Racismo, democracia racial, mestizaje y relaciones de sexo/género1

Racism, racial democracy, mestizaje and sex/gender relations

Racismo, democracia racial, mestizaje e relações de sexo/gênero

Peter Wade2
University of Manchester, UK3
peter.wade@manchester.ac.uk

1«Este artículo fue producto de la investigación "Race and Sex in Latin America».
2Ph.D. En Antropología Social de Cambridge University.
3Profesor de antropología social

Recibido: 18 de abril de 2013 Aceptado: 23 de mayo de 2013


Resumen

Las ideologías y prácticas latinoamericanas de mestizaje contienen dentro de sí la dinámica de la igualdad y la diferencia y de la democracia racial y el racismo al mismo tiempo. Aquí se explora cómo esta coexistencia simultánea opera en gran parte mediante complejos enmarañamientos de sexualidad, género y raza/etnicidad, que tienen lugar en el ámbito del cuerpo y de la familia así como de la nación. Esto se analiza mediante varios ejemplos concretos de diferentes periodos históricos y regiones de Latinoamérica. Se termina con un breve examen de los procesos de formación de las subjetividades, en los que las relaciones ser-otro, o en términos de Bhabha, la «Otredad del Yo», asumen una forma particular que permita la coexistencia normalizada de prácticas ciudadanas, de convivialidad democrática y racistas antidemocráticas.

Palabras claves: raza, mestizaje, Latinoamérica, sexo, género.


Abstract

Latin American ideologies and practices of mestizaje contain within them dynamics of equality and difference and of racial democracy and racism at the same time. I explore how this simultaneous co-existence operates in large part through complex entanglements of sexuality, gender and race/ethnicity, which take place at the level of the body and the family as well as the nation. I examine this through a number of concrete examples from different historical periods and regions of Latin America. I end with a brief look at processes of the formation of subjectivities, in which self-other relations, or in Bhabha's terms the 'Otherness of the Self', take on a particular shape that allows the normalised co-existence of citizenly, democratic conviviality and anti-democratic racist practices.

Key words: Race, mestizaje, Latin America, sex, gender.


Resumo

As ideologias e práticas latino-americanas de mestizaje abarcam as dinâmicas de igualdade e diferença e, simultaneamente, de democracia racial e racismo. Explora-se aqui como essa coexistência simultânea opera, em grande medida, mediante complexos emaranhados de sexualidade, gênero e raça/etnicidade que, por sua vez, se localizam no âmbito do corpo, da família e da nação. Essa questão é analisada mediante vários exemplos concretos de diferentes períodos históricos e regiões da América Latina. Finaliza-se com um breve exame dos processos de formação de subjetividades, nos quais a relação ser-outro ou, em termos de Bhabha, a «Outredade do Eu», empreende uma forma particular que permite a coexistência normalizada de práticas cidadãs, de convivência democrática, e racistas antidemocráticas.

Palavras-chave: raça, mestizaje, América Latina, sexo, gênero.


Introducción

En este artículo, analizo las ideologías y prácticas latinoamericanas que involucran las ideas de raza y mezcla racial (mestizaje o mestiçagem) -en líneas generales, la idea de que hay categorías de personas designadas como negro, blanco e indio o indígena y la idea de que tales categorías se mezclaron en el pasado y siguen mezclándose hoy, mediante la reproducción sexual y el intercambio cultural, para producir diversos tipos de mestizos-. Estas ideologías y prácticas han mostrado ser muy pertinentes para la gobernabilidad colonial y para la formación de identidades nacionales en la región. En muy diversos grados, según la subregión y el periodo histórico, también han sido significativos en la definición de las identidades colectivas y personales, aunque siempre en conjunción con otros ejes de identificación, en especial la clase, pero también la sub región, entre otros.4

El mestizaje y las ideas asociadas en torno a la raza involucran elementos contradictorios en relación con la ciudadanía y, a grandes rasgos, definiciones de pertenencia (sea a la nación o a la familia): ambos son inclusivos y exclusivos. Prometen incluirlos a todos como reclutamiento potencial para la mezcla o como donante a una sociedad o familia racialmente democrática, mezclada, en la que todos son esencialmente iguales en términos de raza, o la raza es simplemente irrelevante - y dicha promesa puede cumplirse en diversos grados. Pero excluyen a algunas personas, porque las categorías básicas que organizan conceptualmente el mestizaje son poderosamente jerárquicas y racistas, ponen lo negro y lo indio en la base de muchas escalas de valor- por lo general las ligadas a la modernidad, al progreso, al desarrollo, a la belleza- a pesar de que esas categorías de bajo valor puedan situarse más arriba en escalas ligadas a valores de primitivismo o autenticidad autóctona.

El mestizaje está completamente permeado por el género, en el concepto y la práctica. Aunque sus significados incluyen el intercambio cultural y la transmisión, el mestizaje está profundamente impregnado de nociones de reproducción sexual, genealogía, familia y parentesco, todas las cuales involucran ideas sobre las relaciones entre hombres y mujeres, en las cuales es central el sexo. Como el mestizaje mismo, los orígenes de aquellas están entrelazadas en estructuras de dominación coloniales, la noción de parentesco aquí es ampliamente europea en su origen, basada en ideas de genealogías cognáticas en las que madres y padres contribuyen por partes iguales a la conformación de la sustancia de los hijos (Porqueres i Gené, 2007; Strathern, 1992). Esta igualdad de contribución sustantiva ha sido, por supuesto, modelada fuertemente por inflexiones patriarcales que privilegian linajes masculinos y contribuciones de mujeres sometidas a la evaluación y el control masculino. Los relatos de origen para varias naciones latinoamericanas especifican el que hombres blancos, europeos tengan hijos con mujeres africanas e indígenas como el acto seminal de un nuevo orden social, que en últimas dio lugar a la nación.

Mi argumento es que las dimensiones de sexo/género del mestizaje son fundamentales para la manera como coexisten la inclusión y la exclusión, lo que es central a la manera como opera el mestizaje en calidad de ideología hegemónica y proceso de gobernabilidad.5 Aunque otros académicos han reconocido que el mestizaje es un discurso permeado por el género (e.g., Goldstein, 2003; Nelson, 1999; Powers, 2002; Smith, 1997; Stepan, 1991; Weismantel, 2001), no creo que se haya apreciado en toda su magnitud las implicaciones de esto para la operación de dinámicas de inclusión y exclusión interpenetrantes. La operación del mestizaje mediante el sexo o el género ayuda a convertir la inclusión y la exclusión en parte de la experiencia de la vida cotidiana, así como en materia prima de la retórica nacionalista; ayuda a carnalizar, naturalizar y hacer familiares las ideas y prácticas de mestizaje (cf. Stoler, 2002); esto hace que las contradicciones del mestizaje establezcan la formación del ser en su relación mutuamente definitoria con otros.

La manera como raza y género (y clase y sexualidad) se «intersectan» o «articulan» ha sido de interés para los estudiosos durante cierto tiempo, especialmente en aquellos campos de los estudios críticos sobre raza, género y sexualidad.6 Latinoamérica ofrece un conjunto particular de ejemplos -ejemplos en los que el concepto mismo de nación se basa a menudo en una relación sexual racializada entre géneros- pero la lección general de que la raza y el sexo/género constituyen mutuamente el modo de ser y devenir del otro es, por supuesto, de mayor envergadura. El argumento de que la manera como las jerarquías raciales se articulan con relaciones de sexo/género permite naturalizar las jerarquías, materializarlas y hacerlas entrañables es también una manera importante de ir más allá de la articulación o la intersección como simples operaciones o representaciones discursivas.

Mestizaje y la simultaneidad de la inclusión y la exclusión

En un artículo anterior (Wade, 2005), sostuve que los estudiosos recientes sobre las ideologías de mestizaje se han distanciado de la idea de que estas fueran solo representaciones dominantes que borraron la negritud y la indigenidad en la nación y dirigieron la mirada hacia la blanquitud o hacia una mesticidad blanqueada. En lugar de eso, algunos académicos hacen énfasis en que el mestizaje tiene múltiples significados, algunos de los cuales se generan «desde arriba» y otros «desde abajo». El mestizaje puede ser a la vez un discurso oficial de nacionalidad, que privilegia la blanquitud y suprime o marginaliza la negritud y la indigenidad, y un discurso subalterno que cuestiona las categorías de raza de origen colonial (Klor de Alva, 1995; Mallon, 1996).

Dicho cuestionamiento puede ocurrir a muchos niveles, con las elites mestizas nacionales cuestionando el dominio global de la blanquitud, o grupos locales no blancos cuestionando el dominio de las elites nacionales blanqueadas o las clasificaciones dominantes socio-raciales. Por ejemplo, algunos pueblos andinos reclaman ser «mestizos» e «indígenas» al mismo tiempo (De la Cadena, 2000), mientras que algunas personas en el noroeste de Brasil dicen que son tanto «indígenas» como «negras» (French, 2009; Pinheiro, 2009) y algunos jóvenes habitantes de ciudades en Guatemala reconocen su mezcla y su ancestro indígena, pero rechazan las identidades maya (indígena) y ladino (mestizo blanqueado) (Hale, 2005: 25). Estas reivindicaciones ponen en tela de juicio las narrativas de mestizaje que asumen que hacerse mestizo es dejar atrás la negritud y la indigenidad. En el contexto de la diáspora latina, se puso en práctica anteriormente la idea de que la mezcla cuestiona y subvierte las clasificaciones raciales en los EE.UU. (Anzaldúa, 1987) y ha sido usada desde entonces (Nash, 1995; Rodríguez, 2002; Wade, 2004).

Mi argumento era que es importante ver el mestizaje «desde arriba» (la homogenización) y «desde abajo» (la diferenciación), pero esto puede dejar de lado también un aspecto crucial de la manera como funciona la ideología y como garantiza la hegemonía. Diane Nelson lo plantea de manera más concisa:

La categoría de «mestizo» necesita la diferencia -entre indio y ladino, entre hombres y mujeres, y entre parentesco legítimo e ilegítimo. La categoría de «mestizo» solo puede materializarse mediate las diferencias y simetrías producidas a través de las intersecciones de los sistemas de consanguinidad, de género, de sexualidad, de clase y de raza en Guatemala. ... El mestizaje solo funciona mediante la producción de identificaciones diferenciales (aunque nunca claramente pronosticadas), no suprimiéndolas (Nelson, 1999: 239; itálica en el original).

El mestizaje «desde arriba» tiene dentro de sí imágenes y procesos de diferenciación; incluye la diversidad. Así no está simplemente en oposición al mestizaje desde abajo, sino que lo anticipa en formas fundamentales y así tiene el poder de cooptarlo. Como lo señala De la Cadena, los 'mestizos indígenas' pueden ser también muy racistas hacia aquellos que identifican como meramente indios.

Las ideologías del mestizaje son un medio de controlar un dilema clásico en los regímenes liberal y republicano, que configuraron ideales de ciudadanía e igualdad comunes para todos, pero luego los traicionan rutinariamente discriminando a ciertas categorías de personas -por lo general, los pobres, iletrados, no blancos, mujeres-, que no pueden gozar de los frutos plenos de la ciudadanía, sea porque están excluidos legalmente de la participación política o porque están marginados de manera tal que la participación política y otras formas de participación ciudadanos son más difíciles para ellos. Hay, en resumen, una tensión entre el universalismo y el particularismo (Balibar, 1991; Mehta, 1997).

La Latinoamérica post independentista ha visto luchas constantes por regímenes de ciudadanía republicanos y liberales que de manera explícita o en la práctica excluyeron a los indígenas, los negros, las mujeres, los pobres, quienes no poseían propiedad alguna y los analfabetos (Chambers, 1999; Engerman y Sokoloff, 2005; Sanders, 2003). En Latinoamérica, sin embargo, el manejo del dilema en relación con las clasificaciones raciales tiene una forma específica, en la que hay inclusión y exclusión racial simultáneas. Uso -si bien admito que es imperfecto- el concepto de simultaneidad para hablar de la inclusión y la exclusión que se presenta al mismo tiempo, en el mismo lugar y mediante la misma serie de prácticas.7 Esto es bastante más que la idea de la coexistencia, en la que dos conjuntos de procesos opuestos se conviven uno al lado del otro.8 La simultaneidad implica una interpenetración de estos procesos, de manera tal que se dificulta distinguirlos. Así la aseveración de que «todos somos mestizos» y que «algunos de nosotros somos más blancos (o más negros o más indígenas o más mezclados) que otros» en forma simultánea parece cierta: son contradictorias y congruentes al tiempo. La primera no es solo una máscara retórica que cubre la otra: aunque puede desempeñar un rol de enmascaramiento, también es una declaración ontológica que comanda la amplia aceptación como una pretensión de verdad. La segunda declaración también es una demanda de verdad ontológica que parece fáctico por sí solo.

Otra instancia de esta simultaneidad es la idea de la coexistencia en Brasil de cierto tipo de clasificación racial binaria (blanco en oposición a negro) -aunque podría quererse calificarla como un ternario racial que incluya la categoría de indio- junto con un continuo racial de clasificaciones. Muchos expertos observan la evidente ambigüedad e indeterminación de los términos raciales brasileños (Telles, 2004: cap. 4), pero algunos otros han argumentado que dicha ambigüedad está estructurada por las polaridades básicas de lo blanco, lo negro y lo indígena (Sanjek, 1971; véase también Sheriff, 2001). Esto no es solo el resultado del creciente movimiento negro y otras tendencias a la claridad de la clasificación racial (Fry, 2000; Sansone, 2003), sino que es más fundamental y se deriva de la «coexistencia» -o, por así decirlo, de la simultaneidad- de la discriminación y la democracia racial inclusiva (Fry, 1995-6: 135; Sawyer, 2006: 19). En mi opinión, el punto es que la ambigüedad racial y la claridad racial son simultáneas: son ambas ciertas al mismo tiempo y en el mismo lugar. Una persona cuya identidad racial (o más bien, la apariencia física racializada) es muy indeterminada en un contexto dado siempre se juzga en relación con tipos polares categóricos racializados, que son más o menos evidentes en el fenotipo de la persona. Así, una persona puede tener una «nariz negroide» (Edmonds, 2007), que es identificable en la ausencia de una categorización racial clara de la persona en conjunto: la nariz se juzga en relación con una categoría polar «negra» estereotipada.

Crucial para este argumento es que tanto la inclusión como la exclusión raciales, las demandas de similitud mestiza y de diferenciación racial, y las ambigüedades y polaridades en la clasificación racial son «reales» -es decir, se viven y se experimentan como parte de la manera como es el mundo. Una no es una ficción para la realidad de otro; ambas forma parte de la existencia manifestada día a día; ambas son realidades parciales. Esa es una razón por la que los movimientos sociales étnico-raciales en auge, que tienden a hacer énfasis en la existencia del racismo y a favorecer identificaciones claras -tendencias avaladas por el Estado en países como Colombia y Brasil, donde las políticas multiculturales y de acción afirmativa han admitido el racismo y luchan contra él, y enumeran a las personas que usan categorías raciales inclusivas relativamente simples- pueden no obstante existir simultáneamente con una imagen persistente de sociedades mezcladas, que por ningún medio ha desaparecido en Latinoamérica. Como en los regímenes de mestizaje pre multiculturales, la diversidad y homogeneidad están presentes en forma simultánea.

La articulación de raza y sexo/género

Mi argumento es que la simultaneidad de la característica de inclusión y exclusión raciales en el mestizaje opera en y a través de las relaciones de sexo/género y que esto afianza los aspectos vividos, experienciales y «naturales» de dicha simultaneidad. Esto implica evidentemente una noción de lo que significa para la raza «operar en y a través del» sexo/género y esto, a su vez, implica una discusión de cómo el sexo/género y la raza «se intersectan» o «articulan».

En la academia feminista, existe un consenso general sobre la insuficiencia de los enfoques «aditivos», que ven simplemente el racismo, el sexismo, el clasismo, e heterosexismo, etc. como sumando sus efectos sobre un grupo dado de personas (Butler, 1993; Collins, 2000; McClintock, 1995; Povinelli, 2006; Stoler, 1995). Una mujer negra y pobre podría sufrir los impactos del racismo, el sexismo y clasismo, pero eso no es suficiente para asumir que cada elemento funciona independientemente de los demás, de manera que su impacto total es simplemente la suma de las partes. Las feministas negras estadounidenses comenzaron esta crítica en la década de 1970 indicando que las experiencias de las mujeres negras diferían de las de las mujeres blancas (Clarke, 2010; Hooks, 1981; Smith, 1983). Más adelante, Kimberlé Crenshaw acuñó el término interseccionalidad para capturar el hecho de que «la intersección del racismo y el sexismo es un factor en las vidas de las mujeres negras en formas que no pueden capturarse por completo analizando por separado las dimensiones de raza o género de dichas experiencias» (1991: 1244) o, más resumido, «cuando la raza se intersecta con el sexo cambia el significado de ambos» (Weismantel, 2001: 241).

Una metáfora levemente distinta la usa Butler, quien dice que «lo que debe analizarse detenidamente, es las maneras como estos vectores de poder [racismo, misoginia] se requieren y despliegan entre sí en aras de su propia articulación» (Butler, 1993: 18). McClintock usa una terminología similar cuando dice:

la raza, la clase y el género no son reinos de experiencia distintos, que existen en espléndido aislamiento de las demás; ni pueden simplemente unirse juntos como bloques de Lego. En lugar de ello nacen en y a través de la relación con el otro -a pesar de que lo hagan en formas contradictorias y conflictivas-. En este sentido, puede llamarse al género, la raza y la clase categorías articuladas (1995: 5; itálica en el original).

Prefiero la metáfora de la articulación a la de la intersección. La última tiene una cualidad estática -si bien esto puede en parte evitarse pensando en términos de una intersección de caminos como un punto histórico en desarrollo, donde se originan cosas nuevas (asentamientos, intercambios, redes) alrededor del punto escueto de la simple intersección de dos vectores. Sin embargo, la articulación es un término más abierto y productivo. Captura el potencial emergente de dos cosas -huesos, por ejemplo- articulándolos para crear una nueva entidad con nuevos poderes, imposible de lograr con solo poner los componentes uno junto al otro. Al mismo tiempo, la articulación connota el discurso así como la estructura, implicando que la manera como se articulan las cosas no es necesariamente estática: los elementos discursivos puede rearticularse con el tiempo para formar nuevas coyunturas (Laclau y Mouffe, 1985; Slack, 1996).

Hay que admitir que esta discusión es abstracta, pero mi intención en las secciones que siguen es brindar ilustraciones concretas de lo que la articulación significa; qué nuevas coyunturas emergen cuando se articulan la raza y el sexo/género. Como advierte Nash, «los proyectos interseccionales a menudo replican precisamente los acercamientos [aditivos] que critican» (2008: 6). Es decir, es muy difícil mostrar realmente qué significa articulación (o intersección) en la práctica: aspiro a resolver esa dificultad.

Honor, raza y sexo/género

Comenzaré con la noción clave del honor, un valor que abarca las épocas colonial y post colonial en Latinoamérica y que interpreto como una articulación funcional de la raza (y la clase) y el sexo/género. Luego daré un ejemplo de cómo el honor, como articulación de la raza y el sexo/género, funcionó en Brasil para facilitar la simultaneidad de la inclusión y la exclusión raciales.

En las primeras sociedades ibéricas modernas, al igual que en las sociedades «euroasiáticas» en términos más generales (Goody, 1976), la propiedad y los recursos pasaban a través de la línea masculina, pero también de la femenina, por medio de dotes, para constituir y reproducir una sociedad estratificada en la que el estatus familiar se basaba ampliamente en la propiedad de la tierra. Había gran preocupación por parte de padres y hermanos por controlar cómo se desposaban las hijas y las hermanas y qué sucedía con sus hijos -en resumen, por qué sucedía con la propiedad. Esto se traducía en un fuerte interés por la genealogía y el seguimiento de las líneas de descendencia. Predeciblemente, tal interés era más evidente entre familias de la elite. Definir quién pertenecía y quién no en términos de genealogía también daba origen a un interés en la «pureza de sangre» como medio de calcular la pertenencia a una clase de la elite (Foucault, 1998 [1979]; Smith, 1996). Tal pureza podría en principio ser no racial pero, en el contexto de la colonización de las Américas, rápidamente se racializó, de modo que la no blancura era una marca de facto de la impureza o falta de limpieza de sangre (Martínez, 2008; Silverblatt, 2004; Stolcke, 1994).

El honor era una expresión tanto de la propiedad sexual de las mujeres (como la imponían los hombres en términos de castidad premarital y fidelidad marital de «sus» mujeres) y pureza de sangre, garantizada ella misma por la propiedad sexual de las mujeres. En otras palabras, las inquietudes gemelas sobre genealogía/pureza (que se racializaron) y la propiedad sexual (es decir, sexo/género) articuladas en una matriz de honor y deshonra, que se convirtieron en expresión del sexo/género y el control racial. El control de la sexualidad femenina se tornó un tema del control de la pureza racial y viceversa (Smith, 1997).

Pero un corolario del patriarcado y el sexismo que encarnaban estos órdenes era que el honor del hombre era diferente del honor de la mujer. Era la propiedad sexual y la continencia femenina el objeto de debate (Lavrin, 1989). Los hombres podían mancillar su honor con la falta de decencia sexual -por ejemplo, con la homosexualidad pasiva e incluso activa (Nesvig, 2001)- pero tener sexo antes o por fuera del matrimonio no tenía posibilidad de perjudicar la reputación de honorabilidad de un hombre. No es de sorprender, que los hombres de la elite apuntaran con más facilidad a mujeres no pertenecientes a la elite -que por definición eran faltas de honor a los ojos de la elite, aun cuando las no elites con frecuencia adujeran una conducta honorable (Johnson y Lipsett-Rivera, 1998; Stern, 1995). Los hombres de elite podían ejercer su predominio de clase, raza y género usando/abusando de la sexualidad de las mujeres no honorables, como lo muestra Stolcke para la Cuba colonial decimonónica y Smith para diferentes naciones latinoamericanas independientes en el mismo periodo. Tales relaciones variaban del sexo coercitivo y casual al establecimiento de familias informales (que con frecuencia existían junto a la familia marital del hombre de elite). Lo último podría proporcionar oportunidades para la movilidad en ascenso para las mujeres no blancas y por fuera de la elite (y para sus hijos), mientras que las mujeres (y sus compañeros) podían también resistirse a relaciones sexuales más depredadoras, reivindicando un derecho al honor que les negaban las elites (Martínez-Alier [Stolcke], 1989 [1974]; Smith, 1997; Smith, 1987).

En síntesis, se formó una nueva coyuntura -el honor-, que articulaba la raza y el sexo/género, pero que terminó como algo más que estos dos simplemente añadidos. (No pretendo sugerir que los valores del honor no preexistieran a esta articulación en particular; pero el honor asumió una nueva forma al actuar como la articulación de raza y sexo/género en esta forma). Así, las demandas sobre (la falta de) propiedad sexual se convirtieron automáticamente en demandas por (la falta de) pureza racial y viceversa. Los intentos de las elites de vigilar las fronteras raciales - que se hicieron más vigorosos a finales del siglo XVIII, cuando los escalones superiores se sintieron invadidos por los mestizos- fueron automáticamente intentos de vigilar las fronteras sexuales (Gutiérrez, 1991; Twinam, 1999). Por supuesto, el hecho de que la dominación racial sea sexualizada y de género -o que la dominación de sexo/género sea racializada- no es exclusiva de Latinoamérica ni específica de los valores del honor (McClintock, 1995; Nagel, 2003; Stoler, 2002; Wade, 2009). El concepto del honor en Latinoamérica fue una articulación particular, que agrupó nociones de propiedad y pureza en un contexto de mezcla racial, en el que la pureza solía ser una reivindicación discutible y en el que las demandas de propiedad sexual podían hacerse para sustituir reivindicaciones de, si no de pureza racial, entonces por lo menos de insignificancia de raza, como argumentaré ahora.

Honor, mestizaje e inclusión y exclusión simultáneas

El complejo del honor dio lugar a procesos simultáneos de inclusión y exclusión racializadas. Chambers (1999) hablando de Arequipa, Perú, y Caulfield (2000) sobre Brasil muestran cómo funcionó este proceso en diferentes épocas y diversos contextos. Demuestran que las clases plebeyas (que eran en teoría «más oscuras» - más indígenas o más negras-) presionaron para ser incluidas en la categoría de ciudadanos honorables (por implicación también más blancos). Esto se permitía, hasta cierto punto, y según ciertas normas de honor basadas en el género; pero el honor seguía ejerciéndose para mantener algunas fronteras raciales y de clase.

Sarah Chambers, en From subjects to citizens: honor, gender, and politics in Arequipa, Peru, 1780-1854, sostiene que, en aras de aplacar potenciales tensiones de clase racializadas, la elite local de Arequipa permitió que algunos plebeyos, de origen indígena, y sus familias fueran «honorables» (y por ende también ciudadanos plenos) extendiendo las definiciones de honor más allá de los valores centrales del derecho de nacimiento heredado para incluir valores de trabajo laborioso y virtud cívica. Parte de dicha virtud era, crucialmente, la respetabilidad ratificada en la propiedad sexual familiar (que implicaba el fuerte control masculino de esposas e hijas, que de todos modos quedaron excluidas legalmente de la plena ciudadanía por la constitución de 1823). Chambers sostiene que este proceso subyace a la imagen naciente de Arequipa como ciudad «blanca», en comparación con otras ciudades andinas, como Cuzco. Los hombres de la elite y algunos plebeyos instituyeron una causa común en torno al honor, que implicaba a la vez la blanquitud y la propiedad sexual (bajo el control masculino, pero con respaldo femenino). Surgió un sentido de sociedad democrática incluyente, en términos de clase y raza, con base en el honor compartido del hombre. Al mismo tiempo, se mantuvieron vigentes las exclusiones de clase-raza (y género). En primer lugar, esclavos, siervos, peones y mujeres no eran ciudadanos plenos. Segundo, Chambers muestra que, en los tribunales -una de las instancias claves donde se hacían visibles y efectivos los juicios sobre quién era honorable y quién no- los jueces elevaban el estándar de honor y respetabilidad, haciendo así más difícil que los plebeyos fueran definidos como honorables y protegiendo la superioridad de la elite. En este sentido, el honor permitía tanto la inclusión como la exclusión.

El papel de la articulación raza-sexo/género es vital aquí. En lugar de solo indicar a los plebeyos que podían formar parte de la elite de raza-clase, si trabajaban duro y se comportaban bien, los hombres de la elite indicaban que los plebeyos debían comportarse «de manera honorable», lo cual incluía el control de su sexualidad y sobre todo la de sus mujeres. Esta inclusión (y, por supuesto, la exclusión) de raza-clase en la esfera pública penetró así el corazón de la familia y sus relaciones de sexo/género, manifestando y naturalizando «la blanquitud», lo que de ningún modo se definía en términos puramente físicos o biológicos. «La raza» -a menudo asumida como arraigada en las ideas sobre la naturaleza humana y la biología que predominaron durante el largo periodo de racismo científico en el siglo XIX- siempre ha sido de hecho un híbrido naturaleza-cultura: siempre es cuestión de enlazar la conducta externa con la esencia interna, heredable por uno u otro medio, y viceversa (Goldberg, 1993; Wade, 2002). El honor ayudó a naturalizar la raza articulándolo con el sexo/género, la familia y el parentesco. El «valor agregado» de la articulación se hace claro: la dominación raza-clase de plebeyos más oscuros por parte de elites más blancas, por sí solas, y la dominación de sexo/género de las mujeres por los hombres, por sí solos, no puede simplemente «añadirse» para revelar este efecto. La articulación de la raza con el sexo/género significa que se modelan mutuamente entre sí para producir un nuevo efecto -en este caso, la naturalización de la raza (y, de manera concomitante, la racialización del género, de modo que la regulación de la sexualidad en la familia está ligada al estatus racializado en la esfera pública).

El libro de Sueann Caulfield, In defense of honor: sexual morality, modernity, and nation in early-twentieth-century Brazil, ofrece un ejemplo similar de un periodo posterior. Caulfield muestra cómo, bajo el presidente Getúlio Vargas (desde mediados de 1930 y hasta los 40), hubo un fuerte énfasis oficial en Brasil como sociedad mixta, tolerante y racialmente democrática -una imagen que tenía raíces más largas que se remontaban a la década de 1920 al menos (Seigel, 2009: 208). Al mismo tiempo, hubo un interés de larga tradición por crear una sociedad moderna que también fuera respetable y virtuosa. La virtud sexual de los negros y pardos de clase más baja era altamente sospechosa, según médicos, higienistas sociales y elites en general. De ese modo, la aceptación de la negritud en una sociedad racialmente tolerante era potencialmente peligrosa, en especial cuando la modernidad parecía incluir libertades sexuales y emancipaciones de la mujer, que, se temía, solo exacerbarían los puntos débiles de la moral en las clases más bajas de piel más oscura, que no estaban adecuadamente preparadas para la modernidad. Así, la aceptación de una expresión cultural afrobrasileña como la zamba fue un proceso de higienización en el cual se «limpiaron» los aspectos menos «virtuosos» de la música y la danza.

Bajo su Estado Novo, Vargas impulsó reformas que crear una atmósfera más patriarcal y conservadora para la regulación del género y la sexualidad: valores familiares tradicionales, con fuerte control masculino, se promovieron mediante la legislación sobre el matrimonio, el trabajo femenino, la asistencia familiar, etc. (Caulfield, 2000: 183-194). Esto fue parte integral del Estado corporatista de Vargas, que buscaba incluir las clases trabajadoras en el orden político y económico. Sostengo la opinión de que, como en Arequipa, los hombres de la clase trabajadora, que en la sociedad brasileña incluían muchos negros y pardos, fueron invitados a participar como miembros plenos de una nación moralmente recta, basada en familias honorables y respetables, en la que ellos llevaran los pantalones. Había un énfasis en la inclusión de los hombres de la clase trabajadora como cabezas de familia honorables, en defensa del honor de la nación. Esto actuó para construir un consenso de los hombres entre razas y clases, que daba testimonio de «democracia racial» mediante un idioma de control sexual/de género. La fraternidad nacional y la democracia de raza-clase se asociaban otra vez, aunque en este caso, con un énfasis más explícito en la democracia racial y la mezcla como parte de la imagen nacional.

De otro lado, se aplicaron los mismos valores del honor para poner en efecto exclusiones de raza-clase. Caulfield (2000: cap. 5) analiza archivos judiciales de casos en las que los hombres eran acusados por las mujeres o sus familias de «desfloración» -tomar la virginidad de una joven por medio de engaños (por lo general una promesa de matrimonio). Un acusado por lo general se defendía atacando el honor y la reputación de la acusadora, debatiendo que era moralmente relajada, que por consiguiente él había asumido que ella no era virgen, o que su baja condición hacía increíble que él le hubiera prometido matrimonio (y que por ende debía haber consentido el sexo sin tal promesa). Aunque las cuestiones de raza y color rara vez hacían aparición explícita en los archivos judiciales, la raza o el color de acusador y acusado se anotaban por lo general. El análisis estadístico de Caulfield muestra que el 40% de pardas y 31% de negras acusaban a blancos (mientras que solo el 19% de blancas acusaban a no blancos), lo que indica que los blancos tendían a buscar mujeres no blancas para tener relaciones sexuales. Sin embargo, los blancos podían tomar la virginidad de mujeres jóvenes de piel más oscura con relativa impunidad: había menos probabilidades de que se les procesara o declarara culpables que si la víctima era blanca. Es decir, cuando la víctima era una mujer de piel oscura, los defensores del hombre podían tener éxito señalando la laxitud moral de la mujer o poniendo de relieve las diferencias de condición social que el color indicaba. Con frecuencia se consideraba que las mujeres carecían de honor en razón de su raza, restableciendo así la jerarquía racial. En el otro lado de la moneda, entre más oscura fuera la piel de un hombre, más probabilidades tenía de ser incriminado o condenado del delito: para la policía y los tribunales, la negritud indicaba una moralidad sexual defectuosa también para los hombres.

En resumen, la idea de democracia racial podía establecerse mediante la idea de una fraternidad masculina, basada en el control masculino de la sexualidad y el honor femeninos; aunque la misma idea del honor podía aplicarse como mecanismo para la exclusión racial y la conquista sexual de mujeres no blancas, conquistas que, por supuesto, reforzaban el proceso de mezcla, que «demostraba» la existencia de una democracia racial. En ambos casos, la raza era en general tácita: su articulación con el sexo/género mediante nociones de honor llevaron la inclusión racial y la exclusión racial al dominio de la experiencia vivida de las relaciones íntimas, los encuentros sexuales, la familia, el parentesco y la reproducción. La raza se vivía así a través de las relaciones de sexo/género tanto como se vivía a través de la clase.9 En esto, la raza y el sexo/género se configuraron mutuamente: los dobles estándares de sexo/género contribuyeron a producir la posibilidad de imaginar una «nación racialmente mezclada» en primer lugar, facilitando encuentros multi raciales y multiclase entre hombres más blancos y mujeres de piel más oscura; mientras que el proyecto ideológico de construir una nación mixta (que no obstante retuvo la jerarquía racial en la práctica) modeló las normas de sexo/género, para que se aplicaran de manera diferencial a los más blancos y los más negros.

Patrones de sexo interracial en Latinoamérica: inclusión y exclusión

El mestizaje es una ideología, pero también una práctica, que es quizás más evidente en la prevalencia demográfica de los mestizos en muchas áreas, y en las relaciones sexuales y maritales que, tarde o temprano, las originaron. Hablar de sexo «interracial» en Latinoamérica es, por supuesto, problemático en sociedades en las que «las razas» no están en modo alguno definidas con claridad suficiente para hacer posible una concepción simple de qué tipo de relación cuenta como «inter», y donde la mayoría de las uniones tienen lugar probablemente entre personas que ya están en algún lugar en esa vaga categoría de mestizo (o quizás moreno, pardo o cholo, dependiendo de dónde se esté) y cuyas opciones asociadas probablemente se configurarán mucho más por la clase social que por la raza. Sin embargo, la gente en Latinoamérica reconoce que el matrimonio y el sexo ocurren entre lo que llamamos gradientes de diferencia racializada, o en ocasiones entre personas de diferentes colores o incluso «razas», y esto se ha interpretado de diferentes maneras.

Distanciándose de afirmaciones superficiales como que la falta de tabúes fuertes sobre las uniones interraciales era un indicador de tolerancia racial y democracia, buna parte del análisis de las ciencias sociales sostiene que es precisamente en la esfera del sexo y el matrimonio que sutilmente se representan la jerarquía racial y el racismo; o, como lo plantea Bastide, que «en el encuentro de estos cuerpos, en su fusión, hay dos razas que se odian a muerte» (Bastide, 1961: 10). Mi opinión es que la inclusión y la exclusión raciales están presentes en forma simultánea en las uniones interraciales y que es esa simultaneidad la que las ideologías del mestizaje mantengan su control.

Muchos datos estadísticos muestran que los matrimonios tienden a ser racialmente endogámicos -en términos de las categorías de color y raza usadas por el censo o encuesta que se analice. Por lo general se asume que esto indica la importancia de la diferencia y la jerarquía raciales. Así, en Cuba en 1981, el inter-matrimonio variaba por categoría (autodeclarada) racial, siendo más alta entre blancos, con 93%, con los negros en 70% y los mestizos en 69% (Fernández, 1996: 114 n5). Las mayores cifras para la categoría blanca es una indicación clara del mantenimiento de los límites blancos, y esto lo refuerzan datos de una encuesta entre barrios de La Habana, que mostraban que una mayoría de encuestados «blancos» creían que el matrimonio interracial era desaconsejable, mientras una gran mayoría de los clasificados como negros y mestizos estaban a favor (Alvarado, 1998; Sawyer, 2005: 126).

Los datos del censo brasileño de 1991, en el que las personas se clasificaban a sí mismas como blancas, pardas y negras, mostró que el 77% de los matrimonios se hacían dentro de las categorías de raza/color, en comparación con 87% en el censo de 1960. Al igual que en Cuba, los blancos tenían mayores probabilidades de ser racialmente endógamos, con 80% de mujeres blancas esposas de hombres blancos, y 75% de pardas y 60% de negras esposas de hombres dentro de su categoría de color. Cuando los hombres y mujeres blancos se casaban «por fuera» lo hacían con una pareja parda con una frecuencia diez veces mayor que una preta (negra). Es interesante que las mujeres blancas mostraran una inclinación ligeramente mayor que los hombres blancos a desposar no a alguien no blanco (Telles, 2004: 176), lo cual cuestiona la imagen de las uniones interraciales como caracterizadas por blancos que establecían relaciones con mujeres no blancas. No hay datos en el censo para las uniones no maritales, ni para el sexo casual, que podrían exhibir patrones diferentes.

Las encuestas realizadas en Cali, Colombia, en 1999, muestra que las cabezas de familia hacían por lo general elecciones racialmente endogámicas (donde la «raza» se definía por categorizaciones automáticas): 88% de los blancos lo hacía, al igual que 88% de los negros, 82% de los mestizos y 76% de los mulatos (Urrea Giraldo et al., 2006: 134). En contraste con Brasil, donde la condición de clases inferiores presentaba una correlación con mayor propensión de los blancos a la exogamia racial, en Cali, la exogamia blanca no variaba con la clase.

La imagen pintada por la estadística es reforzada por datos etnográficos que indican que el matrimonio interracial es un área en la que se representa la jerarquía racial en «intercambios de estatus» que ocurren en un «mercado erótico-afectivo».10 Por ejemplo, en las favelas de Rio de Janeiro, Goldstein halló que las habitantes muchas veces soñaban con encontrar una coroa (literalmente, una corona), un blanco rico y mayor que les ayudara a salir, les diera dinero, las mudara a un bonito piso, quizás hasta se casara con ellas. En dicho «intercambio», la belleza y la sexualidad de las mujeres, fuertemente ligadas a imágenes de erotismo negro o pardo, compensa su estatus bajo de raza o clase, mientras que la edad del hombre (sobre el que había bromas entre las mujeres como conducente a una falta de erotismo) y la posible falta de atractivo se compensa con su riqueza y su blanquitud (Goldstein, 2003: cap. 3). El mismo tipo de lógica opera en la premisa difundida de que el hombre pardo o negro con éxito económico que se case «arriba» racialmente siempre lo hace impulsado por motivos de aspiración social: intercambia su riqueza (pero también posiblemente su imagen de erotismo negro) por la blanquitud de la mujer con el fin de elevar su estatus social (Moutinho, 2004). Todos estos intercambios refuerzan el valor negativo de la negritud -tanto más porque el «intercambio» implicado no es como una operación de mercado en la que, digamos, la negritud de un hombre es suprimida de hecho por la blanquitud de su esposa. Estas cualidades permanecen anexas al dador y al tomador, de manera muy similar a como un regalo se conserva adherido al dador en una economía de intercambio de regalos.

Estas representaciones y expresiones de jerarquía racial deben, sin embargo, mirarse en contexto. Es el caso sin embargo que las tasas de matrimonio interracial anteriormente citadas son mucho más altas en los Estados Unidos o en el Reino Unido. En los EE.UU., el total de las uniones interraciales que aparecía en el censo de 1990 eran apenas un 2% del total, y subieron en el de 2000 a cerca de 6%. En 2000, los matrimonios de blancos eran 97,6% endógamos.11 En el Reino Unido, las uniones «inter-étnicas» se contaban como 2% del total en el censo de 2001 y la exogamia étnica blanca era apenas 1%.12 Los índices bien podrían ser mayores si se tomaran en cuenta las uniones consensuales (como Joyner y Kao, 2005), pero es probable que este fuera también el caso para los países latinoamericanos.

En contraste, encontramos una tasa global de matrimonio interracial de 23% en Brasil (1991), con índices de matrimonio por fuera entre los blancos de 7% en Cuba (1981), 12% en Cali, Colombia (1999), 20% para las esposas brasileñas y 16% para los esposos brasileños (1991). Para un pequeño pueblo de frontera en el noroccidente colombiano en 1982, encontré que el grupo étnico más exclusivo, identificado a sí mismo como no negro y en una posición económica dominante en el pueblo, tenía un índice de 29% de uniones exogámicas (que, sin embargo, incluía el matrimonio y la unión consensual) (Wade, 1997). Las uniones «interraciales» entre diferentes categorías de no blancos (negros, mestizos, pardos, morenos) son aún más frecuentes, como hemos visto.

El punto importante aquí es mantener ambos datos sobre endogamia racial y la reproducción de la jerarquía racial en el mercado erótico-afectivo y los datos sobre la exogamia racial y la experiencia vivida de mezcla en la mente al mismo tiempo, es decir, en forma simultánea. Es precisamente en el contexto del sexo y el matrimonio que se reproducen las jerarquías raciales, mientras que al mismo tiempo el hecho de las uniones interraciales hace más que simplemente reproducir la jerarquía racial. Es una piedra base en las demandas sobre la existencia de una supuesta democracia racial, pero también es una experiencia vivida de democracia racial que ocurre simultáneamente con la experiencia vivida del racismo.

En mi trabajo sobre los emigrantes negros a la ciudad de Medellín, descubrí altos índices de matrimonio y cohabitación interraciales. Los hombres negros eran una pequeña minoría en la ciudad y, especialmente entre aquellos que pertenecían o aspiraban a un estado de clase media, la vida se vivía inevitablemente entre blancos y mestizos, donde también se encontraban las parejas. Como lo mencioné anteriormente en relación con Brasil, una narrativa común sobre hombres más oscuros casados con mujeres más blancas es que los motiva el ascenso social. Esto devalúa sutilmente la negritud, como algo por lo que debe pagarse, reiterando así la diferencia y la jerarquía raciales. Pero esos hombres pueden encontrar también parejas entre mujeres más blancas, porque son las mujeres que encuentran en el transcurso de la vida cotidiana.13 Aunque este hecho mismo expresa la jerarquía racial de la sociedad, hay también un sentido de que las personas pueden estar eligiendo parejas sin una atención dominante a la raza. Las familias que crean son de facto mezcladas, con hijos ligados e identificados con linajes de diferentes colores y categorías raciales (Wade, 2005). En su trabajo sobre las parejas interraciales en Bogotá, Viveros observaba que para algunas personas en relaciones maritales de larga duración, las cuestiones de la raza perdían importancia, pues las rutinas cotidianas ocupaban ese lugar. Al mismo tiempo, aun estas personas en relaciones conyugales estables descubrían que estaban «obligadas a situarse continuamente en relación con [estereotipos sexuales]», que representaban a los hombres y mujeres negros como hipersexualizados y buenos bailarines. Las mujeres blancas, por ejemplo, descubrían que casarse con un hombre negro les daba una reputación de «relajadas sexualmente» (Viveros Vigoya 2008: 264, 272). Y los hombres negros aceptaban y rechazan de manera ambivalente las imágenes suyas como hipersexualizados (Viveros Vigoya 2002a, 2002b).

El trabajo de Moutinho sobre las relaciones sexuales y afectivas «heterocromáticas» también da indicaciones de esta simultaneidad. Centrándose específicamente en las relaciones entre hombres negros/pardos y mujeres blancas, como la unión que los historiadores y científicos sociales brasileños han ignorado o explicado únicamente en términos de las aspiraciones sociales de los negros, encontró que las personas no hablaban de la raza o no la consideraba significativa en sus relaciones, y también que las ideas sobre la imagen erótica y las aspiraciones sociales de los hombres negros modelaba la manera como la gente (blancos, blancas, negras) interpretaba sus acciones (Moutinho, 2004: cap. 5). La evasión de la raza como tema es bastante común en Brasil, y puede interpretarse como un simple silenciamiento o negación del racismo o como un intento de suavizarlo en un «racismo cordial». Lo veo más bien como un aspecto de la simultaneidad de la inclusión y la exclusión: la raza es y no es un problema, al mismo tiempo, y esto puede ser profundamente difícil de tratar. La gente puede abordarlo mediante el comentario indirecto, el silencio y también el humor, como se anota para Brasil (Goldstein 2003: 131) y para Guatemala (Nelson 1999: cap. 5).

Mi argumento central es que esta simultaneidad de inclusión y exclusión raciales tiene un profundo efecto al articularse con las relaciones de sexo/género. Es esta articulación particular la que radica en el núcleo del mestizaje como conjunto género-raza. Como lo sostuve anteriormente, el sexo/género permite personalizar, hacer cotidiana y naturalizar la raza. Esto es especialmente significativo en Latinoamérica. La raza ha sido siempre un híbrido natural-cultural al punto de que la cultura nunca ha estado ausente en los discursos de raza, pero es el caso que las ideologías latinoamericanas de raza comenzaron a dejar en segundo plano la biología en favor de la cultura desde quizás la década de 1920 -relativamente temprano, en comparación con los Estados Unidos y Gran Bretaña (De la Cadena, 2000: cap. 3; Stepan, 1991). También es el caso que las categorías raciales latinoamericanas, como indio son notoriamente «culturales», definidas por la indumentaria, la residencia, la ocupación y el idioma, tanto o más que por el semblante. Un discurso de raza tan culturizado es más dominante aun dado que, desde la Segunda Guerra Mundial, el mundo occidental en general se ha movido gradualmente más y más en el ámbito del «racismo cultural», en el cual un discurso público de la biología y la naturaleza es suprimido u ocultado detrás de un discurso de cultura (aunque un discurso de naturaleza nunca ha desaparecido y está ahora resurgiendo, en una nueva forma, mediante la genómica). El rol de las relaciones de sexo/género en la articulación con la raza y así en su naturalización es central -y no solo en Latinoamérica. Hall comenta sobre los recientes conceptos de etnicidad que aparentemente solo tienen que ver con la «cultura»: la «articulación de la diferencia con la Naturaleza (la biología y la genética) está presente, pero es desplazada mediante el parentesco y el intermatrimonio» (2000: 223, énfasis en el original).

Nelson relata un incidente en Guatemala en el que un joven ladino (que a ella le parecía casi blanco) le contó que su madre le había advertido que nunca se sentara en el bus junto a una mujer que pareciera indígena. La madre temía que la gente asumiera que el joven era el hijo indígena de la mujer y por ende indígena. Parece que la madre vio algo en su hijo que a ella le indicaba «raíces indígenas» y temía que otros lo detectaran también, dado el estímulo cognitivo de la proximidad física tomado para señalar una conexión genealógica (Nelson, 1999: 231). Aparte de señalar que las categorías raciales en Latinoamérica (en algunas áreas, en todo caso) no son necesariamente tan «culturales» como se ha indicado a menudo, esta anécdota demuestra con gran claridad la articulación de la raza y el sexo/género. La noción misma de pertenencia e identidad raciales está mediada aquí, y naturalizada, por la idea de una relación de parentesco, representada en el ámbito de lo personal y lo cotidiano. Esto es algo que no puede capturarse mediante la idea de la dominación racial, por un lado, simplemente añadida a la dominación de género, de otro.

Es diciente, en mi opinión, que el reciente trabajo en ciencia genómica en Latinoamérica, que mapea los ancestros racial o biogeográficos de poblaciones muestra para conseguir variantes genéticas que son origen de enfermedades, a menudo introduce un discurso de sexo/género y parentesco. En un sentido, esto es inevitable, pues la ascendencia conlleva el parentesco y la reproducción sexual, pero es muy evidente en el caso latinoamericano. Así, Sérgio Pena y sus colegas, uno de los equipos de genetistas brasileños que trabajan en este tipo de genómica de poblaciones ancestrales, demuestran el linaje mezclado de los brasileños «blancos», la inexistencia de las «razas» en Brasil, pero también de las patrilíneas genéticas europeas (rastreadas por el cromosoma Y) y las matrilíneas amerindias y africanas (rastreadas mediante el ADN mitocondrial) de la población brasileña. Así, los brasileños tuvieron padres europeos e indígenas y madres africanas.14 Una explicación científica popular de su trabajo reproduce una conocida pintura de 1895 de una familia brasileña mixta, con un hombre blanco, una mujer parda y un bebé más blanco, vigilados por una abuela negra (Pena et al., 2000; Santos y Maio, 2004). Este cuadro es una versión más reciente de las pinturas de casta del siglo XVIII de la América Hispana, que describían parejas de diferentes categorías raciales y su descendencia, catalogando qué mezclas se producían con la progenie (Katzew, 2004).

En ambas pinturas y el artículo de Pena et al., la familia es el punto clave de referencia para pensar la raza. En ambas imágenes visuales y la ciencia genómica, hay una representación de la mezcla, sin lugar a dudas una insistencia en ella, así como una reiteración de las categorías raciales, en especial en la ciencia genómica, que categorías simples de africano, europeo y amerindio para descomponer los orígenes del ADN de muestra (López-Beltrán y Vergara-Silva, 2010). Estas categorías raciales siempre se apoyan en ejemplos mediante «ancestros» visual o genéticamente configurados, que muy a menudo tienen están determinados explícita o implícitamente por el género. En el caso de esta ciencia genómica, el discurso de la naturaleza y la biología es muy abierto y aun si no aparece necesariamente la palabra «raza» -o se niega su validez- está presente en continuas referencias a europeos, africanos y amerindios. Podría deducirse, entonces, que el efecto naturalizante de una referencia a relaciones de sexo/género debería volverse superfluo. Sin embargo, creo que la razón por la que esta referencia aún entra con tal persistencia es porque lleva la naturaleza abstracta de la ciencia genética al ámbito personal y cotidiano de la familia: transforma la biología genética en parentesco y con ello reunifica la ciencia con relatos de nación y sociedad.

Al señalar que el sexo/género naturaliza y fundamenta la raza, es importante apreciar que los constructos de sexo/género son a su vez moldeados por la raza, como se esperaría en una articulación de los dos. Las relaciones de sexo/género no son solo un fundamente para la figura de la raza. Esto puede verse proponiendo una crítica del modelo del mercado erótico-afectivo. Dicho modelo asume que las personas van a un mercado a contratar una relación -digamos, matrimonial- con diferentes valores a su disposición, tales como dinero, color, atractivo sexual, etc. Ellos pueden intercambiar uno por el otro en la negociación del contrato. Sin embargo, el modelo no solo omite el hecho de que algunos valores, como el color o la belleza, no son completamente enajenables y permanecen atados a su dueño, también asume que el mercado y las relaciones que se negocian en él son independientes de los valores que las personas aportan. El ejemplo anteriormente citado -en el que una mujer blanca que despose a un hombre negro puede mancillar su reputación a los ojos de otros por asociación con la imagen de la negritud hipersexual- indica que el valor de la institución del matrimonio está configurado por el valor de los contrayentes. Por ende, el matrimonio que implica a una persona de raza negra puede ser efectivamente de menor valía a los ojos de los observadores (no negros). El sexo/género y la raza se configuran mutuamente y, aunque el sexo/género actúa para naturalizar la raza, la raza también influencia los valores atribuidos a los constructos de sexo/género, como el matrimonio.

Raza, sexo/género, sí mismo y otro

Un aspecto adicional de importancia en la articulación de la raza con el sexo/género tiene que ver con la emergencia de un sentido del sí mismo y del otro. Este argumento se adentra en el territorio del psicoanálisis, donde los científicos sociales han tenido cautela de pisar, dadas críticas del psicoanálisis de tener raíces en el etnocentrismo occidental, el sexismo y la heteronormatividad (Campbell 2000; Deleuze y Guattari 1983). Aun así, creo que los enfoques psicoanalíticos pueden ayudarnos «a entender la entrada del sujeto humano en redes y discursos existentes de relaciones sociales y culturales», una entrada que «debe explicarse en formas históricamente específicas» (Moore 2007: 44-45).

He explorado la manera como la raza se articula con el sexo en el mestizaje en formas que reproducen las relaciones de poder de la raza, la clase y el género. Con esto, se ha dado por supuesto el rol del deseo sexual. Creo que es importante que en sociedades donde existen jerarquías racializadas, la raza a menudo involucra el deseo erótico, el cual existe en relación ambivalente con el temor y la rebeldía (Bhabha 1994: cap. 3; Fanon 1986 [1952]; Nagel 2003; Stoler 2002; Wade 2009; Young 1995). La ambivalencia atribuida a la raza (deseo y temor), aunque característica de muchas jerarquías racializadas, resuena fuertemente con la simultaneidad de la inclusión y la exclusión en el mestizaje: personas consideradas racialmente diferentes de sí mismo pueden ser deseadas como potenciales parejas sexuales (y no necesariamente solo personas del sexo opuesto), aunque también puede temérseles como una potencial amenaza. La articulación de la raza con el sexo/género lleva así a la raza al corazón de lo íntimo y lo personal, mientras que es también muy pública y política. Esto tiene que ver de nuevo con el ámbito de la familia y el parentesco, pero también ahora con los deseos sexuales y los temores profundos.

Mi argumento reposa en algunos principios básicos del psicoanálisis. La idea subyacente es que el ser se forma en un proceso de tensión inherente entre la autonomía y la independencia (Benjamin 1998). Buscamos un sentido del ser, en el sentido muy básico de que buscamos realizarnos como agentes o entidades activas en el mundo, pero dicho sentido del ser solo se realiza mediante el reconocimiento por parte de otros (y de nosotros mismos al actuar como si fuéramos otros) de que existimos como agentes o cosas en el mundo, separados, si bien solo parcialmente, de otras cosas. El ser solo puede existir en relación. Algunos valores culturales pueden exaltar el concepto de autonomía individual, mientras que otros privilegian la relacionalidad y la persona como ser «dividual» en conexión con otros (Strathern 1988), pero la tensión básica sigue presente. Existe una contradicción fundamental en acción aquí, que deriva en sentimientos ambivalentes sobre el ser y sobre los otros, o la otredad como categoría general. Dependemos de otros, para el reconocimiento de nosotros mismos: esto convierte a los otros a la vez en algo deseable y también en amenazas. Estos procesos obviamente comienzan en una edad muy temprana, en el contexto del surgimiento del ser sexuado o de género, y continúan a lo largo de nuestras vidas.

Este es un esbozo preliminar y también puede ser que dichas dinámicas sean características de las sociedades «occidentales» en particular, pero creo que puede ayudarnos a entonces la raza, el sexo/género y el mestizaje en Latinoamérica. El punto es que, en un orden social en el que existen la clase, el género y las categorías y jerarquías raciales, otros de clases, razas y géneros específicos pueden asumir la otredad ambivalente, o proporcionar posibilidades para ella. Aunque el primer encuentro de los bebés con otros podrían ser las madres, los padres, los hermanos, etc., diferentes personas o categorías de personas pueden funcionar como otros, y quienes se identifican socialmente como distintos o como otro pueden representarlo. Por supuesto, en Latinoamérica (como en otros lugares y/o periodos históricos), el hecho de que gran parte del cuidado infantil para las clases media y alta lo realicen por lo general mujeres que son otro en términos de clase, y a menudo también de raza o etnicidad, quiere decir que las ambivalencias de autoformación en relación con otros de raza-clase pueden ser particularmente intensas, en especial para los niños y hombres de estas clases.15

Las razones por las que los otros de clase y raza pueden sexualizarse no son reducibles por completo a estos tipos de dinámicas. Las jerarquías de raza-clase involucran en muchas formas dimensiones de sexo/género y la objetificación sexual de los subalternos hace parte de una expresión de dominación y poder: el deseo sexual para cierta categoría de personas (como mujeres negras o indígenas) puede surgir en parte de la posibilidad (por ejemplo, de parte de los hombres blancos) de tener acceso sexual privilegiado, en razón de la fuerza física o el estatus social, a dicha categoría (Powers 2005). Pero creo que la dinámica psicosocial tiene un rol que desempeñar en la explicación del deseo, como algo más que solo el producto del poder, y también en la explicación de la ambivalencia del deseo y el temor. Tales deseos y temores no son generados únicamente por procesos de autoformación, porque tales procesos obviamente tienen lugar en un contexto en el que, en Latinoamérica (y otros lugares), la negritud y, en forma diferente, la indigenidad han sido sexualizadas durante mucho tiempo. Pero estos procesos juegan un papel situando al otro en el ámbito de lo íntimo y lo erótico -un lugar que es particularmente adecuado en ideologías y prácticas de mestizaje, basado como está en la idea de una relación sexual interracial.

Esta ambivalencia puede ilustrarla, para los siglos XIX y XX, el mundo de la música y la danza. La música asociada con la negritud se consideraba inmoral y licenciosa, pero también intensamente excitante. En el Ponce, Puerto Rico, de finales del siglo XIX, las elites locales desaprobaban la influencia de la danza, considerada asociada con la negritud y ejecutada por músicos mulatos. Se decía que los jóvenes de la elite habían sucumbido al «susurro seductor» de la danza y a la «atracción mágica de la belleza» y a la «intoxicación con la suave lujuria... y la decadencia moral». Podemos ver la repugnancia, pero también una excitación a duras penas contenida. Un comentarista señalaba que «las melodías de la danza me acunaban para dormirme en la cuna y me excitaron en la adolescencia; evocan todas mis encantadoras memorias de juventud. Aún no aprendo a maldecir lo que amo» (citado en Findlay 1998: 56-57). En un tono más directamente sexual, otro observador escribió en 1882 sobre las «lascivas y felices parejas de bailarines» que se rendían «con la voluptuosidad de sátiros a una danza orgiástica» en la podía verse «la desvergonzada y sensual mulata... Sus labios fruncidos en un paroxismo de placer...» (citado en Quintero Rivera 1996: 171-172).

En Puerto Rico, la danza se convirtió en efecto en una especie de icono nacional, y el mismo tipo de nacionalización de los estilos de música y danza asociados con las clases más bajas y la negritud, junto con un proceso de «sanitización», que suavizó la indecencia percibida de la música y su negritud, se ha documentado para la samba en Brasil, la cumbia en Colombia, el tango en Argentina y el son en Cuba.16 En cada caso, se criticó el estilo por ser demasiado sexual, pero se consideraba atractivo por la misma razón precisamente. Uno de los procesos detrás de estas trayectorias de nacionalización cultural fue la interacción de hombres de clase alta y media con mujeres de clases más bajas, por lo general en burdeles, salones de baile, fiestas privadas y jardines de cerveza, y siempre bajo el sonido de la música tocada por las bandas locales.

En términos de las inclusiones y exclusiones simultáneas del mestizaje, es claro que los hombres de piel clara de las clases media y alta estaban manifestando sus deseos de placer y satisfacción sexual, a la vez que también limitaban sus interacciones con mujeres (y hombres) de piel más oscura y clases más bajas a contextos que no alteraran realmente las relaciones estructurales de desigualdad entre ellos, fueran cuales fueran los beneficios materiales que estas mujeres y hombres obtuvieran al trabajar en estas industrias recreativas y de la transformación de estilos musicales de bajo estatus en iconos nacionales de música popular comercial. En algunos casos, estos hombres de estatus más elevado, aun cuando tuvieran esposas y familias, podían contraer uniones informales de mayor duración con las mujeres de clase inferior: estos patrones, denominados el «sistema de matrimonio doble» por R.T. Smith (Smith 1987) para las Indias Occidental, los cuales han sido identificados por Carol Smith como característicos de muchas áreas de Latinoamérica donde el mestizaje «tuvo lugar en un contexto social extremadamente jerárquico soportado por algún tipo de economía extractiva» (Smith 1997: 500). Tales uniones podrían representar beneficios concretos para algunas mujeres y sus hijos, pero igualmente podrían dejar a la mujer y a sus hijos sin apoyo en el largo plazo.

Para los hombres de estatus elevado, todo esto podría vivirse como un proceso muy inclusivo, aunque claramente aún estructurado por la jerarquía; para los hombres y mujeres de estatus inferior podría ser un aspecto real de la experiencia, es probable que las exclusiones de una sociedad estructurada por la jerarquía racial y de clase parecieran predominantes. En contraste con los datos sobre matrimonio interracial, arriba, las inclusiones y exclusiones simultáneas del mestizaje en el mundo de la música y la danza están profundamente polarizadas hacia la inclusión como realidad parcial, importantes sobre todo para quienes están cerca de la cima de la escala, con la exclusión como la experiencia dominante para quienes se encuentran más cerca de la parte más baja. Esto indica que el balance entre inclusión y exclusión depende del contexto. Sin embargo queda el punto de la manera como el sexo/género se articula con la raza -con el énfasis claramente en el «sexo» en este caso- pone estas inclusiones y exclusiones a un nivel personal y profundo no solo para hombres blancos de estatus más elevado, sino también para mujeres de condición inferior.

Conclusión

Mi argumento ha sido doble. Primero, el mestizaje radica en inclusiones y exclusiones simultáneas: los mismos conjuntos de fenómenos (matrimonio, sexo, música y danza) contienen ambos procesos. La inclusión y la exclusión son realidades vividas. Se balancean de diferentes formas según el contexto. En el matrimonio interracial, puede haber alguna igualdad estructural que se derive del lazo del matrimonio mismo, aun si dicho lazo pueda también estar estructurado por el género. En las relaciones informales y familias no oficiales del «sistema de matrimonio dual», existe mucha menos inclusión estructural, pues estas relaciones, aun si son de larga duración, dejan a las mujeres de clase inferior en una posición más vulnerable. En la «fraternidad racial» de la Arequipa del siglo XIX o el Brasil del siglo XX, las inclusiones se manifestaban en términos de ser considerado un hombre (y una familia) honorable, aun si pertenecía a la clase trabajadora y tenía la piel oscura. En los tribunales, tal honor podía ser importante al determinar el veredicto de los casos. Las exclusiones se basaban precisamente en no ser considerados honorables según los estándares de la elite y la clase media (con una falta de honor asociada con frecuencia con la condición de la clase trabajadora y la piel oscura), y todo esto se implicaba en los juzgados y demás ámbitos. El punto clave es que la inclusión y la exclusión raciales eran ambas realidades vividas, que se confundían una en la otra. Esto facilitaba la hegemonía de una orden racial basado en ideas de mezcla: parecía lógico para muchas personas que la «raza» no era un aspecto crítico de la nación.

Segundo, el mestizaje está determinado profundamente por el sexo y el género. La simultaneidad de las inclusiones y exclusiones raciales opera mediante la articulación de la raza con el sexo/género. Estos procesos se viven en el ámbito de la familia, el parentesco, el honor y la reputación personales, las relaciones sexuales, el deseo y el placer, el menosprecio y el disgusto. Esto fundamenta y naturaliza la raza, convirtiéndola en parte del tejido de relaciones íntimas y familiares; también empuja la raza a la esfera de lo privado, más que de lo público, y por ende tiende a despolitizarla. El interés por la raza con frecuencia es un interés de «¿cómo salió el bebé?» -¿qué tan (claro u oscuro) resultó el bebé?- más que un interés de, por ejemplo, «¿qué retorno económico ven las personas de raza negra en su inversión en la educación superior en comparación con las personas de raza blanca?» La segunda serie de preguntas han sido planteas, principalmente en Brasil pero también en otros lugares. La primera serie es igualmente importante, pero debe considerarse a la luz de la perspectiva feminista de que lo personal es político. Este artículo ha sido un intento en tal dirección.


Pie de Página

4Este artículo se basa en mi libro publicado en 2009, Race and Sex in Latin America (Pluto Press). Quiero agradecer especialmente a María Luisa Valencia por su traducción de este escrito.
5Uso el término «sexo/género» en parte porque ahora se reconoce que no hay una diferencia conceptual clara entre los dos términos (Moore 1999), pero también porque las relaciones de las que estoy hablando son claramente relaciones de género sexualizadas.
6Para encontrar referencias, vea la sección siguiente sobre la articulación de raza y sexo/género.
7Es muy interesante que el concepto de simultaneidad haya sido propuesto durante la década de 1970 por miembros del colectivo Combahee River, organización feminista negra activa en Boston desde 1974 hasta 1980, para referirse a una «simultaneidad de opresiones» de raza, clase y género (Smith 1983). Mi uso es algo diferente, pero no desligado.
8Cf. El concepto de Sawyer de «racismo inclusionista» en el que la «inclusión racial y étnica existe junto a prácticas discriminatorias» (Sawyer 2006: 19). Véase también Fry sobre la coexistencia de la democracia racial y la «brutalidad de racismo» en Brasil (Fry 1995-6: 135).
9Cf. El comentario de Hall de que, en el Reino Unido «la raza es la modalidad en la que se "vive" la clase» (Hall 1980: 340). En muchas áreas de América Latina, yo diría que la clase (y también las relaciones de sexo/género) es la modalidad en la que se «vive» la raza, más que lo contrario.
10Sobre el cambio de estatus en los matrimonios cruzados en Brasil, véase Telles (2004: 189). Sobre el mercado afectivo erótico, véase Viveros Vigoyo (2008: 275) y Urrea Giraldo et al. (2006: 120).
11Para 1990, véase la tabla en http://www.census.gov/population/socdemo/race/interractab2.txt. Para 2000, véase la tabla en http://www.census.gov/population/cen2000/phc-t19/tab01.pdf. Las mediciones de índices de casamientos interraciales son muy variadas, dependiendo de cómo se usen las categorías. Así, un estudio (Joyner and Kao 2005: 564) reporta la tasa de matrimonios interraciales para 2002 en 2,9%, usando datos del Census Bureau (en http://www.census.gov/population/www/socdemo/hh-fam.html) que solo cuentan las uniones de una pareja negra con una blanca. Las tasas de intermatrimonios negro-blanco en estos datos son aún más bajas, en menos de 1%. Los índices absolutos de casamientos dentro y fuera están influenciados también por el tamaño de un grupo dado, lo cual afecta las posibilidades de encontrar una pareja por fuera del grupo.
12Véase http://www.statistics.gov.uk/cci/nugget.asp?id=1090.
13Telles señala que los brasileños no blancos con educación universitaria se casan a menudo con blancos, porque sus pares son principalmente blancos (Telles 2004: 184).
14La idea de la «madre ancestral indígena» se ha usado también al hablar sobre el ancestro genómico de los colombianos, puertorriqueños y argentinos. Véase Kearns (2006), acceso: http://www.indiancountrytoday.com/archive/28153639.html. Véase también, por ejemplo, Bedoya et al. (2006).
15Véase McClintock (1995: 75-131) sobre el servicio doméstico, deseos sexuales y alterización en la Gran Bretaña victoriana. Véase también Stoler (2002: ch. 7). El tema no se ha estudiado realmente en América Latina, aunque puede verse Gill (1994).
16Véase Vianna (1999), Wade (2000), Savigliano (1995), Moore (1997). Véase también Chasteen (2004).


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