Sobre deseos, intervenciones y trayectorias: la antropología y los estudios culturales en Colombia1

On desires, interventions and trajectories: anthropology and cultural studies in Colombia

Sobre desejos, intervenções e trajetórias: a Antropologia e os Estudos Culturais na Colômbia

Juan Ricardo Aparicio2
Universidad de los Andes3, Colombia.
japarici@uniandes.edu.co

1Este artículo es producto del proyecto de investigación «Pensadores y problemas en América Latina».
2PhD. Departamento de Antropología, Universidad de Carolina del Norte en Chapel Hill, Estados Unidos.
3Profesor Asistente, Departamento de Lenguajes y Estudios Socioculturales.

Recibido: 12 de septiembre de 2011 Aceptado: 08 de noviembre de 2011


Resumen:

En este artículo hago una revisión de la relación entre la antropología y los estudios culturales por medio de una plataforma investigativa común sobre la relación entre la cultura y el poder. Así, lejos de seguir los estereotipos con los cuales usualmente se nombra una antropología y unos estudios culturales en Colombia, el artículo sigue algunas intervenciones de un estilo de trabajo intelectual preocupado por politizar la política y teorizar la política. Señalo algunas de las vertientes de pensamiento antropológico en Colombia que justamente se caracterizan por su análisis complejo y transdisciplinar de coyunturas y formaciones sociales. Lejos de quedarme en las definiciones ortodoxas y clausuradas de los estudios culturales y de la antropología, me interesa justamente entender cómo ambas han sido posicionadas y reconfiguradas de acuerdo a problemas y coyunturas locales a través de metodologías emergentes y estratégicas.

Palabras claves: Estudios culturales, antropología en Colombia, cultura, poder, contextualismo radical.


Abstract:

In this paper, i will give a look to the relationship between anthropology and cultural studies through a common research platform on the relationship between culture and power. Thus, far from following the stereotypes under which anthropology and cultural studies are called in Colombia, this paper follows several interventions of a style of intellectual work devoted to politicizing politics and theorizing politics. I will point to some of the anthropological thinking trends in Colombia, which are specifically characterized by their complex and transdisciplinary analysis of conjunctures and social formations. Far from staying in orthodox and cloistered definitions of cultural studies and anthropology, I am interested specifically in understanding how both have been positioned and reconfigured in accordance with problems and local conjunctures through emerging and strategical methodologies.

Keywords: cultural studies, anthropology in Colombia, culture, power, radical contextualism.


Resumo:

Neste artigo, realizo uma revisão da relação entre a antropologia e os Estudos culturais por meio de uma plataforma de pesquisa comum em torno da relação entre cultura e poder. Deste modo, longe de seguir os estereótipos a partir dos quais usualmente nomeiam-se a antropologia e os Estudos culturais na Colômbia, o artigo segue intervenções de um estilo de trabalho intelectual preocupado em politizar a política e teorizar a política. Assinalo algumas vertentes do pensamento antropológico na Colômbia que, justamente, caracterizam-se por uma análise complexa e transdisciplinar de conjunturas e formações sociais. Longe de me deter em definições ortodoxas e fechadas dos Estudos Culturais e da antropologia, estou interessado em compreender como ambas são posicionadas e reconfiguradas por meio de metodologias emergentes e estratégicas conforme problemas e conjunturas locais.

Palavras chave: Estudos culturais, antropologia na Colômbia, cultura, poder, contextualismo radical.


En este artículo pretendo describir y contextualizar algunas de las agendas investigativas propias de la antropología y de los estudios culturales en Colombia que han radicalmente apuntado hacia la transformación de nuestros objetos y metodologías de investigación así como al tipo de prácticas intelectuales características de la teoría social moderna. En primer lugar, quiero llamar la atención sobre qué y cómo entendemos aquello de «la antropología y los estudios culturales en Colombia» para indagar sobre cuáles sus condiciones de posibilidad y distintas actualizaciones como elementos claves para entender qué hay detrás de cada uno de estos enunciados y que prácticas movilizan actualmente. En seguida, me ubico en distintos «episodios» marginales y quizás heterodoxos de la historia de ambas trayectorias que precisamente apuntan hacia una profunda revisión y problematización de los mismos marcos y privilegios disciplinares característicos de las disciplinas modernas y su quehacer. Más que agendas investigativas consolidadas, quiero evaluar los alcances y limitaciones de estos deseos para llevar a cabo una teorización de la política y una politización de la teoría, una reflexión sobre la teoría y la política en contextos de alta incertidumbre para informar visiones más relevantes de nuestra misma praxis así como una modificación de nuestras preguntas y programas de investigación.

En un artículo clave para comprender la especificidad de algunas de las trayectorias intelectuales del campo de los estudios culturales, Lawrence Grossberg (1997) inicia su argumentación con una paradójica enunciación: la falta de una definición exacta de los estudios culturales es clave para su mismo entendimiento. En buena medida, dicha paradoja que a muchos efectivamente pueda amedrentar o parecerle trivial, se desprende de la misma opción defendida por el autor en sus prescripciones y no definiciones absolutas del mismo proyecto intelectual de los estudios culturales. Esto es, de la necesidad de siempre contextualizar las prácticas intelectuales de acuerdo a sus preguntas, problemas, metodologías y también deseos de transformación de complejas y diversas jerarquías sociales y siempre culturales. Precisamente, es en el esfuerzo por contextualizar las prácticas intelectuales de los estudios culturales donde quizás no sólo podremos rastrear la continuidad sobretodo de unas agendas investigativas similares, sino evaluar su mismo potencial para analizar formaciones, fenómenos y objetos altamente complejos que escapan a los lentes de buena parte del pensamiento social moderno. Así, por un lado, quiero por un momento no entrar en el debate mismo sobre sí esto o aquello son estudios culturales, pues incluso varias de las comunidades de conversación que referiré en adelante seguramente no se identificarían con tal rótulo. Por ahora, aún traicionando la relacionalidad inminente de una interrogación compleja, dejo el problema nominal a un segundo plano, aún reconociendo que el nombre que escojamos tiene profundas consecuencias materiales sobre recursos económicos y físicos, programas de pregrado y postgrado, contrataciones, líneas de investigación, publicaciones, formación de subjetividades, deseos, etc.

Por otro lado, llevar a cabo una reflexión sobre lo encuentros y desencuentros entre los estudios culturales y la antropología en Colombia, y más aún, sobre las agendas investigativas comunes y su pertinencia para pensar y aproximarse a problemas que superan las epistemes disciplinares del siglo XiX, tiene mucho sentido al aproximarnos al proceso de institucionalización de los estudios culturales en el país. Es claro que su trayectoria estuvo en un inicio marcada por un encuadre desde las humanidades y la comunicación social como se desprende de los primeros encuentros realizados en la universidad nacional de Colombia por el programa de Estudios culturales bajo dirección de Jesús Martín-Barbero. Fue justamente en esta locación donde se organizarían las primeras conferencias internacionales empezando en 1996 con la conferencia titulada La Situación de los Estudios Culturales y Literarios ; en 1997 con Cultura, Política y Modernidad , en el 1998 con Cultura y Globalización. Sin lugar a dudas, la mayoría los participantes de estos encuentros proviene de las humanidades y las comunicaciones salvo de uno o dos casos de antropólogos/as. Pero en pocos años, como en efecto lo demuestra el hecho de que hoy la mayoría de los programas de posgrados en Estudios culturales en el país se encuentran en las Facultades de ciencias Sociales, la cercanía entre la antropología y los estudios culturales se acrecentaría de sobre manera. Y esto no deja de causar inquietud al dar cuenta que son las humanidades y la comunicación las locaciones disciplinarias más comunes donde los Estudios culturales se han desarrollado en otros países. Es más, se podría indicar para el caso Colombiano una especie antropologización de los estudios culturales o viceversa al dar cuenta que no son pocos los colegas actuales que trabajan en pregrados y posgrados en Estudios culturales y que provienen de la antropología. Aunque este no sea el propósito de este artículo, habría que indagar aún más cuáles fueron las razones de estos tránsitos entre los estudios culturales y la antropología en Colombia. Entre otros, podría indicar tanto el impacto que tuvo el manifiesto de la antropología posmoderna de James Clifford y George Marcus (1986), las lecturas de Foucault, la lectura de Culturas Híbridas de Néstor García Canclini (1989) y de De los Medios a las Mediaciones de Jesús Martín Barbero (1987), la insatisfacción con una antropología y arqueología positivista, disciplinar y neutral así como la necesidad de las mismas universidades de ofrecer nuevos programas para buscar nuevos clientes/estudiantes dentro de las nuevas y grandes transformaciones propias de la economía neoliberal. En última instancia, quizás se trate de un cambio generacional también.

De una manera más heterodoxa por tratarse de una de las principales disciplinas modernas a la cual se le encargó el estudio de la otredad y la alteridad al occidente moderno (Rolph-Trouillot, 1991), quiero igualmente señalar algunas de las agendas investigativas de antropólogos/as y no antropólogos/as dependiendo de cómo se evalúe su adscripción a la disciplina, como esfuerzos novedosos por comprender la estrecha relación entre la cultura y el poder en el caso Colombiano. Igualmente, para politizar las prácticas intelectuales y situar sus mismas interrogaciones y deseos en una clara politización de la teoría y teorización sobre la política. Sin lugar a dudas, sería muy fácil plantear unas caricaturas tanto de la antropología con «a» mayúscula como de los Estudios culturales también con mayúsculas que terminen por ofrecernos unas lecturas bastante superficiales y deterministas de las mismas. En el caso de la antropología, bien podríamos ubicarnos en lo que cardoso (2000) llama la matriz disciplinaria compuesta por los aportes de Levi-Strauss, el funcional-estructuralismo inglés, el culturalismo norteAmericano y la agenda interpretacionista de Geertz, y de ahí desprender nuestras evaluaciones sobre la disciplina y la practica antropológica en Colombia. O plantear, si es el caso, aunque traicionando la misma reflexividad con la cual Grossberg caracteriza a los estudios culturales, que todo se reduce a Birminghan, a los estudios culturales británicos y a los problemas que enfrentaron (al respecto, ver Richard, 2010).

Lejos de eso, quiero más bien pensar y parafrasear lo que Restrepo y Escobar (2004) han denominado como las antropologías y [ los estudios culturales] del mundo necesariamente plurales y siempre definidos por los contextos y preguntas que confrontan en su quehacer. Asumo entonces que no todos los vectores que se nombran dentro de una de estas dos etiquetas transfieren automáticamente las camisas disciplinarias en las cuales se gestaron en su momento y en sus geografías particulares. Lo contrario, lo que uno encuentra es un arduo trabajo de reflexividad sobre sus presupuestos, sus locaciones y su relevancia. Podría incluso argumentar que tanto la antropología como los estudios culturales en Colombia tomando en cuenta la historia de su institucionalización en las universidades han estado marcados por una intensa reflexividad sobre sus mismos presupuestos y contextos. En ambos casos, la pregunta por unos estudios culturales o una antropología en y para Colombia ha sido una que se ha planteado en varios lugares aunque no muchas veces del todo resuelto. Al respecto, desde el grupo de antropólogos solidarios y comprometidos de la universidad nacional (caviedes, 2007; 2002) hasta la actual reflexión promovida por la Red IberoAmericana de Estudios culturales sobre qué son unos estudios culturales no atravesados por las hegemonías metropolitanas (Richard, 2010), son algunos pocos ejemplos de este rechazo a estos neocolonialismos intelectuales. No quiero insinuar que estos ejemplos libran a los practicantes (incluyéndome) y a las discusiones de haber dirigido sus lecturas, atención, deseos y recorridos hacia las universidades y los/ as autores de países metropolitanos. Pero este no es el problema crucial al cual quiero dirigirme acá (al respecto, ver Uribe, 2005).

En definitiva, lo que pretendo en este artículo es alejarme de las caricaturas con las cuales se identifica la antropología y los estudios culturales así como sus mismos practicantes. No quiero plantear que tales retratos no tienen un asidero en muchos de los lugares que «dicen» que hacen antropología o estudios culturales en Colombia. Ni mucho menos plantear la inexistencia de hegemonías consolidas dentro de la disciplina antropológica y el campo de los estudios culturales que han normalizado y estrechado la multiplicidad de prácticas intelectuales que se hacen en nombre de la antropología y los estudios culturales. Quiero entonces ubicarme, repito, heterodoxamente, en las antropologías y los estudios culturales del mundo o más bien, en las prácticas intelectuales y agendas investigativas de algunos nodos o comunidades de conversación en Colombia que me parecen urgentes de subrayar no tanto para probar la existencia o no de unos préstamos conceptuales y metodológicos entre ambos. Sino más bien, para rescatar lo que considero que son algunos de los vectores más relevantes de trazar para rastrear complejamente una «historia del presente» en la coyuntura actual Colombiana. En particular, de un tipo de trabajo intelectual (y no una disciplina) preocupado por rastrear las relaciones entre cultura y poder, por el rechazo a los esencialismos primordiales y por su apego a la compleja y desbordante materialidad de las relaciones sociales que no se pliegan exclusivamente a ninguna de las determinaciones unilineales ni discursivas. Y aquí, sin lugar a dudas, el rol de una etnografía crítica que sospeche tanto de sus mismas ficciones como de su autoridad etnográfica pero que considere «la complejidad del mundo» como un antídoto contra los facilismos metodológicos se vuelve fundamental. Por supuesto, se trata de vectores que atraviesan mi propio entendimiento de la práctica intelectual en Colombia y con los cuales me he encontrado en años recientes a lo largo de mi recorrido por la antropología y los estudios culturales.

Más que agendas investigativas consolidadas y/o efectivas, quiero evaluar los alcances y limitaciones de tres nodos para llevar a cabo una teorización de la política y una politización de la teoría, una reflexión sobre la teoría y la política en contextos de alta incertidumbre para informar visiones más relevantes de nuestra misma praxis así como una modificación de nuestras preguntas y programas de investigación. En primer lugar está el programa de investigación y acción llevado a cabo desde el departamento de antropología de la universidad nacional con los grupos indígenas del suroccidente Colombiano en los años setentas y ochentas. En segundo, la serie de interrogaciones y analíticas de los regímenes de poder y saber y de la relación entre el Estado y los movimientos sociales promovidos desde el ICANH dentro lo que se denominaría como el programa de «antropología de la modernidad» en los 90. Y por última, las prácticas intelectuales actuales de distintos investigadores que analizan las tensiones y traducciones del dolor, el sufrimiento y la reparación en el llamado y altamente debatible «pos-conflicto» Colombiano. No quiero celebrar ni romantizar estos tres nodos de conversación, investigación y quizás intervención. Quiero más bien plantear que algunas de las apuestas que estos tres nodos han tenido me resultan fundamentales para lo que hoy nos convoca en este lugar que es justamente la de reflexionar sobre las propias prácticas intelectuales y no sobre sus nomenclaturas. Otras de sus apuestas, sin embargo, serán más problemáticas y difíciles de encuadrar en esta breve revisión. Más que un debate basado en nomenclaturas, quiero analizar las mismas prácticas académicas que al siempre estar definidas por los contextos a los cuales se aproximaron y tuvieron que construir para analizar complejamente los problemas que enfrentaron, problematizaron el tipo de preguntas y (ojalá) transformaron su mismo quehacer sin renunciar a la autoridad de la posición académica. En última instancia, quiero utilizar estos tres nodos como provocaciones para la discusión que hoy nos convoca.

Solidarios, colaboradores e indígenas

Desde hace varias décadas, varios profesores de departamentos de antropología de varias universidades, aunque con mayor énfasis de la universidad nacional de Colombia, situaron su quehacer intelectual en el terreno de las disputas indígenas en el Suroccidente Colombiano por la tierra y por la marginalización histórica al cual estas comunidades habían sido objeto desde el siglo XVI4. Más que hacer trabajos antropológicos sobre los indígenas, sus metodologías y objetivos estaban guiados por los objetivos de las luchas indígenas con el Estado y los terratenientes. También, por el fortalecimiento a las mismas organizaciones indígenas en el territorio (Vasco, 2007). Ese era el contexto en el cual se inscribía y se dibujaba sus marcos teóricos, sus metodologías y sus mismas apuestas políticas, aún cuando existieron diferencias entre los llamados solidarios y colaboradores (caviedes, 2007). Guiados bajo claros andamiajes teóricos marxistas e informados por las metodologías de investigación-acciónparticipativa de Fals Borda que fueron combinando con los mismos marcos de pensamiento del mismo movimiento indígena, varios de los participantes de este colectivo entre los cuales figura Luis Guillermo Vasco con mayor énfasis, produjeron un quiebre fundamental en un tipo de antropología que se pensaba como neutral y respondiendo exclusivamente a los cuatro paradigmas de una antropología con «A» mayúscula ya revisados. También, con un «marxismo vulgar» y su estrecha comprensión del problema de «clase» al no vincularlo directamente con la problemática indígena y en general con el problema de lo que hoy llamaríamos la subalternidad (Vasco, 2006). Pero también, con una folclorización de lo indígena que no asume el problema de la tierra como uno de los vértices fundamentales de la lucha política. Era una antropología con minúscula, heterodoxa y hasta cierto punto de vista raizal partiendo de problemas y metodologías borrosas y contaminadas por el marxismo pero también por las mismas necesidades, problemas y concepciones indígenas.

Pero quizás, uno de los aportes más relevantes de este esfuerzo fue el de ubicar su mismo quehacer partiendo o interviniendo en una de las formaciones históricas más relevantes y tremendamente materiales que hoy una de las conversaciones más de moda en las academias norteAmericanas y hasta cierto punto de vista Colombianas denominan la modernidad/colonialidad. Trabajaban siempre, recordando el artículo de Grossberg (1997), dentro de una formación histórica en particular. Sin entrar a discutir con exactitud tal programa de investigación actual, lo que sí es definitivo es que en ese esfuerzo entre antropólogos e indígenas se cuestionaba precisamente la estructura colonial del saber y del control de la economía y de la naturaleza bajo una jerarquía racializada. Retomando el clásico trabajo de Mariátegui (1973), se trataba ante todo no tanto del indígena en sí mismo, sino del problema indígena. Por así decirlo, desde ese entonces se puso en evidencia que los actores sociales no son únicamente actores políticos sino también actores epistemológicos y productores del conocimiento. Como lo plantea Vasco (2007) en un ensayo sobre su consideración de la etnografía, en sus mismas metodologías, marcos teóricos y estrategias políticas, esta consideración llevaría a que fueran los que habían tan sólo sido objetos de investigación, las comunidades indígenas del Suroccidente Colombiano, los que definirían las mismas agendas investigativas y colaborativas de estos esfuerzos: «no fueron los estudiantes quienes los plantearon después de quebrarse la cabeza, de mirar los libros o mendigar a los profesores en busca de un tema para su monografía, sino que los guambianos les dijeron lo que tenían que investigar» (Vasco, 2007: 29). Sus intereses de investigación, como lo plantearía Hall, no empezarían desde los marcos teóricos académicos sino desde la misma calle, de los problemas más relevantes, en este sentido, del suroccidente Colombiano y el problema indígena.

Fue precisamente en este contexto como los y las mismo(a)s estudiantes fueron convocados a participar en los comités de Historia que trabajaron por la recuperación de la historia de los Guambianos (Vasco, 2002). En este contexto, metodologías tales como las de los «mapas parlantes» fueron innovadoras precisamente para iluminar otras narraciones marginalizadas por las narraciones oficiales del Estado Nación. Aún cuándo podríamos argumentar que hay fuertes legados esencialistas de la indigeneidad en su recorrido que son precisamente los que una posición anti anti-esencialista propia de los estudios culturales cuestionaría, bien podríamos entender también que lo que Laclau y Mouffe (1985) llamarían la posición de sujeto indígena importaba precisamente por la ubicación marginalizada en la cual se encontraba en el contexto de una formación colonial moderna. Ese era el problema de las minorías o las nacionalidades indígenas dentro de una formación de un estado-nación atravesado por lo que hoy llamaríamos la colonialidad del poder (Vasco, 2006). También, por ser la cadena equivalente de muchas aspiraciones y frustraciones de grupos sociales diversos en ese mismo contexto. En ese sentido, y aquí me aventuro hacia terrenos donde quizás muchos de sus protagonistas y seguidores no compartirían (caviedes, 2007), podríamos argumentar que «lo indígena» no simplemente era una esencia a la cual los investigadores tendrían un acceso transparente, sino era sobretodo una posición de sujeto marcada por una formación histórica racializada y racializante. Y como el mismo Vasco (2007) lo argumentaría, como profundamente heterogénea, dinámica y cambiante de acuerdo a contextos históricos y sociales diversos.

En estos encuentros en el suroccidente Colombiano, como resulta evidente, era claro que la teoría marxista importaba precisamente por su praxis. Es decir, se politizaba la teoría en tanto que sirviera para las mismas disputas y causas indígenas. Pero también, se politizaba la teoría para denunciar la misma separación de poderes y jerarquías entre las mismas organizaciones indígenas y su relación con el Estado-nación, como peligros evidentes y reales analizada también por una teorización de la política. Haciendo referencia a la llegada de las Juntas de acción comunal y su interrupción de los mismos patrones organizativos indígenas, uno de los mismos taitas indígenas que escribirían con Vasco el artículo en Encrucijadas de Colombia Amerindia en el 1993 denunciaba,

«La llegada de la organización en veredas, como un mecanismo ajeno pero que permite lograr, como en el resto del país, algunos beneficios mediante la adscripción clientelista de la Junta de acción comunal a algún político local o regional, trajo también las relaciones de vecindad y las enfrentó con aquellas que existen entre los parientes, debilitando y desestabilizando la organización tradicional de la gran familia. Al mismo tiempo, la interrupción de la tradición oral a causa del silencio de los mayores, ha ido borrando la memoria de los comunes antepasados y haciendo de cada grupo parental una unidad aparte, sin vinculaciones reales con los demás. En la actualidad, cada uno de tales grupos busca beneficios para sí mismo, sin casi tener en cuenta los restantes. Cada uno quiere tener su propia escuela, su propio acueducto, su propia carretera y, para tratar de conseguirlos, quiere conformarse como una vereda aparte, atomizando el conjunto de la sociedad, que ve crecer a pasos acelerados la división interna con el aumento descontrolado del número de veredas y de juntas. Además, el auge de las juntas y su capacidad de obtener beneficios para los vecinos de su vereda, constituye un contrapeso creciente para la autoridad del Cabildo, menguando el papel unificador del mismo en tanto que autoridad única de todos los guambianos. El mayaelo se pierde cada vez más» (Vasco et al., 1993).

También se denunciaba a una antropología burguesa que precisamente se contentaba con naturalizar estas mismas relaciones desiguales de poder al seguir «descubriendo» o «rescatando» indígenas sin dar cuenta de la condición de marginalización estructural en el cual estas «naciones» se encontraban. En buena medida, se denunciaba su desconocimiento o evasión del contextualismo radical en el cual se situaban estos grupos sociales en esa coyuntura. El indígena, como lo recuerda Restrepo (2007) tomando en cuenta el clásico argumento de Sahlins, no estaba ubicado en una isla sino era posible dentro de un entramado de relaciones sociales históricas y contingentes. Pero también, se denunciaba el imperialismo conceptual de la antropología al utilizar las narraciones indígenas como simples testimonios a lo sumo dignos de un escaparate de museo. Por lo demás, es claro que tal transformación de una antropología positivista y «rescatista» también hizo parte de las discusiones llevadas a cabo en otras locaciones académicas en el país. En su momento, departamentos de antropología como los de la universidad de los andes también fueron embestidos por estos mismos cuestionamientos. «por eso la cultura importa», diría Hall (1981), porque precisamente se constituye en un terreno en disputa sobre la manera de orientarnos en el mundo con nosotros mismos y con el otro. Por eso las concepciones indígenas importan, no sólo como reliquias, sino como un conjunto de significados posibles por ontologías y epistemologías otras que entran en disputa con los diseños provinciales/globales de un proyecto hegemónico moderno (Blaser 2009). De ahí, siguiendo un clásico libro de esta época, las Encrucijadas de la Colombia Amerindia (Correa et al., 1993); por lo demás, un libro que ubicó el problema indígena dentro del contexto de las grandes transformaciones llevadas a cabo por el desarrollo y la modernización. Si no importaran, parafraseando también a Hall (1981), las encrucijadas o la misma diferencia importarían un bledo.

Antropología de la Modernidad: poder, saber y subjetividades

Desde mediados de los noventa, una novedosa teorización fue adelantada desde el ICANH por varios antropólogos, entre los cuales podemos destacar a Eduardo Restrepo, Mauricio Pardo y María Victoria Uribe, entre otros. En gran medida, influenciados por Michel Foucault y su provocador análisis de los regímenes de poder y saber y su articulación con poderosas tecnologías de dominación y control de poblaciones blanco de sus operaciones, estos investigadores giraron el estudio tradicional de «lo indígena» en el país para ahora enfocarse en lo que el pensador francés llamaría «una historia del presente». Así, la crucial publicación de Antropología en la Modernidad: identidades, etnicidades y movimientos sociales en Colombia en 1997 (Uribe y Restrepo, 1997) ya no tendría como propósito el análisis de «lo indígena» o «lo afroColombiano» per se , sino giraría sus preocupaciones hacia el problema del desarrollo, de la formación del Estado-nación y su tensión entre la unidad y la diversidad, la implantación del modelo neoliberal y la emergencia de nuevos movimientos sociales, entre otros. Una referencia fundamental en esta discusión fueron los trabajos de Arturo Escobar sobre el desarrollo y su especial énfasis en antropologizar el desarrollo y a occidente siguiendo la clásica enunciación de Rabinow (T. De 1986: 241), de mostrar «cuán exótica ha sido su constitución de realidad, enfatizar aquellos dominios más asumidos como dados de antemano y universales y hacerlos ver lo más peculiar e históricamente posibles. Y sobre todo, entender cómo sus pretensiones de verdad están ligados a prácticas sociales que se han convertido en fuerzas efectivas en el mundo social».

El método clásico de la etnografía localizada y de largo aliento fue ahora articulado a nuevas metodologías heredadas del pensamiento posestructuralista tales como la arqueología y la genealogía del saber que precisamente buscaban historizar la producción de enunciados y visibilidades en occidente. Ahora no sólo se hacía «campo» en las selvas exóticas, sino se seguían problemas, objetos y discursos a través de múltiples locaciones que podrían estar ubicadas tanto en las oficinas del Banco Mundial como en una aldea en los ríos del Pacífico sur. La idea era precisamente provincializar (Chakrabarty, 2007) al desarrollo, a sus expertos y prescripciones, a la economía neoliberal y sus correspondientes formas de gobierno y subjetividades y a las nuevas técnicas y formas de poder. Varios libros editados sobre cómo el Pacífico Colombiano se convirtió en blanco de proyectos de desarrollo precisamente llevaron estos interrogantes a seguir la materialidad de esos discursos a través de circuitos globales, nacionales y regionales (Pardo, 2002). Otros libros de esta colección fueron los de Modernidad, Identidad y Desarrollo (Sotomayor, ed. 1998). También, se documentaron lo que Dagnino llamaría las perversas confluencias entre el nuevo modelo neoliberal heredado del consenso de Washington y la emergencia de nuevas identidades indígenas en Colombia y en américa Latina. Así, mientras que por un lado se celebraban las nuevas constituciones LatinoAmericanas, esta conversación que va mucho más allá del mencionado libro, apuntó hacia la consolidación de nuevas formas de gobierno y control precisamente posibles por el nuevo paradigma multicultural (Gros, 1997). Sus «objetos de investigación» eran precisamente los proyectos de desarrollo, las nuevas culturas empresariales, el capital, el plan Colombia, las onGs, entre otros, como los relevos necesarios para la producción de un disciplinamiento y normalización de la sociedad.

Dentro de esta misma línea, se analizó lo que un volumen posterior sobre movimientos sociales en américa Latina primero editado en Estados unidos y luego en Colombia llamaría la politización de la cultura y la culturalización de la política (Escobar, alvarez y dagnino 2001). Así pues, entró en el escenario la caracterización de los movimientos sociales no sólo como actores racionales respondiendo a las nuevas oportunidades políticas como la mayor parte de la ciencia política y la sociología habían anunciado, sino como locaciones que movilizaban una serie de significados y prácticas diferentes a los hegemónicos. Así, por ejemplo, las fumigaciones en el putumayo no simplemente dañaban los cultivos de los campesinos allí asentados, sino interrumpían los mismos proyectos de vida de colectivos que precisamente luchaban por el «derecho a tener derechos» ampliando así las mismas definiciones convencionales de la ciudadanía (Ramírez, 2001). Y aquí, sin lugar a dudas, como lo subrayarían los mismos editores en la misma introducción al volumen anteriormente mencionado, el legado de Birmingham y su preocupación por la relación entre la cultura y política fue vital para el análisis de «lo cultural» en esta concepción de los movimientos sociales. La «cultura» no es ya «únicamente» una esfera separada de las otras áreas de las esfera humana, sino se convierte en un modo de vida en el cual se incluyen ideas, actitudes, lenguajes, prácticas e instituciones del poder (Nelson, Treichler y Grossberg, 1992:5). Por eso, repito, «la cultura» importa, y por eso los significados desplegados por los movimientos sociales sobre la mujer, la naturaleza, la democracia, etc., importan. Como lo anotan en su introducción los autores:

«En la medida en que los objetivos de los movimientos sociales contemporáneos algunas veces seextiende más allá de loslogros materiales e institucionales, percibidos, en la medida en que los movimientos sociales sacuden las fronteras de las representaciones culturales y políticas y de la práctica social, en la medida, finalmente, en que las políticas culturales de los movimientos sociales ponen en marcha cuestionamientos culturales o presuponen diferencias culturales, entonces debemos aceptar que lo que está en juego, desde la perspectiva de los movimientos sociales y de manera profunda, es una transformación de la cultura política dominante en la cual ellos mismos deben moverse y en cuyo ámbito buscan constituirse como actores sociales con pretensiones políticas» (Escobar, Álvarez y Dagnino, 2001: 27).

En este esfuerzo colectivo, se buscaba sobretodo interrumpir los regímenes de poder y saber que sostenían y sedimentaban estos significados siempre culturales. La intervención no era ya trabajando al lado y lado con los movimientos sociales exclusivamente, sino además de eso, se trataba de analizar las mismas formaciones hegemónicas del poder (Mato, 2005). No se estudiaban únicamente los movimientos sociales como modos de vida en sí mismos, sino también y sobretodo, por su interrupción y tensión con los significados de las culturas políticas dominantes. Se abría de antemano una de las discusiones más fundamentales de los estudios culturales sobre la tensión entre «el bloque de poder» y «lo popular» (Hall, 1984). Otros trabajos en esta misma línea se aproximaron a las políticas culturales del Estado haciendo novedosas etnografías del Ministerio de Cultura, sus proyectos anuales y sus distintos festivales regionales para precisamente visibilizar las racionalidades, subjetividades y nuevos disciplinamientos producidos por el gobierno de la cultura (Ochoa, 2003). Fueron particularmente agudos en el análisis de cómo «la cultura» fue instrumentalizada como palanca para construir consensos siempre garantizados por la exclusión violenta de cualquier discusión sobre las condiciones materiales de existencia de poblaciones enteras o sobre su marginalización histórica. En otras locaciones, e inspirados por el legado foucaltiano de la radical historización de los regímenes de poder y saber, los trabajos de Zandra Pedraza (1999) sobre el debate eugenésico a principios del siglo XX llevaron a cabo una «historia del presente» a través de entender cómo el cuerpo fue blanco de las utopías y las prescripciones modernas y civilizatorias.

También, fue una discusión que se interesó por las articulaciones discursivas que les permitió a los movimientos sociales utilizar estratégicamente las nuevas oportunidades políticas de las olas constitucionales de los 1990s. Así, las figuras del «nativo ecológico», de las «comunidades afroColombianas» y de las «comunidades de paz» se convirtieron en articulaciones emergentes que permitieron enredar a comunidades de base con redes internacionales étnicas, ambientalistas y de derechos humanos otorgando nuevos recursos y estrategias discursivas que dieron a estos patrones de movilización inéditos escenarios de visibilización (Ulloa, 2004; Restrepo, 2004; Aparicio, 2009). Lejos de naturalizar esas identificaciones colectivas, fueron trabajos que justamente entendieron y analizaron el proceso por el cual se construye un sentido de «lo colectivo», siempre inestable y contingente, a través de articulaciones discursivas no existentes en los territorios hasta esta década. Así, problematizaron estas mismas identidades como identificaciones estratégicas incluso provenientes de los lenguajes del Estado, los proyectos del desarrollo y los derechos humanos, utilizadas en coyunturas específicas por estos colectivos.

Estudios críticos del Posconflicto

Actualizando su vocación intelectual y política de siempre estar operando sobre situaciones coyunturales y de transformación de los mismos códigos culturales característicos de formaciones históricas, económicas, sociales y culturales, un variado grupo de investigadores (que no se si se reconocerían dentro de la misma conversación) han iniciado una seria de exploraciones, indagaciones e intervenciones sobre una nueva y poderosa configuración social que parece estar asentándose en el país y en otros países azotados por el conflicto armado. Se trata de una muy reciente producción académica llevada a cabo, entre otros, por académicos tales como alejandro castillejo, Sandro Jiménez-ocampo, Juan Carlos Orrantia, catalina cortés Severino, Juan pablo aranguren y quien escribe este artículo. Bajo diferentes nombres o términos, estos investigadores han analizado todas aquellas variadas respuestas, programas de gobierno y técnicas de poder que una serie de actores nacionales e internacionales emprenden alrededor de la pregunta del después. Sean amnistías generalizadas o procesos de justicia transicional, los «monumentos a la memoria» que aparecen emerger por todos lados, las inversiones sociales y económicas en áreas golpeadas por el conflicto armado, o los más capilares proyectos productivos bajo los cuáles las mismas «víctimas» entran a ser responsables de su propio devenir, estos investigadores han analizado este conjunto de iniciativas que surgen después de las masacres, los desplazamientos, las desapariciones y las ejecuciones extrajudiciales desde posturas críticas que busquen situarlas y provincializarlas como poderosos proyectos hegemónicos que precisamente buscan canalizar «la violencia» y «la justicia» hacia terrenos particulares.

Son precisamente esfuerzos que trabajan a contrapelo de la construcción y administración del «posconflicto» en Colombia al llamar la atención sobre las configuraciones culturales y por lo tanto siempre provinciales que precisamente permiten que se hable de un después y de un posconflicto en Colombia. Efectivamente, hay una literatura que no problematiza estas mismas categorías sino que las operacionaliza como objetivos a donde hay que llegar para concentrarse entonces en las recomendaciones al Estado y a la sociedad civil para cumplirlas. Un número inimaginable de consultorías, contratistas, asesorías, y proyectos se han perfilado dentro de los que los administradores del consenso llaman los famosos «marcos lógicos» o lo que llamaríamos las «matrices de sentido». En contravía de estas tendencias hegemónicas y bastante sedimentadas en los sentidos comunes actuales, este cuerpo de literatura a la cual hago referencia ha tomado la dirección contraria. Ha analizado estas nuevas técnicas del gobierno en nombre del perdón, la reconciliación, la memoria y la paz como una poderosa formación discursiva presente en Colombia pero en otros países inscritos en «escenarios transicionales». Por un lado, mediante etnografías de la intimidad y el dolor así como de intervenciones artísticas, estos investigadores han cuestionado las epistemologías y ontologías dominantes de las narrativas oficiales del Estado al vislumbrar las huellas, las trazas y los legados de violencias estructurales inmersas en el silencio, el cuerpo y el dolor (cortés Severino, 2007; Orrantia, 2009; castillejo, 2006; 2006a). Sin duda alguna, han anunciado precisamente la capacidad estas mismas epistemologías para clausurar y codificar «la violencia» y «el dolor» hacia direcciones particulares. De esta manera, han dirigido su atención hacia los sonidos, las memorias y los residuos que escapan precisamente a estos aparatos. Por el otro, han analizado los sutiles y capilares pero también muy materiales «efectos» que han traído los regímenes del derecho humano y del derecho internacional humanitario desplegados alrededor del problema del desplazamiento interno en Colombia y en el mundo (aparicio, 2009; 2009a; 2005). En particular, llamando la atención sobre la tensión entre las técnicas del buen gobierno a las demandas de las mismas organizaciones de víctimas, estos trabajos han anunciado que hoy en día uno de los debates más urgentes de aproximarse sea precisamente el de quién, cómo y porqué se está definiendo el después, como un poderoso aparato de captura de deseos y expectativas, siempre en disputa y en constante devenir.

Se trata entonces de trabajos que han llamado la atención sobre la urgente necesidad para que llevar a cabo estudios críticos y etnográficos de estas mismas operaciones de posconflicto que parecen inundar el territorio Colombiano detrás de la protección del «extraño que sufre» (''the suffering stranger''). Así, Urabá, Mapiripán, los Montes de María, Arauca, Barrancabermeja, el Pacífico Colombiano, entre otras, se convierten en algunas locaciones a las cuales estas investigaciones han dirigido su atención. Sin lugar a dudas, las promesas del pos-conflicto tan nombrado en el país se están actualmente tramitando entre otras «locaciones» (Gupta y Ferguson, 2008), justamente mediante este tipo de diseños y prácticas puestas en marcha. En coyunturas donde precisamente los aparatos de guerra siguen dejando víctimas civiles por todo el territorio, es evidente que estas mismas formaciones se convierten en nodos estratégicos para los movimientos sociales, líderes y organizaciones de base que han articulado estos lenguajes y prácticas dentro de su propio devenir. Ni enteramente «locales» ni enteramente «globales», muchas de estas organizaciones analizadas por estos cuerpos de literatura se han convertido en verdaderos complejos ensamblajes donde aquellos nodos compuestos por estas mismas operaciones, lenguajes y prácticas se articulan a las historias locales de sufrimiento y persecución. Efectivamente, se trata de aproximaciones que han analizado estos ensamblajes utilizando herramientas analíticas que vayan más allá de los usos reducidos y limitantes de los conceptos de cooptación, neocolonialismo y dominación.

A manera de conclusión

En este artículo he preferido detenerme en la revisión de ciertas prácticas intelectuales en Colombia que en el debate sobre qué son los estudios culturales o la antropología en Colombia. He preferido analizar tres nodos o conversaciones en particular más que elucubrar sobre los préstamos conceptuales y metodológicos que se hacen entre la disciplina antropológica y el campo de los estudios culturales. Lo hago enparte por la caricaturización simplistaquese hace desdecada esquina, que puede llevar a nuestros mismos estudiantes a seguir un juego de máscaras donde sólo tenemos retratos superficiales y homogéneos de las mismas prácticas intelectuales. Hay un riesgo enorme en aislar estas mismas etiquetas del contexto en el cual los hacen posible y quedarnos simplemente con un retrato por lo demás insuficiente en lo que quizás rescato con más ahínco: hacer análisis complejos del presente, saber más que el adversario y creer que lo que hacemos importa. Justamente entre un pesimismo del intelecto que nos previene de las salidas liberales y humanistas que plantean que nos podemos escindir de nuestros contextos constituyentes y un optimismo de la voluntad que plantea que nuestra producción importa por algo más que una hoja de vida, es en donde ubico precisamente las tres conversaciones discutías a lo largo del artículo. Cada una surge no tanto de la repetición de unos paradigmas académicos sino de analizar algunas de las situaciones más relevantes y urgentes de intervenir en el contexto Colombiano. Sean estas la marginalización económica, social y política de poblaciones enteras, el afianzamiento de técnicas de poder y de gobierno con terribles efectos materiales incluso en nombre de las «buenas intenciones», o el debate sobre la administración del posconflicto en Colombia, es claro que cada uno de estos tres nodos han encontrado lo que consideran son las mejores herramientas teóricas y metodológicas para analizar dichas coyunturas con el interés de transformarlas.

Justamente es ahí donde me gustaría ubicar el debate sin que por ello esté evadiendo la materialidad de la universidad, sus recursos, la competencia interna entre departamentos y la contratación de la planta docente. Para mí, lo digo abiertamente, defiendo sobretodo más que una etiqueta, un análisis complejo del presente que esté interesado en su misma transformación. Que sea consciente de la inminente relacionalidad en la cual estamos para complicar cualquier proceso de reificación, escisión o reducción de «lo real». En definitiva, más que preocuparme por defender una etiqueta, siguiendo a Grossberg (1997), defiendo un tipo de trabajo intelectual que opera dentro y fuera del salón de clases bajo la consigna de la relacionalidad y del contextualismo radical. Tampoco es coincidencial que haya escogido trabajos que justamente la han dado a la etnografía un lugar privilegiado luego de la supuesta «muerte» de la etnografía a partir del debate posmoderno de los 80. Por supuesto, no se trata de una etnografía clásica e inocente de su autoridad de representación. Se trata quizas de una etnografía alerta a los esencialismos y al poder de representación, estratégica, móvil e intima y posicionada justamente como una intervención en contextos y formaciones particulares. En definitiva, de una etnografia que se desarrolla a contrapelo de «la cultura» (abu-Lughod, 1991) para entrar en un terreno materialista preocupado por entender las múltiples determinaciones de la vida social.


Pie de página

4Para una revisión de estas agendas, ver Caviedes (2007).


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