1La entrevista fue realizada en la ciudad de Buenos Aires el día 2 de abril de 2011, con motivo de la visita del profesor Castro-Gómez a la Universidad Nacional de San Martín, en el curso de postgrado «Colonialidad y verdad. Los usos de Foucault para un análisis de las herencias coloniales en América Latina». Santiago Castro-Gómez es profesor asociado de la Pontificia Universidad Javeriana. Doctorado con honores por la Johann Wolfgang Goethe-Universität de Frankfurt. Entre sus libros se cuentan: Crítica de la razón latinoamericana (1996), La hybris del punto cero (2005) y Tejidos oníricos (2009). scastro@javeriana.edu.co.
2Grupo de Estudios sobre Colonialidad (GESCO): colectivo transdisciplinario de investigadores/activistas con proyectos radicados en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y en el Centro de Investigaciones en Pensamiento Político Latinoamericano de la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. El colectivo está conformado por: Luciana Arias, Paz Concha, Patricia Figueira, Sebastián Garbe, Diego Murmis, Pablo Quintero, Violeta Ramírez, Daniel Rivas, María Sasso, Julia Stranner, Laura Szmulewicz y Cecilia Wahren. Email: gescouba@gmail.com, Sitio web: www.gescodescolonial.org.
GESCO: Nos gustaría comenzar esta conversación, preguntándole un poco acerca de su recorrido intelectual y sus procesos de investigación. Desde afuera pueden verse tres productos centrales por ahora: Crítica a la razón latinoamericana, La hybris del punto cero y Tejidos oníricos. ¿Podría describirnos estos tres momentos?
Santiago Castro-Gómez: Quizás deba empezar diciendo que mi formación básica es en filosofía, pero que además del estudio de los «clásicos» del pensamiento filosófico occidental -y en especial de los modernos-, recibí formación en un registro muy poco apreciado, y en cualquier caso ignorado, por los flósofos profesionales: la «filosofía latinoamericana». Creo que este doble registro en mi formación básica como flósofo ha marcado definitivamente mi trayectoria. Entonces, cuando hablan de «tres momentos», yo diría que no se trata de un ascenso gradual, de una superación progresiva, sino de un continuo entrar y salir a temáticas que vienen marcadas desde el comienzo por esa tensión entre la filosofía moderna europea y la filosofía latinoamericana. De hecho, mi primer libro Crítica de la razón latinoamericana3 es ya un intento por dar cuenta de los problemas resultantes de esta tensión: ¿cómo encontrar una alternativa al falso dilema universalismo-particularismo en el cual quedó atrapada durante muchas décadas la discusión en torno a si es o no es posible una filosofía latinoamericana? ¿Cómo pensar en y desde unas circunstancias locales concretas sin tener que escoger entre caer en los brazos del universalismo abstracto de los flósofos, o en los brazos del autoctonismo latinoamericanista? Creo que la búsqueda de una salida a este dilema es lo que ha marcado todas mis investigaciones.
Aunque en Crítica de la razón latinoamericana no es claro todavía cuál pudiera ser esta salida, sí se delinea allí una ruta posible: la ontología del presente desarrollada por Michel Foucault. Me parece que ahí queda resuelto ese falso dilema entre universalismo abstracto y autoctonismo filosófico. Pues en su interpretación de Kant, Foucault muestra que la tarea de la filosofía es preguntarse «quiénes somos hoy»; pero ese «quiénes somos» no se refiere a los hombres en general, a la «especie humana», es decir, a un universal abstracto, sino a los hombres en situación, que viven en unas circunstancias históricas específicas, anclados en relaciones de poder espacio-temporalmente localizadas. Ese análisis ontológico del presente es llamado por Foucault «genealogía». La genealogía opera entonces como una especie de antídoto contra el universalismo abstracto de los flósofos, pero al mismo tiempo nos previene contra la tentación autoctonista y nacionalista, contra cualquier tipo de «populismo filosófico» que quisiera remitir las prácticas hacia un «origen» o una identidad cultural anterior a las relaciones históricas de poder que las constituyen, como en su momento quiso la filosofía latinoamericana, y en especial la filosofía de la liberación.
Pero desde luego que quedarme solo con Foucault no resolvía del todo el problema. No es posible trasladar la genealogía foucaultiana y «aplicarla» mecánicamente para analizar las prácticas locales, en Colombia, por ejemplo, sin exponerse con ello a caer en lo que Dussel llamó la «falacia eurocentrista». Hay que establecer mediaciones teóricas y metodológicas, y eso fue, precisamente, lo que me permitió el trabajo con la red modernidad/colonialidad. En especial, la categoría «colonialidad» me permitió ver que el análisis genealógico de las relaciones de poder en Colombia nos lleva a descubrir que existen formaciones de poder que operan molecularmente y que no fueron contempladas por Foucault en sus investigaciones sobre las sociedades europeas. Pues la «colonialidad del poder» no puede ser subsumida bajo ninguno de los tipos de poder examinados por Foucault en sus libros: no es ni poder soberano ni poder pastoral ni poder disciplinario ni biopoder. Es un tipo de poder completamente diferente a estos, que opera con unas técnicas específicas, que propone objetivos enteramente diferentes, etc. Avanzar hacia una genealogía de la colonialidad del poder en la Nueva Granada del siglo XVIII es lo que propone mi segundo libro, La hybris del punto cero4. Allí se mostró cómo la colonialidad del poder opera con unas estrategias y unas técnicas (por ejemplo la codificación de las alianzas en torno a la «limpieza de sangre») que no fueron abordadas por Foucault en sus estudios.
Resumiendo de forma breve el argumento, La hybris del punto cero busca levantar una cartografía genealógica de las relaciones de poder en la Nueva Granada hacia finales del siglo XVIII, mostrando el conflicto entre dos dispositivos completamente diferentes: el «dispositivo de blancura» y el «dispositivo del biopoder». El primero emerge en los siglos XVI y XVII y despliega una serie de «técnicas para limpiar la sangre» que le garantiza al grupo social de los criollos la prerrogativa sobre el capital simbólico de la blancura, a través del cual consolidaron su dominio sobre los demás grupos poblacionales de la Nueva Granada: negros, indios y mestizos. Este dispositivo, ensamblado en base a lo que Aníbal Quijano llamó la «colonialidad del poder», creó también un espacio de inmunidad frente a los embates del poder soberano (el imperio de los Austrias), evitando que el capital simbólico de la blancura fuera expropiado por una instancia exterior a las redes familiares y a la lógica del parentesco. De otro lado, el «dispositivo del biopoder» emerge de la mano con el cambio de dinastía en España y entronca con lo que conocemos hoy día como las «reformas borbónicas». Lo propio de este dispositivo es la construcción del Estado como instancia reguladora de todos los fujos sociales, lo cual conllevó una guerra sin cuartel contra los para-poderes que ejercían la hegemonía en las colonias: la Iglesia y el Criollato. Lo que más temían los criollos llegó finalmente: el proyecto de centralización del poder en manos del Estado y la consecuente expropiación de los poderes patrimoniales. El resultado de este conflicto fue, sin embargo, el triunfo de las técnicas de la colonialidad del poder sobre las técnicas modernas de la razón de estado. Resultado que marcaría, desde entonces, las dinámicas sociales propias de un país como Colombia, en donde los procesos de modernización pasaron siempre por el fltro de las herencias coloniales, lo cual ha hecho del estado un instrumento al servicio de los poderes patrimoniales ligados a la tenencia de la tierra. Ahí, en la articulación de las herencias coloniales con los procesos de modernización, está la clave para entender el conflicto interno que ha vivido Colombia durante tantos años y que marca en buena parte lo que hoy somos en este país. Por eso digo que La hybris del punto cero funciona en realidad como una «ontología del presente».
La pregunta por las tecnologías moderno-coloniales de gobierno que han venido a constituir lo que hoy somos en Colombia es, también, el leitmotiv de mi siguiente libro, Tejidos oníricos,5 que busca preguntarse por otra modalidad de las herencias coloniales: la colonialidad del ser. Allí quise investigar cómo emerge entre nosotros ese deseo de ser modernos, de «progresar», de conquistar una exterioridad, de vincularnos a la sociedad del trabajo. Para ello propuse un análisis genealógico del modo como el capitalismo se hace «experiencia» en Colombia, se inscribe molecularmente en el ámbito de la voluntad y el deseo con relativa independencia de sus manifestaciones propiamente «molares» (el colonialismo, el imperialismo, el estado, etc.). La emergencia de la sociedad de masas en los años veinte y treinta, con la consecuente emergencia de unas técnicas de sujeción basadas en el gobierno del deseo y la voluntad es, entonces, el tema central de este libro. Es decir, que si en La hybris del punto cero tomé como objeto de estudio la «colonialidad del poder» y diferencialidad frente a otros tipos de poder como la razón de Estado y el poder soberano, en Tejidos oníricos me concentré en un análisis de la «colonialidad del ser» y su vínculo fundamental con la sociedad del trabajo y el capitalismo. Este sería, grosso modo, el arco de problemas que se dibuja en estas tres investigaciones.
GESCO: Dentro del panorama anterior, sus otros dos libros ya publicados, La poscolonialidad explicada a los niños6 e Historia de la gubernamentalidad,7 ¿qué discusiones vendrían a bosquejar?
SCG: Diría que hasta este momento he escrito dos tipos de libros. Unos podría llamarlos «libros de uso», en los que utilizo herramientas teóricas y metodológicas (como la genealogía de Foucault y el trabajo de la red modernidad/colonialidad) pero sin mostrarlas en sí mismas, es decir sin refexionar demasiado sobre ellas, sin exhibirlas. Es el caso de los tres libros mencionados anteriormente. La otra categoría es la de los libros que no hacen uso específico de las herramientas, sino que las «muestran», las exhiben teóricamente. Este es el caso de La poscolonialidad explicada a los niños e Historia de la gubernamentalidad. Son libros de refexión teórica, libros que hablan de las herramientas mismas en lugar de utilizarlas. Historia de la gubernamentalidad, por ejemplo, es un libro que nace como fruto de un seminario que dicté en el año 2009 con motivo de los veinticinco años de la muerte de Foucault. Allí me ocupo de refexionar sobre algunos elementos de la genealogía foucaultiana de la gubernamentalidad, tales como técnicas, prácticas, dispositivos, racionalidad, etc., que resultan claves para entender el método puesto en práctica en mis libros La hybris del punto cero y Tejidos oníricos.
GESCO: En La poscolonialidad explicada a los niños hay un ejercicio muy interesante dentro de este mapeo de lo poscolonial, como es el de establecer algunos diálogos con otras producciones teóricas desde una lectura más localizada en Latinoamérica. De hecho al final del libro hay un capítulo que abre un poco la discusión con Michael Hardt y Antonio Negri, en donde de alguna manera se está tratando de poner a dialogar lo poscolonial con las ideas vertidas en Imperio, que para ese momento eran bastante recientes en América Latina. ¿Cómo ve este intento de diálogo con la teoría crítica europea?
SCG: Mi trabajo puede ser visto como el intento de ubicarme en los intersticios y pensar desde ahí, de entablar puentes no solo entre las disciplinas, sino también entre las tradiciones del pensamiento crítico en América Latina y la teoría crítica europea. Digamos, para ser más precisos, con esa «teoría crítica» que viene de Nietzsche y pasa luego por Weber, la escuela de Frankfurt, Foucault, Deleuze, Guattari, Sloterdijk, Onfray, etc. Me he preocupado por abrir vías de diálogo con esa tradición que grosso modo podríamos llamar «nietzscheanismo de izquierda», ya que ello me permite entablar puentes que permitan una mirada bifronte. Esto significa: mirar críticamente las tradiciones intelectuales europeas, pero al mismo tiempo mirar también críticamente algunas de las tradiciones intelectuales desplegadas en América Latina, tales como la filosofía latinoamericana y la teoría decolonial. Yo me ubico en ese lugar intermedio, en ese lugar de frontera. No me preocupo tanto, como otros colegas, por trazar «líneas de demarcación» con la teoría crítica europea, con los estudios culturales y poscoloniales, con el posmodernismo, etc. Entonces, digamos que ese último texto al que ustedes se refieren, «El capítulo faltante de Imperio», es justamente uno de esos tipos de intervención fronteriza. Tengo otro texto similar que se llama Michel Foucault y la colonialidad del poder,8 que plantea un tipo de intervención semejante.
GESCO: En esta forma de asumir esa articulación con las perspectivas críticas europeas ¿tiene algo que ver la categoría de «transmodernidad»?
SCG: Yo diría que sí, que la categoría «transmodernidad», tal como la entiende Dussel, apunta precisamente hacia una articulación entre diferentes teorías críticas provenientes de diversas partes del mundo. Creo además que esta categoría explica precisamente por qué razón el mismo Dussel dejó de ser latinoamericanista desde comienzos de los años noventa. Si uno compara, por ejemplo, un texto como Para una ética de la liberación latinoamericana9 escrito a comienzos de la década de los setenta con Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión,10 escrito hacia finales de los noventa, se dará cuenta que este último ya no habla de una liberación «latinoamericana». La crítica de la que habla Dussel apunta hacia una situación de carácter global y ya no solo regional. Entonces, diría que la categoría «transmodernidad» sirve para dar ese salto hacia una articulación global de teorías críticas, es decir, para entender que ya no se trata de pensar «latinoamericanamente», porque en todo el mundo estamos enfrentados a un mismo problema que es la mercantilización de la vida cotidiana bajo la égida de las técnicas neoliberales de gobierno. Por eso la crítica de la modernidad debe ser «transmoderna», pues la consumación de la modernidad se ha dado no solo en el llamado «primer mundo» sino, con mayor o menor intensidad, en todo el planeta. Estamos todos, como dice Sloterdijk, «en el mismo barco». Y lo que se hunde ya no es solo el «tercer mundo», sino que es el barco mismo. A eso me refero. Por eso me parece muy importante colocarse en ese «lugar bisagra», en medio de teorías críticas que vienen de diversos lados.
GESCO: Durante estos días en Buenos Aires planteó un asunto sumamente interesante basado en la diferenciación de las dimensiones de la colonialidad (poder, saber y ser), tomando esta última como la dimensión ontológica de la colonialidad. Propuso la idea de que en la etapa actual del mundo, todos somos, en cierto sentido, el «otro colonial». Nos parece que esta idea desestabiliza algunas nociones y concepciones con las que se ha venido trabajando hasta ahora: la de subalternidad, por una parte, pero también esa división a veces problemática entre dominados y dominadores ¿Podría hablarnos un poco sobre esto?
SCG: Sí. Soy bien consciente de que el uso que doy a la categoría «colonialidad» es algo diferente al que le han dado la mayoría de mis colegas de la red. Prefero no hablar de «la» colonialidad en general, sino distinguir tres ejes de la colonialidad que son irreductibles entre sí: la colonialidad del poder, que hace refierencia a la dimensión económico-política de las herencias coloniales; la colonialidad del saber, que hace refierencia a la dimensión epistémica de las mismas, y la colonialidad del ser, que hace refierencia a su dimensión ontológica. No son, insisto, tres variaciones del mismo fenómeno, si bien genéticamente puede trazarse su emergencia común hacia la experiencia del colonialismo europeo en el siglo XVI. Pero a partir de ahí, esas tres «dimensiones» han seguido caminos diferentes. No comparten la misma racionalidad ni las mismas técnicas y estrategias, lo cual no significa que no existan articulaciones entre ellas, que no trabajen juntas, que no «hagan máquina», tal como se mostró en La hybris del punto cero. Pero me parece que reducir estos tres ejes a un solo «patrón mundial de poder», como sugiere Quijano, impide comprender el modus operandi de las herencias coloniales en América Latina. Desde una perspectiva macro-sociológica como la de Quijano, la colonialidad del saber y la colonialidad del ser no son más que «derivaciones» de una «última instancia» de carácter económico-político que sería la colonialidad del poder. Pero desde una perspectiva genealógica, como la que yo asumo, tendríamos que hablar de tres instancias distintas de la colonialidad que no son reducibles la una a la otra y que operan no solo a nivel molar, sino también a nivel molecular.
He refexionado ampliamente sobre este problema en el texto ya mencionado, Michel Foucault y la colonialidad del poder. Permítanme retomar el asunto a partir de lo dicho ahí. Mi tesis de base es que las herencias coloniales no son únicamente de carácter arborescente y molar sino también, y sobre todo, de carácter rizomático y molecular. No son como un árbol que si lo cortas de raíz, o le cortas el tronco, entonces resuelves el problema de su expansión. Son rizomáticas precisamente porque se reproducen por «esquejes» (nudos), es decir que su crecimiento no depende, como en el árbol, de una «última instancia» (el tronco, la raíz), y además se reproducen subterráneamente. Si cortas de un lado la mala hierba, eso no garantiza en absoluto que acabaste con ella, porque puede reproducirse por otro lado. No sé si me explico. Puede haber, por ejemplo, luchas decoloniales referidas a la dimensión económico-política que, sin embargo, dejen intactas las herencias coloniales en un nivel ontológico. O puede haber luchas decoloniales que ataquen la dimensión epistémica, pero dejen intactas las herencias coloniales en el nivel económico-político. Lo que quiero decir son dos cosas. Primero, que no hay algo así como «la» colonialidad, dotada de una misma racionalidad en todas sus manifestaciones, racionalidad que se daría básicamente en el nivel de la explotación etno-racial del trabajo en una escala planetaria. Segundo, que aun reconociendo la persistencia hasta nuestros días de esa dimensión económico-política de las herencias coloniales (la colonialidad del poder), estas no se reproducen tan solo a nivel molar, sino también, y principalmente, a nivel molecular. Lo cual significa que se anclan en aquellos juegos de verdad a partir de los cuales se forma micro-políticamente la subjetividad de las personas, su modo de «estar-en-el-mundo». Por eso, además de la colonialidad del poder, hablamos de la colonialidad del ser y del saber.
El problema radica, a mi juicio, en el uso que Quijano y otros teóricos de la colonialidad han dado a esa herramienta metodológica llamada el «análisis del sistema-mundo». Me parece que se trata de una herramienta «telescópica», por así decirlo, que sirve solamente para ver las dimensiones «molares» de las herencias coloniales y que además las percibe de forma arborescente. Con el uso de esta herramienta metodológica queda invisible la reproducción rizomática de esas herencias y también su anclaje molecular. Es por eso que en mis trabajos he optado por otra herramienta que me permite visibilizar aquello que no es posible «ver» con la macro-sociología histórica de Quijano y Wallerstein. Esa herramienta se llama la genealogía.
Pero respondiendo a la pregunta, quizás les inquiete que esta diversificación de la colonialidad que se opera en mi trabajo pueda «desestabilizar» el uso político de la categoría «subalternidad», ¿no es así? La verdad, no veo porqué. Al contrario, en el momento en que la analítica de la colonialidad se «amplía», por así decirlo, hacia ámbitos que ya no son solo de orden etno-racial (colonialidad del poder), sino que abarca también los juegos de verdad con los que operamos a diario (colonialidad del saber) y los estilos de vida con que nos identificamos todo el tiempo (colonialidad del ser), entonces inmediatamente se amplía y diversifica también la categoría «subalternidad». Podremos entender así que todos somos virtualmente subalternos, en tanto que las herencias coloniales nos afectan de uno u otro modo, con mayor o menor intensidad. Unos son subalternos con respecto a la colonialidad del poder, otros lo son con respecto a la colonialidad del saber y otros todavía con relación a la colonialidad del ser. Desde luego podemos combinar de diversos modos estas tres variables y el resultado es que aunque haya algunos sujetos que no sean subalternos en uno de los tres registros, sí lo pueden ser en alguno de las dos restantes. Ampliación, por tanto, de la categoría «subalterno», que va de la mano con la ampliación de la categoría «colonialidad». En el momento en que la modernidad/colonialidad se hace global -y ya no solo mundial- de la mano del capitalismo neoliberal, es decir, en el momento en que este capitalismo posee no solo una dimensión extensiva, sino también intensiva (como bien lo mostró Guattari), entonces todos somos, en alguna medida, subalternos. Por eso, como decía antes, estamos todos «en el mismo barco».
Tal vez la pregunta revela en el fondo una cierta preocupación por el problema de la función de los intelectuales críticos. Si todos somos subalternos, si en alguna medida todos somos «dominados», ¿cuál sería entonces el papel del intelectual? ¿A nombre de quién hablamos y contra quién? Pues bien, mi opinión es que el papel de la crítica hoy en día no es hablar en nombre de alguien y tampoco decirle a nadie lo que tiene que hacer. El papel de la crítica no puede ser otro que el de «problematizar», señalar los límites. Para decirlo de otra forma y volviendo al tema de los tres ejes de la colonialidad: el papel de la crítica no es decir qué debemos hacer en la dimensión económico-política para dejar atrás la colonialidad del poder; tampoco es señalar cuál es el «verdadero» juego de verdad en la dimensión epistémica para dejar atrás la colonialidad del saber, y mucho menos indicar cuál deba ser el modo «correcto» de vida en la dimensión ontológica para ir más allá de la colonialidad del ser. Es decir que la crítica decolonial, tal como yo la entiendo, no consiste en decir cuál es el mejor sistema posible de instituciones económico-políticas ni decir cuál es el mejor sistema de conocimientos ni decir tampoco cuál es el mejor sistema de principios y normas de conducta al que debemos acogernos.
Debemos recordar que, desde Kant, la «crítica» tiene una connotación esencialmente negativa. En Kant cumple el papel de señalar los límites de todo conocimiento posible; en Hegel, el de mostrar cómo un estado de cosas presente obstaculiza y se opone al despliegue de sus potencialidades emancipadoras, por lo cual esa situación deben ser «negada». En Foucault se trata de un ejercicio de problematización, de poner entre paréntesis las familiaridades y las certezas que nos constituyen en el presente. Lo que quiero decir es que debemos guardarnos contra una cierta tendencia «afrmativa» de los intelectuales en América Latina, que parecen dedicarse a aplaudir sin reservas todo lo que digan o hagan los movimientos sociales, los grupos feministas, los indígenas, etc. Actúan como si fuesen «cheerleaders» de la cultura. Yo creo, por el contrario, que la tarea de la crítica no es aplaudir a nadie sino señalar los límites, aun los de aquellos grupos que dicen estar embarcados en luchas decoloniales. No todo lo que brilla es oro. Por eso, por su carácter básicamente negativo, la crítica siempre será un ejercicio impopular.
GESCO: ¿Es decir que debemos necesariamente transformar la dialéctica entre oprimido y opresor, y entre colonizado y colonizador?
SCG: Bueno, yo no hablo en términos de «dialéctica». No creo que las relaciones de poder sean dialécticas, por lo menos en el sentido que este término adquirió en el marxismo por la herencia de Hegel. No hay una «lógica» que presida todas las relaciones de poder en el plano de la politeia, la aletheia y el ethos, y mucho menos que pueda sintetizarlas. Por el contrario, lo que hay son múltiples racionalidades, múltiples dispositivos, múltiples tecnologías de poder. Entonces no creo que el poder pueda ser visto solo en términos de una relación de dominación entre opresores y oprimidos, entre el centro y la periferia, entre el norte y el sur, etc. El poder es mucho más que solo dominación en un nivel molar.
GESCO: Siguiendo este punto, en su ya mencionado texto Michel Foucault y la colonialidad del poder se plantea una discusión muy interesante entre las teorías jerárquicas y las teorías heterárquicas del poder. Usted avanza planteando formas de abordar investigativamente esta idea heterárquica del poder, que es sumamente interesante. Ahora bien, ¿hay alguna manera de combinar ambas dimensiones analíticas en el estudio del poder? Es decir, ¿cómo sería posible articular una macrosociología al estilo de Wallerstein y Quijano, con una micropolítica al estilo de Foucault y Deleuze?
SCG: Esta es una pregunta bien difícil de responder. Digamos que una cosa es el análisis del sistema-mundo, que es una teoría que viene del marxismo y del estructuralismo, que tiende a pensar las relaciones de poder desde un punto de vista macro-sociológico, es decir, que las considera como relaciones de tipo «molar», estructuradas básicamente en torno al modelo de dominación establecido por la geopolítica. Esto, debido a que la ecuación «poder=dominación molar» que hace el análisis del sistema-mundo entiende la lógica del poder en términos jerárquicos: las relaciones globales de mercado determinan el funcionamiento de todas las demás relaciones de poder, aun en los niveles menos globales. Otra cosa muy distinta es el análisis genealógico, que tiende a pensar el poder como un tejido múltiple que se despliega molecularmente y que además funciona de forma heterárquica, es decir, donde no existe una «lógica básica» del poder que determina la lógica de todos los demás relaciones. Como ven, se trata de un asunto complejo. La elección de una de estas metodologías de análisis pareciera implicar el descarte de la otra. Son metodologías que apuntan en direcciones completamente diferentes. Pero ¿podrían articularse? En mis libros he procurado mostrar que lo macropolítico y lo micropolítico, lo molar y lo molecular no se excluyen mutuamente. Uno puede ver el funcionamiento de la geopolítica en el plano de las prácticas cotidianas, sin necesidad de apelar a una lógica macroestructural como la que propone Wallerstein. Esta, precisamente, es la apuesta que hago en Tejidos oníricos. Pero la verdad, no creo que el análisis del sistema-mundo pueda ser muy útil para un análisis de la «micro-física del poder», como el que se despliega por ejemplo en mis libros. Tú no puedes mirar las inscripciones moleculares del capitalismo utilizando ese tipo de metodología. No puedes ver cómo el capital se hace deseo desde una metodología que solo piensa el poder en términos de centros, periferias, semiperiferias, estados capitalistas y movimientos anti-sistémicos. Quedas inmediatamente atrapado en una serie de molaridades analíticas que no te permiten una «visión microscópica» del poder.
Desde luego, está el problema de que si optas solo por la genealogía, pierdes la «visión telescópica» que te ofrece el análisis del sistema-mundo. Y creo que esa mirada es importante. Es un problema que todavía no he resuelto. En el texto que ustedes mencionan, pero sobre todo en otro texto que es un desarrollo ulterior de este, Michel Foucault: colonialismo y geopolítica,11 he intentado abordar el tema, mostrando que el concepto «gubernamentalidad», desarrollado por el último Foucault, pudiera tal vez ayudarnos a vincular esos dos ámbitos de acción, el molar y el molecular. Algunos teóricos poscoloniales, sobre todo provenientes del campo de la geografía, han empezado a trabajar en esta dirección y creo que es la misma solución a la que acude Arturo Escobar en su libro La invención del Tercer Mundo12. Pero, sin duda, hace falta todavía una mayor refexión sobre este problema.
GESCO: Considerando lo anterior, ¿cómo se relacionaría esto con la idea de totalidad presente en la obra de Aníbal Quijano?
SCG: Quijano viene de una tradición marxista que, por lo menos desde Lukács, hizo mucho énfasis en ver el capitalismo como una «totalidad», es decir, como un sistema cerrado en sí mismo y animado por una sola lógica, pero histórico y dinámico en su expansión. Esta categoría tiene por ello una fuerte impronta hegeliana que impregna en nuestros días a gentes como Jameson y Zizek. Yo vengo, en cambio, de una tradición flosófica muy diferente: la «teoría crítica» de la Escuela de Frankfurt pero leída desde la recepción de Nietzsche por parte de Foucault y Deleuze, donde se rompe por entero con la herencia hegeliana del «espíritu objetivo» que todavía pesaba mucho sobre los de Frankfurt. Aquí tú puedes hablar seguramente de «máquinas», de «dispositivos», pero nunca de «totalidades», porque lo que caracteriza a estas máquinas y dispositivos es, precisamente, su carácter abierto, su disposición permanente a ensamblarse, a producir nuevas cosas, a generar agenciamientos de diversos tipos. Aquí no es posible la clausura, pues entre las articulaciones de los múltiples dispositivos siempre quedan huecos y líneas de fuga, siempre hay escapes, nunca es posible la consolidación de un poder totalizante. ¡Ni siquiera el nazismo y el estalinismo consiguieron eso! Entonces, para volver a lo que hablábamos antes, me parece que la categoría «sistema-mundo» lleva todo el lastre de la noción hegeliano-marxista de «totalidad». Yo no creo que el capitalismo sea una totalidad y tampoco un «sistema», sino un ensamblaje de diversas máquinas que nunca se cierra, que nunca llega a ocupar por entero el espacio social. Una máquina compuesta de muchas máquinas, cuyo funcionamiento debe ser analizado teniendo en cuenta las singularidades históricas que la componen. No existe ningún tipo de racionalidad que impregne por completo a todos los ámbitos de la vida social. Creo que este tipo de visión paranoica no ayuda mucho a las luchas políticas.
GESCO: Dentro del colectivo modernidad/colonialidad se pueden vislumbrar tres autores que han tratado fuertemente la cuestión del poder. Primeramente Aníbal Quijano, que lo ha hecho en casi toda su obra; en segundo lugar Enrique Dussel, que la ha abordado sobre todo en los últimos escritos y en su trilogía aún no concluida sobre política de la liberación. Y en tercer lugar, usted. ¿Cómo ve el tratamiento de estos conceptos en Quijano y Dussel? Y ¿cuáles serían sus puntos de encuentro y de diferenciación en relación con ellos?
SCG: Yo diría que hay un punto de confluencia entre los tres y es el hecho de pensar el poder en términos de conflictividad. Sin embargo, yo no pienso que los conflictos puedan llegar a sintetizarse, que alguna vez pueden llegar a resolverse, y por eso no tengo una concepción «dialéctica» del poder como la de Quijano y tampoco «analéctica» como la de Dussel. En mi opinión, las relaciones de poder no son contradictorias, sino que son agonísticas. Al carecer de una «lógica» fundamental, el poder trae aparejado consigo una dimensión trágica. Siempre hay un devenir trágico que no es posible eliminar de nuestras vidas, por buenas y puras que sean nuestras intenciones. Siempre hay algo que se va de nuestro control, aunque queramos someterlo; siempre habrá algo que aparece intempestivamente para «aguarnos la festa» en nuestros intentos de hacer de este mundo un lugar «mejor». Por eso, todo intento de resolver los conflictos sociales genera más conflictos sociales. ¿Por qué? Como no existe ninguna «totalidad», como el poder viene marcado no por una, sino por múltiples lógicas en conflicto permanente, entonces jamás podremos ejercer algún tipo de control racional sobre el conjunto de la vida social. Lo único que podemos hacer es integrar el agonismo y la contingencia dentro de las propias luchas políticas y aprender a vivir con ello. Cualquier intento de querer «finalizar» la conflictividad inherente al poder, cualquier intento de expulsar la contingencia de la vida social, desemboca en algún tipo de fascismo, bien sea de izquierda o de derecha. Ese es el gran peligro que yo veo en la política contemporánea. No creo por ello que el objetivo de la política sea «resolver» los conflictos sociales. Por el contrario, me parece que la imposibilidad de cerrar los antagonismos y de entender la multiplicidad de las luchas es el principio mismo de la política.
GESCO: En el curso que acaba de ofrecer, usted propuso un interesante experimento mental: un extraterrestre que podría haber visitado la Tierra hace unos quinientos años hubiera visto una cosa, y hoy en día hubiese visto algo muy diferente. En ese ejemplo nos parece percibir una suerte de valoración sobre la riqueza social en términos de biodiversidad epistémica y ontológica. ¿Cuál es el sostén de la valoración de esa riqueza? ¿La ontología de la diferencia? ¿La multiplicidad?
SCG: Lo que dije es que si un visitante extraterrestre recorriera el planeta en el año de 1492, lo que vería es una inmensa proliferación de sistemas de organización económico-política, de juegos de verdad y de formas de vida completamente diferentes. Si el mismo visitante recorriera el planeta hoy día, lo que vería es un enorme empobrecimiento de esta multiplicidad, es decir, que la multiplicidad política, epistémica y ontológica del planeta, si bien no ha sido aún destruida, se halla tremendamente reducida. Lo cual reduce también nuestras posibilidades de supervivencia. Quiero decir que en la medida en que se va depredando esa multiplicidad, en la medida en que una sola forma de vida (occidentalizada) impera sobre las demás y las anula, también se disminuye nuestra capacidad de hacer frente a las dificultades de tipo global que ahora van apareciendo. Dificultades como, por ejemplo, la crisis ecológica. Y a partir de este experimento mental trataba de establecer la diferencia entre «multiplicidad cultural» y «multiculturalismo». Los dos términos apuntan en direcciones contrarias, ya que el multiculturalismo supone una reducción dramática de la multiplicidad cultural, en la medida en que busca «incluir» las diferencias culturales dentro de un solo contenedor moldeado por la economía capitalista de mercado. Entonces, una cosa son las luchas por la multiplicidad cultural del planeta, y otra cosa muy distinta son las políticas multiculturales del estado. A eso me refería.
GESCO: En relación con esto, y pensando en los procesos que se están dando en algunos estados latinoamericanos, ¿se podría pensar el estado no como aparato de captura de la multiplicidad cultural, sino como instrumento para el reconocimiento de esa multiplicidad?
SCG: Bueno, eso depende. No es lo mismo la situación de Venezuela, de Ecuador o de Bolivia, si están pensando en estos países en concreto. Es cierto que, en algunos casos, el fortalecimiento del Estado podría servir como una barrera de contención contra el avance de ese tipo de «civilización única» que depreda la multiplicidad cultural. Pero el problema es que los canales por los que circulan los signos de esa civilización capitalista ya no pasan necesariamente por el estado sino por la industria cultural. Es un problema que advirtieron ya los estudios culturales en la década del noventa. Con todo, el incremento de una acción del estado bajo control democrático que sirva para contrarrestar los efectos desastrosos de la privatización en el campo de los servicios públicos, las pensiones, la salud, la educación, etc., es algo que veo con buenos ojos. En un medio como el nuestro, donde buena parte de la población carece de medios para competir libremente en el mercado como «empresarios de sí mismos», y sobre todo en aquellos países con mayoría de población indígena o afro-descendiente, me parece irresponsable que el estado no intervenga para crear al menos unas mínimas garantías sociales y culturales. Estas poblaciones no parten simplemente «de cero» para ingresar en el mercado, sino que cargan con un tremendo peso histórico que el estado tiene obligación de compensar. Por eso simpatizo con los procesos de Ecuador y de Bolivia. El caso de Venezuela es distinto, porque me parece observar allí una tremenda ideologización del estado y una concentración excesiva de poder en manos del caudillo único, al mejor estilo de los populismos latinoamericanos del siglo XX, tal como lo señalé en Crítica de la razón latinoamericana.
Ahora bien, yo no creo que el problema sea simplemente «reconocer» estatalmente la multiplicidad. La decolonialidad no puede reducirse a un problema jurídico. Es, más bien, un asunto de afrmación de la potencia, de creación de prácticas instituyentes. No se trata de ir a golpear la puerta del estado para que reconozca «nuestros derechos». Por eso, a pesar de que veo la importancia de las luchas que pasan todavía por el estado, no creo que ahí se agoten las luchas decoloniales. Hace falta, como dice Mignolo, un «desprendimiento» no solo político, sino también ontológico frente al estado, frente a la «forma-estado». Yo diría entonces que las luchas por lo público son importantes, pero que el horizonte decolonial debería ponerse sobre todo en las luchas por lo común. No es lo mismo lo común que lo público.
GESCO: Parte de los «nietzscheanos de izquierda» que usted cita, como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Peter Sloterdijk y Antonio Negri, suelen ser leídos en clave estadofóbica.
SCG: Es cierto: algunos de ellos son anti-estatalistas, pero debemos entender que todos reaccionan en contra de una situación que, con algunas excepciones, fue prácticamente desconocida en América Latina: la existencia del estado benefactor. Por eso asumen una posición casi que anarquista en materia de política. Yo considero, sin embargo, que en América Latina no podemos darnos el lujo de «patear» el estado. Aun reconociendo la inmensa incidencia de las herencias coloniales que tienden a corromper y expropiar los bienes del estado, tal institución sigue siendo un valioso campo de lucha. Me parece que las luchas políticas en nuestro medio deben todavía «pasar» por el estado, sin que ello implique necesariamente una estatalización de esas luchas. Pero, como digo, el horizonte de estas luchas no debe ser la forma-estado y ahí sí concuerdo plenamente con los autores que menciona.
Yo les pregunto a ustedes: ¿seremos capaces alguna vez de imaginarnos otro tipo de luchas que no tengan al estado como refierente único? ¿Cómo explicar esta obsesión casi fanática con el estado, con lo público, justo en países donde la construcción histórica del estado ha sido mediada por las herencias coloniales? Me parece que una visión decolonial debería sacudirse de esa idea eurocéntrica y romántica del estado. Si nos tomamos en serio el postulado de la modernidad/ colonialidad, entonces veremos que, por lo menos en Colombia, el estado no es otra cosa que un instrumento al servicio de intereses patrimoniales, fuertemente anclados en las lógicas coloniales. Es hora de sacudirnos de esa idea moderna del estado porque, en nuestros países (en unos más que en otros), las herencias coloniales no son separables de las lógicas estatales. Aquí hemos tenido un estado moderno/colonial y no un estado moderno. Eso es algo que la izquierda tradicional no ha logrado todavía entender.
GESCO: Cambiando la temática hasta ahora abordada. No quisiéramos dejar de preguntar por la cuestión de la universidad, de las disciplinas, y sus problemáticas actuales. Usted ha escrito algunos textos sobre este tema13. ¿Seguimos trabajando desde las disciplinas? ¿Habría que in-disciplinarlas, reformarlas o revolucionarlas? ¿Cómo ve ese dilema?
SCG: Bueno, yo no creo que haya que «eliminar» las disciplinas, eso sería absolutamente fatal para nuestras universidades. Lo que he dicho es que se hace necesario crear puentes entre las disciplinas. Todo mi trabajo puede ser leído precisamente en esta clave. Soy formado en una disciplina «dura» como es la filosofía y en una academia disciplinariamente «dura» como es la academia alemana. Pero mi formación como flósofo ha marcado de alguna forma el tipo de preguntas que hago, el tipo de escritura que utilizo, el modo de abordar los problemas, etc. Aunque no me identifico como «flósofo», sino como alguien ubicado en el intersticio entre la filosofía y las ciencias sociales, jamás he renegado de mi formación como flósofo. Amo la filosofía y estoy siempre pendiente de sus desarrollos contemporáneos. Y creo que lo mismo podrían decir los colegas antropólogos, sociólogos, historiadores, etc. Las disciplinas son necesarias porque proveen una formación básica, porque son capaces de transmitir una techné, un oficio profesional, una forma de hacer las cosas. Y es desde ahí que podemos abrirnos luego hacia lo inter o lo transdisciplinar. Entonces el «dilema» del que hablan no puede ser «disciplinas o no disciplinas».
Me parece, más bien, que la pregunta es si debemos permanecer anclados en esa formación disciplinaria básica, o si tendríamos, más bien, que avanzar hacia un tipo de investigación transdisciplinaria, capaz de dar cuenta de problemas globales como los que afrontamos hoy día. Problemas que tienen que ver, por ejemplo, con la multiplicidad cultural del planeta de la que hablé hace un momento. Ahí se requiere un verdadero «diálogo de saberes» que no se aprende en ninguna de las disciplinas tradicionales desplegadas por la ciencia occidental moderna. Son muchos los ejemplos que pudiera dar. Me parece que nuestras universidades deberían abrir espacio para un conocimiento «fronterizo» capaz no solo de retroalimentar las disciplinas, sino de proponer formas novedosas de afrontar toda una serie de problemas nuevos y viejos. Pero avanzar en esa dirección conlleva necesariamente una reforma de las estructuras universitarias, una transformación de los currículos en el nivel de posgrado, un compromiso decidido de la ciencia con problemáticas sociales que se despliegan más allá de los muros universitarios, etc.
Desde luego que esto no es algo que le compete solamente a la universidad. Ustedes son un magnífico ejemplo de un colectivo transdisciplinario que se mueve «fuera» de la universidad. Cada uno de ustedes fue formado en una disciplina, pero ahora van «más allá» de las disciplinas, aunque siempre a través de ellas. Lo que hacen ahora no sería posible si no hubieran recibido formación básica en una disciplina. Y como ustedes, conozco una buena cantidad de agrupaciones que investigan y actúan transdiciplinariamente en Colombia.
GESCO: En el curso, dijo que la categoría «colonialidad del ser», tal como la utiliza en su trabajo, se distingue del modo en que la usa el flósofo puertorriqueño Nelson Maldonado-Torres. ¿Podría ampliarnos por favor esta idea?
SCG: Claro. Cuando Nelson habla de «colonialidad del ser» se refiere básicamente a la negación de la existencia del «otro», tomando como refierente la idea del ego conquiro desarrollada por Dussel. Es decir que el «otro-colonial» (indígenas y negros) era visto por el conquistador europeo como carente de ser, como carente de Dasein. Aquí, Nelson recurre a la famosa acepción de Heidegger con respecto a la «diferencia ontológica»: solo los humanos son propiamente Dasein, solo ellos tienen «mundo». Los demás son «entes» que pueden ser manipulados, que están siempre «disponibles». Y como los indios y los negros no son humanos, entonces pueden ser matados impunemente, pueden ser esclavizados, pueden ser tratados como «cosas». Diría entonces que para Nelson, la «colonialidad del ser» tiene una connotación esencialmente negativa. El Damné, el «condenado de la tierra», es aquel que carece de ser. Noten aquí la similitud con el concepto homo sacer de Giorgio Agamben. El «homo sacer» es aquel que vive en una indeterminación jurídica, en un «estado de excepción» permanente, ya que se encuentra fuera de la polis. Por eso su vida no es vista como bios, sino como zoé, como una vida no cualificada y, por tanto, dispensable. El «homo sacer» puede ser matado por cualquiera sin que ello suponga la violación de una ley. Como matar a un perro. Algo similar es lo que nos dice Nelson. Las guerras imperiales son la justificación perfecta para el asesinato del «otro colonial». La guerra es expresión de una tanatopolítica imperial.
Pues bien, yo he querido utilizar la categoría «colonialidad del ser» de una forma diferente. En mi caso no se trata de una «negación del ser» sino de una producción del ser. Me refero con ello al modo en que las instituciones modernas, y en particular el capitalismo, producen un modo de existencia, una forma de experiencia del mundo. Hablo, entonces, del modo en que el capitalismo se ha convertido en una ontología social. Este es el problema central que se investiga en mi libro Tejidos oníricos. La colonialidad del ser hace refierencia entonces al modo en que la vida misma (el bios y no el zoé) ha quedado ligada históricamente, como con un cordón umbilical, al despliegue de la sociedad del trabajo; al modo en que nuestra subjetividad ha sido marcada, codificada, por el aparato de producción. Por eso, sin desconocer que las herencias coloniales tienen sin duda esa dimensión tanatopolítica a la que se refiere Nelson (Colombia es quizás uno de los mejores ejemplos), afrmo que es necesario conceptualizar también la dimensión biopolítica de esas herencias. La colonialidad no solo como algo que niega el ser, sino que produce el ser.
Vuelvo brevemente a lo dicho antes. Me parece que el problema con el concepto «colonialidad del ser», tal como lo utiliza Nelson, es que se trata de una simple derivación del concepto «colonialidad del poder». La colonialidad del ser aparece como una «expresión» más de la colonialidad del poder, tomada esta como categoría básica de análisis. Al igual que Quijano, Nelson parece creer que la colonialidad del poder es un «patrón mundial» que atraviesa sin fsuras toda la historia moderna y que determina «en última instancia» todas las demás expresiones coloniales. Esto explica por qué razón tanto uno como otro limitan la colonialidad a codificaciones de tipo etno-racial. En cambio, si desligamos la colonialidad del ser de la colonialidad del poder, podremos entender que las herencias coloniales no son únicamente de orden etno-racial, sino que cubren otros aspectos de la vida social que no pasan necesariamente por ahí. Al mostrar que la colonialidad tiene una dimensión ontológica, que concierne directamente al modo en que el capitalismo se ha convertido en «condición de vida», en «modo de ser» para millones de personas en este planeta, entonces el espectro de las luchas decoloniales se ampliará considerablemente. Ya no será un asunto que se reduce a las luchas de los indígenas y de las poblaciones afro-descendientes. Entenderemos así que las luchas anti-capitalistas y decoloniales no se juegan enteramente en el registro de la politeia, sino que tendrán que pasar además por la modificación de la aletheia y por una intervención vital sobre el ethos, tal como lo enseñó Foucault en sus últimos trabajos. Este es un asunto que nos concierne a todos.
GESCO: Para finalizar, quisiéramos volver a un punto que usted tocó al comienzo de la entrevista y que tiene que ver con el título del curso que ofreció en estos días. No deja de ser un poco extraño utilizar autores europeos como Foucault para pensar la historia de las herencias coloniales en Colombia, ¿no le parece? ¿Por qué no utilizar flósofos latinoamericanos?
SCG: No tengo una visión culturalista y romántica del pensamiento. Quiero decir, eso que llamamos «pensamiento» nada tiene que ver con la identidad de un pueblo, con sus raíces históricas, con su ethos, etc. Esta metafísica hegeliana es la que ha inspirado en nuestro medio la idea de un «pensamiento latinoamericano», de una «filosofía de la historia latinoamericana» y cosas de ese tipo, que no pueden sino conducir a posiciones simplistas de las cuales me distancio. Posiciones como, por ejemplo, creer que te puedes desprender del eurocentrismo simplemente evitando citar autores europeos y haciendo mención únicamente de autores «nuestros», porque solo ellos pueden expresar «nuestro modo peculiar» de entender el mundo. Este tipo de chovinismo no consigue ver que el pensamiento se define por su uso y no por ser expresión de algún sujeto colectivo previamente dado a las prácticas, como «Latinoamérica», «Colombia», «Francia», el «mundo andino» o cualquier otro tipo de entidad. Para mí, «pensar» no es expresión de nada, sino que es una actividad eminentemente pragmática. Pensar no es otra cosa que la utilización de un conjunto de técnicas de manejo de signos que sirven para hacer y decir cosas. Yo veo el pensamiento como un conjunto de herramientas prácticas y no como una «cosmovisión». Por eso, me parece absurdo desechar una herramienta, como por ejemplo la filosofía de Foucault, simplemente porque lleva la etiqueta «made in France». Una herramienta no se desecha por el lugar de su proveniencia, sino porque no sirve.
Entonces, desde esta perspectiva, no veo qué puede tener de «extraño» utilizar la caja de herramientas ofrecida por Foucault para pensar la historia de Colombia. Sobre todo teniendo en cuenta que este «uso de Foucault» ya ha probado ser de gran utilidad para lograr ese objetivo. Existen por lo menos dos antecedentes importantes: uno es el grupo «Historia de la práctica pedagógica», fundado por Olga Lucía Zuluaga a mediados los años setenta en Medellín, que ha producido una serie de obras seminales y que continúa hasta hoy día. El otro es el «Grupo de Bogotá» de la universidad Santo Tomás, y en particular el trabajo del flósofo Roberto Salazar Ramos a comienzos de la década de los ochenta. En ambos casos, tanto la genealogía como la arqueología de Foucault sirvieron para repensar algunos aspectos relativos a la historia de Colombia. Mis propios trabajos entroncan directamente con estas dos tradiciones locales. Lo que he querido es «usar» algunas de las herramientas diseñadas por Foucault para abordar una serie de problemas referentes a la historicidad de la vida, a su inserción en relaciones de poder, al papel de las herencias coloniales en un país como Colombia. La intencionalidad, como diría Germán Marquínez, un profesor mío del «Grupo de Bogotá», es el rastro más importante que queda de la filosofía latinoamericana en mis trabajos: la intencionalidad de pensar desde tradiciones locales, de pensar a Colombia, en lugar de dedicarme a ser un exégeta de flósofos europeos.
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3Santiago Castro-Gómez, 1996. Crítica de la razón latinoamericana. Barcelona, Puvill Libros.