Pasos hacia una descolonización de lo festivo
teps Towards Decolonizing the Celebratory
Passos em direção de uma descolonização do festivo
Pasos hacia una descolonización de lo festivo
Tabula Rasa, núm. 22, 2015
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 29 Septiembre 2014
Aprobación: 12 Enero 2015
Resumen: El presente artículo profundiza la comprensión de la colonialidad e intenta mostrar, a manera de hipótesis, un itinerario posible que recupere el sentido celebratorio de la vida, contenido en los procesos y las prácticas festivas actuales herederas del Horizonte Ancestral existentes en la Serranía Sagrada de los Urus, en Oruro, Bolivia. Nuestro relato surge desde nuestra propia experiencia festiva geopolítica y corpopolíticamente localizada. Nuestro argumento transita del momento colonial, en el que se produce la demonización de lo festivo, al momento Republicano en el que, junto con lo anterior, también se desarrolla la mercantilización de lo festivo. Enfatiza la colonialidad, desde lo demonizado como «idolatría» y lo mercantilizado como mercancía, desplegada por el proyecto de la modernidad/colonialidad.
Palabras clave: «Carnaval», descolonización, fiesta, dinámica festiva, demonización, mercantilización, Oruro-Bolivia.
Abstract: This paper delves into the understanding of coloniality and intends to prove, as a hypothesis, a potential itinerary that helps recover the celebratory sense of life, which is embedded in today’s feastful processes and practices, which were inherited from the Ancestral Horizon in the Sacred Uru Mountains, in Oruro, Bolivia. Our account arises from our own feastful geopolitically and corpo-politically-located festing experience. Our reasoning moves up from a colonial moment, where the demonization of the celebratory, to the Republican epoch when, besides demonization, there is also some commercialization of the celebratory. It emphasizes on coloniality, from what is demonized as «idolatry» and what is commercialized as a merchandise, deployed by the modernity/coloniality project.
Keywords: Carnival», de-colonization, celebration, celebratory dynamics, demonization, commercialization, Oruro-Bolivia.
Resumo: O presente artigo aprofunda a compreensão da colonialidade e busca demonstrar, como uma simples hipótese, um itinerário possível que permita recuperar o sentido comemorativo da vida, contido nos processos e nas práticas festivas atuais herdeiras do Horizonte Ancestral existente na Serra Sagrada dos Urus, em Oruro, na Bolívia. Nosso relato surge a partir da nossa própria experiência festiva geopolítica e corpo-politicamente localizada. Nosso argumento transita do momento colonial em que é produzida a demonização do festivo até o momento republicano que, junto com o primeiro, desenvolve a mercantilização do festivo. Enfatiza a colonialidade a partir do demonizado visto como «idolatria» e do mercantilizado como mercadoria, processos impulsionados pelo projeto da modernidade/colonialidade.
Palavras-chave: «carnaval», descolonização, festa, dinâmica festiva, demonização, mercantilização, Oruro-Bolívia.
Introducción
En un trabajo anterior (Romero, 2012a ; 2012b), en el proceso de orientar un itinerario posible y conscientes de que éste no podía ser el único, habíamos [2] sugerido tres modos de colonialidad de lo festivo: la demonización, la mercantilización y la patrimonialización. En la misma línea de aquel trabajo, tomando en cuenta la dinámica festiva en Oruro, [3] aquí intentamos reflexionar el proceso de colonialidad y, además de ampliar aquel argumento, intentamos trascender un poco más allá de la enunciación sugiriendo, a manera de hipótesis, algunas pistas para la descolonización de lo festivo. Sin embargo, por la limitación de espacio, problematizamos lo festivo desde la demonización y la mercantilización; el proceso de la patrimonialización como colonialidad lo hemos desarrollado en otro trabajo (Romero, 2014).
A partir de visualizar la demonización de lo festivo fuimos detectando la enajenación como un proceso de mayor especificidad. Esto sirvió para comprender con mejor detalle la transformación de las representaciones en los Andes. Por ello postulamos que, a partir de aquella enajenación, poco a poco, se fueron imponiendo nuevas representaciones desde la idea de «idolatría». Esta imposición, mientras iba transformando el sentido de los procesos y las prácticas celebratorias y las agrupaba en la idea de Idolatría, convertía aquellas representaciones en dispositivos para la dominación colonial.
También estamos planteando, a manera de hipótesis, la posibilidad de re-versión de aquel proceso a partir de un dispositivo descolonizador, que estamos denominando des-enajenación, necesario para orientar un movimiento que recupere aquel horizonte de sentido reproductor de la racionalidad de la vida, [4] presente todavía en el espacio celebratorio en torno a la Serranía Sagrada de los Urus.
En el segundo subtítulo, junto con la comprensión de la mercantilización de lo festivo, mostramos la enajenación de la reciprocidad para la vida. Esta práctica, que siempre ha estado contenida en las celebraciones rituales en los Andes, ha sido reproducida con su propia lógica en el espacio festivo de Oruro [5] y, al mismo tiempo que era enajenada por la mercantilización de lo festivo, fue reemplazada, en los últimos años, por el turismo/mercancía como «fiesta-espectáculo».
La identificación que hacemos de esta secuencia nos ha permitido aclarar la constitución del proceso de objetualización y mostrar algunas de sus etapas previas a la mercantilización de lo festivo. Pero además ha sido posible identificar su consecuencia depredadora por la invasión del sentido comercial, por una parte, dentro de la lógica de la fiesta como espectáculo turístico y, por otra, por la enajenación que produce del sentido festivo y de la racionalidad de la vida, como redistribución de los afectos.
Junto con lo anterior mostramos que, con la transformación de las representaciones y su consecuente enajenación, se produce el vaciamiento epistémico en la forma de vida de los pueblos andinos, desencadenado en la infravaloración de sus prácticas y su posterior abandono. Remarcamos que este proceso, constituido desde la racionalidad instrumental, preparó muy bien el terreno para la imposición de otras nociones de valor orientadas desde y hacia el mercado de consumo y contenidas en un patrón global de poder moderno/colonial.
En esta parte remarcamos la generalización de la economía monetaria, el consumo individual y la acumulación de capital, por encima de la reciprocidad y la redistribución, y también la fragmentación del espacio entre actores y espectadores. Finalmente postulamos, a manera de hipótesis y como posibilidad liberadora, la recuperación de los afectos y de los ciclos de reciprocidad y con base en estos la posibilidad de producir la des-mercantilización del disfrute y la descolonización de lo festivo.
De la demonización a la insurgencia
El proceso colonial ha producido un saqueo sistemático de las representaciones con las cuales los habitantes de Abya Yala/América [6] producían y reproducían la vida en las diferentes regiones. Estas acciones se ocuparon, entre otras cosas, de negar y enajenar cualquier actividad que fuera en contra del establecimiento de la dominación colonial. A partir de aquel proceso de enajenación se impuso por la fuerza la nueva nomenclatura con la que se iniciaría el vaciamiento epistémico y con esto la transformación de las representaciones de aquel mundo que era parte, además, de un horizonte de sentido distinto al del conquistador.
Fueron casi tres siglos en los que se enajenaron los procesos celebratorios, se transformaron sus nombres y se modificaron sus representaciones. Todo esto fue desplegado para la producción de una nueva idea de verdad [7] que sería impuesta a la población de aquellas tierras, las mismas que fueron apropiadas por los conquistadores. Una de las nociones fundamentales en aquella idea de verdad impuesta se desprendió de la política de extirpación de idolatrías. La denominación «idolatría» [8] sirvió para referirse a la generalidad de prácticas relacionadas con la cosmovisión de los pueblos andinos. En la crónica de Guamán Poma [9] (Poma de Ayala, 1980), ya se encuentra esta noción cuando se hace referencia a la forma de ritualidad con la que las poblaciones de aquel tiempo reproducían la vida en reciprocidad con la naturaleza y lo sobrenatural. Para referirse a este tipo de prácticas el cronista se refiere a «ceremonias idólatras» (Poma de Ayala, 1980 [1583-1615]: 168) y luego describe la manera integral y compleja de los procesos festivos desarrollados como acontecimiento fundamental para la reproducción de la vida.
En la crónica, aquellos procesos celebratorios están descritos a partir de un intento de relacionar el tiempo de los conquistadores y el tiempo de los Inkas. La periodización descrita es mensual e inicia en el mes de enero, como el tiempo de Cápac Raymi Caimi Killa y así relaciona cada mes con el denominativo de un acontecimiento importante. Por las características climáticas, la mayor producción de alimentos se iniciaba en marzo y con mayor abundancia en abril, mientras que en enero y febrero se daba la mayor escasez. Para tener una idea de cómo se describe una celebración festiva, hacemos referencia al Inca Raymi Quilla.
Abril. Inca Raymi Quilla: en este mes ofrecían unos carneros pintados a las dichas uacas ídolos dioses comunes que había en todo el reino y con ello tenían muchas ceremonias y el dicho Inga tenía muy grande fiesta; convidaba a los grandes señores y principales, y a los demás mandones y a los indios pobres y comían y cantaban y danzaban en la plaza pública en esta fiesta cantaba el cantar de los carneros —puca llama— y cantar de los ríos, aquel sonido que hacen estos son natural, propio cantar del Inga, como el carnero canta y dice —yn— muy gran rato con compás y con ello mucho convite y banquete y mucho vino yamur aca. Este mes está la comida madura y ansí comen y beben y se hartan la gente del reino a costa de Inga. Y este mes las aves del cielo y los ratones tienen que comer -todo el mes juegan los señores principales al juego de riui choca [tejo] al uayro de ynaca pichica, de hilancula, y de Challacochima, juegan otros juegos y regocijos tiene todo el reino en este mes de abril yncaraymi y se horadan las orejas en este mes todos los hauayncas como Cápac Inga, uaccha Ingas, con ello tienen gran fiesta entre ellos, y se convidan unos con otros así como rico como pobre (Poma de Ayala, 1980 [1583-1615]: 171).
Aunque al principio se introduce la noción de «ídolo», la descripción hace énfasis en el «ofrecimiento», en este caso, de carneros pintados para beneficio de las wak’as [10] y realizado en lugares rituales junto a ceremonias y fiesta. Continúa expresando que se convidaba comida y bebida, en general, a los señores y a los pobres; incluso menciona que las aves y los ratones son invitados a comer y junto con esto se refiere a juegos y regocijos.
Toda esta dinámica se desarrolla como parte de la gran fiesta en la que una de las acciones más importantes es invitar y lo que se invita, la comida y la bebida, se transforma en un elemento posibilitador de lo festivo. Por eso aquel «ofrecimiento de carneros» del que hace mención el cronista y que en realidad son llamas, no es otra cosa que el alimento periódico que se ofrece a las divinidades y que éstas las reciben como muestra de las relaciones de reciprocidad con los humanos y con la naturaleza.
Entonces, toda aquella dinámica que desplegaba sus propias formas de relacionamiento, en una primera dimensión, en el ritual con las divinidades; en una segunda dimensión, en lo productivo con el medioambiente y la naturaleza y en una tercera dimensión, entre seres humanos a nivel familiar y comunitario como momento político, se movía en la búsqueda de ciertos equilibrios para la vida. Las prácticas rituales y las otras tenían que ver con el flujo de la energía vital, a través del alimento para el cuerpo, como la comida, y para el espíritu, como la música y la danza.
Se trataba de una dinámica compleja difícil de comprender y menos en un contexto de dominación colonial. En esta circunstancia fue que surgieron, hasta imponerse, aquellas prácticas demonizadoras como la «extirpación de idolatrías», que fue motivo de una especie de «manual», escrito por Pablo José de Arriaga ([1621]-1919), quien describe en detalle sus contenidos, desarrollados en tres partes:
La primera. Qué Ídolos, y Huacas tienen los Indios, qué sacrificios, y fiestas las hazen, qué ministros y sacerdotes, abusos, y supersticiones tienen de su gentilidad e Idolatría el día de oy. La segunda las causas de no averse desarraygado entre los Indios, pues son Christianos, y hijos, y aun nietos de Padres Christianos, y los remedios para extirpar las raýzes deste mal. La tercera la práctica muy en particular, de cómo se a de hazer la visita para la Extirpación de estas Idolatrías (Arriaga, [1621]-1919: XXX-XXXI).
Sin embargo, esta idea de extirpación tiene su propio origen. Duviols (2003), en su «Procesos y Visitas de idolatrías. Cajatambo, siglo XVII», hace una referencia a los orígenes de la idea mencionada:
«Extirpar» es «arrancar», «desarraigar» y consiguientemente «suprimir». Este verbo se aplica, y se aplicaba, en particular a las malas yerbas, con las que eran comparadas las religiones paganas —andinas en nuestro caso—, junto con los comportamientos, rituales, dogmas y representaciones que les correspondían, y que la Iglesia quería desarraigar para poder sembrar y plantar luego en tierra despejada […] Según la teología cristiana, el ídolo (‘imagen’ en griego) es el producto de una creación, de una fabricación; y el acto de idolatría consiste en adorar ídolos, esto es dar a las criaturas de Dios el culto que solamente es debido a Dios mismo. El culto de las divinidades concebidas y el de los objetos fabricados por el hombre son idolátricos. Idolatría se usa a menudo como equivalente, aunque no sinónimo, de politeísmo, paganismo o gentilismo, porque estas palabras designan actitudes religiosas que implican la idolatría (Duviols, 2003: 22).
La referencia que se hace a «extirpar» como «desarraigar» o «suprimir», junto a la idea de «malas yerbas», pone en evidencia la necesidad colonial de reemplazar las representaciones locales relacionadas con su mundo espiritual. Aquellas, que estaban integradas con lo político, lo productivo y lo social, fueron reemplazadas por otras impuestas por la Iglesia Católica. Por esto era importante tener la «tierra despejada», para que la acción de «suprimir» se pudiera realizar con éxito hasta el punto de enajenar aquellas representaciones y lograr que los mismos «indios» se refirieran a sus propias prácticas como idolatría, como en el caso de Poma de Ayala. Por otra parte es importante aclarar el origen europeo de estas prácticas, utilizadas ya en la cristianización de cultos griegos y romanos en Europa, puesto en evidencia cuando se mencionaba el origen griego del término «idolatría».
Este primer momento de colonialidad, como demonización de lo festivo, enajenó y reemplazó todo un sistema de representaciones que hacían a la reproducción de la vida de aquellos pueblos y su nomenclatura fue reemplazada de manera forzada por la noción de «idolatría» a lo largo de tres siglos. Al mismo tiempo esta noción contenía una connotación de «pecado» y se relacionaba con el mundo «infernal», «maligno» de difícil asimilación, por su lógica dicotómica y antagónica, en la cosmovisión de los pueblos andinos. Es verdad que muchos de los rasgos y las prácticas locales se camuflaron, pero también es verdad que, con el transcurrir de los siglos, gran parte de las representaciones se fueron asimilando a las de los conquistadores.
Actualmente podemos decir que entre el Taki Onqoy del siglo XVI, [11] las sublevaciones indígenas de los siglos XVII, XVIII y XIX y la insurgencia festiva de fines del siglo XX y principios del XXI, [12] muchas de aquellas representaciones y prácticas han desaparecido o se han transformado, producto de aquella enajenación provocada por aquel proceso. Por esta razón las referencias de lo festivo, que actualmente están en las representaciones de gran parte de la población de las ciudades en Bolivia, tienen que ver con el «folklore», con el «turismo», con la «identidad» o con la «cultura popular» y en ningún caso con la insurgencia y la liberación. Esto es justamente porque aquel proceso de enajenación, provocado por la colonialidad como demonización festiva, ha sido desarrollado con el mayor de los éxitos.
Pero una vez clarificado este proceso, una vez identificado aquel dispositivo de colonialidad como demonización de lo festivo, fundado inicialmente en la enajenación, es importante iniciar un movimiento que lo tensione y vaya produciendo la des-enajenación, y se pueda recuperar el sentido liberador de lo festivo y desfetichizarlo del «folklore», del «turismo» de la «identidad» y de la «cultura popular».
Para esto un primer paso es poner en evidencia que el sustrato y fundamento de esta nomenclatura —que folkloriza, mercantiliza y sobretodo objetualiza— ha sido argumentada por la «ciencia» a partir del ego cogito, aunque previamente haya sido impuesta por el ego conquiro [13] en el proceso colonial. Pero no sólo eso; también hay que tomar en cuenta que aquella nomenclatura ha sido la que ha inundado nuestras representaciones de lo festivo con la noción de «idolatría». Además debemos darnos cuenta de que cada vez que se nombran aquellas prácticas como «folklore», «turismo», «identidad» o «cultura», seguimos «demonizando» y perdiendo el sentido liberador de nuestras prácticas festivas insurgentes.
Al tomar conciencia de que cada uno de nosotros está reproduciendo la práctica «extirpadora», como enajenación, fundada en el siglo XVI como «idolatría» por el régimen colonial y restituida como «folklore», «turismo», «identidad» y «cultura», por el régimen republicano, debemos darnos cuenta de que es nuestra propia subjetividad la que se está manifestando desde nuestro interior reproduciendo la colonialidad en nuestro mundo desde nosotros mismos.
Por ello pensamos que es necesario buscar la posibilidad de sensibilizarnos para producir nuestra propia transformación autoconsciente para recuperar los sentidos insurgentes y celebratorios de la vida y, por medio de éstos, producir movimientos distintos y así lograr activar, en nuestras subjetividades, el dispositivo de la desenajenación como proceso que recupere los sentidos extraviados y «ensucie», «contamine» aquella «tierra despejada» añorada por la colonialidad y la extirpación de idolatrías.
Esto implica algunos pasos. Por una parte trastocar la satanización, la discriminación y la racialización contenidas en la nomenclatura moderna/colonial impuesta en los Andes desde 1532. Pero en este proceso lo fundamental no es utilizar la lógica del colonizador, que es lo que se ha hecho hasta ahora. No es posible des-satanizarse con el velo de una virtud beata disfrazada; no se puede superar la discriminación discriminando lo propio y transitar la racialización produciendo nuestro propio «blanqueamiento» a costa de la reproducción del racismo hacia nosotros, como si la salida fuera «dar vuelta la tortilla». La des-enajenación implica la profundización de la ética de la vida. Esto significa recuperar nuestros «demonios», aquellos del mundo sobrenatural y también los del mundo de los humanos; ser y estar con ellos y reconocernos en lo que somos los discriminados y racializados de siempre, pero ya no en la sumisión y dominación, más bien mediante el empoderamiento y la liberación.
Por otra parte, es fundamental comprender la evidente secuencia de coyunturas surgida con el Taki Onqoy y desplegada después con las sublevaciones indígenas de los siglos XVII, XVIII, XIX y la insurgencia festiva de fines del siglo XX y principios del XXI en el espacio festivo de Oruro y tomar en cuenta su importancia para redireccionar el sentido hacia un horizonte histórico distinto que ha estado presente en los Andes en todas aquellas coyunturas y que, por el proceso de enajenación, en muchos casos, no hemos podido verlos.
Junto con esto es también importante apropiarnos del sentido liberador de estas coyunturas y, al mismo tiempo, alimentar por medio de éste los procesos y las prácticas actuales. Finalmente, por ejemplo, para el caso de la ciudad de Oruro, revertir la noción de fiesta como «Carnaval» colonial encubridor, haciendo evidente la dinámica festiva y sus múltiples movimientos como insurgencia festiva descolonizadora.
De la mercantilización del espectáculo a la redistribución de los afectos
Como en el anterior subtítulo, para ilustrar algunos pasos posibles que ayuden a transitar de la mercantilización del espectáculo hacia la redistribución de los afectos, nuestra reflexión se sitúa en el espacio festivo desplegado en la ciudad de Oruro, pero alimentado por las celebraciones rituales de las comunidades de los descendientes de Urus, Soras y Kasayas en la Serranía Sagrada de los Urus. La dinámica festiva en Oruro, que fue encubierta como «Carnaval», [14] además de haber sido objeto de un proceso de demonización durante siglos, como se mostró en el subtítulo anterior, también ha sido sometida a dispositivos de mercantilización. En este subtítulo nos ocupamos de hacer evidente este proceso y al mismo tiempo planteamos algunas posibilidades de salida de este modo de colonialidad.
Las primeras referencias escritas de la dinámica festiva en Oruro en el tiempo de la república datan del siglo XIX. El 11 de febrero de 1893, a propósito de los días de «Carnaval», se decía: «esta tarde tienen costumbre la gente plebe y los mineros hacer su entrada organizando comparsas de baile de distintas clases, celebrando la festividad de la Virgen del socavón» (Cajías de la Vega, 2011: 15). Ya para inicios del siglo XX, en el periódico La Evolución del 23 de febrero de 1901, se mencionaba que: «en las fiestas de Carnaval el pueblo obrero se ha divertido a su satisfacción y como de costumbre, con los tradicionales danzantes y las estupendas ch’allas» (citado en Cajías de la Vega, 2011).
Estas referencias que aluden a la población subalterna como «gente plebe», «mineros», «pueblo obrero», entre otros, son algunos denominativos para aquella población que según la fuente celebraban el «carnaval». Se trataba de personas que, teniendo origen indígena, se había asentado en la ciudad y había transformado sus actividades productivas para insertarse en el potencial económico de la ciudad. Sin embargo, aquella población que no era o no quería ser considerada subalterna tenía sus propias actividades emulando aquellas desarrolladas en Europa, como referentes de aquella época. Entonces, aquella dinámica festiva desplegada años más tarde haría visible sus propias contradicciones. Para el año 1918 se contaba que:
El domingo de Carnaval la entrada era encabezada por las principales autoridades. Detrás venían las comparsas integradas por jóvenes damitas de distinguidas familias. Lucían elegantes disfraces. Las comparsas de «bailes populares», conforme al Art. 13 de la Ordenanza Municipal, estaban prohibidas de ingresar a la Plaza «10 de febrero» bajo amenaza de pagar fuerte multa. Los «diablos» que eran pobres realmente en esos días, no eran tomados en cuenta en la fiesta del dios Momo. Pertenecían a los conjuntos danzantes como los «incas», que bailaban en una festividad de carácter religioso, para la Virgen de la Candelaria (Fajardo, 1989: 19-20).
Este ambiente, contradictorio, discriminador y racista, desde su propia dinámica, fue generando ciertas transformaciones y cada vez mayor expectativa en la población local de la ciudad. Posteriormente, con la invasión a los espacios festivo-rituales de los «indios» por alguna población citadina, en el año 1944, [15] se produjo un acontecimiento que inició un proceso de transformación. Pero fue recién durante las últimas tres décadas del siglo XX que se generó el proceso acelerado de des-indianización de lo festivo. Se trataría de una especie de «blanqueamiento» de aquella «fiesta de indios» que formaría parte de los procesos de nacionalización, [16] como estrategia de homogenización de lo diferente.
Aquel «blanqueamiento», a manera de «limpieza», había generado las condiciones iniciales para la introducción al mercado, todavía marginal, del producto: «Carnaval de Oruro». Fue en los últimos años de la década de los setenta que, en pequeña escala, se consolidó la colonialidad como mercantilización de lo festivo y ésta se aceleraría progresivamente hasta terminar el siglo XX y durante la primera década del siglo XXI.
Aquellas celebraciones rituales, todavía presentes en la dinámica festiva de Oruro, de ser prácticas discriminadas, racializadas y rechazadas por una caricatura de aristocracia urbana, fueron «maquilladas» e incorporadas en una idea colonial de «Carnaval». [17] Ésta sirvió para convertir una marginal «fiesta de indios» en el hecho festivo más comercializado del país y así se produjo un proceso de transformación acelerado, en el que la complejidad de lo festivo fue objeto de disección, fragmentación, selección y elitización. Actualmente el resultado final de este proceso se lo nombra con el adjetivo universalizado de: «paquete turístico».
Por otra parte esta misma dinámica y sus transformaciones acompañaron, a su modo, los procesos políticos y la movilidad social en el país. [18] Entonces aquella pequeña fiesta patronal, curiosamente «adosada» a las fechas movibles del «Carnaval» en Oruro y «contaminada» con prácticas ancestrales contenía un sentido insurgente. Desde la lógica de la celebración de la primera cosecha, la Anata reproducía un sentido festivo orientado por la racionalidad de la vida, que era protagonizada exclusivamente por personas pertenecientes a los gremios de la ciudad, denominadas «la plebe». Este espacio poco a poco fue siendo invadido por algunos jóvenes «aventureros» pertenecientes a familias consideradas de «clase alta» y con prácticas afines al modo de vida aristocrático de las grandes ciudades.
Como se puso en evidencia, en el año 1944 con la recolocación de algunos círculos sociales y la organización de dos nuevas diabladas, se marcó un momento importante en la dinámica festiva de Oruro. Se trataba de un tiempo post Guerra del Chaco y pre Revolución Nacional [19] que, como acontecimiento político, produjo ciertas transformaciones importantes en Bolivia y en la mentalidad de sus habitantes.
Aquellas transformaciones conectadas con aquel acontecimiento fundacional para la «Nación boliviana», la Guerra del Chaco, cobrarían mayor relevancia en la década de los años setenta. En esta década, de forma irreverente hacia las prácticas rituales andinas y hacia la estructura patriarcal moderna/colonial, con la presencia del primer bloque femenino en la denominada por aquellos años «Morenada Central Oruro», [20] se impuso la presencia masiva de la mujer. Esta participación activa en la danza, en pocos años, transformó el canon estético dominante y los sentidos de lo festivo, presentes hasta aquel momento en Bolivia y en los países vecinos. Éste fue un momento liberal, presente en todo su sentido ideológico, en la dinámica festiva de Oruro.
Al terminar los años setenta, la dinámica festiva se había complejizado aún más; nuevas danzas inyectaron otros sentidos. Ya no eran solamente los «indios urbanos», «reprimidos», racializados y discriminados, que mostraban su persistencia tozuda por reproducir sus prácticas en unos pocos y reducidos conjuntos. En ese tiempo, las «clases medias» urbanas se mostraban en algunas diabladas y las mujeres de forma masiva en morenadas y diabladas, pero también los jóvenes universitarios habían creado nuevas danzas afines a sus representaciones culturales y políticas. Awatiris, Caporales y Tinkus hacían evidente un nuevo entramado político que se reproducía en la dinámica festiva de Oruro.
Con todo esto, la representación de la «nación» en lo festivo se hacía cada vez más evidente; la dinámica ya no era solamente local. De año en año, en las últimas décadas del siglo XX se había forjado una especie de «turismo nacional» que a falta de la existencia de la televisión había sido convocado sostenido y difundido por los vínculos familiares de los orureños. Mediante aquellas redes familiares en las que los lazos de afecto y fraternidad servían como movilizadores para la vida, se había iniciado un proceso que sería tomado luego por empresas especializadas y así se iniciaría una escalada sin retorno de la mercantilización de lo festivo.
No existían reglamentos ni mecanismos de control, todo era espontáneo. Los vecinos de cada cuadra por la que pasaba la «entrada del Carnaval» se organizaban para adornarla; era una especie de competencia. Así, todo el recorrido quedaba muy bien decorado con arte y «arquitectura» efímera. En este contexto, poco a poco empezaron a aparecer pasacalles con propagandas de productos, entre los que sobresalían los de bebidas y, en pocos años, la «Cervecería Boliviana Nacional» con su producto «Paceña» acaparó estos espacios y los vecinos nunca más se ocuparon de producir su propio arte y arquitectura efímera.
Fue también en la década de los setenta cuando se inició la venta de metros lineales para tener el derecho sobre un determinado espacio en la acera de una de las calles por las que pasaba aquella «entrada». Antes de esto eran los vecinos de las casas adyacentes que ponían unas cuantas sillas y con eso bastaba para la demanda de espectadores, que generalmente era la familia local, los amigos y parte de la familia extendida que llegaba de otras ciudades para «los carnavales».
Pero en pocos años esto no fue suficiente, aunque la lógica en aquellas décadas (setenta, ochenta) todavía era familiar, la presencia de espectadores fue creciendo. El incremento sostenido de parientes y más amigos obligó a las mismas familias a construir graderías. Se trataba de esfuerzos de familias de clase media, para poder acoger a más personas con las cuales se compartía aquel ambiente que todavía era familiar. Era como una gran convivencia del barrio en la que los vecinos compartían entre ellos, se invitaban tragos y comidas y conocían a los parientes que llegaron y se conocían entre los parientes de los vecinos. Al ritmo de diabladas y morenadas, los afectos desbordados se multiplicaban en el ambiente festivo.
Sin embargo, al terminar aquella década y en el inicio de los años ochenta, cada «asiento» (espacio individual para sentarse en la gradería) empezó a tener valor comercial. Fue el inicio de la presencia de los mercaderes de siempre, quienes, en pequeña escala y con mentalidad provinciana en aquel inicio, desarrollaron un proceso que actualmente parecería no tener retorno. Con esto se profundizó el vaciamiento epistémico desarrollado en el momento colonial siglos atrás.
La noción de «sponsor» empezó a tener vigencia entre los organizadores de la «Entrada del Carnaval», y la «Cervecería Boliviana Nacional», con la imagen de «Paceña», empezó a monopolizar el paisaje visual de la «entrada». Actualmente nadie sabe cuánto pagan o cuánto cobran por ello, pero ya son cerca de cuarenta años que aquella imagen de «Paceña» es parte de la dinámica festiva y, obviamente, ésta es la bebida que más se consume durante el desarrollo de la «entrada». Así la racionalidad de la vida fue anulada por la racionalidad instrumental contenida en la lógica del mercado capitalista.
Toda esta circunstancia, de monopolio comercial, puso en evidencia la incapacidad del Estado de apropiarse de los símbolos de la «nación» producidos como «folklore», mientras que por la sagacidad de los mercaderes del «turismo» y la «cultura» se manipuló aquel imaginario para su beneficio. Aquellos son los que se apoderan de la mentalidad y de los intereses «provincianos» de la población y también son los responsables de la organización de la «Entrada de los conjuntos», [21] que hasta la fecha disputan con el Estado la organización del evento para beneficio de aquella transnacional de la cerveza. En los últimos años nuevos actores compiten por cooptar lo festivo; se trata de las transnacionales de telefonía móvil y telecomunicaciones.
En corto tiempo estas transnacionales de telefonía inyectaron un nuevo modo de apropiarse del espacio festivo, mucho más agresivo. Lo que la mentalidad provinciana de los organizadores no pudo hacer, lo hizo la racionalidad instrumental del marketing, de la mercadotecnia y del monopolio transnacional. Y en concordancia con el patrón de poder dominante de la modernidad/colonialidad, en pocos años, no más de cuatro, transformaron el escenario de la plaza principal de la ciudad, en función de sus intereses.
Estos «mercaderes de la fiesta» consolidaron la separación del espacio entre actores y espectadores. Ampliaron las dimensiones de este último, por ser el que genera la ganancia, dieron «mejores» niveles de «confort» a los espectadores e invadieron la zona para la danza. Invirtieron mayores recursos en sistemas de seguridad y control y modificaron la dinámica festiva producida por jóvenes de todo el país que saturaban las antiguas graderías de la ACFO y, al mismo tiempo, compartían danza y regocijo con los danzarines. Aquella nueva infraestructura impidió que esta dinámica se siguiera reproduciendo del mismo modo.
Aquella intervención de las corporaciones produjo la enajenación del sentido festivo de la «entrada» y se impuso un sentido comercial. Se produjo un objeto turístico y con esto transformaron un espacio de convivencia festiva, con altos niveles de disfrute compartido, en un «espacio vacío» en el que quien se ocupa de elevar el nivel de expectativa y euforia, reemplazando a las danzas locales, es un disc jockey, que hace de animador y motiva al público con música descontextualizada, aquella que se escucha en las discotecas de moda.
Todas estas transformaciones producidas por la modificación en el espacio de la danza influyeron también en la transformación de las prácticas entre los danzarines. Con la introducción de la mercantilización de lo festivo se había quebrado algo en la dinámica festiva de Oruro. Aquello que hasta la década de los ochenta todavía se compartía de manera masiva estaba desapareciendo.
Aquellas prácticas celebratorias ancestrales, que relataba Huamán Poma haciendo énfasis en el compartir de la comida y la bebida, estaban también presentes en la dinámica festiva de Oruro. En los momentos previos al inicio de la «entrada» y luego de la llegada al Templo del Socavón, los danzarines se ocupaban de compartir su comida y bebida entre ellos, entre «morenos», «inkas», «kullawas», «diablos» y «llameros», se abrazaban, compartían aguardiente y merienda y expresaban sus mejores deseos entre ellos, para su gremio y los otros gremios. Toda esta forma de compartir afectos para la reproducción de la vida, con la transformación de la fiesta en espectáculo como mercantilización festiva, estaba desapareciendo.
Aquellos eran los momentos de «convite», que de alguna manera todavía estaban presentes cuando nos tocó ser parte de la dinámica festiva en la diablada. Llegar con el cansancio al Templo, suspenderse la careta de varios kilos de peso, luego de una experiencia personal y colectiva única, más allá de la afinidad institucional con lo católico, se generaba una atmósfera espiritual profunda e inmensa en la que uno necesitaba abrazar y ser abrazado y compartir los afectos y los buenos deseos, para luego, compartir la comida y la bebida y al mismo tiempo hidratar el cuerpo y alimentarlo.
La danza-ritual provocaba una catarsis difícil de explicar y no era por el espectáculo, no era por la mirada del público, era una euforia colectiva que movilizaba el espíritu al ritmo cadencioso y ensordecedor de las bandas, que nos colocaba en otra dimensión donde lo espiritual y lo festivo hacían evidente la necesidad de hacerse parte de la danza ritual colectiva, en la que la racionalidad instrumental era borrada por otra racionalidad, la de los afectos y del compartir.
Sin embargo, la colonialidad como mercantilización de lo festivo, poco a poco, se apropió también del espacio de los danzarines. Éste fue siendo invadido por la subjetividad de personas motivadas más por la imagen y su exteriorización en el espectáculo que por la exteriorización de sus afectos. Actualmente aquellos abrazos y convites al llegar al templo han sido reducidos en alto grado.
Ahora las relaciones de reciprocidad, fundamentales para reproducir la danza-ritual en cada conjunto, han sido reemplazadas por relaciones monetarias movilizadas por el contrato. Esto ha producido una serie de transiciones. Por ejemplo, la organización de cada conjunto, que antes recaía en la familia del pasante, ha sido reemplazada por un «directorio», y el compartir en comunidad, como una acción que diluye al individuo en el movimiento colectivo del grupo y que era la motivación principal por la danza, ha sido reemplazada por una catarsis que exalta la corporalidad individual y la proyecta en un sentido de figuración que muestra a un individuo que intenta sobresalir por encima del grupo, trascendiendo y anulando el sentido de la comunidad gremial que los acogió.
Este dispositivo de colonialidad, que ha transformado en mercancía aquel impulso por dar, recibir y devolver y ha condenado los afectos y los convites al olvido, es difícil ponerlo en evidencia entre los participantes actuales de la fiesta, que se sienten «estrellas» de un reality imaginario por el solo hecho de, como dicen ellos, «bailar en el Carnaval de Oruro».
Entonces, para trascender la mercantilización de lo festivo es fundamental un acto de reflexión y de autoconciencia que sirva para sensibilizar en la posibilidad de recuperación de los afectos y los ciclos de reciprocidad con la naturaleza, con los seres sobrenaturales y con nuestros semejantes, los humanos. Esta reflexión debería generar un proceso de recuperación de aquellos sentimientos de amor y de afecto en el proceso festivo.
Un itinerario posible para producir esta reflexión y autoconciencia puede delinearse a partir de 1) la comprensión de la distinción entre dinámica festiva y «Carnaval», 2) visualizar las tensiones contenidas en la dinámica festiva, entre Anata y carnaval y entre los horizontes de sentido contenidos en cada uno de estos componentes y 3) discernir la importancia política actual a nivel global de la reproducción de uno o de otro de los sentidos contenidos en cada uno de estos horizontes.
Más allá de que este itinerario sea el correcto o no, lo que se intenta delinear aquí es alguna posibilidad inicial para revertir aquella evidente mercantilización de lo festivo como espectáculo. Si esta reversión tuviera alguna probabilidad de ser parte de la dinámica festiva, aquel itinerario podría situarnos en un nuevo contexto de redistribución de los afectos y ésta sería una nueva alternativa posible para la des-mercantilización y su consecuencia: la descolonización.
Conclusiones
Estas dos ideas expuestas contienen un argumento que puede permitirnos iniciar un proceso para des-objetualizar la fiesta y recomponerla como dinámica festiva. Ésta es contenedora de una serie de tensiones que deberán primero ser detectadas en sus sentidos coloniales o descolonizadores presentes, y posteriormente hacerlas evidentes.
Por lo anterior afirmamos que la demonización festiva ha servido para enajenar, de la subjetividad de la población de los Andes bolivianos, el sentido festivo-ritual de reproducción de la vida. Si bien este sentido todavía está presente, por el proceso de enajenación aparece encubierto e invisibilizado, esto es, enajenado por otras representaciones que encubren aquellos procesos celebratorios ancestrales reproducidos hasta ahora. Este sentido colonial de transformación de aquellos procesos ha reemplazado aquellas representaciones por otras, satanizadas, inferiorizadas y racializadas.
En el mismo sentido anterior podemos afirmar que la mercantilización festiva, como colonialidad, ha anulado el intercambio y la redistribución de los afectos y ha reemplazado sus prácticas por relaciones monetarias y de contrato, contenidas en la idea de espectáculo, y por medio de ésta imponen referentes de oferta y demanda por encima de los de reciprocidad.
Si bien, en esta reflexión, la demonización de los procesos celebratorios y la mercantilización del espectáculo han sido detectados y enunciados como dispositivos para la colonialidad festiva; la modernidad/colonialidad y su particular «cualidad» encubridora hace que el proceso de dominación colonial se reacomode y se reconstituya en cada momento. Por esto, una tarea fundamental para la descolonización en general, y para la descolonización de lo festivo en particular, es detectar y enunciar, de manera continua y constante otros posibles dispositivos encubiertos.
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Notas
La expresión ontológica cartesiana (ego cogito) del siglo XVII fue anticipada por el ego conquiro, o aún más políticamente ego domino al Otro, al indio. El europeo, blanco, macho, posesor rápidamente de riquezas obtenidas por el dominio sobre indios y esclavos africanos, culto en las «ciudades letradas», hizo presente en la periferia colonial primero, pero posteriormente en el interior de la misma Europa la auto-comprensión de ser el «Señor»: dominus es el que manda en «la casa» (domus). El mundo comenzó a ser el hogar dominado por el europeo que durará todavía tres siglos, hasta la revolución industrial a fines del siglo XVIII, para doblegar igualmente al Asia (Dussel, 2008: 22).
Notas de autor