El secuestro de las historias indígenas: itinerario y limitaciones del tiempo lineal en Chile

Seizing Indigenous Histories: Itinerary and Straitjackets of Linear Time in Chile

O sequestro das histórias indígenas: itinerário e limitações do tempo linear no Chile

Maximiliano Salinas Campos [1]
Universidad de Santiago de Chile[2], Chile

El secuestro de las historias indígenas: itinerario y limitaciones del tiempo lineal en Chile

Tabula Rasa, núm. 22, 2015

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 22 Octubre 2014

Aprobación: 28 Enero 2015

Resumen: La historia de Chile está cruzada por el conflicto entre la cultura moderna europea y las culturas indígenas. El tiempo lineal impuesto por el Estado nacional ha dejado al descubierto su irresponsabilidad con el tiempo indígena de los Andes. Esta temporalidad expresa una profunda y sustentable «ontología arcaica». Tras el fin de la Guerra Fría, y la postdictadura de Pinochet, esta propuesta se vuelve acuciante con las demandas políticas y los desafíos epistémicos indígenas del siglo XXI. En el «círculo de la vida» estos pueblos reclaman presencia, pasado y futuro: su historia. Este trabajo es resultado del proyecto de investigación de la Universidad de Santiago de Chile sobre la historia y la cultura de los pueblos indígenas en Chile en los siglos XX y XXI (Fondecyt 1121083, 2012-2014).

Palabras clave: Tiempo lineal, progresismo, historia indígena, Chile.

Abstract: The history of Chile is crossed by conflict between modern European culture and indigenous cultures. Linear time imposed by the State-nation has proved to have been irresponsible with Andean indigenous time. This temporality expresses a deep and sustainable «archaic ontology». After the end of the Cold War and Pinochet’s post-dictatorship, this proposal becomes urgent face to indigenous political demands and epistemic challenges in the 21st century. In the «circle of life» these people demand presence, past and future: their own history. This work is the result of a research project at the University of Santiago de Chile on the history and culture of indigenous peoples in Chile in the 20th and 21st centuries (FONDECYT 1121083, 2012-2014).

Keywords: Linear time, progressivism, indigenous history, Chile.

Resumo: A história do Chile está atravessada pelo conflito entre a cultura moderna europeia e as culturas indígenas. O tempo linear imposto pelo Estado-nação tem deixado em evidência a irresponsabilidade com o tempo indígena dos Andes. Esta temporalidade expressa uma profunda e sustentável «ontologia arcaica». Após o fim da Guerra Fria, e a pós-ditadura de Pinochet, essa proposta pressiona as demandas políticas e os desafios epistêmicos indígenas do século XXI. No «círculo da vida», estes povos demandam presença, passado e futuro: sua história. Este trabalho é resultado do projeto de pesquisa da Universidade de Santiago do Chile sobre a história e a cultura dos povos indígenas no Chile durante os séculos XX e XXI (Fondecyt 1121083, 2012-2014).

Palavras-chave: tempo linear, progressismo, história indígena, Chile.

Muro de
Valparaiso - 2006

Muro de Valparaiso - 2006
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1. El prestigio del tiempo lineal bajo los ideales nacionalistas del siglo XIX



El tiempo lineal es una de las formas posibles del tiempo social, que solamente se impuso, en cuanto sistema único de recuento, en la región cultural europea. […]. En la ciudad europea comenzó, por vez primera en la historia, «el aislamiento» del tiempo como forma pura, exterior a la vida y mensurable.

Fuente: (Gurevitch, 1979: 268, 279).



[Las] teorías y las prácticas de un tiempo lineal y orientado han podido no sólo hacer ilegibles ciertas evoluciones históricas, sino —y los hombres a veces lo han aprendido cruelmente en la historia— someter a ciertas sociedades a una opresión bárbara, allí donde los aduladores de un progreso explícita o implícitamente escatológico percibían un instrumento de liberación.

Fuente: (Le Goff, 1991: 84)

El tiempo unilineal europeo y el tiempo indígena constituyen experiencias nítidamente diferenciadas. En el horizonte indígena, el tiempo es la experiencia omnipresente de la tierra como sustento de la vida, intuición mística de un tiempo/espacio acogedor y nutricio, respetuoso de los ritmos biocósmicos (Pachamama, Mapu Ñuke) (Grebe, 1987, 1990). En el imaginario europeo moderno, el tiempo es una cosa, un objeto que se mide y se tasa: es la experiencia objetiva y científica de la historia (Elias, 1989). Esta diferenciación entre ambos sentidos del tiempo la expresó Pablo Neruda, refiriéndose a sí mismo, en Memorial de Isla Negra:

Nació un hombre / entre muchos / que nacieron, / vivió entre muchos hombres / que vivieron, / y esto no tiene historia / sino tierra, / tierra central de Chile, donde / las viñas encresparon sus cabelleras verdes, / la uva se alimenta de la luz, / el vino nace de los pies del pueblo (Neruda, 1968: 493). [3]

El tiempo lineal europeo con su creencia en el progreso infinito se vulgarizó en el siglo XIX gracias al triunfo de las ideas evolucionistas propias de la era del imperialismo. Se trató entonces de la «toma de control del conjunto del planeta por los hombres blancos de origen europeo» (Chaunu, 1978: 42). Sus consecuencias fueron la expansión urbana y capitalista, la usurpación de tierras, el control y la mecanización social, la educación nacionalista y, con todo ello, la subordinación espiritual y material de las sociedades locales (Béssis, 2002).

Desde el siglo XIX la historia rectilínea clausuró el tiempo de los pueblos indígenas, con sus culturas y sus formas propias de existencia social y espiritual. El presente enunciativo era el presente del tiempo occidental, único lugar de enunciación (Mignolo, 2011: 190). En 1845 un primer texto escolar de historia nacional señaló que los indígenas:

siendo bárbaros, debemos creer que no tienen historia […]. Sólo son chilenos quienes hablan español, visten como los europeos, estudian ciencias; quienes en último término son civilizados, y no así los indígenas que no son parte de nuestra sociedad, no son nuestros compatriotas (López, 1845: 20-21).

Las exigencias del progresismo europeo hicieron del proceso de ocupación de tierras y de expurgación de lo indígena un proyecto nacional a partir de 1850: «[Podríamos] afirmar que al promediar el siglo XIX, el mapuche fue presentado como un ‘sujeto terminal’, de una barbaridad difícil de corregir e irremediablemente perdido. En tal caso, el dilema era muy simple: o el indio o el progreso» (Pinto Rodríguez, 2003: 159). Un manual de historia de Chile publicado en 1885 por un profesor del Instituto Nacional justificó la importancia de haberle arrebatado la tierra a los mapuches para promover el progreso de la República: «En las tierras quitadas a los indios se fundaron nuevas poblaciones que han ensanchado el territorio y promovido en aquella parte el progreso de la República» (Toro, 1885: 169).

El tiempo unilineal del siglo XX quedó determinado a partir de dos acontecimientos bélicos claves en la representación de la expansión nacional de Chile: la Guerra del Pacífico (1879-1883) y la Guerra de la Pacificación de la Araucanía (1860-1881). Desde estas fracturas y posicionamientos característicos de la época del imperialismo decimonónico se configuró el sentido del tiempo oficial de la República. Estos acontecimientos dejaron atrás un pasado al que no debía regresarse a precio de correr un alto riesgo histórico y social. Como expresó un siglo después un destacado empresario nacional: «No pretendamos hacer ilegal la toma de tierras que hizo la guerra de la Araucanía del siglo pasado, porque dejaríamos la puerta abierta para que nos planteen otras ilegalidades, de otras guerras ganadas por Chile, y podría ser bastante peligroso» (Léniz, 1999).

El sentido del tiempo trazado por estos acontecimientos requirió un esfuerzo intelectual inédito. Los académicos universitarios del Estado regularon el tiempo social de una manera rigurosamente apropiada a la nueva condición histórica. ¿Cómo descartar los tiempos indígenas y mestizos, considerados de ahora en adelante vulgares y antihistóricos? La labor de intelectuales como Diego Barros Arana, en el campo de la historiografía, y Valentín Letelier, en el campo de la filosofía, fue determinante. El principal artífice de la regulación estatal del tiempo fue Diego Barros Arana, con su Historia jeneral de Chile (1884-1902). Identificado con el espíritu científico victoriano, el historiador estimó que la vida de los pueblos indígenas de Chile «no merece siquiera el nombre de sociedad». Hasta sus consideraciones del tiempo astronómico y solar revelaban «un estado de atraso que el hombre civilizado apenas puede concebir» (Barros Arana, 1884: 80, 85). Los pueblos indígenas fueron interpretados en la imaginería imperialista del momento (Lubbock, 1870).

Valentín Letelier, discípulo de Barros Arana, llevó la propuesta del tiempo lineal a una consideración filosófica en sus obras Filosofía de la educación (1892) y La evolución de la historia (1900). Letelier intentó descifrar las «leyes del desarrollo social» legitimando el programa de las instituciones básicas de la sociedad burguesa: la propiedad privada, la familia patriarcal, la alfabetización obligatoria, el Estado oligárquico. Su interés fue despreciar al vulgo por su condición indocta, irracional, supersticiosa: carente de historia. Letelier no ignoraba que su ideal europeísta era escasamente representativo en Chile. Sus esfuerzos iban a contracorriente de la experiencia cotidiana de la vida chilena. Era el uno por ciento de la población que debía manejar a su arbitrio a la inmensa mayoría de los habitantes de Chile.

En términos generales, puedo decir que a pesar de formar una minoría insignificante, los doctos manejaron siempre a la masa de los pueblos; y que a pesar de formar una mayoría abrumadora, los ignorantes no pudieron nunca adueñarse con fortuna duradera del gobierno moral y político de los Estados (Letelier, 1892: 73-75).

Imaginado desde la elite académica del Estado por Diego Barros Arana y Valentín Letelier, este Chile elitista pasó a difundir su docta distancia con relación a los pueblos indígenas. El tiempo indígena fue un tiempo perdido. Un prominente diplomático y político señaló en 1904: «Las razas indígenas en Chile se van perdiendo por completo, fundidas en el tipo español, sin dejar huella externa y visible de su fisonomía propia» (Orrego Luco, 1904: 43). Según el académico de la Universidad de Chile Jorge Hunneus: «[Debido a la] nulidad intelectual histórica [de los indios] [...] no puede entrar dicha raza en una historia del pensamiento chileno» (Hunneus, 1910: 9, 499).

En 1898 el político y discípulo de Diego Barros Arana, Francisco Valdés Vergara publicó un manual de historia de Chile, el que junto con destacar los méritos de la expansión nacional, denunciaba el carácter anacrónico y extemporáneo de los pueblos indígenas:

El más infeliz de los actuales pobladores de Chile puede considerarse como muy afortunado si compara su situación con la que tenían los indígenas en aquella época tan lejana. En efecto, a nadie le falta hoy alimento, vestuario y un techo para pasar la noche, porque la industria y el comercio permiten a todos ganar con su trabajo lo indispensable para satisfacer esas necesidades. Los indios, por el contrario, vivían dispersos en los campos sin cultivo, […]. [Los araucanos] no tenían educación y no podían comprender que fuese un crimen robar y matar (Valdés Vergara, 1898: 10-11, 34).

En 1913 la Universidad de Chile publicó Instrucciones para la enseñanza de la historia. Citando a Valdés Vergara se presentó al indígena como lo ausente, lo anacrónico, lo carente, lo ignorante. La naturaleza pura y cruda, sin humanidad alguna, la prehistoria en oposición a la instalación de los héroes nacionales. El indígena estaba condenado, como ignorante, a sufrir:

Cómo podemos decir qué eran los indios por no saber tejer, ni hacerse ropa, ni calzado? (…ignorantes) […]. ¿Por qué los indios no harían ladrillos y tejas para sus casas, cuando la greda para hacerlos era tan abundante? […] ¿Por qué no harían buenos muebles, habiendo tanta madera? ¿Cómo eran, pues, los indios, por no saber hacer buenas casas ni muebles para vivir con comodidad? (…ignorantes). […]. ¿Cómo hemos dicho que eran los indios por no saber hacerse buenos vestidos, ni buenas casas, ni buenos alimentos? (….ignorantes). Luego, ¿por qué los indios sufrían frío y hambre? (…por su ignorancia). ¿Qué les sucede, pues, a los ignorantes? (….tienen que sufrir) (Rivas, 1913: 90-91, 94).

Con esta representación del tiempo la elite del 1900 asumió el valor del progreso económico que dejaba atrás el mundo natural, indígena, arcaico. Con este imaginario fue urgente recurrir a nuevas formas del conocimiento científico, alejado ya de las ciencias sociales y de las humanidades. Era indispensable pensar un nuevo tiempo, con nuevas disciplinas, y dejar atrás el sufrimiento. Fue determinante la valoración de la ingeniería. Alberto Blest Gana puso en boca de uno de Los trasplantados, novela de 1904:

Nuestro país tiene necesidad de ingenieros —decía con énfasis de hombre sesudo que se ocupa del progreso de la patria—. Abogados tenemos de sobra; ingenieros, señor, es lo que necesitamos. Por eso me llevo los niños a Europa. Juan Gregorio será ingeniero civil, y si Nicolasito sale aficionado a la química, lo haré ingeniero de minas (Blest Gana, 1966: 28).

En las primeras décadas del siglo la ingeniería de Estados Unidos pasó a ser clave en la gran industria del cobre. Esta conllevó el deterioro de la cultura y las formas de vida de los pueblos indígenas del Norte del país. La ingeniería pasó a representar, junto a la economía, la profesión eficiente para la producción racional de bienes (Villalobos, 1990: 178-180; Góngora, 1981: 125; 1986: 11-25).

2. Los posicionamientos políticos e ideológicos del tiempo lineal en el siglo XX

La nueva mentalidad progresista ofreció el discurso de una historia nacional moderna desde la Academia Chilena de la Historia fundada en 1933, bajo los auspicios del empresario Agustín Edwards MacClure. Integraron esta institución, entre los más famosos, Francisco Encina, Jaime Eyzaguirre, Raúl Silva Castro, Guillermo Feliú Cruz. Para estos admiradores de la historia progresista de Occidente, el tiempo indígena no alcanzó identidad ni consistencia históricas. Según Jaime Eyzaguirre:

Si historia es la sucesión consciente y colectiva de los hechos humanos, la de Chile sería inútil arrancarla de una vaga y fragmentaria antecedencia aborigen, carente de movilidad creadora y vacía de sentido y horizontes. Chile se revela como cuerpo total y se introduce en el dinamismo de las naciones al través del verbo imperial de España (Eyzaguirre, 1975: 14).

En otra dirección, Francisco Encina señaló el significado de la acción colonizadora de España:

Como todos los pueblos que han hecho la historia, el español se aproximó a la raza inferior, no para cederle altruistamente su poder y su cultura sino para acrecentar su propio poderío, para quitarle su suelo y sus hembras y perpetuarse en ellos, para convertirla en instrumento al servicio de su expansión (Encina, 1949: 379).

El interés de estos intelectuales de mediados del siglo pasado fue más agudo en la medida en que advirtieron la gravitación y la trascendencia de la presencia indígena en la vida social y espiritual de Chile. Así lo percibió la academia universitaria de Santiago a principios de la década de 1940:

[El] pueblo chileno es aun demasiado indígena, haciéndole falta mayor mezcla de sangre europea, que le daría iniciativa de ahorro, seriedad, honradez, hábitos de higiene, etc.; es indispensable, pues, fomentar la inmigración para mejorar la raza, acrecentar la producción y el consumo, y levantar el nivel humano de nuestro pueblo (Walker, 1941, 49).

Carlos Keller, académico de la Universidad de Chile, no reparó en la presencia aymara en su descripción del departamento de Arica en 1946:

En efecto, en Arica y alrededores predomina completamente una población similar a la de todo el país, representando la comuna un carácter inconfundiblemente chileno. […] [El] elemento chileno (representado por los apellidos españoles) ha penetrado profundamente al interior del departamento, incorporando su población a la raza chilena, cuya composición homogénea siempre ha sido reconocida (Keller, 1946: 64).

Aun en 1970 el Instituto de Capacitación en Investigación en Reforma Agraria (ICIRA) ignoró la identidad indígena andina en el Altiplano de Chile (Alvarado, 1970). La necesidad de desconocer la presencia indígena en el país condujo a explosiones de violencia verbal. En 1945 señaló Benjamín Subercaseaux:

[En] el mundo actual, lo queramos o no, todo marcha y se valoriza sobre el padrón occidental, adulto, blanco y civilizado […]. La conclusión es obvia: todo lo que pretenda arrastrarnos hacia las modalidades primarias, americanas, aborígenes, debe ser extirpado a toda costa […]. Así, pues aunque parezca una contradicción, salvar a Chile es combatir con Chile […]. Es una tarea dolorosa, como la de operarse a sí mismo en la carne propia y palpitante (Subercaseaux, 1945: 198-200).

La imagen lineal del tiempo volvió a pasar a la ofensiva durante las circunstancias críticas de la Guerra Fría en la década de 1960. Intelectuales norteamericanos definieron a Chile como parte de las «sociedades no occidentales» (Almond y Coleman, 1960). ¿Cómo asegurar y promover la regulación occidental del tiempo? Intelectuales conservadores y liberales, a los que se añadieron académicos marxistas, disputaron un protagonismo en este sentido, restándole, en cualquier caso, toda figuración y configuración a la experiencia del tiempo indígena. El proceso de militarización desencadenado en 1973 buscó llevar a cabo la «tarea dolorosa» que sugirió Benjamín Subercaseaux en 1945: el disciplinamiento de una comunidad perfectamente imaginada desde Occidente (Constable, 1993).

La imaginación conservadora del Occidente cristiano fue argumentada por una elite hispanista que reivindicó el expansionismo imperial del siglo XVI (Fernández Larraín, 1962). El presidente de la República Jorge Alessandri definió al país en Naciones Unidas en 1962: «Chile está en la órbita del Occidente cristiano, donde están vivos los factores morales y espirituales del cristianismo y los ideales permanentes del humanismo de las civilizaciones clásicas.» (Silva, 1985: 150-151). En 1965 un político conservador expresó en el Parlamento: «[Somos] herederos de un acervo cultural y civilizador que, en más de veinte siglos en la historia de Occidente, se ha encargado de establecer normas y principios» (Monckeberg, 1965).

Tensionando esta óptica conservadora la visión histórica del progreso racionalista en la década de 1960 la representó la academia universitaria asociada a la Democracia Cristiana (Góngora, 1987: 175-182). Su progresismo, influido por la racionalidad planificacionista y modernizadora, no tuvo una comprensión o reivindicación del tiempo indígena. Ofreciendo una perspectiva coincidente a los planteamientos de Letelier y Encina, Eduardo Frei Montalva señaló al promediar el siglo: «Si penetramos en la Historia de Chile y de ella extraemos todo lo que hay de positivo, lo que ha constituido su saldo favorable, podríamos anotar como un signo esencial el que este país no ha tenido un destino indígena» (Frei Montalva, 1955: 82).

El progresismo de izquierda disputó también el tiempo moderno y rectilíneo. Clodomiro Almeyda, profesor de filosofía y político socialista, reivindicó el sentido histórico de la burguesía y del capitalismo en 1948:

El sistema capitalista proporcionó al hombre un poderoso y enérgico motor de su existencia: el lucro personal. […]. Se puede apreciar, así, la función histórica del capitalismo y de la burguesía: la creación de riqueza, el perfeccionamiento técnico, el desarrollo de la ciencia, […] la creación de las condiciones capaces de ofrecer al hombre una vida rica y valiosa, más ‘humana’ que la que hasta entonces vivía (Almeyda, 1948: 106).

El historiador marxista Hernán Ramírez Necochea confió en una evolución lineal y nacional del desarrollo histórico, el tránsito hacia un capitalismo maduro, y consideró al partido leninista como estado mayor del ejército de la clase obrera, artífice inapelable de la historia (Pinto Vallejos, 2007: 5-21). La historia indígena sería absorbida por el tiempo de Occidente. En 1949 el historiador socialista Julio César Jobet confió en la absorción íntegra de 130 mil araucanos en una población chilena de cinco y medio millón de habitantes (Jobet, 1949: 25). Uno de los pocos académicos marxistas que destacó la experiencia indígena fue el científico Alejandro Lipschütz, amigo personal de Pablo Neruda (Berdichewsky, 2004).

Con el golpe militar de 1973 el país quedó aprisionado en la recuperación obligada del tiempo de Occidente (Haslam, 2005). En 1975 el gobierno de Chile definió su política cultural omitiendo la existencia de la historia indígena:

Chile cuenta con un patrimonio cultural que se ha ido formando desde las épocas de la colonización española, que fue perfilándose con caracteres más definidos a partir de la emancipación libertadora, hasta tomar rumbos claramente propios desde que la tradición portaliana afianzó el sentimiento nacionalista de los chilenos. […]. Nuestro país culturalmente no es neutro. Por su historia, Chile participa en la cultura occidental y cristiana (República de Chile, 1975: 10, 21).

Esta vez el tiempo rectilíneo aglutinó el tradicionalismo católico con el planificacionismo neoliberal. Las autoridades norteamericanas reconocieron su propio tiempo y espacio en el rumbo histórico del país. Tras una corta visita a Chile, el académico norteamericano Michael Novak desestimó cualquier presencia indígena en 1983: «La población de Chile es en un 97% europea. Más que esto, ella pertenece predominantemente a la clase media, […]. Chile está […] en el mismo huso horario que Washington. […]. Chile necesita y merece la democracia» (Novak, 1983: 481-482).

Con este escenario histórico y cultural, los políticos del momento concluyeron: «En Chile están superados los indígenas» (Reuque, 2002: 268). Un ministro de Estado aseguró en 1978: «En Chile no hay indios; son todos chilenos.» (Albizu-Labbe, 1994: 18). Augusto Pinochet había adelantado en 1964: «En la actualidad, los restos de la raza indígena no alcanzan en total a 100.000 almas, y no constituyen un problema racial en razón a su adaptación a las normas de la vida civilizada.» (Pinochet, 1964: 58). Durante el gobierno militar los relatos del tiempo nacional fueron ofrecidos por manuales escolares de inspiración hispanista y católica (Vial, 2009). En la década de 1960 el historiador Gonzalo Vial, representante de dicha inspiración, no concedía mayor peso histórico a los pueblos indígenas y mestizos en Chile:

En otras regiones [de América], los indios precolombinos son escasos, o indómitos, o su nivel de civilización es mínimo. Aquí el mestizaje también existe, pero en escala mucho menor, y por ello el indoespañol no pesa tanto en la sociedad. Es el caso de Chile o Buenos Aires (Vial, 1966: 114).

Desde una visión lineal y progresista del tiempo, Vial enseñó que, sólo gracias a la producción de excedentes alimenticios, los mapuches podían alcanzar una alta cultura: «[A] través de su avance agrícola los araucanos iban camino de la alta cultura, pues ya estaban generando considerables excedentes alimenticios, que almacenaban. Tales excedentes, se afirma, son el escalón inicial en el progreso de la cultura» (Vial, 1985: 28-31). Por sus rasgos matriarcales, los mapuches practicaban el canibalismo ritual. Vial caracterizó aún más desgarradoramente al mestizo indoespañol de Chile por su crueldad (Vial, 2003: 54-55).

La postdictadura prolongó una concepción de la historia nacional de Chile de rasgos eurocéntricos sin consideraciones decisivas acerca del tiempo indígena (Subercaseaux, 2006: 190-203). Para un influyente político de la postdictadura los pueblos indígenas necesitaban ser integrados al desarrollo histórico de la nación. La entrega indiscriminada de tierras y la enseñanza de la lengua mapuche en la Araucanía conducían, a su juicio, a una baja productividad económica y a una escasa integración cultural y política en la nación (Boeninger, 2009: 191). La tensión entre las sociedades indígenas y las exigencias imperiosas del progresismo alcanzó una señalada expresión con motivo de la construcción de la central hidroeléctrica Ralco en territorio pehuenche. En 2013 la muerte de Nicolasa Quintremán, defensora de las tierras ancestrales del Alto Bío-Bío, fue un signo de la época:

La muerte de Nicolasa Quintremán en el lago artificial que se construyó es la imagen más clara de los resultados para el pueblo pehuenche de la construcción de Ralco. Nicolasa siempre dijo que hacer Ralco era matar al río, y con ello a su gente (Correa, 30 de diciembre, 2013).

Hasta fines del siglo XX la historiografía de izquierda admitió la vigencia del tiempo oficial de raíz decimonónica, y el valor del relato fundacional del Estado-nación. Los problemas de la historia republicana se abordaron desde los intereses de una ciudadanía nacional. Los pueblos indígenas fueron pensados por su inserción histórica en el tiempo oficial dominante, como «tribus» o «fuerza laboral» (Salazar, Pinto, 1999: I; Salazar, 2007: 114-115). El conocimiento de las «etnias» indígenas, más que como pueblos, se realizó acentuando su condición de víctimas. El relato adquirió la dimensión trágica característica de la narrativa marxista europea (Kaye, 2007).

El progresismo ultraliberal acabó por escindir irremisiblemente a Chile en dos regímenes asimétricos de temporalidad. La elite privilegiada podía obtener por intereses bancarios en veinticuatro horas lo que un trabajador necesitaba 580 años en hacerlo (Ruiz-Esquide, 26 de junio de 2005). La imposición de un imaginario eurocéntrico alteró los rasgos más identitarios de la historia y la cultura chilenas. En 1997 Armando Roa, presidente del Instituto de Chile, lo expresó en su ensayo Chile y Estados Unidos. Sentido histórico de dos pueblos. El tiempo histórico de los chilenos, experimentado, a su juicio, en una relación afectiva con la materia recurrente y sagrada —característica, añadimos nosotros, de la experiencia terrestre y mística de los pueblos indígenas— era incompatible con la experiencia de un espíritu europeísta distante y cosificador de aquélla (Roa, 1997). [4]

El tiempo unilineal llegó a erigirse en un tiempo récord, olímpico, en relación al tiempo indígena y a su heredero incontestable, el tiempo mestizo. Lo sorprendente, sin embargo, es que la linealidad de esa historia ya ha dejado de ser ejemplar. El progreso se instala no sólo de manera exterior con respecto al tiempo real de los pueblos, sino extraño y ajeno a la vida misma. La Cumbre de la Tierra, organizada por Naciones Unidas en Río de Janeiro en 1992, lo explicitó de esta manera:

[Cada] conquista de la naturaleza que concretemos en lo sucesivo será, en realidad, en contra de nosotros mismos. El progreso ya no es más forzosamente compatible con la vida; no tenemos más derecho a la lógica del infinito; ésa es la gran ruptura epistemológica que simbolizará tal vez, a los ojos de los historiadores, la «Cumbre para la Tierra». (Boutros-Ghali, 1992a, 46)

El secretario general de Naciones Unidas instó a un giro ético e histórico de recuperación del tiempo ancestral de la Tierra:

[Es] preciso ahora concertar un contrato ético y político con la naturaleza, con la Tierra misma a la que debemos nuestra existencia y que nos hace vivir. […]. En todos los lugares del mundo, la naturaleza era la morada de las deidades. Estas han conferido al bosque, al desierto, a la montaña una personalidad que imponía adoración y respeto. La Tierra tenía un alma. Volver a encontrar y resucitar esa alma es la esencia del «espíritu de Rio» (Boutros-Ghali, 1992b, 66).

Estos desafíos apuntan al cuestionamiento de las formas canónicas de imaginar el tiempo en Occidente. Como auguró Mircea Eliade:

[No] está vedado concebir una época, no muy lejana, en que la humanidad, para asegurarse la supervivencia, se vea obligada a dejar de «seguir» haciendo la «historia» en el sentido en que empezó a hacerla a partir de la creación de los primeros imperios (Eliade, 2000: 147).

3. El retorno inevitable del tiempo indígena y mestizo tras el fin de la Guerra Fría

¿Cuáles han sido en Chile las expresiones del tiempo indígena y del tiempo mestizo, este último persistencia y traducción del primero en su evidente, aunque vergonzante, morenidad? En 1962 el historiador peruano Luis Alberto Sánchez estimó que el pueblo chileno era consistentemente indígena: «Una reiterada observación durante nueve años, me hace pensar que, sicológicamente, uno de los pueblos inconfundiblemente indios es el chileno. Sus apariencias externas pueden despistar, pero las psíquicas y sociales no». (Sánchez, 1962: 72). Y añadió:

Obviamente, el indio y el mestizo de indio y blanco forman la mayoría numérica de América latina, pero su importancia se basa en su mayor acción sicológica y ética. El indio es el recipientario o intermediario entre el factor telúrico y el hombre. Él encarna la tradición geográfica, el plasma territorial y atmosférico. Tanto es así que en países como Chile, donde el indio sólo es numéricamente el 2% de la población, su presencia resulta sin embargo ubicua (Sánchez, 1962: 80).

El tiempo indígena y su persistencia mestiza han tejido el ritmo con que la población de Chile ha vivido el mundo de su historia. En el siglo XIX, la minoría letrada y aduladora del tiempo lineal sabía que transitaba un camino abrupto y peregrino. [5] Se advertían las características del tiempo real y agrario, tanto en el norte como en el sur del país, sin conexiones reales con el tiempo urbano, progresista. El pueblo vivía y convivía al compás de un tiempo cíclico, particularmente cósmico, armónico con la concepción indígena del tiempo (Ruiz Aldea, 2000: 88-92).

Ciertamente hacia 1900 la vida indígena y mestiza vivía un tiempo y una memoria propias. No tenía conciencia alguna del tiempo colonial de las elites. Valentín Letelier trató:

empeñosamente en los años de 1895 a 1897 de recoger en Chile algunas [tradiciones] relativas a los más importantes acontecimientos de la vida nacional. Con este propósito científico puse a contribución la buena voluntad de algunos amigos a quienes sus ocupaciones mantenían en contacto con la porción más indocta del pueblo; y ¡cosa singular! no encontraron recuerdo alguno, pero absolutamente ni uno solo relativo a la conquista de Chile por Pedro de Valdivia y sus compañeros. Al cabo de tres siglos de una vida tan monótona como la del coloniaje, parece haber desaparecido de la memoria del pueblo hasta el último vestigio de aquella grande empresa de civilización y de guerra! (Letelier, 1900: 10).

Sin embargo, el historiador venezolano Mariano Picón Salas comprobó en la década de 1930 la consistencia del tiempo del pueblo y su tensión con el tiempo oficial en Intuición de Chile y otros ensayos en busca de una conciencia histórica:

[El] contraste entre la historia popular y la historia oficial hacen que el alma de Chile no pueda captarse inmediatamente […]. Bajo las sólidas estratas semejantes a las fuertes oligarquías que edificaron la plataforma del país —la Ley, el Orden, la Historia escrita— hay un pueblo inquieto que pugna también por hacer historia y que se agita sin forma ni reposo como un movido fuego central (Picón Salas, 1935: 17-28). [6]

El tiempo de la cultura popular, silenciado y sumergido tras el golpe militar de 1973, prosiguió su «curso intemporal, sujetos a sus propias leyes» (Góngora, 1980: 131).

La interpretación de la historia de Chile desde una perspectiva distinta al tiempo rectilíneo se convirtió en un tema de consideración tras las fracturas terroristas de la convivencia humana post 1973. En 1978, el artista Roberto Matta indicó que se hacía necesario empezar a contar la historia de Chile de verdad (Matta, 1978: 96). El tiempo occidental instaló en el siglo XX un imperativo de eficiencia lineal tecnocrática que, originalmente asociada a la guerra, terminó por influir en el conjunto de la sociedad con consecuencias totalitarias y deshumanizadoras. Así lo expresó, entre otros, el historiador Mario Góngora (1986). [7]

La posibilidad de una interpretación «otra» de la historia de Chile pasa hoy por un diálogo imprescindible con el sentido del tiempo de los pueblos indígenas, secuestrado sistemáticamente por el imaginario científico y nacional de raíz decimonónica. Esta reflexión la propuso Gabriela Mistral desde una reflexión que incluyó a los indígenas de todo el territorio y al mestizaje indoespañol (Figueroa et al., 2000; Faúndez, 2001; Miranda, 2008). En 1950 Pablo Neruda prosiguió esta reflexión con la invención poética e indígena de la historia de Chile y América en su Canto general. Éste emplazó el discurso científico y académico moderno de la historia (Neves, 2000). En 2010 el poeta mapuche Elicura Chihuailaf se preguntó con razón, apelando a la temporalidad ancestral de su tierra y de su gente:

¿Se puede construir culturalmente un país que entre asumir su identidad que le conmina a mirarse en el espejo de su hermosa morenidad (con todo lo que ello implica) opta por el eufemismo de la «modernidad» que le oferta —no diré le ofrece— una pretendida rubiedad?, me digo. […]. Voy y vengo desde un territorio en el que nuestra gente ha permanecido durante siglos sosteniendo una lucha por ternura, cada cual desde el lugar en que la causalidad lo ha situado. Mapu Ñuke es nuestra Madre Tierra, ella nos regala todo lo necesario para vivir, nos consideramos sus brotes / sus hijos e hijas como uno más entre los seres vivos. […]. En el círculo de la vida somos presente porque somos pasado, y solamente por ello somos futuro. No es posible escindirlo, no es posible el olvido. Olvidarse es perder la memoria del futuro, nos dicen (Chihuailaf, 2010: 16-17).

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Notas

[1] Especialista en Historia Cultural de América y Chile. Dr. Teología, Universidad de Salamanca, España.
[2] Departamento de Historia, Facultad de Humanidades.
[3] La tierra en Neruda es la experiencia indígena de la Pachamama, la «materia» en su sentido maternal, matriz de toda realidad (Carrasco, 1995: 19).
[4] «La materia para el chileno se revela en su poesía como algo sagrado a lo cual es preciso acercarse con recogimiento, y nunca es mera expresión de fuerzas reductibles sólo a fórmulas matemáticas como para europeos y norteamericanos» (Roa, 1997: 57-58).
[5] El futuro presidente de la República Aníbal Pinto le confesaba al historiador Miguel Luis Amunátegui el carácter frágil, arbitrario y costoso del proceso de modernización en Chile (Amunátegui, 1942: 357-358).
[6] Ese tiempo «otro» fue el que alcanzó una revelación alarmante para la elite y los sectores medios entre 1970 y 1973 (Guzmán, 1977).
[7] La Técnica se ha ido infiltrando muy lentamente en el medio chileno y con ella se infiltra, […], la «ideología de la Técnica», la creencia mágica en la omnipotencia de la racionalización o de la Técnica. […]. [En] los hechos ha invadido todos los campos, desde la Política hasta la Universidad, gracias a su fuerza intrínseca y a su alianza con las ideas de racionalización. Solamente en el breve período de 1970 a 1973 ha sido roto su predominio por una doctrina revolucionaria. […]. Esta tecnificación del mundo civil abre tremendos problemas en todas direcciones, tiene relación con problemas como la Tecnocracia, el Totalitarismo y la decadencia de los valores del humanismo, y con todas la angustias del momento (Góngora, 1986: 22-25). En el mismo sentido expresó el siquiatra Otto Dörr: Si pensamos por qué ha ocurrido el aumento de la patología mental y los cuadros depresivos, nos encontramos con este factor al que ya me refería, que es el de la occidentalización y modernidad [...]. A diferencia de Bolivia, Perú, la región del Amazonas [...], Chile ha sido un país muy occidentalizado [...]. Hay una crisis del humanismo en el país y un desarrollo unilateral hacia la producción y lo tecnológico. Eso ha arrasado con los bosques, con los lagos, con el aire [...]. Hemos ensuciado nuestro aire, porque tenemos sucio el espíritu (Dörr, 1996).

Notas de autor

[1] Especialista en Historia Cultural de América y Chile. Dr. Teología, Universidad de Salamanca, España.
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