Notas sobre Una imagen de África

Notes on an Image of Africa

Notas sobre Uma imagem da África

Cristóbal Gnecco
Universidad del Cauca, Colombia1
cgnecco@unicauca.edu.co

1Profesor del Departamento de Antropología, Facultad de Ciencias Sociales y Humanas. Cauca, Colombia.


Una imagen de África es el artículo resultante de una conferencia que dio Chinua achebe en la Universidad de Massachusetts-amherst en 1975. En esa época achebe era ya un novelista conocido y su novela Todo se desmorona era considerada como una de las obras literarias emblemáticas surgidas del África postcolonial. ¿Por qué no invitar, entonces, a un buen novelista africano para que hablara de uno de los grandes escritores de la lengua inglesa, sino de la novela de fines del siglo XIX, el polaco Joseph Conrad? Una conferencia de un novelista sobre otro, ambos consagrados a su manera, podía resultar estupenda, sobre todo si achebe reconocía la ascendencia y el tutelaje occidental sobre formas narrativas que apenas despuntaban en el horizonte de la postcolonia. Ese reconocimiento podía ser esperado por quienes asumen el canon moderno como referencial global, pero nunca llegó. En vez de alabar a Conrad y mostrar, acaso, su lugar de influencia en la emergente novelística africana achebe lo trató con desdén y fustigó su racismo y el papel protagónico de su novela más conocida y determinante, El corazón de las tinieblas, en la reproducción de los estereotipos más insidiosos sobre los africanos y, por extensión, sobre los afro-descendientes: salvajes, primitivos, perezosos, violentos, lascivos, casi animales —aunque con una inquietante cercanía humana.

achebe puso al descubierto la existencia de un campo autónomo de representación (el de las artes) que parece impermeable al análisis y la crítica no doctas porque no está sujeto a los mismos criterios de validación que operan en otros campos (como el de las ciencias, así sean sociales y un tanto humanas). La diferencia en los criterios de validación se traduce en que las representaciones científicas responden ante la sociedad por su lealtad o su alejamiento de la realidad mientras las representaciones artísticas no lo hacen.2 El resultado neto de esa diferencia es que las primeras están sujetas a la vigilancia de sus consecuencias reales mientras las segundas pueden eludirla; al fin y al cabo, supuestamente sus representaciones no tienen relación con la realidad como es (no son su lugar de aparición, digamos) sino que, más bien, la crean. La mistificación de las artes como actividades eminentemente creadoras contribuyó a aislarlas de la realidad y a rodear sus efectos con un aura de candidez irredimible.

La constitución de ese campo autónomo de representación es una de las jugadas maestras de la modernidad. Allí tuvo la libertad de alojar representaciones potentísimas, creadoras y reproductoras de estereotipos, que, sin embargo, no tienen que rendir cuentas sobre la verdad de lo que dicen o callan, tanto así que permanecen bañadas de inocencia. Al fin y al cabo, ¿quién exige a una novela, una película o una pintura que digan la verdad si son parte de la ficción? sin embargo, esas representaciones desempeñan la tarea de marcar con violencia lo anormal, lo desviado, lo diferente; más aún, pueden mostrar esa marcación como un acto de documentación de lo real, aunque ficticiamente. Las representaciones alojadas en ese campo contrastan con las otras, las de las ciencias, que sí deben decir la verdad. Ese contraste es uno de los pilares de la modernidad/colonialidad, la estrategia que le permitió purificar los dos campos al mismo tiempo que produjo una avenida de circulación entre ellos, los estereotipos, que opera e interviene desde la naturalización. Sobre ella stuart Hall (2010:428) señaló que es «una estrategia representacional diseñada para fijar la 'diferencia' y así asegurarla para siempre» (cursivas en el original) y caracterizó la función de los estereotipos así: (a) reducen, esencializan, naturalizan y fijan la diferencia; (b) establecen una frontera simbólica entre lo anormal/aceptable y lo anormal/inaceptable; (c) fijan límites que establecen qué/quién está adentro y qué/ quién afuera; y (d) tienden a ocurrir allí donde existen desigualdades de poder (Hall, 2010:430). La naturalización, además, cumple dos funciones complementarias: oculta la historicidad de lo naturalizado y evita su problematización. En ese sentido, los estereotipos son nociones con las cuales se argumenta pero sobre las cuales no se argumenta (porque son y permanecen indiscutidas).

Los estereotipos producen un estado normal de cosas, un proceso generalizado y extendido de naturalización. Se naturalizan las jerarquías (políticas, sociales, raciales, económicas, académicas), las desigualdades (la secularización del orden cristiano), las soberbias modernas (desde el logocentrismo hasta la vulneración de los derechos de la naturaleza), la temporalidad evolucionista, el triunfo de la lucha individual en desmedro de la solidaridad colectiva. Lo escandaloso es normalizado. No sólo habitamos un mundo naturalizado, en buena medida gracias a la labor de los estereotipos, sino que somos naturalizados en él. La subjetividad también es un producto estereotipado. Por eso (para eso) los estereotipos cumplen una doble marcación: marcan lo externo (lo otro) y lo interno (lo mismo). La diferencia entre lo otro y lo mismo es jerárquica porque el segundo se asume como primario, auto-formado, activo y complejo. Lo mismo es el lugar y origen de la enunciación de lo otro; es el intérprete y lo otro el interpretado.

El poder de la marcación estereotípica es devastador cuando opera en el marco de una ideología jerárquica, como el evolucionismo, cuyo desenvolvimiento después de mediados del siglo XiX trasladó el mecanismo de la selección natural al mundo de la cultura. La sobrevivencia del más fuerte en la lucha por la vida (la imagen del legado darwinista que atraviesa las representaciones coloniales tanto como las series sobre la naturaleza de algunos canales de televisión y la saga de El señor de los anillos) sólo fue el desarrollo moderno (por trascendente) de las jerarquías naturales de la filosofía aristotélica, la reposición de la cosmópolis en la escena racial. También fue el punto de unión de las ciencias naturales y las ciencias sociales, la bisagra que faltaba en un horizonte de saber antes escindido y que ahora se edificó sobre los imperativos teleológicos de la modernidad.

Los estereotipos más fuertes (aquellos, justamente, que constituyen y controlan el orden jerárquico del mundo en términos raciales, económicos, epistémicos, sexuales, de género) pueden no ser necesariamente creados en las artes pero allí encuentran su mejor espacio de movilización, sobre todo porque son medios inocentes. Edward said (2004) fue, quizás, quien puso de relieve con más fuerza el poder estereotipador de las artes en su análisis de los discursos orientalistas; sin embargo, no trató con los medios audiovisuales, mucho más influyentes que los medios escritos porque sus efectos son más potentes, fáciles e inmediatos y porque, especialmente con los cambios de los patrones de socialización de las cinco últimas décadas, llegan directo a la sensibilidad infantil, donde fijan como reales hasta las más perversas invenciones. Por eso no es sorprendente que después de la obra de said el análisis se haya desplazado a los medios audiovisuales. Dos documentales recientes son emblemáticos en este sentido, Reel bad arabs: how Hollywood vilifies a people (dirigido por Jack shaheen) y Reel injun (dirigido por neil Diamond, Catherine bainbridge y Jeremiah Hayes). El primero muestra cómo el cine y la televisión demonizaron a los musulmanes, continuando una tradición orientalista de siglos; el segundo hace los propio con los indígenas. Esos documentales tienen algo en común: muestran la omnipresencia de la discriminación y de la marcación racista. El texto de achebe va más allá: muestra que si el racismo es aterrador lo es aún más su normalidad, alcanzada, definida y movilizada en campos, como el de las artes, donde las representaciones son autónomas de la mayor parte de los horizontes de justificación y validación. Mientras el racismo en las ciencias es objeto de polémica y condena, fuera de ellas campea con una soltura asombrosa.

¿Cómo funciona esta forma tan insidiosa de marcación? achebe muestra que Conrad está pero no está, que habla a través de Marlow, que tira la piedra pero esconde la mano. Conrad también se permite la piedad. Desde el humanismo se permite la piedad que es más efectiva si está vaciada de poder y de política, como en el liberalismo post-ideológico de la corrección política. Pero está plenamente satisfecho con el lugar del salvaje y su salvajismo y con el lugar del yo y su civilización. Por eso África es otro mundo (y, bueno, otro tiempo), la imagen invertida de la civilización. El otro tiene un lugar ya definido —Michel-rolph trouillot (2011) lo llamó nicho del salvaje—, un papel en el teatro estructurado del mundo. En Conrad ninguno sale de su papel, todos lo desempeñan bien, sin estridencias. Por eso no es lo diferente lo que le preocupa sino lo semejante. Y esa vecindad de lo semejante repudiado es lo que produce horror, miedo, violencia y, cómo no, un vastísimo y complejo entramado de incomprensión.

La incomprensión del encuentro con lo otro es una angustia típicamente moderna. También una paradoja violenta: no comprender (y temer) aquello que se ha creado. Para achebe, Conrad no fue más que un «proveedor de mitos consoladores» porque una inmensa parte de sus lectores agradece saber que los africanos son tan salvajes como los estereotipos habían dicho. Esos mitos que campean en la novela profundizan la incomprensión, tan bien escrita en estos apartes (Conrad 1980:15):

Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo lo rodea... Toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable... estábamos incapacitados para comprender todo lo que nos rodeaba; nos deslizábamos con fantasmas, asombrados y con un pavor secreto, como pueden hacerlo los hombres cuerdos ante un estallido de entusiasmo en una casa de orates. No podíamos entender porque nos hallábamos muy lejos y no podíamos recordar porque viajábamos en la noche de los primeros tiempos, de esas épocas ya desaparecidas (he puesto en cursivas el pavor de Marlow ante la incomprensión).

Comprender fue el empeño filosófico frente a la incomprensión. ¿es una exageración acomodada decir que ese empeño fue intensificado por la ola de colonización del siglo XiX? occidente no entendía a esos seres extraños que, sin embargo, no dudaba en subalternizar y cuya existencia había perdido todo rastro ontológico para pasar a ser, simplemente, un problema. La diferencia ha sido un problema práctico para la democracia desde que se erigió la estructura de las organizaciones políticas modernas. La más acuciante tensión constitutiva de la modernidad fue que necesitó al otro (en cuyo simbolismo negativo descansó la definición y el control del Yo) mientras que, al mismo tiempo, lo despreció, criminalizó y segregó. Cuando la diferencia es un «problema práctico» —para el indigenismo latinoamericano tanto como para las sociedades multiculturales contemporáneas— no puede ser sino el lado oscuro de un proyecto ilustrado. Cuando la diferencia es un problema y no una realidad social que debe ser respetada, valorada y nutrida, el entendimiento y la acción intercultural no son más que declaraciones programáticas vacías. En tales casos, la diferencia y la desigualdad son enmascaradas como diversidad. Por eso junto al empeño por comprender (en el cual la antropología jugó un papel determinante) siguió funcionando un vastísimo entramado de incomprensión, el gesto colonial por excelencia, el origen del horror.

Puedo imaginar la serena atmósfera universitaria en amherst cuando achebe comenzó su charla, hace casi cuarenta años. Debió ser bienvenido como un novelista notable en formación y el espacio que se le ofrecía para legitimar su presencia debió ser mostrado como uno de esos lugares donde se pone en escena la apertura y la democracia de la academia moderna. Puedo imaginar la crispación de los organizadores cuando achebe comenzó a apartarse del guión que le había sido asignado. Al fin y al cabo, Conrad es parte del canon indiscutido de la novela moderna y las críticas posibles a su obra sólo tienen cabida, acaso, en el terreno de lo estilístico. Cualquier alusión a su trabajo en el terreno de lo real (su labor en la producción y circulación de estereotipos) desbordaba las permisiones académicas, más aún cuando achebe presentó El corazón de las tinieblas como un libro que instiga a discriminar al otro, que se edifica sobre su incomprensión. ¿Cómo puede una obra semejante ser un clásico de la lengua inglesa, leído por muchos desde la infancia, celebrado como una novela extraordinaria? De la misma manera que la epopeya, que es la celebración de la destrucción del otro, es parte fundacional de todas las literaturas nacionales.

En este panorama tan desolador pero tan normal surge, cómo no, desde luego, la importancia de achebe y de su texto profundo. Una importancia que no puede ser subestimada. Que no haya sido traducido al español hasta ahora (y, seguramente tampoco a muchas otras lenguas) es un síntoma de que ha sido soslayado. Porque achebe no estaba hablando sólo sobre Conrad y su novela más conocida. Estaba hablando sobre la modernidad y sobre la colonialidad, su correlato en el campo de los saberes. Estaba hablando sobre la astucia moderno/ colonial, sobre su trabajo cotidiano solapado que clasifica, jerarquiza y discrimina. Estaba hablando, en fin, de la sobrevivencia del racismo, de la marcación, de la violencia sobre lo otro. Y así como Conrad escribió el racismo y la discriminación, achebe escribió su confrontación. ¿Qué hacer? este texto es un buen lugar para responder esa pregunta. Podemos militar contra los estereotipos, mostrarlos en su lugar, oponerlos; exponer el papel de las representaciones artísticas (y no artísticas, desde luego), denunciar su supuesta autonomía. Como dice achebe, no es posible un optimismo fácil, entre otras cosas porque la dureza naturalizada de la discriminación es «más afín a la acción refleja que a la malicia calculada. Lo que no hace la situación más sino menos esperanzadora». En el trabajo contra los estereotipos y su marcación (una labor de la familia y la escuela, pero también de los medios) se juega parte de la suerte de la justicia social. Poco se hará contra la marcación discriminatoria (pienso en el racismo y el machismo) si se penalizan sus expresiones más visibles mientras se sigue alimentando su vida en representaciones cotidianas que se muestran como tangencialmente reales, así su realidad sea vasta y profunda. Atacar sus epifenómenos mientras se deja intacta su raíz ontológica es otra manifestación de la perversidad moderna, de su mantenimiento obstinado del orden jerárquico. Pero hay algo más, desde luego, algo que conecta la representación con la realidad que representa. Dijo timothy Mitchell (2000:33):

Mi argumento es que en el mundo moderno lo real se entrega a la experiencia a través de estrategias binarias de representación en las que la realidad se comprende en términos de una distinción simple y absoluta entre lo real y su imagen. Sin embargo, una etnografía rigurosa de estas estrategias muestra que la imagen nunca es sólo una imagen sino que está infiltrada y socavada por elementos que pertenecen a lo que se llama el mundo real. Por el contrario, lo que llamamos lo real nunca está solo sino que ocurre en relación con y está constantemente comprometido por la posibilidad de la representación.

Ese algo es la inseparabilidad de la relación establecida por la modernidad entre representación y realidad que hace que los dos polos actúen fuertemente uno sobre otro. Sin embargo, es función de las representaciones de las artes y las humanidades medrar en la separación, haciendo como si la relación de la representación con la realidad fuese puramente anecdótica, cuando no accidental. La representación autonomizada de esta manera, separada de la realidad, crea imágenes que circulan libremente, metarealmente. De esta manera sus efectos son aún más poderosos, quizás incluso mucho más poderosos, que los que producen las representaciones atadas a la realidad (las representaciones de las ciencias). Por eso militar contra la separación es una tarea de la mayor urgencia porque permite mostrar que la realidad usa ciertas representaciones (los estereotipos racistas, por ejemplo) tanto como las representaciones, por autónomas que parezcan, alimentan esa realidad. Militar contra la autonomización de las representaciones es, también, militar contra el orden real que la requiere, un orden actualmente jerárquico, desigual y violento.


Pie de página

2Las representaciones de las llamadas humanidades están situadas en un incómodo umbral epistémico: no son científicas pero tampoco artísticas. Por eso tratan, a veces con cierto tesón, de ser unas u otras (en realidad, más las primeras que las segundas). Trágica suerte la suya: tratar de encontrar un sentido de ser vadeando las difíciles aguas de la liminaridad.


Bibliografía

Conrad, Joseph. 1980. El corazón de las tinieblas. Barcelona: Lumen.

Hall, Stuart. 2010. «El espectáculo del "otro"». En Sin garantías. Trayectorias y problemáticas en estudios culturales, de Stuart Hall. 419-445. Popayán: Universidad Javeriana-instituto de estudios Peruanos-Universidad Andina Simón Bolívar-Envión.

Mitchell, Timothy. 2000. "The stage of modernity". In Questions of modernity, editado por Timothy Mitchell. 1-34. Minneapolis: University of Minnesota Press.

Said, Edward. 2004. Orientalismo. Barcelona: Random House Mondadori.

Trouillot, Michel-Rolph. 2011. «La antropología y el nicho del salvaje: poéticas y políticas de la alteridad». En Transformaciones globales. La antropología y el mundo moderno, de Michel-Rolph Trouillot. 43-77. Bogotá: Universidad del Cauca-Universidad de los andes [1991].