Ese barrio vale plata... ¡¡pero no está a la venta!! Imaginarios urbanos en el barrio Getsemaní en Cartagena de Indias1

This neighborhood is worth a lot of money...¡¡ but it is not onsale!!-Urban imaginaries in Getsemaní neighborhood in Cartagena de Indias

Esse bairro vale ouro... mas não está à venda!!! Imaginários urbanos no bairro Getsemaní em Cartagena de Indias

Alexánder Pérez Álvarez2
Universidad de Cartagena3, Colombia
apereza1@unicartagena.edu.co

1Este artículo presenta resultados de un proceso investigativo desarrollado por el autor en el grupo de investigación Cultura, Ciudadanía y Poder en Contextos Locales, con el aval de la Vicerrectoría de Investigaciones de la Universidad de Cartagena.
2Trabajador Social, Magíster en Estudios de Hábitat.
3Facultad de Ciencias Sociales y Educación

Recibido: 05 de febrero de 2013 Aceptado: 29 de marzo de 2013


Resumen

Esta reflexión es resultado de un acercamiento semiológico a discursos y prácticas de moradores, habitantes y visitantes del barrio Getsemaní en Cartagena de Indias. Un contexto asediado históricamente por contundentes prácticas de exclusión y más recientemente por acelerados procesos de urbanización y corporativización del territorio que vienen alterando la vida cotidiana de sus pobladores. Se busca "captar" realidades a través de voces, imágenes y relatos de los sujetos que habitan o circulan el barrio y desde allí develar imaginarios urbanos; de igual manera, se quiere rescatar una dimensión "erótica" del Barrio, que no es otra cosa que dejarse seducir por las múltiples significaciones que como lectores aprehendemos de esa trama metafórica de los discursos urbanos; donde las potencias lúdicas y simbólicas sobrepasan los intereses del mercado y la funcionalidad estructural de los espacios.

Palabras claves: Imaginarios urbanos; barrio como espacio urbano; patrimonio inmaterial.


Abstract

This reflection is the result of a semiotic approach to discourses and practices by dwellers and visitors to Getsemani neighborhood in the city of Cartagena. A context historically besieged by slashing exclusionary practices, and more recently by accelerated territorial urbanizing and corporatization processes, that have increasingly been disrupting its inhabitants' daily lives. This research seeks to "capture" realities through voices, images and narratives from subjects living or moving around the neighborhood in order to unveil urban imaginaries. Likewise there is a desire to rescue an "erotic" dimension to this neighborhood, which purpose is nothing else but let us to get seduced by the multiples meanings that we as readers get from the metaphorical woof woven by urban discourses, where ludic and symbolic powers transcend market interests and space structural functionality.

Key words: Urban imaginaries; neighborhood as urban space; intangible heritage.


Resumo

Esta reflexão é resultado de uma aproximação semiológica aos discursos e práticas dos moradores, habitantes e visitantes do bairro Getsemaní em Cartagena de Indias. É um contexto historicamente cercado por práticas contundentes de exclusão e, mais recentemente, por processos acelerados de urbanização e corporativização do território que têm alterado o cotidiano dos moradores. Busca-se "captar" realidades por meio de vozes, imagens e relatos dos sujeitos que habitam ou circulam no bairro para, a partir disso, desvelar imaginários urbanos. Do mesmo modo, pretende-se resgatar uma dimensão "erótica" do Bairro, que nada mais é do que se deixar seduzir pelas múltiplas significações que nós, como leitores, apreendemos da trama metafórica dos discursos urbanos. Nessa trama, as potencialidades lúdicas e simbólicas ultrapassam os interesses do mercado e a funcionalidade estrutural dos espaços.

Palavras-chave: imaginários urbanos, Bairro como espaço urbano, patrimônio imaterial.


Consideraciones preliminares

Reconocer los imaginarios urbanos como carta de navegación, según la metáfora de Francisca Márquez (2007), permite develar desplazamientos simbólicos y físicos de los habitantes en relación con fragmentos e imágenes sobre el espacio urbano y la vida urbana. Estos imaginarios emergen en las palabras de los habitantes, en sus discursos; pero también están presentes en otras expresiones del lenguaje social como las artes (plásticas y literarias) al igual que en imágenes que circulan socialmente en las que se pueden destacar el grafiti, el uso de la calle y la esquina (Silva, 2006).

Plantea Castoriadis (1998) que los imaginarios son matrices de sentido que se sitúan en la difusa frontera de lo real y lo imaginado: lo deseado, lo perdido, lo que no se tiene. Son expresiones simbólicas que tienen como sentido visualizar lo invisible. Así mismo, considera este autor que los imaginarios no son solo ejercicio de la conciencia solitaria; pasan a ser imaginarios sociales porque el ser humano establece relaciones en su existencia y en ese marco de relaciones se producen condiciones sociales e históricas favorables para que determinados imaginarios sean colectivizados, institucionalizados y legitimados socialmente.

Acercarse a los imaginarios urbanos en un contexto social específico como el barrio Getsemaní permite rescatar la configuración no solo de su relación con la ciudad, sino también su modo de vida en su cotidianidad y los fragmentos de ciudad; el sentido y el uso de sus calles, sus casas, sus plazas; el tránsito entre la memoria y la imaginación, que posibilita rescatar los lugares de la memoria, del miedo, los espacios controlados. Esto se convierte en una gama de posibilidades mediante un abordaje subjetivo para mostrar la construcción de ciudad desde un modo de vida urbano en un territorio concreto.

De manera complementaria, Daniel Hiernaux (2009) considera que los imaginarios urbanos se dividen en imaginarios dominantes y de resistencia. Los primeros son generalmente recuperados y planteados por los urbanistas y otros productores capitalistas del espacio urbano y, en contrapeso, emergen los imaginarios de resistencia que propugnan por una ciudad y una vida urbana que defiende la tradición, sustenta la gentrificación, la informalidad, el uso y la apropiación de lo público, hace una valoración de la multiculturalidad como una tendencia en contraposición a la ciudad homogénea, capitalizada y normatizada, promovida por los imaginarios dominantes.

Este choque de imaginarios conlleva a luchas por la sobrevivencia y la permanencia en un territorio, por la defensa y la negociación de prácticas ancestrales y nuevas formas de vida urbana. En el caso de Cartagena la ausencia de una política urbana de Estado y la fuerte demanda del suelo han venido derivando en insatisfacción y han tenido implicaciones negativas e impacto en la vida cotidiana de los habitantes de Getsemaní. A este respecto, Rosa Díaz y Raúl Paniagua (1993) plantean que la declaración de Cartagena como Patrimonio Histórico de la Humanidad por la UNESCO aceleró los distintos procesos en la configuración espacial y la estructura social del centro histórico de Cartagena y en particularm del barrio Getsemaní, pues cuatro siglos de construcción de relaciones e identidad urbana no fueron suficientes para impedir la expulsión de muchos de sus habitantes.

Los imaginarios dominantes promovidos en una ciudad patrimonial desconocen que la significación de un barrio como Getsemaní no radica exclusivamente en sus iglesias y construcciones civiles de orden colonial y republicano, que no son exclusivas del sector, sino, como lo plantean Díaz y Paniagua (1993), en una cultura inmaterial que no se encuentra en el resto de la ciudad histórica; es el tejido urbano formado por los habitantes, por sus representaciones, sentimientos y realizaciones lo que designa su esencial diferencia con la ciudad. Pero esta diferencia aún no se hace evidente en la ciudad puesto que hoy más que nunca, el valor y el interés por el sector radica en su patrimonio arquitectónico y en la valorización del suelo sobre su cultura viva intangible. Lo interesante de ello es que a pesar de estos desplazamientos y presiones sobre su dinámica urbana, muchos de sus habitantes conservan y expresan no solo sus manifestaciones de tipo social, lúdico, espacial, coreográfico y retórico, sino también un sentido de vitalidad y de identidad que pervive entre el espacio, el tiempo, la cultura y la sociedad.

Ubicar Getsemaní como barrio es enfrentarse conceptualmente a una multiplicidad de abanicos y debates que ubican el barrio como una categoría polisémica y ambivalente; puede aparecer como una apropiación específicamente arquitectónica, urbanística y espacial, como aquello opuesto al centro de la ciudad, pero también opuesto al conjunto de tugurios o villas de miseria, o como la expresión de la parte «moderna» de cualquier ciudad. Sin embargo, en esta perspectiva todo o nada podría ser barrio. Por ello, Kevin Lynch (1985) afirma que antes de definir el barrio es útil saber para quién y de qué modo se utiliza ese concepto.

Teniendo como punto de análisis estos cuestionamientos, la definición clásica de Pierre George (1969) permite situar el barrio de Getsemaní como unidad significativa e identitaria de la vida urbana; es el espacio en el que el habitante puede situarse en la ciudad, sobre el cual desarrolla la vida pública, se articula la representación popular y posee un nombre que lo identifica dentro de la ciudad. Para este autor el barrio ha estado desde tiempos memorables en la conciencia colectiva de los pueblos por lo que traspasar sus fronteras será parte de un ritual; en muchas ocasiones atravesar o irse del barrio puede ser como pasar a otro mundo y romper con un anclaje y entrecruces que su habitante ha establecido social e históricamente con ciertos actores o vecinos.

En los estudios urbanos y en la investigación social cualitativa la perspectiva semiológica permite hacer una analogía del barrio como escritura; el investigador es «una especie de lector» que agrupa y separa fragmentos cuyo fin es consolidar sentidos y cadenas de símbolos (Barthès, 1990) y ello, a la vez, posibilita adentrarse en el campo de los imaginarios urbanos como matrices de sentido, teniendo presente que no existen significados definitivos y estos siempre son significantes y cadenas de metáforas en las que un significado está en retirada o se vuelve significante.

Los hallazgos semiológicos son también fenomenológicos, es decir, encontrar el sentido es un asunto de la percepción de las vivencias, no es reconocer el ser, sino las maneras de ser y de estar, es encontrarse con el sin-sentido, y por todo ello los fragmentos que aquí se articulan son dinámicos y transformadores, pero solo expresan el sentido4 de lo que para otros posiblemente no tiene sentido (Pérez, 2005). En otras palabras, se dota de sentido discursos y prácticas que históricamente se han gestado en el barrio expresando imágenes del «ser Caribe», se ejercen ciudadanías desde la exclusión y a la vez se consolida un territorio multicultural.

Reconocer imaginarios urbanos permite seguir recuperando la memoria y plantearle a la ciudad que es posible habitarla desde unas lógicas y tramas más humanas y cercanas a los intereses de los ciudadanos y no solo del capital. Cuando hablamos de imaginarios urbanos hacemos referencia a una categoría conceptual en los estudios urbanos que integra una dimensión amplia de la ciudad, como espacio concebido y practicado; es una lectura de la textura y no solo del texto, del croquis construido por sus habitantes, más allá del mapa prefigurado.

Para las ciencias sociales, el estudio de lo urbano es fundamental como campo de investigación e intervención, para reconocer la pluralidad y rescatar la palabra del exilio de aquellos que en la marginalidad producen y resisten la ciudad, convencidos de que no puede existir un producto único ni un molde susceptible de ser impuesto a todos sus habitantes y grupos sociales. Esta perspectiva invita a comprender el campo de lo urbano como un escenario conflictivo en el que se entrecruzan las representaciones de la ciudad de los habitantes y los imaginarios urbanos que sustentan la manera como se vive y practica la ciudad.

Frente a los imaginarios urbanos encontrados en este ejercicio de investigación es posible resaltar dos vertientes, la primera vinculada con pobladores raizales y ancestrales del barrio, para quienes este espacio se configura como un lugar que engrana gran parte de la memoria de la ciudad, el ser Caribe, como un barrio de resistencias y luchas; en una segunda perspectiva, para algunos visitantes, habitantes y planeadores urbanos de la Cartagena cosmopolita y turística, el barrio es un espacio de humedad y suciedad que debería transformarse para el turismo por su gran valor arquitectónico y patrimonial.

Más que un lugar para la memoria

Getsemaní surgió como barrio entre los años 1564 y 1600, en un momento trascendental para la ciudad por ser epicentro del tráfico y el comercio de esclavos. Se encuentra ubicado en la zona norte de la ciudad en lo que hoy administrativamente se denomina la localidad histórica y del Caribe Norte (1). A lo largo de su historia, ha sido un barrio emblemático de Cartagena, cuna de la gesta independentista en 1811 y escenario con una historia de contrastes. Del arrabal de la colonia y barrio inseguro de la ciudad dos décadas atrás, en la actualidad se configura como un destino turístico donde confluyen variedad de culturas atraídas por el fervor que despierta su patrimonio arquitectónico y cultural.

Eduardo Lemaitre Román (1949: 16) en sus investigaciones históricas encuentra que en la Cartagena colonial la estructura social de la ciudad estaba dividida en lo que el autor denomina «un artificioso mecanismo social», representado y dividido en castas y categorías y en territorios absolutamente marcados, donde ninguno podía invadir zonas reservadas para otros. En este sentido, las relaciones sociales en la ciudad se configuraron a la luz de una arquitectura delimitada y diferenciadora promovida por una aristocracia enriquecida por el comercio y el tráfico de esclavos.

El historiador Jiménez Molinares (citado por Valdelamar y Gutiérrez 2011: 34) sostiene que la fisonomía de la ciudad se caracterizaba por «una aristocracia de blancos arriba y la 'gente de color' abajo, y entre estos extremos, la clase media formada por la plebe blanca venida de España», distribución que según el autor podía ubicarse geográficamente de la siguiente manera: la clase alta se ubicaba en lo más céntrico de la ciudad lo que él denomina «el cogollo» de Cartagena; la media, en una parte de la barriada del sector de San Diego, y las clases bajas, en el arrabal de Getsemaní. Separado según este historiador por «un lienzo de muralla y un foso o brazo de mar y ocupando un género de habitaciones, en mayor parte, semejante a las madrigueras...» (Jiménez Molinares, citado por Valdelamar y Gutiérrez, 2011: 34).

Por su ubicación espacial, el barrio era estratégico para la defensa de la ciudad de posibles invasores, pero también su configuración marginal y su hacinamiento hacían posible el intercambio y la construcción de redes de vecindad. De esta manera, más que una arquitectura de la marginalidad, esta configuración posibilita el devenir de una vida de barrio caracterizada por motivaciones y potencias ancestrales que concretarían la cosmovisión del ser caribeño; como un grupo unitario fundado en relaciones sociales y culturales de vecindad. El intercambio cotidiano, la vida en las esquinas, en las calles, son la expresión de unos habitantes que tejen en relaciones en lo público y en la resistencia.

Enrique Romero (2000) afirma que en Getsemaní se aprende a vivir en la esquina, en la calle, en el ocio, en el juego, el baile y las conspiraciones inútiles. En otras palabras, y retomando a este autor, la esquina es a los getsemanisenses lo que el ágora fue para los griegos. El barrio Getsemaní convive hoy con el estigma de arrabal, pero también con un interés nacional e internacional por su patrimonio histórico y cultural. Este interés «revienta» cuando en 1984, la UNESCO declara a Cartagena de Indias como patrimonio histórico de la humanidad, con un nuevo «logo» que altera las dinámicas socio-espaciales sobre todo de su centro histórico, sometiéndolo a un proceso de regulación y otorgándole un valor simbólico y económico a la centralidad de la ciudad.

Para Hiernaux (2008) en las ciudades que son reconocidas como patrimonio de la humanidad, sus centros históricos se convierten en los «verdaderos» centros de la ciudad; como tales, hacia ellos se dirigen múltiples esfuerzos de recuperación y renovación, y se acude a una metáfora orgánica, al nombrarlos el «corazón de la ciudad» una denominación que trasciende lo espacial al plano vital y afectivo.

Sin embargo, considera el autor que estos inmuebles protegidos terminan siendo propiedad de agentes que los sostienen para fines exclusivamente especulativos o son ocupados por personas de bajo nivel económico incapaces de mejorar el inmueble por lo que terminan vendiendo o alquilando a terceros que sí estén en capacidad de responder a dichas regulaciones. De esta manera, los centros patrimoniales terminan siendo lugares elitizados, alejan el comercio informal, la vida callejera y las tramas foráneas. Getsemaní es un barrio que hace parte hoy de ese interés, de un imaginario global que considera que la preservación de la historia se logra a través de las huellas del espacio urbano, y para ello impone mecanismos y normas de limpieza, regulación en la construcción y se restringen usos y prácticas de los habitantes.

A pesar de estas múltiples presiones, de intereses externos y de normas reguladoras, sus habitantes conservan y expresan sus manifestaciones tradicionales de tipo social, lúdico, oral o coreográfico y también, un sentido de vitalidad y de identidad que les posibilita luchar por permanecer y resistir. Retomando a Díaz y Paniagua (1993), es fundamental reconocer que el valor de la significación de Getsemaní no radica exclusivamente en sus murallas, iglesias y construcciones civiles de origen colonial y republicano, sino en el hecho de poseer una cultura inmaterial que no se encuentra en el resto de la ciudad histórica.

En ese sentido, nadie en la ciudad y el país puede poner en duda que el barrio Getsemaní y su población raizal ha sido un bastión clave en la historia de Cartagena que representa el ser Caribe y el estilo de vida de criollos, migrantes y negros desde las gestas de la independencia. Pero así como es un orgullo por su riqueza social e histórica; muchas familias que habitan allí; herederos de una historia de lucha por preservar prácticas sociales están abocados al desplazamiento porque por las presiones inversionistas, no tienen posibilidades de sostener o alcanzar los estándares que hoy imponen los foráneos, quienes de manera representativa llegaron por el imaginario que en las sociedades contemporáneas expresa lo patrimonial y lo histórico y «enamorados» de esta zona, han comenzado a comprar y remodelar el barrio, dando paso a hoteles boutique y lujosas casas privadas.

Un barrio de resistencias cotidianas

Plantea Michel de Certeau (1996) que no es posible conocer la cotidianidad si no se parte de reconocer las relaciones entre la escritura, la lectura y el habla y entre el espacio pensado-definido y el practicado- transformado. Para este autor todo acto de consumo es una práctica de lectura y toda producción es un acto de escritura. Desde esta perspectiva la vida cotidiana de Getsemaní se devela cuando sus realidades pueden ser convertidas en texto y lectura; una lectura de mensajes verbales, de imágenes, de sonidos... de todo un espectáculo para la mirada polisémica y cambiante. «La palabra enunciada es la práctica de la lengua, así como el paseo por la ciudad es la práctica del sistema urbano, es el acto de enunciación de la ciudad. La palabra articulada es un lugar practicado». (De Certeau: 1996, 98).

En Getsemaní, la tradición oral es una acción de resistencia que permite mantener viva la historia, traer eventos y personajes a la memoria colectiva y añorar un futuro; son recuerdos y añoranzas que se comparten en conversaciones generosas donde los presentes opinan y la palabra transita de manera circular. Recuerdan los «más viejos del barrio» que cinco décadas atrás las calles de Getsemaní eran huecos y charcos de aguas sucias y verdes. Las casas eran más como un accesorio, la vida estaba en las calles, en el juego y las conversaciones sin fin; se ingresaba a ellas por puertas sencillas, donde vivía mucha gente humilde, casas que nunca han sido como las del centro amurallado, «allá vivían las elites», aunque coloniales, las «nuestras» eran lugares sin pretensiones y lujos.

El cambio empezó cuando se construyó la vía del pedregal, que mejoró muchas fachadas y los habitantes del barrio se unieron para donar bolsas de carburo con qué pintar los inmuebles.

Todavía hay una a la que le dicen «la caja de paja» y así poco a poco el barrio se fue trasformando. Las casas para esa época eran baratas; es más, comentan que la gente casi las regalaba; pero ahora lo mínimo que cuestan, muchas de ellas, son 500 millones de pesos.

No se olvidan de Pedro Romero, un cubano del que aunque no reconocen su rostro, lo imaginan como un raizal más, y a quien se le reconoce el espíritu independentista. A Romero solo los getsemanisenses lo mantienen vivo en la memoria; la ciudad de Cartagena solo se acuerda de su existencia de manera episódica y coyuntural, casi siempre durante las fiestas de noviembre, y su nombre aún no se inmortaliza y perpetúa en alguna de las obras importantes de la ciudad.

En la memoria, como mito, recuerdo o fantasma urbano (Chica y Burgos: 2010) aparece Samir Beetar, un joven que sembró el terror en Getsemaní en los años setenta y ochenta del siglo XX. Miembro de la familia Beetar, empresarios de zapatos, que en ese tiempo laboraban frente al Parque Centenario. Samir era conocido por expender drogas en el sector; un asaltante protegido por la comunidad a quien se le conferían poderes y se le consideraba un justiciero de los más pobres. La policía lo persiguió por algún tiempo hasta que fue muerto a bala. En sus andanzas, acostumbraba a volar de techo en techo para escapar de las autoridades. Tenía solo dieciocho años cuando se inició en la delincuencia y vivía en el callejón de la Sierpe.

Recuerdan como si fuera ayer el incendio del mercado, en 1965. Fue un hecho funesto que sus moradores no olvidan. Comenta El señor Mario,

Yo estaba en el Banco Nacional Antioqueño, eran como las ocho de la mañana, cuando explotó un cargamento de pólvora que tenían los Char. Hubo muchos muertos.

Esto fue donde hoy es el camellón de los Mártires y estuvo muy afectado. Después de ahí ese lugar no volvió a ser el mismo y por razones de desarrollo urbano, fue trasladado a lo que hoy es el mercado Bazurto.5

Del mercado, el único que para la época existía en Cartagena, cuentan que era muy higiénico, a pesar de lo que la gente de afuera decía; la carnicería estaba donde quedaba la entrada principal, y cuando terminaban lavaban todo y el granito de los mesones quedaba limpio. Por los olores del pescado no se preocupaban porque estaban al lado de la bahía.

Getsemaní también es considerado un barrio de buenos vecinos y muy familiar, pero comentan sus habitantes que quince años atrás, o más, empezó a ser punto de llegada de toda clase de turistas para luego quedarse en el lugar. Para el señor Mario, la Plaza de la Trinidad - dice él en medio de risas- es como una sucursal de la ONU por ser un espacio de socialización de personas provenientes de distintas partes del mundo.

«Y cómo olvidarse del Cabildo de Getsemaní». En las fiestas novembrinas es una de sus más reconocidas manifestaciones culturales. «Los getsemanisenses nos unimos a la ciudad». El cabildo es el resultado de un esfuerzo colectivo, de trabajo hasta el cansancio y de la convicción de su reina vitalicia Nilda Meléndez. Afirman que esta es una expresión de la democracia en una ciudad fragmentada por intereses y egos particulares.

Vivo aquí hace cincuenta años, los mismos que llevo casado con mi señora; ella sí es raizal de aquí, aunque yo compré esta casa por 20.000 pesos. Eso era un poco de plata para ese tiempo; yo siempre viví en el centro y he visto cómo ha cambiado esto todo por acá; mejor dicho, he visto cómo han sacado a todo el mundo por acá: mis abuelos vivían en las casas que según el gobierno invadía las murallas. En lo que hoy es un cancha de fútbol cerca de las tenazas, allí jugaba yo con ese poco de peladitos; luego que lograron sacar a la gente por cuestiones del progreso de la ciudad, para construir la avenida Santander, nos mandaron para el lago ese que queda por Canapote; allí muchos amiguitos míos murieron de paludismo y otras enfermedades por las aguas feas esas. De allí nos mandaron a salir también para hacer la otra parte de la avenida Santander; de allí todo el mundo se repartió: mis padres terminaron viviendo en San Diego, y bueno de allí no han salido. Terminé mi colegio, aquí en el Getsemaní por la calle de la Media Luna. Desde ese entonces comienza mi amor por este barrio.

Vea, yo salgo del centro y me pierdo; es que todo lo teníamos aquí, cuando quedaba el mercado, donde hoy queda el Centro de Convenciones, [era] una estructura hermosísima perfecta, ajustada a nuestras necesidades: tenía tres arcos, tenía una salida que daba a la bahía y allí descargaban la mercancía que traían de los pueblos, y muchas de las personas que trabajaban allí eran de aquí de Getsemaní y uno tenía acceso a todo aquí. Como este barrio desde sus inicios fue de artesanos, muchas familias fueron heredando esa labor; por eso usted ve por aquí muchas ebanisterías, carpinterías y en la parte culinaria, no joda, lo más bueno lo hacen por aquí. Yo me acuerdo de la familia Martelo, que todos los domingos hacían pasteles, las señoras sacaban las mesas de fritos en las terrazas, poco a poco se fue acabando todo...

Mire Manga, eran haciendas, fincas donde las personas de bajos recursos de Getsemaní se iban a trabajar allá. Eso lo acabaron, lo que les falta es venir a terminar de acabar Getsemaní; para mí seguimos siendo los arrabales de la historia, todo ocurre alrededor de nosotros, y no le estoy hablando de hace cien años, le estoy hablando de hace veinte a quince años.

Vea, hace poco me encontré con una señora que se lanzaba al Concejo y me dice; oye, Mario, y ¿tú donde es que vives? Y le digo: En Getsemaní, -¡No jodaaaa!, entonces tienes plata, porque ese barrio vale plata; vende esa vaina y verás cómo se te compone la cosa. Cuando yo coja una buena platica me compro algo por allá, que eso lo van a poner bien elegante.

-Oiga, le digo a usted por mi parte, de aquí no me voy, a diario viene gente a visitar a tomar fotos, a ofertar estas casas que quedan cerca a las plazas, pero, ombe, ya estamos acostumbrados a esto por acá, fíjese en el letrero que está enfrente dice: ¡¡NO JODA AQUÍ!! Es porque ya han venido muchos inversionistas extranjeros que están pendientes, porque es una casa esquinera y el patio llega hasta la otra calle. Aquí han comprado muchos españoles y franceses, con la justificación de que les gusta el barrio por ser histórico y resulta que destruyen las fachadas porque sí, las cambian a coloniales, pero son las réplicas de las casas de los patronos de la gente que nos tenía esclavizados, no son las de nosotros, nuestras casas siempre han sido amplias y modestas.

Yo veo a este barrio en diez años y no veo a nadie que conozca; al final todos vamos a salir, porque me muero yo y mi mujer y los hijos no se van a resistir a la tentación de trescientos o cuatrocientos millones que ofrecen por la casa. Oiga, esto no va más de aquí.6

Mirando los relatos de las conversaciones grupales y las afirmaciones en entrevistas a profundidad, podría decirse que sus moradores habitan y conviven a diario entre la desesperanza y el anhelo de un futuro al lado de los suyos, la lucha por mantenerse en el sector y la transformación de costumbres y valores. Cada día, el lugar es más de foráneos que de propios, y el intercambio y sociabilidad que antes era un referente fundamental, hoy se entrelaza con matices de una multiculturalidad que ya no se expresa en inmigrantes que buscaban allí mejores oportunidades de vida, sino en un turismo permanente que simboliza las valoraciones e imaginarios que la sociedad occidental viene reproduciendo frente a lo patrimonial y la conservación arquitectónica de lo que «ellos consideran histórico».

Convivir con el flash de las cámaras fotográficas, con los videos que «x» o «y» artista realiza en la plaza, con el cierre de una de sus esquinas por el desarrollo de algún evento privado son prácticas que a diario vivencian y que hoy se naturalizan en muchos de sus habitantes como parte más de una cotidianidad que se transforma y de unos habitantes que se niegan a salir de un barrio que nunca es el mismo.

«Getsemaní huele a humedad y a suciedad»

La expresión que da título a este apartado podría clasificarse como un imaginario identificado en algunos pobladores de Cartagena que inscriben sus percepciones de lo barrial en imágenes que reproducen la ciudad moderna y turística y que inciden en la configuración socio-espacial del barrio Getsemaní como lugar antropológico.

En percepciones de habitantes externos al barrio y urbanistas nacionales e internacionales ha surgido un modelo del «ser urbano», como aquel que pertenece a una ciudad idílica que desconoce y sataniza todos aquellos espacios que puedan presentar aglomeración, «des-orden» y caos y que por lo tanto están en oposición al flujo expansionista de complejos arquitectónicos que reproducen silencio y confort.

Daniel Hiernaux (2008) afirma que en las ciudades modernas latinoamericanas se viene reproduciendo un discurso que ha permeado las mentalidades de sus habitantes. En este, pareciera que en la ciudad, solo tienen validez y aceptación aquellos sectores que responden a un modelo residencial de tipo homogenizante y adecuado a una condición social de elite; son sectores alejados que obligan al acceso en automóvil y a ciertos mecanismos de consumo de distinción simbólica, como la visita a centros y malls comerciales. Esta concepción hace parte de un imaginario dominante que se sintoniza con el modelo de una ciudad moderna y capitalista.

En los últimos años, de manera alterna, se ha configurado un imaginario de regresar al centro; promovido fundamentalmente por iniciativas internacionales de capital privado que en aras a aumentar ganancias despertaron interés en la protección del patrimonio histórico, arquitectónico y «aparentemente» cultural en las ciudades. Esto viene generando un flujo de extranjeros con una concepción bohemia de la ciudad, una experiencia que Hiernaux (2009) considera puede ser solo reservada para sectores sociales de movilidad mundial y grupos sociales elites que adoptan este estilo de vida y una cierta identidad social complementaria con este tipo de barrios. Retomando a este autor, para estos grupos poblacionales regresar al centro es ganar un estatus social e innovador que les permite diferenciarse de la residencia tradicional en la casa suburbana o el apartamento de clase media. Dicha decisión expresa más un interés subjetivo que una elección racional en cuanto funcionalidad o distancia entre residencia y trabajo.

Esta concepción globalizante es un imaginario dominante que en las últimas décadas ha cobrado importancia en América latina, debido a los altos costos del suelo en las ciudades europeas; por lo que centros históricos reconocidos por la UNESCO, como Cartagena de Indias, generan una seducción e intereses inversionistas en dichos grupos poblacionales.

Estos nuevos habitantes-turistas hacen desplazamientos cortos generalmente a pie y acuden a la bicicleta para movilizarse en unos espacios reducidos de la ciudad, sienten que habitando un entorno patrimonial «exhalan cultura y tradición»; consideran que la posibilidad de socializar con otros individuos es una manera de huirle al sentimiento de soledad e individualidad vivida en los barrios modernos. Sin embargo, plantea Hiernaux, que estos «nuevos habitantes» solo pasan temporadas, adecuan sus casas para pasar allí durante una temporada de tres o cinco meses pero terminan regresando el resto del tiempo a sus apartamentos y casas silenciosas en sus ciudades de origen.

La descripción de Hiernaux no es ajena a la realidad que afrontan cada día los habitantes del Getsemaní: flujo de compradores con la intención de habitar por temporadas el barrio y la persuasión de sus habitantes de que vendan sus viviendas y se vayan a vivir a barrios más «tranquilos», «silenciosos», «seguros» y socialmente legitimados. Estos imaginarios urbanos que otorgan un valor simbólico y comercial a los centros históricos operan una lógica de restauración y remodelación, en una arquitectura del confort contemporánea que pretende simular y conservar las huellas históricas. En este sentido, es notorio ver en Getsemaní cómo muchos de los compradores remodelan casas y las adecuan interiormente con lujos que van en contravía de lo que históricamente se configuró en el barrio como un sector de personas pobres. Consideran que el valor arquitectónico de limpieza, con calles limpias, andenes sin personas circulando, es lo que le dará estatus y permitirá la conservación de sus huellas históricas. Este imaginario termina volviendo los centros históricos espacios fantasmas, escenografías o simplemente un paisaje, en el que el turista solo puede fotografiar fachadas, bajo la ficción de que son de dos o tres siglos atrás.

Sumado a los anteriores puntos, en las ciudades modernas y cosmopolitas como Cartagena, sus habitantes cada vez más consideran que el progreso y la buena vida se llevan alejados del bullicio, y se instaura una idea sesgada de progreso y seguridad a lo que Alicia Lindón (2007) identifica como el mito de las ciudades de cristal, que no es otra cosa que la vida en altos edificios con grandes ventanales y la mirada sobre un paisaje; quizá por ello, para muchos habitantes de Cartagena, en Getsemaní siguen viviendo solo excluidos, arrabaleros y habitantes que conviven con la suciedad, la ilegalidad y el desorden. El hecho de que muchos habitantes del barrio no lo sientan suyo y por ello su único fin sea usarlo no es solo responsabilidad de sus moradores, sino también de los planificadores y administradores de una ciudad que crece, se complejiza y moderniza.

Es común que muchos de los nuevos habitantes lleguen con ideas externas y una mirada etnocentrista de desarrollo y bienestar; les cuesta vincularse a las dinámicas de sus habitantes y por tal razón podría decirse que desconocen o invalidan procesos históricos, relaciones, tensiones particulares y propias en su ejercicio de ciudadanía, participación, convivencia y resistencia. Tienen la imagen del negro como racista, cerrado y apático, en un lugar que no ofrece nada pero a pesar de ello sigue ahí. La idea de que en el barrio sus habitantes son de otras partes y que a los getsemanisenses no les interesa el sector es una concepción que se ha venido reproduciendo y expresa nuevas formas de exclusión simbólica propias de un etnocentrismo multicultural, que reproduce prejuicios y estigmas sociales, donde el Otro siempre será un pendejo, desinteresado, racista, excluyente e indiferente y donde además se llega con una idea mesiánica de salvar lo que en su mentalidad ha estado perdido, como se observa en el testimonio siguiente:

Nuestra organización intenta fortalecer los espacios culturales de la ciudad, preservar lo que aún se conserva, puesto que está en peligro. Sin embargo, existe cierto recelo de la gente con nuestro trabajo; aquí no existe una unidad como barrio que intentamos conservar. Getsemaní se rehúsa a [aceptar] nuestros procesos culturales; nosotros pensamos que la cultura es muy importante para la fortaleza de nuestra historia, generando sentido de pertenencia. Este barrio es muy especial para nosotros y para la ciudad, por su historicidad es muy importante, y la gente de aquí no se da cuenta de esa riqueza. Aunque no llevamos mucho tiempo aquí, poco a poco lograremos incentivar ese sentido de la gente.

Nosotros tenemos esta propuesta de Tu Cultura, que es una fundación que trabaja por la cultura, promovemos eventos, ruta turística y proyectos sociales a través de la cultura [y] a través del programa Proyectarte. Pero si vamos a hablar de la gente getsemanisense, solo te puedo decir que la respuesta indiferente del barrio es un problema para la gente que quiere trabajar. Eso es todo. De todas maneras a las personas así que vienen a hacer trabajos de la universidad solo les digo que no se desanimen, que poco a poco se consigue algo.7

Considerar al otro como receloso, que desconoce su riqueza y que de cultura solo pueden hablar los de afuera es un síntoma propio de sociedades racializadas que excluyen e invisibilizan las expresiones y tramas simbólicas de habitantes, escudándose en la incapacidad de comprenderlas, reconocerlas y respetarlas.

Reflexiones finales

Ningún barrio podría ser homogéneo; aunque exista unidad, hay singularidades que no pueden descocerse y que entran en permanente tensión. La vida en los barrios es un abanico de restricciones y también de contradicciones y puntos de fuga, y Getsemaní no es ajeno a ello. Sin embargo, los imaginarios urbanos que operan en el Getsemaní se convierten en una carta de navegación que devela desplazamientos simbólicos expresados colectivamente en imágenes sociales, las cuales configuran el barrio en una perspectiva social e identitaria desde la cual se hace visible un patrimonio vivo que va más allá de su infraestructura y su funcionamiento espacial.

Las relaciones de vecindad, la concepción y el uso de la calle, las prácticas de socialización en las esquinas y en sus plazas expresan un universo simbólico que le confiere al sector una imagen bulliciosa, espontánea, pero también amigable y solidaria. En el barrio desde tiempo atrás las puertas de las casas permanecen abiertas; los vecinos entran y salen como un miembro más de la familia. En ese sentido a Getsemaní podría decirse, lo simboliza su ambiente familiar y la imposibilidad de ser anónimo. La expresión de Getsemaní remite a un sector de Cartagena que expresa ser Caribe, es narrado y vivenciado por muchos de sus habitantes en una cosmovisión de alegría, folclor y fiesta. Estas imágenes no solo representan modos de ver y definir el mundo, sino que también se expresan en prácticas que determinan sus espacios públicos y su vida cotidiana.

En los habitantes más foráneos de Getsemaní persiste el imaginario social de un barrio integrado, que conserva rasgos de añoranza de una vida de resistencia, lucha, calidez en las relaciones y, como se dijo anteriormente, de valoración de vecindario. Sin embargo, en muchos de estos rasgos se ha sufrido una metamorfosis frente a lo «nuevo», expresado en el interés económico, urbanístico y turístico de muchos de sus visitantes, quienes alteran estas dinámicas imaginadas y ponen al barrio y a sus habitantes en una tensión entre la añoranza, lo imaginado lo practicado y la utopía.

Getsemaní afronta hoy más que nunca una tensión entre lo visible y lo invisible, entre lo que se sabe y lo que se sospecha; convive en una tensión entre sus tradiciones ancestrales y los trazos globales que irrumpen y anuncian cierto desconcierto en su devenir histórico a muchos de sus pobladores. Sus habitantes viven el barrio, lo caminan, lo trabajan, lo han visto nacer, lo festejan, lo desbordan y lo trasgreden, pero sobre todo lo siguen habitando, y ello es la expresión de una lucha permanente, de seguirse resistiendo a las transformaciones socio-espaciales que en los últimos años se han venido instaurando y que afectan significativamente su vida cotidiana.

Lo espacial, para los urbanistas y «progresistas», generalmente se compone de una estructura rígida y lineal, pero son los imaginarios que a manera de composiciones libres y autónomas permiten desbordar esa trama rígida en la vida barrial. Al respecto, plantea Francisca Márquez (2007) que siempre habrá un espacio residual donde la soberanía del imaginario colectivo y lo individual puedan detonar.

Desde esta perspectiva los modos de habitar están íntimamente ligados a los modos de imaginar y son partes de la condición de vivir lo urbano. En tal sentido, Getsemaní como espacio urbano habitado e imaginado difícilmente puede ser comprendido como un lugar de orden y de congruencia. En él, se expresa por definición la experiencia de la diversidad, de la multiculturalidad, el exceso de sentidos, de la densidad de interacciones e intercambios acelerados. En esta vía, metodológicamente es imposible pretender situar o estandarizar imaginarios, pues sería pretender definir identidades en un sentido inmóvil e inflexible y también, sería la expresión de una incapacidad para entender la metamorfosis como manera de sobrevivencia que sus habitantes configuran para sobrevivir, permanecer y seguir soñando e imaginando el barrio que habitan.

En una sociedad de castas, segregadora como la cartagenera, la posibilidad de construir mundos y relatos entre iguales podría interpretarse como un espacio de resistencia a unas mutaciones que han venido experimentando el tejido urbano y el mercado del suelo, donde el individualismo y la competencia dificultan la interacción. Por ello, es grandioso que en el Getsemaní, a pesar de los múltiples intereses globales de progreso y desarrollo económico, sus habitantes sigan construyendo de manera horizontal -no necesariamente armónica- puntos de encuentro y de fuga para narrar lo que han sido, lo que son y lo que sueñan ser.

Hablar del Getsemaní como un fragmento de la ciudad, como un espacio urbano, es reconocerlo como un campo de significado donde lo real, lo simbólico y lo imaginario coexisten y se entremezclan: lo imaginario como una expresión plausible de la realidad, lo simbólico como la producción de sentido y lo real como eso que está ahí y cuya presencia intentamos inútilmente conocer o mantener a raya (Delgado, 2011).

Recorrer las calles del Getsemaní es iniciar un viaje donde esas tres nociones se entrecruzan y desvanecen por momentos. Es enfrentarse con lo real, pero poco a poco darse cuenta de que se van asomando los muros de lo imaginario, y luego se encuentra que triunfa el recuerdo y la nostalgia de lo real. En ese sentido, los imaginarios urbanos construidos en el Getsemaní me recuerdan los planteamientos que propone Ledrut (citado por Delgado, 2011), donde se conciben como aquellas representaciones que rigen y orientan los sistemas de identificación y de integración social y que hacen visible la invisibilidad social.

Vistos así, los imaginarios son las matrices que fundan y organizan lo social, por eso pasear por las calles del Getsemaní sentarse en la plaza de la Trinidad o del Pozo, conversar con algunos de sus moradores o visitantes, es atravesar y encontrarse con imaginarios propios o de otros que los dejaron allí, es transitar por la huellas y acariciar el futuro; es, como dice Manuel Delgado, encontrarse en un cuarto de ecos donde cada sitio y cada historia es un diálogo con otros sitios y otras historias, es ensordecerse con cada sonido y enceguecerse con cada sombra. Así es el Getsemaní: juicio, recuerdo, futuro; es todo eso que está ahí, pero también lo que no está.


Pie de Página

4El sentido se produce en función del sin-sentido, como lo afirma Deleuze: «el sentido no está por descubrir ni restaurar ni reemplazar, está por producir con nuevas maquinarias; no pertenece a ninguna altura, ni está en ninguna profundidad, sino que es efecto de superficie, inseparable de la superficie como de su propia dimensión» (1995: 90).
5Entrevista con un poblador, 21 de junio, 2012.
6Entrevista señor Mario, 73 años, 21 de junio, 2012.
7Entrevista con Ana Cristina, representante de una institución cultural.


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