Modelos culturales en conflicto: grupos negros y Misioneros agustinos en el pacífico sur colombiano (1896-1954)1

Cultural models in conflict: black groups and Augustinian missionaries in Colombian South Pacific (1896-1954)

Modelos culturais em conflito: grupos negros e missionários agostinianos no Pacífico sul colombiano (1896-1954)

Óscar Almario García2
Universidad Nacional de Colombia
oalmario@unal.edu.co

1Este artículo de investigación hace parte del Informe Final de año sabático 2012-2013, concedido por la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín, Facultad de Ciencias Humanas y Económicas, tiempo durante el cual pude incorporar nuevos datos y registros de carácter historiográfico y etnográfico sobre la gente negra del Pacífico sur colombiano, así como aproximarme a una síntesis a partir de exploraciones anteriores.
2Historiador, Magíster en Historia Andina, Doctor en Antropología Social y Cultural por la Universidad de Sevilla, España. Profesor Titular, adscrito al Departamento de Historia de la Facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia, Sede Medellín. Fundador y director del Grupo de Investigación Etnohistoria y Estudios de Américas Negras, clasificado en la categoría A de Colciencias.

Recibido: 29 de agosto de 2013 Aceptado: 29 de octubre de 2013


Resumen

El artículo analiza las relaciones entre los grupos negros del Pacífico sur colombiano y los misioneros agustinos recoletos en términos de tensiones entre dos «modelos culturales» diferentes, durante un período de transición para las identidades étnicas y el nacionalismo de Estado. El modelo de los grupos negros se relaciona con su proceso de etnogénesis, que se incuba como resistencia a la esclavitud en el siglo XVIII, se extiende en libertad durante el XIX y persiste como como identidad territorializada, poblamientos ribereños dispersos y sentidos comunitarios en el siglo XX. Mientras que el modelo de los misioneros se explica por la compleja interacción entre la modernidad tardía, el sistema mundo, el nacionalismo de Estado y la tradición católica en colombia, con el cual se pretendía transformar los sujetos étnicos y las condiciones regionales, encauzándolos en los ideales de Dios, Patria y Progreso, y concentrándolos en poblaciones.

Palabras clave: Etnogénesis, grupos negros, misioneros agustinos, modelos culturales, Pacífico sur, nacionalismo de Estado.


Abstract

This paper analyzes the relations between black groups from the colombian south Pacific and the order of Hermits of st. Augustine in terms of strains between two different "cultural models", during a period of transition for ethnic identities and state nationalism. The black group model is related to their ethnogenetic process, which is incubated as resistance to slavery in the 18th century, lasts in their freedom throughout the19th century, and persists a territorialized identity, scattered by-the-river settlements and community perceptions in the 20th century. While the missionary model is explained by its complex interaction between late modernity, world-system, state nationalism, and catholic tradition in colombia, with which there was a pretension to transform ethnic subjects and regional conditions, guiding them under the ideals of God, Nation and Progress, and grouping them together in villages.

Key words: Ethnogenesis, black groups, augustinian missionaries, cultural models, south Pacific, state nationalism.


Resumo

O artigo analisa as relações entre os grupos negros do Pacífico sul colombiano e os missionários agostinianos recoletos em termos das tensões entre dois «modelos culturais» diferentes, durante um período de transição das identidades étnicas e do nacionalismo do Estado. O modelo dos grupos negros está relacionado com seu processo de etnogênese, que foi incubado como resistência à escravidão no século XVIII, se estendeu em liberdade durante o século XIX, e persistiu como identidade territorializada, povoados ribeirinhos dispersos e sentidos comunitários no século XX. O modelo dos missionários explica-se pela complexa interação entre a modernidade tardia, o sistema mundo, o nacionalismo de Estado e a tradição católica na colômbia. Mediante esse modelo pretendia-se transformar os sujeitos étnicos e as condições regionais, encaminhando-os com os ideais de Deus, Patria e Progresso, e concentrado-os em povoados.

Palavras chaves: etnogênese, grupos negros, missionários agostinianos, modelos culturais, Pacífico sul, nacionalismo de Estado.


El presente artículo pretende mostrar las relaciones entre la gente negra y los misioneros agustinos recoletos, las cuales definen un intenso período de transición y cambio social en el Pacífico sur colombiano (1896-1954). Entre el poblamiento ribereño extensivo desarrollado por los grupos negros durante el siglo XIX y el proyecto de poblados concentrados que promovieron los misioneros en la primera mitad del siglo XX, se generaron tensiones que analizamos como manifestaciones de dos «modelos culturales» diferentes.3 Se describen y explican las principales características de la acción evangelizadora, que ideó e hizo uso de dispositivos novedosos y funcionales a sus propósitos, como la erección de capillas e iglesias, la promoción de la educación básica, la invención de un relato histórico para la región y la modificación de la moral colectiva. No obstante, dado que la iniciativa misionera y sus objetivos fueron interpelados y resistidos por diversas prácticas y conocimientos comunitarios, como la religiosidad popular, la tradición oral, y los saberes y valores ancestrales que constituían los referentes compartidos por estos grupos negros, nos interrogamos por los verdaderos alcances y limitaciones del proyecto evangelizador.

Como agentes de la iglesia y el Estado los agustinos recoletos promovieron un ideal católico modernizador en el que se articulaban Dios, patria y progreso, al tiempo que exaltaron la religión, la ciudadanía, la familia y el trabajo como nuevos valores sociales. Dichos ideales se concretaban en propósitos como incorporar esta región marginal al país, asegurar sus comunicaciones internas y con el exterior, integrar a sus pobladores, mayoritariamente negros e indígenas, a la iglesia y la Nación, y aprovechar sus riquezas naturales. En estas condiciones, el proceso de identidad étnica de los grupos negros, cuyas primeras evidencias rastreamos desde el siglo XViii pero que se consolida durante todo el siglo XIX, será sometido a una presión extrema como consecuencia de los fenómenos de integración nacional/mundial y del proyecto evangelizador durante el período considerado en este artículo.4 Durante este período la región experimentó una transición de la marginalidad a la integración. En efecto, al desplomarse la explotación colonial y esclavista del oro y no ser sustituida por ningún otro producto importante durante el siglo XIX republicano, el Pacífico sur quedó marginado del resto del país colombiano. Pero la región también fue racializada dada la composición mayoritaria de sus pobladores y naturalizada por sus condiciones ambientales como una frontera imposible de trasformar en civilización. Sin embargo, durante la primera mitad del siglo XX la región cobró renovada importancia para el proyecto nacional, las disputas ideológicas y la economía-mundo. Sobre tal sustrato socio-étnico, político-cultural y material, debieron actuar los agustinos recoletos.

Como hipótesis de trabajo se argumenta que tres grandes objetivos condujeron a los agustinos recoletos a un modelo de evangelización ubicado entre la tradición y la innovación, pero que no obstante fue fiel en lo ideológico al discurso eclesiástico, a la vez que complementario al accidentado proyecto de la unidad nacional colombiana y las características de la modernidad en su conjunto. En efecto, los agustinos identificaron que el poblamiento mayoritario de los negros (e indígenas) tenía que ser encauzado pero bajo un molde civilizatorio, asumieron que sus propósitos pastorales los convertían tanto en agentes eclesiásticos como estatales, y entendieron que la regeneración moral y cristiana de sus pobladores era una condición indispensable para la modernización social de la región. No obstante, conviene preguntarse por los reales alcances de la evangelización, por si además de interferir el proceso identitario de la gente negra fue suficiente como para modificarlo sustancialmente, en el sentido de conllevar a su asimilación e integración a la nación o si, por el contrario, su resultado fue un equilibrio de fuerzas entre ambos fenómenos. Cuestiones que solo pueden aclararse con nuevas investigaciones que profundicen en los avances actuales pero que también incursionen en períodos posteriores, como el de la misión carmelitana en la segunda mitad del siglo XX, que se caracteriza por el despliegue de un discurso intervencionista eclesiástico que de alguna manera debió reconocer al otro, y por las primeras evidencias de una identidad étnica contemporánea de estos grupos negros.

El poblamiento de los grupos negros y la evangelización tardía

A finales del siglo XIX, cuando se inició la presencia de los agustinos en la costa Pacífica sur colombiana, los grupos negros ya habían llevado a cabo posiblemente el componente más significativo de su proceso de etnogénesis o identidad étnica diferenciada, esto es, la conquista extensiva del territorio (véase García, 2007; arruti, 2006). Se trató de un complejo proceso agenciado por pobladores de muy diversa procedencia, que además eran portadores de experiencias diferentes, pero que finalmente tuvieron que establecer un nuevo territorio y compartirlo. Tal como lo sintetiza una investigadora: «sólo a partir del siglo XIX empiezan a 'compartir' [estos grupos negros] una historia regional común: la del Pacífico» (Hoffmann, 2000: 99).

Es precisamente mediante esta experiencia colectiva que la identidad étnica de estos grupos se va a materializar también como una identidad territorializada. En efecto, a partir de experiencias comunes como el origen africano, la colonización y la esclavitud, pero sobre todo con las dinámicas posteriores a consecuencia de la independencia y la institucionalidad republicana, estos grupos negros dispersos se apropiaron a lo largo del siglo XIX de un territorio amplio, húmedo y selvático. No hubo un origen único del fenómeno pero sí condiciones similares en numerosos focos, que tienen que ver con los 65 reales de minas que registran los censos coloniales de finales del siglo XVII y en los cuales se concentraba la población esclavizada.5 Así como con los numerosos sitios y lugares de asentamiento de los libres (negros esclavos que alcanzaron la libertad en general por compra), los cuales tendieron a orbitar en torno a los primeros. Pero también con los escasos pero significativos pueblos de indios, y con el entramado de las ciudades de Barbacoas-iscuandé-Tumaco como base de la inicial configuración de la región colonial, esclavista y minera, pero que después se des-configura en medio de la crisis monárquica española. De forma tal que lo que inicialmente fueron moleculares desplazamientos desde los antiguos recintos esclavistas en busca de la libertad y la formación de sociedades locales siguiendo el curso de los ríos y en dirección a sus bocanas en el mar, se generaliza y expande durante el siglo XIX como poblamiento negro, hasta configurar el Pacífico sur colombiano.

Esta dinámica la podemos observar en tres dimensiones al menos: el crecimiento demográfico (en cierta forma sorprendente para las características de la región), el modelo de poblamiento (inédito respecto del modelo «nacional» por basarse en una colonización de negros en la selva) y la afirmación étnica de la gente negra sobre el territorio (lazos comunitarios, religiosidad popular, valores comunes). Según el censo oficial de 1905, el poblamiento había alcanzado casi los 65.000 habitantes, cuando a finales del siglo XViii era apenas de 19.000, crecimiento general que además reafirmaba el amplio predominio de los negros en el conjunto.

No obstante, tanto los rasgos distintivos de esa transición demográfica y territorial del XIX al XX como sus consecuencias ameritan varias precisiones. Por una parte, el poblamiento extensivo indica la apropiación del territorio en sentido cultural y simbólico por la gente negra como se ha dicho; pero por otra, también evidencia un cambio cualitativo en el modelo de poblamiento, del ribereño simple a uno más complejo, en la medida en que se articularon lo ribereño tradicional (asentamientos y comunidades), lo costanero nuevo (poblados en las bocanas de los ríos en el mar) y lo portuario moderno (Tumaco y Buenaventura). Esta complejidad demográfica, territorial y social resultaría paradójica para la identidad de la gente negra, porque si bien sintetizaba que su gesta colonizadora del territorio había llegado a su máximo nivel, en adelante haría más difícil su control como territorio propio para ella; al tiempo, esa misma complejidad sociodemográfica se convirtió en condición de posibilidad para que tomara forma otra fase de intervención y expansión tanto del nacionalismo de Estado como del sistema-mundo sobre la región y su gente (Taylor, 1994: 1- 43).

Después de un siglo de virtual ausencia de la iglesia católica en la región, esta tardía iniciativa misionera de los agustinos recoletos representó tanto un renovado intento de control social de la gente negra como un reto para la continuidad de su identidad colectiva, todo ello en el contexto del fortalecimiento del nacionalismo de Estado por la adopción de la centralista, autoritaria y clerical constitución Política de 1886 y la firma del concordato con la santa sede en 1887. El Estado colombiano delegó en la iglesia católica la administración de los llamados territorios nacionales, es decir, los espacios periféricos al núcleo andino del país, por lo general selváticos, llanuras de transición o «desiertos», que contaban con baja densidad demográfica y estaban habitados casi de forma exclusiva por grupos indígenas o de negros, mulatos y zambos. Aunque a ese respecto, los territorios que formaban el Pacífico sur colombiano quedaron más bien ambiguamente definidos, porque su administración política dependió en primera instancia del extenso departamento del cauca y, después de su fragmentación en la primera década del siglo XX, de los departamentos de cauca, Valle del cauca y Nariño, mientras que su administración eclesiástica, y en buena medida educativa, aunque se repartía entre obispados de Cali y Pasto, finalmente quedó en manos de los misioneros.6 Otra singularidad de la experiencia de los agustinos recoletos en la costa pacífica sur consiste en que su labor misionera de casi sesenta años (1896-1854) se superpone en el tiempo con dos períodos bien diferenciados en la historia política del país: el primero, la llamada «hegemonía conservadora» (1886-1930) y el segundo, la «hegemonía liberal» (1930-1946), a los cuales supieron adaptarse para prevalecer en sus propósitos.7 Adicionalmente, hay que tener en cuenta otras dos cuestiones centrales: por una parte, la tardía integración de la región del sur que giraba en torno a Pasto al proyecto nacional, lo que a su vez dificultó la incorporación de las áreas y poblaciones de la costa Pacífica y la amazonía,8 y por otra, el clima de tensión ideológico-política experimentado en el extremo sur del país a finales del siglo XIX y principios del XX por el contraste de hegemonías políticas a uno y otro lado de la frontera, «conservadora» en el caso colombiano y «liberal» en el ecuatoriano condujo a que el obispo Fr. Ezequiel moreno convirtiera la lucha contra el liberalismo en eje de su acción pastoral (ver almario García y castillo, 1996: 57- 117; ayala mora, 1994).9

Los agustinos recoletos y los grupos negros

Fray Ezequiel moreno Díaz (1848-1906) era prior de los agustinos recoletos en el convento de monteagudo, en Navarra, España, cuando el 10 de agosto de 1888 se recibió allí una petición de ayuda de voluntarios para la provincia colombiana de esa congregación, interesada en retomar las misiones de casanare en los llanos orientales. En noviembre de ese mismo año embarcaron los voluntarios para colombia, encabezados por el propio fray Ezequiel con cuya presencia y acciones los agustinos recoletos, que estaban casi extintos en el país a consecuencia del agitado siglo XIX republicano, tendrían un renovado período de intensa actividad misionera (véase martínez cuesta, 1995).10 Bajo el liderazgo de Fr. Ezequiel moreno, en la que sus historiadores oficiales consideran una «restauración misionera», los agustinos recoletos retomaron las misiones en el casanare en 1890, labor en la que estaban empeñados desde 1662 pero que tuvieron que abandonar en 1855 por falta de personal (consultar ayape, 1950; Patiño Franco, 2000-2001: 5- 81). En 1893 el papa león Xiii separó el territorio de casanare de la diócesis de Tunja para constituir el vicariato apostólico de casanare, cuyo primer obispo fue precisamente Fr. Ezequiel moreno. Tres años más tarde, en 1896, el agustino fue nombrado obispo de la diócesis de Pasto (1896-1905), en el extremo sur-andino del país, pero enfermó de cáncer en la garganta y regresó a monteagudo a morir.11 Desde Pasto promovería las misiones de los capuchinos en la amazonía y las agustinas en la costa Pacífica (ver Bonilla, [1968] 1969). En esta última región, realizó dos visitas pastorales a las provincias de Barbacoas, iscuandé y Tumaco en 1896 y 1901.

Después de su primera visita el obispo moreno decidió desarrollar un proyecto misionero permanente en la costa Pacífica, para cuyo efecto solicitó la ayuda de sus hermanos agustinos recoletos, a quienes encargó de la parroquia de Tumaco en 1899 (confrontar merizalde del carmen, 1921; Garrido, 1984).12 La Guerra de los mil Días interrumpió sus trabajos en 1900; sin embargo, regresaron allí en agosto 1901 a pesar de varias dificultades, y después ampliaron el territorio de la misión al hacerse cargo desde 1902 de la parroquia de Guapi, que incluía las poblaciones de Timbiquí, El Charco y Mosquera. Un convenio celebrado el 13 de agosto de 1913 entre el Provincial Agustino y los Obispos de Cali y Pasto y ratificado por la Santa Sede el 2 de enero de 1914 le confirió a la misión de los agustinos recoletos una relativa autonomía, aunque siguió bajo la jurisdicción de los obispos mencionados. En 1915 se creó la Vicaría Provincial de las Parroquias de la costa a la que se unió en este mismo año la de Barbacoas. La plena independencia para esta misión llegaría el 1º de mayo de 1927 con la creación de la Prefectura apostólica de Tumaco, bajo la dependencia de la sagrada congregación de Propaganda Fide. Desde esa fecha y durante veintisiete años, los agustinos recoletos se hicieron cargo de dicha jurisdicción eclesiástica, que comprendía toda la costa de los departamentos de Nariño y cauca, y la zona costera de Puerto merizalde en el departamento del Valle del cauca. Cuando en 1952 se creó el Vicariato apostólico de Buenaventura, se le anexionó la parroquia de Puerto merizalde. Finalmente, después de cincuenta y seis años de misiones, la labor de los agustinos recoletos llegó a su fin en la región del Pacífico sur, porque el 5 de abril de 1954 se crea la Prefectura apostólica de Guapi que se confía a los Franciscanos y la de Tumaco, que conservó su nombre, a los carmelitas Descalzos de la Provincia de san Joaquín de Navarra, España (Garrido, 1981: 21- 23; Garrido, 1984: 57- 58; González ruiz, 1982: 51-53).

Con base en el historiador de los agustinos recoletos, se puede establecer que Fr. Ezequiel moreno concibió y desarrolló un modelo misional novedoso, que se soportó en tres pilares: primero contar con un centro de apoyo para los misioneros en las zonas desarrolladas o capitales (Pasto en este caso), segundo establecer a los misioneros en comunidades para evitar la soledad y la incomunicación (p.e., la parroquia de Tumaco), y tercero mantener una permanente exigencia de responsabilidades a las autoridades a favor de las regiones en las que se misionaba, este sería un rasgo distintivo de las acciones de sacerdotes y prelados, (martínez cuesta, 1995; Beato, 1975). Sin embargo, lo que no nos dice el historiógrafo agustino citado, es que el proyecto misionero contó con otro componente, claramente político y social, que consistió por una parte en disputarle al Partido liberal la influencia que tenía en la región y por otra modificar en la gente negra la religiosidad popular que había desarrollado ante la ausencia de institucionalidad católica. Una evidencia al respecto la encontramos en el tono del pronunciamiento de Fr. E. Moreno a propósito de la denuncia de supuestos actos sacrílegos promovidos por los liberales en el puerto de Tumaco en julio de 1903.

[...] conocidos son los frutos amargos que produce el árbol maldito del liberalismo, donde quiera que se planta; y como aquí, en esta población, el liberalismo ha dominado y ha sido dueño absoluto en varias épocas durante la guerra [de los mil Días], ha dejado sus frutos en abundancia. El dominio del liberalismo en esta población, como en todas las de esta desgraciada costa, ha sido el dominio de la impiedad, del crimen y del desorden. La desvergüenza no ha conocido límites; el vicio no ha respetado clases ni condiciones; la propiedad ha sido desconocida, y hollados todos los derechos; la libertad no fue más que un nombre sinónimo de corrupción, y el amor patrio un insulto lanzado a la sociedad [...]. (citado en minguella, 1908: 443)

En resumen, evangelización, concentración de la población dispersa, combate al liberalismo y moralización de las costumbres, serán los objetivos claves de la intervención de los agustinos recoletos en el Pacífico sur.

Las crónicas recuerdan las principales acciones emprendidas por los primeros sacerdotes agustinos en la parroquia de Tumaco desde 1899, padres m. Martínez y G. Larraondo, al tiempo que nos ilustran sobre las primeras estrategias pastorales que consideraron fundamentales, tales como dirigirse con especial énfasis a las mujeres (posiblemente porque identificaron que en la cultura afropacífica la tradición «matriarcal» tiene un peso significativo), erigir símbolos notables o referenciales para toda la población (la iglesia parroquial) y utilizar el método de las correrías de los misioneros (dado el poblamiento disperso).

Se dedicaron inmediatamente a la obra de la restauración del templo y la organización de las congregaciones del sagrado corazón de Jesús y de las Hijas de maría. Y no sólo gastaron sus energías en beneficio de la jurisdicción de Tumaco. Principiaron a realizar una correría por todo el litoral, que estaba yermo de religiosidad y frondoso de pecado e ignorancia.13

Este mismo historiador agustino testimonia sin atenuantes, la concepción que tenían los misioneros acerca de la región y sus gentes, a las que percibieron como síntesis de lo salvaje y lo anticristiano, y que por lo mismo debían ser trasformadas con urgencia.

Desventajas de la Costa. Su clima es ardiente y húmedo, palúdico y por lo mimo mortífero. La costa del Pacífico ha sido siempre el terror del clero secular de las diócesis de Pasto y cali, y con sobrada razón; el aislamiento de aquellos pueblos y rancherías, las distancias que los separan, las dificultades para su buena administración, las privaciones de todo género, la malignidad de los climas y las múltiples y graves enfermedades que son su consecuencia inmediata, la inferioridad de la raza negra, la ignorancia, las supersticiones, los errores y vicios de esa raza y otras múltiples causas son razón más que suficiente para que se tema a una región temible entre las temibles, que ha causado tantas victimas y que solo puede ser administrada en forma de misiones por varones eclesiásticos formados «ad hoc»» y resueltos al sacrifico de la vida por la gloria de Dios y la salud de las almas (ayape, 1950: 280, negrillas en el original y cursivas agregadas)

Nótese el esfuerzo de los misioneros en imaginar la región y su gente, pero que al ser naturalizadas y esencializadas devienen así en la peor de las regiones geográficas posibles y la peor de las razas imaginables; al tiempo que la misión es entendida una vez más, como en la época de la primera conquista, como una empresa que depende de la acción militante, disciplinada, activa y creadora. No obstante, reconocieron también el cambio de época y circunstancias, por lo cual, desde su particular manera de clasificar y definir a los otros para orientar su intervención, los misioneros concibieron la administración del territorio a su cargo como una forma de gobierno de su población. Es posible que sea en «el arte de gobernar» donde radique, en buena medida, la clave interpretativa sobre la verdadera capacidad transformadora de la misión. A partir de los principios de orden y autoridad de que estaba investida, cabe preguntarse por cuál pudo ser su grado de eficacia en modificar la realidad inicial hasta el punto de producir otra. No hay duda de que para los misioneros el reto significó la disposición a la innovación, a la imaginación y construcción de los dispositivos que creyeron más pertinentes a sus fines, pero teniendo siempre en cuenta tanto su condición de agentes eclesiásticos como las circunstancias regionales, presionadas por una modernidad híbrida que oscilaba entre el autoritarismo político y el ideal de progreso.

La operación imaginaria de los misioneros agustinos en relación con los otros, por la cual se redujo la región a estado de naturaleza y se vació a la gente negra de todo valor cultural, sintetiza la primera acción evangelizadora que pretendía dar inicio a un tiempo nuevo, a la transformación del desierto moral y material en tierra de Dios, se tradujo en imponer el principio de autoridad de la civilización cristiana de la que eran agentes (e indirectamente del Estado nacional), entre todo aquello que habían representado como pura naturaleza y simple inhumanidad. Pero entre todos los factores negativos a los que creyeron enfrentarse, hubo uno que los motivó especialmente a la construcción de otra representación de la realidad: la supuesta confluencia entre la «naturaleza» (léase selva) y la «irreligiosidad» de la gente negra (léase sus prácticas tradicionales). Dicha convergencia amenazante de naturaleza y gente, hizo particularmente temible para los misioneros su intervención en el Pacífico sur. En esas condiciones, el temor al otro y a lo otro solo podía superarse con la enunciación de un orden imaginario nuevo que facilitara su control por los agentes eclesiásticos.

Pocos como el sacerdote agustino merizalde, un agente excepcional de esta experiencia, lograron compendiar de forma tan nítida lo que fueron estas construcciones imaginarias como parte sustantiva de la iniciativa evangelizadora. En efecto, Bernardo merizalde (1891-1972), quien llegó a la región en 1916, con el tiempo llegaría a ser el autor de la primera obra comprehensiva de la historia de esta región (1921) y el primer prefecto apostólico de Tumaco (19281949). Al concluir su historia regional y evaluar el calado de la obra realizada por su comunidad religiosa, presentó un cuadro patético y sin matices del primer impacto causado por la realidad regional en la conciencia de los misioneros, según el cual lo que había era una deleznable comunión entre lo material y lo espiritual.

A fines del pasado siglo [XIX] la costa era un campo desolado, espiritual y materialmente. El indiferentismo religioso, la pasión sin freno, se enroscaban como víboras en los corazones y ahogaban todo regenerador pensamiento. Las cataratas de la ignorancia cegaban los entendimientos; los jóvenes se formaban sin Dios y sin Patria. Las iglesias estaban destartaladas y en ruinas, los sagrados vasos tornados en orín y los ornamentos roídos de la polilla. Eso fue lo que encontraron en casi toda la costa a fines del pasado siglo los religiosos agustinos recoletos (merizalde, 1921: 229-230).

A partir del supuesto «desierto moral y material» de la región, los misioneros entendieron la evangelización como una acción épica y civilizadora cristiana, que debía avanzar sobre la condición semi-salvaje e inmoral de los negros, para lo cual era imprescindible sustraerlos de sus entornos, es decir, de su forma de poblamiento ribereño y atraerlos a la vida civilizada de los poblados con sacerdotes permanentes.

Que los negros han de ir a buscar al Padre para que los catequice y les confiera los sacramentos es pensar en lo irrealizable. Se necesita buscarlos en sus madrigueras de los ríos y ponerles delante de los ojos en copa de oro, el licor divino para que lo gusten; es menester hablarles e instarles para dejen la vida semisalvaje y de pecado, y vuelvan los ojos a Jesucristo, fuente de la civilización (208).

Religiosidad popular, comunitarismo y liberalismo

Durante el siglo XIX, cuando la iglesia católica estuvo literalmente ausente en la región, los grupos negros transformaron la espiritualidad de su memoria ancestral africana, la antigua catequesis de los tiempos de la esclavitud y sus anhelos de libertad en todo un cuerpo de creencias, prácticas, rituales e instituciones religioso-populares. Creencias y prácticas que utilizaron a su vez para consolidar sus procesos de poblamiento, orientarse en términos morales durante la construcción de las sociedades locales y definir su identidad étnica (véase almario García: 2003). Dada la extrema complejidad de este proceso, no es nuestro propósito incursionar aquí en el análisis exhaustivo de la religiosidad popular de estos grupos negros ni documentarla en forma sistemática, por lo cual nos restringimos a considerarla dentro de las posibilidades de este artículo.

Al respecto partimos de dos supuestos clave: el primero, que entre la oralidad, la comunidad y lo sagrado tienden a establecerse vínculos muy fuertes que se traducen en sentimientos de comunión y comunicación entre la gente; y el segundo, que el cristianismo con la matriz del texto bíblico facilitó una conexión entre la «palabra» (escrita y sagrada) y la oralidad de comunidades locales que se enfrentaban cotidianamente a los retos de la existencia.14 Con base en ambos supuestos, arriesgamos la hipótesis de que la religiosidad de estos grupos negros se explica porque pudieron inscribir en la oralidad que los caracterizaba, así como en su sentido de comunidad y en sus referentes identitarios, una serie de preceptos cristianos, que a su vez fueron reinterpretados de acuerdo con la escala de su «mundo de la vida» (en el sentido de la perspectiva de N. Elias y a. Schutz, desarrolladas por Berger y luckmann, [1967] 2011). De esta manera, se definieron también las características de su tradición, que se reafirmaba día a día mediante la reiteración de un conjunto de prácticas, rituales, saberes y valores que celebraban la vida (nacimientos, bautizos, uniones, fiestas), simbolizaban la muerte (funebria) y aseguraban la cohesión y reproducción de las comunidades (las fiestas patronales, la navidad, la semana santa, las mingas y las diversas modalidades de la reciprocidad).

La cuestión de la religiosidad de los grupos negros es inseparable de la construcción de su otredad por parte de los agentes eclesiásticos, quienes aportan a las investigaciones actuales datos valiosos acerca de sus componentes. Sin embargo, dada la obsesión pastoral de transformar bajo sus parámetros católicos a los sujetos étnicos, estos registros o documentos suelen distorsionar y sesgar las evidencias, por lo cual es imprescindible someterlos a un análisis crítico. En efecto, el propósito trasformador de los misioneros los condujo a una situación paradójica, en la que se contraponen los objetivos misionales propiamente dichos con algunos recursos de la comprensión del otro utilizados por ellos. Es el caso de las disciplinas científico-sociales en ascenso, como la etnografía, la geografía, la lingüística y la historia, así como su particular manera de entenderlas y aplicarlas a los retos pastorales, tal como se puede observar en la obra de merizalde y otras similares.

En efecto, merizalde describió la composición étnica de la población: «La raza negra se conserva intacta, en gran mayoría; la india pura en mínima proporción en Nulpe, Güisa, saija y micay; y la blanca en Tumaco, Barbacoas y otras poblaciones importantes del litoral, y en algunas playas como en Vigía» (1921: 149, cursivas agregadas). Asimismo, cuantificó esas proporciones: «De Naya a mataje hay unos 70000 habitantes, de los cuales el 80% son negros y el 18% mulatos; el 1 y ½ por 100 blancos y el ½ por 100 indios. En Tumaco se encuentran algunos ingleses, alemanes, italianos y chinos, y en Tapaje varios sirios» (150). También estableció una geografía humana que complementaba la anterior composición socioétnica de la población y que en cierta forma desarrollaba las interpretaciones de la comisión corográfica que siete décadas atrás, 1853, había levantado la primera carta geográfica del país y sus provincias. De acuerdo con ella, el espacio regional se definía por el curso de los ríos en la llanura aluvial y su final encuentro con la línea de manglares y el mar; pero dadas sus respectivas travesías y extensiones, los ríos condicionaban a su vez las diferentes actividades productivas e incidían en las principales y distintivas características de los pobladores; lo que validaba diferenciar entre la «costa alta» (piedemonte de la cordillera y donde en el pasado se localizaron los reales de minas) y la «costa baja» (llanura aluvial y línea costera). Según merizalde: «los habitantes de la parte baja de la costa casi en su totalidad se dedican a la pesca; los de la parte alta a la agricultura y minería. Las mujeres tejen redes para pescar, practican los quehaceres de la casa y lavan oro en las playas» (151). Además, merizalde relacionó estos factores geográficos y etnográficos con los retos de la evangelización, al identificar dos grandes maneras como los grupos negros vivenciaban la religiosidad y particularmente la presencia eclesiástica, cuestión que remite a precisar los antecedentes históricos de ambas costas, y sus consecuencias respecto de la consistencia del catolicismo y el alcance de su institucionalidad. Observa merizalde que: «cuando el misionero visita un río y hace las fiestas, es la única ocasión en que todos los negros salen de sus madrigueras de los ríos y acuden al pueblo [...] los negros tienen mucha fe, y al sacerdote, a lo menos en la costa alta, lo respetan y lo veneran; en la baja ya es otra cosa» (154- 155).

Con seguridad, el testimonio del misionero ofrece pistas sobre cuestiones que es necesario investigar sistemáticamente, tales como establecer qué tipo de religiosidad se pudo experimentar en los recintos esclavistas localizados en la parte alta de los ríos; dilucidar si en ellos se produjo una efectiva cristianización de los esclavos; o si más bien se dio una suerte de equilibrio entre la institucionalidad católica y las prácticas religiosas y espirituales de las cuadrillas de esclavizados. Lo que se sabe por la documentación colonial y los estudios al respecto, es que aunque dominante, la institucionalidad eclesiástica fue precaria en la frontera minera del Pacífico sur perteneciente a la Gobernación de Popayán, por las condiciones geográficas, el aislamiento de los reales de minas respecto de los centros urbanos y la imposibilidad de contar con sacerdotes permanentes. Otras evidencias indican que los esclavizados hicieron suyas las prácticas religiosas cotidianas, suplieron la ausencia de sacerdotes con la invención de instituciones propias como la de los síndicos y mayordomos, y las convirtieron en componente sustantivo de su cohesión como grupos y resistencia a la esclavitud (estas instituciones han sido documentadas y analizadas por Garrido, 1981: 128; almario García, 2002: 198- 229). Por su parte, las características de la religiosidad de la «costa baja», y que los misioneros agustinos evaluaron como «irreligiosidad», creemos que se relacionan con cuestiones como la dinámica del poblamiento ribereño en libertad, los asentamientos locales, la formación de los pueblos fluvio-marinos, la creciente movilidad social y geográfica, la centralidad que adquirió el puerto de Tumaco, y las tensiones entre la homogeneidad lingüística y la identidad de los grupos negros, sin que pueda olvidarse la influencia del liberalismo (sobre estos temas ver restrepo, 1999: 54- 86; leal león, 2005: 39- 65; Jiménez meneses, 2005).

La Ciudad de Dios de los misioneros y la Babilonia rural de los negros

Los análisis sociales tienden a coincidir en que desde la segunda mitad del siglo XIX y durante las primeras décadas del XX, junto con el auge del positivismo científico, se desarrollaron paralelamente la expansión colonial, las migraciones de origen europeo y el control de las poblaciones indígenas. Pilares fundamentales de las economías de las potencias imperialistas como la esclavitud, el colonialismo y la inmigración tuvieron su correlato en el orden simbólico con la dominación racial. En ese entramado de fenómenos emergió el racismo científico, que se sirve de la experiencia del contacto, la opresión y la explotación de los otros para hilvanar el discurso de la superioridad racial blanca y legitimar el ideal de progreso como línea obligada para todas las culturas y pueblos. La diversidad humana y la centralidad de la modernidad europea dejaron de ser materia de exclusivo interés científico para convertirse en interés público, como lo evidencian las Exposiciones Universales iniciadas en londres en 1851 y en las cuales se escenificaba tal visión de las cosas (Terrén. 2002: 9-10). No obstante su pertinencia general, esta perspectiva de análisis debe matizarse con experiencias que ilustren acerca de las «modernidades múltiples» (sachsenmaier, 2010: 109-135) y otras escalas de observación que permitan reconocer las diversas dimensiones del proceso y sus combinaciones, como por ejemplo el renovado papel que jugaron las misiones religiosas en distintos países, en una sorprendente interacción entre tradición y modernidad (langer, 1995). No hay duda de que otra fase de la revolución industrial, una nueva etapa del colonialismo europeo y la irrupción de fuerzas sociales modernas explican estas nuevas dinámicas de la vida social. Sin embargo, con ellas se reactivaron paralelamente las seculares tensiones entre tradición y modernidad, lo que explica las cambiantes posiciones del papado (Pío iX y león Xiii) con sus respectivas consecuencias en cada país. En colombia, por ejemplo, la evangelización tardía de grupos étnicos por misiones católicas auspiciadas por el Estado y el debate de las razas como obstáculo al progreso, evidencian una variante singular de las estrategias de modernización, integración y homogenización.15

El 17 de agosto de 1924, y previa a la Exposición mundial Vaticana convocada para 1925, se inauguró en Bogotá la Exposición de misiones de colombia, con la presencia de las más altas autoridades civiles, eclesiásticas, militares y del cuerpo diplomático.16 Dos exposiciones sobresalieron por los agustinos, la del casanare (llanos orientales y comunidades indígenas) y la de la costa del Pacífico (comunidades negras e indígenas), presentadas como dos pueblos distintos aunque gemelos, que por primera vez aparecían unidos en ese espacio después de tres siglos de separación, en lo que marcaba un tránsito de la barbarie a la civilización.17 En una elocuente muestra de lo que constituía el orden discursivo evangelizador frente a la realidad social, en la exposición de la costa Pacífica se presentaron cuatro colecciones: una de mapas de la región levantados por los agustinos, otra de maderas (200 clases distintas), otra más de aves (100 variedades) y una final de mariposas (400 variedades). Curiosamente, los objetos de la cultura material de negros e indígenas no merecieron la clasificación de «colecciones» y el más emblemático de ellos para la cultura afropacífica, la marimba o xilófono, se lo presentó como «el piano indígena».18 Escapa a los límites impuestos a este artículo hacer una referencia amplia al debate de las razas y el progreso en colombia que agitó la vida política e intelectual de la época. Cuestión que vamos a restringir a dos puntos de vista en torno a la costa del Pacífico, el del dr. Laureano Gómez, dirigente político conservador y futuro presidente de la república, y el de los misioneros agustinos recoletos. En efecto, el dr. Gómez, al discurrir sobre la cuestión del atraso del país, atribuyó su causa a dos factores fundamentales, su geografía tropical y la triple herencia bastarda de las razas que constituían su demografía.19 Sostuvo que el conflicto colombiano no era social ni cultural sino «biológico» y agregó que: «Nuestra raza, proviene de la mezcla de españoles, de indios y de negros. Los dos últimos caudales de herencia son estigmas de completa inferioridad» (1981: 18). Reafirmó este punto de vista de distintas maneras y en particular al referirse a la costa pacífica y su gente:

Vámonos a la costa del Pacífico, a la vertiente occidental de la cordillera del mismo nombre. Desde la bahía de cupica hasta las bocas del mataje, el mangle como único dueño del territorio, con la sola excepción de las escotaduras de Buenaventura y de Tumaco. La cordillera sirve de condensador a las evaporaciones del golfo de Panamá y las lluvias casi constantes imposibilitan todo cultivo a lo largo del litoral. Selva, calor, manglares, bejucos, alimañas y lluvia implacable que lo pudre todo, y no permite sino el desarrollo de una vegetación fofa y viciosa, adaptada a aquel húmedo medio, donde no hay, ni se ve posibilidad de que pueda existir una cultura humana de importancia (12).

Los agustinos recoletos, aunque coincidían en aspectos centrales con lo expresado por el líder conservador, como las supuestas desventajas regionales y la negación de la cultura de los grupos negros, se diferenciaban de este en un punto crucial, ya que no renunciaban a intentar modificar dichas condiciones. En efecto, el proyecto misionero se sustentaba en la convicción del papel civilizador del cristianismo.

En su primera circular como Prefecto apostólico de Tumaco en 1928, tres décadas después de haberse iniciado la labor misionera de los agustinos, Fr. B. Merizalde reafirmó su origen e inspiración en la iniciativa de Fr. E. Moreno de finales del siglo XIX, pero se refirió también a los nuevos retos que enfrentaban. Razón por la cual debió hacer una declaración programática de los objetivos pastorales que asumía ahora como cabeza de la Iglesia en la región (Merizalde, 1928: 1- 8).20 En relación con los orígenes de la misión agustiniana reafirmó la idea del gobierno espiritual de un territorio habitado por gentes que presumían abandonadas de la mano de Dios y urgidas del pasto espiritual.

La insalubridad del clima, la dificultad de las comunicaciones en ciertos lugares, la escasez aun de los elementos esenciales a la vida, la no abundancia de proventos temporales y otras menudencias de la misma laya; y principalmente el abandono espiritual de miles de almas, determinaron, sin duda, al venerable señor moreno, que miraba todas las cosas bajo el prisma de la mayor gloria de Dios, a curar de que la costa del Pacífico fuera gobernada a manera de misiones. [...] puso en manos de la comunidad agustiniana la región costeña que era parte integrante de su diócesis, sosegando así las cuitas de su espíritu ante la imposibilidad en que se hallaba de apacentar la numerosa grey, que moraba al occidente de ella, a las márgenes de caudalosos ríos y en las playas del inmenso océano (1).

Así mismo, reafirmó y proyectó los grandes objetivos del programa evangelizador, los cuales son bastante reveladores de lo que los misioneros entendieron como sus principales retos o tres grandes obstáculos a vencer.

No ignoramos los serios problemas espirituales del territorio de nuestra jurisdicción y las dificultades en que nos hemos de ver para darles solución satisfactoria. El socialismo anticatólico, el indiferentismo religioso y la inmoralidad, son la sierpe de tres cabezas que es menester aplastar para que Jesucristo reine en las almas y sea completo el triunfo de su iglesia (2).

Más allá de la metáfora de la amenazante «sierpe de tres cabezas» que había que aplastar, es interesante observar las variaciones y ajustes experimentados por el discurso católico, motivadas por unas circunstancias igualmente cambiantes. Nótese cómo el anterior énfasis contra el liberalismo de los tiempos de Fr. E. Moreno, parece haber cedido su lugar a la crítica del socialismo anticatólico, preocupación creciente de gobiernos e iglesia desde el triunfo de la revolución Bolchevique en rusia, y su influencia en los movimientos obreros y sociales en el mundo. Preocupación que de todas formas se extendía hasta el liberalismo colombiano, ante lo cual propuso la alternativa del «socialismo católico» (23). A mons. B. Merizalde le preocupaba la vulnerabilidad de la costa Pacífica respecto de las ideas socialistas, lo que explica que se refiriera explícitamente a las facilidades que ofrecían los puertos como canales de ingreso de las mismas, pero es seguro que implícitamente también tuviera en mente la influencia del liberalismo como corriente internacional. En efecto, hasta 1925 los liberales detentaron el poder en Ecuador y todavía lo conservaban en otros países latinoamericanos, pero ante todo contaban con la simpatía de la mayoría de sus pobladores en la costa colombiana del Pacífico. La expresión indiferentismo religioso habría que entenderla como la manifestación retórica de la incomodidad institucional católica frente a una religiosidad popular a la que no podían controlar y cuya fuerza los misioneros atribuyeron a la «ignorancia» de las gentes, lo que además delata el trasfondo histórico y la oralidad de la identidad negra a la que se enfrentaban los misioneros. En cuanto al combate contra el «indiferentismo religioso», conjeturamos que se trata de un objetivo dirigido a modificar el predominio de la moral y las costumbres que regían la vida cotidiana de las comunidades pero que la iglesia calificaba como licenciosas y contrarias al catolicismo, como se advierte en su definición.

[...] Nos referimos a los cristianos que miran con absoluta indiferencia los preceptos que atañen a la religión; son católicos en la teoría y ateos en la práctica: no oyen misa, jamás reciben los santos sacramentos, nunca escuchan la palabra de Dios; son activos en los negocios terrestres y nada les importan los espirituales (4).

La alusión a una supuesta inmoralidad reinante, lo que en realidad evidencia es la presencia de otra moral como sustrato cohesivo de estas comunidades ribereñas, pero que desde el orden discursivo de la misión católica se registra como algo amenazante. Los misioneros agustinos, al cuestionar de fondo los valores morales de los grupos negros, buscaron arrancar de raíz los fuertes lazos de cohesión colectiva que hicieron parte de la formación de sociedades locales en libertad y que durante un siglo no necesitaron de la presencia eclesiástica para validarse, pero que ahora, en la transición de la marginalidad a la integración de la región y sus gentes, se consideraron como poderosos obstáculos para los propósitos evangelizadores.

La tensión entre dos «modelos culturales» contrapuestos, el de los grupos negros y el de los misioneros agustinos, se evidencia al examinar atentamente la estrategia de los últimos, porque al tiempo que cuestionaba las condiciones tradicionalmente predominantes, pretendió también su transformación en función de la civilización católica. Estrategia que se puede resumir en que «como no vienen a la iglesia hay que ir a ellos», es decir, en una suerte de nuevo «encuentro» con los otros y sus prácticas con el fin de inducir el cambio. Se puede lograr una mejor comprensión de lo ocurrido, si se sopesan los medios escogidos por los misioneros para alcanzar sus objetivos, lo que se sintetiza en su intención de anteponer la palabra escrita a la oralidad predominante. Este proyecto de imponer la palabra escrita sobre la oralidad hay que entenderlo a su vez en dos sentidos, es decir, como la imposición de la versión bíblica e institucional del catolicismo, pero también como la posibilidad de utilizar intensivamente los medios escritos propios de la modernidad a fin de llegar más eficazmente a la gente negra con la evangelización y la civilización. En síntesis, imponer el orden discursivo escrito como parte del control social de una población esencialmente oral, pero a la cual ahora hay que integrar en lo religioso y social de acuerdo con pautas y técnicas modernas. Sin duda, una estrategia interesante, porque combina de forma singular elementos de la matriz católica tradicional con referentes culturales e institucionales propios de la modernidad de entonces. Al respecto dice mons. Merizalde:

Ya que no vienen a nosotros necesitamos ir a ellos por medio del periódico, de la revista, de la hoja volante. La prensa penetrará a sus hogares y les llevará nuestro mensaje; les exhortará oportuna e importunamente; y no dudamos que, al fin, el hielo de su indiferencia será quebrantado y diluído por las saetas caldeadas en el horno del amor divino (4).

Sin embargo, la cuestión suponía asumir un reto de hondo calado, nada más ni nada menos que superar el hiato que en principio existe entre lo escrito y lo oral, entre los misioneros como agentes de lo primero y la gente negra inscrita en lo segundo. Con otras palabras, para los misioneros agustinos no se trataba simplemente de repetir la experiencia de la primera conquista y evangelización, sino de reconocer las condiciones del momento y sus posibilidades. Ubicación que les permitió liderar, fomentar, organizar e implementar la educación básica masiva, no obstante ser este un dispositivo ideado por la modernidad y el instrumento por excelencia del nacionalismo de Estado para inducir la homogeneidad cultural. Sin embargo, serán los misioneros agustinos quienes promoverán la instrucción pública a la par que la nueva evangelización católica. En efecto, los misioneros atribuyeron a la ignorancia de las gentes la presencia de estos «males» (léase religiosidad popular) y a partir de ese supuesto dedujeron la trascendencia que tenía la promoción de la instrucción básica como garantía de éxito en sus propósitos con la gente negra. La cuestión incluía también un capítulo especial acerca de las escuelas de indígenas y su cristianización, en una interesante diferencia entre lo que creían había que hacer con los negros (sustraerlos del liberalismo irreligioso y del cristianismo sin iglesia) y con los indios (acercarlos a la nación y adoctrinarlos en la religión verdadera). Por consiguiente, la organización y fomento de la educación básica bajo control eclesiástico, es una de las claves para entender las relaciones entre lo religioso y lo público en ese momento, y una dimensión en la que es posible observar la doble condición que tuvieron los misioneros en esos territorios, es decir, de ser tanto agentes eclesiásticos como agentes estatales.

El origen de éste y de otros males que de él dimanan lo atribuimos en gran parte a la ignorancia. De allí que estimemos un deber sagrado ser apóstoles de la instrucción. Quisiéramos que las escuelas se multiplicaran por todo el territorio de nuestra Prefectura; y tenemos fe en que los gobiernos nacional, departamentales y municipales nos ayudarán con ahínco en esta obra redentora (4).

Finalmente, la circular N° 1 de 1928 se refirió a la cuestión moral, a las consecuencias de las «pasiones del corazón humano» cuando estas se sobreponen a la fe y la caridad, porque esto «arrasa la virtud, da muerte al espíritu, destruye la salud corporal, deshace la familia y socava los cimientos de la sociedad». Cuestionaba a aquellos pueblos que perdieran el pudor, entronizaran la maldad y no se avergonzaran de vivir públicamente en el pecado, y ofrecía, frente a ese «mar de apetitos desordenados», la religión como «el áncora de la salvación» (5).

En 1936, casi cuarenta años después de haberse iniciado el proyecto misionero de los agustinos, mons. Merizalde, prefecto apostólico de Tumaco, respondía en estos términos a la pregunta sobre los alcances de la labor espiritual de su comunidad religiosa:

Para contestarle quisiera, tener a mano todos los libros parroquiales de todos los centros de misión, reveladores de los innumerables matrimonios, bautismos, etc., hechos por los Padres en treinta y ocho años de apostolado en ciudades y campos; quisiera que se hubieran contado los sermones predicados y conferencias dictadas, pláticas, catecismos, etc., etc.; quisiera que se pudieran reunir, en un punto, aun cuando formarían una colosal montaña, las continuas jiras que por todos los lugares de la costa, han llevado a cabo los agustinos desde 1898 hasta el presente, jiras cuajadas de inauditos sacrificios e intensas mortificaciones.21

El resultado de este esfuerzo de treinta y ocho años de labores continuas de los misioneros revela en realidad tanto como la no menos significativa vitalidad de las sociedades locales sobre las cuales se pretendía ejercer el control social. Por eso, la erección de iglesias y capillas posiblemente sea uno de los datos que más valor aporte a la comprensión de estas dos dinámicas, la eclesiástica y la comunitaria, por lo cual es necesario interpretarlo críticamente. Según merizalde, la erección de estos lugares eclesiásticos es una manera de probar la intensidad y heroicidad de la actividad pastoral: «[...] a los impulsos de los Padres agustinos se deben las ciento diez capillas con sus respectivas casas [curales] que hay actualmente [1936] en la Prefectura de Tumaco» (138). Sin embargo, su sesgada interpretación de los hechos oculta que la posibilidad de edificar un número tan importante de capillas se explica en últimas porque las comunidades negras les dieron acogida a los misioneros, sin que por ello renunciaran a sus propias prácticas religiosas. Con otras palabras, no cabe duda de la importancia de la labor misionera, pero no puede olvidarse que ella se realizaba precisamente sobre la expansión étnica y territorial de los grupos negros por la llanura aluvial del Pacífico que hemos descrito antes. Las ciento diez capillas erigidas por los agustinos recoletos son un dato sin duda significativo, pero no se puede perder de vista que detrás de él lo que en últimas se encuentra es la historia de las comunidades negras en ese territorio, cuestión que ha sido invisibilizada por la historia eclesiástica y oficial.

La puesta en marcha y el éxito relativo del modelo de poblamiento concentrado de los agustinos en la región, permite explicar varios fenómenos y procesos como el surgimiento, «fundación» o fortalecimiento de poblados emergentes como Guapi, El charco, la Tola, mosquera, salahonda, Puerto merizalde, entre otros, localizados en la parte baja o bocanas de los ríos en el mar. Pero también reconocer que se presentó un cambio en relación con las antiguas jerarquías urbanas coloniales y de la república temprana, que privilegiaron a Barbacoas e iscuandé sobre Tumaco. En efecto, la ciudad-puerto de Tumaco, la más precaria y marginal de estas tres «ciudades» costeñas históricas, se erigió en la práctica y en el período que nos ocupa como el nuevo centro comercial, político, administrativo y eclesiástico del Pacífico sur.22 Ahora bien, al consolidarse unos núcleos urbanos que relacionaban el mar y los ríos con el comercio, y al convertirse en los espacios en los cuales los misioneros concentraron por excelencia sus esfuerzos y realizaron con mayor éxito su proyecto evangelizador, se estableció a su vez una marcada diferencia entre ellos y las zonas rurales en las que pervivía el poblamiento ribereño tradicional. Para los misioneros católicos redefinir las ciudades y pueblos significaba un triunfo de la civilización cristiana sobre el universo pagano y pecaminoso que se refugiaba en el mundo rural y ribereño, por lo que metafóricamente podemos decir que se trató de oponer Jerusalén a Babilonia (Demélas y Saint-Geours, 1988).

De los agustinos recoletos a los carmelitas descalzos

En esta última parte analizamos los límites y limitaciones del proyecto misionero agustiniano y avanzamos elementos para comprender el carmelitano. Se establecen las principales diferencias entre uno y otro modelo evangelizador, y se explicitan las tensiones que se suscitaron entre los sujetos étnicos y las lógicas y dispositivos de las intervenciones misioneras.

Según las estadísticas oficiales de la iglesia católica y con base en la información suministrada por los agustinos recoletos hasta 1950, el 100% de la población de la prefectura apostólica de Tumaco, estimada en 200.000 personas, pertenecía a dicha religión.23 Cifras que en principio se pueden interpretar como un inobjetable éxito

Del proyecto evangelizador que había comenzado medio siglo antes con un panorama desalentador al extremo. Sin embargo, hay que matizar esta primera y optimista imagen de los misioneros, y tener en cuenta otros datos relevantes contenidos también en esa misma estadística eclesiástica. En efecto, a mediados del siglo XX la misión agustiniana disponía tan solo de diez sacerdotes —a los que se sumaban otras veinte religiosas, que de alguna manera eran orientadas por ellos y se ocupaban de distintos servicios—. Lo que en concreto significaba que a cada sacerdote le correspondía atender un promedio de veinte mil personas, sin que pueda olvidarse que se trata de un territorio extenso y una población dispersa. Bajo su liderazgo y al hilo del modelo evangelizador analizado, los misioneros agustinos lograron organizar cinco parroquias (Tumaco, Barbacoas, El charco, Guapi y ricaurte), erigir casi un centenar y medio de capillas, y promover la fundación de un número similar de escuelas urbanas y rurales. Si nos atenemos a los datos que en materia educativa aporta el historiador agustino E. Ayape, el impacto misionero se podría considerar incluso como sencillamente sorprendente.

Obsérvese el fenómeno de la educación en la costa del Pacífico. Cuando los agustinos recoletos se encargaron de su administración no había ningún colegio en el territorio, y no alcanzaba a quince el número de escuelas. En 1929, al ser erigida la Prefectura, existían sesenta y tres escuelas, actualmente —año de 1949— son 145 entre nacionales, departamentales, municipales y privadas. Y pasan de quince mil los alumnos que asisten (ayape, 1950: 295).

No obstante, la gente negra logró mantener desde la vida comunitaria, buena parte de sus lazos de cohesión, unos valores comunes, un sentido de comunión entre territorio y poblamiento, la religiosidad popular y sus prácticas y rituales. Aunque las estadísticas de los agustinos no detallan con exactitud cuántas capillas se levantaron hasta 1954, presumimos que la relación entre el poblamiento extensivo de la gente negra y su religiosidad popular se mantuvo, y que en lo fundamental la actividad misionera siempre estuvo a la saga suya.

Después de asumir la orientación eclesiástica y misionera de la Prefectura apostólica de Tumaco, los carmelitas descalzos procedieron a evaluar «la herencia recibida» y a hacer el «inventario de la Prefectura», en atención de lo cual se preguntaron por el estado material y espiritual de la misión en 1954. Diversos testimonios y documentos de sus miembros reposan en sus archivos y varios de ellos fueron recopilados en el libro del carmelita Francisco Javier González ruiz. Uno de los cuales, que se refiere con detalle a la evaluación de la misión agustiniana, nos sirve de soporte a lo que se expone a continuación (ver González ruiz, 1982: 59-64). Una historia completa de la experiencia de estas dos misiones, la de los agustinos recoletos y la de los carmelitas descalzos, y sus relaciones con la gente negra, está aún pendiente. Pero no cabe duda de que la especificidad de cada una, los cambios operados, la continuidad del proyecto misionero y su influencia en los grupos étnicos, son cuestiones fundamentales para entender la dinámica de la etnogénesis de los grupos negros en el siglo XX. Por razones que se explican en las páginas que siguen, los carmelitas descalzos no solo fueron los sucesores de los agustinos recoletos, sino que a partir de evaluar las acciones de sus predecesores definieron estrategias misionales diferentes y más eficientes, las cuales tuvieron en el contradictorio reconocimiento de la gente negra una de sus principales características.

Muy rápido, los carmelitas se dieron cuenta de las limitaciones de la acción misionera agustina y del tremendo reto que se les planteaba ahora a ellos. En efecto, esto se advierte en los primeros informes remitidos al provincial en Navarra, España y sobre todo en uno, en el que mons. Fr. Luis irízar salazar, ocD, nuevo Prefecto apostólico de Tumaco, consignó un contundente balance de la misión agustiniana y de las condiciones en las que recibían su legado.

Hay que reconocer la enorme labor evangélica llevada a cabo por los beneméritos Hijos de san agustín en los 55 años que vivieron en esta región. Pero si se observa detenidamente esa labor, creemos que, salvo en contados lugares, no pasó de ser un trabajo superficial y pasajero, que no llegaba a penetrar en el alma popular para hacer efectiva la transformación de las costumbres. Creemos sinceramente que esa es la razón por la cual subsiste una ignorancia casi absoluta en materia religiosa entre la inmensa mayoría de los feligreses de la Prefectura apostólica, que al no recibir una instrucción catequística más positiva y eficaz, se limitaron a agregar a sus prácticas religiosas antiguas la que en forma tan vaga les era enseñada por los misioneros en sus recorridos relámpagos que hacían cada dos o tres o más años. Esa es la impresión de todos los actuales misioneros, muy distinta de aquella que en nombre de los anteriores misioneros quiso grabar en nuestro animo el superior cesante y Pro-Prefecto, cuando en una sola frase se trató de resumir el trabajo llevado cabo por los Hijos recoletos de san agustín en los 55 años de su apostolado: Todo lo encuentran hecho y su labor se reducirá a conservar y mantener lo que hemos hecho los agustinos Recoletos.24

Después de 56 años de misión de los agustinos recoletos, la situación a la que se enfrentaban los carmelitas descalzos era muy parecida a la de los tiempos en que se inició la misión de los primeros. En la práctica, es como si se tratara de empezar todo de nuevo, porque tal como lo anotó el prefecto carmelita, la evangelización agustiniana «no pasó de ser un trabajo superficial y pasajero, que no llegaba a penetrar en el alma popular para hacer efectiva la transformación de las costumbres». Acerca de las condiciones materiales de la misión, la situación era en síntesis la siguiente, según el testimonio de un misionero carmelita de la época, que se retoma en la obra de F. J. González Ruiz. En estricto sentido, solo había tres edificios parroquiales en las poblaciones de Tumaco, Barbacoas y Ricaurte, pero los muebles y ornamentos de esas iglesias se encontraban en un estado tan lamentable, que los sacerdotes se avergonzaban de las condiciones en que debían realizar los oficios religiosos. Aunque las capillas dependían de las parroquias señaladas,25 el Prelado informaba que «no hay una sola capilla en condiciones de celebrar el culto divino», entre otras razones porque en realidad estas no eran otra cosa que rudimentarias casas de madera y techos de paja que se deterioraban con facilidad, y que se venían al suelo con el paso del tiempo y el embate de las lluvias. Y aunque existían tres casas curales, la única que se podía considerar como tal era la de Tumaco. En cuanto al frente educativo, los carmelitas recibieron de los agustinos un total de veinticinco escuelas misionales, a las que llamaron «escuelas católicas» para distinguirlas de las otras ciento veinte escuelas no misionales o públicas, cada una con capacidad para treinta niños por escuela (lo que arroja un potencial de casi cuatro mil trescientos cincuenta alumnos en total). Sin embargo, observaron que todas estaban en un estado deplorable por lo inadecuado de los espacios, el hacinamiento, la falta de pupitres y de higiene, y concluyeron que en últimas, las 145 escuelas, entre católicas y laicas pero administradas por los agustinos, carecían de las más mínimas condiciones para la acción pedagógica de alumnos y maestros.

Con respecto a las características religiosas y morales de la población, la descripción de lo que encontraron los carmelitas era igualmente desalentadora. En efecto, los valores religiosos de las gentes de la misión fueron evaluados en términos generales como negativos, con excepción de las parroquias de la sierra, es decir, de ricaurte y altaquer (antiguos pueblos de indios en los entornos de Barbacoas), cuyas familias se basaban en sólidos principios cristianos. En contraste, consideraron que la mayoría de los hogares de la misión localizados en la Costa (de absoluta mayoría negra) no estaba bien organizada y concluyeron «que el noventa por ciento de estas gentes están en un estado de ignorancia absoluta respecto a la existencia de los sacramentos, excepto el Bautismo» (citado en González ruiz, 1982: 61). Definieron que el alcoholismo era un auténtico azote moral, que contribuía a agudizar la crisis social y económica existente en toda la región. Estimaron que la situación educativa, tanto en lo general como en sus aspectos religiosos, era de completa postración y dedujeron que por ello constituía la tarea que requería de su mayor atención y dedicación. No obstante, en medio de un panorama tan desalentador, los misioneros reconocieron algo positivo y que resulta revelador para nuestra interpelación crítica de estas fuentes eclesiásticas: los valores morales tradicionales de las comunidades ribereñas se mantenían vigentes.

El campesino, son palabras del Prelado, es de costumbres mucho más sanas que el habitante de los poblados. Tiene una ignorancia absoluta de los deberes religiosos, pero se dan casos frecuentes, especialmente en el curso del río Patía, que, campesinos que han vivido toda una vida alejada del sacerdote y de la iglesia por la distancia que los separa, son de una conducta moral intachable. (61)

En síntesis, los carmelitas se encontraron frente a una situación sorprendente, en la que unas sociedades locales ribereñas, prácticamente al margen del mercado, y la vida institucional política y religiosa, eran capaces de autogobernarse en lo cotidiano con base en sencillas pautas de conducta colectiva y criterios de reciprocidad. Se preguntaron entonces, tanto por los antecedentes misioneros agustinos como por las características de la gente negra e indígena. En efecto, los carmelitas descalzos partieron de la historia de sus predecesores los agustinos recoletos, se preguntaron por las dificultades que enfrentaron, procuraron entender porqué sus logros misionales habían sido tan modestos y se cuestionaron acerca de los retos que les esperaban a ellos como nuevos evangelizadores en la región. Más allá de explicables celos religiosos y tradiciones diferentes entre estas dos órdenes religiosas católicas, lo cierto es que la era carmelitana, como ellos mismos la denominaron, de la misión de Tumaco, durante las próximas décadas utilizaría estrategias novedosas y dispositivos más sofisticados en la labor misionera pero a partir precisamente de evaluar la era agustina.

La clave de las nuevas estrategias de los carmelitas tiene que ver con la rigurosa evaluación histórica que hicieron de la misión agustina recoleta, de la cual derivaron unas conclusiones para orientar sus propios retos, y sobre todo la más importante de todas, el reconocimiento de la identidad negra en lo religioso y cultural. Acerca de los limitados logros de los agustinos recoletos después de más de medio siglo de misión, los carmelitas evaluaron que hubo cuatro factores principales que incidieron en ese resultado: la extensión territorial de la misión, con las consiguientes dificultades para su movilidad y comunicaciones; el sistema de construcción de iglesias, capillas, escuelas, algunos colegios y hasta de un hospital que, al estar basado en el uso exclusivo de maderas y otros materiales de la región —que si bien eran baratas y asequibles, finalmente se deterioraban con rapidez—, condenó a la misión a un estado de precariedad e inestabilidad permanente; los incendios, que con frecuencia devoraron edificios preciosos de madera, como la propia sede de la Prefectura apostólica en Tumaco y la iglesia parroquial de Barbacoas; y la falta de personal, que redujo la presencia del misionero a algo muy limitado, esporádico y, en últimas, distante de las comunidades (62).

Este balance de la misión agustina realizada por los carmelitas cuestiona de hecho el de merizalde y otros historiadores agustinos que hemos citado extensamente. Estos matices en torno a los alcances de la labor pastoral aportan elementos para el análisis del período que nos interesa, en relación con la construcción de identidad y etnicidad de los grupos negros e indígenas, pero en constante fricción con las intervenciones del nacionalismo de Estado y la institucionalidad eclesiástica. Algo que en síntesis se puede enunciar, como unas poblaciones negras en constante construcción pero más o menos al margen de la presencia estatal y eclesiástica, que a duras penas intentaban inscribirlas en el orden político y religioso.

Es muy significativo que, todavía en la segunda mitad del siglo XX y después de casi seis décadas de intervención de los agustinos, la religiosidad de la gente negra conservara sus características singulares y en cierta forma irreductibles, según el siguiente registro de los carmelitas descalzos. Se trata del primer informe quinquenal remitido por el nuevo prefecto de Tumaco a su superior provincial en 1959, un documento notable que gira en torno a la religiosidad de la gente negra, rico en datos etnográficos y revelador de las reflexiones teológicas que tal fenómeno provocaba entre los nuevos misioneros y que por eso conviene citar extensamente.

Aspecto religioso. los habitantes de la costa son profundamente religiosos. Más que ideas religiosas tienen sentimientos religiosos. La fe está muy arraigada en la conciencia popular, sienten la necesidad de comunicarse con Dios, pero ignorantes de los principios religiosos católicos y de las obligaciones que les imponen, han resuelto el problema con las prácticas externas y ciertos ritos tradicionales que son los únicos que están capacitados para comprender.

Los ritos tradicionales de la costa son los «velorios», reuniones nocturnas en honor de los santos, de los difuntos y de las fiestas del señor y de la sma. Virgen. Al redoble de tambores, desde las ocho de la noche hasta el amanecer del día siguiente, cantan «alabados» (cantos religiosos de propia invención y llenos de errores teológicos) y los alternan con bailes populares y se hace gran consumo de aguardiente y de ron.

Completan sus prácticas religiosas el uso del agua bendita, uso interno y uso externo, para alejar las «visiones», espíritus malignos causantes de todos los males materiales y morales; la recitación de oraciones de sabor supersticioso y las velas prendidas a los santos y cuadro de imágenes de cristo y de los santos.

No hemos podido hallar ninguna reliquia de adoración de dioses africanos, ni bajo nombres propios o figuras o imágenes extrañas.

No solamente en los lugares remotos alejados de residencias misioneras practican estos ritos, sino también en las poblaciones donde reside habitualmente el sacerdote.

Sienten gran apego a toda tradición y es difícil desarraigarla. Una de las causas principales de que el protestantismo no haya podido hacer prosélitos en la misión, se debe a ese espíritu tradicionalista de la gente.26

En esta imagen inicial de los carmelitas sobre la región se destacan tanto la evidencia de la profunda religiosidad de la gente negra como la intuición de que se trataba de otra religiosidad, algo que por lo demás se subraya con anotaciones como las siguientes: que sus prácticas eran «externas» (léase orientadas a la comunidad), que sus «ritos son tradicionales» (o sea que tienen un trasfondo histórico) y que no encontraron vestigios de dioses africanos (por eso es cristianismo, pero erróneo). De un modo u otro, con este tipo de reflexiones se empezaba a reconsiderar el tema de la alteridad para la acción misionera, sobre todo al reconocer que algunos de los componentes culturales de la gente negra eran positivos y que en ese sentido podían ser promisorios para sus propósitos. Este cambio de enfoque explica porqué los carmelitas recurrieron a una representación de la evangelización que emprendían como un encuentro entre la fe cristiana correctamente asumida (institucionalizada por la iglesia e introspectiva en los individuos) y la religiosidad negra (las erradas prácticas y rituales de sus comunidades). Enfoque que sin duda es muy diferente de lo expuesto y practicado por los agustinos, que solo vieron en la región y su gente un «desierto espiritual y material» como vimos. En contraste, la versión carmelitana incursionó en el reconocimiento del otro y sus prácticas, es decir, en reconocer una otredad cristiana que juzgaron «desviada» pero que no obstante se podía enderezar. De allí la insistencia de los carmelitas en distinguir y oponer conceptos tales como: ideas (institucionalidad) y sentimientos (creencias), principios universales (de la iglesia) y prácticas cotidianas (de las comunidades), y ceremonias eclesiásticas versus ritos tradicionales. Según creemos, con este tipo de planteamientos de los misioneros carmelitas comienza, discursivamente visto, el reconocimiento propiamente moderno del otro en esta región. Lo que de ninguna manera debe interpretarse como una concesión graciosa de los misioneros, sino como la consecuencia de la poderosa presencia de la cultura afropacífica y en particular de su religiosidad. En síntesis, no obstante lo incompleto y contradictorio de esta representación del otro y de la intervención evangelizadora autoritaria de que eran objeto estas comunidades negras, el discurso misionero carmelitano no pudo sustraerse a su presencia y prácticas, por lo cual tuvo que reflejarla e incorporarla en sus propias interpretaciones y en el proceso evangelizador mismo. En estas condiciones, a estos grupos negros se les reconoce su capacidad de agenciar una cultura propia que, aunque «incorrecta», según los carmelitas, podría ser no obstante reformada y reorientada hacia el cauce institucional eclesiástico, pero siempre y cuando se partiera de sus componentes más positivos y promisorios.

Conclusión

Experiencias como la evangelización de los agustinos recoletos en la primera mitad del siglo XX o la misión de los carmelitas descalzos en la segunda mitad de ese siglo, así como la resistencia cultural de la gente negra a ser simplemente asimilados por la iglesia y el Estado son comprensibles en los marcos de la modernidad tardía y sus contradicciones. Las misiones católicas del siglo XX se dieron en medio de intensos cambios sociales y culturales globales, cuando se profundizaron los saberes científicos y sus aplicaciones en el mundo occidental y las dinámicas de la economía-mundo se articularon más estrechamente con los estados nacionales, los pueblos étnicos, las clases sociales y las comunidades tradicionales. En ese contexto, las actividades misioneras se trocaron en agencias mucho más complejas y quedaron inscritas en el gobierno de poblaciones que tipifica a la modernidad tardía en lo político (Foucault, 2006; castro-Gómez, 2010). De tal forma, que sus dispositivos tendieron a afinarse en procura de su mayor eficiencia sobre las poblaciones intervenidas, razón por la cual ya no se podían reducir a las conocidas técnicas del control social coercitivo, sino que hicieron parte de la producción de nuevos sujetos sociales, que debían ser institucionalmente controlables e individualmente autocontrolados. En otras palabras, los misioneros incorporaron discursos y prácticas que requerían del reconocimiento del otro para alcanzar sus objetivos y cierta conciliación entre la laicidad y el catolicismo. No hay que olvidar que las misiones son, como cualquier otra experiencia humana, fenómenos históricamente condicionados y socialmente construidos. A su vez, las identidades étnicas tuvieron que ajustar sus características y estrategias para poder hacerle frente a estos nuevos referentes de la modernidad.

En particular, la estrategia misionera de los carmelitas descalzos profundizaría y mejoraría criterios, acciones y dispositivos que fueron escasamente desarrollados por los agustinos recoletos. En efecto, los carmelitas se aplicaron, además de la labores de catequesis, educativas y morales, a tareas como la organización de los archivos misionales, levantar un registro detallado de las características de la cultura negra y popular, asegurar la presencia permanente de sacerdotes en las comunidades, la construcción sólida de iglesias, escuelas, colegios y otros edificios de las misiones, y a garantizar las comunicaciones entre las zonas de misión, entre otras iniciativas.27 En ese sentido, el estudio de la «era carmelitana» puede servir de puente para comprender mejor algunos de los componentes del proceso de la identidad de los grupos negros y que la experiencia misionera agustiniana escamotea en varios sentidos. No es casual que la estrategia misionera de los carmelitas, que se origina en 1954 pero que llega hasta el presente, se asocie con las primeras manifestaciones de conciencia étnica contemporánea de la gente negra en esta parte del Pacífico colombiano. En esencia, se trata de un cambio de paradigma, no tanto respecto de los principios religiosos católicos, cuanto en relación con la producción de poblaciones nuevas. Lo que se manifiesta en una mayor y mejor organización y administración de la actividad misionera; la búsqueda, clasificación y uso de documentación e información histórica y social para hacer más efectiva su labor; la recopilación intencionada de la tradición oral de la gente negra y la profundización de la evangelización con base en la incorporación progresiva de elementos de la cultura negra y popular.

Estos cambios en las estrategias y dispositivos de las misiones católicas en américa latina durante el siglo XX ameritan la atención cuidadosa de los investigadores sociales y en especial de los historiadores, porque pueden ser otra vía para acceder a la esquiva alteridad de los sujetos sociales y étnicos. En ese sentido se desarrollan nuevas perspectivas de investigación sobre las misiones católicas, y otras religiones e instituciones, las cuales procuran evitar los extremos de la apología o la detracción, y más bien optan por el tratamiento cuidadoso de las fuentes involucradas y el análisis sistemático de circunstancias, sujetos, interacciones y presencias contrastadas. Enfoque que también tiene un potencial comparativo, tanto en lo concerniente al estudio de las misiones en américa latina como en relación con los estudios sobre las identidades étnicas en sociedades complejas.


Pie de página

3«Cualquier referencia concreta al tema cultural pasa necesariamente por las transformaciones de la soberanía, la legitimidad o las identidades lingüísticas y nacionales, por no aludir a las formas de interpretación colectivas de la realidad. Así si entendemos el concepto de cultura, en un sentido amplio, como las formas de clasificación y comprensión de lo real en un grupo o grupos específicos, nos encontramos con una de las temáticas que más incidencia está teniendo en la transformación de la sociedad industrial capitalista heredada desde el siglo XVI» (Muñoz, 2005: 16-17).
4«Como todo sistema de poder, la dominación racial necesita una estructura burocrática que la ponga en ejercicio y una estructura simbólica que haga legítimo dicho ejercicio. En el mundo moderno la ciencia –y más específicamente la ciencia social– ha sido la pieza clave en el engranaje que conecta el trabajo de ambas estructuras» (Terrén, 2002: 9). No obstante, las contradicciones estructurales del sistema colonial hispánico hicieron que tanto el aparato estatal como el eclesiástico fueran débiles en la Nueva Granada y especialmente en la frontera minera del Pacífico Sur, características que heredó la República temprana en Colombia. La evangelización tardía de las comunidades negras del Pacífico sur por la misión agustiniana y su estrecha colaboración con el nacionalismo de Estado en la primera mitad del siglo XX, son ejemplos de sus consecuencias.
5Ver los últimos censos coloniales de 1797 y 1804. «Censo del gobierno de Popayán (1797)» [Archivo General de Indias, Sevilla, Santa Fé 623] y «Relación (5 de diciembre de 1797)», Ídem, firmados ambos por Diego Antonio Nieto, gobernador; y, AGN, sección Colonia, fondo Virreyes, tomo 16, folios 185-195, dto. 29. Popayán , septiembre 20 de 1804. Firmado por Diego Antonio Nieto. Los datos del gobernante provienen de un padrón de 1795 y por eso se explica que coincidan con los de la relación de 1797 (Tovar Pinzón y Tovar M., 1994: 319- 335).
6Después de la Constitución Política de 1886, los territorios del departamento del Cauca eran básicamente los mismos que los de la extensa jurisdicción de la antigua gobernación de Popayán de los tiempos coloniales a la que pertenecían las provincias del Pacífico sur. Sin embargo, distintos fenómenos de diferenciación interna condujeron a su fragmentación a comienzos del siglo XX, a raíz de lo cual se conformaron los departamentos de Nariño con capital en Pasto en 1904, Caldas con capital en Manizales en 1910 y Valle del Cauca con capital en Cali en 1910 (confrontar Almario García, 1996: 157-164).
7Las reformas constitucionales de 1936 y 1945 promovidas por los liberales le devolvieron al Estado colombiano el control de la educación pública y avanzaron en la realización del ideal de la separación de la Iglesia y el Estado (Agudelo, 2005: 45- 62).
8Como señalo en el trabajo (García: 1995: 39- 58), esa tardía integración del sur a Colombia tuvo como consecuencia que los «territorios nacionales» periféricos al núcleo andino, es decir, la Amazonía con sus pobladores indígenas y la costa Pacífica con sus pobladores negros e indígenas, fueran también débilmente integrados al territorio nacional y a la unidad nacional pretendida. En este contexto, la Iglesia católica, a raíz de la creación del obispado auxiliar de Pasto en 1836 (que dependía de la diócesis de Popayán), pero sobre todo con el obispado residente en 1859, buscó erigirse en una fuerza «por encima» de los partidos políticos y las circunstancias con la meta de actuar en uno y otro sentido, es decir, el de la evangelización y el de la unidad nacional.
9Los liberales ecuatorianos, liderados por Eloy Alfaro, a partir de la movilización de los sectores populares desde la costa frente a la sierra, establecieron una hegemonía política desde 1895 hasta 1925 (Almario García y Castillo, 1996: 97).
10Los agustinos recoletos nacieron en España en el contexto de la restauración católica en la segunda mitad del siglo XVI. Los recoletos en la Nueva Granada, que ya contaban con los conventos de Panamá y Cartagena en 1616, adoptaron las pautas de la recolección española y en 1629 se incorporaron a ella, y en 1666 formaron la quinta provincia de la congregación con base en el convento de El Desierto de la Candelaria, por lo cual se les conoce también como «padres Candelarios». Durante el siglo XIX, la congregación experimentó un cambio profundo, porque las desamOrtizaciones en España (1835-1837) y Colombia (1861), despojaron a la comunidad de sus conventos, lo que impidió su vida común y obligó a su transformación en una comunidad apostólica y misionera, actividades a las que se dedicaría a lo largo de ese siglo. Hasta que a principios del siglo XX, la comunidad consiguió su plena autonomía jurídica, cuando el 16 de septiembre de 1912, el papa Pío X la inscribió en el catálogo de las órdenes religiosas, y le concedió a su superior el título y las facultades de prior general.
11Fr. Ezequiel Moreno fue primero beatificado por la Iglesia católica y finalmente santificado por el papa Juan Pablo II en el marco de las conmemoraciones del V Centenario del Descubrimiento de América.
12Bernardo Merizalde del Carmen fecha la llegada de los padres Melitón Martínez y Gerardo Larrondo en 1899, y José Miguel Garrido fecha la primera visita pastoral de Fr. E. Moreno a la costa en 1896, en cuya acta respectiva consta que estos territorios y poblaciones: «[...] se hallaban casi siempre mal administrados por falta de sacerdotes que se hallen en condiciones de vivir en aquellos territorios poco o nada sanos por una parte, y por otra solitarios y faltos de recursos» (57). Según el sacerdote carmelita J. M. Garrido, la historia eclesiástica moderna de la región puede dividirse en tres épocas: la primera desde la independencia hasta la llegada de fray Ezequiel Moreno, la segunda caracterizada por la presencia de los agustinos y la tercera por la de los carmelitas. Si se sigue dicha periodización, este artículo se ocupa de la segunda época en estricto sentido.
13Sostiene este historiador agustino: «En vano pretenderá el sacerdote cumplir con su deber en aquella región desde el pueblo o centro donde reside; su labor será muy estéril, porque será insignificante el número de almas que se aprovechen de su ministerio por estar diseminadas la mayor parte de ellas por las márgenes de estos ríos y esteros, a muy largas distancias, materialmente impedidas para acudir a los centros. Por lo mismo, es indispensable que el sacerdote esté en continuo movimiento visitando con frecuencia las rancherías, si no quiere que la mayor parte de las almas vegeten en la ignorancia, en la superstición, en el error y en el vicio» (Ayape, 1950: 280).
14Según Walter J. Ong «La fuerza de la palabra oral para interiorizar se relaciona de una manera especial con lo sagrado, con las preocupaciones fundamentales de la existencia. En la mayoría de las religiones la palabra hablada es parte de la vida ritual y devota. Con el tiempo, en las religiones mundiales más difundidas, también se crean textos sagrados en los cuales el sentido de lo sacro está unido también a la palabra escrita. Con todo, una tradición religiosa apoyada en los textos puede continuar de muchas maneras la confirmación de la primacía de lo oral». Por eso agrega que: «En el cristianismo, por ejemplo, la Biblia se lee en voz alta en las ceremonias litúrgicas, pues siempre se considera que Dios 'habla' a los seres humanos, y no les escribe. El carácter oral del marco conceptual en el texto bíblico, incluso en las secciones epistolares, resulta abrumador» (Ong, 1999: 78). A modo de indicación para futuras investigaciones, recordemos que la conocida perspectiva de N. Frye gira en torno a la tesis de que « [...] la estructura de la Biblia suministró el esquema de ese universo [mitológico o imaginativo] en lo que atañe a la literatura europea [...]» (Frye, 1980: 7). Sin embargo, para el caso que nos ocupa de los grupos negros del Pacífico sur colombiano, el formato bíblico se relaciona con experiencias como el origen africano, el pasado esclavizado y la lucha por la libertad.
15A propósito de la influencia vaticana, la cuestión social y el modernismo ver Arias, 2003: 71-74; sobre la peculiaridad del caso colombiano ver Abel, 1987; y acerca de una posible periodización de las relaciones entre Estado liberal e Iglesia y su concreción en un estudio regional (ver Ortiz Mesa, 2010: 29-31).
16Congreso y Exposición Nacionales de Misiones de Colombia. 1924. Bogotá, Tipografía Minerva.
17Boletín de la Provincia de Nuestra Señora de la Candelaria de Colombia de la Orden de Agustinos Recoletos, Bogotá, septiembre de 1924, República de Colombia, Año II - Vol. II - Núm. XXVII, número extraordinario publicado con ocasión del Congreso de Misiones de Bogotá: 257-447 (pp.262-264).
18Ob. Cit., p.280. Tal como lo registró El Nuevo Tiempo, N°7757, Bogotá, 18 de agosto de 1924.
19La conferencia fue ofrecida el 5 de junio de 1928 con el título de «Interrogantes sobre el progreso de Colombia»» y suscitó de inmediato una agria polémica, por lo cual hubo de ser ampliada con otra el 3 de agosto de ese mismo año. Ambas se conocen como «Las Conferencias del Municipal», por el nombre del teatro de Bogotá en el que fueron pronunciadas (Gómez, 1981: 5-30).
20El texto concluía de la siguiente forma: «La presente circular será leída en todas las iglesias de la Prefectura apostólica de Tumaco, el primer domingo después de recibida, en la misa parroquial, y en las capillas de los campos, a la primera visita del Padre misionero, el día de más concurrencia» (8).
21«Una entrevista con monseñor Merizalde», Tumaco, Prefectura Apostólica de Tumaco, junio su tesonera actividad evangelizadora de 1936, No. 58, pp. 137-143.
22En la colonia el triángulo sociohistórico de Barbacoas-Iscuandé-Tumaco definía las relaciones sociales regionales, que giraban en torno a la explotación del oro. Pero que dicha funcionalidad se deshace en el período aquí estudiado y en su lugar parece emerger un nuevo ordenamiento del espacio regional, de tipo longitudinal y costero, que relaciona a Tumaco-El Charco-Guapi-Puerto Merizalde-Buenaventura (Almario García y Castillo: 1996).
23Ver Catholic-Hirarchy (catholic-hierarchy.org) y Anuario Pontificio, Diócesis de Tumaco, 1951.
24Archivo del Vicariato Apostólico de Tumaco (Tumaco, Nariño, Colombia), 18-E, ID, Informe sobre el estado actual de la Prefectura Apostólica de Tumaco (Colombia) administrada por los religiosos Carmelitas, 7 folios, sin fecha; 19-E, ID, Informe sobre la Prefectura Apostólica de Tumaco, 10 folios, marzo de 1955; 21-E, ID, La Prefectura Apostólica de Tumaco (Colombia), 11 folios, 1-VII-1955 (citados por en González Ruiz, 1982: 63- 64).
25Aunque no hay un dato preciso acerca del número de capillas después de 1936 (110 capillas), creemos que el dato de las 145 escuelas existentes en 1949, debe tomarse como igual o muy aproximado al de las capillas erigidas para esa fecha. En otras palabras, en cada comunidad o asentamiento más o menos importante, se levantaron capilla y escuela.
26Relación quinquenal 1959, Mons. Fr. Luis Irízar Salazar, OCD, Prefecto Apostólico de Tumaco. Archivo del Vicariato Apostólico de Tumaco, 59-RQ (citada en F. J. González R., Ob. Cit., Apéndice Documental, Documento N° 13, pp.248-283. La cita en pp.276-277. Cursivas agregadas.
27Las principales fuentes de información y documentación de los carmelitas descalzos son: por una parte, el Archivo del Vicariato Apostólico de Tumaco, el Archivo del Vicariato Provincial de Tumaco y el Archivo de la Provincia de San Joaquín de Navarra, España, y por otra, la recopilación de la tradición oral en sus múltiples manifestaciones en cuanto a las segundas, labor de la que se ha ocupado especialmente el sacerdote carmelita descalzo José Miguel Garrido, cuyos trabajos hemos citado antes.


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