Las bases antropocéntricas y eurocéntricas de Las ideas modernas de pobreza y comunicación1
Anthropocentric and Eurocentric Foundations of Contemporary Poverty and Communication Idea
As bases antropocêntricas e eurocêntricas da ideia de pobreza e comunicação moderna
Andrés Kogan Valderrama2
Universidad Nacional de Córdoba, Argentina
Kogan05@gmail.com
1Este artículo es resultado de mi trabajo de Tesis de Magister, que llevó como título «La Concepción de la Pobreza y Comunicación en el caso de la ONG TECHO en Córdoba, Argentina. Interrogantes e interpretaciones sobre el lugar de la Naturaleza», y que fue entregada en el año 2013.
2Sociólogo, Magister en Comunicación y Cultura Contemporánea y Candidato a Doctor en Estudios Sociales de América Latina en el Centro de Estudios Avanzados de la Universidad Nacional de Córdoba. Córdoba, Argentina.
Recibido: 16 de enero de 2014 Aceptado: 05 de mayo de 2014
Resumen
En este artículo se reflexionará sobre cómo los conceptos de pobreza y comunicación han sido tratados en los últimos sesenta años por distintas teorías del desarrollo existentes en la región en el campo de las ciencias sociales. En particular concentraremos la discusión sobre cómo aquellos conceptos han sido heredero de un patrón de poder global eurocéntrico y antropocéntrico, proveniente de un proyecto moderno-colonial de hace quinientos años, reconfigurado con el discurso del desarrollo desde la posguerra en adelante, el cual ha mantenido la separación entre la cultura de la naturaleza, concibiendo a la pobreza por fuera de la naturaleza y a la comunicación como una herramienta y puesta en común entre puntos de vistas occidentales. Finalmente, desde una perspectiva decolonial, propondremos una concepción socioambiental de la pobreza y pluriversal de la comunicación que nos permita reensamblar ambos conceptos.
Palabras claves: Pobreza; comunicación; naturaleza; desarrollo; descolonial.
Abstract
This paper reflects around the treatment given to the concepts of poverty and communication throughout the last 60 years by a number of theories of development existing in the latin American region within the social sciences. Particularly, we will focus our discussion on how those concepts have inherited an eurocentric and anthropocentric global power pattern, which stemmed from a 500-year-old modern-colonial project, and was reshaped with the discourse of development from post-war on, which has maintained the separation between the culture of nature, understanding poverty as aside from nature, and communication as a tool and exchange between Western points of view. Finally, from a decolonial perspective, we will advance a socio-environmental notion of poverty and a pluriversal notion of communication, which will allow us to reassemble both concepts.
Keywords: Poverty; communication; nature; development; decolonial.
Resumo
No presente artigo, reflexiona-se sobre como os conceitos de pobreza e comunicação têm sido tratados nos últimos sessenta anos por diferentes teorias do desenvolvimento, existentes na região no campo das Ciências sociais. Focaremos, em particular, a discussão sobre como tais conceitos são herdeiros de um padrão de poder global eurocêntrico e antropocêntrico, que vem de um projeto moderno-colonial de 500 anos atrás, reconfigurado com o discurso do desenvolvimento a partir do pós-guerra que, por sua vez, mantem a separação natureza-cultura, concebendo a pobreza fora da natureza e a comunicação como uma ferramenta e cenário comum para os pontos de vista ocidentais. Por fim, a partir de uma perspectiva decolonial, propomos uma concepção socioambiental da pobreza e pluriversal da comunicação que permita reconectar ambos os conceitos.
Palavras-chave: pobreza, comunicação, natureza, desenvolvimento, decolonial.
El trasfondo moderno-colonial del discurso del desarrollo
La idea de concebir la cultura separada de la naturaleza de manera universal o solo desde un punto de vista proveniente de una particular ontología naturalista (descola, 2002),3 puede entenderse como resultado de un proceso histórico-estructural que comenzó a gestarse hace 500 años, luego del «encubrimiento» de América que dio inicio a la llamada primera modernidad (dussel, 1994) y por tanto a una colonialidad que trascendió la idea de colonialismo4 con el paso del tiempo (Quijano, 1991). Es decir, este pasaje se produjo solo cuando en el siglo XV la cristiandad dejó de ser periférica geopolíticamente y dio el inicio a una civilización occidental que pasó a ser el centro de la «humanidad», constituyéndose hasta la actualidad como «la única perspectiva que tiene el privilegio de contar con las categorías de pensamiento desde las que se describe, clasifica, comprende y 'hace progresar' al resto del mundo» (Mignolo, 2007: 60-61).
En la actualidad es desde aquel naturalismo uni-versal en cuanto «sistemamundo occidentalista cristiano-céntrico capitalista/patriarcal moderno/colonial» (grosfoguel, 2009: 2), que la división entre cultura/naturaleza sigue siendo la base ontológica de la ciencia moderna para justificar la división entre las ciencias naturales y las ciencias sociales. En consecuencia, las ciencias sociales son hasta el día de hoy las encargadas de estudiar las relaciones entre humanos solamente, dejando la naturaleza fuera de su estudio, mientras el derecho occidental ha sido el encargado de representarlos jurídicamente (Latour, 2008).
A partir de esta división, las disciplinas modernas tales como la antropología, la sociología, la economía, la ciencia política y posteriormente la comunicación han sido consideradas las responsables de proveer «información objetiva» sobre ensamblados humanos, para legitimar científicamente las grandes ideologías modernas, como lo son el conservadurismo, el liberalismo y el socialismo (Castro-Gómez, 1998). Es decir, circundamos un patrón de poder eurocéntrico y antropocéntrico de la modernidad que al separar la cultura de la naturaleza ha llevado a las ciencias sociales a concebir la historia de manera lineal y evolutiva.
Esta herencia histórica con impronta en el discurso de la salvación cristiana que duró hasta el siglo XVIII, para luego secularizarse con el Iluminismo y la idea de progreso hasta mediados del siglo XX, después de la segunda guerra mundial pasó a llamarse desarrollo (Sachs, 1996). Todo esto dentro de un marco jurídico moderno-colonial internacional iniciado con la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789, que fuera inspirada en la Declaración de independencia estadounidense de 1776 e inspiradora de la posterior declaración universal de los derechos humanos de 1948, que nos rige hasta la actualidad.
En consecuencia, precisamente durante la posguerra, con la hegemonía imperial de los Estados Unidos5 y con la creación posterior de organismos internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, etc., se reconfigura aquella colonialidad por medio del discurso del desarrollo, que reemplaza la idea anterior positivista de progreso que fuera puesta en cuestión luego de la gran crisis de la década de los 30 y posteriormente con el término de la Segunda Guerra Mundial.
Este nuevo discurso afirma el perfeccionamiento del género humano a partir de la imitación y el seguimiento de los patrones de producción y consumo de los países más industrializados. En otras palabras, el desarrollo se transformó en un credo con el paso del tiempo, en una religión antropocéntrica, siendo celebrada «igualmente por el FMI y el Vaticano, por los revolucionarios que portan sus fusiles así como los expertos de campo que llevan sus maletines samsonite. El término crea una base común, un terreno sobre el cual libran sus batallas la derecha y la izquierda, las élites y los movimientos de base» (sachs, 1996:16).
Asimismo, lo que hace diferente este discurso es el uso de una nueva palabra — subdesarrollo—.6 Esta supone la continuidad directa de otras denominaciones modernas como indios, negros, locos, maricas, brujas, salvajes, incivilizados, etc., para designar a poblaciones enteras que no aceptan la idea de una linealidad histórica llevada adelante por los países autodenominados como más desarrollados (Dussel, 1994).
En contraposición, la idea de subdesarrollo se refiere a una mayor cercanía con un estado natural y no racional de aquellas personas, como si la cultura fuera algo separado de la naturaleza, y un atributo positivo en mayor medida de las poblaciones masculinas, blancas, cristianas y heterosexuales de los países del llamado primer mundo.
No es casual entonces que haya sido durante un discurso del presidente Harry S. Truman de los estados Unidos en 1949, cuando la dicotomía moderna entre países desarrollados/subdesarrollados fue pronunciada por primera vez. Según Esteva este hecho fue irónicamente significativo en cuanto «ese día, dos mil millones de personas se volvieron subdesarrolladas. En realidad, desde entonces dejaron de ser lo que eran, en toda su diversidad, y se convirtieron en un espejo invertido de la realidad de otros» (Esteva, 1996:64).
Desde ese momento se comenzó a diferenciar entre países desarrollados y subdesarrollados según su mayor o menor crecimiento económico, es decir, a mayor ingreso per cápita se era más desarrollado, sin importar en lo más mínimo los impactos en la naturaleza, como si el ecosistema fuera un subproducto del sistema económico (Sachs, 1996). Esta lógica economicista fue estudiada por Karl Polanyi (1944), quien investigó cómo el siglo XIX se construyó en Europa bajo la idea de un mercado capitalista que se anteponía a la sociedad y más aún a la naturaleza.7
Con el paso del tiempo, sin embargo la idea evolucionista de desarrollo fue mutando en distintos tipos de desarrollo, ante la permanencia de países subdesarrollados. En un primer momento, en la década de los 60, se hizo la distinción entre desarrollo económico y desarrollo social, ante el fracaso de los países considerados subdesarrollados para que salieran de aquella condición en base al crecimiento económico solamente (Esteva, 1996). A pesar de esta variación, se mantuvo la perspectiva de colonialidad, ya que se siguió afirmando la idea moderno-colonial de que mercado y sociedad eran ámbitos separados entre sí y sin relación con la naturaleza. Más tarde, la Unesco comenzó a hablar sobre la idea de un desarrollo más integral, que fuera capaz de tomar otras dimensiones que no fueran solo los ingresos, como es el caso de la educación, la salud, la vivienda, la participación, en un intento de «humanizar» el desarrollo.
De allí en adelante, el concepto de desarrollo ha tenido una interminable lista de «apellidos», como es el caso del desarrollo local, comunitario, rural, urbano, sostenible, sustentable, ecodesarrollo, desarrollo a escala humana, desarrollo humano, endógeno, con equidad de género, etc., los cuales a pesar de ir incorporando nuevas dimensiones sociales y culturales (humanas) al desarrollo, no han hecho más que reforzar el patrón de poder global impuesto desde hace 500 años, al aceptar la separación entre cultura y naturaleza.
Una pobreza y una comunicación desarrollista
La idea de pobreza es uno de los conceptos centrales del discurso del desarrollo de los últimos 60 años (sachs, 1996) que sustituyó los múltiples significados que tuvo anteriormente a la mirada mercantil (Rahnema, 1996).
su uso comenzó a hacerse masivo después de la guerra, quedando subordinado hasta el día de hoy a la idea moderno-colonial de subdesarrollo, siendo por lo tanto «un mito, un constructo y la invención de una civilización particular» (Rahnema citado por robert, 2001:5), es decir, el concepto desarrollista de pobreza solo pudo hacerse posible después de la expansión de la economía mercantil y los procesos de urbanización existentes, generados por la división radical entre cultura y naturaleza, que se apropió —en mayor o menor medida— de bienes comunes tales como el agua y la tierra, lo que generó desplazamientos de comunidades, pérdida de biodiversidad y destrucción de ecosistemas. Esto supuso también la destrucción de muchos vínculos comunitarios frente al predominio de un individuo racionalista que negó a millones de seres humanos la posibilidad de organizarse y de institucionalizar sus experiencias diferentes a las modernas, las cuales tuvieran apego al territorio.
En consecuencia, el concepto de pobreza se redujo a un sentido moderno-colonial restringido a la carencia de ingresos, que al medirse en una cantidad determinada de dólares, «descubrió» a millones de personas que vivían por debajo de la línea de la pobreza, quienes posteriormente fueron convertidos en meros receptores pasivos de programas de desarrollo. En otras palabras, desde aquellos momentos comenzó a considerarse que «la pobreza económica debía ahora ser detectada y extinguida, a nivel global, como una vergüenza y un flagelo. Los vastos incrementos en riqueza ofrecida o lograda por las sociedades modernas que fomentaban la codicia y el lucro jugaron un significativo papel en la pronunciada desvalorización de la pobreza moral. De esta manera, la carrera por el enriquecimiento se hizo no solo un fin deseable para la economía sino también un fin moralmente justificado» (Rahnema, 1996:269).
Esto se sustentó en un discurso que entendía al pobre como una amenaza para el patrón de poder global, así como lo fueron antes los llamados indios y negros, por lo que debían ser modernizados lo antes posible. Un ejemplo de este tipo de discurso se manifiesta en aquella alocución inaugural sobre el desarrollo pronunciado por el presidente Harry s. Truman, quien señaló que: «la vida económica (de los pobres) es primitiva y estancada... Su pobreza es una desventaja y una amenaza tanto para ellos como para áreas más prosperas» (Truman citado por Rahnema, 1996: 256).
Este discurso supuso la «naturalización» de una determinada concepción de pobreza que hasta el día de hoy sigue prevaleciendo en las ciencias sociales frente a otras concepciones no eurocéntricas y antropocéntricas. Es decir, subyace una idea de pobreza desde un punto de vista occidental que niega cualquier intento de mantener y generar economías de subsistencia no modernas ni capitalistas, ya que «la ideología del desarrollo las declara pobres por no participar de forma predominante en la economía de mercado, y por no consumir bienes producidos en el mercado mundial y distribuidos por él, incluso aunque puedan estar satisfaciendo las mismas necesidades mediante mecanismos de autoaprovisionamiento» (shiva, 2005: s/n).
En consecuencia, no es llamativo que la comunicación desde sus inicios como campo, hasta el día de hoy, también heredara aquel aparato del desarrollo de otras disciplinas modernas, como la sociología, la psicología, la antropología, la ciencia política y la economía. Tanto entre sus vertientes más funcionalistas como en las más críticas y participativas, el campo de estudios se ha terminado subordinando a una geopolítica histórica del conocimiento proveniente de Europa, que sigue siendo el lugar privilegiado de enunciación en términos epistémicos donde se sitúa el campo de la comunicación de la región.8
La construcción de este posicionamiento, al igual que el concepto de pobreza, se remonta a la década del 50 (Torrez, 2006) con la llamada comunicación para el desarrollo, y posteriormente con la comunicación para el cambio social. En este período se construyó una concepción de la comunicación funcional a aquella reconfiguración de la colonialidad uni-versal. Esto se observa en el impulso de diferentes estrategias de desarrollo, fueran estas más verticales u horizontales, en las que primó una sola concepción de dominación sobre la naturaleza, heredera de aquel antropocentrismo y eurocentrismo de la modernidad (Barranquero, 2012).
En otras palabras, de los 50 en adelante, la comunicación moderna uni-versal ha servido como medio o tecnología para acrecentar el desarrollo de los países, mediante políticas desarrollistas, y no se ha pensado como una instancia que sirva para articular y poner en relación diferentes puntos de vista, más allá de los conocimientos modernos.
En perspectiva histórica sobre esta situación de reconfiguración del patrón de poder global, a partir del aparato del desarrollo y en relación con las concepciones desarrollistas sobre pobreza y comunicación concebidas en la región, se pueden nombrar ciertas teorías del desarrollo que han sido las más influyentes en los últimos 60 años.
En el primer caso cabe citar las llamadas teorías de la modernización — predominantes desde mediados del siglo XX—, las cuales concibieron la pobreza desde un enfoque funcionalista. De acuerdo a estas perspectivas la pobreza se entendía como algo dado por ciertas «culturas atrasadas», que frenaban la posibilidad de desarrollo económico dentro de un escenario de expansión industrial y de recolonización de la naturaleza. En este enfoque la naturaleza no era más que un espacio pasivo o mero recurso natural de donde se extraían las materias primas para desarrollar la industria nacional de los países.
De este modo, la pobreza desarrollista o subdesarrollo se explicaba por tener creencias y prácticas pre-capitalistas de grupos no modernos que al priorizar estilos de vida comunitarios y no individualistas no servían para salir de aquella condición de subdesarrollo.
Por otra parte según esta perspectiva, las culturas de ciertos países, al ser rurales y tradicionales, no separaban lo suficiente la cultura de la naturaleza, de allí que no fueran capaces de adaptarse a los valores modernos,9 haciéndolos por lo tanto incapaces de industrializarse y dejar de ser subdesarrollados (Lerner citado por Beltrán, 2005).
Según este enfoque, las causas de esta pobreza tenían sustento en razones culturalistas que posibilitaban o impedían el desarrollo a los países. Es decir, no se apelaba a causas histórico-estructurales relacionadas con el propio sistema capitalista que generaba pobreza y riqueza económica, lo que derivó en una medición economicista de la pobreza con base en los ingresos y la moneda estadounidense (dólar) solamente.
En línea con este enfoque no es extraño que la primera concepción de la comunicación y sus estrategias estuvieran influenciadas por aquella mirada modernizadora, a través de un modelo denominado difusionista (lerner, rogers y schramm citados por Beltrán, 2005), impulsado desde distintos centros de estudios en estados Unidos. De ahí que las miradas difusionistas concibieran la comunicación como un medio de persuasión para realizar transformaciones económicas, sociales, tecnológicas en los países más «atrasados» del mundo.
El propósito de la comunicación era entendida y usada como una herramienta universal por los grandes medios, para persuadir a las masas mediante la transferencia de información y la difusión de tecnologías, y así expandir los mercados, para salir del subdesarrollo y erradicar la pobreza (Gumucio-Dagron, 2004).
Esta idea permite apreciar cómo la comunicación era considerada una herramienta para reducir la pobreza en una relación prácticamente lineal. Es decir, se sostenía que a mayor comunicación o información de parte de aquellos individuos carenciados económicamente y culturalmente, mayores posibilidades tendrían de salir de aquella situación de subdesarrollo o condición de pobreza moderna (Servaes, 2000).
De allí que las estrategias comunicacionales para erradicar la pobreza estuvieran orientadas por una concepción vertical de la comunicación, hechas por empresas de investigación de mercado, agencias de marketing y publicidad y departamentos universitarios (Gumucio-Dagron, 2004) y que sus destinatarios fueran aquellos sujetos considerados pobres o no modernos, por medio de grandes campañas educativas a través de los grandes medios de información.
Con la crisis del petróleo de los 70, la imposición de dictaduras en la región y la posterior implementación de las reformas estructurales de corte neoliberal, las teorías de la modernización cedieron, tanto al mercado como a la sociedad civil, un rol protagónico para continuar implementando el aparato moderno-colonial del desarrollo para erradicar la pobreza. Asimismo, la idea de utilizar la comunicación como medio para erradicar la pobreza comenzó a dejarse lado, de modo que el difusionismo perdió importancia en los programas de desarrollo implementados posteriormente, y quedó relegada a mero marketing social.
Así, luego del fracaso de las políticas de industrialización y de crecimiento económico para desarrollar los países, el Banco mundial optó por la idea de «combate contra la pobreza» (Mcnamara, 1973), en un cambio de su estrategia en las dos décadas anteriores, cuyo resultado fue la derrota de estados Unidos en la guerra de Vietnam frente al bloque socialista en plena guerra Fría. Esto significó un cambio de estrategia de aquel país para mantener su poderío como centro imperial (Zibechi, 2011; mendes, 2012). De ahí que el director del Banco mundial en aquellos años planteara que «la pobreza y la injusticia social pueden hacer peligrar nuestra seguridad nacional tanto como cualquier amenaza militar» (Mcnamara, 1968: 123).
Es decir, el combate contra pobreza pasó a ser un tema de seguridad para occidente, en donde se institucionalizó su estudio como si fuera una dimensión específica por resolver, sin conexión con procesos de acumulación y desposesión territorial. Como consecuencia de esta decisión, los proyectos sociales comenzaron a ser una prioridad para el Banco mundial, quien realizó préstamos a los países subdesarrollados priorizando áreas como la educación, el suministro de agua potable, la nutrición, la salud, la agricultura, la urbanización, etc. No obstante, sin tocar la propiedad de aquellas áreas ni plantear la posibilidad de políticas redistributivas desde el estado. En otras palabas, se consideraba que «estas inversiones aumentarían la 'productividad de los más pobres' de tal manera que se elevara su ingreso por medio de su participación en el mercado. La idea del Banco mundial era compartir una pieza de la aumentada torta, y no la torta misma» (Assmann citado por mendes, 2012: 121).
De ahí que el Banco mundial apelara por primera vez a las ideas de pobreza absoluta y pobreza relativa, y a su posterior medición, y a nuevas narrativas desarrollistas, como necesidades básicas,10 capital humano y un desarrollo rural, dentro del marco de la revolución verde del capitalismo para modernizar la agricultura.
En el mismo sentido, se apeló a la idea de un desarrollo urbano para combatir la pobreza por medio de planes sociales, ante los posibles levantamientos en las ciudades, de modo que «el Banco apoyaba los proyectos de desarrollo urbano para los pobres que buscaran minimizar el papel del Estado en la resolución de las insuficiencias de la vivienda» (Davis citado por Mendes, 2012: 126). Es decir, aplicar programas de lucha contra la pobreza que buscaran ampliar la cobertura de las necesidades básicas, para evitar así conflictos sociales que dieran pie a políticas redistributivas de la riqueza que pusieran en tensión la acumulación capitalista.
Por esto se constituyó un campo de estudios de la pobreza que buscó enfrentar en el discurso las ideas de explotación, lucha de clase, dominación, etc., proveniente del campo socialista, con conceptos como vulnerabilidad, exclusión, etc. De ese modo, el «Banco se convirtió en una agencia capaz de articular y poner en marcha un proyecto más universalizador del desarrollo capitalista para la periferia, anclado en la 'ciencia de la pobreza' o 'ciencia de gestión política de la pobreza' por la vía del crédito y no ya de la filantropía» (Mendes citado por Zibechi, 2011: 25).
En consecuencia, la pobreza pasó a ser el gran problema construido por occidente para el mundo entero, dejando atrás la idea de subdesarrollo, que implicaba una mirada más estructural y peligrosa para el capitalismo. De ahí que la riqueza dejó de discutirse focalizando la atención en planes sociales, por intermedio de organizaciones expertas en el asunto que empoderaran a los pobres, como fue el caso de organismos internacionales y ong, las cuales favorecieron un «imperialismo blando» (davis, 2006). Así mismo, ha propiciado el fomento de organizaciones locales, pero siempre dentro de un marco institucional liberal (mendes, 2012). En otras palabras, el combate contra la pobreza por intermedio de sus planes se constituyó para mantener la gobernabilidad liberal, reducir el conflicto social e invisibilizar el problema principal del capitalismo moderno-colonial, que es la explotación del trabajo y de la naturaleza, y la acumulación de riqueza a partir de estas. A su vez, la pobreza pasó a ser un problema técnico y no político, de modo que todo se limitó a reducir los porcentajes sobre esta.
A partir de este nuevo escenario de combate contra la pobreza, en las décadas posteriores, se planteó que el estado solo debía ser un facilitador del sector privado, tanto con fines de lucro como sin fines de lucro. De ese modo, la idea de industrializar a los países fue dejada de lado para erradicar la pobreza, volviendo a la idea neoclásica de ventajas comparativas propuesta por David Ricardo (1848), en donde cada país debía especializarse en la explotación privada de bienes comunes de la naturaleza con costos bajos y en abundancia dentro de un mercado capitalista internacional.
Hacia la década de los 80 esto derivó en que los países del denominado «Tercer mundo» terminaran por re-primarizar sus economías y reducir los estados a su mínima expresión, para legitimar una reconfiguración del patrón de poder, esta vez en clave neoliberal, dando paso a lo que se conoce hasta hoy como globalización.
Durante aquel período el aparato del desarrollo tuvo que reconfigurarse ante el bajo nivel de industrialización de los países llamados subdesarrollados. Así ante el fracaso industrial, el Banco mundial por primera vez introdujo la idea de desarrollo comunitario, agregando factores culturales sociales a su discurso.11
Un desarrollo comunitario que encuentra relación con la idea de la focopolítica, desarrollada por la antropóloga argentina sonia Álvarez Leguizamón, quien entiende que estos nuevos conceptos «no pretenden erradicar la pobreza sino utilizar las energías asociativas y comunitarias que tradicionalmente han formado parte de las formas de sobrevivencia de los pobres, creando así un mundo dual y cada día más desigual. Por un lado el de los pobres donde primaría la solidaridad y la reciprocidad no mercantil, y en el otro: la ganancia, el lucro y la competencia»(Álvarez Leguizamón, 2010:15). En consecuencia, lleva a una dicotomía moderno-colonial: en lo comunitario y lo social queda relegado al mundo de los pobres, mientras que lo individual y lo económico queda para los llamados ricos.
Es decir, nos referimos a un desarrollo comunitario, proveniente del discurso neoliberal, el cual para contener conflictos sociales busca gobernar ya no a la sociedad en su conjunto, como lo planteaban las teorías de la modernización, sino a los llamados pobres, por intermedio de estrategias de neofilantropía y de programas de desarrollo de micro emprendimientos, a partir de la economización del llamado capital social y «la importancia en la manutención del capital humano, entendiendo que es el único capital poseído por los hogares pobres, para que se 'mantengan en buena salud para continuar sus actividades normales' y también sus hijos, que 'representan la mayor inversión para el futuro de los ingresos familiares'» (Álvarez Leguizamón, 2013:s/n).
Así, apostando siempre a una subsistencia capitalista de los pobres y no a una subsistencia que plantee economías alternativas a un patrón de poder moderno-colonial, permitiendo poner en cuestión la idea de una acumulación y de un crecimiento económico ilimitados proveniente del discurso del desarrollo, el cual se pone por sobre la naturaleza y bienes comunes como el agua, la tierra y el aire, la pobreza apela a causas familiares e individuales, como la falta de educación y de capacitación, como limitantes para ingresar al mercado capitalista. En otras palabras, «en este dispositivo se renuevan viejas representaciones de tipo civilizatorias y neocoloniales que explican las causas de su pobreza en la falta de educación o de capacidades para realizar 'las mejores opciones' o de comportamientos considerados amorales» (Álvarez Leguizamón, 2013:1).
En consecuencia, podemos afirmar que el estado neoliberal es post-modernizador porque intenta no llevar el desarrollo económico de unos sobre otros, sino gestionar y administrar de manera «participativa» a los sujetos empobrecidos socioambientalmente por esa misma modernidad y un aparato del desarrollo que utiliza la comunidad misma como forma de contención y de auto-vigilancia.
Las limitaciones del concepto de desarrollo comunitario derivaron en la década de los 90 en el discurso del desarrollo humano, el cual pasó de una culturalización de la idea de pobreza hacia una individualización de dicha situación. En este marco, el rol del estado se pensó como un colaborador de las «organizaciones de la sociedad civil» y empresas, financiándolas para la promoción de redes autogeneradas comunitariamente en términos «productivos» y entendiendo que estas acciones formarían parte de la responsabilidad social empresarial.
Con el tiempo, sin embargo se produjo un pasaje de esta perspectiva hacia el ideario del desarrollo focalizado, el cual apela hasta el día de hoy a que los llamados pobres participen en los programas implementados y puedan subsistir dentro de en un sistema capitalista post-industrial y financiero.
En consecuencia, es un discurso minimalista sobre la pobreza moderna que desde los 90 apela a la idea de cubrir necesidades básicas, mientras no pongan en tensión la economía de mercado. Es decir, se dejó atrás la idea optimista de las teorías de la modernización, de que a través de la industrialización y por intermedio de un estado regulador se lograría entrar en la civilización occidental, para pasar a una idea de un estado administrador pensado para darle un piso mínimo a los pobres de modo que estos puedan salir de aquella condición.
De ahí que el discurso minimalista de la pobreza y estas nuevas narrativas desarrollistas estén en sintonía con el enfoque de las capacidades del economista Amartya sen (2000), quien fue en los últimos 25 años uno de sus mayores impulsores, al entender la pobreza no solamente como falta de ingresos, sino incluso como una privación de libertad. Es decir, la generación de riqueza sería solo un medio para desarrollar los países. De ahí que sen intente ir más allá del utilitarismo neoliberal, el cual pone el aumento del PIB y el crecimiento económico como un fin en sí mismo para sacar del subdesarrollo de los países del llamado tercer mundo.
Este enfoque de las capacidades de sen (2000) plantea que las carencias están puestas no solo en la falta de ingresos, sino también en la carencia de oportunidades para el desarrollo de capacidades. Ante eso, para el ex premio nobel de economía, las distintas maneras de salir de la pobreza deben provenir del propio individuo y de su propia subjetividad, en cuanto suponen su capacidad y su talento para salir de aquella condición. Para lograrlo las personas tienen que contar con ciertos mínimos sociales para desenvolverse, como mejores índices de salud, educación y empleo.
A pesar de ser un discurso que va más allá del economismo neoclásico, también se sitúa epistemológicamente en el individualismo metodológico, esto es, desde una epísteme occidental moderno-colonial que pretende tener una universalidad que borra las diferentes experiencias en el mundo.
Ante esto, cabe advertir que si bien la base teórica del discurso del desarrollo humano pide una mayor intervención del estado y garantizar un piso de necesidades, sigue siendo incapaz de cuestionar la acumulación de capital, la cual aparte de generar mayor concentración económica, profundiza el proceso de desposesión de comunidades de sus territorios, poniendo en peligro bienes comunes como el agua, la tierra y el aire.
en contraposición a estas miradas modernizadoras, neoliberales y de necesidades básicas sobre la pobreza y la comunicación coloniales y con pretensión de universalidad, durante la década de los 60 paralelamente emergieron en la región las denominadas teorías de la dependencia, como respuesta a las fallidas políticas desarrollistas implementadas en la región por los estados durante aquel periodo de tiempo, así como una crítica a las lógicas de cooperación internacional, por omitir aspectos históricos y estructurales, como lo plantearon una larga lista de autores de la región.12
A diferencia de las anteriores perspectivas, estas concibieron la pobreza moderna como el resultado de un desigual proceso histórico entre países centrales y países periféricos, desde enfoques marxistas y estructuralistas. En otros términos, si bien estas teorías no cuestionaron el discurso del desarrollo como tal, en cuanto reconfiguración del patrón de poder global moderno, entendieron que las causas de la pobreza eran parte de un proceso histórico generado por el capitalismo global, mediado por la reproducción de las relaciones de desigualdad estructural de las ex potencias coloniales hacia el resto. Según esta perspectiva, tal situación de dependencia había provocado que algunos fueran desarrollados y otros subdesarrollados.
No obstante, como lo anticipamos previamente, las teorías de la dependencia solo cuestionaron el componente desigual del modelo industrial capitalista, como generación de pobreza y riqueza económica, no así sus bases antropocéntricas y eurocéntricas; dicho de otro modo, no pusieron en tensión aquella ontología moderna que separó la cultura de la naturaleza, poniendo por delante posiciones regionales, pero moderno-coloniales. En el mismo sentido, tampoco cuestionaron el trasfondo de colonialidad que implicaba la visión del estado, al igual que las teorías de la modernización.
Respecto a la comunicación, estas perspectivas propiciaron también el desarrollo de un modelo crítico de alcance regional que buscó contraponerse al difusionista, por ser un modelo que no aceptaba el conflicto y creía en la idea de la neutralidad de los medios de información, sin cuestionar su concentración. Además de ser una mirada crítica con respecto a cómo aquellos programas de desarrollo impulsados por el difusionismo no hicieron más que profundizar las relaciones norte-sur.
A diferencia de los planteos difusionistas, los críticos concibieron la comunicación como una herramienta de los pueblos, cuyo propósito era democratizarla para todos. De acuerdo a estas perspectivas, sus estrategias se lograrían a través de políticas nacionales de comunicación que debían darles voz a los más pobres, a través de los medios públicos y comunitarios.
De manera semejante a las perspectivas anteriores, aunque también consideraban la comunicación como instrumento para erradicar la pobreza moderna, entendían que esto se lograría mediante una redistribución de la propiedad de los medios (Gumucio-Dagron y Tufte, 2008).
De ahí que si bien el modelo apelaba a realizar cambios estructurales, a través de una democratización de los medios, siguió concibiendo la comunicación como una herramienta y no como una puesta en común (Gumucio-Dagron y Tufte, 2008). Es decir, no entendiéndola como una instancia dialógica, horizontal y participativa desde la bases, y que fuera más allá de la idea del mayor acceso a las nuevas tecnologías de la información.
En definitiva, en su concepción de la comunicación podemos afirmar que también terminó predominando una visión instrumental y uni-versal —al igual que la difusionista— al no aceptar otros puntos de vista provenientes de otras ontologías no modernas.
Desde la década de 1970 y 1980, sin embargo, comenzó a cuestionarse en toda la región aquellas ideas instrumentales sobre la comunicación de las perspectivas modernizadoras y dependentistas por parte de los llamados estudios culturales latinoamericanos (martín Barbero, 1987; garcía Canclini, 1990) y de múltiples experiencias participativas en la región. Además de aparecer los primeros cuestionamientos a la idea de desarrollo (Escobar, 2010).
Es el caso de miradas latinoamericanas dentro del campo de la comunicación y la educación aportadas por luis ramiro Beltrán, Paulo Freire, Juan díaz Bordenave, mario Kaplún, etc., quienes a partir de la experiencia de prácticas comunicacionales populares desde comienzos de los 50 en la región, cuestionaron los efectos de las políticas de desarrollo implementadas.
Aquellas miradas apelaban a una idea de comunicación que fuera entendida como participación y diálogo comunitario, además de una idea de desarrollo no impuesta por los países del norte, sino que fuera el resultado de un proceso horizontal (Beltrán, 2005), de manera que las propias comunidades generaran su propio desarrollo. De ahí que en los 70 apareciera la idea de un paradigma participativo (Servaes, 2000), el cual desembocaría en los 90 en la comunicación para el cambio social (Gumucio-Dagron y Tufte, 2008), una comunicación para el cambio social que buscó nuevamente institucionalizar la idea de comunicación siendo su propósito el pensarla como una puesta en común entre actores, es decir, como una instancia dialógica y participativa.
Por decirlo de otro modo, la comunicación para el cambio social apostó a la apropiación del proceso de desarrollo, preocupándose por la cultura, las tradiciones y los conocimientos locales (Gumucio-Dagron y Tufte, 2008), siguiendo el planteamiento siguiente: «proceso de diálogo público y privado a través del cual las personas definen quiénes son, cuáles son sus aspiraciones, qué es lo que necesitan y cómo pueden actuar colectivamente para alcanzar sus metas y mejorar sus vidas» (rockefeller Foundation citado por Barranquero, 2013:12).
No obstante, como plantea Alejandro Barranquero con respecto a estas nuevas miradas de la comunicación:
tanto el paradigma participativo como la nueva noción de comunicación para el cambio social adolecen de un defecto fundamental que va en detrimento de su capacidad operativa y voluntad transformadora: un exceso de antropocentrismo de corte moderno, o lo que es lo mismo, la creencia ciega en el progreso ilimitado del hombre y en sus posibilidades de intervención sobre el entorno natural (Barranquero, 2013: 13).
En consecuencia, a pesar de los aportes de estos modelos participativos y en especial de la comunicación para el cambio social, consideramos que son miradas que no problematizaron realmente el aparato del desarrollo. Esto encuentra sustento en su falta de aceptación de la posibilidad de un diálogo plural sobre diferentes formas de relacionarse con la naturaleza.
Además, en esta idea occidental de cambio social se produjo una esencialización de la comunidad en el paradigma participativo de los 70 y 80 en América latina. O sea, entendemos que se puso un exceso de confianza en la capacidad de las mismas comunidades de definir su propio desarrollo, sin cuestionar sus fundamentos occidentales (Barranquero, 2013).
Frente a lo señalado anteriormente, consideramos que los aportes de las miradas decoloniales desde los 90 hasta la fecha representan un giro epistémico fundamental, y nos pueden servir para reensamblar la idea de pobreza como un problema de comunicación, y de esa manera ampliar la idea de pobreza de las teorías del desarrollo provenientes de las ciencias sociales, así como abrir la idea de comunicación a miradas alternativas al desarrollo, como son las de suma qamaña y sumak kawsay, las cuales siguen siendo invisibilizadas en el campo disciplinar.
Dichas miradas encuentran relación con la emergencia de miradas postdesarrollistas, post-capitalistas y trans-modernas dentro de la región, aparecidas con el movimiento zapatista y posteriormente con los nuevos procesos constituyentes de Bolivia y ecuador (sousa santos, 2010). Entre las principales críticas realizadas por esta corriente cabe señalar sus fuertes cuestionamientos hacia la idea misma de desarrollo occidental y a su concepto central de la pobreza por estar amarrados a lógicas productivistas y uni-versalistas que niegan la posibilidad de otras concepciones sobre esta última (sachs, 1996).
A diferencia de las perspectivas anteriores rescatamos las miradas decoloniales al considerar que en las dimensiones de la pobreza subyacen aspectos no solo económicos, históricos, políticos y estructurales como plantean las teorías de la dependencia, sino también bases epistemológicas y ontológicas de la colonial-modernidad (Quijano, 1991); a saber, estas realidades sociales son el resultado de una colonialidad que se manifiesta entrelazadamente en una colonialidad del poder (político, económico y militar), una colonialidad del ser (ontológica) y una colonialidad del saber (epistémica).
Estas últimas perspectivas, a diferencia de las anteriores, reconocen la naturaleza como sujeto de derechos, proveniente de las constituciones de Bolivia (2009) y ecuador (2008), los cuales pueden verse como procesos transmodernos y postdesarrollistas inéditos en la región, por el uso de las concepciones aymaras y quechuas de sumak kawsay (buen vivir) y suma qamaña (vivir bien), pero también está el aporte de múltiples movimientos socioambientales a lo largo de toda la región (indígenas, campesinos y ecologistas), los cuales está apelando a nociones descolonizadoras como la defensa de bienes comunes, soberanía alimentaria, soberanía hídrica, justicia ambiental, postextractivismo, etc.
Puede verse así cómo desde nuestra perspectiva consideramos que la pobreza no tiene porqué seguir siendo reducida por un discurso focalizado y minimalista de necesidades básicas humanas, mientras se sigan imponiendo lógicas extractivistas de apropiación de los bienes comunes en la región (massuh, 2012), como es el caso de megaproyectos mineros, forestales, inmobiliarios, agroindustriales, petroleros, energéticos, etc. En otras palabras, la pobreza tiene que ser vista socioambientalmente, ya que de no ser así, en nombre de erradicar la pobreza económica se va seguir profundizando el extractivismo.13
A su vez, creemos que la comunicación debe dejar de verse como una herramienta de gestión y una puesta en común participativa entre humanos que solo aceptan una forma de relacionarse con la naturaleza, a través del desarrollo en sus múltiples denominaciones. No se tiene que subordinar más a ideas occidentales, como el desarrollo o el cambio social, ya que invisibiliza otros saberes y temporalidades que han sido vistas históricamente por la modernidad como inferiores y atrasadas (Barranquero, 2013).
Así, con base en lo planteado anteriormente, entendemos la pobreza como un proceso de empobrecimiento socioambiental referido a las diferentes carencias existentes no solo respecto a los derechos humanos, sino también a la falta de derechos de la naturaleza, caracterizado por la destrucción de las economías de subsistencia, la pérdida de la biodiversidad, la mercantilización de los bienes comunes, la concentración de tierras y la expulsión o el desplazamiento territorial de comunidades urbanas, rurales, campesinas e indígenas.
A su vez, la comunicación será entendida como un proceso de encuentro de puntos de vista diversos para poner en relación distintas epistemologías y ontologías dentro de un marco pluriversal que permita descolonizar a una modernidad eurocéntrica, que desde 1492 negó cualquier posibilidad de construir una ecología de saberes y temporalidades entre diversas experiencias colectivas e históricas (sousa santos, 2012).
Pie de página
3La ontología naturalista estudiada por el antropólogo francés Philippe Descola, así como otras formas de relacionarse entre humanos y no humanos, como es el caso del animismo, el totemtismo y el analogismo, han sido inferiorizadas por aquel naturalismo: «Sin que uno se haya dado cuenta, se ampliaba así a la escala de la humanidad una distinción entre la naturaleza y la cultura que, sin embargo, aparece tardíamente en el espíteme occidental, pero que, una vez erigida en ontología universal por una especie de preterición indolente, condenaba a todos los pueblos que han prescindido de ella a no presentar prefiguraciones inhábiles o cuadros falaces de la verdadera organización de lo real, cuyos cánones habrían establecido los modernos» (Descola, 2002:70).
4El concepto de colonialidad, acuñado por el sociólogo peruano Aníbal Quijano (1991), va mucho más allá de la de colonialismo, entendiendo este último concepto como una experiencia de ocupación territorial o control político de parte de una potencia extranjera. La idea de colonialidad apela al control de todas las formas de la existencia humana y no humana. Este es el caso del ejercicio de la autoridad por ejemplo sobre el trabajo, la sexualidad, la subjetividad y la naturaleza. A su vez, el concepto de decolonialidad se usará en este artículo por fines académicos únicamente, ya que puede equipararse al de descolonización, el cual ha sido y sigue siendo usado largamente por movimientos políticos indígenas y alternativos a la colonial-modernidad en todo el mundo. Esto acompañado de una larga lista de autores en el mundo que sin usar el término colonialidad, propuesto por Quijano, han aportado desde antes a la descolonización. Es el caso de Pablo Gonzales Casanova, José Carlos Mariátegui, Aimé Césaire, Rodolfo Kusch, Fausto Reinaga, Silvia Rivera Cusicanqui, W.E.B. Dubois, Frantz Fanon, Angela Davis, Esteban Ticona, Sylvia Wynter, Ali Shariati, Asma Lamrabet, Asma Barlas, Zhara Ali, Houria Bouteldja, Sabelo Ndlovu, entre otros.
5Cabe señalar que el contexto político de
postguerra se caracterizó por ser una etapa, en
donde la Unión Soviética se posicionó como
segunda potencia industrial después de los Estados
Unidos. Ante tal situación, este último recurrió a
reconfigurar las relaciones de dominación colonial
con los otros países, no solo en el plano militar
sino también a partir de la llamada cooperación
internacional. En esta estrategia, el discurso sobre
el desarrollo/subdesarrollo y el primer, segundo
y tercer mundo serán claves para imponer su
dominio más allá de la ocupación territorial,
profundizando aquella colonialidad iniciada hace
500 años en todos los ámbitos.
6Algo similar con la clasificación colonial de tres
mundos desde un punto de vista moderno-colonial
(primero, segundo y tercero), en donde «las
representaciones de Asia, África y América Latina
como 'Tercer Mundo' y 'subdesarrolladas' son
las herederas de una genealogía de concepciones
occidentales acerca de otras partes del mundo»
(Escobar, 2007:25).
7El supuesto de que la formación del mercado
nacional capitalista en Europa fue algo espontáneo
y emancipador de parte de la sociedad civil frente
a los gobiernos autoritarios es desarticulada por
el autor. En este sentido, demuestra cómo fueron
los mismos gobiernos quienes impulsaron esos
mercados, para después darles una connotación de
carácter universal. Y cómo la teoría económica ha
intentado borrar otras concepciones que no aceptan
esos supuestos ontológicos para vivir (Polanyi, 1944).
8Dentro del campo de comunicación son muy
pocos los autores que han empezado a cuestionado
aquel patrón de poder global, reconfigurado con
el discurso del desarrollo, y que además estén
estudiando alternativas al desarrollo mismo,
como pasa con el suma qamaña y el sumak kawsay.
Es el caso de Arrueta (2012), Barranquero (2012-
2013), Torrez (2006), De Souza Silva (2011), Díaz
Bordenave (2012), Herrera (2008). Una falta de
convergencia entre miradas decoloniales dentro
del campo de comunicación, descritas por Juan
Carlos Valencia (2012).
9Por valores modernos se entiende la creencia en
el desarrollo lineal de la ciencia y la tecnología
para el beneficio de la «humanidad», resultado
de un individuo racional que está completamente
separado de la comunidad y de la naturaleza.
10Una idea de necesidades básicas que en 1976
la Organización Internacional del Trabajo (OIT)
toma cuatro dimensiones: «mínimos para el
consumo familiar y personal, acceso a servicios
esenciales de salud, educación y agua potable,
trabajo debidamente remunerado y participación
en la toma de decisiones como parte de las
libertades individuales» (Gutiérrez citado por
Zibechi, 2011: 24).
11No así de la naturaleza, que quedó nuevamente relegada en tanto entorno pasivo, a pesar de la conferencia sobre medio ambiente en Estocolmo en 1972 organizada por Naciones Unidas, que derivó con el paso de los años en la idea de desarrollo sostenible. Es así como el año 1972 Naciones Unidas convocó una conferencia sobre medio ambiente en Estocolmo por los efectos contaminantes de un modelo industrial, como del agotamiento de los llamados recursos naturales. Asimismo, en 1984 se reunió por primera vez la Comisión Mundial sobre Medio Ambiente y Desarrollo, en donde se expuso la idea de desarrollo sostenible.
12Es el caso de Raúl Prebisch, Celso Furtado,
Andrés Gunder Frank, Enzo Faletto, Fernando
Henrique Cardoso, Theotonio dos Santos,
etc., quienes desde enfoques estructuralistas
provenientes de la Cepal y también marxistas
hicieron un enorme aporte para aquel momento
histórico de la región; no obstante, fueron
incapaces de ver la colonialidad del poder
subyacente de aquellos enfoques occidentales.
13Es paradójico cómo en todos los gobiernos de la región, incluso en Bolivia y Ecuador, se justifica las políticas extractivistas en megaminería, agronegocios, petroleras, madereras, etc, para tener dinero suficiente para erradicar la pobreza a través de planes sociales y alcanzar así el desarrollo. Son miradas antropocéntricas y eurocéntricas que aún mantienen la separación cultura/naturaleza, y son incapaces de ver que están empobreciendo los territorios de sus riquezas socioambientales. Situación vista por el uruguayo Eduardo Gudynas, quien ejemplifica como en todos los países de la región se aplica el mismo razonamiento de utilizar el extractivismo como un medio para erradicar la pobreza. «Esta es una nueva gramática del extractivismo que tiene la virtud de cosechar adhesión social por su invocación a luchar contra la pobreza, y a la vez sirve para disparar contra indígenas, ambientalistas, y otros muchos más, acusándolos de ser unos desalmados que impiden revertir la miseria» (Gudynas, 2013: s/n).
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