El «lado oscuro» del proyecto de interculturalidad-de colonialidad: notas críticas para una discusión1
The "Dark Side" of the Interculturality-Decoloniality Project —Some Critique Notes for a Discussion
O «lado obscuro» do projeto de interculturalidade-decolonialidade: notas para uma discussão
Sofía Soria2
Universidad Nacional de Córdoba – CONICET, Argentina
a.sofia.soria@gmail.com
1Este artículo es producto de la investigación realizada en el marco del proyecto «Políticas de reconocimiento indígena en la Argentina actual: configuraciones de nación-alteridad y procesos de inclusión-exclusión», financiado por el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina.
2Doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Córdoba, Córdoba (Argentina), Postdoctorado en el Centro de Investigaciones y Estudios sobre Cultura y Sociedad, Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas, Universidad Nacional de Córdoba, Investigadora Asistente del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet).
Recibido: 06 de marzo de 2014 Aceptado: 15 de mayo de 2014
Resumen
El presente artículo busca establecer un diálogo crítico con la propuesta de interculturalidaddecolonialidad de Catherine Walsh desarrollada en el marco del proyecto de modernidad/ colonialidad. Tomando como objeto de análisis y discusión los principales argumentos que esta autora ofrece sobre las situaciones de desigualdad de nuestro continente, se exponen sus aspectos fecundos como así también sus problemas teórico-políticos. Tales problemas derivan del diagnóstico que se ofrece sobre las relaciones de desigualdad y del proyecto político que se plantea para su superación; por lo cual, a pesar de los esfuerzos por desarticular las matrices epistemológicas y políticas moderno-occidentales, esta perspectiva acaba por admitir uno de los supuestos típicos de la metafísica que pretende conjurar: la alteridad como locus de verdad.
Palabras clave: Catherine Walsh; interculturalidad; decolonialidad; alteridad.
Abstract
This paper intends to establish a critical dialogue with Catherine Walsh's proposal for interculturality-decoloniality, which was developed within the framework of the modernity/coloniality project. Taking as the object of analysis and discussion the main arguments this author provides in situations of inequality in the americas, their most fertile aspects are exhibited, along with theoretical-political issues. Such issues stem from the diagnosis on relationships of inequality and from the political project being posed to overcome them. Therefore, despite the efforts to dismantle Western-modern epistemological and political matrixes, Walsh's approach ends up admitting one of the metaphysical typical assumptions it intends to avoid —alterity as a locus of truth.
Keywords: Catherine Walsh; interculturality; decoloniality; alterity.
Resumo
O presente artigo busca criar um diálogo crítico com a proposta da interculturalidadedecolonialidade de Catherine Walsh, desenvolvida no quadro do projeto da modernidade/ colonialidade. Usando como objeto de análise e discussão os principais argumentos que a autora oferece sobre as situações de desigualdade no nosso continente, são expostos os aspectos fecundos assim como os problemas teórico-políticos. Tais problemas derivam do diagnóstico das relações de desigualdade e do projeto político proposto para sua superação. Por isso, apesar dos esforços pela desarticulação das matrizes epistemológicas e políticas moderno-ocidentais, essa perspectiva termina admitindo um dos pressupostos típicos da metafísica que busca evitar: a alteridade como locus de verdade.
Palavras-chave: Catherine Walsh, interculturalidade, decolonialidade, alteridade.
Introducción
Desde hace poco más de treinta años venimos asistiendo a una reconfiguración de los escenarios políticos latinoamericanos que, a los ojos de muchos, ha favorecido de manera incontestable el reconocimiento de la diferencia cultural. Muestra de ello es no solo el conjunto de reformas constitucionales que hacia fines del siglo XX incorporaron derechos de las llamadas minorías étnicas, sino también una significativa reorientación de legislaciones y políticas estatales dirigidas a dar concreción a aquellos derechos. Aun con sus singularidades irreductibles, estos desplazamientos han dado como resultado que nociones como las de multiculturalismo e interculturalidad no sean extrañas ni mucho menos recusables si lo que se pretende es revertir situaciones de desigualdad y exclusión como parte de una consolidación democrática.
Tal es así que hoy es casi un sentido común asumir que nuestras sociedades deben articularse en torno a valores y prácticas de reconocimiento de la diferencia cultural. Sin embargo, es precisamente ese sentido común el que ha sido y es disputado por parte de diversos actores que han sabido mostrar que esos valores y prácticas cristalizan diversas modalidades de comprender la transformación de la desigualdad y la exclusión. Desde diversos ámbitos de producción y acción teórico-política vienen dándose discusiones y propuestas que dan cuenta de la politicidad constitutiva de lo que se dice y se hace en nombre del multiculturalismo o la interculturalidad. En este sentido puede mencionarse la diferencia entre, por un lado, un multiculturalismo entendido como expresión de una lógica de la tolerancia en el marco de relaciones sociales desiguales que básicamente no se cuestionan y, por otro lado, una interculturalidad entendida como cuestionamiento y transformación de tales relaciones.
Específicamente dentro del campo de la producción académica, hace algún tiempo vienen desarrollándose posicionamientos que pretenden un replanteo crítico de estos problemas a partir de una práctica intelectual articulada en torno a los conceptos de interculturalidad, colonialismo, colonialidad, descolonización o decolonialidad. Dentro de este heterogéneo escenario, el conocido proyecto de modernidad/colonialidad ha dado lugar a interesantes elaboraciones, siendo la figura de Catherine Walsh una de sus más claras expresiones. En términos generales, lo que parece estar en juego en sus planteos son básicamente dos cosas: una interpretación sobre la estructuración de las situaciones de desigualdad en américa Latina y una propuesta de transformación de tales situaciones.
Tomando nota de las principales líneas de argumentación que nos propone Walsh, pretendo en este artículo establecer un diálogo crítico con los postulados que sostienen su perspectiva, fundamentalmente aquellos que apuestan por una relación inescindible entre interculturalidad y decolonialidad como parte de un proyecto de transformación de las situaciones de desigualdad y exclusión de nuestro continente. A partir de este diálogo, busco recuperar los aspectos que resultan fecundos de su propuesta y delinear algunos problemas teórico-políticos que pueden sintetizarse en lo siguiente: primero, un diagnóstico de la desigualdad social basado en una crítica de «modelo» de sociedad que no discute el papel constitutivo de la desigualdad en la conformación de lo social y acaba por reproducir la creencia según la cual es posible superar la desigualdad instaurada por la modernidad/colonialidad apelando a determinadas alteridades como reducto de no-violencia; segundo, un proyecto de interculturalidad-decolonialidad asentado en ficciones esencialistas que en ocasiones redundan en la substancialización de la alteridad como expresión de «lo propio» y en el borramiento de las violencias constitutivas de una práctica intelectual comprometida con la emancipación de lo subalterno. Esto hace que, a pesar de los esfuerzos por desarticular las matrices epistemológicas y políticas moderno-occidentales, esta perspectiva termine por admitir uno de los supuestos típicos de la metafísica que se pretende conjurar: la alteridad como locus de verdad.
Multiculturalismo e interculturalidad: la importancia de una distinción
Ante la presencia del multiculturalismo y la interculturalidad como términos de referencia en el contexto de una pretendida consolidación democrática, se impone la necesidad de exponer aunque sea de modo sucinto algunos de los ejes que vienen siendo recuperados para distinguir entre uno y otro. Asumiendo la dificultad de reconstruir la totalidad de producciones sobre el tema y de dar cuenta acabada de su heterogeneidad, se puede decir que un eje sobre el que se ha estructurado la discusión ha sido el de la reproducción o transformación de las relaciones de poder en nuestra contemporaneidad, es decir, en qué medida una práctica —sea del tipo que sea— hecha en nombre del multiculturalismo o la interculturalidad contiene en sí la posibilidad de mantener o subvertir determinada estructuración de las desigualdades. Dicho en otras palabras, lo que parece surgir como relevante en los esfuerzos de distinción es la necesidad de no tomar como dado aquello que se dice y hace en nombre del reconocimiento de la diferencia cultural, cuestión que ha redundado en importantes discusiones y propuestas teórico-políticas orientadas a desarticular las configuraciones de poder en sus diversos niveles, dimensiones y especificidades.
Trabajos provenientes de diversos campos disciplinares o transdisciplinares han trazado la discusión poniendo énfasis en la relación entre multiculturalismo y reestructuración del capitalismo. En este caso, los planteos se han dirigido no tanto a marcar una distinción entre multiculturalismo e interculturalidad como sí a poner en escena las lógicas implicadas en la visibilidad del multiculturalismo como nuevo mandato social. Desde estilos y referencias teóricas propias, autores como Žižek (1998), Grüner (2002) y Lins Ribeiro (2001) han indicado cómo el ideal de convivencia multicultural ha coincidido con el desplazamiento de la lógica de clase hacia la lógica de la tolerancia entre culturas. Lo que estas ideas ponen en el centro de la discusión es el estatuto mismo del multiculturalismo como proyecto político deseable, de allí que el problema no sea tanto la posibilidad o imposibilidad de materializar sociedades multiculturales como sí de pensar críticamente lo que la idea de sociedad multicultural expresa en tanto síntoma de época. Es por esto que estas observaciones llaman la atención sobre las implicancias ideológicas de las apelaciones al multiculturalismo, ya que ellas estarían dando cuenta de una nueva fase de producción capitalista en la que las luchas por la igualdad se inscriben en nuevos modos de articulación hegemónica que poco redundan en verdaderos procesos de transformación.
En el campo de la antropología, los planteos de Barabas (2006) y Tamagno (2006) nos recuerdan que tanto el multiculturalismo como la interculturalidad han reactualizado la discusión en torno a la vieja preocupación de esa disciplina por el pluralismo cultural, esto es, la búsqueda de formas igualitarias de relación social en el contexto de los Estados-nación. En este marco, mientras el multiculturalismo es conceptualizado como la dimensión ideológica de los procesos de globalización que desde fines del siglo XX vienen promoviendo un ideal de integración de las minorías étnicas basados en la idea de mosaico cultural,3 la interculturalidad estaría más cerca de una vocación pluralista orientada a superar el culturalismo y a construir un enfoque teórico-político que problematice y denuncie condiciones de desigualdad y estigmatización. Por su parte, Briones (2008a, 2008b) no ha dejado de recordar que, si bien la interculturalidad ha venido a disputar en el contexto latinoamericano las derivas esencializantes y folclorizantes de las políticas multiculturales para inscribir la diferencia cultural en relaciones de poder que deben ser sometidas a crítica, se da en este término cierta polisemia que debe ser también problematizada. Por ello propone dos vías de análisis potencialmente iluminadoras de lo que esa noción supone como horizonte de transformación: cómo se conciben las relaciones sociales y cómo se define la cultura/lo cultural.
Dentro de este panorama, la apuesta por una práctica intelectual orientada a cuestionar las implicancias del multiculturalismo liberal e imaginar un proyecto de transformación social en el que la interculturalidad sea un eje insoslayable ha animado perspectivas que vinculan el problema de la desigualdad y la exclusión con la problemática de la modernidad, la colonialidad, la subalternidad y la descolonización/decolonialidad. Así, al reflexionar sobre la posibilidad de una ciudadanía compleja como parte de la incorporación del reconocimiento de la diversidad cultural en los derechos de igualdad y libertad, fuller (2004) ha insistido que un enfoque intercultural debería estar orientado a denunciar el etnocentrismo que subyace al concepto de ciudadanía y a pensar las diferencias culturales como resultado de procesos de subalternización. Por su parte, Walsh (2006a) ha reiterado su compromiso con una noción de interculturalidad como proyecto social, cultural, político, ético y epistémico generado de y desde la diferencia colonial, lo que implicaría la crítica radical de una realidad histórico-política marcada por la colonialidad, como así también el desarrollo de prácticas dirigidas a transformar dicha realidad. Crítica y transformación son acentos que hacen de la propuesta de Catherine Walsh una apuesta singular dentro del proyecto de modernidad/colonialidad. Veamos cuáles son los argumentos en relación con cada uno de ellos.
Crítica de la colonialidad: sociedad nacional y estructuración de la desigualdad
La obra de Catherine Walsh constituye sin dudas uno de los aportes más significativos en lo que se refiere a la inscripción de la interculturalidad en la problematización y la lucha contra las desigualdades, no solo por su insistencia de pensar la interculturalidad en el marco de la modernidad, la colonialidad, la diferencia colonial y la decolonialidad, sino también por un trabajo intelectual íntimamente vinculado a los movimientos indígenas y afrodescendientes de la región andina.
Desde su perspectiva, desarrollar un pensamiento crítico en torno a la interculturalidad es librar una disputa en el campo de las construcciones conceptuales y de las apropiaciones estatales. Se configura así un doble movimiento: por un lado, frente a lo que la autora entiende ha sido la tendencia predominante de pensar la interculturalidad como constructo teórico aplicable a cualquier realidad, se recupera un concepto cuyo sentido proviene de las luchas de determinados movimientos sociales; por otro lado, frente a las reformas estatales materializadas en muchos países latinoamericanos durante los noventa, que han favorecido una lógica de inclusión de la diversidad en el uni-estado-nación,4 la propuesta es avanzar hacia el cuestionamiento y la transformación de las condiciones estructurales de la desigualdad y la exclusión. La disputa estaría dada, por lo tanto, en la inescindible relación entre lo epistemológico y lo político, puesto que la lucha y el cambio no pueden entenderse por fuera de una crítica conceptual de los sentidos comunes académicos y de la recuperación de saberes «otros». En palabras de Walsh:
En contra de los constructos teóricos creados dentro de la academia para ser aplicados a ciertos objetos o «casos» para el análisis, la interculturalidad tal como es presentada y comprendida aquí, es un concepto formulado y cargado de sentido principalmente por el movimiento indígena ecuatoriano, concepto al que este movimiento se refiere hacia 1990 como «un principio ideológico». Como tal, esta configuración conceptual es por sí misma «otra», en primer lugar porque proviene de un movimiento étnico-social y no de una institución académica, luego porque refleja un pensamiento que no se basa en los legados eurocéntricos ni en las perspectivas de la modernidad y, finalmente, porque no se origina en los centros geopolíticos de producción del conocimiento académico, es decir, del norte global (Walsh, 2006a: 22).
Lo que parece estar en discusión no es cómo lograr el mejor reconocimiento de la diferencia cultural, sino más bien el modo de entender y proyectar su presencia en el escenario social; es por ello que Walsh circunscribe su reflexión más allá de la crítica a modalidades de aplicación de políticas multiculturales y la extiende a un problema de hegemonía y posibilidades contra-hegemónicas. Esto, a su vez, supone confrontar con las perspectivas tradicionales de la interculturalidad, tanto en su versión relacional como funcional:5 mientras la primera se refiere a la forma más básica de contacto entre personas, saberes, valores y tradiciones dejando intactas las condiciones de conflictividad y poder sobre las que se asienta dicho poder sobre las que se asienta dicho contacto; la segunda promueve un reconocimiento e inclusión de la diferencia cultural que se imprime sobre la aceptación de las reglas de juego del modelo social vigente (Walsh, 2009, 2010).
De tal modo, los sentidos de la interculturalidad que se demarcan a partir de los planteos de esta autora tienen que ver centralmente con un desplazamiento que va desde la dimensión interpersonal del intercambio cultural hacia la dimensión de la estructuración histórica de las diferencias culturales que pretenden ponerse en relación, lo que implica en principio un trabajo de desnaturalización de los mecanismos epistemológicos y políticos que han construido la diferencia como desigualdad. Esto es lo que dará sentido a una interculturalidad crítica como práctica que supone un modo de interpretar la estructuración de la desigualdad.
Desde el proyecto de modernidad/colonialidad en general, y desde la mirada de Walsh en particular, el punto de partida para explicar las múltiples situaciones de desigualdad y exclusión es la colonialidad. Esta noción, que encuentra su inicial referencia en los planteos de aníbal Quijano (2000), viene a marcar la diferencia entre colonialismo y colonialidad. Mientras el primero remite a la dominación política, militar y administrativa instaurada en la relación metrópoli-colonia, la segunda alude a un complejo proceso de estructuración de relaciones de poder que, mediante la naturalización de todo tipo de jerarquías (desde las raciales hasta las epistémicas), garantiza la reproducción y la legitimación de desigualdades entre sociedades, sujetos y conocimientos. Esta diferencia nos permite comprender que, incluso terminado cierto periodo de colonialismo, la colonialidad como patrón de poder persiste incluso bajo la forma de la globalización neoliberal (Estermann, 2009).
La colonialidad no puede comprenderse por fuera de su inescindible relación con la modernidad, en cuanto la relación entre modernidad y colonialidad no sería un mero resultado de la casualidad histórica, sino un lazo en el que cada término es el reverso necesario del otro. Este es un punto central de coincidencia de los diversos argumentos enmarcados en este proyecto, pues la cuestión será visibilizar el modo como la modernidad ha instituido fronteras que han redundado en diferenciaciones económicas, políticas, étnicas y epistémicas. Modernidad y colonialidad son dos aspectos de un mismo proceso que, al instituir una referencia identitaria en términos de modernidad, ha demarcado inevitablemente una no-modernidad considerada inferior. De acuerdo a esto «[n]o hay un nosotros (modernidad) sin que al mismo tiempo se defina un no-nosotros, un ellos (nomodernidad)» (restrepo y rojas, 2010: 18).
Dentro de este marco, en muchos de sus trabajos Catherine Walsh concentra su mirada en la constitución de los Estados de nuestra región como singular materialización de la matriz colonial o la colonialidad, lo que ha significado la conformación de una sociedad nacional representativa de intereses dominantes y la conformación de un tejido social jerárquico. Así, este proceso ha dado como resultado la implantación de un modelo monocultural y universalizante de Estado y sociedad que delineó una estructura de lugares diferenciales para grupos y sujetos, en cuyo marco los lugares inferiores fueron reservados para indígenas y afrodescendientes. Tanto en las sociedades sudamericanas en general, como en la sociedad ecuatoriana en particular (objeto directo de reflexión e intervención de Walsh), este será el nudo problemático a partir del cual pensar críticamente la estructuración de la desigualdad. Revisemos con detenimiento este argumento:
Es esta matriz de colonialidad en su conjunto que ha estructurado —y sigue estructurando— las sociedades de américa del Sur, dando el marco (capitalista, moderno, colonial, cristiano) para la vida en sociedad «nacional»; es desde allí que la ambigüedad fundacional de la nación y su modelo de Estado y sociedad excluyentes asumen base y toman fuerza. Con esta ambigüedad fundacional me refiero al carácter uninacional del Estado —de todos los Estados sudamericanos— y a la naturaleza monocultural de sus estructuras e instituciones sociales y políticas [...] al crear un Estado y sociedad que parten de y dan razón a los grupos y a la cultura dominantes haciendo que lo «nacional» los represente, refleje y privilegie y no al conjunto de la población, se estructura la conflictividad y problemática persistentes y pervivientes de la colonialidad, algo que difícilmente cambia sin transformar de manera radical las mismas estructuras fundacionales y organizativas del Estado y sociedad nacionales (y por ende las condiciones de poder, saber, ser y de la vida misma) (Walsh, 2008: 139).
El problema que surca a las sociedades sudamericanas parece alojarse en la cuestión de lo nacional, o mejor dicho: un modelo excluyente de lo estatal y lo nacional que no solo ha representado y representa intereses dominantes particulares proyectados como universales, sino que también ha inaugurado una conflictividad que es preciso erradicar. Sobre esto caben al menos dos observaciones:
La primera pretende señalar el carácter problemático de una concepción de sociedad nacional asentada sobre el supuesto de una relación de exterioridad entre sociedad e intereses sociales, lo que conduce a pensar la sociedad como forma de convivencia más allá —o más acá— de la configuración de fuerzas que la estructuran. Lo discutible acá consiste, a mi modo de ver, en la interpretación que Walsh nos ofrece sobre la relación entre constitución de lo social y estructuración de la desigualdad, pues según su planteo el problema estaría situado en una defectuosa representación de intereses y no en cómo se constituye la sociedad como expresión singular de lo social. Cuestión que tiene una doble implicancia: ubicar la estructuración de la desigualdad en un modelo de Estado y sociedad y presuponer otro modelo de sociedad en el que pudiera expresarse el conjunto —y no una parte— de la población. Dicho en otros términos, la dificultad tiene que ver con cómo se piensa la constitución de lo social en general y lo nacional en particular en relación al problema de la desigualdad, pues de los argumentos de Walsh el supuesto de la unidad social parece apelar a la posibilidad de una sociedad de representación plena o, lo que es lo mismo, una sociedad en la que los intereses queden definitivamente fuera o al menos igualmente distribuidos.6 Se prefigura así un problema con dos aspectos complementarios: por un lado, la idea de que la sociedad puede constituir una unidad sin una desigual representación de intereses; y por otro, la idea de que esa unidad puede restituirse luego de la denuncia de determinadas desigualdades. En contra de esta interpretación, se trata de indicar que el problema de la estructuración de la desigualdad no es ni un problema de modelo7 ni un problema de representación.8
La segunda observación no hace más que complementar la anterior con la indicación del uso igualmente problemático de la idea de modernidad de la que parte Walsh. Al interpretar la sociedad nacional como continuación de una colonialidad propia de la modernidad instituida con los procesos de colonización de los siglos XV y XVi, se enfatiza una lectura según la cual sería posible situar el inicio de la conflictividad y la desigualdad en un tiempo y lugar específicos. Si, en efecto, la modernidad instauró una colonialidad que lo nacional vino a garantizar, la crítica de las relaciones de desigualdad queda enmarcada en una interpretación de la modernidad como evento histórico que vino a desgarrar una realidad previa que por momentos parece quedar eximida de las ideas de conflicto o desigualdad. Lo que pretendo sugerir con esto es que la noción de sociedad nacional con la que «se estructura la conflictividad y problemática persistentes y pervivientes de la colonialidad» (2008: 139) no solo se sostiene sobre una idea substancialista y abstracta de modernidad que confirma anticipadamente una hipótesis de dominación,9 sino que también sitúa el problema de la conflictividad y la desigualdad en un proceso histórico específico, dejando de este modo abierta la posibilidad de revitalizar ciertas dicotomías de la metafísica moderno-occidental que se pretende cuestionar: no-violencia/violencia; autenticidad/ pérdida; pureza/contaminación.10
Con ambas observaciones intento tan solo indicar que una crítica de la estructuración de la desigualdad basada en la denuncia de la sociedad nacional como continuidad de la colonialidad parece no ser suficiente para desarticular las matrices epistemológicas y las políticas modernooccidentales. Esto es un riesgo que, a pesar de las precauciones que se toman para no replicar las lógicas explicativas de esas matrices, reaparece precisamente cuando se ofrece un diagnóstico del problema que se pretende superar. Así, la estructuración de la desigualdad social en nuestro continente queda circunscripta al problema de una sociedad nacional entendida como modelo representativo de solo una parte de la población y como proyecto que adolece de una ambigüedad fundacional que ha derivado en la carencia de objetivos realmente unificadores. Una de las consecuencias de este tipo de explicación es que habilita la presuposición de que lo social es posible más allá de determinadas versiones históricas de la desigualdad, al tiempo que configura la imaginación política de que una forma de sociedad puede constituir una unidad, puede representar al conjunto de la población y puede proyectarse como superación de las desigualdades. Las preguntas cruciales que pueden plantearse con relación a este problema son: ¿puede lo social —y sus diversas manifestaciones espacio-temporales— imaginarse por fuera de la estructuración de la desigualdad?, ¿cuáles son las implicancias teóricas y políticas que derivan de la asunción de este supuesto?
En cuanto a la primera pregunta, podemos decir que pensar lo social por fuera de la estructuración de la desigualdad asume la posibilidad de existencia, ya sea en un antes o un después del desenvolvimiento histórico, de un tipo de sociedad basada en principios, valores y prácticas diferentes a aquellos que se critican. Pues si la cuestión parece instalarse en modelos defectuosos en términos de representación de intereses o en proyectos carentes en términos de tendencias unificadoras, en algún punto del devenir histórico-político debiera estar la sutura de esos defectos y carencias. En términos teóricos, y he aquí lo que podemos decir en cuanto al segundo interrogante, esto da como resultado que la crítica de la desigualdad no sea una crítica estructural sino más bien histórico-coyuntural, es decir, una crítica que no alcanza a discutir el papel constitutivo de la desigualdad en la conformación de lo social. Y este señalamiento no tiene que ver solo con una cuestión de la perspectiva teórica asumida, es más bien una cuestión que atañe directamente a las derivaciones políticas de una teoría enmarcada en la perspectiva de la modernidad/ colonialidad, ya que la idea de que lo social pueda darse más allá de la dinámica de la desigualdad conduce a la repetición de la ficción de la metafísica que imagina teóricamente formas de sociedad despojadas de la violencia moderno-occidental y anhela políticamente la superación de dicha violencia a partir de la recuperación de algo parecido al paraíso perdio: la alteridad.
Superación de la colonialidad: interculturalidad y decolonialidad
Superar la colonialidad consistirá en la apuesta por una interculturalidad concebida como proyecto de transformación decolonial. Ante la presencia de una matriz colonial que bajo diversos procesos, dispositivos y actores ha podido reproducirse como modo predominante de estructuración del poder, la interculturalidad se instituye no solo como posibilidad de poner bajo la lupa crítica dicha matriz sino también como articulación de prácticas y concepciones dirigidas a fundar una sociedad «otra». De modo que, tal como anticipamos más arriba, esta noción de interculturalidad busca instituir una diferencia respecto de los sentidos comunes que circulan en torno a la diferencia cultural y los ideales de convivencia, apostando por un desplazamiento en el modo de comprender el problema: la subordinación que históricamente ha hecho de las diferencias culturales desigualdades no se resuelve con la aplicación de una política de reconocimiento, sino con el cuestionamiento de los modos en que se han estructurado esas diferencias y con la generación de nuevos patrones cultural-civilizatorios. Este desplazamiento resulta crucial para entender de otro modo la interculturalidad, ya que no se trata tanto de encontrar la mejor forma de incluir grupos históricamente negados en los marcos político-institucionales vigentes como sí de generar un proceso de crítica y transformación de las lógicas de estructuración de relaciones sociales.
Desde esta perspectiva, la diferencia entre un multiculturalismo gestionado estatalmente y una interculturalidad como emergente de movimientos sociales será fundamental:
La interculturalidad forma parte de ese pensamiento «otro» que es construido desde la particularidad de lugares políticos de enunciación (por ejemplo, los movimientos indígenas y afro-descendientes); un pensamiento que contrasta con aquel que encierra el concepto de multiculturalidad, la lógica y significación de aquello que por ser pensado «desde arriba», tiende a sostener los intereses hegemónicos y mantener los centros del poder. Además, esto es así porque es la dominancia de este último pensamiento la que lleva a que la interculturalidad y la multiculturalidad sean empleadas a menudo por el Estado y por los sectores blanco-mestizos como términos sinónimos, que derivan más de las concepciones globales occidentales que de las luchas sociohistóricas y de las demandas y propuestas subalternas (Walsh, 2006a: 41-42).
Podemos observar cómo esta apuesta por la interculturalidad supone un conjunto de distinciones imposibles de eludir si lo que se pretende es superar la lógica del llamado multiculturalismo liberal. Tales distinciones se ordenan en función de una coordenada que distribuye de un lado y del otro tanto las posibilidades como las limitaciones de la transformación social, instituyendo de este modo articulaciones necesarias en una doble dirección: por un lado, entre el «arriba», los «sectores blanco-mestizos», los «intereses hegemónicos» y el «mantenimiento del poder»; por otro lado, entre el «abajo», los «movimientos indígenas o afro-descendientes», los «intereses subalternos» y la «superación del poder». Será sobre la base de estas articulaciones que se irá delineando un posicionamiento teórico-político con no pocas consecuencias en relación a dos cuestiones centrales: cómo se piensa la superación de la lógica del poder moderno-occidental y cómo se piensa a la alteridad y la práctica intelectual comprometida con ella en el desarrollo de ese proceso.
En efecto, la superación de una desigualdad derivada de la lógica del poder moderno-occidental dependerá de una interculturalidad como apuesta práctica orientada a intervenir en las estructuras de poder dadas y sus lógicas constitutivas. Esta apuesta no se agota en un simple movimiento de ruptura y reconfiguración del poder, sino que conlleva el desafío de poner en marcha un proceso re-conceptualización, re-fundación, re-estructuración y re-valoración de un mundo «otro». Es por esto mismo que la interculturalidad estará íntimamente vinculada a una apuesta por la decolonialidad,11 en el sentido de que no será posible poner en marcha nuevos modelos de relación social sin al mismo tiempo revisar y subvertir la estructura desigual, jerárquica y monocultural de la matriz colonial del poder.
Si bien en las referencias y análisis de Walsh interculturalidad y decolonialidad parecen por momentos términos difíciles de distinguir, podríamos decir que la interculturalidad es la práctica dirigida a una crítica radical y a una creación en los órdenes social, cultural, político, ético y epistémico que avanza hacia la puesta en crisis de la modernidad/colonialidad y, por lo tanto, hacia la descolonización. De allí que, y tal como lo hemos anticipado, la interculturalidad vaya mucho más allá del objetivo de incluir y reconocer las diferencias culturales como parte de una política de integración:
Más que un simple concepto de interrelación, la interculturalidad señala y significa procesos de construcción de conocimientos «otros», de una política «otra», de un poder social «otro», y de una sociedad «otra»; formas distintas de pensar y actuar con relación a y en contra de la modernidad/ colonialidad, un paradigma que es pensado a través de la praxis política. Este uso «otro» no implica un conocimiento, práctica, poder o paradigma más, sino un pensamiento, práctica, poder y paradigma de y desde la diferencia, desviándose de las normas dominantes... (Walsh, 2006a: 21).
La interculturalidad, en cambio, aún no existe. Es algo por construir. Va mucho más allá del respeto, la tolerancia y el reconocimiento de la diversidad; señala y alienta, más bien, un proceso y proyecto social político dirigido a la construcción de sociedades, relaciones y condiciones de vida nuevas y distintas. Aquí me refiero no solo a las condiciones económicas sino también aquellas que tienen que ver con la cosmología de la vida en general, incluyendo los conocimientos y saberes, la memoria ancestral, y la relación con la madre naturaleza y la espiritualidad, entre otras. Por sí, parte del problema de las relaciones y condiciones históricas y actuales, de la dominación, exclusión, desigualdad e inequidad como también de la conflictividad que estas relaciones y condiciones engendran... (Walsh, 2008: 140).
En suma, la cuestión no consiste en una redefinición de vínculos interpersonales o intergrupales, ni en una estrategia de mejoramiento de la comunicación intercultural, sino en un proyecto político sostenido sobre el doble movimiento de intervenir y crear, cuyo resultado será una sociedad «otra». Una sociedad en la que sean recuperadas las prácticas y concepciones subalternizadas por la matriz colonial de poder y que, según Walsh, representan la oportunidad de reemplazar la homogeneización por una pluralización de lo social. Ahora bien, queda claro que adscribir a un proyecto político de estas características no reduce la praxis política a la ingenua idea de transparencia entre teoría-práctica-transformación, pues la autora no deja de insistir en el hecho de que la interculturalidad es un proceso que tiene que lidiar permanentemente con el carácter sedimentado de cosmovisiones, prácticas e instituciones instauradas por la lógica de la modernidad/colonialidad. En este sentido, queda planteado también el esfuerzo de que su planteo no quede atrapado en la fácil interpretación según la cual un proyecto de interculturalidad-decolonialidad supone necesariamente adscribir a la idea de erradicación total del poder.
Sin embargo, algo de esa claridad y de ese esfuerzo pierden consistencia en el regreso de la nostalgia por la unidad social que sugerí más arriba. Pues, en esto de crear una sociedad «otra», Walsh sostiene que el desafío es dar lugar a un proceso de pluralización de la sociedad, lo que no se dará hasta desterrar el modo en que se ha materializado la sociedad en américa Latina. Su preocupación contiene así dos aspectos que de algún modo van a contrapelo de la insistencia de pensar de modo no simplista la cuestión del poder, la desigualdad y la división social: por un lado, la creencia de que la imposibilidad de construir «una» sociedad tiene su raíz en la etnización del poder propia de la matriz colonial del poder; por otro lado, la creencia de que es posible superar esa imposibilidad dando lugar a «lo propio» de una realidad que ella llama abya-yaleana o indo-afro-latino-suramericana. Al reflexionar sobre el problema de la sociedad ecuatoriana, pero sin dejar de extender su reflexión a la región, Walsh dice:
[H]a sido la «etnización» del poder, incluyendo su blanqueamiento y mestización por medio del uso de «raza», cultura e identidades sociales dentro de un modelo del poder colonial, capitalista, eurocéntrico/ occidentalizante, la que mantiene hasta hoy la confusión y la ambigüedad en torno a lo nacional, haciendo imposible hablar de «una sociedad» ecuatoriana [...] ¿Pero qué sucede con la problemática de «sociedad», que tiene que ver con la falta de unidad, con un sentido social no solo descentralizado sino también seriamente fragmentado, y con una asociación, interacción y formación prácticamente inexistentes? Esto último nos lleva a indagar sobre qué entendemos por «sociedad», preguntándonos a la vez sobre las bases fundamentales de este entendimiento. ¿De qué manera representan y reflejan concepciones construidas en otros contextos y ámbitos socio-culturales posicionados como «universales»; concepciones que tal vez tienen poco que ver con la realidad ecuatoriana, andina, abya-yaleana, indo-afro-latino-sur-americana? [...] Esta concepción de «sociedad» reflejada en los «duros» de la sociología designa y universaliza una forma singular de mundo, que intenta regular a sus miembros acorde a sus normas, sacrificando la diversidad por el propio bien del «conjunto», ése que se aferra a las normas y estándares de humanidad del grupo dominante. «Sociedad» en este sentido, es un concepto inventado dentro de las condiciones y realidades de Europa occidental que ha servido tanto a sus necesidades internas como a sus ambiciones colonialistas; el enlace entre esta noción y los patrones del poder de la colonialidad/modernidad no podría ser más claro [...] Con todo lo argumentado no pretendo sugerir que se deba «desechar» la palabra «sociedad». Más bien pretendo señalar la necesidad de re-fundarla y re-significarla desde la realidad y el contexto ecuatorianos, andinos y sudamericanos [...] Hablar de un proyecto «otro» de sociedad y, en forma aún más radical, de un proyecto de sociedad «otra», es vislumbrar la problemática tanto del proyecto histórico de sociedad como de la sociedad misma; una problemática fundada en la homogeneización, la racialización, la subalternización y el mantenimiento de la matriz colonial-dominante del poder. Alentar visiones distintas, que partan no de una explicación conceptual o analítica sino de la experiencia vivida de todos aquellos que comparten un espacio geográfico-territorial —con las relaciones y diferencias sociales y culturales y las formas de vida que coexisten dentro—, es reposicionar la idea y práctica de «sociedad» como la articulación o el encuentro entre lo que Yampara nombró como matrices cultural-civilizatorias y visiones de vida; articulación y encuentro dentro de un marco de equidad, igualdad y justicia de y para todos (Walsh, 2009: 56-58. Las cursivas son mías).
De acuerdo a esto, la sociedad entendida como resultado de un proceso de regulación y adaptación de los individuos a esa regulación es una concepción derivada de la realidad europea que, al ser usada para interpretar y estructurar nuestra realidad local, no ha hecho más que reproducir un modo de entendimiento occidentalizante, esto es, un modo de comprender la posibilidad de convivencia social a partir de normas y regulaciones representativas de los grupos dominantes. Este modo de estructurar lo social es lo que Walsh define como la «problemática de la sociedad» que, en nuestra región, ha derivado en la constitución de relaciones sociales fundadas en la homogeneización, la racialización, la fragmentación y el mantenimiento de la matriz colonial del poder. Este sería, si no el único, uno de los factores fundamentales de explicación de la desigualdad social de nuestras sociedades, lo que ha hecho de ellas un tejido social fragmentado y un arreglo político, cultural e institucional sordo a la diversidad. Ante ello, la respuesta consiste en partir de una experiencia propia en contra de los ensayos analítico-conceptuales occidentalizantes12, desandar los desandar los caminos de la fragmentación, la desunión y la desigualdad para recuperar la realidad plural de lo indo-afro-latinosur- americano en pos de un proyecto de convivencia social atento a la diversidad y orientado al encuentro de matrices cultural-civilizatorias en un marco de equidad, igualdad y justicia. Es decir, un proyecto intercultural que recupere aquella configuración de «lo propio» acallada por la matriz colonial del poder.
Ahora bien, considero que este modo de plantear el asunto adolece no solo de una falta de especificidad en lo que a las nociones de equidad, igualdad y justicia se refiere, sino también del modus operandi de una lectura que cae en la trampa de aquello que pretende superar al situar una vez más el problema de la desigualdad y la desunión social en una mera cuestión de implantación de modelo y representación defectuosa de intereses sociales.
En cuanto al primer aspecto, resulta al menos insuficiente enunciar que la emergencia de una sociedad «otra» radicaría en el encuentro y articulación de matrices cultural-civilizatorias en un marco de equidad, igualdad y justicia, como si estos términos estuvieran por fuera de la disputa de esa articulación, como si esa equidad, igualdad y justicia expresaran un sentido unívoco, definitivo y no disputable. Pero hay algo más: ¿en qué preciso sentido esta idea de encuentro y articulación se diferencia de los discursos hegemónicos en torno a la interculturalidad?, ¿de qué modo esta idea de interculturalidad discute, deconstruye y desplaza las nociones de equidad, igualdad y justicia tan propias de la matriz de modernidad/colonialidad que se critica?13 Estas cuestiones, si bien sugeridas y esbozadas, no quedan radicalmente planteadas en el marco de un proyecto de interculturalidad-decolonialidad.
Respecto al segundo punto, reaparece el problema antes señalado sobre el modo en que se lee la desigualdad social. Si, en efecto y tal como se pretende demostrar desde esta perspectiva, asumimos que el problema de nuestras sociedades radica en la implantación de un modelo que ha favorecido la estructuración de la sociedad a partir dispositivos representativos de los intereses y grupos dominantes, emergen de ello dos problemas: por un lado, la creencia de que la fractura social —y, por lo tanto, el conflicto, la fragmentación, la desunión y la desigualdad— resulta de la implantación de concepciones y modelos específicos de sociedad; por otro lado, el supuesto de una realidad plural previamente existente a esa implantación y pasible de ser restituida, aun con sus «diferencias sociales y culturales y las formas de vida que co-existen dentro» (2009:58). La cuestión problemática es que, a pesar de las precauciones que se toman para evitar lecturas simplistas de las relaciones sociales y, en última instancia, del estatuto de la lógica del poder en la estructuración de lo social, lo cierto es que se terminan colando viejas concepciones con nuevos ropajes. Esto es, la idea según la cual es posible imaginar la sociedad como plenamente reconciliada luego de una crítica del origen de sus fracturas y de una recuperación de su plenitud perdida. Entonces: ¿cuál es, finalmente, el estatuto de la lógica del poder, del conflicto y de la desigualdad en la constitución de aquello que llamamos sociedad?, ¿son meras excepciones históricas o procesos constitutivos e inerradicables que hacen posible cualquier forma de convivencia?, ¿qué diferencia hay, entonces, entre la clásica visión marxista de emancipación que se critica con tanto énfasis y la idea de erradicación de los intereses dominantes en virtud de la fundación de una sociedad «otra» asentada en el encuentro, la equidad, la igualdad y la justicia? Y aún más: ¿qué lugar le cabe a «lo propio» en esta propuesta que se pretende superadora?
La última pregunta planteada nos introduce a la cuestión del estatuto de la alteridad que deriva del proyecto de interculturalidad-decolonialidad. La clave de un proyecto de sociedad «otra» será la alteridad enunciada de diversos modos, a veces como sujetos subalternos, otras como diferencia colonial; pero más allá de las especificidades de estos términos, lo importante es la potencia que adquiere la alteridad en el contexto de cuestionamiento de lo hegemónicamente dado y de creación de un modo de convivencia distinto. Así, una sociedad «otra» será posible solo después de la denuncia de una modalidad eurocentrada de concebir la existencia (tanto en sus dimensiones políticas como culturales, éticas y epistémicas) y de la apertura a la potencia de otros modos de concebir, hacer y vivir. De allí también la importancia radical que tiene la noción de «lo propio»:
Descolonializarse tiene un lugar fundamental tanto en lo político como en el pensamiento. Apunta a la afirmación y al fortalecimiento de lo propio, de lo que ocurre «casa adentro», para utilizar la expresión del intelectual-activista afro-esmeraldeño Juan García Salazar, y de lo que ha sido negado y subalternizado por la colonialidad [...] En este sentido, la decolonialidad implica partir de la deshumanización —del sentido de no-existencia presente en la colonialidad (del poder, del saber y del ser)— para considerar las luchas de los pueblos históricamente subalternizados por existir en la vida cotidiana, pero también sus luchas de construir modos distintos de vivir, y de poder, de saber y ser distintos. Por lo tanto, hablar de decolonialidad es visibilizar las luchas en contra de la colonialidad pensando no solo desde su paradigma, sino desde la gente y sus prácticas sociales, epistémicas y políticas [...] La decolonialidad parte de un posicionamiento de exterioridad por la misma relación modernidad/colonialidad, pero también por las violencias raciales, sociales, epistémicas y existenciales vividas como parte central de ella. La decolonialidad encuentra su razón en los esfuerzos de confrontar desde «lo propio» y desde lógicas-otras y pensamientos-otros (Walsh: 2005: 23-24. Las cursivas son de la autora).
No podemos sino reconocer la fecundidad de parte de este argumento, sobre todo en lo que refiere a la necesidad de poner la mirada en las prácticas y resistencias que desde hace tiempo vienen configurándose desde lógicas no reductibles al simple reflejo de aquellas instaladas por la modernidad/colonialidad. Así también, sería injusto decir que esas lógicas «otras» devienen más de una subalternidad en sí que de un proceso de subalternización; de hecho, en varias ocasiones Walsh se encarga de remarcar que no se trata de promover «fundamentalismos étnicos» (2005: 27) ni de «fetichizar la noción de «otro»» (2006a: 22). Sin embargo, en la progresión del argumento se deja la puerta abierta a varios problemas que no se confrontan del todo si la pretensión es articular concepciones y prácticas que pongan en jaque la matriz de la modernidad/ colonialidad. Esto se expresa, por un lado, en la insuficiente tematización teórico-política tanto de la frontera que separa una interioridad de una exterioridad como del origen de la legitimidad de una transformación social a partir de «lo propio», y, por otro lado, en la insuficiente, si no nula, problematización de los supuestos que sostienen una práctica intelectual comprometida con la visibilización de la alteridad en un horizonte de transformación social.
Así, no quedan del todo tematizadas las implicancias de llevar adelante una praxis política decolonial en términos de «lo propio», o mejor, no se avanza demasiado en la discusión de lo que considero crucial: cómo pensar la frontera que permitiría distinguir «lo propio» de una mera lógica de la colonialidad y cómo entender la legitimidad de «lo propio» en un contexto de lucha y transformación. A pesar de que Walsh insiste en que no se trata de reivindicar prácticas depuradas de la lógica de la colonialidad ni de exaltar reductos de pureza cultural, su apelación a una interculturalidad «otra» emanada «de y desde la diferencia [...] porque proviene de un movimiento étnico-social y no de una institución académica» (2006a: 21-22), o su referencia a la «afirmación y fortalecimiento de lo propio» (2005:23), dejan por fuera del horizonte de problematización los procesos que han conformado el lugar social desde el que precisamente podría emerger la transformación social. Decir que una interculturalidad y sociedad «otras» adquieren legitimidad «porque provienen de» movimientos sociales que expresan una diferencia, o decir simplemente que un giro decolonial consiste en «la afirmación y fortalecimiento de lo propio», no basta para discutir la matriz epistemológica y política de la modernidad ni para superar las trampas del esencialismo. frente a ello, radicalizar la discusión sobre el estatuto de la frontera que delimita «lo propio» y el origen de su legitimidad como locus de transformación social supone, a mi modo de ver, no solo trabajar con una noción de frontera como institución infinita de una diferencia que exige un desplazamiento en torno al problema de la transformación social, sino también recordar que los contornos de «lo propio» y su legitimidad son parte de la constitución misma de esa frontera. De lo contrario caeríamos un esencialismo basado en la primacía de la experiencia (franzé, 2013) o, lo que es similar, un esencialismo basado en la creencia de que «lo propio» goza del privilegio de una ausencia de mediación —discursiva, histórica, cultural— que hace posible su verdad y legitimidad. De ser plausibles estas observaciones, deberíamos asumir dos cosas. Primero, que todo aquello que se nombra como «lo propio», «lógicas-otras» o «pensamientos-otros» lleva en sí la huella de un proceso de institución de fronteras que no es externo sino constitutivo de su misma nominación. Segundo, al ser la institución de una frontera la institución infinita de una diferencia, cualquier práctica política que la dispute no puede sino reponer una nueva situación de inclusión-exclusión, por más que ella se haga en nombre de la decolonialidad, la igualdad o la justicia.
Se presenta, asimismo, un problema complementario que es preciso mencionar: el de la práctica intelectual que se orienta a «visibilizar las luchas en contra de la colonialidad pensando no solo desde su paradigma, sino desde la gente y sus prácticas sociales, epistémicas y políticas» (2005: 23). Sobre este punto resultan al menos exiguas las indicaciones de lo que efectivamente significa una práctica de ese tipo, lo que da lugar a ciertos silencios en torno a los supuestos que sostienen el vínculo entre práctica intelectual, alteridad y transformación social: ¿qué implica dar lugar a un «otro» marcado por la colonialidad en vistas de articular un proyecto decolonial?, ¿desde qué lugar se recuperan experiencias y producciones «otras»?, ¿qué dispositivos e instituciones permiten el pasaje de una experiencia de subalternidad hacia una práctica política de transformación?14 Con estos interrogantes pretendo simplemente mostrar la necesidad de que el compromiso intelectual de visibilizar, mostrar o recuperar, sitúe como parte de su práctica la discusión sobre los supuestos teórico-políticos que permiten el hecho mismo de «visibilizar».15 Este problema ha sido ya señalado por restrepo y rojas (2010), como parte de una serie de inconsistencias que —tanto ellos como otros/as autores/as— reconocen como parte de la problemática de una geopolítica del conocimiento: «¿quién está hablando?, ¿cómo lo está haciendo?, ¿de qué está hablando?, ¿para quién habla?, ¿para qué, en últimas, habla como lo está haciendo?» (restrepo y rojas, 2010: 202). En la misma línea, la observación de Yehia no deja de ser sugerente:
[D]ebemos reconocer en qué medida la retórica de la modernidad y la lógica de la colonialidad enmarcan las subjetividades de quienes nos adscribimos a estos marcos y proyectos; para identificar cómo/dónde/en qué medida han sido moldeadas nuestras subjetividades por las epistemologías modernistas [...] Un tema central que surge de la discusión anterior es cómo escapar a las prácticas repetitivas mediante las cuales se subalternizan otros conocimientos. Aquí, vale la pena señalar el peligro de reasignar el binario teoría/práctica o conocimiento/experiencias entre lo moderno y lo no moderno. Si el programa de la MCD16 es asumir el papel del traductor/ intérprete de los conocimientos decoloniales en otro lado, entonces existe el riesgo de reproducir las jerarquías de conocimiento. A este respecto, debe advertirse contra la posición que podría asumir el grupo de MCD en el cual podemos percibirnos como si reconociéramos otros conocimientos y por consiguiente validáramos su existencia, mientras que en el proceso reprodujéramos nuevas estructuras de poder/conocimiento de acuerdo con lo cual nosotros, como participantes del grupo, aún disfrutamos del poder y estamos en posición de autoridad para nombrar tales conocimientos (Yehia: 2007: 102-103. Las cursivas son de la autora).
De esto se desprende, según Yehia, la necesidad de una continua autointerrogación orientada a desnaturalizar las epistemologías que enmarcan las prácticas intelectuales que pretenden, aun con las mejores intenciones, dar lugar a la palabra del «otro»; lo que a su vez implica el desplazamiento desde un «dar voz» hacia un «aprender a escuchar los silencios» y el compromiso con un «rehusarse a decodificar» como instancia fecunda dentro un proceso de transformación. A eso agregaría algo no menos importante: la necesidad de deconstruir los supuestos últimos desde los cuales se imagina la emancipación de lo subalterno. Al respecto, si bien enmarcadas en un debate singular, resultan interesantes las observaciones que Villalobos (2011) hace en relación a lo que llama «dignificación del subalterno», recordándonos cómo un proyecto intelectual comprometido con esa idea puede cometer el pecado del que precisamente pretende exculparse; en este caso, seguir adscribiendo al conjunto de precomprensiones que siguen representando la historia como proceso de emancipación y de lucha por la conversión de la masa (multitud) en sujeto. No se trata aquí de abandonar la posibilidad de una práctica política transformadora, ni mucho menos de negar condiciones de estructuración y superación de la subalternidad; se trata más bien, y como bien lo ha señalado Villalobos, de asumir que la categoría misma de subalternidad nombra menos una identidad preconstruida que un terreno de disputa intelectual y una política de control sobre lo subalterno. Es esta política de control la que puede acechar en la asunción de la perspectiva del proyecto de modernidad/colonialidad si la pregunta sobre las condiciones, dispositivos e instituciones que habilitan la palabra del subalterno no se plantea cada vez que nos imaginamos parte de un proyecto de transformación social.
Consideraciones finales
El recorrido por las principales líneas argumentales del proyecto de interculturalidad-decolonialidad desarrollado por Catherine Walsh nos ha mostrado una fecundidad que es preciso recordar: la de pensar el problema del reconocimiento de la alteridad más allá de los sentidos comunes instituidos por la lógica del multiculturalismo liberal para, en consecuencia, situar en el centro de discusión las matrices epistemológicas y políticas que han dado como resultado procesos de subalternización, exclusión y desigualdad. Este desplazamiento ha constituido sin dudas un importante aporte para las discusiones conceptuales y políticas vinculadas a la interculturalidad.
Sin embargo, ciertos problemas emergen cuando se trata de pensar críticamente las relaciones de desigualdad de nuestro continente. Así, en su interés por enmarcar la estructuración de las relaciones de desigualdad en el marco más amplio de la modernidad/colonialidad, Walsh termina por articular una crítica que reduce el problema de la desigualdad a una cuestión de modelo de sociedad defectuoso en términos de representación de intereses y carente en términos de tendencias unificadoras, de lo que se deriva la creencia de que es posible una sociedad en la que puedan estar representados todos los intereses y queden obturados los conflictos derivados de la desigualdad. Este modo de plantear la estructuración de la desigualdad deja la puerta abierta al modus operandi del supuesto según el cual es posible materializar un modelo de sociedad basado en principios, valores y prácticas capaces de articular una plena unidad social. Con ello, no solo se diluye la discusión en torno al papel esencial de la desigualdad en la conformación de lo social, sino que también se corre el riesgo de reproducir explicaciones dicotómicas que ubican la alteridad del lado de la no-violencia y la autenticidad, al tiempo que sitúan a lo moderno-occidental del lado de la violencia y la contaminación. Es por esto que denunciar la lógica de la modernidad/colonialidad no resulta suficiente para deconstruir una metafísica que por mucho tiempo alimentó la creencia en una alteridad como último reducto de verdad, es decir, como aquello susceptible de ser nombrado sin mediación de la cultura, la política o la historia.
El funcionamiento de ese supuesto reemerge cuando se hace un llamamiento a «lo propio» como parte de una práctica transformadora en términos interculturalidad y decolonialidad. Si bien Walsh insiste en aclarar que sus argumentos no se encuadran en versiones simplistas de la lógica del poder que harían suponer una erradicación total de las desigualdades, sus observaciones al respecto no terminan de radicalizar ni teórica ni políticamente las implicancias de una transformación social superadora de la lógica de la modernidad/colonialidad; simplemente se contenta con apelar a las ideas de «equidad, igualdad y justicia de y para todos». Pero el problema mayor se produce cuando se trata de valorar la alteridad como expresión de «lo propio» en el camino de la transformación social, ya que la misma parece quedar despojada de la lógica política que la nombra, le da entidad y la valora como tal. De este modo, «lo propio» de la alteridad por momentos se presenta como exterioridad que goza del privilegio de ausencia de mediación cultural, política e histórica o, lo que es lo mismo, se presenta como anterior —y no parte de— la frontera que permite su demarcación, nominación, subalternización o reivindicación. De allí la importancia de repensar la noción de frontera como institución infinita de una diferencia, lo que a su tiempo requiere replantear cualquier proyecto de transformación social como reposición de nuevas situaciones de inclusión-exclusión, incluso aquel construido en nombre de la decolonialidad. Asimismo, las prácticas intelectuales de recuperar y visibilizar «lo propio» como estrategias de un proyecto de interculturalidaddecolonialidad planteadas por Walsh no dejan de sugerir cierta ingenuidad que lleva a creer que tales prácticas no conllevan ciertas violencias y ciertas políticas de control sobre la alteridad. Es por ello que sugerimos que es preciso repensar teórica y políticamente lo que significa un trabajo intelectual comprometido con la emancipación o reconocimiento de la alteridad.
De no revisitar críticamente estos problemas cada vez que intentamos avanzar en explicaciones sobre la desigualdad y compromisos con la alteridad, corremos el riesgo de repetir teóricamente las ficciones que nos hacen creer en una alteridad como paraíso perdido y anhelar políticamente una sociedad plena y sin conflictos.
Pie de página
3La idea de mosaico cultural reenvía a una imagen según la cual cada pueblo o sociedad se identifica con una cultura claramente delimitada y en un ideal de integración de las minoríasrelación de discontinuidad respecto de otras en el mapa del mundo. Denota, así, una concepción de diferencia cultural como autocontenida y esencial.
4Sin dejar de tener en cuenta las singularidades espacio-temporales, se puede decir que en América
Latina las reformas estatales implementadas en el campo educativo fueron las más propicias para instalar el mandato de respeto y valoración de la
diversidad cultural, lo que se tradujo en diversas modalidades de educación intercultural.
5Walsh retoma la noción de interculturalidad funcional acuñada por el peruano Fidel Tubino, quien, al reflexionar sobre diversos conceptos de interculturalidad en el plano educativo, afirma: «Mientras que en el interculturalismo funcional se
busca promover el diálogo y la tolerancia sin tocar las causas de la asimetría social y cultural hoy vigentes, en el interculturalismo crítico se busca suprimirlas por métodos políticos, no violentos» (Tubino, 2005: 2).
6El problema de la constitución siempre fallida de lo social —y por lo tanto incompleta en términos de representación de intereses o superación de las desigualdades— remite directamente a la discusión abierta por la emergencia del postestructuralismo. Para ello, pueden consultarse los trabajos de Laclau (2000), Palti (2005) y Marchart (2009).
7Esta cuestión de los modelos de sociedad y su potencialidad de unificación o representación parcial de intereses reaparece cuando Walsh analiza más detalladamente el problema de la sociedad ecuatoriana: «Claro es que este desgarramiento —y la ausencia de unificación a la que apunta— no es sólo producto de esta tensión o problema [nacional]. Es producto, más bien, de la ambigüedad fundacional de la nación, de la carencia en general de un proyecto hegemónico nacional de carácter articulador [...] Como podemos ver, es este mestizaje como discurso de poder el que ha obstaculizado un proyecto realmente nacional» (Walsh, 2009: 34-35. Las cursivas son mías). Vemos cómo el problema se reduce a una cuestión de «ambigüedad», de «carencia» de un proyecto de unificación «realmente» nacional, como si fuera posible pensar la sociedad nacional por fuera de aquel desgarramiento que se denuncia.
8Cuando Walsh reflexiona sobre la asunción de Evo Morales a la presidencia de Bolivia plantea el problema directamente en términos de representación: «Algunos sectores de la prensa describieron este acto en forma irónica como 'la coronación de Evo I', advirtiendo sobre los peligros de revanchismos étnicos y suplicando al nuevo presidente evitar una política indianista, para más bien pensar en todos los bolivianos. De hecho, nadie ha pedido lo mismo de otros presidentes, pero claro no eran indígenas, pobres o parte de un movimiento social masivo y, por eso, supuestamente representaron a 'todos'. Puesta en evidencia con esta referencia 'a todos' es la relación directa entre mestizaje y ciudadanía, una relación que históricamente ha servido como base del imaginario de la nación en América Andina y del control de la diferencia (étnicoracial y colonial) dentro de ella. En este imaginario de nación, los dignos de representar (gobernar, hablar, pensar) han sido solo los criollos y blanco-mestizos; los pueblos indígenas y pueblos de descendencia africana quedan fuera de este imaginario (y de la historia en sí) o, en el mejor de los casos, subalternizados dentro de él, considerados como incapaces a conformarse a las normas y privilegios de la ciudadanía, incluyendo representación nacional» (Walsh, 2006b: 27-28. Las cursivas son de la autora).
9En la misma línea, Restrepo y Rojas retoman la noción de «modernidad hiperreal» para puntualizar precisamente la operatoria de «un definicional abstracto normativo estructurante de la imaginación teórica y política, un significante maestro generalmente naturalizado desde el cual se organiza lo pensable pero que se mantiene por fuera de lo pensado» (Restrepo y Rojas, 2010: 205).
10La crítica a estas dicotomías y su modo de
operación en el pensamiento moderno-occidental
tiene una de sus referencias más lúcidas en
Derrida (1998).
11Si bien la decolonialidad no se opone a la descolonización, contiene una especificidad en el marco de esta perspectiva. Así: «Suprimir la "s" y nombrar "decolonial" no es promover un anglicismo. Por el contrario, es marcar una distinción con el significado en castellano del "des". No pretendemos simplemente desarmar, deshacer o revertir lo colonial; es decir, pasar de un momento colonial a un no colonial, como que fuera posible que sus patrones y huellas desistan de existir. La intención, más bien, es señalar y provocar un posicionamiento —una postura y actitud continua— de transgredir, intervenir, in-surgir e incidir. Lo decolonial denota, entonces, un camino de lucha continuo en el cual podemos identificar, visibilizar y alentar "lugares" de exterioridad y construcciones alternativas» (Walsh, 2009: 14-15). Y más adelante: «Como he argumentado antes, la decolonialidad no es necesariamente distinta a la descolonización; representa una estrategia que va más allá de la transformación —implica dejar de ser colonizado— apuntando a la construcción y creación. Por la misma pervivencia de la matriz colonial, la decolonialidad parte de un posicionamiento de exterioridad por las violencias raciales, sociales, epistémicas y existenciales vividas. Por eso, su proyecto no es la incorporación, inclusión o superación —tampoco, simplemente, la resistencia— sino la reconstrucción o refundación de condiciones radicalmente diferentes de existencia, conocimiento y poder que podrían contribuir a la edificación de sociedades distintas» (Walsh, 2009: 55).
12Esta oposición entre mediación conceptual y
experiencia que se desliza en la propuesta política de
Walsh cristaliza un esencialismo que Franzé (2013)
ha descrito con total claridad en relación a La idea
de América Latina de Walter Mignolo. Según él, se
trata de un esencialismo que deriva de un «vínculo
privilegiado» entre discurso y experiencia que otorga
a esta última una primacía en la representación
de un colectivo: «La reflexión de Mignolo no es
esencialista porque afirme la pureza esencial de los
caracteres y rasgos de un grupo o colectivo, o porque
niegue toda mediación de las representaciones, sino
porque coloca a estas en segundo plano frente
a "la experiencia" y "la memoria" de ese grupo.
La experiencia de ser "blanco" o "negro" supone
un sentido único, cuasi-mecánico, irresistible e
irreformable para su portador. La condición de
"negro" implica una "experiencia" de la esclavitud
o el racismo que no requiere elaboración teórica. La
esclavitud y el racismo son para el "negro" accesibles
a través de la experiencia y para el "blanco" lo son
sólo a través de la mediación teórica (marxista, por
ejemplo), y además no en la misma medida que para
aquel» (Franzé, 2013: 245).
13Incluso se podría discutir en qué medida una
apuesta política por la equidad, la igualdad y la
justicia es posible desde una exterioridad absoluta
respecto de la matriz de la modernidad.
14Sobre la discusión en torno al privilegio del sujeto de conocimiento sobre el «otro», la referencia a ¿Puede hablar el subalterno? de Spivak (2011) resulta ineludible.
15No solo se habla de «visibilizar», sino también de «introducir perspectivas invisibilizadas y subalternizadas»
(Walsh, 2005: 19), de «poner la mirada hacia las perspectivas epistemológicas y las subjetividades
subalternizadas y excluidas [...] interesarse con otras producciones» (Walsh, 2005: 20).
16Sigla utilizada por la autora para nombrar el proyecto de Modernidad/Colonialidad/Decolonialidad.
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