Maldiciones, herejías y otros milagros de la economía extractivista
Maldiciones, herejías y otros milagros de la economía extractivista
Tabula Rasa, núm. 24, 2016
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Resumen: Se abordan aspectos clave de las economías extractivistas las que se expresan como una teología basada en la religión del crecimiento económico. Se recuerdan sus determinantes históricos en la Ilustración a las políticas más recientes de tipo neoliberal. Estas corrientes defienden programas de libre mercado en sus declaraciones aunque sus prácticas son otras, y no consideran dimensiones como las sociales y ambientales. Esto resulta en una paradoja de una maldición de países que son ricos en recursos naturales pero siguen siendo pobres desde el punto de vista del desarrollo. Se analizan las distorsiones por las cuales las economías extractivistas desembocan en varias «enfermedades» y se dan ejemplos latinoamericanos. Esto incluye procesos tales como la dependencia de capital y tecnologías, la mentalidad mono exportadora y la subordinación a mercados globales. Se generan intercambios desiguales, en lo comercial como en lo ecológico. Las comunidades locales sufren graves impactos sociales y ambientales, y distintas violencias que incluyen violaciones de los derechos humanos y de la naturaleza. Por estas y otras vías, los extractivismos generan una cultura del milagro y prácticas que consideran que las críticas son herejías, todo lo cual amenaza la democracia.
Palabras clave: extractivismo, Maldición de la Abundancia, economía, desarrollo.
Abstract: Key aspects of extractivist economies are addressed here, by presenting them as some sort of theology based on the religion of economic growth. fteir determining factors are traced back to the Enlightenment and to more recent policies of a neoliberal nature. In their statements, these schemes make a case for free trade programs —even though their practice shows otherwise— overlooking other dimensions, such as the social and environmental ones. ftis results in a paradox that can be stated like this —natural resource-rich countries, yet development-poor countries. fte buckling effects through which extractivist economies get several “illnesses” are examined here, by giving examples from Latin America. ftis includes processes such as the dependence of capital and technology, a mono-exporting mindset, and subordination to global markets. Unequal exchange is generated, both in the trade and the environmental sides. As a result, local communities endure serious social and environmental impacts, and various kinds of violence are exerted, including human and nature right violations. ftrough these ways and others, extractivisms breed a culture of miracle, as well as practices under which any criticism is deemed as heresy —all of which is a menace for democracy.
Keywords: extractivism, curse of abundance, economy, development.
Resumo: No presente artigo, abordam-se aspectos chave das economias extrativistas, as quais se expressam como uma teologia baseada na religião do crescimento econômico. Lembram- se seus determinantes históricos, desde o Iluminismo até as políticas mais recentes de tipo neoliberal. Essas escolas defendem, em suas declarações, programas de livre mercado embora suas práticas sejam outras e não levem em consideração dimensões sociais e ambientais. Esse é o paradoxo de uma maldição dos países que são ricos em recursos naturais, mas continuam pobres do ponto de vista do desenvolvimento. Analisam-se as distorções pelas quais as economias extrativistas desembocam em várias «doenças» e são expostos alguns exemplos latino-americanos. Estudam-se processos como a dependência do capital e das tecnologias, a mentalidade mono-exportadora e a subordinação aos mercados globais. Ao mesmo tempo, trocas desiguais, tanto no comercial como no ecológico, são geradas. As comunidades locais sofrem graves impactos sociais ambientais e diferentes violências que incluem violações aos direitos humanos e à natureza. Por essa e por outras vias, os extrativismos geram uma cultura do milagre e práticas a partir das quais as críticas são consideradas heresias, o que é uma ameaça à democracia.
Palavras-chave: extrativismo, Maldição da Fartura, economia, desenvolvimento.
«Esa es la paradoja eterna - los pobres viven en naciones que son ricas por
la generosidad de la naturaleza».
José Cecilio del Valle, 1830
«Cuando nuestra sociedad sea estudiada por un forense, sus informes dirán que, obviamente, no era viable (que no era posible la vida) pues para acumular capital se aceptaba trocear las montañas y exponerlas a excavadoras para luego tratarla con productos tóxicos que, finalmente, contaminaban las fuentes de la vida, como las tierras agrarias y las aguas».
Gustavo Duch, 2
Frecuentemente la humanidad ha atribuido sus situaciones indeseadas o hechos terribles, a maldiciones. Y éstas, quien lo puede negar, han ocupado puestos importantes en diversos relatos históricos. Inclusive se las ha llegado a clasificar como justas, impuestas, automaldiciones, heredadas, diabólicas o aun bíblicas. Y así como hay casas embrujadas o malditas, parecería que hay economías afectadas por alguna maldición que les impide resolver sus problemas. Ese parece ser la situación de algunos países especializados en producir bienes primarios, que — como propone Jürgen Schuldt para forzar la discusión— serían pobres porque son «ricas» en recursos naturales. 3
Estos países estarían atrapados en una lógica perversa conocida como «paradoja de la abundancia» o «maldición de la abundancia de recursos naturales» o simplemente «maldición de los recursos» o, para ponerlo en términos provocadores, «maldición de la abundancia» 4 . Esta maldición se asemejaría a aquella que parece acompañar a determinadas familias muy ricas cuyos miembros sufren una serie de accidentes trágicos, lo que a la postre les impide disfrutar de su fortuna.
¿Será que efectivamente pesa alguna maldición sobre aquellos países dotados de enormes cantidades de recursos naturales 5 ? ¿Será posible superar tal maldición? Estas son las principales preguntas que se desean plantear en las siguientes líneas.
Antes de desplegar las reflexiones que enmarcan esta discusión repasemos, telegráficamente, cómo han evolucionado este tipo de economías «malditas».
El nacimiento de la fe extractivista: de la Ilustración al determinismo neoliberal
Alejandro von Humboldt 6 , en su histórico recorrido por tierras americanas -hace más de doscientos años- se quedó maravillado por la geografía, la flora y la fauna de la región, pero veía al mismo tiempo la pobreza de su gente. Cuentan que veía a sus habitantes como si fueran mendigos sentados sobre un saco de oro, refiriéndose a esas inconmensurables riquezas naturales no aprovechadas.
Este mensaje de Humboldt encontró una suerte de interpretación teórica en la obra de David Ricardo Principios de Economía Política y Tributación (1817). Este conocido economista inglés recomendaba que cada país debía especializarse en la producción de aquellos bienes con ventajas comparativas o relativas, y adquirir de otro aquellos bienes en los que tuviese una desventaja comparativa. Según él, Inglaterra, en su ejemplo, debía especializarse en la producción de telas y Portugal en vino… Sobre esta base se construyó el fundamento de la teoría del comercio exterior, cuya vigencia —con algunos aditamentos- tiene fuerza de dogma de fe aún en nuestros días. Y como todo dogma, se inspira en escritos sagrados que son transferidos de generación en generación a través de los más diversos profetas.
A los defensores de esta tesis (y clérigos de la religión del mercado libre) poco les interesa reconocer que Ricardo construyó su planteamiento de la simple y atenta lectura de una imposición imperial. La división del trabajo propuesta por Ricardo se basó en el acuerdo de Methuen firmado en Lisboa el 27 de diciembre de 1703 entre Portugal e Inglaterra. 7 Tampoco les preocupa que Gran Bretaña, la primera nación capitalista industrializada con vocación global, no practicara la libertad comercial que tanto defendía. Con su flota impuso sus intereses en varios rincones del planeta: introdujo a cañonazos el opio a los chinos (a cuenta de la presunta libertad de comercio) y hasta bloqueó los mercados de sus extensas colonias para protegerlos y mantener el monopolio para colocar sus textiles (por ejemplo, la India, un gran mercado subcontinental).
Así, a los fieles defensores del libre mercado les vale muy poco que históricamente el punto de partida de las economías «exitosas» se base en esquemas proteccionistas, muchos de los cuales siguen vigentes de diversas formas. Los estadounidenses buscaron una senda diferente a la que predicaban los ingleses. Y los países asiáticos, Japón y ahora China inclusive, tampoco fueron ni son librecambistas (Ha-Joon Chang, 2004).
Lo cierto es que desde hace unos 200 años se consolidó la creencia de las ventajas comparativas y el libre mercado, en la que está imbricado profundamente el modelo de acumulación primario-exportador. Se asumió una visión pasiva y sumisa de posicionamiento en la división internacional del trabajo en muchos de aquellos países ricos en recursos naturales, pero sometidos a la lógica del modelo de acumulación de los países «exitosos».
Desde entonces, apegados a esta visión —tal como ya lo hicieron los españoles cuando conquistaron estas tierras— una y otra vez los gobiernos latinoamericanos, cual mendigos concientizados, han pretendido extraer los tesoros existentes en dicho saco sobre el cual están sentados… y, hasta ahora, ese empeño no ha sido fructífero en términos de alcanzar esa quimera llamada «desarrollo».
Recogiendo la anécdota atribuida al célebre científico alemán de la época de la Ilustración, es válido preguntarse ¿cómo es posible que en países tan ricos en recursos naturales, la mayoría de sus habitantes no puedan satisfacer sus necesidades básicas? ¿Pesará sobre estas economías una maldición?
Aunque resulte poco creíble a primera vista, la evidencia reciente y muchas experiencias acumuladas permiten afirmar que la pobreza económica está relacionada, de alguna manera, con la riqueza natural (Schuldt y Acosta, 2006). De allí se concluye que los países ricos en recursos naturales, cuya economía se sustenta prioritariamente en su extracción y exportación, encuentran mayores dificultades para asegurar el bienestar de su población. Sobre todo, parecen estar condenados al subdesarrollo (como contracara del desarrollo) aquellos países que disponen de una sustancial dotación de uno o unos pocos productos primarios.
La gran disponibilidad de recursos naturales, particularmente si se trata de minerales o petróleo, tiende a acentuar la distorsión existente en las estructuras económicas y la asignación de los factores productivos dentro de los países «malditos», impuesta ya desde la consolidación del sistema-mundo capitalista. En consecuencia, muchas veces, se redistribuye regresivamente el ingreso nacional, se concentra la riqueza en pocas manos y se incentiva la succión de valor económico desde las periferias hacia los centros capitalistas. Esta situación se agudiza por una serie de procesos endógenos de carácter «patológico» que acompañan a la abundancia de estos recursos naturales.
A pesar de esas constataciones, uno de los dogmas básicos del libre mercado, llevado a la categoría de principio y fin de todas las cosas en la economía —ortodoxa— y aun fuera de ella, radica en recurrir una y otra vez al viejo argumento de las ventajas comparativas. Los defensores del librecambismo predican que hay que ser coherentes en aprovechar aquellas ventajas que nos ha dado la Naturaleza y sacarles el máximo provecho. Y en este listado de dogmas podemos incluir varios otros que acompañan al extractivismo: la globalización como opción indiscutible, el mercado como regulador inigualable, las privatizaciones como camino único, la competitividad y la productividad como virtudes por excelencia.
El fatalismo casi bíblico de la exportación de los recursos naturales
Hay algunos librecambistas que, en determinadas circunstancias, plantean la maldición de los recursos como un reto de difícil resolución, casi como un fatalismo. El Banco Interamericano de Desarrollo (BID), por ejemplo, defiende un determinismo geográfico: los países más ricos en recursos naturales y más cercanos a la línea ecuatorial -países tropicales- estarían condenados a ser más atrasados y pobres. Sus condiciones ambientales y geográficas determinarían su «subdesarrollo». 8 Según este tipo de lecturas, el asunto es aún grave si un país tiene una ubicación mediterránea como Bolivia y Paraguay, sin ninguna salida al mar. 9
Además los países tropicales, especialmente intensivos en tierra y recursos minerales, tienden a ser más desiguales pues al estar forzados a usar intensivamente la tierra, una mayor proporción del ingreso se acumula en ella y se genera una mayor concentración de la propiedad. Como resultado asoma una baja productividad relativa del trabajo en los trópicos, fomentando empleos sin calificación y bajos salarios. En cambio la extracción de los recursos naturales demanda enormes cantidades de capitales, generando poco empleo y sin alentar otras inversiones. Un círculo casi diabólico e insuperable se habría constituido como resultado de esta «maldición múltiple».
En contraposición con estas lecturas «malditas», los países exitosos lo son porque están forzados por la limitada existencia de recursos naturales y, también, por el efecto que provocan climas más templados y aun fríos.
Quienes sostienen estas tesis, a todas luces ignoran (o tratan de ocultar) que las economías primario-exportadoras tienen orígenes coloniales. Incluso el sistema concentrado de propiedad, exacerbado en la actualidad, data de esa época. Es decir, para ir desentrañando este tenebroso escenario de maldiciones múltiples y concurrentes, algo de historia no caería mal. 10
Los promotores de esas visiones tremendistas (fieles continuadores de las concepciones típicas del subdesarrollo) no entienden que los imparables procesos de conquista y colonización, que se mantienen todavía en la actualidad en toda la región, tienen un origen histórico. Quizá la llegada histórica de la cruz (y la imposición del capital) fue el comienzo de las maldiciones de gran parte de las actuales economías «no exitosas». Recordemos que Cristóbal Colón, con su histórico viaje en 1492, sentó las bases de la dominación colonial, con consecuencias indudablemente presentes hasta nuestros días. Colón buscaba recursos naturales, especialmente especerías, sedas, piedras preciosas y sobre todo oro. Según Colón, quien llegó a mencionar 175 veces en su diario de viaje a este metal precioso, «el oro es excelentísimo; del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega incluso a llevar las almas al paraíso».
Aquí cabe destacar el papel histórico que tuvo (y tiene hasta la actualidad) la extracción de trabajo y riquezas promovidas por el colonialismo y la desposesión y que contribuyeron a que las economías «exitosas» se sobrepongan sobre las economías «malditas». Suficiente con mencionar los procesos de acumulación originaria propuestos por Marx (1867) o de acumulación por desposesión propuestos por Harvey (2004) o de extrahección como propone Gudynas (2013):
«Con el concepto de extrahección se busca dejar en claro, desde la mirada de la ecología política, que existen vínculos directos y de necesidad, entre un cierto tipo de apropiación de recursos naturales y la violación de los derechos».
En sus análisis los librecambistas no consideran la hecatombe demográfica, social y cultural que provocó la llegada de los europeos a América. No se interesan por las desigualdades estructurales, ni las inequidades también estructurales, vigentes en este tipo de economías primario exportadoras a partir de una realidad socioeconómica quizás mucho más compleja que el «clima» y la «geografía».
No entienden que los extractivismos son esencialmente violentos contra la Naturaleza y los propios seres humanos. Además asumen que los rigores del clima sólo existen en los trópicos; ¿acaso el clima templado transforma a las personas en trabajadoras, creando una suerte de paraíso y prosperidad? Para nada incorporan en sus análisis las aberraciones derivadas de economías atadas históricamente a un esquema de comercio exterior injusto y desigual, incluso en términos ambientales. Menos aún les interesa el impacto nocivo de las políticas extractivistas del neoliberalismo o del neodesarrollismo, que profundizan la dependencia de los países primario-exportadores. No incorporan, en definitiva, el efecto demoledor, presente hasta ahora, de la «colonialidad del poder». 11
Nada hablan de las deudas históricas y ecológicas que deberían asumir las naciones imperialistas. Tengamos presente que no se trata simplemente de una deuda climática. La deuda ecológica encuentra sus primeros orígenes con la expoliación colonial -la extracción de recursos minerales o la tala masiva de los bosques naturales, por ejemplo-, se proyecta tanto en el «intercambio ecológicamente desigual», como en la «ocupación gratuita del espacio ambiental» de los países empobrecidos por efecto del estilo de vida depredador de los países industrializados. Aquí cabe incorporar las presiones provocadas sobre el medio ambiente a través de las exportaciones de recursos naturales —normalmente mal pagadas y que tampoco asumen la pérdida de nutrientes y de la biodiversidad, para mencionar otro ejemplo— provenientes de los países subdesarrollados, exacerbadas por los crecientes requerimientos que se derivan de la propuesta aperturista a ultranza. La deuda ecológica crece, también, desde otra vertiente interrelacionada con la anterior, en la medida que los países más ricos han superado largamente sus equilibrios ambientales nacionales, al transferir directa o indirectamente contaminación (residuos o emisiones) a otras regiones sin asumir pago alguno.
A todo lo anterior habría que añadir la biopiratería, impulsada por varias corporaciones transnacionales que patentan en sus países de origen una serie de plantas y conocimientos indígenas. En esta línea de reflexión también caben los daños que se provocan a la Naturaleza y a las comunidades, sobre todo campesina, con las semillas genéticamente modificadas, por ejemplo. Por eso bien podríamos afirmar que no solo hay un intercambio comercial y financieramente desigual, como se plantea desde la teoría de la dependencia, sino que también se registra un intercambio ecológicamente desequilibrado y desequilibrador.
Los defensores de la fe neoliberal y también los gobernantes «progresistas», que se asumen —cada grupo a su manera— como los portadores de «la estaca» que liquidaría al vampiro del subdesarrollo, lejos de plantear un debate profundo, se aferran como náufragos a una sola tabla de salvación: las ventajas comparativas como referente fundamental de las economías especializadas en producir y exportar materias primas.
De hecho, asumen esta visión ideológica, casi como una teología, sin importar sus consecuencias depredadoras para el ser humano y la Naturaleza. Defienden una ideología consumista, con el mercado como único instrumento regulador de las relaciones socioeconómicas, y donde la explotación y la dominación son su razón de ser. Además, gobiernos «progresistas» o neoliberales, con diversos matices formales, son fervientes cultores de la religión del crecimiento económico (que tiene en la acumulación capitalista su espíritu santo). Todos estos asuntos enrarecen el ambiente. Y, de una u otra manera, impiden una visión más lúcida de los caminos a seguir para llegar a una vida digna y armoniosa para todos los seres humanos y la Naturaleza.
Algunos entretelones de esta antigua maldición
A primera vista, el punto de partida de la cuestión radicaría —mayormente— en la forma en que se extraen y se aprovechan los recursos naturales, así como la manera en que se distribuyen los frutos de su extracción. Sin embargo el problema es mucho más profundo, como se muestra a continuación.
Debemos preguntarnos porqué en nuestros países la extracción masiva de recursos naturales destinados a la exportación no ha detenido la generalización de la pobreza ni ha evitado las crisis económicas recurrentes, al tiempo que parece haber consolidado mentalidades «rentistas». Todo esto, lo sabemos por experiencia, profundiza la débil y escasa institucionalidad, alienta la corrupción y deteriora el ambiente. Lo expuesto se complica con las prácticas clientelares y patrimonialistas desplegadas, que frenan la construcción de ciudadanía. Visto así el tema, «la maldición de la abundancia» envuelve a toda la sociedad, incluyendo su vida política y cultural.
La realidad de una economía primario-exportadora de recursos petroleros o minerales preferentemente, es decir exportadora de Naturaleza, se refleja además en un escaso interés por invertir en el mercado interno. Esto limita la integración del sector exportador con la producción nacional. No hay incentivos para desarrollar y diversificar la producción interna, vinculándola a los procesos exportadores, que a su vez deberían transformar los recursos naturales en bienes de mayor valor agregado. Como se constata a diario, desde hace décadas, estas sociedades prefieren lo «made in cualquier parte» antes que los productos y las respuestas fabricadas casa adentro. Parecería que hay una maldición que nos impide incluso descubrir nuestras potencialidades.
Esta situación quizá se explique por lo relativamente fácil que resulta obtener ventaja de la generosa Naturaleza y de una mano de obra barata. Pero nunca será justificable, pues el beneficio de estas actividades va a las economías ricas, importadoras de estos recursos que luego sacan un provecho mayor procesándolos y comercializando productos terminados. Mientras tanto los países exportadores- primarios, con una mínima participación en la renta minera o petrolera, cargan con el peso de los pasivos ambientales y sociales.
Si se contabilizaran los costos económicos de los impactos sociales, ambientales y productivos de la extracción del petróleo o de los minerales, así como los subsidios ocultos en estas actividades, desaparecerían muchos de sus beneficios económicos potenciales. Pero a eso no llegan nuestros gobernantes, atrapados por las creencias librecambistas o a secas desarrollistas, que encuentran su matriz en los extractivismos.
A lo anterior se suma la masiva concentración de la renta de la Naturaleza en pocos grupos poderosos, sobre todo transnacionales. Estos grupos extractivistas y amplios segmentos empresariales, contagiados por el rentismo, no encuentran ni crean alicientes para sus inversiones en los mercados domésticos. Prefieren fomentar el consumo de bienes importados. Con frecuencia sacan sus ganancias fuera del país y manejan sus negocios con empresas afincadas en «paraísos fiscales».
Tampoco hay estímulo o presión para invertir los ingresos recibidos por las exportaciones de productos primarios en las propias actividades exportadoras, pues la ventaja comparativa radica en la generosidad de la Naturaleza, antes que en el esfuerzo innovador y comunitario del ser humano 12 . Así, por ejemplo, la industria petrolera -que no debe confundirse con las actividades de extracción- se ha desarrollado casi exclusivamente en los países industrializados importadores de crudo, y no en los países que lo extraen y exportan, exceptuando Noruega.
Estas economías están, como se ha demostrado a lo largo de la historia, estrechamente vinculadas al mercado mundial. De allí surgen los impulsos para ampliar o no la frontera extractivista, y la economía misma. El comercio exterior de recursos naturales ha constituido una suerte de velas para el navío, que representaría la economía, tal como lo graficó en el siglo XX el economista Germánico Salgado para el caso ecuatoriano. En este país, las crisis provocadas por los problemas de algún producto de exportación han sido superadas con el advenimiento de otro producto: la crisis del cacao, por ejemplo, se superó con el banano y la crisis de este se superó con el petróleo, que insufló nuevos vientos en la economía (véase Acosta, 2012). Y ahora que las reservas petroleras llegan a su fin el Gobierno concentra sus plegarias en la minería.
La dependencia de los mercados foráneos, aunque resulte paradójico, es aún más marcada en épocas de crisis. Hay una suerte de bloqueo generalizado de aquellas reflexiones inspiradas en la simple lógica. Todos o casi todos los países con economías atadas a la exportación de recursos primarios, caen en la trampa de forzar las tasas de extracción de dichos recursos cuando sus precios caen. Buscan, a como dé lugar, sostener los ingresos provenientes de las exportaciones de bienes primarios. Esta realidad beneficia a los países centrales: un mayor suministro de materias primas -petróleo, minerales o alimentos-, en épocas de precios deprimidos, ocasiona una sobreoferta, reduciendo aún más sus precios. Todo esto generando un «crecimiento empobrecedor» (Baghwati, 1958).
En este tipo de economía extractivista, con una elevada demanda de capital y tecnología, que funciona como un enclave —sin integrar las actividades primario- exportadoras al resto de la economía y de la sociedad— el aparato productivo queda sujeto a las vicisitudes del mercado mundial. En especial, queda vulnerable a la competencia de otros países en similares condiciones, que buscan sostener sus ingresos sin preocuparse mayormente por un manejo más adecuado de los precios. Tampoco se entiende que las posibilidades de integración regional, indispensables para ampliar los mercados domésticos, desaparecen si los países vecinos producen similares materias primas, compiten entre sí y deprimen sus precios de exportación en vez de encadenar en un solo bloque sus procesos productivos.
Casi complementando lo anterior, no se dio, ni se da un encadenamiento que potencie nuevas líneas productivas incluso desde las propias actividades extractivistas. No hay el desarrollo de conglomerados productivos, ni para el mercado interno, ni para ampliar y diversificar la oferta exportable. 13 Tampoco hay una mejor distribución del ingreso, ni los necesarios ingresos fiscales. Y no sólo eso, pues esta modalidad de acumulación (capitalista) orientada en extremo hacia afuera fortalece un esquema cultural dependiente del exterior, que minimiza o definitivamente margina las culturas locales.
Eso no es todo. Recurriendo a la simple lógica, es imposible aceptar que todos los países productores de bienes primarios similares -que son muchos- crezcan esperando que la demanda internacional sea suficiente y sostenida para garantizar ese crecimiento. Aquí el control real de las exportaciones nacionales depende de los países centrales, aun cuando no siempre se registren importantes inversiones extranjeras en actividades extractivistas. Incluso muchas empresas estatales de economías primario-exportadoras (con la anuencia de los respectivos gobiernos, por cierto) parecerían programadas para reaccionar solo a impulsos foráneos. Y no solo eso, pues sus operaciones con frecuencia producen tan o más graves impactos socio-ambientales que las empresas transnacionales. Es el accionar de empresas transnacionales y estatales, bajo una misma lógica motivada por la demanda externa, la que influye decididamente en las economías primario-exportadoras.
Debido a estas condiciones y a las características tecnológicas de las actividades extractivistas como la petrolera, minera o monocultivos, no hay una masiva generación directa de empleo. El procesamiento de dichas materias primas en los países industrializados es el que demanda una mayor cantidad de cantidad de mano de obra, no su extracción. Esto explicaría también la contradicción de países ricos en materias primas donde, en la práctica, la masa de la población no tiene empleo o cae en el subempleo y, por consecuencia, está empobrecida. Mientras que en los países ricos la producción industrial se orienta al consumo de masas, en los países pobres casi siempre está direccionada al consumo de élites que, encima, consumen una gran cantidad de productos importados.
Dentro de los países extractivistas, las comunidades en cuyos territorios o vecindades se realizan estas actividades sufren varias violencias socioambientales.
En el Ecuador, por ejemplo, en las provincias petroleras amazónicas se registran graves problemas ambientales y, por consiguiente, los mayores niveles de pobreza, a pesar de que es precisamente desde ahí que proviene el grueso del financiamiento de las exportaciones desde agosto de 1972, cuando zarpó el buque-tanque Ana Cortez de la Texaco.
La miseria de grandes masas de la población parecería ser, por tanto, consustancial a la presencia de ingentes cantidades de recursos naturales (con alta renta diferencial). La Naturaleza nos bendice con estos enormes potenciales de recursos que los seres humanos los transformamos en una maldición.
Además esta modalidad de acumulación no requiere del mercado interno e incluso puede funcionar con salarios decrecientes. No hay la presión social que obliga a reinvertir en mejoras de la productividad ni a respetar la Naturaleza. Es más, la renta de la Naturaleza, en cuanto fuente principal de financiamiento de esas economías, determina la actividad productiva y el resto de relaciones sociales. Para colmo, el extractivismo —sobre todo petrolero o minero— promueve relaciones sociales clientelares, beneficiando a las propias empresas transnacionales e impidiendo desplegar una planificación económica adecuada. Véase, por ejemplo, los perniciosos efectos de las relaciones e inversiones comunitarias de estas empresas que terminan por sustituir al propio Estado en la dotación de servicios sociales, sin que ésta sea su función específica.
Además, las compañías extranjeras construyen un marco jurídico referencial favorable y, en varias ocasiones, aprovechan que sus propios funcionarios o intermediaros han estado incrustados en los gobiernos, no solo buscando que ingresen al país las inversiones extranjeras sino, sobre todo, velando para que las reformas legales les sean ventajosas. Esta intromisión -alentada por organismos como el BID, el Banco Mundial o el FMI- se registra una y otra vez en los sectores petrolero y minero, donde los mismos directivos de las empresas o sus abogados llegan a dirigir las instancias de control estatal. Luego se reproduce de manera perversa esta relación subordinada y subordinadora cuando la dirección de la empresa estatal petrolera o del ministerio del ramo es asumida por personajes abiertamente al servicio de las empresas transnacionales. Otra situación retorcida se da cuando gente sin conocimiento asume el funcionamiento de dichas empresas, que en breve se deterioran creando las condiciones para que las transnacionales devengan en las salvadoras de última instancia. Y en todos estos ámbitos la corrupción campea.
No se puede concluir la reflexión sin sentar un aspecto típico que aparece en los países atrapados por la «maldición de la abundancia»: las violencias, que configuran un elemento consustancial de un «modelo biocida». Veamos solo la violencia, desatada por las propias empresas extractivistas, que pasa por diversos grados: represión estatal; criminalización de los defensores de la vida; guerras civiles; guerras abiertas entre países; agresiones imperiales por parte de algunas potencias empeñadas en asegurarse por la fuerza los recursos naturales, sobre todo hidrocarburíferos o minerales.
Este es un punto medular. La violencia en la apropiación de recursos naturales, extraídos atropellando a los Derechos Humanos y a los Derechos de la Naturaleza, «no es una consecuencia de un tipo de extracción sino que es una condición necesaria para poder llevar a cabo la apropiación de recursos naturales», señala atinadamente Eduardo Gudynas (2013). Y se lo hace sin importar los impactos nocivos sociales, ambientales e incluso económicos de los proyectos extractivistas. Por cierto muchas veces ni siquiera se considera el agotamiento de los recursos y sus consecuencias. En palabras de Watts (1999), podemos concluir que «toda la historia del petróleo está repleta de criminalidad, corrupción, el crudo ejercicio del poder y lo peor del capitalismo de frontera», afirmación plenamente aplicable al resto de extractivismos.
El impacto del extractivismo: la cultura del milagro amenaza la democracia
Todo lo mencionado en el punto anterior contribuye a debilitar la gobernabilidad democrática pues establece o facilita la permanencia de gobiernos, que necesitan ser autoritarios y clientelares, así como de empresas voraces y también clientelares. El manejo muchas veces dispendioso de los ingresos obtenidos vía exportación masiva de materias primas y la ausencia de políticas previsibles terminan debilitando la institucionalidad existente o impiden su construcción. En efecto, estos países extractivistas no se caracterizan como ejemplo de democracia, sino todo lo contrario.
América Latina tiene una amplia experiencia en este campo. Venezuela ha sido desde inicios del siglo XX un ejemplo paradigmático. Otros países latinoamericanos también han registrado períodos autoritarios derivados de la modalidad de acumulación primario-exportadora, sustentada en pocos recursos naturales de origen mineral. Igual reflexión se podría hacer para los países exportadores de petróleo como aquellos de los Golfos Pérsico o Arábigo. Arabia Saudita y los Emiratos Árabes, entre otros países de dicha región, que son muy ricos en términos de acumulación de depósitos financieros y con elevados niveles de ingreso per cápita; sin embargo no pueden incorporarse en la lista de países «desarrollados»: la inequidad registrada en muchos ámbitos —como el de género y étnico- es intolerable y sus gobiernos no sólo que no son democráticos, sino que se caracterizan por profundas prácticas autoritarias.
Se podrían encontrar ejemplo contrarios, como Noruega. Sin embargo este país se libró de la «maldición de la abundancia» porque la extracción y exportación de petróleo empezaron y se expandieron cuando ya existían sólidas instituciones económicas y políticas democráticas e institucionalizadas, con una sociedad sin inequidades comparables a la de los países petroleros o mineros. Es decir, cuando este país escandinavo ya era un país capitalista desarrollado. Queda la inquietud de si con este manejo «responsable» desaparecen las violencias propias de los extractivismos sobre la Naturaleza; lo que dudamos definitivamente. Con todo, esta es una experiencia que vale la pena debatir y que puede ayudar a construir respuestas a estas maldiciones, que no serán superadas con respuestas líricas, conjuros o contra-maldiciones.
Respecto a América Latina, en los últimos años hemos visto como los gobiernos tanto progresistas como neoliberales, a través de ampliar el extractivismo buscan nuevos ingresos para impulsar ambiciosos proyectos de «desarrollo» y sostener amplios programas de apoyo a una sociedad con muchas carencias y que cada vez exige más. De hecho las demandas sociales son uno de los mayores alicientes para mantener y apoyar las actividades primario-exportadoras. Los gobiernos, con este esfuerzo, esperan financiar la atención a esas demandas sociales largamente postergadas. Y como vimos, tal presión se mantiene incluso en épocas de crisis de los precios de las materias primas.
En situaciones de bonanza, varios gobiernos de economías ricas en recursos naturaleshanllegadoinclusoapronosticarlapronta«superacióndelsubdesarrollo». Un caso muy recordado es el del Sha Reza Phalevi, uno de los mejores socios de los Estados Unidos en el Medio Oriente. Este monarca alentado por los elevados ingresos petroleros que recibía su país en los años setenta del siglo XX, aseguraba que antes del año 2000 su país se encontraría entre las cinco naciones más ricas y poderosas del planeta. El sueño no duró mucho; su gobierno fue derrocado por una amplia movilización popular impulsada por los ayatolas.
Como afirma Fernando Coronil (2002) para el caso venezolano (situación extrapolable a otros países) en este tipo de economías aflora un «Estado mágico», con capacidad de desplegar la «cultura del milagro». Gracias a los cuantiosos ingresos de las exportaciones de petróleo o minerales, muchas veces los gobernantes de este tipo de Estados se asumen como portadores de la voluntad colectiva y tratan de acelerar el salto hacia la ansiada modernidad occidental (capitalista). Y así surgen los modelos milagrosos, como sucedió en Ecuador en pleno boom de los commodities durante el gobierno de Rafael Correa.
La explotación de los recursos naturales no renovables permite que surjan Estados paternalistas, cuya capacidad de incidencia está atada a la capacidad política de gestionar una mayor o menor participación de la renta minera o petrolera. Son Estados que al monopolio de la violencia política añaden el monopolio de la riqueza natural (Coronil, 2002). Aunque parezca paradójico, este tipo de Estado (que busca realizar el milagro de multiplicar permanentemente los panes y los peces) muchas veces delega parte sustantiva de las tareas sociales a las empresas petroleras o mineras, abandona —desde la perspectiva convencional del desarrollo— amplias regiones (tal como se ha visto en la Amazonía ecuatoriana). Y en estas condiciones de «desterritorialización» del Estado, se consolidan respuestas propias de un Estado policial que reprime a las víctimas del sistema al tiempo que declina el cumplimiento de sus obligaciones sociales y económicas.
En estas economías petroleras o mineras de enclave se configura una estructura y dinámica políticas voraces y autoritarias. Su codicia, particularmente en los años de bonanza, se plasma en un aumento muchas veces más que proporcional del gasto público y sobre todo una discrecional distribución de recursos fiscales, tal como aconteció en el Ecuador de los años setenta o años después con el gobierno de la mal llamada «revolución ciudadana»; el caso venezolano es nuevamente paradigmático.
Este ejercicio político —especialmente en un boom exportador— se explica también por el afán de los gobiernos de mantenerse en el poder y/o por su intención de acelerar varias reformas estructurales que asoman desde su perspectiva como indispensables para transformar sociedades consideradas atávicas (desde la todavía dominante visión de la colonialidad, que margina y reprime los conocimientos y prácticas ancestrales). Este incremento del gasto y las inversiones públicas es también el producto del creciente conflicto distributivo que se desata entre los más disímiles grupos de poder. Como reconoce Jürgen Schuldt: se trata, por tanto, de un juego dinámico de horizonte infinito derivado endógenamente del auge. Y el gasto público —que es discrecional— aumenta más que la recaudación atribuible al auge económico (política fiscal pro-cíclica).
Este «efecto voracidad» provoca la desesperada búsqueda y apropiación abusiva de parte importante de los excedentes generados en el sector primario-exportador. Ante la ausencia de un gran acuerdo nacional para manejar estos recursos naturales, sin instituciones democráticas sólidas (que sólo pueden construirse con una amplia y sostenida participación ciudadana), sin respetar los Derechos Humanos y de la Naturaleza, aparecen en escena diversos grupos de poder no- cooperativos desesperados por obtener una tajada de la renta minera o petrolera. Además, como consecuencia de la apertura de amplias zonas boscosas provocada por las actividades mineras o petroleras, surgen otras actividades extractivistas que provocan, a su vez, graves problemas ambientales y sociales, como las madereras o plantaciones para monocultivos.
En la disputa por la renta de los recursos naturales intervienen, sobre todo, las empresas transnacionales y sus aliados criollos, la banca internacional, amplios sectores empresariales y financieros, incluso las Fuerzas Armadas, así como algunos segmentos sociales con incidencia política. Igualmente obtiene importantes beneficios la «aristocracia obrera» vinculada a las actividades extractivistas (en los términos que planteó Hobsbawn, 1981). Y -como es fácil comprender- esta pugna distributiva, que muchas veces es conflictiva, provoca tensiones políticas lo que demanda gobiernos autoritarios.
En muchos países primario-exportadores, los gobiernos y las élites dominantes, la «nueva clase corporativa», han capturado no sólo el Estado (sin mayores contrapesos) sino que también han cooptado a importantes medios de comunicación, encuestadoras, consultoras empresariales, universidades, fundaciones y estudios de abogados.
Así las cosas, inclusive la privatización y la creciente mercantilización del conocimiento están a la orden del día. Para mencionar un par de casos, hay cátedras especializadas en «estudiar» los transgénicos, agrocombustibles, petróleo, minería… con académicos prestos a legitimar el extractivismo, minimizando o aun negando sus impactos devastadores. Inclusive este tipo de financiamiento se ha dado para tratar de desconocer o aún falsear desde la academia aquellos estudios que denuncian graves problemas para la Humanidad. 14 No hay duda hasta la «ciencia» es cada vez más dependiente de los poderes hegemónicos, que tienen en la mira la apropiación sistemática de la Naturaleza y el control de territorios estratégicos.
Con esto las grandes transnacionales extractivistas se han convertido en un «actor político privilegiado» por poseer
«niveles de acceso e influencia de los cuales no goza ningún otro grupo de interés, estrato o clase social» y, aún más, que les permite «empujar la reconfiguración del resto de la pirámide social (…) se trata de una mano invisible en el Estado que otorga favores y privilegios y que luego, una vez obtenidos, tiende a mantenerlos a toda costa», asumiéndolos como «derechos adquiridos» (Durand, 2006).
Esta realidad conlleva múltiples costos económicos: la subvaluación de las ventas o la sobrevaluación de los costos para reducir el pago de impuestos o aranceles; eventuales e incluso sorpresivas reducciones de la tasa de extracción para forzar mayores beneficios (como lo hizo la Chevron-Texaco en el Ecuador en los años setenta); creciente presencia de intermediarios de todo tipo que dificultan la producción y encarecen las transacciones; incluso la reducción de las inversiones sectoriales, al menos de las empresas más serias… Por otro lado, depender tanto de la generosidad de la Naturaleza margina los esfuerzos de innovación productiva e incluso de mercadeo.
De la mano de la «maldición de la abundancia», aparece la «maldición de la deuda» fomentada por los créditos externos. Así por ejemplo Ecuador, como nuevo rico petrolero pudo conseguir créditos más fácilmente que cuando era un pobretón bananero. 15 En pleno auge económico de los años setenta en el siglo XX, la deuda pública, particularmente externa creció más que proporcionalmente en relación al boom propiamente dicho (es cierto que también creció por condiciones externas derivadas de las demandas de acumulación del capital). Aquí asoma nuevamente el «efecto voracidad», manifestado por el deseo de participar en el festín de los cuantiosos ingresos provenientes de la banca internacional (privada y multilateral), corresponsable de los procesos de endeudamiento externo (Manzano y Rigobon, 2001, Acosta 1994).
Como consecuencia de la alta recaudación derivada de la explotación de los recursos naturales, los gobiernos tienden a dejar de cobrar otros impuestos, como el impuesto a la renta; en realidad despliegan una mínima presión tributaria. Esto, como reconoce Schuldt, «malacostumbra» a la ciudadanía. Y lo que es peor, «con ello se logra que la población no le demande al gobierno transparencia, justicia, representatividad y eficiencia en el gasto»: que robe un gobernante no es tan grave si «hace obra», se escucha repetir con insistencia. Un tema preocupante, pues la demanda por representación democrática en el Estado, nos recuerda el mismo Schuldt (2005), surgió generalmente como consecuencia de los aumentos de impuestos; por ejemplo, en Gran Bretaña hace más de cuatro siglos y en Francia a principios del siglo XIX.
Las lógicas del rentismo y del clientelismo, incluso del consumismo, difieren e impiden la construcción de ciudadanía. Y estas prácticas clientelares, al alentar el individualismo, pueden llegar a desactivar las propuestas y las acciones colectivas, afectando a las organizaciones sociales y lo que es más grave, al sentido de comunidad. Estos gobiernos tratan de subordinar a los movimientos sociales y, si no lo logran, plantean estructuras paralelas controladas por el propio Estado.
Sin minimizar la importancia de cubrir niveles de consumo adecuado para la población tradicionalmente marginada, no faltará quien —ingenuamente- vea en el consumismo hasta elementos democratizadores, sin considerar ni los patrones de consumo importados que se consolidan y tampoco considerar que la creciente demanda se satisface, casi siempre, con la oferta proveniente de grandes grupos económicos y hasta con bienes importados. El auge consumista, que puede durar mientras dure la bonanza, es una cuestión psicológica nada menor en términos políticos. Este incremento del consumo material (DVD, pantallas de TV planas, automóviles…) se confunde con una mejoría de la calidad de vida, en clara consonancia con el carácter fetichista que acompaña al intercambio de mercancías. Así los gobiernos pueden ganar legitimidad desde la lógica del consumismo, algo que no es ambiental ni socialmente sustentable.
En estas economías se mantiene una inhibidora «mono-mentalidad exportadora» que ahoga la creatividad y los incentivos de los empresarios nacionales que habrían estado dispuestos —potencialmente— a invertir en ramas económicas con alto valor agregado y de retorno. También en el seno del gobierno, e incluso entre la ciudadanía, se difunde esta «mentalidad pro-exportadora» casi patológica. Todo esto lleva a despreciar las capacidades y potencialidades humanas, colectivas y culturales disponibles en el país. Se impone una suerte de ADN-extractivista en toda la sociedad, empezando por sus gobernantes. Y todo esto no pasa desapercibido en el ámbito de la política.
Los gobiernos de estas economías primario-exportadoras no sólo cuentan con importantes recursos —sobre todo en las fases de auge de los precios— para asumir la necesaria obra pública, sino que pueden desplegar medidas y acciones dirigidas a cooptar a la población para asegurar una base de «gobernabilidad» que posibilite introducir las reformas y cambios que consideran pertinentes. Pero las buenas intenciones desembocan, con frecuencia, en ejercicios gubernamentales autoritarios y mesiánicos que, en el mejor de los casos, se ocultan detrás de «democracias delegativas».
Además, la mayor erogación pública en actividades clientelares reduce las presiones latentes por una mayor democratización. Se da una suerte de «pacificación fiscal» (Schuldt), dirigida a reducir la protesta social. Aquí observamos a los diversos tipos de bonos empleados para paliar la extrema pobreza, sobre todo aquellos enmarcados en un clientelismo puro y duro que premia a los feligreses más devotos y sumisos.
Los altos ingresos del gobierno le permiten desplazar del poder y prevenir la configuración de grupos y fracciones de poder contestatarias o independientes, que puedan demandar derechos políticos y otros (derechos humanos, justicia, cogobierno, etc.). Incluso se destinan cuantiosos recursos para perseguir a los contrarios, incluyendo a los herejes que no entienden las «bondades indiscutibles» de los extractivismos. Estos gobiernos pueden reforzar sus controles internos incluyendo la represión a los opositores. Además, sin una efectiva participación ciudadana se da paso a un vaciamiento de la democracia, por más que se consulte repetidamente al pueblo en las urnas.
En síntesis, la dependencia de recursos naturales no renovables, en muchas ocasiones, lleva a la constitución de gobiernos caudillistas por los siguientes factores:
- Débiles instituciones del Estado que hagan respetar las normas y fiscalicen las acciones gubernamentales.
- Ausencia de reglas y de transparencia que alientan la discrecionalidad en el manejo de los recursos públicos y los bienes comunes. 16
- Conflicto distributivo por las rentas entre grupos de poder, lo que —a la larga, al consolidar el rentismo y patrimonialismo— disminuye la inversión y el crecimiento económico.
- Políticas cortoplacistas y poco planificadas de los gobiernos.
Además estos gobiernos presidencialistas, que atienden clientelarmente las demandas sociales, son el caldo de cultivo para nuevas formas de conflictividad sociopolítica. Esto se debe a que no se aborda estructuralmente las causas de la pobreza y marginalidad. Igualmente los significativos impactos ambientales y sociales, propios de estas actividades extractivistas a gran escala, aumentan la ingobernabilidad, lo que a su vez exige nuevas respuestas represivas 17 .
En la medida en que se carezca de una adecuada institucionalidad, los costos ambientales, sociales, políticos e incluso económicos (relacionados al uso de la fuerza pública) necesarios para controlar los enfrentamientos que, por ejemplo, la minería a gran escala o la actividad petrolera provocan, no serán nada despreciables. Además habrá que anticipar el efecto de esta inestabilidad social casi programada sobre otras actividades productivas en las zonas de influencia minera. Todo esto demanda de los gobiernos extractivistas, independientemente de su filiación ideológica discursiva, respuestas —autoritarias— que frenen la disidencia.
En Colombia el presidente Juan Manuel Santos recurrió a una figura como «la locomotora minera» en cuanto símbolo para arrastrar a su país, a través de la minería, al ansiado «desarrollo»; atropellando cualquier intento de crítica, se entiende. En Bolivia, su vicepresidente Álvaro García Linera, con un discurso cargado de agresiones e insultos, carente de argumentos, no dudo en tildar a los críticos del extractivismo de «troskistas verdes». Algo similar acontece con el presidente ecuatoriano Rafael Correa que califica a los contrarios a las actividades extractivas como «ecologistas o indigenistas infantiles». Correa aseveró incluso que
«hemos perdido demasiado tiempo para el desarrollo, no tenemos más ni un segundo que perder, (…) los que nos hacen perder tiempo también son esos demagogos, no a la minería, no al petróleo, nos pasamos discutiendo tonterías. Oigan en Estados Unidos, que vayan con esa tontería, en Japón, los meten al manicomio» (10.12.2011). 18
Lo cierto es que estos gobernantes, que asumen el papel de la Santa Inquisición para proteger la fe extractivista, apuntalados con los infaltables expertos de los cenáculos extractivistas, al arremeter contra los herejes -cual teólogos que defienden «la religión verdadera»-, ni siquiera pueden debatir con argumentos, sino que caricaturizan, amenazan y descalifican a los contrarios, impidiendo cualquier discusión mucho más profunda.
Los efectos de estos conflictos y violencias también afectan a los gobiernos seccionales, municipales, atraídos por algunas promesas. No obstante, estos gobiernos locales, tarde o temprano, tendrán que asumir los costos de esta compleja y conflictiva relación entre las comunidades, las empresas y el gobierno central. Los planes de «desarrollo» locales estarán en riesgo, pues la minería o el petróleo —con una imposición casi religiosa- tienen supremacía; esto terminará por hacer pedazos aquellos planes elaborados participativamente y con conocimiento de causa por las poblaciones locales. Esta es una cuestión que no puede pasar desapercibida.
Finalmente, recordemos que las economías extractivistas normalmente deterioran grave e irreversiblemente el medio ambiente natural y social en el que se desempeñan. Ese deterioro a la larga puede generar problemas económicos, sociales y ambientales que, en el caso de no encontrar un nuevo producto de exportación que reemplace a aquellos que entren en crisis, pueden generar problemas irreversibles, desde el agotamiento de varios recursos no renovables (e incluso renovables) hasta la caída en el bienestar de la población y la perpetuidad del subdesarrollo.
Conocer las principales patologías de estas maldiciones
Para responder a tantas maldiciones es preciso conocer a cabalidad los problemas que hay que resolver y las capacidades disponibles para enfrentarlos. Conozcamos, pues, las patologías propias de las economías en las que sus gobernantes y élites dominantes han apostado y apuestan prioritariamente por la extracción y exportación de recursos naturales. Una propuesta convertida en una suerte de devoción religiosa, incluso dogmática, que se ha vuelto prácticamente indiscutible.
Aquí se mencionan, a modo de puntos críticos medulares apegados a la realidad, varias de dichas patologías que generan este esquema de acumulación, que se retroalimenta y potencia sobre sí misma en círculos viciosos cada vez más perniciosos.
Es normal que estas economías experimenten una serie de «enfermedades», particularmente la «enfermedad holandesa». 19 El ingreso abrupto y masivo de divisas sobrevalua el tipo de cambio y hace perder competitividad, perjudicando al sector manufacturero y agropecuario exportador. Como el tipo de cambio real se aprecia, los recursos migran del sector secundario a los segmentos no transables y a aquellos donde está o influye la actividad primario-exportadora en auge. Esto distorsiona la estructura de la economía, al recortar los fondos de inversión que pudieran ir precisamente a los sectores que propician mayor valor agregado, niveles de empleo, progreso técnico y efectos de encadenamiento.
- La especialización en la exportación de bienes primarios —en el largo plazo— ha resultado negativa, por el deterioro tendencial de los términos de intercambio. Este proceso favorece a los bienes industriales que se importan y perjudica a los bienes primarios exportados. Esto se debe, entre otros factores, a que estos últimos bienes poseen una baja elasticidad-ingreso, son sustituibles por sintéticos, no poseen poder monopólico por su bajo aporte tecnológico y de desarrollo innovador (son commodities, es decir sus precios se fijan mayormente por la lógica del mercado), el contenido de materias primas de los productos manufacturados es cada vez menor, etc. Esto impide participar plenamente en las ganancias que proveen el crecimiento económico y el progreso técnico a escala mundial a los países especializados en la exportación de mercancías altamente homogéneas.
- La elevada tasa de ganancia, por las sustanciales rentas diferenciales o ricardianas (aquellas que se derivan de la riqueza de la Naturaleza, más que del esfuerzo del ser humano) que contienen los bienes primarios, lleva a su sobreproducción, la que puede incluso generar un «crecimiento empobrecedor», como ya se mencionó antes. Además, tales rentas —cuando no se cobran las regalías o impuestos correspondientes— conducen a sobreganancias que distorsionan la asignación de recursos en el país. De ahí la importancia de «nacionalizar el petróleo», entendida al menos como una redistribución de las ganancias extraordinarias y de la renta petrolera que obtienen las empresas.
- La volatilidad, que caracteriza a los precios de las materias primas en el mercado mundial, ha hecho que las economías primario-exportadoras sufran problemas recurrentes de balanza pagos y cuentas fiscales, generando una gran dependencia financiera externa y sometiendo a las actividades económica y sociopolítica nacionales a erráticas fluctuaciones. Todo esto se agrava cuando caen los precios en los mercados internacionales y se consolida la crisis de balanza de pagos. Esta crítica situación se profundiza por la fuga masiva de los capitales que aterrizaron para lucrar de los años de bonanza, acompañados por los, también huidizos, capitales locales, agudizando la restricción externa y la presión de recurrir al endeudamiento.
- El auge de la exportación primaria también atrae a la banca internacional, que durante el auge desembolsa préstamos a manos llenas, como si se tratara de un proceso sostenible; financiamiento que, además, ha sido recibido con los brazos abiertos por gobernantes y empresarios creyentes de milagros permanentes. En estas circunstancias se acicatea aún más la sobreproducción de recursos primarios, aumentando las distorsiones económicas sectoriales. Pero, sobre todo, como demuestra la experiencia histórica, se hipoteca el futuro de la economía cuando llega el inevitable momento de servir la deuda externa contraída en montos sobredimensionados durante la euforia exportadora, servicio que por coincidencia recrudece precisamente cuando caen los precios de exportación.
- La abundancia de recursos externos, alimentada por los flujos de exportaciones de petróleo o minerales, tal como lo hemos experimentado durante el reciente boom de los commodities, crea un auge consumista con los impactos antes mencionados. Así se desperdician recursos, en cuanto se procesa una sustitución de productos nacionales por productos externos, situación atizada por la sobrevaluación cambiaria ocasionada por el ingreso masivo de divisas. Incluso una mayor inversión y gasto público, si no se toman las debidas providencias, incentiva las importaciones y no necesariamente la producción doméstica. La experiencia nos ha ensañado que, a la postre, no hay un uso adecuado de los cuantiosos recursos disponibles.
- Esa experiencia también nos ilustra y confirma que el extractivismo no genera encadenamientos dinámicos necesarios para el buen funcionamiento de la economía. No se aseguran los enlaces integradores y sinérgicos ni hacia delante ni hacia atrás y de la demanda final (en el consumo y fiscales). Mucho menos se facilita y garantiza la transferencia tecnológica y la generación de externalidades a favor de otras ramas económicas del país. De esto se deriva la clásica característica de nuestras economías primario-exportadoras, incluso desde la Colonia: su carácter de enclave, con extractivismos normalmente aislados del resto de la economía.
- En estrecha relación con lo anterior, las empresas que controlan la explotación de los recursos naturales no renovables como enclaves, por su ubicación y forma de explotación, se convierten en poderosos entes empresariales (para-estatales) dentro de relativamente débiles Estados nacionales; una suerte de poderosos y ricos arzobispados que restringen al cardenal: el Estado. En cuanto se debilita la lógica del Estado-Nación, se da paso a la «desterritorialización» del Estado. El Estado se desentiende de los enclaves petroleros o mineros dejando, por ejemplo, la atención de las demandas sociales a empresas extractivistas. Esto conduce a un manejo desorganizado y no planificado de esas regiones que, incluso, están muchas veces al margen de las leyes nacionales. Todo eso consolida un ambiente de violencia generalizada y marginalidad creciente que desemboca en respuestas miopes y torpes de un Estado policial, que no cumple sus obligaciones sociales y económicas.
- La baja absorción de fuerza de trabajo y la desigualdad en la distribución del ingreso y los activos conducen a un callejón aparentemente sin salida por los dos lados: los sectores marginales, con mayor productividad del capital que los modernos, no acumulan porque no tienen los recursos para invertir; y los sectores modernos, con mayor productividad de la mano de obra, no invierten porque no tienen mercados internos que les aseguren rentabilidades atractivas. Ello a su vez agrava la disponibilidad de recursos técnicos, de fuerza laboral calificada, de infraestructura y de divisas, desincentivando a los inversionistas; y así sucesivamente. Es decir, se ahonda la heterogeneidad estructural de estos aparatos productivos (ver Pinto, 1970).
- A lo anterior se suma el hecho, bastante obvio (y desgraciadamente necesario no sólo por razones tecnológicas) de que, a diferencia de las demás ramas económicas, la actividad extractivista (particularmente minera y petrolera) absorbe poco —aunque bien remunerado— trabajo directo e indirecto, es intensiva en capital y en importaciones, contrata fuerza directiva altamente calificada (muchas veces extranjera), utiliza casi exclusivamente insumos y tecnología foráneos, etc., con lo que el «valor interno de retorno» (equivalente al valor agregado que se mantiene en el país) de la actividad primario- exportadora resulta irrisorio. A su vez se generan nuevas tensiones sociales en las regiones donde se extraen dichos recursos naturales, en cuanto que son muy pocas las personas de la región las que normalmente pueden integrarse a las plantillas laborales de las empresas mineras y petroleras. Y en los monocultivos, donde aún se emplea bastante mano de obra, las relaciones laborales son muy precarias, hasta caracterizadas por prácticas de semiesclavitud.
- Derivadas de la exportación de bienes primarios, se consolida y profundiza la concentración y centralización del ingreso y de la riqueza en pocas manos, así como el poder político. Grandes beneficiarias de estas actividades son las empresas transnacionales —sacrificados «misioneros de la modernidad y del extractivismo»-, a las que se les reconoce el «mérito» de arriesgarse a explorar y explotar los recursos en mención. Nada se dice de cómo conducen a una mayor
«desnacionalización» de la economía, en parte por el volumen de financiamiento necesario para llegar a la explotación de los recursos, en parte por la falta de empresariado nacional consolidado y, en no menor medida, por la poca voluntad gubernamental por formar alianzas estratégicas con empresarios locales. Por lo demás, desafortunadamente, algunas corporaciones transnacionales han aprovechado su contribución al equilibrio de balanza comercial y la balanza de pagos para influir sobre el equilibrio de poder en el país, amenazando permanentemente a los gobiernos que se atreven a ir a contracorriente.
- En estas economías de enclave la estructura y dinámica políticas se caracterizan por prácticas «rentistas», la voracidad y el autoritarismo con el que se manejan las decisiones en el campo petrolero o minero. Como se anotó antes, la voracidad dispara el gasto público más allá de toda proporción, con un manejo fiscal discrecional. Este «efecto voracidad» consiste en la desesperada búsqueda y apropiación abusiva de parte importante de los excedentes generados por el sector exportador. Los políticamente poderosos exprimen el botín de esos excedentes, incluso recurriendo a mecanismos corruptos, y todo para perennizarse en el poder.
- Este tipo de economías extractivistas deteriora el medio ambiente natural y social en el que se desempeña, a pesar de algunos esfuerzos de las empresas para minimizar la contaminación, y de los sociólogos y antropólogos contratados por ellas para establecer relaciones «amistosas» con las comunidades. Y esto provoca cada vez más respuestas desde las comunidades afectadas, que son crecientemente reprimidas por gobiernos y empresas extractivistas.
A pesar de que se conocen estas patologías, luego de tantas y tantas décadas de dependencia de este tipo de actividades extractivistas, son muy pocas las respuestas efectivas. En los últimos años quizás lo más destacable es la construcción de algunos fondos de estabilización, cuya eficacia depende de la duración de los precios bajos de las materias primas en el mercado mundial. Lo que sí queda absolutamente claro es que la dependencia al extractivismo ha aumentado, tanto en países con gobiernos neoliberales como «progresistas». Todos estos gobiernos, de la mano del extractivismo, se han embarcado en una nueva cruzada desarrollista.
En un nivel más profundo, los extractivismos se producen graves impactos socio-ambientales. Un tajo minero, por ejemplo, provoca graves impactos en la Naturaleza, que implica figurativamente hablando una suerte de amputación forzosa, impide la reproducción y realización de la vida misma. En la mayoría de los casos estas actividades extractivistas irrespetan integralmente la existencia y el mantenimiento y regeneración de los ciclos vitales, estructura, funciones y procesos evolutivos de la Naturaleza. Niegan el derecho a la Naturaleza para su regeneración y restauración. Todo esto, como lo sabemos de sobra, puede conducir a la extinción de especies, la destrucción de ecosistemas o la alteración permanente de los ciclos naturales.
Sin embargo, a pesar de esta enorme carga de argumentos en contra de la acumulación primario exportadora, se registra un posicionamiento de esta que en sí misma parecería ser la verdadera maldición: es decir, la maldición quizá sea la incapacidad para enfrentar el reto de construir alternativas a la acumulación primario-exportadora que parece eternizarse a pesar de sus inocultables fracasos.
Nuevos horizontes emancipadores para superar tantas maldiciones
Aceptómoslo, el extractivismo, en cuanto elemento de una modalidad de acumulación primario-exportadora, nos mantiene en el infierno de la pobreza y la marginación. Se puede vivir épocas de bonanza económica, pero tarde o temprano, vendrán las épocas de escasez y las plagas, al tiempo que se recrudecen las dependencias, sobre todo si no se corrigen algunas de las patologías expuestas anteriormente. Una primera conclusión, entonces, radica en la necesidad imperiosa de superar la dependencia extractivista. Y para lograrlo, se precisa elaborar y poner en marcha una estrategia suficientemente flexible para enfrentar los retos que implica lo que será una larga fase de transición.
En primer lugar hay que enfrentar aquellos intereses poderosos que quieren mantenernos sumidos en la barbarie extractivista. Esa acción política debe venir acompañada de una vigorosa disputa cognitiva que tenga en la mira el desmantelamiento del ADN-extractivista de nuestras sociedades. Y eso se conseguirá desarrollando y difundiendo propuestas alternativas concretas, que tengan una visión utópica de futuro.
El reto radica, entonces, en optar por nuevos rumbos, con soluciones posibles y creíbles para construir otro imaginario colectivo. Para lograrlo se requieren alianzas y consensos que respondan desde dentro de las propias comunidades, aprovechando crecientemente las capacidades locales y nacionales. Simultáneamente hay que constuir una nueva integración regional a partir de una visión inspirada en el regionalismo autónomo, no en el regionalismo abierto inspiración neoliberal. A través de la globalización capitalista no se encontrará la vía de salida del extractivismo y sus maldiciones.
Con todo, hay que dejar sentado que no se puede superar el extractivismo de la noche a la mañana. Arrastrando algunas taras del extractivismo habrá que superar el extractivismo; por ejemplo, utilizando estratégicamente los ingresos de las exportaciones de materias primas. Esta consideración, sin embargo, no puede interpretarse como un llamado a «salir del extractivismo con más extractivismo», como propone el «progresismo» ecuatoriano.
La tarea no pasa simplemente por extraer más recursos naturales para obtener ingresos que ayuden a superar el extractivismo. En paralelo hay que optimizar la actual extracción de los recursos naturales sin ocasionar más destrozos ambientales y sociales, inclusive reparando y restaurando los daños ocasionados. Necesitamos incorporar activamente las demandas ambientales pensando, por ejemplo, que una moratoria e inclusive una suspensión definitiva de la actividad petrolera en los territorios indígenas y aquellas zonas con elevada biodiversidad amazónica es conveniente para los intereses de la sociedad en el mediano y largo plazos. Y más que eso, todos los esfuerzos deben estar orientados a transitar de una civilización antropocéntica a una civilización biocéntrica.
El éxito de este tránsito dependerá, por cierto, de la coherencia de la estrategia alternativa y, sobre todo, del respaldo social que tenga.
Esto implica gestar, desde lo local comunitario, espacios de poder real, verdaderos contrapoderes de acción democrática en lo político, en lo económico y en lo cultural. No se puede esperar a que las soluciones fluyan desde los gobiernos centrales. Es más, a partir de aquellos espacios de contrapoder se podrán forjar -desde lo comunitario- los embriones de una nueva institucionalidad estatal, de una renovada lógica de mercado y de una nueva convivencia social. Contrapoderes que sirvan de base para la estrategia colectiva que debe construir un nuevo imaginario de convivencia, que no podrá ser una visión abstracta que descuide a los actores y a las relaciones presentes, reconociéndolos tal como son hoy y no como queremos que sean mañana.
Este es el punto. Contamos con valores, experiencias y prácticas civilizatorias alternativas, como las que ofrece el Buen Vivir o sumak kawsay o suma qamaña de las comunidades indígenas andinas y amazónicas. 20 A más de las visiones de Nuestra América hay otras muchas aproximaciones a pensamientos filosóficos de alguna manera emparentados con la búsqueda de una vida armoniosa desde visiones filosóficas incluyentes en todos los continentes. El Buen Vivir, como cultura de vida, con diversos nombres y variedades, es conocido y practicado en las diferentes regiones de la Madre Tierra, como podría ser el Ubuntu en África o el Swaraj en la India. Aunque mejor sería hablar en plural de buenos convivires, para no abrir la puerta a un Buen Vivir único, homogéneo, imposible de realizar, por lo demás.
El Buen Vivir, en definitiva, plantea una cosmovisión diferente a la occidental al surgir de raíces comunitarias no capitalistas. Rompe por igual con las lógicas antropocéntricas del capitalismo en cuanto civilización dominante y también de los diversos socialismos realmente existentes hasta ahora, que deberán repensarse desde posturas socio biocéntricas y que no se actualizarán simplemente cambiando de apellidos. No olvidemos que socialistas y capitalistas de todo tipo se enfrentaron y se enfrentan aún en el ring del desarrollo y del progreso, y que están presos de visiones utilitaristas en su relación con la Naturaleza.
Sin pretender agotar el tema, sobre todo por la falta de espacio, aquí apenas se puntualizan algunos elementos que deberían ser considerados en una política económica de transición:
- Desligarse de la adicción al crecimiento económico, valorándolo solo cuando las historias ambiental y social del mismo sean positivas. Con nuevos indicadores y nuevos conceptos habrá que transitar en este proceso de reinvención del mundo fuera de la modernidad imperante.
- Impulsar una real redistribución de la riqueza y de los ingresos, teniendo como herramientas clave la política tributaria progresiva, la redistribución de la tierra y el agua, la eliminación de la financiarización y la especulación de la economía, etc.
- Asegurar la mayor participación de la sociedad en las rentas que se obtienen de la Naturaleza en la fase de transición, es decir mientras se mantengan las actividades extractivistas. Recursos que deberán ser canalizados para financiar las transformaciones productivas indispensables,
- Elaborar y poner en marcha una concepción estratégica de país para intervenir en el mercado mundial, lo que demanda, por un lado, una integración regional autónoma, y, por otro, la configuración de mercados domésticos orientados a satisfacer las necesidades de la población.
- Dar paso a una transformación de la matriz productiva disminuyendo la dependencia del sector primario de la economía y reduciendo la heteregoneidad estructural del aparato productivo. El sector exportador debe estar subordinado al resto de la economía, no al revés.
- Propiciar esquemas de consumo más suficientes y más autosustentables en línea con la búsqueda del Buen Vivir. En este destaquemos la necesidad de reinvetar las ciudades, transformados en verdaderos monstruos que sofocan la vida humana y de la Naturaleza.
- Fomentar el uso y el desarrollo de tecnologías orientadas a servir a los seres humanos, no a la acumulación del capital. La convivialidad tecnológica, como la que propuso Ivan Illich, es una reflexión para considerar.
- Dar paso, entre muchos otros aspectos clave a la construcción de una estrategia que viabilice la soberanía alimentaria (no confundir con seguridad alimentaria), así como una transición energética orientada a un uso eficiente de los recursos renovables.
En síntesis, para resolver estructuralmente la inequidad y la desigualdad, y para reencontrarnos con la Naturaleza, se precisa un cambio de la modalidad de acumulación primario exportadora, lo que implica dar paso al postextractivismo (Acosta, 2014). Pero eso, siendo importante, no es suficiente. Requerimos cambios que tengan como referentes otros horizontes estratégicos más allá del capitalismo. Si no superamos el capitalismo, la desigualdad socioeconómica y la depredación ambiental serán insuperables.
Para conseguirlo, nos toca construir un mundo donde quepan otros mundos, sin que ninguno de ellos sea víctima de la marginación y la explotación, y donde todos los seres humanos vivamos con dignidad y en armonía con la Naturaleza, liberados de todo tipo de dogmas.
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Notas