie de cultura política pública, modelada por las guerras religiosas en Europa, por la posterior separación de la política y la religión, y así sucesivamente. El propósito de esta última teoría es por tanto ya no elaborar una concepción moral que forzaría su atención sobre todos los seres racionales, antes bien, escribe Rawls «formar una visión coherente» de los valores políticos ya aceptados e «insertados en la cultura política pública de un régimen constitucional [liberal] y aceptable para sus convicciones más firmes» (Rawls, 1985:299). Lejos de intentar ofrecer una defensa filosófica del liberalismo, racionalmente convincente, «el liberalismo político», como lo ha definido ahora, diferenciando esto del liberalismo «metafísico», requiere en su lugar que «evitemos preguntas controvertidas filosóficas... morales y religiosas» (Rawls, 1985:230). Y si esta concepción de justicia, apoyándose en la reserva compartida de nociones e intuiciones que Rawls cree se hallan en los regímenes liberales, es también aplicable a diferentes tipos de sociedades que existen en diferentes condiciones sociales e históricas, es una pregunta que Rawls deja abierta.

El reconocimiento que hace Rawls del hecho de que no hay una defensa más o menos trascendental de la justicia liberal, solo -en el mejor de los casos- una defensa pragmática y procedimental, provoca la ira de otro neokantiano contemporáneo, Karl Otto Apel, quien le reprocha a Rawls por sucumbir a la creencia errónea de que todas las doctrinas morales, metafísicas y teológicas dependen de la cultura7. Apel reconoce que las concepciones morales se configuran histórica y culturalmente, pero sostiene que esta necesidad no compromete, en sí misma, su universalidad. La «ética discursiva» de Apel aspira entonces a «una transformación (trascendental pragmática) de la ética kantiana», una transformación que puede tener en cuenta argumentos sobre la historicidad y la dependencia cultural de la moralidad, «sin abandonar los universalismos morales de procedencia kantiana» (Apel, 2001:50). No debemos renunciar a esto, según Apel, porque cada vez que nos enfrascamos en una discusión y aseveración ineludiblemente planteamos una idea regulativa de cultura -verdad independiente y negar este hecho sería autocontradictorio. Sin embargo, como muchos lo han señalado, lo que Apel considera rasgos de pensamiento «ineludibles» y «autoevidentes» lo son únicamente para quienes ya funcionan dentro de esta tradición, moderna y occidental. Barbara Herrnstein Smith escribe,

ideas como «presuposición ineludible» no son ni universales ni ineludibles; tales conceptos y el sentido de sus significados inherentes y su profunda interconexión son, más bien los productos y efectos de una rigurosa instrucción y una participación rutinaria en una tradición conceptual particular y sus idiomas de instrucción relacionados. La formación en alguna otra tradición conceptual, y la familiaridad con su idioma, les daría paso a otras concepciones y descripciones de «la naturaleza fundamental» del «pensamiento mismo» (Smith, 1997:80; MacIntyre, 1999).

En resumen, Apel, como otros descendientes de Kant, presupone la validez de la tradición de conocimiento que intenta defender.

Si nuestra defensa de la ética y el conocimiento modernos siempre resultan ser defensas modernas, que presuponen lo que pretenden fundamentar, entonces ninguna defensa efectiva que se les haga debe tomar eso en cuenta -en cuyo caso debe defender la modernidad misma-. Es lo que hace hegel. Trabajando con la tradición iniciada por Kant, la estrategia de hegel para superar la aporía de Kant es, paradójicamente, reconocer la inescapable historicidad de todas las categorías. no hay argumento trascendental contundente que establezca la verdad de ciertas categorías de una vez por todas; sólo de categorías mediante las cuales las comunidades históricas conocen su mundo y organizan su lugar en él. Pero eso no lleva a hegel al relativismo; aunque los estándares de la moderna moralidad son específicos de la modernidad, la modernidad es en sí misma una expresión, y un desarrollo superior, de una racionalidad inmanente en las instituciones sociales, el contenido más básico de las cuales es la autonomía y la libre determinación. La vida colectiva siempre reposa sobre concepciones compartidas de lo que constituye y legitima las instituciones de la sociedad. Estas concepciones compartidas -demostraciones de que la vida social es producto del pensamiento humano (colectivo)- de manera invariable, sin embargo, se presentan como «supuestos», como normas y concepciones que son un límite a, más que productos de, la creación humana. Las instituciones y las formas de vida social entran en crisis o se destruyen porque entran en conflicto con los presupuestos que las apuntalan y las avalan, y la resolución de esta crisis avanza a la siguiente etapa lógica/histórica. hay teleología o progreso en todo esto, en cuanto cada destrucción y reconstitución progresa hacia un nivel «superior», donde la autonomía de la subjetividad/el espíritu es más plenamente (aun cuando solo en parte) reconocido, y llega a ser la base de instituciones y prácticas sociales. La modernidad «realiza» o vive e instancia la autonomía que presupone toda vida colectiva, y el entendimiento de sí misma de la modernidad es la conciencia de sí de este hecho, y es por ende superior a otras formas de conocimiento.

Este argumento trata la modernidad como momento histórico y sitio privilegiados, un sitio donde los hechos y los procesos que siempre han gobernado la historia humana se hicieron finalmente discernibles, y revelan lo que siempre ha sido cierto pero no podía comprenderse completamente hasta ahora. La razón y su descubrimiento se historizan aquí, y la razón, aunque universal, solo surge con el advenimiento de lo moderno. Este relato tiene un origen más amplio que hegel y aquellos bajo su influencia directa. Cuando en el siglo XIX Jacob Burckhardt escribió que el «velo que hizo al hombre consciente de sí mismo sólo como miembro de una raza, un pueblo, un partido o una corporación al que finalmente se le dio impulso en la Italia del Renacimiento, permitiendo que el hombre se reconociera como"individuo espiritual"» (Burckhardt, 1960:121), estaba contribuyendo a ese recuento. Cuando a comienzos del siglo XX, Weber escribió que el desencanto era lo que le había permitido al hombre reconocer el melancólico hecho de que el mundo nunca había estado imbuido de propósito y sentido, sino que todos los sentidos y significados «allá afuera» eran los que habíamos «puesto» allí8, también estaba aclarando que solo en cierto punto de la historia de la humanidad podían finalmente discernirse ciertas verdades, verdades que, no obstante, tenían validez retrospectiva. Marx hacía la misma afirmación en el Grundrisse cuando escribió, «La sociedad burguesa es la organización histórica de producción más desarrollada y compleja. Las categorías que expresan sus relaciones, la comprensión de su estructura, por consiguiente permite también conocimientos de la estructura y de las relaciones de producción de todas las formaciones sociales extinta... La anatomía humana contiene así la clave para la anatomía del simio» (Marx, 1973:105).

La de hegel fue la primera versión y la más importante de un argumento/ narrativa que, con enmiendas, podría ser y fue forzada al servicio de diferentes fines. Que somos seres libres; o que el ser determina la conciencia, y la producción determina el ser; o que los valores y los propósitos son productos humanos más que características del cosmos: éstas, según las diferentes recensiones de esta narrativa, son verdades universales que solo cobran visibilidad plena en la era moderna. Pero en todas las versiones de este relato, la modernidad es privilegiada, y el conocimiento moderno, la conciencia de sí misma de la modernidad, es por ende también privilegiado. Sea cual sea la forma que asuma la narrativa, las culturas premodernas o «tradicionales» -incluyendo las de Occidente-se presentan como bajo del dominio de encantamientos y cosmologías, mientras que los modernos hemos llegado (o hemos sido obligados) a asimilar las verdades fundamentales que estaban oscurecidas por estas falsas ideas9. Aquí, los presupuestos básicos del conocimiento moderno aún no son otra serie de presupuestos provincianos con pretensiones de validez universal, como una religión proselitista, sino más bien están insertos en un relato que intenta explicar porqué alguna vez los humanos estuvimos sujetos a entender mal las cosas y cómo fue posible entenderlas bien. A eso es a lo que le llamo la narrativa de «alguna vez estuve ciego, pero ahora puedo ver».

La reformulación contemporánea más sólida de este argumento la emprendió jürgen habermas. Al igual que apel, habermas ve ciertos presupuestos universales de la razón práctica en el hecho de la comunicación, y de nuevo como apel, desea abogar por un conocimiento que, aunque situado históricamente, se eleve sobre las circunstancias de su producción para alcanzar una validez más general. Pero habermas, al contrario de apel, desea mostrar que el conocimiento moderno, occidental se aproxima más al verdadero conocimiento no a pesar de su especificidad histórica y cultural, sino por eso mismo. habermas ofrecerá así tanto un argumento sobre porqué el conocimiento moderno es mejor como una reconstrucción histórica en la que aparezca como la culminación de un proceso de desarrollo histórico, como la cuasi-realización de una potencialidad inmanente en la especie humana, que da sus frutos en la tradición occidental, con el surgimiento de lo moderno. Su objetivo es hacer una defensa del conocimiento moderno que es también una defensa de la modernidad, y una que busca conectar de manera muy explícita «una pretensión de universalidad con nuestra idea occidental del mundo»10 (habermas, 1984:44. énfasis en el original).

En Teoría de la acción comunicativa, habermas vuelve sobre los debates de «racionalidad y relativismo» de la década de 1970 para hacer un contraste entre la visión del mundo mítica de los no modernos (específicamente, los «salvajes» estudiados por los antropólogos) y el conocimientomoderno.La superioridad de este último queda demostrada porque -habermas toma esto de Popper y Robin horton-es «abierto» más que cerrado, y es capaz de reflexionar sobre sus propios supuestos y corregirlos (en lugar de asumirlos como predeterminados) (habermas, 1984:52-53). Ahora bien, si hay algún argumento tras la reiteración de éstos por diferenciaciones de la Ilustración ahora algo gastadas -su falta de reflexividad frente a nuestra apertura, el tomar como determinado de ellos lo que nosotros reconocemos como producido por nosotros y por lo tanto sujeto a la crítica-se basa en la idea de que el pensamiento mítico no establece diferencias esenciales o establece diferencias erróneas. El pensamiento moderno, según habermas, es capaz de diferenciar «entre el mundo de los estados de cosas existentes, las normas válidas y las experiencias subjetivas expresables» (habermas, 1984:71). Esta diferenciación es importante porque al contrario de las diferenciaciones arbitrarias que reducían a polvo el pensamiento «primitivo» -como entre lo crudo y lo cocido, o lo sagrado y lo profano-ellas corresponden a las diferenciaciones de la acción en diferentes dominios o «subsistemas» característicos de la modernidad: a saber, entre el mundo externo, el dominio de la moralidad, y la subjetividad interna11. Por el contrario, el pensamiento salvaje (y de manera más general, se presume, el pensamiento no moderno) confunde la naturaleza con la cultura, y más aún, no distingue la cultura de la naturaleza interna o del mundo subjetivo.

Estas diferenciaciones entre el mundo externo (el dominio de la razón teórica), la moral y el mundo político (el dominio de la moralidad y la política) y la interioridad subjetiva (el dominio del arte) solo se vuelven posibles en su forma de pleno desarrollo con la modernidad. Pero una vez surgen, un conocimiento basado en estas divisiones, y solo ese conocimiento, puede contar como racional.

Diferentes sociedades pueden variar en sus «contenidos culturales», pero para contar como racionales deben, «compartir ciertas propiedades formales de la noción moderna del mundo unas cuantas propiedades estructurales necesarias de la vida moderna como tal» (habermas, 1984:180) -y por supuesto, incluyen las diferenciaciones entre tres dominios sociológicos y las correspondientes diferenciaciones en el pensamiento-.

Los problemas con este argumento son muchos, el principal de ellos es que se vale de, en lugar de establecer, la naturaleza necesaria e ineliminable de las diferenciaciones modernas entre los dominios de verdad, moralidad/justicia y gusto del objeto. Existe una circularidad absoluta en la que funciona la división de la razón en tres esferas como evidencia de la superioridad de la modernidad que dio lugar a esta división, y el hecho de que estas diferenciaciones se inserten socialmente con la llegada de la modernidad funciona como prueba de su necesidad, y como evidencia de porqué es necesario hacer diferenciaciones correspondientes en el conocimiento12. En cualquier caso, debe presumirse uno de los dos términos -eso es porque la modernidad es superior a todo lo que la precedió, y la modernidad se caracteriza por una diferenciación entre el conocimiento objetivo, la moralidad y el arte, que l razón debe diferenciarse también de manera similar; o bien es porque tales diferenciaciones de la razón son superiores, y solo surgen plenamente con la llegada de lo moderno, que debe considerarse la modernidad superior a épocas anteriores. Los dos argumentos sin duda se aluden mutuamente, pero no se fundamentan entre sí, y el intento de reconciliar la diversidad histórica y cultural con una reivindicación de la verdad solo funciona en cuanto la historia invocada presuponga, incluso en las palabras de un interlocutor muy comprensivo como Apel, «una filosofía teleológica de la historia postulada de manera dogmática» (apel, 1992:147). Sin duda, la introducción de la historicidad significa que si el argumento no persuade, los resultados son los contrarios de los esperados. Pues una vez hemos perdido la fe en la idea de que las transiciones entre las visiones del mundo son teleológicas -en otras palabras, que representan alguna especie de progreso-, sino que retienen el énfasis historicista de que los presupuestos del pensamiento tienen relación fundamentalmente con el tiempo y la cultura-entonces, en palabras de Robert Pippin, «porqué no simplemente optar por algún esquema conceptual o marco o relativismo de paradigmas popular en la actualidad ¿Por qué no debería ser ese el legado de la radicalización histórica que hizo hegel del modernismo kantiano?» (Pippin, 1996:172).

Ese, diría yo, es exactamente el legado del historicismo hegeliano, que, junto con el argumento trascendental de Kant, es el intento más sofisticado de establecer la superioridad del conocimiento moderno y sus presupuestos centrales. La escena intelectual contemporánea, lo sugiero, se caracteriza por una aguda conciencia de la historicidad de nuestro conocimiento, pero ahora sin el acompañamiento de algún argumento convincente de su superioridad sobre otros conocimientos. Una vez estuvimos seguros, en palabras de David Kolb, de que el conocimiento moderno era «no solo uno más en una secuencia de construcciones históricas», sino que era más bien «la revelación de lo que ha estado en la raíz de estas construcciones» (Kolb, 1986:9-10). hoy, lo propongo, estamos llegando a darnos cuenta de manera tardía de que la modernidad y el conocimiento moderno podrían, de hecho, ser «solo unos más en una secuencia de construcciones históricas».

Esto no tiene que hundirnos en la desesperanza ni en algún abismo relativista. hay muchas razones para seguir trabajando con y dentro de lo que he llamado la razón moderna, occidental, la más convincente de las cuales es que está estrechamente ligada a una modernidad que ahora es global, y abarca todos los pueblos, aunque en formas diversas. Pero eso significa que nuestro conocimiento no tiene justificación trascendental ni teleológica. Reconocer esto me lleva a la siguiente parte de este texto: al que nos ha estado mirando a la cara durante mucho tiempo pero que no ha sido explicado, como es la incompetencia de tantas de las ciencias sociales cuando se usan para entender el mundo no occidental.

La sociedad sin dioses ni naturaleza

Reconocemos que las ciencias sociales tienen profundas genealogías europeas, pero esperamos que con ajustes y rectificaciones ocasionales, sirvan para entender lo que no es Occidente, porque presumimos que pese a esta genealogía occidental, estas categorías son universales. Una vez reconocemos que no son la verdad revelada, sino «uno más en una secuencia de construcciones históricas», podemos empezar a entender y enfrontar el hecho de que a menudo son inadecuados para sus objetos no occidentales, y que pueden inhibir, más que avanzar, la comprensión.

El concepto de «sociedad» es un ejemplo particularmente importante y revelador en este aspecto. El descubrimiento de lo social es uno de los pilares del pensamiento moderno y las ciencias sociales modernas; donde otros explican cosas con referencia a dioses y fuerzas cósmicas, los modernos no solo desestimamos estas explicaciones, sino que también por lo general las evadimos dando cuenta de dichas explicaciones como si tuvieran origen, y fueran atribuibles a, causas sociales. Para nosotros, la sociedad es directamente la causa y el escenario de la explicación, tanto quien toma la iniciativa como la sustancia13. Siguiendo el ejemplo de Castoriadis, Laclau y Mouffe, Latour, Baudrillard, Patrick joyce y otros, propongo que la sociedad no es algo que descubrimos, sino algo que creamos. Keith Michael Baker, historiador de la Revolución Francesa, lo plantea con mayor fuerza y sin ambages: «La sociedad es una invención no un descubrimiento. Es una representación del mundo instituido en la práctica, no simplemente un hecho objetivo bruto» (Bake, 1994:114; ver también joyce, 2002; 2004; Castoriadis, 1987; Baudrillard, 1983; Laclau y Mouffe, 1985; Wagner, 2000; Latour, 2005 y Gane, 2004). «Representado» e «instituido» no significa, como lo explicaré en breve, imaginario o ficticio, sino que significa, «no descubierto».

Si por un momento, contemplamos la posibilidad de que la sociedad no es más que una forma particular de construir e interpretar la interdependencia humana, más que un supuesto ontológico, tan sólido e inmutable como la tierra, entonces surge la pregunta de cómo llegó a construirse. En la jerga contemporánea, ¿cuál es el «afuera constitutivo» de la sociedad -que debe excluirse para construir este concepto-realidad-? La respuesta es por supuesto compleja, pero señalo dos elementos que sobresalen, elementos que nos remiten a los dos ejemplos con los que comencé este ensayo -la exclusión/expulsión de dios (o los dioses), y de la naturaleza.

La expulsión de los dioses y los espíritus se da al inscribirlos en la categoría de «religión», una categoría que asume la forma de un género dividido en diferentes especies (cristianismo, islam, budismo, etc.). Pero entender a los dioses y a los espíritus de esa manera es en sí producto de una historia, y una historia específicamente europea y cristiana, como han llegado a reconocerlo algunos eruditos de la religión. Peter Harrison afirma que en Inglaterra en el transcurso de los siglos XVII y XVIII, se construía la «religión» esencialmente en líneas racionalistas, pues había sido creada a imagen y semejanza de los métodos de investigación racionalistas predominantes «la pesquisa de la religión de un pueblo devino en una cuestión de preguntar en qué se creía » (harrison, 1990:2; ver también asad, 1993; Byrne, 1989; Pailin, 1984; Smith, 1982; Masuzawa, 2005). «Religión» y «creencia» surgieron así como categorías mutuamente constitutivas, lo que hizo posible inventar la categoría «religión», como género del cual las diferentes creencias religiosas son la especie. De ese modo, la noción misma de «religión» es en sí, como la describe un erudito, «una categoría teológica cristiana» (King, 1999:40), o como la caracteriza otro, «una invención moderna que Occidente ha exportado al resto del mundo, durante los últimos doscientos años o más» (hick, 1991:vii). Como muchos productos de exportación occidentales, no siempre, sin embargo, es algo útil -puede producir malentendidos y comparaciones estériles cuando se lo aplica a «religiones» que no han pasado por la misma historia que las convirtió en sistemas de creencias (Muller, 1892:155)14. El uso de esta categoría de por sí exorciza el mundo de los dioses y los fantasmas; han sido trasladados del mundo a nuestras mentes, de ser realidades ontológicas a productos sociales. Usarlo es ya restar importancia a las nociones propias de los vietnamitas que comparten su mundo con los fantasmas, o de los hindúes que comparten su mundo con sus numerosos dioses.

Relacionada, e igualmente importante, la sociedad se constituyó escindiéndola de la naturaleza. ya sabemos por el trabajo de Descola y otros que esa diferenciación no es, sin embargo, hecha por todos los pueblos. Bruno Latour alega -con cierta hipérbole- «ninguna cultura occidental nunca se ha interesado por la naturaleza; nunca la han adoptado como categoría; nunca han hallado un uso para ella Fueron los occidentales quienes convirtieron la naturaleza en la gran cosa » (Latour, 2004:43). Sin duda, ni siquiera los occidentales hacen siempre tan gran cosa de ella: la historiadora de la ciencia Lorraine Daston nos recuerda que el periodo medieval no funcionó con dos categorías, la natural y la social, sino con una infinidad de categorías, incluyendo lo supernatural, lo preternatural, lo artificial y lo antinatural, y que las «categorías de la naturaleza y la cultura, concebidas en una complementariedad yin-yang, tienen un origen relativamente reciente» (Daston, 1998:154). Vienen del periodo moderno temprano, cuando Descartes, Boyle, hobbes, y otros comenzaron a burlarse de la idea de que la invocación del «propósito» y el «sentido» pudiera jugar un rol cualquiera en la comprensión de un campo de la realidad que ahora se ve como caracterizado por sus regularidades impersonales y semejantes a leyes naturales15.

La invención de la sociedad implicó así una redistribución de categorías, de manera que los dioses y los fantasmas ya no podían ser tratados como seres ontológicos, sino que se reubicaban en la mente humana y en este nuevo objeto, la sociedad; y la naturaleza, por el contrario, fue expulsada de este nuevo objeto. Es por eso que cuando nos topamos con los fantasmas vietnamitas, y con los sujetos animales y vegetales de los achuar, nos vemos obligados a traducir. no podemos tomar en serio sus explicaciones porque nuestras categorías surgieron de la negación de las suyas: algunos vietnamitas podrían tratar a sus fantasmas como seres ontológicos, empíricos, pero los tratamos como una significación de la creencia, que es más probable que tenga raíces sociales, y que puede «leerse» en busca de evidencia de las preocupaciones y ansiedades de su sociedad. Si los achuar invocan la naturaleza como llena de sentido y propósito, tratamos estos sentidos y propósitos como lo que la sociedad achuar ha «proyectado» en la naturaleza. Siguiendo la parte anterior de mi argumento, planteo que no tenemos razón convincente para privilegiar nuestra categoría de sociedad; que este no es un «descubrimiento» de lo que siempre ha estado ahí, desde un principio, sino más bien una elaboración en su mayor parte peculiar a nosotros los modernos. Y finalmente, porque es una elaboración, sugiero además que a menudo no sirve bien para entender mundos con elaboraciones diferentes.

Reflejar y hacer

Al usar verbos como «constituir» y «elaborar» para analizar el conocimiento, busco cuestionar lo que es quizás el presupuesto más fundamental del conocimiento occidental moderno, que el conocimiento es en esencia pasivo, que el conocimiento es un acto de un sujeto que refleja o representa objetos. Usaré esta parte conclusiva de mi artículo para afirmar que el conocimiento no es solo cuestión de «cognocer» un mundo que está afuera, sino que permite constituir el mundo que sea que tengamos; que el conocimiento moderno no es simplemente la auto-aprehensión de la modernidad, sino que ha jugado un papel fundamental en su constitución. Por supuesto, tal aseveración provoca la acusación de «idealismo»; pero eso, me parece, es solo porque hemos estado demasiado tiempo atrapados en una metafísica que divide el mundo en realidad y representación, lo real y lo ideal, lo material y lo ideacional. Estos binarios no son rasgos del mundo como tal, sino las consecuencias de ciertas prácticas y formas de organización. Cuando digo que nuestras categorías son elaboradas o fabricadas, no estoy diciendo que son ficticias o ilusorias, son «mera» invención y no existen realmente, o que pensar diferente hará que desaparezcan la sociedad, la naturaleza y la religión.

Permítaseme explicar lo que quiero decir mediante algunos ejemplos. Timothy Mitchell afirma que la diferenciación entre lo real y la representación, centrales en las formas modernas occidentales de aprehensión y organización del mundo, no tenían mucho sentido para el pueblo de egipto, que ni pensaba de esa manera ni habitaba un mundo organizado en torno a esa diferenciación. no obstante, dado que las instituciones y prácticas de la administración colonial, de la mercantilización y de nuevas formas de poder y representación ejercidas en egipto, el conocimiento y las ciencias sociales modernos se convirtieron en herramientas más adecuadas para «representar» ese escenario cambiado (Mitchell, 1998). De manera similar, he sostenido que muchas de las ansiedades y quejas que llegaron a gravitar en torno a la introducción del conocimiento occidental en la India colonial -que los estudiantes indios absorbían el nuevo conocimiento a la antigua manera, por memorización, o que los indios educados estaban en medio de una crisis moral, «desgarrados» entre sus creencias tradicionales y las nuevas ideas a las que estaban expuestos en la escuela y en la universidad- debe leerse menos como testimonio de problemas reales, y más como indicador de que ciertos supuestos fundacionales del conocimiento moderno no podían, en realidad, asumirse en India. Leo estas quejas y controversias como indicadores de que los supuestos fundacionales (o, para citar de nuevo a Margaret Somers, las «decisiones a priori sobre cómo entendemos que se constituye el mundo social») que subyacen a ellas -que el conocimiento es una relación entre un sujeto dador de significado y un mundo de objetos desencantados (que es la razón por la cual el conocimiento debe apropiarse, y el aprendizaje memorístico es un error del conocimiento más que una de sus formas), y que la moralidad es cuestión de «creencias» que se sostienen en algo llamado la «mente» (de ahí la razón por la que se asumía que los indios occidentales-educados sufrían una crisis moral, aun cuando la mayoría de ellos parecían venturosamente inconscientes de tal hecho) no tuvo asidero en la India. Sin embargo, como la relación sujeto/objeto llegó a reforzar no solo la pedagogía sino también la disposición espacial de la ciudad y las prácticas de la corte y los despachos, algunos indios se convirtieron en sujetos que experimentaban la moralidad y la religión como creencias, y eran ahora capaces de desgarrarse por el conflicto entre diferentes creencias; y algunos indios se hicieron sujetos expresivos en confrontación con un mundo de objetos, y por ende se hicieron capaces de considerar (y deplorar) la memorización como un error del conocimiento, más que como una de sus formas (Seth, 2007).

En otras palabras, al punto en que conceptos centrales de las ciencias sociales, como la naturaleza, la sociedad, la religión y similares llegaron a configurar las instituciones y prácticas, conceptos que anteriormente pertenecían a la historia de otros eran ahora una buena guía, si bien parcial, para entender a egipto y la India. Estas categorías se han hecho parte a menudo de la vida cotidiana no solo en las partes del mundo en que se originaban y han funcionado por siglos, sino también en el mundo no occidental. Así, james Ferguson halla en su estudio del cinturón de cobre zambiano que no sólo categorías y formas de explicación modernas se han vuelto parte de la comprensión cotidiana de muchos zambianos, sino más específicamente, que los dualismos de la teoría de la modernización se han convertido en el lente categórico mediante el cual muchos zambianos entienden y caracterizan su situación, y de ese modo que sean cuales sean las limitaciones de tales categorías dualistas que se consideran como teoría social, deben «atenderse como dato etnográfico» (Ferguson, 1999:84). De manera similar, akhil Gupta, estudiando los desarrollos agrarios en la India moderna, halla que «la representación de sí de la modernidad es un hecho social en las poblaciones del norte de la India, y no "simplemente" una opción analítica al alcance del erudito» (Gupta, 1998:38). Como estos y otros académicos lo afirman, y como muchos de nosotros sabemos por experiencia, el mundo no occidental se ha reconstituido y reelaborado fundamentalmente, en parte precisamente por los conocimientos que buscan comprenderlo.

Pero si pensamos en «constituir», «elaborar» o «construir» en este sentido, de inmediato se hará evidente que tales elaboraciones no funcionan en material inerte, en una tabula rasa. Encuentran otras formas de constituir y comprender el mundo, a las que en grados variables reemplazan, desplazan y reconfiguran. Ciertas cosas se tachan, desaparecen. Otras se reorganizan -la religión, por ejemplo, no desaparece, sino que se reconfigura como algo que sucede dentro de los corazones y las mentes de los hombres (creencia), y se reubica en la esfera privada. Los mapas y otras tecnologías hacen posible «ver» cosas que antes no podían verse, pero no desplazan necesariamente otras relaciones con la tierra y el paisaje. nuevas elaboraciones se sitúan en ocasiones junto a otras formas de ver y hacer. Así, aunque akhil Gupta observa que sus informantes de la población que él llama «alipur» se sienten perfectamente cómodos con las categorías de la modernidad, y usan la tecnología moderna en sus sembrados, también observa que «su vocabulario de la agricultura se asemejaba poco al discurso "científico" que había dado origen a las tecnologías que empleaban en la agricultura... las explicaciones"científicas" constituían solo una parte de la "charla" y las prácticas agrícolas. La mayoría de lo que los agricultores tienen para decir se expresaba en un discurso diferente que comprendía una agronomía "humoral"» (Gupta, 1998:155), una característica notable de la cual era «la semejanza entre los términos empleados para entender la salud de las plantas y el suelo y la salud de los humanos» (Gupta, 1998:234).

En suma, la modernidad y sus conocimientos no reconstruyen por completo el mundo, y en la medida en que no lo hacen, el conocimiento moderno sigue siendo inadecuado para representar y entender dichos mundos. Es decir, aunque el conocimiento moderno haya constituido nuestra modernidad global, nunca es homólogo con el mundo entero; o para decirlo de otro modo, el mundo que el conocimiento moderno crea sigue asentándose junto a otros mundos. Esto, he querido mostrarlo, es de una obviedad deslumbrante -para quienes quieren ver- en muchas partes del no Occidente, donde las categorías de análisis de las ciencias humanas no se corresponden de manera completa y nítida todo el espacio social. Aquí, muchas y variadas formas de solidaridad y pertenencia humanas no le han dado paso por completo a la ciudadanía, ni han sido subsumidas por ella; escenarios públicos más antiguos y sus rituales y prácticas de identidad no han sido borrados completamente por los rituales del estado; y las suposiciones seculares de las ciencias sociales no se han convertido en el sentido común de todos. Por esta razón, parte de la reflexión más sostenida sobre el carácter y la idoneidad del conocimiento moderno se ha originado en trabajos del mundo no occidental, algunos de ellos bajo el signo de la «teoría postcolonial»; obras que muestran que las presuposiciones del conocimiento occidental moderno no son universales, sino también que su empleo sistemático tiene efectos reales16.

Pero esto es también cierto en el corazón de la modernidad. Incluso aquí, donde la modernidad y sus conocimientos son productos autóctonos, y llevan muchos siglos en su labor de transformación, deben coexistir con otras formas de entender y estar en el mundo. Que asuman la forma de la popularidad de las columnas astrológicas que afligía a Theodor Adorno (1994)17, o de prácticas que siguen tratando el mundo como encantado, dan fe de la existencia de esferas de práctica y, en ocasiones, de instituciones que no son premodernas, y sin embargo no siempre hacen parte plena de la modernidad del mundo establecida a veces, pueden incorporarse a los circuitos de acumulación de capital -la astrología es un ejemplo, la acupuntura, una «ciencia» rigurosa en sí, es un ejemplo muy distinto-. Incluso los médicos alópatas en determinadas ocasiones remitirán a sus pacientes a un acupunturista (aunque a menudo lo hagan con la perplejidad de que un tratamiento basado en una imagen del cuerpo como un campo de fuerza por el que fluye chi, parezca funcionar en ocasiones). La acupuntura ha dejado de ser «premoderna» en cualquier forma significativa; ahora se enseña y certifica, incluso en instituciones educativas occidentales, y se comercializa, pero sigue siendo la práctica de un conocimiento que está «en» pero no es «de» la modernidad.

Esto que afirmo puede aclararse con una analogía. En El capital I, y especialmente en el apéndice, Marx establece una diferencia importante entre la subsunción «real» y «formal» al capital. En Al margen de Europa Dipesh Chakrabarty, en una lectura que hace de Marx algo a contracorriente, sugiere que para el pensador alemán, una vez se ha desarrollado plenamente el capital, ciertas transformaciones históricas (como la separación de la mano de obra de la tierra) aparecen, en retrospectiva, como presupuestos lógicos del capital. Es decir, una vez se ha aprehendido la estructura del capital (lo que solo puede hacerse de manera retrospectiva, cuando el capital triunfa y su estructura está clara), puede verse que ciertos eventos y procesos históricos son parte necesaria de su surgimiento, son planteados por el capital como condiciones de su surgimiento (es decir, puede verse que las condiciones lógicamente necesarias para el surgimiento del capitalismo también ocurrieron en un plano histórico). Pero hay otros elementos del pasado, que el capitalismo encuentra también como antecedentes suyos, pero -Chakrabarty cita a Marx-«no como antecedentes establecidos por sí mismos ni como formas de su proceso vital» (Chakrabarty, 2000:63). Estos son pasados que no están «fuera» del capital, pero tampoco son las precondiciones lógicas para él, elementos necesarios en la historia del capital. En otras palabras, Marx acepta, según Chakrabarty, «que el universo total de pasados que el capital encuentra es más grande que la suma de aquellos en que se desarrollan los presupuestos lógicos del capital» (Chakrabarty, 2000:64). Esos otros pasados pueden hacer parte del pasado «premoderno» de una sociedad, pero también pueden no hacer parte de él, y consistir (por ejemplo) de comportamientos, ritmos corporales y estructuras de afecto que coexisten con la modernidad global capitalista, pero no como parte del mundo que aquella plantea. Es decir, múltiples formas de ser humanos -que no hacen parte de las estructuras lógicas y de los procesos históricos del capitalismo globalizante, y la modernidad global que este ayuda a producir-siguen siendo inherentes a él, aun donde la modernidad global ha ejercido su función más exhaustivamente. La vida moderna puede configurarse y animarse por la lógica de la modernidad capitalista, pero no es un todo coherente o singular, pues esa lógica no ha reconfigurado y reconstruido todo. La diferencia -la que no está subsumida por esta lógica-sigue existiendo, aunque la «diferencia, en este recuento, no es algo externo al capital. Tampoco está subsumida en el capital. Vive en relaciones íntimas y plurales con el capital, que van desde la oposición hasta la neutralidad» (Chakrabarty, 2000:66). En la misma línea, sugiero que hay esferas de conocimiento y vida en el mundo occidental, así como en el mundo no occidental, que hacen parte de lo moderno -no son «sobrevivientes» de la premodernidad eventualmente destinados a ser arrastrados-, sino que ni han sido pasados por las categorías de las ciencias sociales ni están del todo a nuestro alcance a través de ellas.

La genealogía del conocimiento moderno, como lo he señalado, es innegablemente occidental; surgió como parte de, y como un intento de explicar y entender, la historia reciente de Europa. Pero ese conocimiento es ahora global, y, con diferencias de grado, es el patrimonio de la mayoría de las personas. Llegó a la India, la parte del mundo de la que tengo algún modesto conocimiento, por medio de la agencia coercitiva del colonialismo, y comenzó su carrera formal allí siguiendo la Minuta de 1835 de Thomas Babington Macaulay, que declaró los conocimientos indígenas del subcontinente como supersticiosos, míticos y de manera general infundiosos; o como los caracteriza Macaulay, «doctrinas médicas que avergonzarían a un herrador inglés, astronomía que haría reír a las niñas de un internado inglés, historia llena de reyes de nueve metros de altura y reinados de treinta mil años de duración, más una geografía constituida por mares de melaza y mantequilla»18. Este juicio era ignorante y arrogante, pero a pesar de ello, el conocimiento que propugnó Macaulay se ha vuelto global. no hay lugar completamente «afuera» de él desde el cual pueda enfrascarse en una crítica, ni manera de enfrascarse en ella de otra manera que trabajando en ella y a través de ella. hablo, entonces, como uno de los descendientes bastardos de Macaulay, y en caso de que hubiera duda, permítaseme aclarar que mi ensayo no ha sido un argumento contra el conocimiento y las ciencias sociales modernos.

«Global», sin embargo, no es lo mismo que «universal». no es que este conocimiento se haya sobrepuesto a las circunstancias de su producción y revelado que es verdad para todos -por el contrario, el fracaso de los intentos por cimentar la razón moderna, lo he sostenido, son más evidentes hoy que nunca antes. En lugar de ello, este conocimiento y los procesos históricos a los que está estrechamente asociado han transformado, para bien o para mal, el mundo. Aunque han servido el propósito de constituir un mundo en común -nuestra modernidad global-este mundo sigue reposando junto a otros, mundos para los que las ciencias sociales son solo una guía limitada. Y así concluyo con la afirmación de que el conocimiento moderno, y las ciencias sociales que lo formalizan, han constituido nuestra modernidad, y son al mismo tiempo indispensables -pero también inadecuadas-para entenderla.

Una versión anterior de este artículo se presentó como Alocución Profesoral inaugural en Goldsmiths, Universidad de Londres. Desde entonces se han presentado diferentes versiones en las universidades de Ruhr, Westminster, Chicago, Durham, Griffith, Warwick y en la Universidad Nacional de Singapur. Mis agradecimientos a quienes ofrecieron sus críticas y sugerencias con motivo de tales charlas.


Pie de página

2El caso vietnamita, donde la modernidad no parece haber reducido la «superstición», está lejos de ser único, por supuesto. La modernidad en África, como lo observaban Jean y John Comaroff en un ensayo que le ha picado la espuela a una literatura fascinante sobre «la modernidad de la brujería» «ha generado una eflorescencia de la brujería y la magia»-(Comaroff y Comaroff, 1993: xiv).
3Vertambién Eduardo Viveiros de Castro,"Cosmological Deixis and Amerindian Perspectivism", The Journal of the Royal Anthropological Institute, 4:3, septiembre de 1998.
4De nuevo, se aplica lo mismo a las brujas de África. En referencia a la literatura en ciencias sociales que ha intentado «explicar» el auge de acusaciones de brujería y la ansiedad como «expresión» del conflicto, así como una manera de manejar conflictos, Adam Ashforth observa que «padece del singular defecto... de tratar las afirmaciones que los africanos claramente entienden como literales, o factuales, como si tuvieran un significado metafórico o figurativo»- (Asforth, 2005:114).
5Ver también Johan Heilbron (1995) y Peter (2001).
6«Los conceptos básicos de la teoría sociológica deben ser aplicables a todas las sociedades. Con la ayuda de tales conceptos, debemos ser capaces de formular proposiciones propias de los hombres en virtud del hecho de que han sido miembros de grupos sociales en todo lugar y en todo momento» (Reinhart Bendix citado en Habermas, 1988:39).
7Sostiene él que la última obra de Rawls marca un repliegue, «reemplaz[ando] la teoría de la justicia moral-filosófica inspirada por Kant con una concepción de pragmatismo político... [como] cada tipo de filosofía moral, así como de metafísica y teología, deben pertenecer a las "completas doctrinas de lo bueno" dependientes de la cultura y por consiguiente no pueden ser interculturalmente neutrales, o sea, imparciales» (Apel, 1999:156).
8Véase especialmente "Objectivity in Social Science and Social Policy".
9En palabras de Bruno Latour, los modernos nos consideramos «los únicos que establecen una diferencia absoluta entre la Naturaleza y la Cultura, entre la Ciencia y la Sociedad, mientras que a nuestros ojos todos los demás -sean chinos o amerindios, azandes o barouyas-no pueden separar realmente lo que es conocimiento de lo que es Sociedad, lo que es signo de lo que es cosa, lo que proviene de la Naturaleza como lo que proviene de lo que sus culturas requieren» (Latour, 1993: 98-99).
10En este contexto, Habermas cita en forma aprobadora y a la vez amonesta a Weber. Es célebre la frase de Weber de que cualquier producto de la civilización europea moderna «está obligado a preguntarse, y eso es lo correcto, a qué combinación de circunstancias debe atribuirse el hecho de que en la civilización occidental, y solo en la civilización occidental, han aparecido fenómenos culturales que (al menos es lo que nos gusta pensar) reposan en una línea de desarrollo de relevancia y validez universales». Habermas detecta en la calificación «al menos es lo que nos gusta pensar» ¡una desafortunada concesión al «relativismo»!
11«La creciente descentración de la conciencia en la época moderna nos permite adoptar diferentes actitudes básicas -objetivantes, no conformativas y expresivas-frente a los elementos de mundos diferentes (formalmente concebidos) -objetivos, sociales y subjetivos» (McCarthy, 1985:177).
12Podría simplemente vérselas también como «juegos del lenguaje» diferentes, para evaluar en términos del número de movidas que posibilitan, más que como reflexiones en el pensamiento de diferencias sociales que caracterizan la modernidad, y demuestran la superioridad de aquella (Ver Jean-François Lyotard, 1984).
13Los ecos teológicos son deliberados. La «sociedad», según Keith Baker, se inventó en La Ilustración y por ella, y funcionó como sustituto de Dios, «reemplaz[ando] la religión como el fundamento absoluto del orden, el marco ontológico de la existencia humana» (Baker, 1994:113).
14Podemos notar que fue el fundador de los estudios de religiones comparadas en el siglo XIX, Max Muller, quien informó con cierta perplejidad que cuando interrogó sobre su religión a los indígenas que arribaron a Oxford, tuvieron muchas dificultades en comprender lo que quería decir con religión, y se preguntaron por qué Muller se interesaba tanto en un simple dogma, o como lo expresaron, hacía tanto ruido con la religión.
15Ver, por ejemplo, el burlón rechazo de Robert Boyle a la idea de que «la naturaleza aborrece un vacío», (discutido en Shapin,1996:151). Como lo señala Peter Dear, «para los primeros forjadores modernos de la revolución científica», las explicaciones de los «escolásticos» y otros no eran erróneas simplemente, sino más bien ininteligibles.
16Las obras a las que me refiero incluyen: Chakrabarty, 2000; Mignolo, 2003; Mitchell, 2002 y Pollock, 2006.
17Adorno, por supuesto, no leyó la astrología como un «sobreviviente» o un «retroceso a estados anteriores de la metafísica», sino más bien como un fenómeno que hacía parte fundamental de lo moderno y estrechamente ligado a la industria cultural, participando en «la transformación de un mundo de cosas en poderes cuasi-metafísicos» (Adorno, 1994:116).
18Minuta registrada por Macaulay, miembro del consejo del Gobernador General, del 2 de febrero de 1835, reimpreso en Lynn Zastoupil y Martin Moir (ed.), The Great Indian Education Debate: Documents Relating to the Orientalist-Anglicist Controversy, 1781-1843, Richmond, Surrey: Curzon Press 1999: 166.


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