Recibido: 16 de abril - Aceptado: 15 de mayo de 2012
Resumen:
Este artículo explora la conformación del mito de la democracia racial en Venezuela, a través del análisis de la novela nacional Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Publicada por primera vez en 1929, la novela representa una de las obras fundantes tanto del mito de la democracia racial, como de las disposiciones contemporáneas de la identidad nacional en Venezuela. El análisis desarrollado en el trabajo, relaciona la función proyectiva de los diseños nacionales de la élite criolla, con la reconfiguración y consolidación de la colonialidad del poder en la Venezuela del siglo XX. Asimismo, se examinan las prácticas representacionales, contenidas en la obra, y las tecnologías civilizatorias que se proponen allí como solución al problema de la «barbarie» de la sociedad y la naturaleza en Venezuela.
Palabras clave: Modernidad, colonialidad, democracia racial, literatura modernista, Rómulo Gallegos, Venezuela.
Abstract:
This paper explores the formation of racial democracy myth in Venezuela, by analysing Venezuelan novel Doña Bárbara, by Rómulo Gallegos. Published for the frst time in 1929, this novel is one of the foundational works both of the racial democracy myth and contemporary arrangements of national identity in Venezuela. The analysis here developed links the projective role of criollo elite's national designs to power coloniality's reconfiguration and consolidation in the 20th century Venezuela. Similarly, representational practices contained in the work are examined here, as well as civilizing technologies proposed there as a solution to the problem of the so-called «barbarism» in Venezuelan society and nature.
Keywords: Modernity, coloniality, racial democracy, modernist literature, Rómulo Gallegos, Venezuela.
Resumo:
O artigo explora a conformação do mito da democracia racial na Venezuela mediante a análise do romance nacional Doña Bárbara de Rómulo Gallegos. Este romance, publicado pela primeira vez em 1929, representa uma das obras fundadoras tanto do mito da democracia racial como das disposições contemporâneas da identidade nacional na Venezuela. A análise desenvolvida no trabalho relaciona a função projetiva dos estilos nacionais da elite criolla, com a reconfiguração e consolidação da colonialidade do poder na Venezuela do século XX. Do mesmo modo, examinam-se as práticas representacionais contidas na obra, e as tecnologias civilizatórias que ali se propõem como solução ao problema da «barbárie» da sociedade e da natureza na Venezuela.
Palavras-chave: modernidade, colonialidade, democracia racial, literatura modernista, Rómulo Gallegos, Venezuela.
Introducción
La «cuestión racial» ha jugado un papel medular en la constitución del poder en Venezuela, desde su constitución como estado-nación, y por supuesto, antes de ella. El control de la subjetividad por parte de la élite criolla intentó configurar un modelo de homogéneo de identidad nacional basado en el mito de la democracia racial, esto es, la creencia según la cual el mestizaje o la «mezcla» racial entre las diferentes colectividades o grupos étnicos que conforman las repúblicas latinoamericanas anula históricamente cualquier diferencia jerárquica entre ellos. Como narración estructurante de las dinámicas de dominación, explotación y conflicto de la trama social contemporánea venezolana, esta particular mitología ha ocultado un añejo proceso de encubrimiento e invención de los dominados bajo el carácter colonial del poder en Venezuela.
Nuestra exploración de este fenómeno estará centrada en la producción - dentro del discurso hegemónico de la identidad nacional- del mito de la democracia racial, a partir de uno de sus posibles orígenes en Venezuela: las novelas nacionales. Pertenecientes a la producción letrada de las élites, las novelas románticas que se publicaron en toda América Latina entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX jugaron un papel primordial en la conformación del nacionalismo Estado-céntrico en nuestro continente. La noción de novela nacional hace refierencia a aquellos libros escritos en la época formativa de los estados-nación, y que desde hace décadas son de lectura obligatoria en los programas escolares estatales, pero que además se erigen como fuentes primigenias del orgullo literario nacional. En América Latina, en contraposición a otras latitudes, las novelas nacionales representan un símbolo nacionalista tan fácilmente identificable como los himnos patrios3. En este orden de ideas, son más que carnales los vínculos existentes entre estas producciones de ficción y los diseños nacionales de la clase dominante.
Publicada en 1929, tardíamente en comparación con el resto del continente, Doña Bárbara, la novela nacional venezolana por excelencia, escrita por Rómulo Gallegos, encarna como ningún otro texto la tesis civilizatoria del proyecto de modernidad colonial de la burguesía venezolana. Si alguna fuente histórica puede revelarnos los primeros pasos de la conformación del mito de la democracia racial en Venezuela -en tanto que diseño nacional- esa fuente es sin duda Doña Bárbara, no solo porque confere la génesis de dicha ideología, sino a su vez porque sigue operando en la actualidad con extraordinaria potencia y eficacia sobre la imaginada comunidad venezolana. La novela nacional es uno de los posibles inicios de la difusión y de la penetración de los imaginarios producidos por la democracia racial en la sociedad venezolana. Por ende, a modo genealógico es explorada aquí Doña Bárbara como uno de los hitos más importantes de la historia de esta particular mitología, a la vez materia y producto de la colonialidad del poder en Venezuela.
Colonialidad del poder y democracia racial en América Latina
La colonialidad del poder es el elemento central de la estructuración de la sociedad en América Latina4. En el patrón de poder de la colonialidad, la idea de raza y el complejo ideológico del racismo impregnan todos y cada uno de los ámbitos de existencia social y constituyen la más profunda y eficaz forma de dominación social, material e intersubjetiva (Quijano, 2000). La posición subalterna de los pueblos sometidos por este específico e histórico patrón de dominación es vista no ya como el resultado de un conflicto de poder, sino como la derivación lógica de una inferioridad esencial en su naturaleza5.
La formación de los estados-nación y de las identidades nacionales en América Latina estuvo caracterizada por su carácter colonial. A través de la imposición de la reproducción, subsumida al capitalismo, de las distintas formas de explotación del trabajo, se desarrolló un modelo de clasificación racial entre los «blancos» y las restantes tipologías «inferiores». La supeditación de las relaciones sociales al ejercicio colonial subordinó la producción de subjetividades a la imitación o la subversión de los modelos culturales, pero siempre en relación con el prototipo eurocéntrico (Quijano, 1998). En este mismo sentido, las relaciones de dominación, explotación y conflicto han estado asociadas a las distinciones raciales de la diferencia colonial; por lo tanto, las luchas que se han gestado en este campo de ningún modo han ocasionado el pleno reconocimiento -por parte de las élites blancas- de la igualdad y la simetría de los demás sectores. En otras palabras, la colonialidad del poder ha hecho históricamente imposible una democratización real de la sociedad en estas naciones. Así, la historia latinoamericana está caracterizada precisamente por la parcialidad y la precariedad de los estados-nación. La independencia latinoamericana produjo el control de las relaciones de poder a lo interno de las antiguas unidades administrativas hispánicas de la mano de los sectores blancos e ilustrados de la sociedad. Aunque en cada uno de los distintos países constituían una reducida minoría del total de la población, los sectores blancos ejercían la dominación y la explotación de las mayorías de indígenas, afrodescendientes y mestizos que habitaban las nacientes repúblicas. Estos grupos mayoritarios no tenían acceso al control de los medios de producción, fueron impedidos de representar y transmitir sus subjetividades (religiosas, idiomáticas, artísticas, etc.) y, al mismo tiempo, quedaron imposibilitados para participar en la dirección de la autoridad colectiva. Como lo ha hecho notar con claridad Aníbal Quijano, América Latina ha estado históricamente conformada por Estados independientes pero con sociedades coloniales.
Al ser la colonialidad del poder la base de la sociedad en América Latina, la precariedad y parcialidad de la estructuración de los Estados-nación implica -en una sociedad cuya base de poder es la colonialidad- a su vez, la difícil sostenibilidad de las identidades nacionales. En este marco, el ordenamiento político, administrativo y militar de las repúblicas latinoamericanas -dirigido por las élites blancas- conllevó, en el mismo movimiento, la configuración de imaginarios sociales y memorias históricas que instituyeron la identidad nacional, al tiempo que ocultaban las jerarquías internas configuradas por la colonialidad. Este malabarismo nacionalista, tan particular de las repúblicas latinoamericanas, produjo cuatro trayectorias históricas y sedimentos ideológicos disímiles en las formaciones nacionales latinoamericanas (Quijano, 2000). En primer lugar, las revoluciones radicales en México, Bolivia y Cuba originaron un proceso limitado pero real de democratización y de descolonialización a través de una política identitaria asimilacionista para con las mayorías étnicas. En segundo lugar, en los países del cono sur (Chile, Uruguay y Argentina) se produjo un proceso efectivo, aunque no totalmente, de homogeneización racial y cultural de la población a partir de políticas de exterminio masivo de las masas indígenas y afrodescendientes, acompañado de fuertes políticas de favorecimiento de la inmigración europea. En tercer lugar, en Perú, Ecuador, Guatemala y Nicaragua, las políticas de exterminio marcaron el desarrollo de un proceso absolutamente frustrado de homogeneización de la población indígena y afrodescendiente que ha desembocado en álgidos conflictos políticos e identitarios, principalmente entre criollos e indígenas. Finalmente, en Brasil, Colombia, Panamá y Venezuela, donde la población no blanca constituye una considerable mayoría, se ha efectuado un proceso de enmascaramiento de las jerarquías raciales por medio del mito de la democracia racial que invisibiliza de manera casi absoluta los conflictos étnico/raciales; aun cuando ellos forman parte de la cotidianidad de la vida social en estas naciones.
Como se deja ver, la idea de raza y el subsecuente complejo cultural del racismo han delineado las tramas del poder en las sociedades latinoamericanas. En los países donde el mito de la democracia racial ha actuado como uno de los soportes centrales de las relaciones sociales, las prácticas representacionales de la identidad nacional han operado con una particular capacidad de enajenación, lo cual redujo el campo de los conflictos raciales que las relaciones de dominación y de explotación generan consecuentemente. Precisamente el mito, en el sentido antropológico del término, lejos de ser una mera secuencia narrativa quimérica, encarna la interpelación/resolución de un problema existencial de la sociedad en su conjunto y se constituye como el apoyo narrativo de las creencias de una sociedad, en la medida en que la historia que narra tiene un sentido resolutorio para alguno de los conflictos internos. Lamentablemente, los análisis antropológicos más extendidos acera de los mitos se han encargado de borrar muy efectivamente las relaciones de poder que en ellos se plasman, lo cual manifesta un desinterés por el origen histórico del mito, así como por determinar quiénes y porqué lo (re)producen. De esta manera, la ahistórica acepción lévi-straussiana (1987), que señala que el mito es una estructuración narrativa asentada en oposiciones binarias producidas en última instancia por un proceso biológico cerebral, ha empañado el examen de la creación de los mitos como dispositivos de producción de subjetividades, estructurados socialmente dentro de particulares e históricas relaciones de poder.
Las raíces del mito de la democracia racial deben rastrearse en los ejercicios configurativos de las identidades nacionales latinoamericanas entre finales del siglo XIX y principios del siglo XX, en la prosecución y reconfiguración (resemantización) de la colonialidad del poder bajo la hegemonía de las élites blancas. La ficción de la democracia racial trataría así de resolver la incompatibilidad entre los supuestos estatales de unidad, igualdad y ciudadanía plena en un estado independiente, y las realidades materiales y subjetivas de desigualdad y discriminación en una sociedad tutelada por la colonialidad del poder: el mito de la democracia racial debe constantemente reafrmar lo primero al tiempo que procurar suprimir lo segundo. Como lo señaló el orientalista francés Ernest Renan a fines del siglo XIX: «la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común, y también que todos hayan olvidado muchas cosas» (Renan, 1882: 57). En este sentido, la (re)producción del mito de la democracia racial encubre la diferencia colonial, lo cual genera una narrativa de armonía y tolerancia que, a la vez, promueve un relato del que están ausentes las relaciones de dominación y explotación, e incluso la conflictividad que les es inherente.
Los diseños nacionales en Venezuela han estado particularmente asentados sobre este mito. La ficción de la democracia racial ha sido uno de los cimientos ideológicos desde los cuales se han vehiculizado los proyectos civilizatorios de modernización, como siempre, a través del Estado como entidad primordial del control de la autoridad colectiva.
Diseños nacionales y literatura modernista en Venezuela
Por diseños nacionales entendemos aquellos proyectos que han sido desplegados por las élites criollas latinoamericanas en su afán por homogeneizar (al estilo occidental) la totalidad de la vida nacional. Estos diseños suponen el desarrollo de metodologías o tecnologías civilizatorias que se basan en la planificación e implementación de diversas políticas de producción y de subjetivación inscritas en los diferentes momentos del imaginario histórico6 de la colonialidad, y que están asociados fuertemente a la idea de la modernización. Desde la época de la postindependencia latinoamericana, estos proyectos estuvieron suscritos a diferentes estrategias de cohesión y control social que intentaron configurar una identidad y un ser nacional homogéneo e indeleble, constituido a partir de componentes como la unidad del lenguaje, la pureza y el refinamiento cultural y el blanqueamiento étnico/racial; bajo los auspicios del modelo democrático de corte liberal y de la economía de mercado7. Estos bocetos limitados a los espacios nacionales han sido comúnmente denominados como «proyectos de modernidad».
Ontológicamente, la idea de modernización remite exactamente al proceso imitativo de constitución de los países coloniales con respecto a Europa (Dussel, 1994). En este orden de ideas, la continuidad de la colonialidad en América Latina fue vehiculizada por los diferentes proyectos de modernidad/ modernización desplegados mediante los diseños nacionales, que fungieron históricamente como los cimientos ideológicos de los planes de acción para transformar las sociedades y configurar las naciones latinoamericanas. En este mismo movimiento histórico se desarrollan, a la par de la gestación de los diseños nacionales, diferentes ejercicios de configuración de la nacionalidad que definirían, a la postre, el «ser nacional». En este doble recorrido de configuración, de los diseños nacionales y del «ser nacional», jugaron un papel preponderante los ejercicios escrituitarios realizados por las élites ilustradas que conformaban el espacio hegemónico nacional, y que finalmente fueron las encargadas de llevar adelante esos procesos. Santiago Castro-Gómez (2000) ha señalado que algunos de estos ejercicios fueron, por ejemplo, la redacción de constituciones, manuales de conducta, gramáticas de la lengua para cada región y, en todos los países por igual, de novelas nacionales.
Las novelas nacionales son ficciones de corte romántico escritas por personajes de la política y de las letras latinoamericanas en la época de la formación de estas repúblicas. Tal como argumenta Doris Sommer, estas novelas eran parte del proyecto de las burguesías nacionales para lograr una hegemonía cultural en las naciones latinoamericanas: «Idealmente sería una cultura acogedora, un tanto sofocante, que enlazaría las esferas pública y privada de modo que habría lugar para todos, siempre y cuando todos supieran cuál era el lugar que les correspondía» (Sommer, 2004: 46). Como ningún otro ejercicio de producción subjetiva de la época, estas novelas refejan los imaginarios fundacionales y civilizatorios de las élites criollas para cada nación. Asentadas en el romanticismo o en el modernismo literario, según sea el caso, las novelas nacionales escritas bajo el signo de la pasión romántica otorgaron una retórica propia y particular a los diseños nacionales. Las novelas funcionaron, en este sentido, como máquinas unificadoras de las sociedades y de los Estados, a la vez que asentaban en la población los proyectos de modernidad y contribuían a configurar la «comunidad imaginada», tal como la ha definido Benedict Anderson (1993).
No obstante, las comunidades nacionales no son «imaginadas» exclusivamente porque sus miembros sientan y vivan la imagen de una comunión colectiva, sino también porque la construcción de los imaginarios y todos sus concomitantes constituyen uno de los cimientos de la configuración del nacionalismo y sus formas identitarias. Los diseños nacionales son, por lo tanto, formas de imaginar (proyectivamente) la nación: sus orígenes, su destino, sus problemas y las soluciones a estos. Justamente, en su crítica al modelo explicativo de Anderson, Partha Chatterjee (1993) ha caracterizado la importancia de la imaginación (nacionalista) como un ejercicio localizado territorialmente y con fuertes marcas exclusivas en las formaciones regionales de los países del llamado tercer mundo. En este sentido, la construcción de los imaginarios se encontraría localizada y diferenciada de los nacionalismos europeos, dado que en cada lugar se establecen prácticas específicas de imaginación y representación. Chatterjee anota que, para el caso de la India -y en menor medida de todo el sudeste asiático- el teatro y las obras teatrales, a caballo entre el inglés y el bengalí, constituyeron los cimientos de la imaginación nacionalista de tipo anticolonial en estos territorios. Si se extrapolan estas ideas a los procesos de formación identitaria nacional, las novelas nacionales jugaron un rol fundamental en tanto modelaron comunidades de sentimiento, tal como las conceptualiza Arjun Appadurai.
Para Appadurai, la imaginación es el elemento fundamental de la subjetividad moderna. Como lo había señalado con anterioridad Anderson, la invención de la imprenta y su subsecuente aprovechamiento por parte del capitalismo crearon las condiciones para la producción de medios impresos (periódicos, leyes y novelas, principalmente) que colaboraron fuertemente en la formación de las naciones. Appadurai asegura que estos medios impresos crearon condiciones colectivas de lectura, de crítica y de placer, que conformaron comunidades de sentimiento en los casos en que un grupo comienza a sentir e imaginar cosas en forma conjunta, precisamente como un grupo (Appadurai, 2001: 23). De esta manera, la imaginación colectiva, más allá de alinearse como representación o deformación de la realidad, posee un sentido proyectivo, no necesariamente disipador como el de la fantasía, sino más bien de motor para la acción. En este sentido, más que ninguna otra práctica de escritura/lectura, las novelas nacionales como ejercicios de la imaginación colectiva, tanto de las élites que las redactaron como del pueblo llano que las leyó, ayudaron a diseminar -en el sentido dado por Bhabha (2002)-los idearios nacionales y las disposiciones ideológicas inmersas en ellas, a la vez que configuraban una comunidad de sentimiento nacional.
He allí donde reside la potencia de las novelas nacionales; no solo en su poder de distribución, sino también en su capacidad de persuasión. Ciertamente, en las diferentes trayectorias históricas que han seguido las sociedades latinoamericanas bajo la tutela de la colonialidad del poder, las ficciones nacionalistas han tenido un papel central en la configuración de comunidades de sentimiento nacional, sostenidas por los proyectos de las élites, así como sus mitologías justificadoras del orden social jerárquico, convirtiendo de esta forma a sus específicos proyectos de modernidad en sentimientos e imaginarios compartidos por la mayoría de la población. Podemos hablar, en este sentido, de las novelas nacionales como prácticas de imaginación colonial.8 No tanto por la genealogía (en sentido foucaultiano) de estas narraciones, sino más bien por las representaciones y los planes de acción que en ellas se encuentran, condensados en lo que aquí hemos denominado «diseños nacionales». Las novelas representan especialmente prácticas de colonización al interior de las repúblicas desplegadas por las clases dominantes. Aunque fueron un ejercicio fundacional en todas las naciones latinoamericanas, las novelas nacionales presentan importantes diferencias entre sí, dado que están condicionadas en buena medida por los conflictos sociales y las trayectorias históricas particulares de cada una de las naciones. Asimismo, los diseños nacionales que se presentan en ellas, al igual que los estilos literarios desde los cuales son escritas, encierran profundas diferencias. En el caso venezolano, estas novelas preformaron el mito de la democracia racial como reducción de los conflictos raciales en una sociedad profundamente racista.
Para finales del siglo XIX y principios del XX, Venezuela era un Estado que había sido gobernado por sucesivas dictaduras; su economía -desde la época colonial- había dependido de la producción agrícola basada en el café y el cacao -principales productos de exportación-, cuyos precios dependían a su vez de las fuctuaciones del mercado internacional. Para ese entonces, la clase dominante estaba conformada por familias patricias que habían heredado sus bienes directamente de las antiguas posesiones de la corona española, o que habían participado en el festín de la apropiación de tierras distribuidas por el gobierno del prócer José Antonio Páez entre sus allegados. Federico Brito Figueroa anota que para 1843, la clase de los terratenientes blancos estaba formada por 650 familias que totalizaban casi 4000 personas, cifra equivalente a menos del 0,50% de la población. Aún así, este número reducido de individuos monopolizaba casi el total de las tierras cultivables en el país (Brito Figueroa, 1980: 171), y empleaban tanto una enorme cantidad de mano de obra afrodescendiente esclava como también a campesinos enfeudados en el cultivo y cuidado de estas tierras. La manumisión de los esclavos, que recién se decretaría en Venezuela en 1854, dio paso a la fexibilización de las relaciones entre amos y esclavos, y subsumió a las poblaciones afrodescendientes a una nueva relación de dominación-explotación,9 pero que evidentemente perpetuó la colonialidad del poder. Bajo este marco, las familias que formaban el patriciado, agrupadas bajo las insignias de los partidos liberal y conservador, llevaron a cabo durante la mayor parte del siglo XIX una cuantiosa serie de escaramuzas, asesinatos políticos y guerras civiles, todas ellas por la posesión de la autoridad colectiva nacional, a través del control del Estado y, en buena medida, a su vez, por la apropiación de tierras cultivables. Con la excepción de la Guerra Federal (1859-1863) dirigida en parte por el caudillo Ezequiel Zamora, los conflictos bélicos del siglo XIX se caracterizaron por la lucha de poderes entre las variopintas facciones del patriciado latifundista. En este período histórico de hegemonía del patriciado, las ficciones románticas producidas por la clase dominante estaban asentadas en el estilo literario de la estética del romanticismo europeo: exaltaban la vida en el campo, la naturaleza y la posesión de la tierra, a la vez que narraban historias de romances idealizados, para lo cual recurrían a la genealogía de las grandes familias venezolanas, como modo de demostrar su derecho a ejercer el dominio sobre la nación. En novelas como Los mártires (1842), de Fermín Toro, o en toda la obra poética de Antonio Pérez Bonalde, se pueden encontrar, además del fervor por el imaginario y la forma de vida patricia, la exaltación del pasado heroico de los próceres de la independencia, muchos de ellos miembros orgánicos del patriciado.
El siglo XX inaugura para Venezuela profundos cambios en su estructura productiva. El viejo ungüento curativo utilizado por algunos pueblos indígenas en el periodo prehispánico resultará ser la materia prima y la fuente energética más valiosa del capitalismo contemporáneo. La irrupción del petróleo en el escenario venezolano desembocará en un profundo cambio en la disposición de la colonialidad del poder y, particularmente, en la trayectoria de las clases dominantes. Al descubrirse la gran cantidad y potencialidad de los pozos petroleros en la última década del siglo XIX, comienza a gestarse una apropiación brutal de estos yacimientos por parte de empresas extranjeras, principalmente norteamericanas, con la intervención de la Standard Oil (hoy en día Exxon-Mobil), de John Rockefeller, y sus empresas subsidiarias10. En este mismo período, los conflictos intestinos entre el patriciado generan, involuntariamente, la producción de nuevos liderazgos en el seno del campesinado. Ya la Guerra Federal había anunciado la sublevación de estos sectores subalternos, pero será solo en 1899 cuando un grupo de campesinos andinos tomen el gobierno nacional bajo la dirección de Cipriano Castro. El gobierno de Castro, que se extendió hasta 1908, se caracterizó por la supresión de los diferentes caudillismos de la clase patricia, y logró «pacificar» al país a partir de la constitución de un régimen profundamente autoritario. De la misma forma, Juan Vicente Gómez, el lugarteniente y sucesor por la fuerza de Castro, que gobernó hasta 1935, dirigiría violenta y unipersonalmente el destino del país. A la sombra de estos gobiernos que inauguraron el siglo XX venezolano, el viejo patriciado comenzó a perder terreno en el espacio del domino nacional, no solo por las violentas arremetidas del estado -dominado por el otrora grupo de campesinos que ahora conformaba sus propias familias patricias-, sino también por las transformaciones en el modo de producción a la luz del petróleo.
Al estar la casi totalidad del espacio nacional subsumida por los gobiernos de los nuevos patricios andinos, las concesiones estatales a las empresas petroleras eran administradas por familias allegadas a los dictadores y, en otros casos, directamente por las compañías trasnacionales o por los grupos financieros euro-norteamericanos. Así, se gestó paulatinamente en Venezuela la suplantación de la antigua élite blanca patricia latifundista por una nueva clase dominante burguesa igualmente blanca, pero asociada esta vez a los negocios petroleros e industriales. Este recambio de las élites en la Venezuela moderna a partir de la producción petrolera establecerá una diferencia fundamental con los demás países de América Latina, donde el patriciado ha jugado y juega hasta hoy en día un papel preponderante, sea que éste haya continuado usufructuando el capital latifundista, o bien se transformara de manera más o menos uniforme en burguesía, o que armonizara los dos modelos de continuidad y de transformación productiva.
Esta suplantación de facciones hegemónicas en Venezuela dejará a una nueva clase burguesa como grupo dirigente de la nación. La ideología positivista de este nuevo grupo, apoyada con ahínco en la idea de modernización, comenzará a transformar el Estado venezolano bajo el proyecto civilizatorio de la modernidad occidental y reconfigurará la administración de la colonialidad del poder ya instalada en la sociedad desde hacía mucho tiempo atrás. La consigna principal de los diseños nacionales proyectados por la burguesía será la de domesticar la barbarie y el salvajismo -patricio y popular- existente en nuestra sociedad, por medio de la eliminación de las viejas costumbres y la imitación de modas y maneras que remedarán a la sociedad europea. Sobre la base de estas ideas es tan inevitable como necesario que lo propio y lo diferente (a lo europeo) fuera, por definición, concebido como un obstáculo negativo por superar.
Si el romanticismo literario fue la corriente por excelencia de la novela patricia, el modernismo con su afán cientificista y positivo, con su exaltación de la ciudad y del progreso y su desprecio por la naturaleza, constituirá el estilo narrativo propio bajo el cual la nueva élite burguesa proyectará sus diseños nacionales. Obras como Ídolos rotos (1901), de Manuel Díaz Rodríguez y, sin parangón posible, Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos, no se remontarán a un pasado genealógico (inexistente para el caso de la nueva burguesía) en busca de un espacio legitimador, sino más bien apelarán a un presente «bárbaro» y problemático para fraguar un futuro nacional modernizante y civilizador, enmascarado en el mito de la democracia racial.
La invención de la democracia racial en Doña Bárbara de Rómulo Gallegos
Si se le preguntara a cualquier venezolano qué novela o qué escritor recuerda haber leído alguna vez, las respuestas más probables serían Doña Bárbara y Rómulo Gallegos. Durante al menos seis décadas, Doña Bárbara ha sido una lectura obligatoria en todos los programas de enseñanza primaria y secundaria en Venezuela. Esto ha contribuido a que la novela nacional haya penetrado fuertemente en el imaginario social venezolano, condicionando con gran eficacia nuestro pensamiento y configurando una comunidad de sentimiento nacional asentada en una imaginación colonial proyectiva, basada en los diseños nacionales de la élite burguesa. Lamentablemente, la mirada marcadamente acrítica que han tenido los estudios que se han realizado sobre Gallegos y su obra no han permitido ahondar sobre las ideas que allí se expresan11.
Como enunciara Edward Said: «el intelectual es un individuo dotado de la facultad de representar, encarnar y articular un mensaje, una visión, una actitud, filosofía u opinión para y en favor de un público» (1996: 29-30). En este sentido, Gallegos fue, en vida (y en parte lo es aún estando muerto), el intelectual orgánico que más claramente ha representado el ideario de la modernización en Venezuela. Como buen representante de la nueva élite criolla formada por la burguesía comercial y financiera, Gallegos desarrollará como ningún otro los diseños nacionales de esta nueva clase dominante, mediante los cuales se reconfigurará la producción de subjetividades bajo la colonialidad del poder y se asentará claramente el mito de la democracia racial en Venezuela. De conocida reputación dentro y fuera del país, Rómulo Gallegos (1884-1969), apodado «El Maestro», fue periodista, educador, político y autor de una extensa obra literaria12. También fue cofundador del partido nacional Acción Democrática, que dominaría la escena política venezolana por buena parte del siglo XX, en representación del cual resultará electo presidente de Venezuela en 1948, donde gobernaría solo nueve meses antes de que fuera depuesto por un golpe militar que lo enviaría al exilio. Su corto mandato estuvo signado por la polémica introducción de reformas educativas de corte laico, el favorecimiento de la inmigración europea (especialmente desde España, Italia y Portugal) y la aplicación de la primera reforma agraria del país (Coronil, 2002).
La extensa obra literaria de Rómulo Gallegos constituye, dentro de la literatura contemporánea venezolana, el ejemplo más acabado de los diseños nacionales de modernidad emprendidos en América Latina desde mediados del siglo XIX por los intelectuales que conformaban las élites criollas de estas naciones. A partir de la construcción ficcionaria de Venezuela como un territorio provisto de una naturaleza «salvaje e indómita» y de una sociedad «bárbara y atrasada», Gallegos expone en Doña Bárbara la fórmula para la transformación de esa Venezuela tradicional en una nación moderna y civilizada. Para llevar a cabo la tarea de la modernización estructural era necesario reinventar el Estado y volver a imaginar a la comunidad de la nación, para reconstruirla de manera tal que se asemeje al modelo eurocentrado de modernidad. La obra de Gallegos constituirá entonces el cimiento discursivo en donde descansarán, por un largo período, las prácticas del proyecto de modernización que vehiculizaría el reacomodo de la colonialidad en Venezuela. Como afrma Fernando Coronil (2002), la búsqueda de la modernidad en Venezuela -presentada por el discurso oficial como un objetivo nacional- fue el sentido legitimador de la política y de las políticas durante la mayor parte del siglo XX. En Doña Bárbara, como en ninguna otra obra, encontramos particularmente la presencia potente de este sentido legitimador.
Inspirada profundamente por Domingo Faustino Sarmiento, toda la obra literaria de Rómulo Gallegos está sostenida por los diseños nacionales de modernidad que, bajo las consignas de economía de mercado, democracia representativa y respeto por la ley, se articularán bajo la dicotomía entre civilización y barbarie, entendiendo la primera como el estadio final y superior del desarrollo inexorable de las sociedades en la historia universal y concibiendo a la segunda como una etapa inferior, marginal y atrasada de ese mismo recorrido. Como agente colonizador dentro de su propio país, la tarea que Gallegos emprenderá en sus trabajos es la de lidiar con la otredad (interna) incivilizada de Venezuela, con el fin de dominarla bajo la guía del conocimiento moderno.
Además de ser la novela nacional de Venezuela, y una de las producciones literarias más emblemáticas de la corriente modernista latinoamericana, Doña Bárbara es, sin duda alguna, la producción literaria que aglutina y sintetiza el pensamiento de Rómulo Gallegos. La obra, publicada en 1929, es una «novela de la tierra», vinculada al llamado estilo del regionalismo, esa concepción que -dentro de la tendencia modernista- se propone capturar las cualidades autóctonas de la vida en un territorio particular latinoamericano. Dentro de este marco, y con una estructura binaria rígida, la historia se desarrolla a fines del siglo XIX en los llanos venezolanos, donde se plantea la lucha emancipatoria de la democracia burguesa civilizada representada por el héroe colonizador Santos Luzardo en contra de la oligarquía patricia, representada por el personaje de doña Bárbara y, en menor medida, por su aliado extranjero, míster Danger. La forma que Gallegos utiliza en Doña Bárbara para enunciar el proyecto civilizatorio de la élite burguesa en Venezuela es la construcción ficcionaria de un imaginario formado por un conjunto de prácticas representacionales que producen, por un lado, la invención de un otro calificado como «bárbaro» y, por otro, la construcción de una geografía imaginaria valorada como salvaje; para transformar esas supuestas realidades con las metodologías específicas de la civilización moderna.
Tal como alegará Edward Said, «las representaciones no son retratos naturales u objetivos de la realidad, son por el contrario formas de mostrar esa realidad que actúan con un propósito, de acuerdo a una tendencia y en un ambiente histórico, intelectual y económico específico» (2002: 361). Las representaciones que articula Gallegos inventan a un otro (el llanero, el andino, el indígena, la mujer, el norteamericano), para lo cual constituye una serie de estereotipos raciales diferenciados jerárquicamente y yuxtapuestos a una construcción particular de la naturaleza (en este caso, el llano venezolano) que, al igual que la pampa maldita de Sarmiento, se yergue para dificultar la existencia de ese «otro» venezolano. No obstante, para Gallegos ese otro es, al mismo tiempo, en su ambivalencia, parte del «nosotros» en la medida en que esos otros, tipificados racialmente, forman parte de la comunidad imaginada de la venezolanidad; en la medida también en que, debido a su número mayoritario, no es posible eliminarlos del espacio nacional por medio de prácticas de exterminio o expulsión (como se intentó en otras latitudes de América Latina). Por ende, es necesario que ese otro domine sus pasiones y que el proyecto colonizador de la modernización lo transforme tanto a él como a la naturaleza, utilizando para ello sus propias tecnologías de mestizaje, control, disciplinamiento, saneamiento e instrucción.
Gallegos comienza su relato con una canoa que recorre el río Arauca. En ella viaja, hacia su hacienda en Apure, Santos Luzardo, el hombre de origen llanero que muchos años antes había huido junto a su madre a la capital, Caracas, debido a las guerras patricias en las cuales se había visto envuelta su familia. Allí, en el asiento de la civilización, en la ciudad «ideal, complicada y perfecta como un cerebro, donde toda excitación va a convertirse en idea y donde toda reacción que parte lleva el sello de la eficacia consciente» (Gallegos, 2001: 309), había aprendido las artes y los oficios de la modernidad, graduándose de abogado. Allí se había civilizado, reprimiendo las pasiones y los deseos de aquel llanero que había sido cuando niño. El viaje a Apure de Luzardo tiene un objetivo claro: vender la hacienda de sus ancestros para pagarse un viaje de estudios a Europa. Pero cuando tropieza con las dificultades de la vida en el campo y con las irregularidades del dominio de doña Bárbara sobre el llano, Luzardo decide quedarse a luchar en plan civilizador13.
Desde aquí en adelante, Santos Luzardo -representante de la civilización- emprenderá una ardua lucha por el control de la naturaleza y el dominio de la otredad interna: una lucha contra la barbarie representada en el personaje de doña Bárbara, la figura del oligarca latifundista, una mujer violenta, inescrupulosa, andrógina, que ha logrado en pocos años, a través de engaños, brujerías, seducciones y corruptelas, apoderarse de un vasto territorio llanero. Doña Bárbara no solo posee el control espacial de la llanura, sino que también ejerce su dominio sobre las autoridades estatales de Apure. Dada su asociación con gente del gobierno de la capital y del extranjero, su autoridad es ejercida tanto por la acción estratégica como por las artes mágicas que había aprendido antaño con los indígenas. El recorrido histórico de este personaje es precisamente el inverso que el que realiza Santos Luzardo: mientras este último migra a la capital del Estado y se moderniza, doña Bárbara perfecciona su barbarie de la mano de las enseñanzas supersticiosas indígenas. En ambos protagonistas la educación juega un papel central, ya sea por la civilización o la barbarización de los personajes14.
Mestiza de padre blanco criollo y madre indígena, proveniente de los Andes y con poca suerte en la vida, a Barbarita le acontece en su temprana juventud el asesinato del hombre amado y la violación por parte de unos cuatreros que la venden como esclava sexual. Estos hechos curten su persona y la convierten en doña Bárbara, «la devoradora de hombres» que, perdido su «pudor» y su «inocencia» de mujer, se dedica a adquirir tierras, ganado y poder con las maniobras que le proporcionan su brujería y su sensualidad. La personalidad cruenta, ruin, avara, violenta y salvaje con la que Gallegos caracteriza a doña Bárbara es el resultado de la acción de un mundo sin ley, de una sociedad patricia en la que un jefe al mando de un puñado de hombres armados puede apoderarse de cuanta tierra ambicione, pero no para dominar ese territorio y hacerlo progresar, advierte Gallegos, sino por el simple gusto de sentirse amo de estas tierras salvajes. Aquí se hace patente la geografía imaginaria, configurada por Gallegos en la llanura venezolana15.
El llano es un lugar salvaje e indeseable, una «tierra que no perdona», una naturaleza inhóspita que enloquece al hombre porque ésta no ha sido dominada aún por él: la naturaleza impera sobre la vida humana «la rustiquez del medio es una fuerza incontrastable con que la vida simple y bravía del desierto le imprime su sello a quien se abandona a ella» (Gallegos, 2001: 214). Para Gallegos, igual que para el positivismo del siglo XIX, el medioambiente y la raza (como condición biológica insoslayable) son las formas de explicar la dinámica histórica y cultural de las sociedades. En su invención del otro nacional, Gallegos (re)produce la clasificación racial propia de la colonialidad del poder, basada en la diferencia colonial que distingue de forma binaria entre razas buenas y malas. La del llanero y la del hombre de la capital es una raza fundamentalmente buena, pero el medio físico le impide salir de la postración. La del andino y la del indígena son, en contraposición, inferiores16. La barbarie es, entonces, un fenómeno complejo producido en primera instancia por la tipología de la «raza mala». No obstante, la pertenencia a una «raza buena» no es suficiente para regalarse a la iluminación de la modernidad y la civilización, pues se yergue allí el entorno, la naturaleza salvaje que, con su fuerza, puede postrar bajo su control incluso a las razas «mejores». Sin un dominio efectivo de la naturaleza, la raza buena del llanero se convierte sin miramientos en un instrumento de reproducción de las fuerzas naturales, en el mejor sentido imitativo del instinto animal. Para Gallegos, en la barbarie no hay instituciones organizativas legítimas ni justas, pues lo que impera allí -por encima del bienestar colectivo- es la voluntad individual, un «exagerado instinto y sentimiento de hombría» (Gallegos, 2001: 161-162).
Establecidas ya las representaciones del modelo raciológico galleguiano, inventado el otro bárbaro y construido el salvajismo de la naturaleza, le queda pendiente al autor la tarea civilizadora de transformar estas realidades problemáticas venezolanas con los métodos propios de la modernización. Así expuestos el medio natural, las razas participantes y los actores principales representantes de la civilización y la barbarie, la novela relata el desarrollo de las estrategias de Santos Luzardo para vencer al llano y a doña Bárbara. En el camino de la narración, Gallegos va introduciendo otros elementos que le otorgan a la novela un carácter romántico. Santos Luzardo conoce a Marisela, la gran personificación de Gallegos de la patria-mujer. Con este personaje -que se incorpora a la trama como la hija no reconocida de doña Bárbara- Luzardo emprenderá otro frente civilizador: la educa hasta transformarla de niña salvaje a señorita refinada. Pero esta transformación no es posible exclusivamente por los beneficios de la educación que ella recibe, sino también porque Marisela pertenece a una raza buena, susceptible de ser educada en las costumbres europeizadas de la civilización. En la trama se destacan los constantes y fallidos intentos de Luzardo por educar a otros pobladores de la llanura ubicados en escalafones más bajos de la diferencia colonial.
En lo que sigue de la narración, el protagonista se ve amenazado constantemente por su yo interior, conformado, en definitiva, por su sangre llanera; por lo que deberá, a lo largo de la trama, autorreprimirse para no dejar que en él forezca ese sentimiento exacerbado de hombría que genera la vida en el llano. Al final, entre unas cuantas disputas conflictivas que incluyen álgidas discusiones, escamoteos de ganado y violentas escaramuzas, de las cuales sale sorprendentemente airoso, Luzardo logra vencer al llano, a doña Bárbara y a todos sus aliados, incluyendo a míster Danger, que constituye la representación de Gallegos para la histórica intervención norteamericana en Venezuela17. los métodos civilizadores de Luzardo se imponen, se transforman los modelos de producción del llano, los cuatreros son vencidos por los medios de la ley y, curiosamente, doña Bárbara, la famosa «domadora de hombres», se enamora de Santos Luzardo, renuncia a sus posesiones y se autodestruye, pues había sido subyugada por «aquel aspecto varonil, aquella mezcla de dignidad y de delicadeza, aquella impresión de fortaleza y de dominio de sí mismo» (Gallegos, 2001: 230).
Finalmente, la barbarie cae vencida a los pies de los poderes irresistibles de la civilización, queda inevitablemente deslumbrada por el proyecto moderno, ya sea por medio del amor, la introducción de tecnologías o por la imposición de normas jurídicas. De esta manera, Santos Luzardo logra dominar la naturaleza, civilizar la barbarie y transformar el llano en un lugar próspero. De esta manera, con la novela Doña Bárbara, Gallegos consigue exponer la plataforma de su proyecto político a partir de la representación de la barbarie venezolana y de la aplicación de sus tecnologías de colonización de la barbarie nacional.
Las tecnologías civilizatorias de Gallegos
Por tecnologías civilizatorias entendemos aquellos procedimientos y métodos, que bajo la guía de los diseños nacionales, se proponen como prácticas de modificación y regulación de las condiciones sociales y naturales de existencia de las poblaciones dominadas bajo las relaciones de poder de la colonialidad. La idea de tecnologías, y en menor medida de técnicas, fue propuesta por Michel Foucault en varias de sus obras, con el fin de establecer una metodología analítica sobre el funcionamiento del poder, tanto para la sociedad disciplinaria (Foucault, 1976) como para la sociedad de control (Foucault, 2000). En el caso que nos atañe estas tecnologías se basan en el control y la adecuación de la naturaleza y la sociedad venezolana en aras de «civilizarla». Es patente encontrar en la obra de Gallegos procedimientos y guías para llevar a cabo la acción de transformación, a modo de superación, de las condiciones sociales y naturales de la «barbarie» venezolana. Son métodos que ejemplificados dentro de la trama de Doña Bárbara, se proponen como programas modernizadores. Es por ello que podemos hablar de tecnologías civilizatorias presentes en la obra de Gallegos.
La primera metodología galleguiana para «alcanzar la civilización» es lo que aquí llamaremos control territorial, es decir, una pretensión rigurosa de dominar en su totalidad el espacio físico-natural para desplegar una apropiación de ese terreno implantando una delimitación cartográfica que permita establecer una relación de la propiedad, y que al mismo tiempo construya un imaginario geográfico que pueda instaurar un dominio controlado de la naturaleza. Dentro de la narración, llevando a cabo las reformas de su hacienda, Santos Luzardo se decide por construir un tendido de cercas que fjen unos límites para cada propiedad en el llano: «Por ella empezaría la civilización de la llanura; la cerca sería el derecho contra la acción todopoderosa de la fuerza, la necesaria limitación del hombre ante los principios» (Gallegos, 2001: 177). Dominar la naturaleza confere un paso previo de registro geográfico minucioso; lograr una definición concisa de ella posibilita entonces fraccionarla y delimitarla con fronteras que permitan su control, que creen un camino «derecho hacia el porvenir». El mandato de la oligarquía terrateniente del patriciado necesitaba los espacios del llano venezolano abiertos, dispuestos para su apropiación libre; mientras que la nueva élite burguesa, que desea mantener su resguardo sobre la propiedad privada, los requiere rigurosamente delimitados. El método del control territorial va a permitir, con su clasificación totalizadora, el domino de un espacio que posibilite la constitución de la nación, pues la soberanía estatal y particular solo puede operar en forma plena, llana y pareja sobre cada centímetro cuadrado de un territorio legalmente demarcado.
Una vez controlado el territorio, Gallegos se preocupa por resolver la situación de la sociedad bárbara del llanero y se centra en la adecuación de su comportamiento. Aquí, el autor plantea la educación del llanero como método de aprehensión de conductas y conocimientos que cumplan con la tarea de civilizarlo. Al toparse por primera vez con Marisela, la hija que Doña Bárbara había abandonado a su suerte, Santos Luzardo decide educarla, puesto que ve en ella una inteligencia y una belleza desperdiciadas en los rudos oficios del campo; la lleva a vivir a su hacienda y allí, en su territorio, la adiestra en buenos modales, maneras en la mesa, lectura, gramática, escritura y lenguaje oral: «Las lecciones, propiamente, eran por las noches. Ya del largo olvido estaban saliendo bastante bien la lectura y la escritura [...] Lo demás, todo era nuevo e interesante para ella y lo aprendía con una facilidad extraordinaria» (Gallegos, 2001: 212). La educación restringirá, también, los territorios para la sociabilidad individual. Solo el hombre tendrá acceso al espacio público; y al privado quedan restringidas las mujeres. El proceso educativo será el sistema por el cual se le instruirá a la raza buena valores, normas, costumbres, conocimientos y formas de actuar, la idea de Gallegos es brindar un compendio de facultades intelectuales que confguren una nueva sociedad civilizada en el llano. Para esto el sistema de instrucción debe disciplinar al llanero, lograr que el bárbaro domine sus pasiones, reprima sus pulsiones, subyugue su instinto y le otorgue supremacía a la racionalidad. Si con anterioridad la clase patricia no se había ocupado de la ecuación pública, el Estado diseñado por la clase burguesa atenderá esta cuestión con especial interés, pues requiere un ciudadano dócil y reprimido, un sujeto de control dominado bajo las máscaras de las buenas maneras.
Como parte del sistema de instrucción general, así como se pretende limpiar el vocabulario de Marisela, se procurará también la limpieza de la sociedad y del territorio de toda la suciedad que contiene la vida bárbara, porque la representación que se hace del campo es la de un lugar antihigiénico que está rodeado de enfermedades, plagas y «criaturas repugnantes». La visión de Gallegos marchará con la tecnología del saneamiento hacia el aseo del llano y del llanero, centrada de nuevo en el personaje de Marisela. En la narración aparece la reivindicación de la higiene como modo de alcanzar la civilización. La insalubridad es una de las características de la representación galleguiana de la barbarie, concebida en general como una suciedad que, por lo tanto, debe ser erradicada; por lo que la asepsia y la limpieza se imponen como algunas de las labores fundamentales de la civilización y como panaceas esenciales del progreso y de la materialización de una nación moderna. En su primer encuentro con Marisela, Santos Luzardo ve en ella su potencial hermosura, pero advierte su estado salvaje e insalubre, y le inculca en ese mismo instante la necesidad del aseo personal: «Aprende y cógele cariño al agua, que te hará parecer más bonita todavía. Hace mal tu padre en no ocuparse de ti como mereces. [...] Por lo menos, limpia deberías estar siempre» (Gallegos, 2001: 169). Así como sucede con Marisela, el cuerpo como figura representativa de la persona debe ser saneado y luego sometido a ciertas estilizaciones, que incluyen la vestimenta, la moda, el maquillaje. En este punto, la estética y los ornamentos tradicionales son censurados en este proceso de mejoramiento cultural.
Finalmente, para Gallegos es también primordial que sean modernizadas las antiguas formas de encauzar el trabajo y la producción. El llano debe modificar por completo su estructura productiva, de ahí que surja la tecnología del cambio tecnológico como forma de afrontar esta transformación. En la trama, al iniciar la reforma de su hacienda, Santos Luzardo ve la necesidad de acabar con el ganado cimarrón (libre y disperso por el llano) y confinarlo entre la cercas de su territorio. Allí decide fundar la «quesera», un modelo de producción de derivados de la leche vacuna que le permitirá seguir dominando la naturaleza, a la par que introducir una reforma técnica que reemplazará al tradicional ordeñe: «La quesera es conveniente no solo porque es una entrada de plata más, sino porque sirve para el amansamiento del ganado [...] todo lo que contribuyese a suprimir ferocidad tenía una importancia grande para su espíritu» (Gallegos, 2001: 176). La vida humana en el llano es enfrentada por Gallegos como un problema técnico, la introducción de la modernización conlleva una necesaria modificación tecnológica que traerá consigo el cambio de costumbres de las antiguas economías patricias a líneas de producción y manufacturas industrializadas, mecánicas y masivas. De esta forma, si la oligarquía patricia reunía las tierras solo para atesorarlas, sin hacerlas producir, la nueva clase burguesa las utilizará para establecer relaciones de propiedad netamente capitalistas basadas en la consideración de la propiedad no como un tesoro, sino más bien como espacio de renta y productividad.
En la novela se logra entonces la civilización de la barbarie modernizando al llano y al llanero (quien forma parte de la única raza remediable). Los territorios del llano son precisamente delimitados por las cercas; Marisela se comporta como una señorita y es confinada al hogar. El saneamiento y su consecución, aunque recaído sobre Marisela, se instituye como un deber social y, finalmente, la producción del llano se tecnifica bajo los auspicios de la ciencia moderna. Hacia el final de la novela, Gallegos insinuará otro plan para alcanzar la civilización que, aunque no es explicitado, se deja entrever dentro de las labores del saneamiento. Esta vez la limpieza es de sangre, a través de una proto-tecnología de mestizaje racial18 que parece indicar el camino para trazar matrimonios deseados que contribuyan a configurar un conjunto raciológico más apto o una «raza buena» para colaborar con el establecimiento de una nueva sociedad venezolana que pueda quizás librarse de aquellas tipologías inferiores. La unión conyugal entre Marisela y Luzardo parece abonar este camino, al plantear la perpetuación de una raza propicia para la civilización.
Como vimos, para Gallegos hay razas buenas que, a pesar de su estado de barbarie, pueden ser transformadas; porque conforman una buena base para edificar los cimientos de la civilización. En Doña Bárbara se preocupa por determinar las pautas que construyan esas bases. Para transformar las realidades del llano, Gallegos recurre en la novela a la exposición de sus planes de modernización, tecnologías de adecuación y ajuste de la naturaleza y la sociedad a los patrones de la civilización que se encargaran de dominar y subyugar al llano y al llanero, con el fin último de eliminar su barbarie. Es destacable la exclusión que realiza Gallegos de las «otras» razas, los demás componentes de la otredad venezolana, que no pueden constituir, según él, una base desde la cual asentar la modernidad: andinos, indígenas y mestizos de todo color. Estas razas no merecen ser objeto de las tecnologías civilizatorias enumeradas por el autor. Sin embargo, este descarte alegre no representa de ninguna manera la puesta en escena de un conflicto racial sostenido por una estructuración específica del poder; aún cuando, evidentemente, la colonialidad del poder es el cimiento desde donde se construye este ejercicio imaginativo colonial realizado por Gallegos. La narración da por sentadas las diferencias raciales y subsume los tipos negativizados al dominio de la representación positiva de blancura burguesa, caracterizada por Luzardo. Si Marisela logra civilizarse es porque posee el abono racial adecuado; los demás personajes -estereotipados en razas distintas e inferiores- siguen formando parte de la trama, pero como grupos sociales supeditados al dominio blanco. No obstante, esta supeditación no se ejerce por un conflicto de poder sino por una condición natural e inexorable de inferioridad, que hace, en última instancia, responsables a las propias razas «malas» de su condición.
Una de las mayores tesis políticas que subyacen en la trama de Doña Bárbara se basa en negar los conflictos raciales a través de la fundación del mito de la democracia racial. Todas las razas tienen un papel establecido e inamovible en la novela; únicamente la acción despiadada de la naturaleza puede retirar de su lugar social natural a la «raza buena», para postrarla a su dominio. En este caso, deberá desarrollarse obligatoriamente una trayectoria modernizante que la devuelva a su lugar en el estamento social, que le pertenece por derecho a esta raza. Pero, a pesar de este recorrido, la tesis presente en la novela recrea una armonía racial que señala que las demás tipologías siguen con admiración la mano blanca y civilizadora de Santos Luzardo y acceden sin miramientos a ocupar su papel subalterno en la sociedad. Al fin y al cabo, todos participan en la trama social recreando las condiciones necesarias para funcionar como nación al buen estilo de la democracia representativa, siempre y cuando dichas razas se circunscriban a tomar su lugar «natural» y elijan «en silencio» entre gobernantes blancos. Su papel se limita a la capacidad de elegir quién será su colonizador; no obstante, la narración deja el buen sabor de la cordialidad racial y de la inexistencia de los conflictos: qué dominación o explotación pueden existir cuando todos aceptan jubilosamente el lugar subordinado que se les ha asignado en la sociedad.
Rómulo Gallegos es -en su propio país- un agente colonizador que, por medio de sus novelas, contribuyó a configurar una comunidad de sentimiento nacional basada en el imaginario fáustico de la modernización. Esto le permitió divulgar y hacer penetrar con gran eficacia en la conciencia colectiva venezolana sus diseños nacionales, que aseguraban la continuidad de la colonialidad del poder bajo el manto invisibilizador del mito de la democracia racial. Doña Bárbara se utilizó tanto como representación de Venezuela y la venezolanidad, como panfeto propagandístico de divulgación de las ideas burguesas. No es casualidad que Gallegos, en la campaña presidencial de 1947, fuera asociado por su camarilla, y por él mismo, como una personificación del héroe Santos Luzardo, que llegaba para civilizar el país (Coronil, 2002: 158). Sin embargo, el poder condicionante de Doña Bárbara no se limita a una influencia meramente imaginaria pues tuvo, y tiene aún, una materialidad que ha transmutado históricamente las ideas de la novela en planes gubernamentales y políticas sociales de diversa índole modernizadora. Las internacionalmente célebres novelas televisivas venezolanas establecen recorridos narrativos sumamente similares a los desplegados por la novela de Gallegos. En ellas, la protagonista, una joven pobre, ignorante y harapienta, pero de una increíble belleza oculta (debida a sus rasgos caucásicos19, encuentra el amor en un hombre galante, rico, culto y educado, que la modernizará (colonizará) haciéndola igualmente rica, culta y educada que él.
Pero sería un error considerar que solo el mundo de la frivolidad televisiva puede ser colonizado por los ejercicios imaginativos que configuraron la comunidad de sentimiento nacional ideada por Gallegos. Otro desliz imaginativo sería llegar a creer que es un imaginario compartido exclusivamente por las élites blancas.
La efectividad de la penetración en el imaginario venezolano de las ideas sostenidas en Doña Bárbara ha sido tal que, sintomáticamente, hasta el propio Hugo Chávez ha utilizado recurrentemente las representaciones contenidas en el espacio narrativo de esta novela en su campo semántico. Por ejemplo, al apodar con el seudónimo de «Míster Danger» al expresidente norteamericano George W. Bush.
Pie de página
3En Argentina Amalia, de José Mármol, y Martín Fierro, de José Hernández; en Colombia, María, de Jorge Isaacs; en Chile, Martín Rivas, de Alberto Blest Grana; en Ecuador, Cumandá, de Juan León Mera; en República Dominicana, Enriquillo, de Manuel de Jesús Galván; en Uruguay, Tabaré, de Juan Zorrilla; entre otras.Bibliografía
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