Historia a medias e historias medias: imaginarios de lo pueblerino en el contexto de juicios al terrorismo de Estado
Half history and middle stories: village-like imaginaries in the context of State terrorism on trial
História pela metade e histórias médias: imaginários do provinciano no contexto de juízos ao terrirosmo de Estado
Historia a medias e historias medias: imaginarios de lo pueblerino en el contexto de juicios al terrorismo de Estado
Tabula Rasa, núm. 24, 2016
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Resumen: El propósito de este trabajo antropológico es presentar una situación en que la Historia «llega» a ciudades medias del centro de la provincia de Buenos Aires, Argentina. Se toman como caso juicios al terrorismo de Estado y hechos de relevancia nacional vinculados con la defensa de los derechos humanos. Lo hacemos desde el concepto de imaginarios identitarios urbanos, por los cuales adquiere importancia el análisis de cómo «la ciudad toda» vive esos acontecimientos, en los que se contrasta la Historia centralizada en la metrópolis y la historia local, en la que parece preponderar una imagen de «quietud», «donde nunca pasa (ni pasó) nada». Avanzamos en la postulación de «lo pueblerino» como eje dentro de la dialéctica entre lo rural y lo urbano y la implicancia de actores y analistas «nativos», ante la posibilidad de problematizar tanto la Historia a medias cuanto sus propias historias medias.
Palabras clave: Historia, ciudad media, derechos humanos, campo y ciudad, pueblerino.
Abstract: This anthropological work aims to present an instance where History “reaches” towns in inland province of Buenos Aires, Argentina. Trials on State terrorism and human-right events of national trascendence are examined as case studies. We look into this by using the notion of urban identity imaginaries through which the analysis on how “the whole city” experiences those events becomes important. It is in these urban identity imaginaries where we can observe a contrast between metropoli-centralized History and local history, where an image of “quieteness” seems to be prevailing, so that it seems “never ever happens (or happened)”. We move forward to pose “the provincial” as a hub within urban-rural dialectics, and the involvement of “native” actors and observers, at the prospect of bringing into question both half-done History and their own middle histories.
Keywords: History, inland towns, human rights, countryside vs, city, provincial.
Resumo: O propósito do presente trabalho antropológico é apresentar uma situação em que a História chega a cidades pequenas do centro da Província de Buenos Aires, na Argentina. Estudam-se os juízos ao terrorismo de Estado e alguns fatos de importância nacional relacionados com a defesa dos direitos humanos. Constrói-se a partir do conceito de imaginários identitários urbanos, que tem relevância na análise de como a «cidade toda» vivencia eventos nos quais se contrasta a História centralizada na metrópole com a história local, em que parece ter presencia a imagem da «quietude», «onde nunca passa (nem passou) nada». Argumenta-se que «o provinciano» age como eixo da dialética entre o rural e o urbano e do debate de atores analistas «nativos» perante a possibilidade de problematizar tanto a História pela metade como suas próprias histórias médias.
Palavras-chave: história, cidade de médio porte, direitos humanos, campo e cidade, provinciano.
Los argentinos estamos aprendiendo la verdadera historia (Osvaldo Bayer). [4]
Que más le queda a esta tierra, que va perdiendo su historia (Ignacio Hurban). [5]
Introducción
El propósito de este trabajo antropológico es presentar una situación en que la Historia «llega» a ciudades medias del centro de la provincia de Buenos Aires, Argentina, y provoca en «la ciudad toda» la conciencia —dentro del imaginario identitario— de haber compartido, en realidad, una historia a medias durante las últimas cuatro décadas. Se toman como casos hechos de relevancia nacional vinculados con la defensa de los derechos humanos, en particular el juicio por crímenes de lesa humanidad en el centro clandestino de detención Monte Pelloni y la recuperación del nieto 114 por parte de Abuelas de Plaza de Mayo, en la ciudad de Olavarría [6] .
La Historia llega a la ciudad media
En marzo de 2012 había culminado el juicio por el secuestro y asesinato —durante la última dictadura— de Carlos Moreno, abogado de los obreros ceramistas de la empresa Loma Negra, de Olavarría, realizado en el centro de la ciudad de Tandil, en el aula magna de la Universidad del Centro de la Provincia de Buenos Aires, con condenas a militares y cómplices civiles. La repercusión en la región se alimentaría con el juicio por los crímenes cometidos en el centro clandestino Monte Pelloni, del partido de Olavarría, también realizado en la UNICEN, esta vez en su campus, en la Facultad de Ciencias Sociales, en septiembre de 2014. Pero apenas un mes antes de iniciarse aquel apareció en Olavarría el nieto número 114 recuperado por las Abuelas de Plaza de Mayo. No era un nieto más para la ciudad.
«La presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo y una de las mayores exponentes de la lucha por los derechos humanos, Estela de Carlotto, recuperó a su nieto, Guido, tras una incansable lucha de más de 35 años. Se trata del hijo de Laura, la hija desaparecida de la titular de Abuelas, quien dio a luz cuando estaba en cautiverio en el centro clandestino ‘La Cacha’ durante la última dictadura militar y luego fue asesinada. El nieto de Estela de Carlotto nació el 26 de junio de 1978 en el Hospital Militar, y fue bautizado Guido, como su abuelo. Laura Carlotto fue asesinada el 25 de agosto de 1978 y nunca más se supo nada de su hijo, hasta ahora. Hoy, el nieto de Estela tiene 36 años, está casado, vive en Olavarría y es músico». (Diario El Popular, 5 de agosto de 2014, Olavarría)
Para las primeras planas de medios masivos nacionales, esto es, metropolitanos y hegemónicos, la noticia adquirió impacto de agenda notoria. Y para los olavarrienses, que mayormente consumen comunicacionalmente esos mismos medios, les había llegado, una vez más, la Historia, con mayúsculas, ese preconcepto de algo que acontece siempre lejos, es céntrico y, en el fondo, no es «nuestro», sino de otros (lugares y personajes) más importantes. Esta serie de supuestos los eslabonamos a partir de nuestras investigaciones y de nuestra pregunta central sobre cómo es vivida la ciudad, además de cómo se vive en ella. Porque «la ciudad» estuvo implicada en los hechos, como lugar de esos hechos y en las representaciones de los hechos, que derivaban en significación política, jurídica, institucional pero, mucho más intensamente simbólica, afectiva, y anclando en la identidad de ella misma y de sus actores.
Hablamos de «llegada» de la Historia a la ciudad porque la cuestión de los desaparecidos siempre fue de dimensión nacional, en tanto los desaparecidos de Olavarría nunca habían dejado de ser locales y, en rigor, menos que locales: de unos pocos en la ciudad. El nieto recuperado tuvo, en cambio, impacto nacional.
El festival de necedades movileras reproducido desde los medios televisivos metropolitanos se nutrió de expresiones como «esta es la casa de Guido, como vemos, en medio del caaaampo», «los vecinos dicen que sus padres adoptivos es gente tranquila y trabajadora, porque es gente de este lugar, como lo que se ve, donde sieeempre parece pasar lo mismo, todo parece tranquilo», «el nieto de Carlotto se crio en esto, en el campo, alejado de la gran ciudad». Y no faltó quien arriesgara una nota de misterio: «parece que no sería el único caso, hay otro nieto por aquí, dicen, al que llaman, como en el campo, ‘empanada’, porque es igualito…» [7] . «Una familia de nivel primario crió en el campo a este nieto de Carlotto», completó otro de los medios nacionales.
Un valioso contrapeso se reflejaría con densidad de estilo y compromiso en las crónicas de Silvana Melo y Claudia Rafael en medios locales y nacionales:
«Cuando el 5 de agosto otro mundo cayó sobre su cabeza, Ignacio Hurban supo que jamás volvería a ser el mismo […] Nunca sería quien fue, como jamás la ciudad volvería a ser la misma. Con sus máscaras sociales desenmascaradas por fin, corridos sus velos, desnudada su lencería. Impúdica la ciudad con sus vergüenzas a la vista. Con la justicia pisándole los talones, como nunca imaginó que sucedería. Aunque tantos están muertos o enfermos. Pero Ignacio/Guido está vivo. Es joven. Y acaba de saber, por fin, quién es. Tal vez la ciudad también comience a saberlo». [8]
¿Capital de… (el nieto y el juicio)?
Como muchas en su rango, el imaginario identitario de la ciudad de Olavarría contenía el emblema de ser «la ciudad del trabajo», «la capital del cemento», «la capital del turismo de carretera [por las carreras de automovilismo en rutas abiertas]», «la capital de la salud de la región» (Boggi, 2005; Galarza y Gravano, 2012). Dentro de ese contexto, lo que expondremos a continuación son registros propios y del equipo de investigación de la unidad académica donde se desarrolló el juicio, con el propósito de obtener la representación del impacto del acontecimiento en los habitantes de la ciudad y los actores institucionales.
«¿Vio, Ariel? ¡Tenemos nieto! ». El profesor no acababa de llegar a Olavarría y así era recibido por Mabel, la señora que le alquila su hospedaje, mientras imaginaba (no sin malicia porteña) «falta que ahora sea capital del nieto», y se confundió con ella en un abrazo sentido, mientras escuchaba: «qué cosas horribles han hecho con esos bebés, uno se da cuenta porque ahora está cerca uno de ellos…». Y el profesor, avergonzado de su irónica imaginación, sintió que rebobinaba parte de su propia historia y generación, la de los padres de Ignacio, y se preguntó si esas cosas horribles las había vivido Mabel o eran parte de su presente. Y se respondió: lo que vale es lo segundo.
El profesor (que en Olavarría era porteño [9] ) fue a la Facultad y se encontró con la atmosfera del pre-Juicio: bullir de estudiantes militantes, con los ojos encendidos por estar viviendo algo trascendente, más abiertos que en sus clases (bueno, eso no era sorprendente). Se estaba preparando el Juicio por Monte Pelloni (¡allí, donde él daba clases! como se lo había contado, ufano, a su peluquero porteño, que no sabía qué se conmemoraba los 24 de marzo y se olvidaría muy pronto de ese relato inocuo), y no se le ocurrió revivir el sintagma tópico de la identidad olavarriense, «capital del juicio», aunque fantaseó con que a esos estudiantes entusiastas se les podría haber ocurrido pensarlo. Tecleó su ingreso en el reloj de la Facultad y los pasillos abrieron su pésima acústica, esta vez eficaz para escuchar: «¿Viste el circo? Es todo show, todo, falta el cotillón, remeritas, música, va a haber festival, ¿qué juicio ni juicio? un circo, es un circo».
En esos días de iniciada primavera en Olavarría fue inevitable hacerse eco de ambos temas de conversación cotidiana y con sentidos muy distintos, aunque la del nieto se subió al podio del consenso más que el juicio.
«Todos en Olavarría nos acordamos de lo que estábamos haciendo [en el momento] cuando se conoció lo de Ignacio Guido; en toda la ciudad no se dejaba de tocar el tema», expresó una graduada. Era común escuchar la narrativa del intercambio de cómo cada quien se fue enterando. Las redes mediáticas fueron lo más señalado como canal, aunque automáticamente se encarnaban en la verdadera red «social» de los vínculos primarios. Más que leída, la ciudad podía ser escuchada. Y un entramado de significados comenzó a tejerse de distintos colores y texturas, en retazos que iban desde el asentimiento hasta la exasperación.
Aquel 5 de agosto una colega [10] entraba a su habitual peluquería, todavía sacudida por la noticia de Ignacio (al que conocía como espectadora de su música), sin poder evitar tirarle el lazo a Pierre, mientras éste la hacía sentar con el consabido «¿qué corte hacemos, negrita?» y ella respondía como siempre: «lo de siempre».
«¿¡Viste!? ¿¡Te enteraste!?», preguntó ella, con ansiedad, y escuchó:
«See, la pegó ahora Ignacio, sí que se va a ir para arriba, le van a salir conciertos por todos lados, millones va a cobrar». Y terminó el corte, dejando a la colega masticando su «silencio furioso», como ella misma registró.
Otra colega, estudiante [11] , caminaba por las calles de la ciudad, tratando de registrar cómo se vivían ambos acontecimientos. Parte de lo que sus oídos y su grabador (ostensiblemente mostrado) registraron del sexagenario comerciante entrevistado en la vereda casi la paraliza:
«¿Estos? los que están enjuiciando, están presos por portación de apellido y por ser militares». Y se preguntó «¿alguien dice que Ferreyra [uno de los posteriormente condenados a perpetua] está preso porque ‘me agarró a mí, me violó, me tocó el culo o me pegó’? Nadie. En Olavarría nos conocemos todos. [Los militares] no le erraron a nadie, a los que agarraron [e hicieron desaparecer o mataron] algo tenían que ver». Respecto del nieto recuperado, también se preguntó: «¿Cómo apareció este cristiano acá? No sé… Acá nunca vimos nada… Pero lo raro es que cuando estabas por tener familia no te mataran a vos y al nene, ¿no? Si estás embarazada, te limpio [te mato], con embarazo y todo», poniendo —con la indexicalidad de su discurso— a la estupefacta entrevistadora en el papel de víctima.
Y entre los recuerdos propios parece escucharse la voz afligida de aquel empresario indignado, acompañado de su vaso de whisky, allá por los días en que el ex-sargento Omar Ferreyra fuera descubierto por sobrevivientes de Monte Pelloni a raíz de su nombramiento como funcionario municipal: «y ahí están los idiotas de siempre persiguiendo al pobre Pájaro [apodo de Ferreyra] después de tantos años».
La ciudad «toda» y la trama al descubierto de una historia a medias
La conmoción de «toda» la ciudad respecto al nieto se asoció con una más restringida alusión al juicio, focalizada en la franja ideológica activamente militante de Olavarría, pero la nota común fue el trasfondo de ocultamiento y descubrimiento que ambos acontecimientos provocaron en torno a la «trama de complicidades» civiles durante la dictadura y su vigencia descarnada en la actualidad olavarriense. Esto se vio reflejado principalmente en los artículos de Melo y Rafael, en medios digitales, en el diario local El Popular y Página 12, de Buenos Aires.
«De la ciudad salieron los apropiadores de Ignacio, los encubridores, los cómplices, los que secuestraron, los que atormentaron y asesinaron y los que compartieron risa y banquete con ellos. Y todo se desnuda en estos días».
«Olavarría, sangre, barrio y bronce en la trama represiva: una ciudad donde es posible cruzarse con los represores cotidianamente en una esquina, en el supermercado o en la escuela de los hijos. En los nombres de los cuatro acusados se sintetizó ayer la identidad represiva de una ciudad que respaldó a sus dictadores con el poder civil, empresarial y social». (Página 12, 23 septiembre de 2014).
En el artículo «La urdimbre cívico-militar y el huevo de la serpiente» describen en forma detallada la trama cívico-militar detrás de los asesinatos, secuestros y desapariciones y la apropiación de Ignacio, sobre todo sus lazos familiares y de intereses de «la burguesía agroganadera y empresarial que sostenía el poder de la ciudad», que se refleja nítidamente en la solicitud de apoyo al general del Ejército Ignacio Verdura (el principal acusado por haber estado a cargo del campo de detención) en 2009.
«Ignacio Hurban, creció en el paisaje bucólico de la estancia Los Aguilares y en las mañanas de la pampa helada aprendió a leer en la escuelita de Cerro Sotuyo. Con el pasado amputado, se hizo persona atravesado por las dos patas que conformaron la identidad de la ciudad en su prehistoria: la fertilidad de una tierra negra y abonada de sangre donde los militares que disputaban territorio imaginaban la producción agropecuaria como médula del pueblo por nacer. Pero desconocían que la verdadera riqueza estaba bajo sus pies. Cerro Sotuyo fue uno de los primeros aglutinantes de gente alrededor de la minería.»
«Eran los rudimentos de Olavarría, nacida en 1867 y marcada a fuego por el campo, la piedra y el castigo. Y por una cultura patriarcal que le atravesará su historia […] Guido Montoya Carlotto contaba su vida en horas cuando llegó a Los Aguilares. Carlos Francisco Aguilar lo puso en los brazos de Juana María Rodríguez y Clemente Hurban como una semilla a llanto vivo. Fue un día de 1978, en la oscuridad más negra de la dictadura. Que sonaba lejana a pesar de la cercanía con el Monte Pelloni, el centro clandestino que se abrirá como una panza monstruosa a la Justicia a partir del 22 de setiembre.»
Describen ese «silencio cementerial que cubría a la ciudad y no admitía grietas ni indiscreciones» respecto a la trama de ocultamiento de la identidad original de Guido, a partir de la apropiación por Panchito Aguilar, en la época de roce continuo con «esa burguesía algo tosca que entremezcla el perfil agropecuario de una ciudad cincelada centenariamente por picapedreros», y en la que «ciertas familias encumbradas de la ciudad pugnaban entonces por ‘ubicar’ a sus hijas con jóvenes uniformados casi como una prolongación de una alcurnia a la que no estaban dispuestas a renunciar. Las chicas vestían tailleur con chaqueta, y los jóvenes, por las noches, traje azul».
Y condensan con notable capacidad de síntesis una coincidencia con el espíritu y eje temático de este trabajo, la relación campo y ciudad:
«Ignacio Hurban era parte de ese silencio agobiante. Agravado por la lejanía: el campo lo vio crecer sano y feliz. Pero a la vez clandestino de su identidad, oculto como para siempre. Hasta que la música le activó todas las alarmas, le quitó la hache y lo volvió urbano para encontrarse por fin en la antigua y porteña casa de Virrey Cevallos al 600, donde se domicilian las Abuelas» [12] .
Tan nacional es la dimensión que adquiere el caso que también llega a medios metropolitanos, donde ambos protagonistas centrales, Ignacio y Estela, vuelcan allí una interesante explicación: «No se apropiaron de nada», es la expresión de él a su abuela. Y cuando a ella le preguntaron qué le provocaba haber descubierto que su nieto recuperado era músico, respondió:
«Era casi esperable en lo que a mí respecta, si hasta se lo decía en esas cartas que le escribí, cuando lo buscaba: ‘Seguramente te debe gustar la ópera, como a tu abuelo’, le decía. Le hablé de los músicos de la época de Laura, siempre pensando en la memoria genética. Y sí, él tiene la música muy cerca, como todos en la familia».
En medios de Olavarría Ignacio había deslizado que le resultaba extraño haberse convertido en músico viniendo del «medio rural», que eso «le hacía ruido» a veces, antes de conocer su historia original. En un programa de televisión nacional, junto al cantante León Gieco (criado, como Ignacio, en un poblado rural), surge esta cuestión de la identidad genética, y en el diálogo entre los tres se roza lo místico, hasta que Ignacio sintetiza con una metáfora que de hecho supera el suelo biologicista de la asunción genética: «es algo que puede ser mágico, sí, en realidad, es el producto de la herencia estética» (programa emitido por la TV pública el 14 de septiembre de 2014).
En la recopilación realizada por cátedras, grupos de investigación y el Departamento de Antropología Social, los testimonios y registros rondaron por un intrincado abanico de sentidos y racionalidades, con la imagen prevaleciente de una ciudad movilizada y posiciones ideológicas contrastantes, pero manteniendo el tópico de la trama oculta, ahora al descubierto.
«Tenía que aparecer el nieto de Estela acá para que todos se den cuenta de que en Olavarría pasaron cosas oscuras. Esto es como un boom, explotó ahora, la gente se olvida o hacen que se olvide, a nadie le conviene que salga a la luz toda la basura. Como esa solicitada que sacaron defendiéndolo a Verdura, todos los mismos apellidos de sacerdotes, estancieros, empresarios, comerciantes, deportistas, todos, y algunos son parientes entre ellos, todos cómplices de lo más oscuro» (empleado municipal, 55 años, registro de Gimena Fernández).
«¿Sacher? [el ginecólogo que firmó la partida de nacimiento de Ignacio] no lo puedo creer, yo concurría a atenderme por él, siempre me cayó mal porque lo veías en la tele hablar mal sobre el aborto, cuando él se compró un yate haciendo abortos, pero ahora esto es muy fuerte, ahora sí no voy a ir más, ahora se va a empezar a saber todo lo que pasó acá» (profesora de escuela secundaria, 50 años, registro de Sofía Dueñas Díaz).
En un festejo familiar de cumpleaños, una señora cuenta que había realizado sus estudios primarios en una escuela cercana a Monte Pelloni y que el cura del colegio recibía en su casa a militares, cuando un familiar asocia: «Claro, si ese colegio queda en línea recta con Monte Pelloni y de ese sacerdote se dijo que estaba con los militares, lo iban a visitar al caradura. ¿Ves? ¡Olavarría es la ciudad del silencio y la complicidad!» (registro de G.F.).
De un lado y del otro del arco ideológico, el tema igualmente era insoslayable.
«Lo de Ignacio me pareció impresionante, no lo podía creer, pero Olavarría siempre se hace famosa por los medios por las cosas malas, aparte, están juzgando a unos viejos chotos. ¿Qué sentido tiene, habiendo otras prioridades?» (joven empleado, registro de Belén Fernández).
«Estos viejitos que ya no van a matar a nadie; están juzgando y ensuciando a gente de buena familia» (registro de Silvia Boggi).
«La universidad está para otra cosa, los milicos hicieron desastre, ya sabemos, pero el juicio se podría hacer en otro lugar, no con un show con Víctor Heredia» (expresado por un comerciante olavarriense, registro de B.F.).
Hasta aquí, por un lado aparece esa imagen global de la «ciudad toda» como conmovida por la llegada de la Historia a «su» historia local y, por el otro, se produce la implosión del descubrimiento de la trama de complicidades ocultas de la ciudad misma. Pero también se contradice con el supuesto, asimismo englobador, de «todos sabían lo que pasaba», como si el saber general exculpara a la trama particular. Porque la trama es de algunos, no de todos, los «pudientes», los «ricos», los «acomodados», «los de siempre», esos que la ciudad misma reconoce como «fuerzas vivas» y —ahora descubre— son socias con la muerte. Aquella Olavarría que «siempre miró para el costado» ahora podría mirar de frente o hacia su interior profundo.
Parecería que ambas, la ciudad toda y la trama, se confundieran en una temporalidad que para algunos oxigena y alimenta el fuego purificador de una verdad que desnuda la historia a medias de la ciudad media. Ahora uno se da cuenta, porque el nieto es «nuestro» («tenemos nieto»), y se siente orgullo no tanto por el desocultamiento, sino por tenerlo acá, en la ciudad.
Y junto a esa diacronía la trama teje una horizontalidad que sincrónicamente coloca y saca de ella a personajes públicos y privados. Porque la trama es pública (todos los-nos conocemos), pero es trama de poder porque ha manejado (y maneja) lo público como algo privado, tanto haciendas como vidas. Por eso también dentro de la trama algunos incluyen a la familia de crianza de Ignacio, cuyos valores coinciden con los «de campo», con la identidad profunda de la Olavarría «de campo», ese mundo rural «primario» y «rústico», al que se refiere la mirada externa, aun con distintos tonos ideológicos.
La «complicidad» local de los protagonistas indirectos, esa plena «ciudad toda» que pudo avalar desde el consenso —el miedo o la represión—, pero no merece imputación jurídica, recibió a la Historia en el mismo gesto con que viene reconociendo su propia historia como una historia a medias. Lo más notorio de estas tramas de poder ocupó en los dos últimos años la agenda mediática, política y de derechos humanos en estas ciudades porque «llegaba», porque no formaban parte, para la historia local hegemónica, de su identidad. La narrativa recopilada expresa, sin dudas, que la Historia que «llega» es una posibilidad de ruptura precisamente con su historia a medias. Sin embargo, según nuestras hipótesis, debe haber algo más.
Nuestras hipótesis
Hemos venido encarando nuestras investigaciones desde el criterio antropológico de abordar cómo se vive la ciudad por los actores que la producen y consumen, además de las condiciones en las que se vive en la ciudad. Por eso la relevancia de que esos mismos actores imaginen a su ciudad como «toda» y apelen a la metáfora que personifica a la ciudad misma con sus diferentes atributos, actitudes y acciones constituye el eje de lo que venimos exponiendo.
La vida cotidiana de las ciudades medias asume una particularidad que es difícil explicar en su complejidad desde el paradigma exclusivo de lo urbano metropolitano tomado como algo universal, aunque en forma obligada la concepción estructural general es el punto de partida. El sistema urbano se constituye en una pieza clave de la reproducción material, social y simbólica de la vida moderna, a partir de la provisión y control de los consumos colectivos que hacen al derecho para el cual la ciudad funciona como una marca espacial de producción-reproducción material y simbólica, unidad de gestión e identidad histórica. Por eso está estrechamente ligado a los emblemas identitarios de cada unidad y a los imaginarios que lo vinculan con sentidos de pertenencia, acción institucional y localización relativa de la población. Esta población, definida como usuaria del sistema urbano, se despliega según la estructura de poder y las tramas socioinstitucionales que «hacen» la ciudad en el juego de la hegemonía y el conflicto. La vida social general adquiere, en consecuencia, esta complejidad específica marcada por el rango de la escala.
Las hipótesis teóricas [13] con las que hemos venido trabajando son las que denominamos homeostasis múltiple, palimpsesto urbano, metropolismo y la que abordamos en este artículo, sobre la trama de poder local.
Para reconstruir e interpretar los imaginarios y racionalidades que se articulan con el funcionamiento del sistema urbano de provisión de servicios públicos de consumos colectivos que hacen al valor de uso de la ciudad misma, hemos enunciado la hipótesis que establece que el eje ideológico en común de la relación entre cada sistema específico de satisfactores de esos consumos y el sistema urbano es el homeostático (que supone y preconcibe el equilibrio y no la contradicción dialéctica), ya que prepondera un modo integrista y deshistorizador de concebir lo social, que está en la base de la racionalidad hegemónica capitalista [14] .
En la imagen de la «ciudad toda» y su efecto simbólico englobador, en el quiebre de la «ciudad cómplice» y su contraste con el viento de verdad de los casos del juicio y de la «recuperación de Guido» subyace la reivindicación de una reconstrucción «histórica». Pero al mismo tiempo se registra, en paralelo y oposición ideológica, una visión restauradora, que promueve «no revolver el pasado», no «seguir persiguiendo al pobre Pájaro», no transformar en «circo» lo que debe ser un juicio, en suma, respetar un equilibrio y una integración que se toman como un dispositivo que funcionaría como una manera de congelar o aquietar la historia.
Al indagar los procesos identitarios y emblemáticos que definen histórica y culturalmente en forma específica a las ciudades de rango medio, apelamos a la hipótesis del palimpsesto y su proyección hacia el presente mapa imaginario de las identidades y otredades urbanas. En ciudades del centro bonaerense coexisten distintas imágenes identitarias superpuestas, procedentes de diferentes períodos históricos y con base en distintas fuentes de enunciación, que se componen a la manera del papiro antiguo re-escrito sobre las texturas no desaparecidas de trazos anteriores, a partir de lo cual cada imagen es construida sobre la huella de la anterior. Estas imágenes no son etapas ni momentos discretos o acabados, sino procesos en los cuales los actores producen representaciones que no borran totalmente a las anteriores.
Para el caso de Olavarría, estas imágenes de su palimpsesto urbano son la ciudad de frontera (contra el «salvaje»), hoy reeditada en el imaginario estigmatizante contra los «negros de los barrios», cuando el registro histórico verifica la presencia constitutiva del «indio» en la conformación del centro urbano y sobre todo en su relación social con la población «blanca», de la misma manera que en la actualidad la producción y reproducción de lo urbano es protagonizada por los sectores que conforman las «manchas» de la ciudad —para el imaginario hegemónico (homeostático)—, en forma isomórfica con los prejuicios antivilleros segregacionistas de las regiones metropolitanas, a pesar de que no existe en la ciudad media la marca objetiva de la villa miseria [15] .
A partir de este último indicio, formulamos la hipótesis del metropolismo, que afirma que en la ciudad media existe una dependencia del imaginario hegemónico mediático metropolitano, que llega a incidir en el funcionamiento de los sistemas institucionales de consumos colectivos y el cumplimiento de sus propósitos específicos. Esta hipótesis nos posiciona críticamente respecto a que hegemónicamente se suele preconcebir lo urbano según modelos de escala metropolitana, tanto a nivel teórico cuanto de sentido común. Para los casos tratados en este trabajo es ostensiva, en principio, la imagen de la Historia que llega a la ciudad media, porque esa Historia, con mayúsculas, proviene de una usina de poder institucional centralizada en la metrópolis. Esto visto desde el imaginario hegemónico olavarriense, el mismo que incluye el sintagma «capital de» como especie de contrapartida también centralista, en la escala media.
Los acontecimientos del juicio y del nieto, con la nota común de los derechos humanos, se conciben como de rango «macro» más que local, aunque hayan ocurrido y ocurran en estas localidades. Tienen trascendencia histórica porque rozan o incumben a costados políticos de notoriedad nacional. Pero no se reproducen desde las visiones necesariamente contradictorias de los actores, sino de acuerdo con el prisma del formato mediático hegemónico. Desde esos imaginarios identitarios adquiere importancia el análisis de cómo «la ciudad toda» vive esos acontecimientos, en los que se contrasta la Historia central —incluidos sus descubrimientos y ocultamientos—, y la historia local, en la que parece preponderar una imagen de «quietud», «donde nunca pasa (ni pasó) nada».
En lo que venimos relatando, se hace evidente una trama cívico-militar-empresarial, que nuestras investigaciones venían trabajando de modo tangencial [16] . La revulsión y consecuencias de la verdad jurídica se articulan en forma compleja con esos imaginarios de quietud [17] . Para identificar la configuración del poder local en torno a las invocaciones de esos imaginarios emblemáticos como atajos ideológicos legitimadores del manejo y gestión de estas ciudades, desarrollamos la hipótesis de las tramas de poder local, que encuentra ahora un asidero patente. Nos orienta hacia la manera de configurarse la articulación de intereses y racionalidades entre sectores del empresariado, el sector público-político y franjas de profesionales que parecen funcionar como bloque histórico-institucional [18] .
En otro trabajo nos hemos introducido en un mito vigente de un conjunto de ciudades de la región pampeana y principalmente en el centro de la Provincia de Buenos Aires, el de su «fundación». Fueron centros urbanos que la narrativa del imaginario hegemónico describe como «fundadas», con fecha, nombre del fundador y documentación que lo acredita, sobre la nada, sobre «tierra baldía». La evidencia histórica muestra, empero, que el poblamiento había comenzado antes de esos hitos que se conmemoran hoy e incluían —dentro de la población del centro urbano fortinero— a integrantes de la población nativa, originaria, que el mismo mito se encarga de expulsar ideológicamente (invisibilizar, suele decirse). Mediante una asociación con el modelo que Bernardo Canal-Feijóo desarrollara para las ciudades del centro y norte de Argentina («ciudades de ingreso a la tierra» y «ciudades de salida de la tierra», Canal-Feijóo, 2010), nos parece apropiado hablar de ciudades de baldío. Este imaginario se proyecta hacia la propia tarea de «hacer y vivir» la ciudad, desde el modelo dominante pampeano de necesidad de poblar, civilizar, humanizar, dignificar, modernizar, dinamizar o integrar lo que se supone vacío, salvaje, primario y sobre todo, históricamente quieto.
Lo pueblerino como constelación de sentido
La dicotomía de base, presente en imaginarios de diverso cuño, nos remite a las connotaciones de la oposición clásica entre lo rural y lo urbano, que asocian al primero la vida de campo, la tranquilidad, la pureza y al mismo tiempo al mundo «cerrado», de valores atávicos, con tabicación de códigos y posibilidades de contradicción, concentración en el ámbito doméstico-privado y la «necedad» de miras progresistas, y vinculan el segundo a la ciudad, el movimiento, la libertad, la transparencia, el espacio público y mayores posibilidades de apertura de sentidos, sin olvidar el par barbarie/civilización, arraigado con fuerza en el humus ideológico pampeano.
Esto se refleja en el emblema de la ciudad media como depositaria de tranquilidad, quietud, y de lo opuesto a la vida agitada y vertiginosa de la metrópolis, como puede notarse en forma ostensiva en el video de presentación de Olavarría [19] , en el que también se presenta la imagen de «llegada» del destinatario del mensaje emblemático: el que «llega» a la ciudad, que puede ser turista o inversor (no trabajador), a recibir el don de esos valores naturales, dados, deshistorizados, que parecen aquietar a esa ciudad imaginada. Una ciudad que paradójicamente, en la misma iconografía, ostenta parecerse cada vez más a una «gran ciudad», creciendo siempre hacia su destino del esplendor que canta su himno: «colosal, bajo el cielo, moderna extensión», y además, nutriéndose fértilmente del campo-desierto, civilizado por ella misma, como futura «capital de»:
«son tus dominios do pace el ganado / campo intenso, pradera feraz, / desierto entregado a la civilización» [20] .
A la ciudad media parece que se llega, además, por contraste de escala, pero porque se naturalizan los valores de la dicotomía. «Acá nunca pasa nada», nada de lo malo que acontece en la «gran» ciudad (Buenos Aires), porque Olavarría «todavía» (si bien «los tiempos ya no son como eran antes») se asocia con lo rural y con una dimensión verdaderamente humana, auténtica, pura, incontaminada. Y ese parecería ser el mundo en el que se crio Ignacio, dicho por los torpes y frívolos movileros, por las lúcidas periodistas, como vimos, y también dicho por el protagonista:
«Sí, estuve en Buenos Aires, y hasta me saludaban los porteños, pero porque me reconocían, acá [en la ciudad media] te saludás porque te ves nomás».
En diversos reportajes Ignacio se refirió así a su ámbito de crianza, con ternura y a la vez con su propia extrañeza por el porqué de su afición por la música en ese medio, como si en el ámbito rural en el que se crio esa no fuera una expectativa lógica, natural, suposición a la que cabría contrapesar con milenios de música rural popular en todo el mundo y de la cual él mismo es un exponente.
Es como si se produjera una traslación isomórfica de la ecuación rural/urbano o campo/ciudad a ciudad media/metrópolis. Y se nos ocurre que el eje de ambas oposiciones estaría puesto en aquello que suele asignarse como lo pueblerino. Es aquello que juega como rural respecto a la ciudad y en los hechos representa cierta concentración urbana (pueblo, poblado, caserío, aldea) respecto al campo.
«El aire de la ciudad hace libres a los hombres» reza un adagio que comenzó a circular en la Europa medioeval-renacentista, cuando lo urbano se contrapuso a la «chatura» de la vida rural feudal y la ciudad adquirió el signo de libertad para los siervos que podían, por distintas razones, llegar a ella y quedarse, lejos del dominio señorial y donde las burguesías mercantil y luego industrial encontraron y construyeron posibilidades de crecimiento y rupturas con el antiguo orden, fomentando la libertad de comerciar y explotar el trabajo asalariado.
Pero desde el campo se alzaría una reivindicación simbólica contraria a los aires también grises, hacinados y humeantes de la ciudad industrial, en los llamados nostálgicos del romanticismo, a la par de la revolución.
Hitos salientes y opuestos de una misma época son, por un lado, la publicación de La situación de la clase obrera en Inglaterra, de Federico Engels (1845), donde denuncia las condiciones de vida y explotación en la ciudad industrial capitalista, el Manifiesto Comunista (1848), donde se contrapone la ciudad como seno de las posibilidades de libertad respecto a la «necedad de la vida rural» y, por el otro, la Carta de Thoms (1846), donde se reclama recoger las «últimas espigas esparcidas por el campo» de lo que se llamaría, a partir de ese momento, el saber del pueblo (folk-lore), reducido a una ruralidad idealizada y deshistorizada (Gravano, 1987).
Raymond Williams desarrolla esta discusión en su obra El campo y la ciudad. Toma al mito de la edad de oro como una «estructura de sentimiento», a partir del contraste entre formas y prácticas antiguas que sobreviven o se enfrentan al cambio contemporáneo, constituyéndose en una referencia retrospectiva, evocadora, idealizada de un orden arraigado como absoluto al que, en el contexto en que él lo tipifica (la Inglaterra en pleno proceso de industrialización), se lo imagina como hostil al capitalismo industrial, desde el prisma ideológico feudal y aristocrático, un orden «claramente ligado a las formas de vida, los sentimientos, la literatura y las tradiciones del campo» (Williams, 2001: 64).
A esto respondieron intelectuales metropolitanos, dice Williams, que amparándose en el modelo de la «imbecilidad de la vida rural», la descalificaban en pos del modelo de sociedad progresista, que no tenía otro signo que el de la urbanización y la ciudad moderna industrial, entre ellos Carlos Marx. La burguesía, cita el galés, ha «rescatado a una parte considerable de la población de la necedad de la vida rural» (Marx & Engels, 1965[1948]; Williams, 2001: 373).
Propone el ensayista analizar estos procesos, no sin antes preguntar «¿Con quién nos identificamos?», ¿Con los siervos y aldeanos del orden feudal, terriblemente explotados, o con el orden capitalista emergente? Y se responde:
«se trata de una historia de crecimiento y logros, pero, para la mayor parte de los hombres, sólo se trató de la sustitución de una forma de dominación por otra: el orden feudal mistificado fue reemplazado por un orden capitalista agrario igualmente mistificado, con la suficiente continuidad de un ‘orden natural’, como para acentuar la confusión y el control» (Williams, 2001: 68).
Describe estructuralmente la nueva explotación del campo por parte de la ciudad mercantil e industrial y la reinversión en el campo para intensificar esa explotación. Por eso impugna por equívoca la idealización de un orden arcaico y tradicional del campo. Con lo cual, pasa también a desestimar el contraste temporal entre campo y ciudad y prefiere dar una explicación más estructural que evolutiva:
«una ciudad come lo que sus vecinos del campo cultivan, y puede hacerlo a cambio de los servicios que ofrece en las esferas de la autoridad política, la ley y el comercio a quienes están a cargo de la explotación rural, con quienes, de modo característico, está ligada orgánicamente en una necesidad mutua de beneficio y poder» (Williams, 2001: 80).
Sin embargo, verifica que «la imagen común del campo sea una imagen del pasado y que la imagen común de la ciudad sea una imagen del futuro» (íd.: 366). Esta estructura de sentimiento se articula con la asociación al recuerdo de la infancia, la memoria comunitaria idealmente compartida y «la historia repetida en muchas vidas» (Williams, 2001), que se da en el ámbito rural, pero también «en la aldea o en el barrio de la ciudad» (Williams, 2001: 367). Coincide así con su referencia respecto al espacio, cuando critica la «idealización del asentamiento rural, de la buena vecindad» (Williams, 2001: 119-120).
Y refuerza el sentido de clase de este proceso:
«no hay ningún contraste simple entre la perversa ciudad y el inocente campo, puesto que lo que sucede en la ciudad es el producto de las necesidades de la clase rural dominante» (Williams, 2001: 83).
«No hay ninguna razón moral —sentencia— que justificara que ‘Dios hizo el campo y el hombre la ciudad’» (Wiliams, 2001: 84).
Apunta, entonces, a los componentes comunes de campo y ciudad en lugar de la dicotomía clásica y liberal con que se la suele abordar:
«lo que en verdad debemos observar, en el campo y en la ciudad por igual, son los procesos sociales reales de alienación, separación, externalidad y abstracción» (Wiliams, 2001: 367).
Luego Williams parece rozar cierto culturalismo. En la alusión a la expresión de Marx y Engels sobre la necedad rural, dice Williams que lo irónico es que la «prioridad urbana e industrial» del siglo XX no sólo perjudicó a los ‘necios rurales’ sino también a los proletarios urbanos (Wiliams, 2001: 373), terminando con una frase que conlleva el riesgoso tono culturalista con que Williams tipifica las revoluciones del siglo XX, como si no estuvieran dentro del proceso histórico a indagar que él pretende para lo que trata en su libro:
«los ‘necios rurales’ (junto a los ‘bárbaros y semibárbaros’ [citando al Manifiesto Comunista]) han sido, durante los últimos cuarenta años [publica en 1973], la principal fuerza revolucionaria del mundo» (Wiliams, 2001).
Rescata luego la afirmación de que sólo mediante la revolución se podría superar la oposición y dependencia entre campo y ciudad y respecto a los problemas de las condiciones de vida en ésta.
Además de atribuir lavadamente una preponderancia rural a las revoluciones del siglo XX (sin ponderar la imagen de sus fracasos como cabales revoluciones), y menospreciar el valor de las clases obreras urbanas, quizá Williams no tenga en cuenta que su crítica al feudalismo y al capitalismo por igual y su impugnación de la diferenciación que hacen Marx y Engels, olvida quizá las condiciones de producción de su pensamiento (el de Williams) y la «estructura de sentir» con la que enfoca su libro, desde su propia biografía, emergente de sus padres campesinos, pero no explotados por el feudalismo sino dentro del capitalismo inglés, para el que la condición liberal imponía la posibilidad de crítica, no muy coincidente con las bases de la sociedad feudal, más «humana» sólo en una idealización que paradójicamente el mismo Williams refuta.
Volviendo a lo pueblerino y a lo que nos parece más una constelación de sentido que una estructura, ya que lo que encontramos son relaciones de subordinación entre valores que toman como referencia el campo y la ciudad, la fórmula isomórfica quedaría expresada de esta manera:
CAMPO / CIUDAD
CIUDAD MEDIA / METRÓPOLIS
donde el eje que de lo pueblerino compondría el término tensionante (hacia la izquierda del cuadro) de las oposiciones, y donde la necedad, asociada al silencio y tabicación de posibilidades de contradicciones al orden dominante que se puso al descubierto en Olavarría, se debería atribuir menos a un determinismo geográfico dado por el tamaño de la concentración urbana y más a la estructura (acá sí, estructura) y dominio hegemónico de clase, dentro de la totalidad histórica del momento, para la cual la historia a medias se complementó con la historia necia de la ciudad media.
De historias necias a historias medias
Lo que llamamos historia necia de la ciudad media está compuesta, en primer lugar, por la historia a medias, producto del ocultamiento y la complicidad, que abonó durante años la racionalidad hegemónica y diseminada del fascismo genocida, cuyas raíces se remontan mucho más profundamente en el tiempo que el hito con el cual se suele establecer su marca («dictadura militar» y aún con el aditamento —relativamente reciente— de «cívico-militar»). Se indica en el palimpsesto de deshistorizaciones y de parcialización de la totalidad histórica durante la propia y mítica «fundación» de la ciudad-fortín con el «indio afuera, acechando» y el verdadero invasor «defendiendo con honor» su punta de lanza civilizatoria. Esa «deshistoria» tejida desde el mito etnocéntrico del «tribalismo blanco» se proyecta al presente en la ciudad de frontera respecto a los barrios conurbanizados de la ciudad «manchada» [21] . Y muestra su vigencia en la cotidianeidad actual de la ciudad «insegura».
Segundo, la temporalidad de lo necio se complementa con la dimensión espacial y el rango medio del centro urbano, de acuerdo con la ecuación vista a partir de la matriz rural/urbano, y por el cual la imagen de «chacra asfaltada» contrasta el perfil urbano real con el imaginario rural y se articula con la quietud ambiguamente valorada como pasividad («acá no pasa nada») y a la vez como virtud (la «tranquilidad», la vida más «pura», «auténticamente humana», «de campo»), en términos dicotómicos.
Y en tercer lugar, la necedad de clase feudaloide resulta ser un componente funcional necesario para materializar el poder desde la trama de complicidades, que se aprovecha de la explotación real para ejercer la simbólica, y de esta manera ocultar la identidad total de un bebé (para atenernos al caso referido) con consenso de sentido común local, de tamaño medio, donde «todos nos conocemos», y paradójicamente (o no) es más fácil ocultar, a partir de ese consenso.
La historia media, en cambio, se compone de:
1) La contradicción, que sería el eje central de contraste con lo necio, constitutiva de la historia como permanente debate interpretativo y desafío transformador, dentro de la dialéctica entre opacidad y transparencia, entendidas como contrarios en unidad. En términos estructurales, es lo que la ciudad en general auto-invoca y no cumple como recurso universal de provisión de consumos colectivos. En la dimensión imaginaria, se representa con la ciudad que se autoasume como «hipócrita» a la vez que «despierta». Es lo que permite tomar conciencia de las paradojas de las historias medias, como la trama oculta que todos conocen, o el dilema de si era más «auténtica» la vida del Ignacio «de pueblo», «que cuando tocaba y a gatas íbamos a escuchar unos pocos», que incluía el ocultamiento de su identidad original, que la «contaminada» del Guido recuperado y supuesto músico exitoso.
2) Una relación de totalidad histórica que engloba en forma dialéctica, como unidad de contrarios, a lo urbano y lo rural, en una interdependencia mutua y no como una dicotomía de esferas autónomas y esenciales, con eje en lo pueblerino.
3) Lo pueblerino, como eje semántico, establece qué es lo urbano en el campo (qué es ser «pueblero») y qué es lo rural en la ciudad (qué es ser «de campo» o «de pueblo»), que, a su vez, se enlaza con la dialéctica de lo popular.
4) Lo popular, como lo define Antonio Gramsci, no como un contenido estanco, ni social ni cultural, sino como parte de esa dialéctica entre la conservación y el cambio, la restauración y la revolución, y que atraviesa el concepto de imaginarios que manejamos en nuestras investigaciones, junto a la visión de Mijaíl Bajtín sobre las formas de ejercer la contradicción mediante representaciones y prácticas opuestas en contexto. Precisamente Gramsci afirmaba que es el contexto el que puede dar sentidos distintos a un mismo contenido semántico. Esta línea nos puede servir para interpretar, por ejemplo, cómo el aparente biologicismo de fondo genetista de los propios protagonistas es en los hechos esgrimido como un acicate reivindicador de la transparencia respecto al ocultamiento de identidad, y el misticismo contradice la verdad del discurso que dictaba (en palabras del dictador Jorge Videla) que «los desaparecidos no son». La imagen de la «herencia estética» de Ignacio da lumbre creativa a la tiniebla que él mismo (¿sin saberlo?) cuestionara en su canción y, de esa manera, su madre y su padre no dejaron de ser, tal como se pretendió al eliminarlos físicamente, al igual que a las víctimas de Monte Pelloni, con lo cual pasaron a ser parte de la historia media, propia, y no a medias.
Conclusiones
A raíz de los juicios de lesa humanidad por el campo clandestino de detención Monte Pelloni y el asesinato del abogado del sindicato ceramista Carlos Moreno, y sobre todo de la aparición del nieto 114 de Abuelas de Plaza de Mayo, la región se conmovió. Apareció a la luz pública masiva lo que siempre se negó en el imaginario dominante: la existencia de víctimas locales de la dictadura cívico-militar y, al mismo tiempo, la trama de complicidades locales, con silencios y contradicciones, cuyos efectos en los imaginarios ya hemos comenzado a indagar, al ritmo de la movilización de estas ciudades medias, pensadas hegemónicamente como sin conflictos, homogéneas y de identidades puras, como sus raíces «de campo».
En ellas se construyen las historias medias, donde articulan el palimpsesto y la fundación de baldío, la homeostasis, el metropolismo y la trama, a lo que agregamos en esta ocasión el papel de lo pueblerino, como eje de las oposiciones entre lo rural y lo urbano y entre la ciudad media y la metrópolis.
Las historias medias son las no centralizadas respecto a la hegemónica, que, en nuestros casos, coincide con la metropolitana mediática. Se apartan del centro hegemónico aunque inevitablemente constituyan su identidad con algún «centro» significacional que resultará hegemónico hacia su interior.
Las historias necias se construyen a partir de deshistorizar imaginariamente y apartar de la totalidad tanto lo rural cuanto lo pueblerino-medio. Son necias porque tampoco tienen en cuenta la localidad en sus relaciones totales y constituyen historias a medias porque ocultan relaciones de clase y sus tramas.
La ciudad media condensa las contradicciones históricas y conduce al desafío metodológico —práctico y teórico— de indagar desde qué trama propia nos posicionamos para la objetivación, tomando partido, para lo cual confrontamos la historia a medias y la historia necia con su historia media.
En su canción «Quien quiera oír que oiga» Litto Nebbia condensó y reforzó proactivamente una imagen popular: «si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia, la verdadera historia». Aquella que, según Bayer, estamos aprendiendo los argentinos. Y para encarar el desafío de que no sea una historia a medias quizá sirva responder a la pregunta de Ignacio: esto le queda a esta tierra, la Historia media, pueblerina, de pueblo y del pueblo, como la de él mismo.
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Notas