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DE MOVIMIENTOS ESTRUCTURADOS Y ESTRUCTURAS EN MOVIMIENTO. UNA VISIÓN GENERAL DE LAS PERSPECTIVAS TEÓRICAS SOBRE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES [1]
Of structured movements and moving structures. An overview of theoretical perspectives on social movements
De movimentos estruturados e estruturas em movimento: uma visão geral das perspectivas teóricas dos movimentos sociais
DE MOVIMIENTOS ESTRUCTURADOS Y ESTRUCTURAS EN MOVIMIENTO. UNA VISIÓN GENERAL DE LAS PERSPECTIVAS TEÓRICAS SOBRE LOS MOVIMIENTOS SOCIALES [1]
Tabula Rasa, núm. 25, 2016
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Resumen: Este escrito se publicó como capítulo en el libro Structures of Power, Movements of Resistance: An Introduction to the Theories of Urban Movements in Latin America, editado por Willem Assies, Gerrit Burgwal y Ton Salman, y publicado por CEDLA, Amsterdam, en 1990. Hemos decidido reproducirlo, ya que hace parte del importante aporte del trabajo de Willem, a los movimientos sociales en América Latina. Este artículo de enfoque teórico hace una revisión amplia de las teorías marxistas para situar los trabajos sobre movimientos sociales. Estudia los intentos de integrar al sistema marxista movimientos que no son directamente de clase, mediante un análisis de tres estudiosos de los movimientos sociales urbanos en América Latina con influencia en la década de 1970, para terminar analizando los llamados «nuevos movimientos sociales» y el desarrollo asociado de los enfoques «postmarxistas». Todo esto sirve al autor para aclarar su posición en el debate sobre los movimientos urbanos en América Latina.
Palabras clave: movimientos sociales, movimientos urbanos, Latinoamérica, marxismo, postmarxismo.
Abstract: This chapter was published as a part of the book Structures of Power, Movements of Resistance: An Introduction to the Theories of Urban Movements in Latin America, edited by Willem Assies, Gerrit Burgwal & Ton Salman, and published by CEDLA, Amsterdam, in 1990. We have decided to reproduce it here, since it is part of Assies’ significant contribution to the study of social movements in Latin America. This theoretical paper performs a comprehensive review of Marxian theories in order to locate other contributions on social movements. It studies the efforts to integrate movements that are not directly class based, by analysing three theorists of urban social movements in Latin America, who had a pervasive influence through the 1970’s, and finishes by analysing the so-called ‘new social movements’ and the related development of 'post-marxist' approaches. All of this helps Assies clarify his position in the debate on urban movements in Latin America.
Keywords: social movements, urban movements, Latin America, marxism, post-marxism.
Resumo: Este é um capítulo incluído no livro intitulado Structures of Power, Movements of Resistance. Na Introduction to the Theories of Urban Movements in Latin America, editado por Willem Assies, Gerrit Burgwal & Ton Salman, e publicado pelo CEDLA, Amsterdam, em 1990. É reproduzido aqui porque faz parte da contribuição do trabalho de Willem aos movimentos sociais da América Latina. Este artigo, de inspiração teórica, faz uma revisão abrangente das teorias marxistas para localizar os trabalhos sobre movimentos socais. Estuda, mediante a análise de três especialistas dos movimentos sociais urbanos na América Latina com influência na década de 1970, as tentativas de integração ao marxismo de movimentos que não são diretamente de classe social. Analisa também os chamados «novos movimentos sociais» e o desenvolvimento associado aos enfoques pós-marxistas. Por esse viés, o autor esclarece sua posição na discussão sobre os movimentos urbanos na América Latina.
Palavras-chave: movimentos sociais, movimentos urbanos, América Latina, marxismo, pós-marxismo.
La «naturaleza» de los movimientos sociales y la noción teórica de dichos movimientos han sido tema de extensos debates durante las dos últimas décadas. Aunque el interés que orienta este libro [2] es los «movimientos sociales urbanos» en América Latina, es imposible restringir la discusión a este tipo de movimiento. Muchos de los aspectos implicaban una conexión con intereses más generales y solo pueden entenderse en ese contexto. El objetivo de este capítulo [3] es ofrecer una mirada general del curso de los debates sobre dichos problemas mediante una discusión crítica de algunos de los aportes más influyentes. Obviamente dicho método nos pone ante la difícil elección de la inclusión y la exclusión. Sin embargo, al centrarnos en varias contribuciones es posible cubrir los temas de debate más importantes y brindar al lector los puntos de referencia necesarios para situar otras contribuciones. Dado que los debates sobre los movimientos sociales en América Latina hacen parte de la discusión más general, comenzaremos enfocándonos en lo último y solo tocaremos la problemática específicamente latinoamericana en la última parte de este capítulo.
Pasando por alto el campo de batalla teórico puede observarse una ruptura que se da en el transcurso de los años setenta. Señales de esta ruptura son la aparición del término «nuevos movimientos sociales», así como un creciente número de autores que se autodenominan «postmarxistas». El término «nuevos movimientos sociales» tiene que ver con movimientos que difieren de los familiares movimientos de clase de los obreros o los campesinos. También apela al surgimiento de nuevos problemas abordados por los movimientos, a nuevos modos de organización y acción, así como a nuevas maneras de relacionarse con el Estado, el poder estatal y la política. Los intentos por entender dichos movimientos han contribuido a cuestionar los modos dominantes del análisis social, de los cuales la aparición del «postmarxismo», junto con otros «post-algo», es un aspecto. Los enfoques de inspiración marxista, se afirma, han perdido su relevancia para entender lo que está sucediendo en las sociedades actuales y no captan las formas de protesta social que están surgiendo. Pueden haber sido relevantes para la sociedad industrial capitalista, pero esa etapa pasó y se requieren nuevos modos de análisis para entender el funcionamiento de la sociedad actual y de los movimientos sociales a los que da origen. Al mismo tiempo, la discusión sobre la relevancia de marcos de inspiración marxista se conecta con los debates más amplios sobre el estatus de las ciencias sociales y los intentos por hallar una salida a su «crisis».
Dos temas se sitúan en un lugar prominente en la discusión que sigue. En primer lugar, la (por momentos «filosófica») discusión sobre la «naturaleza» de los movimientos sociales y su «sentido» y «significado». Esto se enlaza con el cuestionamiento de la relevancia de «opiniones totalizantes» y «grandes discursos metasociales» para una comprensión de la sociedad y de la historia. Más aún, implica aspectos como el desvanecimiento del concepto de ideología y la aparición del interés en el discurso y los «regímenes de significación» que no tienen la connotación de «falsa conciencia». También tiene que ver con el problema del anti-humanismo y, por ejemplo, con el paso de una concepción de los sujetos como origen del discurso y de la acción a una concepción de los sujetos como constituidos en el discurso y a través de este. Estos puntos reflejan los avances en la teorización de la «naturaleza de lo social», que no pueden evitar tener implicaciones para la teorización de los movimientos sociales. El segundo tema tiene que ver con las inquietudes de la «teoría política» y gira en torno a la relación entre movimientos, Estado (-poder) y democracia. Esto toca las conceptualizaciones de la política y «lo político» y dónde se «localizan» —el problema de «los espacios políticos»— y será útil para la discusión de los problemas que plantean las transiciones a formas de gobierno más democráticas en América Latina.
El pensamiento marxista, como lo señalamos, ha sido particularmente relevante para el análisis de los movimientos sociales. Pretendía ofrecer una teoría de —así como para— «el» movimiento social de la sociedad industrial capitalista. El llamado a un «postmarxismo» por parte de diferentes autores que trataban el problema de los «nuevos movimientos sociales» (Laclau & Mouffe, 1985; Touraine, 1978) apunta a la relevancia que aún tiene el pensamiento marxista en la reflexión sobre los movimientos sociales, en especial en la «tradición europea» del análisis social, aun cuando solo sea para reemplazarlo. El problema aún dista de resolverse, sin embargo.
En vista de este estado de cosas comenzaremos este capítulo con una breve discusión de algunos aspectos del sistema marxista, que será útil para situar las contribuciones al debate sobre los movimientos sociales en las partes que vienen. En la siguiente parte, dirigiremos nuestra atención a los intentos de integrar al sistema marxista movimientos que no son directamente de clase. Lo haremos centrándonos en tres autores que, a lo largo de la década de 1970, tuvieron una influencia generalizada en el estudio de los movimientos sociales urbanos en América Latina. En la tercera parte, analizaremos las caracterizaciones de los llamados «nuevos movimientos sociales» y el desarrollo asociado de los enfoques «postmarxistas». Contra el trasfondo de estas discusiones finalmente intentaremos aclarar nuestra posición en el debate sobre los movimientos urbanos en América Latina.
l. Las «raíces» marxistas
1.1. Historia: ¿forjándola o creándola?
Marx y Engels propusieron ofrecer una teoría científica para el movimiento social de la sociedad industrial capitalista, que contrastaron con los «socialismos utópicos» previos. El socialismo, afirmaba Engels, se había hecho científico al descubrir Marx la concepción materialista de la historia y su revelación del secreto de la producción capitalista. Los socialistas anteriores, afirmaba, habían concebido el socialismo como la materialización de la Verdad, la Racionalidad y la Justicia Absolutas, pero si ese fuera el caso el socialismo solo podía haberse descubierto en forma accidental, puesto que la Verdad Absoluta es independiente del tiempo o del espacio o del desarrollo histórico humano. El socialismo moderno, en contraste, no es más que el reflejo ideal de un conflicto real en las mentes de la clase que padece directamente bajo su yugo. El medio para acabar ese sufrimiento no tiene que inventarse, sino simplemente reconocerse en los hechos directamente materiales de la producción. De este modo la llegada del socialismo se insertó en una «gran narrativa» de desarrollo histórico en el que se asignaba a las clases «una misión histórica». La misión del proletariado —los sepultureros que el mismo capitalismo produjo en el curso de su evolución— debía eliminar la contradicción de clases mediante la abolición de la propiedad privada en los medios de producción. La socialización de los medios de producción, para la cual maduraron las condiciones a lo largo de la evolución capitalista, fue la precondición para que el género humano comenzara a forjar su propia historia, en lugar de regirse por «fuerzas objetivas», en apariencia. El género humano sería dueño de su destino y podría desplegar plenamente sus capacidades humanas.
A lo largo de los años, las reclamaciones del «socialismo científico» han sido tema de controversia en torno al aspecto de la relación entre las «leyes de la historia» objetivas, por un lado, y la intervención humana y sus motivaciones, por el otro. En el último cuarto del siglo XIX, el «marxismo ortodoxo» adquirió connotaciones fuertemente positivistas y darwinistas y llegó a estar dominado cada vez más por un modelo simplista de base-superestructura aparejado a una perspectiva evolucionista. Los llamados revisionistas, que sostenían que la ciencia no podía ofrecer los apoyos morales para el socialismo y se volcaron a la filosofía neokantiana en su búsqueda de un fundamento moral, fueron condenados oficialmente por la socialdemocracia alemana, que se convirtió en el guardián del «verdadero socialismo científico» (cf. Arato, 1973/74).
«El marxismo ortodoxo», como lo canonizaran los socialdemócratas alemanes de finales del siglo XIX, constituyó la matriz para la teoría leninista de la conciencia de clases y el rol del partido de vanguardia. Su «voluntarismo» consistió básicamente en la idea de que la intervención política puede acelerar el desarrollo histórico sin siquiera alterar su dirección. Pese a ello, abandonada a sus propios dispositivos la clase obrera no podría desarrollar una conciencia política socialista, afirmaba Lenin. Dicha conciencia requiere una comprensión de la totalidad societaria que no puede ser desarrollada por la clase obrera por sí sola, pues su experiencia se limita a la relación entre obrero y patrón. Se mantendría en el nivel del sindicalismo. Se necesitaría un partido de vanguardia, que agrupara a los intelectuales burgueses —portadores de la ciencia— y a teóricos de origen proletario, para desarrollar una conciencia socialista y llevarla a la lucha de clases. La implicación de ese punto de vista es que la clase obrera, en lugar de devenir el sujeto de la historia, es considerada objeto (cf. Cario, 1973). En su época, las opiniones de Lenin recibieron duras críticas de Rosa Luxemburg, pese al hecho de que ella se mantuvo adherida a una noción más bien mecanicista y determinista del desarrollo del capitalismo y de la inevitabilidad de su colapso final que no casa muy bien con su teorización del «factor subjetivo» y el desarrollo de la conciencia de clase socialista (cf. Arato, 1973/74).
Aun así, su teoría de la «espontaneidad» es una dura crítica al vanguardismo por su ultracentralismo y su burocratismo y el no lograr apreciar el movimiento espontáneo de las masas. A partir de un análisis del movimiento huelguista ruso de 1905 ella concluyó que no podía defenderse una distinción nítida entre las luchas políticas y económicas. Problemas económicos aparentemente triviales habían desencadenado huelgas políticas masivas, mientras que las huelgas políticas habían terminado en rondas de huelgas por motivos económicos. Más aún, el elemento espontáneo en esos eventos no concordaba con la teorización oficial, que consideraba al partido como la instancia dominante en la posesión del conocimiento científico. Ella concluyó que la instrucción política se dio en la lucha en lugar de ser el privilegio de un partido de vanguardia, y demandó que se revaluara la huelga masiva en lugar de condenarla como una «desviación anarquista» (Luxemburg, 1974).
Aunque la teoría de la espontaneidad de Luxemburg siguió siendo difícil de reconciliar con la noción más positivista de las «leyes de la historia» en su obra sobre el desarrollo capitalista, la teoría de la alienación de Lukács (1988) añadió nuevas dimensiones a la teorización del desarrollo de la conciencia en la clase obrera. Los debates alemanes sobre la diferencia entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias de la cultura, así como el trabajo de Weber y Simmel sobre la racionalización y la alienación brindan el trasfondo para el surgimiento de su teoría. Una de las tesis centrales de Lukács era que no es el énfasis en los motivos económicos lo que distingue al marxismo de la «ciencia burguesa», sino la centralidad de la categoría de «totalidad». El conocimiento de la totalidad concreta de la sociedad, de la que el hombre es producto y creador, es la clave para la autoconciencia del género humano y, por consiguiente, para la intervención consciente del hombre en la historia, sostenía. En la sociedad capitalista solo la clase obrera tiene un interés vital por desarrollar un conocimiento de la totalidad de la sociedad. La burguesía y la ciencia burguesa dejan de desarrollar dicho conocimiento, porque eso revelaría la historicidad de la sociedad burguesa. En lugar de conocer la realidad, la falsa conciencia de la burguesía tan solo conoce factualidades fetichizadas sin relación con el contexto de la realidad histórica concreta. Esta relación ilusoria con la realidad es sostenida por el fetichismo con las mercancías de la sociedad capitalista. Las relaciones económicas, por ejemplo, se representan como relaciones entre cosas más que entre seres humanos. Así, la burguesía y la ciencia burguesa no ven que lo que aparece como hecho positivo en la realidad es la subjetividad reificada. Están condenados al reflejo contemplativo de las «leyes objetivas» que parecen funcionar sin intervención de un sujeto. La clase obrera, en contraste, tiene un interés vital en desgarrar el velo de la reificación. En su existencia diaria, la reificación y la alienación alcanzan un punto culminante, puesto que el obrero confronta el producto de su trabajo como fuerza ajena. La subjetividad del obrero, su mano de obra, se ha convertido en un objeto que se compra y se vende en el mercado y está sujeta al proceso deshumanizante de la racionalización capitalista. Superar esta situación de alienación deshumanizante requiere entender la posición de la clase obrera en la totalidad de la sociedad, puesto que entenderla es condición necesaria para la intervención racional. Es la clase la que tiene la capacidad para entender e introducir un cambio radical en la sociedad. Por consiguiente, la unidad de la teoría y la praxis es tan solo el reverso de la condición histórico-material del obrero. La autoconciencia es al mismo tiempo conciencia de la totalidad: el proletariado se convierte en el sujeto-objeto idéntico de la historia (cf. Kunneman, 1986, pp. 137-145). Con esta explicación de la alienación, que resulta de la mercantilización de la mano de obra, Lukács entregó las bases filosóficas para un marxismo humanista. [4] La resistencia a la reificación y el intento de recuperar la subjetividad negada se convierte en la fuerza motriz para la lucha de clase que más sufre por las tendencias deshumanizantes del desarrollo capitalista. En cierto sentido Lukács entregó las bases para una teoría de la generación espontánea de la conciencia de clase política. La ideología, entendida como falsa conciencia o el fracaso en el desarrollo de la reacción racionalmente apropiada que puede imputarse a una posición objetiva específica en el proceso de producción es el mayor obstáculo para el desarrollo de la acción de la conciencia de clase por parte del proletariado. Eso no significa que la clase obrera deba convertirse en el objeto de la actividad partidista. A este respecto, Lukács adoptó una posición entre Lenin y Luxemburgo. Lukács sostenía que la relación entre la teoría, la clase y el partido debía ser dialéctica. [5]
Lukács posteriormente adoptó posiciones más ortodoxas. Él había puesto mucho de los cimientos, sin embargo, para la obra de la Escuela de Frankfurt. La incapacidad del movimiento de la clase obrera de resistir el ascenso del nazismo y del fascismo y la transformación del capitalismo en un sistema aún más monopolizado en el que el Estado había llegado a actuar como agente «regulador», sentó las bases para su trabajo. Al mismo tiempo ellos fueron testigos del auge del estalinismo. Reflexionando sobre estos desarrollos y los problemas que planteaban, este grupo esperaba contribuir a la formación de una consciencia crítica que midiera «lo real» contra «el potencial» de la emancipación y la liberación humanas. En un sistema marxista ellos investigaron aún más el tema de la alienación, que resulta del proceso social capitalista y sus consecuencias de fetichización y reificación. Así, por ejemplo, estimaron la producción de una «cultura de masas» en el contexto de la sociedad monopolista-capitalista y sus consecuencias para el pensamiento crítico auténtico y autónomo. La crítica del capitalismo estaba ligada a una adopción crítica de las teorías freudianas. Contra Freud los teóricos críticos sostuvieron que la represión y la sublimación del principio del placer como condición para la existencia de la sociedad civilizada no puede ser un «supuesto» inmutable. Con la expansión de la producción y el mayor control sobre la naturaleza, la sociedad subvierte la necesidad de la postergación perpetua de la gratificación. Esbozando así «el potencial», los teóricos críticos también investigaron «lo real» en su trabajo sobre la formación de la personalidad autoritaria. La obra de Weber fue una tercera fuente central de inspiración para la teoría crítica. Él brindó un punto de partida para la discusión de la racionalidad y el predominio de la racionalidad instrumental en el contexto de una sociedad marcada por la fetichización y la reificación. La ciencia y la técnica devienen ideología y socavan las capacidades para la reflexión crítica. La teoría crítica cobró «influencia histórica» en los movimientos estudiantiles de la década de 1960 como, por ejemplo, se reflejaba en el lema «L'imagination au pouvoir». La popularidad de la crítica marxista estructuralista de esta tradición de marxismo imitaba la reflexión sobre la «experiencia del 68» y el «fracaso de la espontaneidad».
En el relativo aislamiento de su celda en la prisión, Gramsci produjo otra crítica al marxismo positivista y abordó muchos de los aspectos planteados por las transformaciones del capitalismo que también ocuparon a los teóricos críticos de una forma original. Una de sus ideas básicas es el rechazo de la sociología, la ciencia que pretende estudiar los hechos sociales, es decir, la política y la historia, con los métodos de las ciencias naturales. La política, sostenía, no puede entenderse apoyándose en las «leyes de la naturaleza» positivistas. El supuesto de la ley de la estadística como ley esencial que opera por necesidad es un error, puesto que la acción política tiende precisamente a despertar a las masas de la pasividad; en otras palabras a destruir la ley de los grandes números. Asumir la acción política, esto es, la formación de voluntades colectivas, como punto de partida rompe con el positivismo evolucionista y con la teleología. En varias ocasiones se refiere a la frase de Marx de que el género humano no se fija a sí mismo tareas para cuya solución no existen ya las precondiciones materiales o que al menos estén en proceso de formación. Donde dichas condiciones existen, dice, «la solución de las tareas se vuelve ‘deber’, la ‘voluntad' se hace libre» (Gramsci, 1986, pp. 243-44, pp. 425-30).
Así, las tareas que confronta la humanidad están determinadas históricamente, pero la solución a esas tareas depende de las ideologías, o visiones del mundo, que mientras existan las sociedades con divisiones de clases debe ser la expresión de tal contradicción. Las ideologías, por consiguiente, no son «verdaderas» ni «falsas» en algún sentido absoluto, sino más bien más o menos adecuadas a las circunstancias históricas. La ideología burguesa, por ejemplo, se propagó por la sociedad y se incorporó al «sentido común» —la filosofía «no sistemática del no filósofo»— cuando la burguesía estaba en su «fase históricamente progresista». Aun la «filosofía de la praxis» es una expresión de las contradicciones históricas, aunque la más completa y consciente, ya que está al tanto de su propia historicidad. Gramsci por consiguiente caracterizó el marxismo como un «historicismo absoluto o como un humanismo absoluto».
La ideología, o la visión del mundo, se vuelve así una piedra angular para la teoría de la hegemonía de Gramsci. Las ideologías son engendradas por las clases sociales que han formado o tienden a formar una capa de lo que él llama «intelectuales orgánicos». Ellos dan conciencia de su propia función a la clase a la que pertenecen, no solo en el campo económico, sino también en el social y el político. Dicha consciencia se desarrolla en primer lugar a nivel corporativo de la clase puramente económica, pero este nivel se trasciende cuando se toma consciencia de que estos intereses pueden ampliarse para incluir a los de las demás clases subordinadas. Eso es lo que Gramsci describió como el momento de la «catarsis»: el paso del momento puramente económico (o egoísta pasional) al ético-político. Es mediante este paso de lo «estructural» a lo «superestructural» que las «ideologías se vuelven partido» y confrontan a otros partidos en la lucha por la hegemonía. [6] La hegemonía, el unísono de los fines económicos y políticos, así como la unidad moral e intelectual, en resumen, la formación de una voluntad colectiva, es la base de los bloques históricos, la hegemonía activa de una clase dirigente sobre la sociedad en conjunto.
La implicación de la teoría de la hegemonía de Gramsci es que las clases dirigentes no necesariamente gobiernan solo por la fuerza, sino que también pueden lograr ganar el consentimiento activo de aquellos a quienes gobiernan. Dicho consentimiento se manifiesta «espontáneamente» en los periodos históricos en los que un grupo social dado es realmente progresista, es decir, que realmente hace que avance la sociedad toda en lugar de simplemente atender sus propios intereses económico-corporativos. Cuando el grupo dominante, sin embargo, ha agotado su función, el bloque ideológico tiende a derrumbarse y la coerción sustituye cada vez más el consentimiento. La clase dirigente pierde su hegemonía y se anuncia un periodo de crisis orgánica, que consiste en una situación en la que «lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer».
Si la obra de Luxemburg, Lukács y Gramsci puede entenderse como una reacción contra el positivismo mecánico del marxismo de la Segunda Internacional, el marxismo estructuralista, cuando surgió en el transcurso de los años sesenta, se entendió como un correctivo al «humanismo» y al «historicismo» que había dominado el marxismo durante los cuarenta años precedentes (cf. Althusser, 1986; Althusser & Balibar, 1975, 1978). Lukács, Luxemburg y Gramsci, al igual que Marcuse y Sartre son considerados representantes de esta tradición humanista-historicista. Según Althusser ellos no lograron apreciar el carácter científico del marxismo, al considerarlo una filosofía humanista centrada en la problemática de la consciencia. Este «humanismo izquierdista», sostiene, tomó al proletariado como «locus y misionero de la esencia humana». La interpretación estructuralista del marxismo, en contraste, es antihistoricista y antihumanista. El fin que profesa es reinstaurar el marxismo como ciencia de la historia y no como filosofía humanista crítica.
Según Althusser, en el pensamiento de Marx hubo una «ruptura epistemológica» alrededor de 1845. El joven humanista Marx, que había estado pensando en términos de alienación, consciencia, liberación y Hombre, se despojó de su piel e hizo su aparición el Marx estructuralista maduro. En la misma maniobra fundó una teoría científica de la historia, el materialismo histórico, y una nueva filosofía, el materialismo dialéctico. Nuevos conceptos, como la formación social, las fuerzas productivas, las relaciones de producción, la superestructura, la ideología, la determinación en última instancia por la economía y la determinación específica de las demás instancias (niveles), tomaron el lugar de las antiguas. Absorbiendo estas nociones los estructuralistas formularon un esquema general para el análisis de formaciones sociales históricamente concretas. Estas son configuraciones, o articulaciones, de varios modos de producción definidos en forma abstracta, cada uno con su propia contradicción de clase específica, su política y su ideología. La historia, entonces, se conceptualiza como una secuencia de tales configuraciones. [7] Es, como lo planteara alguna vez Althusser, un proceso sin sujeto o fin(es). Las masas, antes que los hombres, hacen la historia y el sujeto real de la historia son las relaciones de producción. Aunque los individuos puedan pensarse como sujetos, de hecho no son más que soportes de estructuras cuyo movimiento, en última instancia, está determinado por la infraestructura económica. Si los individuos actúan, esto solo puede ser por medio (par et sous) de la ideología. Miremos, antes de volver al problema del cambio histórico, brevemente a la teoría de la ideología según la elaboró Althusser en su famoso ensayo sobre los aparatos del Estado ideológico (Althusser, 1976). Este ensayo hizo parte del intento de dar una respuesta a la pregunta de cómo sobreviven las formaciones sociales y se centra en la reproducción de las relaciones de producción. En la primera parte del ensayo Althusser básicamente discute el rol del aparato educativo estatal al que, junto con la familia, considera él como uno de los aparatos ideológicos más importantes de la sociedad capitalista, en cuanto interviene en la reproducción de las relaciones de producción mediante la transmisión del know how implicado en la ideología imperante. En la segunda parte de este ensayo Althusser esboza una teoría general de la ideología. Criticando la concepción de ideología como una representación alienada de la realidad, la define como una «'representación' de la relación imaginaria de los individuos con sus condiciones de existencia reales». Apenas como es posible escapar al propio subconsciente es posible escapar de la ideología. La ideología es transhistórica y, en sí misma, no tiene historia, pero las ideologías particulares tienen una historia ligada a la lucha de clases. En segundo lugar, la ideología tiene existencia material dado que siempre existe en un aparato y en sus prácticas y rituales. Así, un sujeto actúa en la medida en que es influido por un sistema en el que (indicada en el orden de la determinación real) «la ideología existe en un aparato ideológico material, prescribiendo prácticas materiales gobernadas por un ritual material, cuyas prácticas existen en las acciones materiales de un sujeto que actúa en plena consciencia según su creencia». La tesis central del argumento es que la ideología interpela a los individuos como sujetos. Si la categoría de sujeto es constitutiva de cualquier ideología lo es solo en la medida en que la ideología tiene la función (por definición) de «constituir» a individuos concretos como sujetos. Como ilustración, Althusser usa la historia del saludo de un policía: «¡Oiga, usted el de allá!», al que el individuo llamado se vuelve, deviniendo por ende sujeto, es decir, sujetándose a sí mismo. En el caso de la ideología, sin embargo, no existe secuencia temporal. La existencia de la ideología y la interpelación de las personas como sujetos es la misma cosa. Aunque la persona puede pensarse como autor libre de sus acciones y responsable por ellas, en realidad no hay sujetos, excepto por y para su subyugación. La ideología dominante está interiorizada por la mayoría de personas, que se convierten así en buenos sujetos: soportes de la estructura.
Volviendo al problema del cambio histórico, el concepto de la sobredeterminación es de importancia. Fue introducido para hacer frente al problema del funcionamiento sincrónico de la estructura y de la diacronía del cambio. La noción de sobredeterminación buscaba escapar a la «negación de la negación» determinada de la dialéctica hegeliana. Como ejemplo, Althusser usó el concepto para explicar por qué había ocurrido una revolución socialista en Rusia, el «eslabón más débil de la cadena imperialista», en lugar de hacerlo en los países capitalistas avanzados. Esto se debió, afirmaba, a una acumulación y condensación (exaspération) de todo, en la época, posibles contradicciones históricas en un solo Estado. Rusia, en ese tiempo, estaba un siglo a la saga del mundo del imperialismo y en forma simultánea a la cabeza de él. La sobredeterminación de contradicciones resultante explica entonces por qué ocurrió una revolución allí.
Como lo ha observado Lojkine (1981, pp. 57-77) en su crítica del marxismo estructuralista, la sustitución del concepto de la sobredeterminación por el concepto hegeliano de la contradicción interna hace imposible concebir la transformación de una estructura como resultante de su propio desarrollo —endógeno—. De hecho, el concepto de la sobredeterminación señala que deben pensarse las transformaciones como discontinuidades radicales que no pueden explicarse en términos del modo anterior de producción o formación social. Las transformaciones se conciben como resultado de la asincronicidad (décalage) entre las instancias de los diferentes modos de producción de una formación social. Como tales, se convierten más bien en transmutaciones de la combinatoire estructuralista. [8] El punto principal de la crítica de Lojkine es que de esta forma el proceso de transición se vuelve «indeterminado» y de hecho el concepto de sobredeterminación implica una ruptura con las reconfortantes «filosofías de la historia» decimonónicas, tan queridas para Lojkine. [9]
Sin embargo, aun si los estructuralistas hicieron algún avance en la teorización de la intervención política, más que atribuir el curso de la historia a una dialéctica de contradicciones internas, la teoría althusseriana de la ideología fue de alguna ayuda en la teorización de la intervención política, en lugar de atribuir el curso de la historia a una dialéctica de contradicciones internas, la teoría althusseriana de la ideología y su visión de la relación entre estructura y actor dificultan la concepción de una acción que refute la estructura. Si los individuos son los soportes de la estructura, y la ideología está tan estrechamente ligada a la reproducción de la estructura, como lo diría Althusser, es difícil ver cómo podrían surgir ideologías o discursos contrahegemónicos si no fuera por las luchas teóricas de los «científicos marxistas». Althusser no explica el origen de las ideologías que crean «malos sujetos». Su referencia a la interiorización de la ideología dominante indica que los «malos sujetos» salen de una falla de socialización y en esto se acerca a un sistema parsoniano. Más aún, si, como lo ha observado el teórico de origen argentino Ernesto Laclau (1977, p. 69), el Estado se define como el factor de cohesión de una formación social, no debe considerarse que esto significa que todo lo que contribuya a la cohesión social también hace parte del Estado. Con su concepción de aparatos ideológicos de Estado, Althusser prácticamente colapsa la sociedad civil dentro del Estado, para terminar con un orden de dominación omnipresente que tiende hacia un determinismo funcionalista más bien pesimista.
De otro lado, la reconceptualización estructuralista de la ideología ha allanado el camino para el interés actual en el discurso y los regímenes de significación y su papel en la constitución de la subjetividad (cf. MacDonell, 1987). La crítica de la ontología humanista mantiene, pues, su influencia y provee parte del combustible para las actuales controversias sobre la relación entre estructura y actor. En la tercera parte, analizaremos el trabajo de Laclau y Mouffe, como exponente de dicha tendencia. Ellos se concentran en la propuesta de que los sujetos están constituidos por el discurso, pero el discurso no está ligado a ninguna estructura monolítica. Junto con la noción de la «determinación en última instancia», rechazan la concepción de la sociedad como una «totalidad inteligible» y hacen énfasis en «la infinitud de lo social», que escapa a los límites de cualquier sistema estructural.
1.2. El Estado que no languidecería
Aunque Marx solo vivió para escribir la mitad de los tomos de El capital que planeaba y no dejó ninguna teoría coherente sobre el Estado, es posible reconstruir sus ideas sobre las relaciones entre el movimiento de la clase obrera y el poder estatal a grandes rasgos.
Puede recordarse, para empezar, que Marx vivió el periodo de transición al capitalismo industrial, así como el periodo temprano de capitalismo industrial establecido. Para Hobsbawn (1978, 1980) la diferencia entre estos dos periodos ha sentado el marco para su diferencia entre lo que él llama movimientos prepolíticos y políticos; una diferencia que por largo tiempo jugó un papel importante en el análisis de los movimientos sociales (por ejemplo, Forman, 1971; Monteiro, 1980; Quijano, 1979; Souza-Martins, 1985). La diferenciación no implica, como lo señala Hobsbawn (1980), que «antes» no hubiera política, sino que apunta a una transformación de la forma de la política. En primer lugar menciona un cambio en la naturaleza del Estado, con la nacionalización de la acción gubernamental de forma paralela a la nacionalización del proceso económico. En segundo lugar, la política misma se transformó mediante cambios en las formas de organización, propaganda y movilización. Finalmente, el idioma de la política cambió con la secularización.
Puede considerarse estas transformaciones como relacionadas con el proceso de diferenciación entre el Estado y la sociedad civil, es decir, la constitución de un «espacio político» institucionalizado. El concepto de sociedad civil surgió en el transcurso del siglo XVIII en relación con el surgimiento de la burguesía. En el modo de producción capitalista, que es la base de la sociedad burguesa y del Estado burgués, la extracción del plusvalor ha dejado de ser un tema político directamente, como lo fue bajo los modos de producción anteriores. Ocurre en una forma más bien sutil bajo la apariencia del intercambio igualitario entre asociados particulares. Estas son las condiciones para la relativa separación entre lo económico y lo político o en un sentido más amplio, entre lo privado y lo público, como se consagró en las leyes que surgieron. En contraste con Hegel, Marx y Engels consideraron la sociedad civil, a la cual la economía política le daría la anatomía, más que el Estado como elemento decisivo del desarrollo histórico. Mientras Hegel soñaba con una absorción de la sociedad civil por el Estado, en la cual la libertad y moralidad individuales encontrarían su realización, ellos pensaban en términos de una reabsorción del Estado por la sociedad civil, la famosa «desaparición del Estado».
Los acontecimientos de la Comuna de París en 1871 tuvieron un impacto importante en las opiniones de Marx y los posteriores debates sobre la relación entre el movimiento de la clase obrera y el poder del Estado. En el Prefacio a la edición en alemán de 1872 del Manifiesto comunista, Marx y Engels argumentaron que este había perdido vigencia en algunos detalles. La Commune, escribieron, había demostrado que «la clase obrera simplemente no puede agarrar la maquinaria hecha del Estado y usarla para sus fines». La caracterización de la Commune como la negación viviente del Estado –bonapartista– y la posterior caracterización de Engels de la insurrección como el primer ejemplo de la dictadura proletaria contribuyó a convertir la Commune en referencia paradigmática en la teorización del Estado y la revolución.
En La guerra civil en Francia, Marx esbozó algunas de las características que consideraba importantes en relación con la teoría del Estado revolucionario. Los miembros de la Commune, señaló, habrían sido escogidos por sufragio universal en los distintos distritos electorales de la ciudad y la mayoría de ellos eran obreros o representantes declarados de la clase obrera. Eran responsables y su cargo revocable en cortos periodos. La asamblea de la Commune debía ser un organismo operativo, no parlamentario, ejecutivo y legislativo al mismo tiempo. Se despojó a la policía de sus atributos políticos y se la convirtió en el agente responsable y en todo momento revocable de la Commune. Lo mismo se aplicaba a los funcionarios de todas las demás ramas de la administración. Como el resto de los servidores públicos, los magistrados y jueces debían ser elegidos, responsables y revocables y desde los miembros de la Commune hacia abajo, el servicio público debía prestarse por salarios de obrero. El ejército permanente se había suprimido y reemplazado por el pueblo armado. La Commune debía servir como modelo para el resto de Francia. El antiguo gobierno centralizado tendría que dar paso al autogobierno de los productores. Las communes rurales de cada distrito debían administrar sus asuntos comunes por medio de una asamblea de delegados en el poblado central y estas asambleas distritales, a su vez, debían enviar diputados a una Delegación Nacional en París, donde el puesto de cada delegado sería revocable en cualquier momento y circunscrito a un mandato impérate. La constitución comunal, escribió Marx, habría devuelto al organismo social todas las fuerzas hasta el momento absorbidas por el Estado parásito que se alimentaba de la sociedad e impedía su libre movimiento (Marx y Engels, 1970, pp. 248-309). En resumen, la Commune ofrecía un modelo para la reabsorción del Estado por parte de la sociedad.
Para la noción de «demoler la vieja maquinaria del Estado» en conexión con la defensa del federalismo y el autogobierno local, los escritos de Marx sobre la Commune se consideran con frecuencia en contravía con la línea central de su pensamiento según la cual a una fase del socialismo, con un Estado altamente centralizado, le seguirá una fase comunista y la desaparición del Estado. No es nada claro cómo debe reconciliarse el modelo de democracia directa esbozado en La guerra civil en Francia, con la defensa persistente que hace Marx de la formación de los partidos políticos. Sus argumentos a este respecto estaban dirigidos a atacar a los anarquistas, a Bakunin en particular, quien sostenía que la formación de partidos solo llevaría a la división, el autoritarismo y a una reproducción de la concepción burguesa de la política. Dicha política no puede ser el vehículo de la revolución y la liberación sociales, afirmaban. Solo puede llevar al comunismo de Estado y a la dictadura de una minoría. Por consiguiente ellos defendieron «demoler el Estado» en forma inmediata para reemplazarlo por una federación de organizaciones locales de productores con democracia directa, algo similar a lo que se había esbozado en La guerra civil en Francia. El movimiento revolucionario debe ser él mismo un microcosmos de la nueva sociedad, era su argumento (Bruhat, 1975; Clark, 1979 /80; Kriegel, 1975; Meshkat, 1971). [10]
El modelo de la Commune, como lo había discutido Marx, proveyó el punto de partida para la discusión de Lenin de la soviet-democracy en su State and Revolution. En el contexto de la estrategia de poder dual, un Estado soviético se conformaría en confrontación con el Gobierno Provisional dirigido por Kerenski. La actitud de los bolcheviques Bolsheviki ante la soviet-democracy era más bien ambigua, sin embargo. Aunque en State and Revolution el rol del partido fue apenas tocado en un pasaje muy corto, Lenin afirma de forma tajante que la dictadura del proletariado solo puede realizarse plenamente con la toma del poder por el partido, el cual educará y liderará a las masas. [11] Hasta donde los Bolsheviki consideraron la idea del control obrero lo entendían como una «contabilidad omniabarcante, omnipresente, extremadamente precisamente y sumamente escrupulosa de la producción y el consumo de mercancías» y no en términos de la toma democrática de decisiones o del autogobierno. Lenin era bastante utópico para tomar la estructura jerárquica de los servicios postales como modelo para la nueva sociedad. Para 1921 se condenó oficialmente cualquier idea sobre la democracia directa como «desviaciones izquierdistas» en la Décima Conferencia del Partido, el cual adoptó también la fatídica moción de abolir los derechos de las facciones. Una cláusula secreta le daba derechos disciplinarios ilimitados al Comité Central (Brinton, 1970; Kolontai, 1983).
Desde 1918 Rosa Luxemburg lanzó una crítica mordaz a este curso de eventos en su ensayo sobre The Russian Revolution, en el que recriminó a los Bolsheviki por considerar gravosas las instituciones democráticas y por disolver la Asamblea Constituyente de 1917. El remedio, afirmaba ella, es peor que la enfermedad. Para la dominación por parte de la burguesía, la educación política de las masas puede no ser esencial, peor para la dictadura del proletariado sí lo es, y por ende la democracia es indispensable. Con su concepción de dictadura, Lenin y Trotsky presuponen que tienen una receta prefabricada para la transformación socialista y de ese modo caen víctimas de una concepción burguesa de dictadura de una minoría. La democracia socialista, sostenía Luxemburg, no es un regalo de navidad que se da a los fieles después de que llegan a la Tierra Prometida, donde un puñado de dictadores socialistas ha adecuado las condiciones materiales para ella. La dictadura proletaria es una forma de ejercer la democracia, no de abolirla (Luxemburg, 1974:163-193). Con estas afirmaciones Luxemburg se situaba mucho más cerca del modelo de la democracia radical esbozado en La guerra civil en Francia.
En la obra de Gramsci la reflexión sobre la dictadura y la estrategia revolucionaria dio un nuevo giro. La elaboración de su teoría de la hegemonía hizo parte de un intento por hacer frente a las transformaciones en la técnica política en Europa Occidental después de 1848, es decir, la expansión de la democracia parlamentaria y el crecimiento de las burocracias político-privadas, como los partidos y los sindicatos, que Althusser caracterizaría más adelante como aparatos ideológicos del Estado. Hoy en día suele citarse a Gramsci por la frase suya de que un grupo social ya debe ser hegemónico antes de ganar el poder gubernamental y que esta es sin duda una de las condiciones para ganar tal poder (Gramsci, 1986, p. 57). Para Gramsci, sin embargo, esta no era una verdad absoluta válida en todas las circunstancias, sino más bien una idea que se aplicaba a los casos en los que la sociedad civil se había constituido adecuadamente. En Rusia, el Este, el poder estatal había sido tomado por los Bolsheviki y solo después había comenzado la lucha por la hegemonía. En ese caso «el Estado lo era todo, la sociedad civil era primordial y gelatinosa». En esas condiciones un ataque frontal, una guerra de movimiento, había sido posible. En Occidente, sin embargo, «había una relación adecuada entre el Estado y la sociedad civil, y cuando temblaba el Estado enseguida se revelaba una sólida estructura de la sociedad civil». En esa situación, ya no podía esperarse una victoria por el ataque frontal; tendría que prepararse mediante un desarrollo paciente de la hegemonía en la sociedad civil. Las estructuras masivas de las democracias modernas, tanto como organizaciones estatales y como complejos de organizaciones en la sociedad civil constituyen por decirlo así las trincheras y fortificaciones permanentes del frente en una guerra de posiciones. El elemento del movimiento, que anteriormente era «el todo» de la guerra se ha hecho «parcial». En resumen, mientras la estrategia de la vanguardia aún podría haber tenido éxito en el Este se había hecho obsoleta en el Occidente (Gramsci, 1986, pp. 229-243; cf. Carnoy, 1984, pp. 80-85; Jessop, 1984, pp. 142-153). Estas opiniones tuvieron un papel más adelante en los debates entre los eurocomunistas sobre la reforma de sus partidos y las estrategias de esos partidos.
En años recientes, se ha insinuado en ocasiones que últimamente «la Izquierda» se ha convertido a «los valores democráticos». La discusión precedente muestra que la afirmación está de algún modo fuera de foco, a menos que se reduzca «la Izquierda» a los vanguardistas más obstinados. Es cierto, sin embargo, que ha habido una reapreciación de los sistemas representativos y que lo que solía llamarse «democracia burguesa», que ha sido análoga a la democratización de los partidos comunistas de Europa occidental y al surgimiento del Eurocomunismo. Uno de los argumentos contra los sistemas representativos es que son una forma de alienación que resulta de la separación entre la toma de decisiones y la ejecución. Dicha separación amenaza la autonomía y la autenticidad e impide el pleno despliegue de las capacidades humanas mediante la participación activa en los asuntos de la comunidad. La participación en consejos de democracia directa sería la alternativa que sustituiría la división artificial y contradictoria entre el Estado y la sociedad civil. Esto tiene relación con el argumento de que es imposible el pleno despliegue de la democracia en sociedades divididas por las clases, que dan origen al surgimiento del Estado como algo «sobre» y «contra» la sociedad. La contradicción de clases y las formas relacionadas de dominación y concentración del poder impiden la discusión racional y la democracia se convierte en ilusión, pues los temas fundamentales quedan por fuera de su alcance.
Una forma de repensar el tema de la democracia puede encontrarse en la obra de Poulantzas. Inicialmente, él apoyó la tesis de que el Estado es el locus de la organización del bloque de poder y que la distinción entre el Estado y la sociedad civil es un dispositivo meramente ideológico dirigido a neutralizar el conflicto de clases. Por ende, el Estado existente debe «aplastarse» con una estrategia de poder dual que reemplazará un Estado proletario que posteriormente desaparecerá. Considerando que el proceso de producción define las clases, sostuvo, la superestructura jurídico-política interpela a los obreros igual que a los capitalistas como sujetos individuales. De esta forma, el Estado tiende a diluir el conflicto de clases aislando a la gente como individuos y luego reunificándolos en el constructo del Estado nación, que parece la encarnación de una voluntad nacional popular. La política parlamentaria, sostuvo, tiene poco efecto sobre la relación entre el legislativo y el ejecutivo. Creer tal cosa es una ilusión, una «deformación parlamentaria» (Poulantzas, 1980a, pp. l28-144).
Un replanteamiento de estas opiniones puede percibirse en el estudio de Poulantzas (1974) sobre el fascismo y el Estado de excepción. En ese estudio, él elaboró un análisis más específico del Estado capitalista y de los diferentes tipos de régimen que caracteriza las «formas excepcionales» del Estado capitalista. En términos más generales, era un intento de abordar las transformaciones de la relación entre la economía y el sistema de gobierno en el contexto de la transición del capitalismo competitivo al de monopolio y las formas mediante las cuales los Estados capitalistas manejan dichas transformaciones. Las «formas de excepción» del Estado capitalista tienen relación con dichas transformaciones. En tales formas de excepción se modifica la relación entre lo público y lo privado. La relativa autonomía de los aparatos ideológicos, que en condiciones «normales» se dejan a la iniciativa privada, está limitada o suspendida por completo. El sistema jurídico se modifica en que la diferenciación entre lo público y lo privado, que limita en cierto sentido el poder estatal, se vuelve arbitraria. El sistema electoral se suspende y la democracia parlamentaria se rehúsa a ser reemplazada con otras formas de legitimación, como los plebiscitos. Mediante el análisis de las formas excepcionales del Estado capitalista, Poulantzas llegó a la conclusión de que los «dispositivos ideológicos» del Estado burgués son en realidad pilones en la lucha de clases. El sufragio universal, por ejemplo, «también ha sido una conquista de la clase obrera y de las masas populares» (Poulantzas, 1974, p. 368). Con la revalorización de la diferencia entre Estado y sociedad civil y del sufragio universal y la reconsideración de la relación entre Estado y economía bajo el capitalismo monopolista, se sentaron las bases para una reconceptualización del Estado capitalista y para descartar la estrategia de poder dual. Poulantzas llegó a ver cada vez más el Estado como un sitio de la lucha de clases más que simplemente como el sito de la organización del bloque de poder. Antes que reemplazar el Estado burgués con uno proletario que languidecerá más adelante, él llega a pensar en términos de una democracia representativa transformada radicalmente que implica una perfección de las libertades políticas en el socialismo. El Estado no se debilitará en absoluto, antes bien puede sufrir una transformación radical (cf. Poulantzas, 1983). Desde una perspectiva leninista de la democracia Poulantzas se desplazó gradualmente a una más cercana a Luxemburg.
Los debates sobre la relación entre el socialismo y la democracia fueron alimentados por una serie de artículos de Norberto Bobbio (1978a, 1978b, 1978c), en los que cuestionaba las alternativas institucionales a la democracia representativa y la defendían como un procedimiento formal para la toma colectiva de decisiones, cualquiera fuera el contexto societario. Los concejos democráticos directamente, inspirados por los modelos de la Commune de París o los soviets, no son una alternativa viable a los sistemas representativos, afirmó. La acción extra-institucional y las formas de democracia directa pueden ser correctivos importantes para un sistema pluralista representativo, pero no pueden sustituirlo. Los problemas reales, sostenía Bobbio, son los de grandes dimensiones, la burocratización de los aparatos del Estado, la naturaleza cada vez más técnica de las decisiones y la tendencia a la masificación de la sociedad civil. Más aún, afirmaba que si hay razones para preferir el método democrático sobre el autocrático, estas razones se vuelven ciertas aun, y sobre todo, para una sociedad en transición al socialismo. El problema puede haber sido menos relevante en situaciones de ausencia de una tradición de gobierno democrático, pero no puede echarse a un lado en situaciones en las que existe tal tradición. Es cuestión de fines y de medios y puede preguntarse si cuando se emplean medios violentos o autocráticos para promover una transición, algo de la violencia inicial no se mantendrá en el sistema de gobierno.
Las afirmaciones de Bobbio fueron seguidas de un debate en el que se discutió la relación entre forma y contenido de la democracia. ¿Sería posible incluir asuntos «privados», como la toma de decisiones económicas, en el dominio público mediante los procedimientos formales de la democracia representativa? El compromiso del derecho a los «valores democráticos» parece terminar donde se toca lo que considera el fundamento último de la democracia: la economía del libre mercado. El caso de Chile es un ejemplo citado ampliamente. En este debate se reconocía en general que las formas de la democracia directa no pueden ser un sustituto para la democracia representativa aunque son correctivos importantes y una garantía institucional contra el estatismo. Más que sustitutos son complementos importantes. Al mismo tiempo, se revisó el dogma de una estrategia de poder dual «heroica» como única vía al socialismo. Las luchas populares y de clase han sido factores importantes en el establecimiento y la consolidación de la democracia representativa. Es más que una simple cortina de humo tendida por la burguesía para contener el conflicto de clases. En el periodo anterior, el Estado puede haber sido simplemente un instrumento de la burguesía, pero se ha convertido cada vez más en un Estado dominado por algunos burgueses que, por otra parte, se ha enzarzado profundamente en la producción, así como en la reproducción de las condiciones de producción materiales. Los aparatos de Estado se han convertido en lugares de lucha y la estrategia de «demoler el Estado» se ha hecho obsoleta (cf. Carnoy, 1984: 153-171; Jessop, 1984: 177-180).
1.3. Observaciones finales
En esta sección hemos discutido que la teorización marxista ha sido, y ha seguido siendo, un marco de referencia de la mayor importancia en el estudio de los movimientos sociales y el debate en torno a los mismos. Por consiguiente, hemos esbozado algunos de los avances de la teorización marxista como medio para situar los problemas que se abordarán en las secciones que siguen. Hemos centrado la atención en dos áreas de interés. En primer lugar repasamos el debate sobre el rol de la clase obrera y de la conciencia de clases en el desarrollo histórico y en segundo lugar discutimos la relación entre el movimiento de la clase obrera, el poder estatal y la democracia.
En lo que respecta al primer punto, pueden relacionarse con la actual controversia estructura/actor. La obra de Lukács y, más adelante, de la Escuela de Frankfurt, por un lado, y la de Gramsci, por el otro, pueden considerarse dos de las principales respuestas al positivismo mecánico del marxismo de la Segunda Internacional. Estas respuestas se fundamentaron en la elaboración de una antropología marxista-humanista que toma su principal inspiración en la obra del «joven Marx». [12] La relación entre sujeto y objeto fue uno de los principales temas que abordaron Lukács y los frankfurtianos en sus teorías de la alienación. Esta se define como la dominación del sujeto por parte de fuerzas ajenas que impiden el pleno despliegue de sus capacidades humanas. La emancipación es la liberación del dominio de esas fuerzas ajenas, sean las «fuerzas de la naturaleza» o las fuerzas que surgen de la organización de la sociedad. [13] En la sociedad industrial capitalista es la clase obrera la que tiene un interés vital, así como la capacidad de desintegrar la reificación alienante que hace que los hombres parezcan movidos por «leyes objetivas». Los hombres, como lo plantea Lukács, pueden convertirse en el «subjeto-objeto» de la historia. En años posteriores, se cuestionó la idea de que pudiera lograrse una identidad completa del sujeto y el objeto, pero se mantuvo la idea de que la brecha pudiera —y por ende debiera— reducirse sustancialmente. Como lo señalamos, ese humanismo puede justificar una creencia en la resistencia espontánea, capaz de trascender la estructura. Como tal, contrasta con la opinión leninista —arraigada en una noción más bien positivista de las «leyes de la historia»— y que la «lucha de clases obrera, abandonada a su suerte, solo puede reflejar la estructura, pero no suplantarla.
La contribución de Gramsci también se basó en una filosofía humanista. Su teoría de la hegemonía ofrece un claro contraste con formulaciones leninistas anteriores. En estas formulaciones, se entendía la hegemonía como una simple suma de los «intereses históricos» de varias clases, que podía derivarse de una noción de las «leyes de la historia». La teorización de Gramsci de la intervención política, el papel del «libre albedrío» en el cumplimiento de las «tareas históricas» y la noción de la hegemonía como la «capacidad de hacer que toda la sociedad avance», ofrece un claro contraste con la noción más positivista de Lenin. Lo más provocador es que Gramsci definía el marxismo como un «historicismo absoluto y un humanismo absoluto». Es la expresión histórica de una contradicción social y desaparecerá al superar esa contradicción.
El humanismo y el historicismo se convirtieron en los puntos de ataque centrales para los marxistas estructurales en su intento por reinstaurar el marxismo como ciencia. La historia, como lo planteó Althusser, es «un proceso sin sujeto ni fines» y los sujetos son los soportes o «portadores» de las estructuras. La llamada subjetividad humana está modelada por la estructura a través de la ideología, y el humanismo mismo es una ideología modelada por circunstancias históricas precisas. Este antihumanismo radical ha sido objeto de muchas críticas. El viraje a enfoques «orientados al actor» manifiestamente —aunque muchas veces subteorizados—, que van desde las teorías de la elección racional hasta las teorías de la alienación reformada, hacia finales de los años 70 puede entenderse como una reacción al estructuralismo. Un buen ejemplo es la renuncia de Castells (1983, p. 298) al marxismo estructuralista que a la vez indica cómo la controversia estructura/actor se intersecta con la crítica del leninismo que fue arte y parte de la teoría althusseriana. Así, Castells sostiene que el rol que se atribuye a «el partido» como solución al dilema estructura/actor, se ha hecho inaceptable para él y que «los movimientos sociales autoconscientes y auto-organizados» son lo real. Sin embargo, el hecho de que se disgustara con las petulantes prácticas autoritarias de los partidos con orientación «científica» es una cosa. No resuelve el dilema estructura/actor y tampoco hace una invocación simple de Weber y Freud como nuevas fuentes de inspiración diferentes a Marx.
La cuestión de si algo como «los sujetos humanos» puede «trascender» las estructuras que los modelan o cómo pueden escapar a la reproducción sincrónica de las estructuras para hacer la historia, más que atribuir el cambio —la diacronía— a cierta clase de «transmutación» no intencionada, se ha convertido en uno de los principales problemas de las ciencias sociales. La elaboración reciente de las «teorías de la práctica» (cf. Ortner, 1984) y la influyente formulación que hace Giddens de una «teoría de la estructuración» son intentos por hacer frente al problema, lo que también se refleja en el interés de Touraine (1973) con la «autoproducción de la sociedad» a lo que regresará más adelante. En su «teoría de la estructuración» Giddens (1986) ha introducido la noción de la «dualidad de las estructuras», afirmando que las estructura no solo son restrictivas, sino también habilitadoras. En un ánimo algo similar, Therborn (1980) sostiene que la ideología no solo somete a los individuos, sino que también los califica para la acción, y Stuurman (1985), en referencia a Giddens, afirma que la reproducción/transformación de las estructuras siempre está sujeta a la lucha. Sin embargo, el intento de Giddens por «recuperar la agencia humana» de las garras de las determinaciones estructurales no ha sido aceptada generalmente como convincente del todo, puesto que está estrechamente ligada a un subjetivismo individualista y voluntarista que tiende a marginar el rol de la estructura objetiva. El rol de la estructura se vuelve secundario al de los agentes humanos supuestamente conocedores, que se conciben realmente como estructuras constituyentes. En el análisis final, la teoría de la estructuración de Giddens se fundamenta en una noción de un «sujeto soberano». No responde adecuadamente a la concepción de que la agencia humana es una «realidad producida» (cf. Clegg, 1989, pp. 138-147; Livesay, 1989; Smart, 1982).
El último punto de vista está en la base de la teorización de la hegemonía de Laclau y Mouffe (1985), quienes siguen el camino antihumanista que Althusser destaca, combinándolo con una perspectiva teórica del discurso. Los sujetos, sostienen, no pueden concebirse como el origen de las relaciones sociales ni siquiera en el sentido limitado de estar dotados de poderes que hace posible una experiencia, pues toda «experiencia» depende de condiciones discursivas precisas de la posibilidad. En lugar de hablar de sujetos, ellos hablan de «posiciones de sujeto» constituidas por estructuras discursivas. Más adelante afirmaremos que su posición termina en un «reduccionismo del discurso» que no tiene en cuenta los aspectos extra-discursivos. Su crítica a menudo justificada de la noción de las ideologías como ligadas de manera rígida a clases específicas da lugar a una construcción igualmente problemática en la que las ideologías «flotan» como discursos incorpóreos y que concibe lo social como contingencia e indeterminación puras.
Como ha argumentado Foucault (1966) el problema de la estructura y el actor, objetividad y subjetividad, de la cual hemos analizado diferentes apariciones, es constitutiva de las ciencias humanas, pues surgieron hacia finales del siglo XVIII. Inicialmente, él relacionó la aparición de estas ciencias, que toman el sujeto humano como su objeto, básicamente con un cambio de configuración epistemológica. Más adelante, tomó cada vez más aspectos extra-discursivos, como los problemas prácticos y teóricos que toman en consideración las transformaciones sociales que se estaban dando en la época. Así, muestra la aparición del concepto de hombre, el humanismo concomitante, así como las ciencias humanas y su problema constitutivo de tomar el sujeto humano como objeto, en relación con el surgimiento de la «sociedad disciplinaria». La conclusión de estas consideraciones sobre las condiciones de posibilidad históricas y epistemológicas de las ciencias sociales es lo que se considera uno de los problemas centrales de las ciencias sociales, el problema de la estructura/actor, no puede resolverse sin disolver la sociología como ciencia (cf. Smart, 1982).
Un segundo aspecto que abordamos en esta parte fue el debate sobre la relación entre la democracia y el movimiento obrero. Las sugerencias expresadas recientemente de que últimamente «la Izquierda» ha descubierto «los valores democráticos» se demostraron exageradas. El problema ha sido tema de debate a lo largo de la historia del movimiento obrero. La idea de que la democracia directa puede sustituir totalmente las formas de la democracia representativa se ha repensado, sin embargo. Eso no significa que la crítica a la «democracia existencia en la realidad» se haya vuelto irrelevante o que el funcionamiento de la democracia pueda considerarse simplemente como exento de problemas en el contexto de las sociedades con divisiones de clase. Como lo señaló Bobbio (1978c), una característica consistente y común tanto de los Estados capitalistas y socialistas existentes actualmente es la incapacidad democrática de controlar el poder económico. En ambos casos las grandes decisiones de la política económica se toman en forma autocrática. El debate renovado sobre la relación entre el socialismo y las formas de la democracia institucional, surgieron en un momento en que la proliferación de los «nuevos movimientos sociales» apuntaba a los problemas de legitimación del Estado capitalista y a la «crisis del sistema de partidos». Los debates reflejan los intentes por formular una alternativa socialista frente a los intentos neoconservadores para imponer una reformulación restrictiva de la política y el alcance de la democracia. Tales aspectos sin duda no se han hecho menos relevantes con los recientes desarrollos en los países del bloque oriental y tampoco pueden descartarse en el contexto de las «transiciones democráticas» en América Latina. En lugar de algo acabado, la democracia y sus formas posibles siguen siendo un desafío.
En esta sección nos hemos encontrado con varios problemas que se recogerán en la discusión que sigue, en particular en la parte sobre «nuevos movimientos sociales». En primer lugar, mencionamos las condiciones de aparición del movimiento obrero, es decir, la sociedad industrial capitalista, un punto al que volveremos en la discusión de las condiciones del surgimiento de los «nuevos movimientos sociales». Un segundo punto relacionado es el de la centralidad del movimiento obrero. En la parte que sigue, analizaremos los intentos por integrar movimientos que no se basan en las clases a esquemas que atribuyen un rol central a la clase obrera con el argumento de que sus intereses pueden universalizarse y relacionarse con su posición estructural o su conciencia potencial. La discusión se centrará en los «movimientos urbanos», pero sus implicaciones no se limitan a este tipo de movimiento. En la tercera parte, analizaremos puntos de vista alternativos, como surgieron en el contexto del debate sobre los «nuevos movimientos sociales» y en la cuarta parte se discutirán las perspectivas latinoamericanas sobre el tema. Finalmente, hemos mencionado de paso la problemática del «espacio de la política» al rastrear la aparición de la división entre Estado y sociedad civil y analizamos las propuestas para sustituir esta configuración histórica. [14] El punto tiene que ver con el asunto de la democracia en el sentido de que la democracia directa se consideró una forma de superar la contradicción Estado/sociedad, que a su vez requeriría la constitución de una comunidad sin clases. En la tercera parte, se discutirán algunas ideas sobre una reconceptualización de la política y sus espacios, y en la cuarta se dirigirá la atención al tema de la democratización en el contexto latinoamericano.
2. Movimientos urbanos y el «viejo» paradigma
Una de las nociones importantes del enfoque «ortodoxo» a los movimientos que no se basan directamente en la clase es la distinción entre las llamadas contradicciones primarias y secundarias. Las contradicciones secundarias concebidas como derivadas de la contradicción primaria, es decir, la propiedad privada y la contradicción de las clases. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, de Engels, ilustra el argumento. En esta obra él elaboró la noción de que la propiedad privada está en la base de la familia patriarcal y del Estado. El desarrollo de la propiedad privada marcó el paso del comunismo primitivo a la sociedad dividida en clases. Dio origen a una nueva forma de herencia con el derribamiento del «derecho materno», así como el desarrollo del Estado para mantener a raya los antagonismos de clases. La propiedad privada está en la base de los problemas. Una vez se aboliera el Estado podría desaparecer y la estructura familiar dejaría de depender de consideraciones económicas. Un cambio en la estructura, causado por la intervención política de un partido de la clase obrera, provocaría un cambio en toda la superestructura. Así llegó la teoría original del giro maestro, o lo que Laclau y Mouffe (1985) llamaron el «punto de ruptura privilegiado». Este ha proporcionado los soportes teóricos de la noción de una «jerarquía de luchas», que es la subordinación de las luchas «secundarias» a la lucha de clases que, por ejemplo, fue criticada desde un punto de vista feminista por Corten y Onstenk (1981).
Althusser proporcionó algunos de los medios para trascender esta noción esencialista de la totalidad societaria. La sociedad, sostiene, en un todo complejo estructurado por una contradicción dominante (un tout complexe structuré à dominante). Las contradicciones secundarias, entonces, no son simplemente manifestaciones fenoménicas de una contradicción principal en una relación de los fenómenos con la esencia. De hecho, la principal contradicción no puede existir sin las contradicciones secundarias o «antes» o «después» de ellos. Estas son las condiciones de existencia mutua en una relación dialéctica que él trató de capturar en la noción de la «sobredeterminación» (Althusser, 1986, p. 211). Para seguir con el ejemplo de la relación entre socialismo y feminismo, ahora se afirmaría que el capitalismo y el patriarcado no tienen una raíz común, sino que la familia patriarcal se articula con y está sobredeterminada por el capitalismo por ser funcional a la reproducción de la mano de obra. De este modo, aunque otras contradicciones pueden tener existencia propia, la lucha contra el capitalismo sigue siendo la principal lucha, pues lo económico es determinante «en última instancia».
La crítica a este «último reducto del esencialismo» es una de las características principales del «postmarxismo» como lo elaboraran Laclau y Mouffe (1985). En su opinión, no hay una «lucha principal» indicada estructuralmente. Las prácticas políticas contingentes de la articulación hegemónica definen lo que es «principal». Así, Mouffe (1984) sostiene que nunca se ha demostrado un nexo estructural o funcional entre el capitalismo y el patriarcado y por ende no es necesaria la articulación entre la lucha feminista y la anticapitalista. Dicha articulación, argumenta Mouffe (1984), debe crearse mediante la articulación hegemónica.
En esta parte nos centraremos en la teorización sobre los «movimientos urbanos» que se mantiene dentro del sistema marxista y que muchas veces intenta dilucidar las relaciones estructurales entre las luchas urbanas y la lucha de clases de forma similar a los intentos de entablar relaciones entre, por ejemplo, la lucha femenina y la lucha de clases, por la noción de las «contradicciones secundarias». Comenzaremos discutiendo la aproximación a los movimientos urbanos inspirada en el marxismo estructural de Castells y el rol de las contradicciones secundarias, luego tomaremos la crítica que hace Lojkine de Castells y finalmente examinaremos el aporte de Borja al debate. Estos tres autores han tenido una influencia dominante en el estudio de los movimientos urbanos en América Latina desde que este surgió en la década de 1970.
2.1. Marxismo estructuralista y la «cuestión urbana»
La influyente obra de Castells sobre La cuestión urbana «nació del estupor». Estupor por la importancia que adoptaron los «problemas urbanos» en un momento a comienzos de la década de 1970, «cuando las olas de la lucha antiimperialista se extienden por todo el mundo, cuando los movimientos de rebelión estallan en el corazón mismo del capitalismo avanzado, cuando el renacimiento de la acción de la clase obrera crea una nueva situación política en Europa». La pasmosa prominencia de los problemas urbano-ambientales, señaló Castells, surge de la influencia de la «ideología urbana» que expresa ciertas consecuencias de las contradicciones sociales existentes en términos de un desbalance entre la tecnología y el medio ambiente. El objetivo del libro de Castells es demistificar esta «ideología urbana». Para responder a este desafío, dice, se requiere un análisis teórico que reemplaza el discurso ideológico y evita los peligros idénticos de una desviación de derecha (pero en apariencia de izquierda) que reconoce los nuevos problemas, pero les da prioridad teórica y política sobre la determinación económica y la lucha de clases, y una desviación de izquierda que niega la aparición de nuevas formas de contradicción social y que se desgasta en acrobacias intelectuales para reducir la creciente diversidad de las formas de la oposición de clases a una oposición directa entre el capital y la mano de obra (Castells, 1977, pp. 1-2). Con el ánimo de evitar estos peligros, Castells recurre, como lo admitirá más adelante, a una interpretación más formalista del marxismo estructuralista que abandonará en el transcurso de los años 70 (cf. Lowe, 1986).
Después de una crítica a los enfoques existentes en la sociología urbana, en especial la Escuela de Chicago, cuya teoría de la «cultura urbana» reposa en la oposición de las nociones de «comunidad rural» y «asociativismo urbano», Castells continúa con la construcción teórica de un objeto de análisis: la estructura o el sistema urbano. Se rechazan las delimitaciones de «lo urbano» en términos ideológicos, como en el enfoque de la cultura urbana, o en términos político-jurídicos de las fronteras políticas. Debe teorizarse al nivel de la instancia económica. Más específicamente, Castells señala, esto corresponde a parte del proceso económico, a saber, la reproducción de la mano de obra. La unidad urbana es al proceso de reproducción lo que la empresa es al proceso de producción: una unidad específica articulada con otras unidades que formas el proceso como un todo. En términos espaciales, el proceso de producción especifica el espacio regional, mientras que el proceso de reproducción especifica el espacio urbano. El sistema urbano, entonces, se define como la articulación específica de las instancias de una estructura social dentro de una unidad (espacial) de la reproducción de la mano de obra. Así, las instancias económicas, político-jurídicas e ideológicas especifican al menos cinco elementos fundamentales de la estructura urbana (la producción, el consumo, el intercambio, la administración, lo simbólico), que lo constituyen en sus relaciones y solo en sus relaciones.
Debe notarse que Castells concentró su análisis en los nuevos problemas que dieron lugar a la prominencia de la «cuestión urbana» y la «ideología urbana» en los países capitalistas avanzados. Esta prominencia está asociada a la mayor importancia del «consumo colectivo», es decir, la organización de los medios colectivos de reproducción de la mano de obra. Esos son los medios de consumo que, por razones históricas específicas, son esencialmente dependientes de su producción, distribución y administración sobre la intervención del Estado (Castells, 1977, pp. 234-242, 431, 439-440). [15]
La estructura urbana, como objeto de análisis construido teóricamente, allana el camino para el análisis de situaciones concretas, pero no puede explicarlas, ya que están formadas de sistemas de prácticas que, aunque definidas por posiciones estructurales, tienen efectos secundarios relativamente autónomos capaces de definir la situación más allá de su carga estructural. Estas prácticas se estructuran en torno a las prácticas que condensan y resumen el sistema como un todo, es decir, las prácticas políticas. Las prácticas políticas, más o menos directamente, tienen las relaciones de clase como su objeto y al Estado como su objetivo. Para la clase dominante ellas se definen, sobre todo como intervenciones por medio del aparato político-jurídico, y para las clases dominadas, en contraste, como lucha de clases política. Estas definiciones son las bases para la diferencia que hace Castells entre planificación urbana y movimiento social urbano.
La planificación urbana se define como la intervención de lo político en la articulación específica de las diferentes instancias de una formación social en una unidad colectiva de reproducción de la mano de obra con el ánimo de asegurar la prolongación de su reproducción, de regular las contradicciones no antagonistas y de represar las contradicciones antagonistas, garantizando así los intereses de la clase social dominante en el todo de la formación social y la reorganización del sistema urbano, de manera tal que se garantice la reproducción estructural del modo de producción dominante. Un movimiento social urbano, en contraste, se define como un sistema de prácticas que se derivan de la articulación de una coyuntura del sistema de agentes urbanos y de otras prácticas sociales de tal forma que su desarrollo tienda de manera objetiva hacia la transformación estructural del sistema urbano o hacia la modificación sustancial de las relaciones de poder en la lucha de clases, es decir, en última instancia, en el poder estatal. Los movimientos sociales, entonces, tienen el fin de producir un efecto cualitativamente nuevo en la estructura social, bien sea a nivel de las estructuras mediante un cambio en la ley estructural de la instancia dominante, o al nivel de las prácticas mediante una modificación de las relaciones de poder, que van en contravía con la dominación social institucionalizada. En otras palabras, el índice de cambio más característico es una modificación sustancial del sistema de autoridad (en el aparato político-legal) o en la organización de la contradominación (refuerzo de las organizaciones de clase). Mientras que la planificación se ocupa de la regulación de las contradicciones, los movimientos sociales son la fuente de la verdadera innovación y el cambio (Castells, 1977, pp. 260-275, 432). [16]
Pese a su aparente rigor estas definiciones tienen fallas como resultado de la dificultad para manejar la relación entre la estructura y la coyuntura de la práctica. En lugar de concebir la planificación y los movimientos sociales como prácticas para las cuales las posiciones estructurales especifican el horizonte, Castells intenta relacionar el concepto de planificación con lo político, es decir, con una instancia de la estructura, mientras que el concepto de movimiento social se relaciona con la política, es decir, con las prácticas y la coyuntura. Por ejemplo, los movimientos sociales de base urbana son descritos como una «confrontación con la instancia política» (Castells, 1977, p. 268) en lugar de una confrontación en el nivel político (la instancia política), como locus de la lucha política, y como poseedores de la estructura para su objeto. La inconsistencia en este punto se corrobora cuando Castells afirma que en un análisis concreto la diferencia entre la planificación urbana y el movimiento social no tiene gran significado, «pues la planificación es también una forma de práctica política de clase, y los movimientos sociales o confrontacionales afectan de manera directa el contenido y el proceso de cualquier operación urbanística» (Castells, 1977, p. 276). Las estructuras, por sí solas, no practican.
Los movimientos sociales, prosigue Castells, no son «espontáneos», sino que surgen del encuentro de una cierta combinación estructural, que contiene varias contradicciones, con cierto tipo de organización. Habrá un movimiento social si la práctica y el discurso de la organización conectan las contradicciones soportadas por los agentes sin soltarlos de manera fragmentada (ideología reformista) y sin fusionarlos en una sola oposición globalizante (utopía revolucionarista). El requerimiento para los movimientos sociales urbanos es una correspondencia entre las contradicciones estructurales fundamentales en el sistema urbano y una «línea correcta», es decir, una práctica política cuyo horizonte estructural corresponde a los objetivos de la organización, que a su vez dependen de los intereses de clase representados por la organización en una coyuntura dada (Castells, 1977, p. 273).
Las contradicciones urbanas se caracterizan por dos rasgos fundamentales: su naturaleza «pluriclasista» y su carácter secundario. Las divisiones que efectúan no corresponden a la oposición estructural entre las dos clases fundamentales, sino que distribuyen las clases y fracciones en una relación cuyos términos en oposición varían ampliamente según la coyuntura. Por consiguiente, «la política urbana» es un elemento esencial en la formación de alianzas de clase, en particular en relación con la pequeña burguesía. Su naturaleza secundaria implica que su articulación con un proceso cuyo fin es la conquista del poder estatal atraviesa una serie de mediaciones. Dicha articulación puede hacerse coyunturalmente crucial en la lucha por el poder del Estado (Castells, 1977, pp. 376-378, 432-433). Podría decirse que en ese caso una contradicción urbana se ha hecho coyunturalmente sobredeterminada. El resultado de estas consideraciones es que la efectividad de los movimientos urbanos sobre las relaciones de clase está determinada por la manera como se conectan los aspectos urbanos con otros aspectos estructurales. Los movimientos urbanos se vuelven movimientos sociales en la medida en que se convierten en componente de algún movimiento político que desafía el orden social, por ejemplo, la lucha obrera (Castells, 1977, p. 377).
Castells aplicó su marco teórico en varios estudios de caso donde se centra en la relación entre las contradicciones urbanas y la lucha por el poder político (Castells, 1977, pp. 324-378; c.f. Castells, 1974). Un análisis de la resistencia contra la «reconquista» del centro de la ciudad de París, con la construcción de apartamentos de lujo y distritos empresariales, lo lleva a concluir que las movilizaciones que se restringen específicamente a la problemática urbana tienen pocas posibilidades de producir efectos estructurales. En el caso de las asociaciones barriales en Montreal se creó un vínculo con un movimiento político, pero solo mediante la incorporación directa de las demandas al programa político. En consecuencia, el movimiento se mantuvo en el nivel de lo que Castells —emulando a Lenin— llamó sindicalismo de consumo colectivo. Permaneció restringido al planteamiento de demandas relacionadas con la distribución de los bienes colectivos en lugar de relacionarlos con la lucha de clases dirigida a cambiar las relaciones en la esfera de la producción e incorporando las demandas en una estrategia cuya meta era el poder estatal. Fue el movimiento pobladores en Chile el que proporcionó el ejemplo más claro del surgimiento de un movimiento social urbano. En este caso, la cuestión urbana quedó sobredeterminada como resultado del proceso político que se inició con las políticas de la reforma democrática cristiana de la década de 1960. Las principales tendencias políticas —Demócratas Cristianos, Unidad Popular y la izquierda revolucionaria— se involucraron en las ocupaciones [17] de la tierra urbana. En este contexto se establecieron varios vínculos entre la lucha de clases, la lucha urbana y la lucha política.
El análisis de estos casos lleva a Castells a la conclusión de que la interacción de tres elementos básicos determina la relevancia política de los movimientos. La interacción entre el contenido objetivo estructural de cada demanda, la base social y la línea política practicada por la organización intermedia dan la clave para entender el secreto de los movimientos sociales urbanos.
2.2. Ciudades y capitalismo monopolista de Estado
Un objetivo importante del libro de Lojkine sobre Marxismo, el Estado y la cuestión urbana (Lojkine, 1981) es mostrar la inadecuación del marxismo estructuralista en general y en su enfoque de la cuestión urbana. Como se señaló antes, Lojkine hace un ruego para que la dialéctica hegeliana más bien mecánica de la negación determinada evite la indeterminación que él detecta en el marxismo estructuralista. En forma simultánea, Lojkine critica la caracterización de los individuos como «soportes de estructuras». Sin embargo, no presenta ninguna alternativa aceptable y al final trata —«metodológicamente»— a los individuos como «personificaciones de las categorías económicas» (Lojkine, 1981, p. 173). Más aún, su noción del desarrollo humano se reduce a algo como el «desarrollo de las fuerzas productivas humanas», es decir, una adaptación de las capacidades humanas a los requerimientos del desarrollo de las fuerzas productivas. Su concepción de la tecnología recuerda el entusiasmo de Lenin por el sistema tayloriana y solo tiene que leerse la explicación del aforismo hecha por Gramsci, que puede considerarse en cierto sentido precursora de la obra de Foucault sobre la disciplina y el poder, para desconfiar de tales ideas.
El enfoque alternativo de Lojkine a la cuestión urbana se inserta en la teoría del capitalismo monopólico de Estado que, en la época, era la teoría oficial del PCF francés. [18]
Una de sus tesis principales es que el concepto de un bloque de poder, que Poulantzas usa en sus análisis del Estado, se ha vuelto irrelevante. La oposición original de los propietarios de los medios de producción —esto es, una clase de capitalistas aún indiferenciada— y los productores directos, sostiene Lojkine, ha sido reemplazada por una nueva oposición, esta vez entre la facción dominante del capital —capital monopólico— y la totalidad de las «capas» no monopólicas. La neutralización del mecanismo de compensación de las tasas de ganancia, que surgen de la monopolización, significa que hoy en día existe una relación de explotación entre el capital monopólico y el capital no monopólico. Más aún, el Estado se ha subordinado a los intereses del capital monopólico. Aunque esto es más bien un tema de lógica convergente que uno de fusión entre el Estado y el capital monopólico y aunque no conduce a una homogenización del Estado, la consecuencia es que la noción de un bloque de poder, constituido por diferentes fracciones del capital bajo la hegemonía de una fracción, ha perdido relevancia. La conclusión política, en línea con las opiniones del PCF, es que hay una convergencia de las luchas del proletariado y las capas «intermedias» no asalariadas contra la dominación del capital monopólico. Por ende, debe seguirse una estrategia de nacionalización antimonopólica, que lleve al poder a las «fuerzas democráticas». Entonces sería posible una nueva regulación social antimonopólica. Materializar dicha estrategia depende del desarrollo de la consciencia de los actores políticos sobre su situación objetiva, que, según Lojkine, está determinada por el proceso de polarización entre monopolios y proletarios. El destino objetivo de las «capas» no monopolistas es la proletarización.
Volviendo a la problemática de la urbanización capitalista Lojkine rechaza la conceptualización que hace Castells de lo urbano como dominio de la reproducción de la mano de obra. Debe considerarse un elemento clave en las relaciones de producción, sostiene Lojkine. Tiene relación con la socialización de las condiciones generales de la producción capitalista. Mientras que Marx había estado pensando los medios de comunicación y transporte (los medios de circulación material), Lojkine extiende el concepto de condiciones generales para incluir, en primer lugar, los medios de consumo colectivo y, en segundo lugar, la concentración espacial de los medios de producción y reproducción.
Con relación a los medios de consumo colectivo la noción de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas humanas y la lógica de la acumulación de capital proporciona el marco para el análisis de Lojkine. El desarrollo de las fuerzas productivas en la industria moderna, argumenta, requiere la sustitución de « individuos integrales», capaces de dirigir procesos productivos, por los «individuos parciales», víctimas de una fragmentación de las funciones productivas. [19] La oposición entre el trabajo manual e intelectual se está superando en el proceso de producción capitalista mismo, el cual al mismo tiempo fija límites para una realización plena de esta tendencia. Mientras que la educación, los servicios de salud y la investigación científica se hacen condiciones generales cada vez más necesarias, desde el punto de vista de la rentabilidad capitalista se mantienen gastos improductivos como los de la circulación.
¿Cómo entender entonces los nexos entre los modos de socialización y circulación y la concentración espacial, que es el fenómeno urbano? Lojkine recurre al concepto de cooperación de Marx. Para Marx el concepto se refería a la colaboración de los obreros en la unidad productiva, pero Lojkine propone ampliarlo para incluir la aglomeración espacial como instrumento del desarrollo de la producción social. Sin embargo, en contraste con la empresa capitalista, en este nivel el proceso de cooperación y aglomeración, si bien contribuye al desarrollo de la productividad, es «anárquico» como resultado de la competencia capitalista. En la actual fase del capitalismo este proceso da lugar a la segregación entre centros urbanos, donde se concentran el trabajo intelectual más avanzado y los centros de orden, y la periferia como locus de actividades ejecutivas y reproducción empobrecida de la mano de obra. Aparte de eso, la nueva movilidad espacial del capital monopolista y la autonomización y especialización de las funciones económicas terminan en la disolución del tejido industrial regional y además contribuyen a las tendencias a la segregación urbana. Por consiguiente, Lojkine sostiene, lo urbano no es marginal a la confrontación directa entre el capital y la mano de obra, como lo diría Castells, sino que es un locus decisivo de la lucha de clases. Resume la principal contradicción entre las necesidades de desarrollo de la mano de obra viva, su desarrollo intelectual en particular, y la lógica de acumulación.
Lojkine entonces discrepa de la definición de Castells de la planeación y las políticas urbanas. Según Castells las intervenciones urbanas no añadieron nada nuevo a las tendencias «espontáneas» del sistema urbano. Lojkine se opone argumentando que dichas intervenciones son más que solamente un «suplemento ideológico» a las «tendencias espontáneas». Ellos promueven de manera efectiva los intereses de los monopolios y responden a la lógica de la segregación. Lojkine cita algunos casos para mostrar a lo largo de qué líneas se da dicha segregación y concluye que estos casos demuestran que no se hacen concesiones reales a las fracciones no monopólicas del capital, ni, en realidad, a la clase obrera. Antes que regular las contradicciones, como lo dirían los marxistas estructuralistas, las políticas urbanas no hacen más que agravarlos. Así, las políticas del suelo urbano en Francia funcionaron en detrimento de los pequeños propietarios y beneficiaron a los grandes. De igual manera, las «libertades» de las comunidades locales, donde las clases medias podrían tener cierta influencia se socavan cada vez más como resultado de su subordinación al Estado central, que responde a los intereses del capital monopólico. Las leyes que regulan el funcionamiento de los «hipermercados» de manera similar no contuvieron la concentración del capital en el sector comercial, sino que lo promovieron.
Finalmente, Lojkine recurre al tema de los movimientos sociales. Comienza discrepando de la distinción de Touraine entre movimiento social y acción política o revolucionaria. Esto postula una ausencia de diferenciación del poder político según la naturaleza de la clase dominante, afirma Lojkine. En referencia a las opiniones de Lenin sobre los soviéticos afirma que la diferencia entre un Estado socialista y un Estado capitalista consiste en el modo de participación de las masas en el poder político. El objetivo de un Estado socialista es la reconciliación entre la sociedad civil y el Estado, Lojkine lo afirma sin cuestionar en ningún punto la receta leninista para alcanzar dicha reconciliación. Los movimientos sociales, como expresión de la lucha de clases, necesitan un partido político capaz de representar los intereses de las clases dominadas independientemente de los partidos políticos subordinados a la clase dominante. Los movimientos de 1848, 1871 y mayo de 1968 no pudieron derrocar el orden existente como resultado de la falla de articulación entre movimiento de masas y organización política. En contraste, el victorioso movimiento de 1917, concluye Lojkine desde un análisis más bien ingenuo de los acontecimientos, resultó de la actividad política de una organización de clases independientes (Lojkine, 1981, pp. 292-299). Estas consideraciones llevan a Lojkine a definir un movimiento social como resultado de la combinación de dos procesos social. El primero define la intensidad y la extensión (el campo social) del movimiento mediante la combinación de una base social y una organización. Es la fuerza social resultante de la acción de una organización sobre una base social dada. La segunda dimensión se ocupa del desafío político representado por el movimiento. Esto se desprende de la combinación de las ideologías y las prácticas políticas de la «base social» y de las prácticas de la organización, que «ella pone en movimiento». Dado que una clase dominada nunca puede distanciarse espontáneamente de la dominación, se necesita una combinación de la acción de una organización de clase independiente y la «experiencia» de la clase dominada para brindar la oportunidad de liberarse de la sumisión ideológica.
Volviendo a la cuestión de los movimientos sociales urbanos Lojkine rechaza dos limitaciones impuestas por la conceptualización de Castells. En primer lugar, la separación entre lo «económico», es decir, la reproducción de los medios de producción, y lo «social», es decir, el consumo colectivo. Si de antemano se confina «lo urbano» a lo último se vuelve imposible pensar un movimiento urbano como cuestionamiento de la reproducción global de una formación social. Si están confinados al nivel fenoménico de las relaciones de consumo y distribución, es decir, de la «estratificación social», no debe pensarse en la relación con el antagonismo de clases, señala Lojkine. En segundo lugar, plantea, Castells concibió el Estado como un instrumento de control e integración social y, por ende, un movimiento social solo puede concebirse como exterior al poder estatal en su capacidad de surgir «por fuera» del campo político y las organizaciones partidistas. «Pero, ¿qué es un conflicto no ‘institucionalizado’?», pregunta Lojkine en forma retórica. La consecuencia, según Lojkine, es que los ejemplos de las luchas urbanas dados por Castells se caracterización por el aislamiento político y la atomización. Él identifica las luchas «políticas» o «revolucionarias» con facciones disidentes y no con «el movimiento obrero en su totalidad y realidad» (Lojkine, 1981, p. 302).
Contra la opinión de que las contradicciones urbanas son contradicciones secundarias que trascienden las líneas de clase, Lojkine sostiene que el actual contexto de urbanización monopólica convierte lo urbano en un locus decisivo de lucha de clases. Si en el periodo premonopólico, las luchas urbanas eran aisladas y marginales en la actualidad surge un nuevo tipo de movimiento en articulación con el movimiento revolucionario antimonopólico (Lojkine, 1981, p. 334). Aunque el movimiento obrero solo toma consciencia lentamente del carácter ideológico de la separación entre la lucha en la esfera de la producción y en la esfera de la reproducción hay síntomas del establecimiento de nuevos nexos, como en la integración de la demanda cualitativa de educación en la lucha obrera dentro de la fábrica. Otros ejemplos de una integración de movimientos urbanos en la totalidad de las demandas del movimiento obrero son las luchas contra la desindustrialización y la proliferación de oficinas, el cuestionamiento del proceso de segregación y las luchas relacionadas contra las políticas de transporte colectivo. En resumen, la relación entre luchas que giran en torno a las contradicciones y luchas urbanas dentro de la fábrica se da de manera estructural, más que establecerse mediante la articulación. Si esto no se entiende, sostiene Lojkine, es consecuencia de la ideología burguesa.
2.3. Estructura y movimiento
De conformidad con el espíritu de la época, el tema de las estructuras y prácticas ofrece el punto de referencia para el ensayo teórico principal incluido en los Movimientos sociales urbanos, de Borja. La fisura idealista entre estructura y prácticas, afirma, bloquea un análisis dialéctico. Borja concibe las estructuras como realidades contradictorias y en continuo cambio. La estructura urbana es la forma específica de la organización social de un territorio como una unidad que procura la concentración de las actividades productivas y los medios colectivos de consumo, es decir, los mecanismos e instituciones que procuran las condiciones generales de producción en una unidad territorial. Su función es garantizar la realización y el aumento de la plusvalía y la reproducción de la jerarquía social. Los conflictos urbanos se generan por la estructura urbana y hacen referencia a esta. Son la expresión de las contradicciones estructurales y la respuesta a ellas por parte de una colectividad (Borja, 1975, pp. 41-42). Las contradicciones objetivas, generadas por la lógica dominante, dan lugar a conflictos sociales que aparecen como los agentes de cambio inmediatos. La estructura urbana no se adapta espontáneamente a disfunciones o problemas, ni son las transformaciones de la estructura urbana el resultado de la intervención de un solo agente que resuelve un problema. Los cambios, incluyendo aquellos del interés de las clases dominantes, siempre se desprenden de los conflictos sociales que giran alrededor de las contradicciones urbanas.
Las principales contradicciones que afectan el desarrollo de los movimientos urbanos son, en primer lugar, las generadas por la aplicación de los criterios de rentabilidad en la provisión de equipamiento urbano, que lleva a una deficiencia de la oferta. En segundo lugar, la competencia anárquica da lugar a una tendencia a la concentración que impide una difusión equilibrada de equipos y una optimización del uso de recursos tecnológicos y sociales. Lleva a las deseconomías de la aglomeración, así como al subdesarrollo de grandes áreas y al abandono de equipo existente. En tercer lugar, la propiedad privada en la tierra se opone a su uso colectivo e impide una política efectiva de planificación urbana. Finalmente, el rol del Estado es particularmente contradictorio. En forma simultánea tiene que asegurar la reproducción de los medios de producción a largo plazo, atender el proceso de acumulación y la manera como se usa la tierra en este proceso a corto plazo y tiene que garantizar la reproducción de la mano de obra sin disponer de medios suficientes para enfrentar la tarea. En estas condiciones, las políticas urbanas se vuelven cada vez más agresivas, en particular si tenemos en cuenta que el desarrollo del capitalismo monopólico estatal se ha comparado con el ascenso de un movimiento democrático amplio que conquista importantes derechos sociales y políticos. El resultado es que las administraciones estatales y locales tienden a perder su eficacia como aparatos ideológicos, al ser incapaces de garantizar o siquiera simular la participación ciudadana.
Contra este trasfondo Borja distingue tres tipos de conflicto importantes. En primer lugar, se presentan conflictos entre los agentes urbanos dominantes, en especial el Estado y las poblaciones como usuarias de la ciudad. Más que todo estos conflictos giran en torno a los equipamientos colectivos y la vivienda. Dan pie a lo que se ha llegado a conocer como «movimientos urbanos» de las clases populares. Estos conflictos pueden involucrar a actores de diferentes grupos sociales; de ahí la necesidad de mantener presente la diferencia entre base social y base territorial. [20] En segundo lugar, hay conflictos entre el Estado y los capitalistas particulares sobre la reproducción de medios de producción como, por ejemplo, las infraestructuras, los costos de reproducción de la mano de obra, el uso de la tierra urbana y sobre la realización de las políticas urbanas. Una nueva contradicción surge, pues con el incremento de la intervención estatal el rol de los técnicos cobra mayor importancia. Su ideología de la «racionalidad y la neutralidad» y la imposibilidad real de una planificación urbana real en condiciones capitalistas puede producir una radicalización de estos profesionales como resultado de lo cual pueden llegar a contribuir a una legitimación y ampliación de las acciones de los movimientos urbanos (c.f. Borja, 1975, pp. 115-116). Finalmente, Borja señala los conflictos relacionados con la competencia intercapitalista, que puede incluso llevar a alianzas con movimientos populares; por ejemplo, en el caso de la población y los dueños de la propiedad raíz que se unen contra una industria contaminante. También pueden presentarse conflictos entre el capital monopólico y el pequeño capital, o entre sectores por rentas parásitas y los directamente productivos.
Si se generan conflictos urbanos por causa de la estructura urbana y en relación con ella, lo que a su vez es una realidad contradictoria modificada por los conflictos, eso no significa que la relación entre estructura y conflicto sea una relación directa. Es mediada. Si la estructura expresa una correlación de fuerzas, su modificación está mediada por la coyuntura política. Más aún, la incidencia de los conflictos urbanos en las relaciones de fuerza entre clases y, en consecuencia, en la estructura urbana, depende del tipo de conflicto y de la base social implicada. En tercer lugar, los conflictos pasan por diferentes fases en las que las oportunidades de articulación con otros movimientos y la relación con el Estado y otras instituciones pueden ser diferentes. Para concluir, el impacto de un movimiento está mediado por la organización interna del movimiento, así como por la reacción de los aparatos de Estado. Esto puede, a su vez, contribuir a modificaciones de la coyuntura política. De todas estas mediaciones, la primera, la coyuntura política, es la más importante. Borja señala como ejemplo el impacto diverso de las ocupaciones de tierras en diferentes países latinoamericanos. El otro factor importante es el dinamismo del desarrollo urbano. La interacción coyuntural de los efectos urbanos y políticos, donde los últimos son decisivos, determina el impacto en la estructura urbana. Por sí mismo un movimiento urbano no tendrá el efecto de modificar la lógica de desarrollo de la estructura urbana, ya que esto depende de una modificación de la relación de fuerzas entre las clases sociales a nivel global y que no puede ser afectada por un movimiento sectorial. Aunque dentro de la estructura existente, los movimientos urbanos pueden alcanzar algunos resultados cuantitativos, hasta el punto del que su administración y realización se mantienen subordinados a la lógica dominante que refuerzas más que modificar la estructura urbana. Las necesidades mismas se configuran por la lógica dominante de la estructura urbana y los movimientos no solo expresan, sino que también hacen parte del desarrollo contradictorio. Borja reprocha a quienes piensan los movimientos urbanos como motor del proceso revolucionario y como portadores de un modelo para la ciudad socialista que olviden el peso de la ideología dominante y el carácter secundario de las contradicciones urbanas.
Tomando en cuenta el carácter de la demanda, en particular el grado de globalidad, y la correlación de las fuerzas sociales, desde el punto de vista del tipo de confrontación (defensiva u ofensiva), así como la capacidad de ejercer influencia, Borja sugiere una distinción entre tres tipos de movimientos urbanos de las clases populares.
Los movimientos reivindicatorios se basan en una o más contradicciones específicas. Son movimientos de resistencia al capital, pero su impacto en la estructura urbana es mínimo. Estos movimientos pueden tener efecto, en la medida en que resuelvan su propio problema, se opongan a las políticas urbanas o a las actividades concretas de los organismos administrativos o los agentes privados, o mediante la obtención de su demanda, pero por consiguiente la estructura urbana no se modifica.
Los movimientos democráticos se basan en un programa que articula una serie de demandas relacionadas con el consumo y la administración urbana, así como el sistema productivo. Corresponden a un periodo de ofensiva popular y pueden dar pie a modificaciones relativas de la estructura urbana, que quedan en los confines de la lógica dominante. Pueden avanzar en la dirección de una política democrática urbana en las áreas de vivienda, reforma urbana y democratización de las instituciones locales. En su estudio del caso español, Borja rechaza la opinión de que la participación implique de manera inevitable la integración, señalando que la última no se deriva del carácter concreto de las demandas ni de la negociación, sino de la desmovilización y desorganización de los interesados (Borja, 1975, p. 121).
En una situación de poder dual, finalmente, el objetivo político es sobredeterminante. Esto corresponde a un periodo de crisis social en la que las clases populares son capaces de ejercer poder en otros sectores de la sociedad y donde las clases dominantes pierden su control sobre el Estado. En tales coyunturas, como en la Rusia de 1917 o en Chile desde finales de 1972 hasta septiembre de 1973, estos movimientos de las clases populares prácticamente transforman las estructuras urbanas y surgen nuevas formas de administración, como la democracia comunitaria o la justicia popular. Sin embargo, afirma Borja, estas organizaciones de base territorial no pueden ser una alternativa al Estado burgués (incluyendo esos aparatos de Estado que se encuentran bajo el control de las organizaciones políticas populares) y no son sustitutos de la clase obrera y los frentes militares, que son primarios. Deben subordinarse a la lucha unificada por la hegemonía proletaria y a la creación de una máxima alianza posible.
2.4. Observaciones finales
Hacia finales de la década de 1960, pudo observarse una ola de protestas que giraban en torno a asuntos urbanos en los países capitalistas centrales. Eso no quiere decir que tales problemas estuvieran ausentes por completo antes de ese momento, sino que definitivamente cobraron mayor importancia y que su carácter había cambiado. Una noción central en las contribuciones estudiadas en esta parte es la de las contradicciones urbanas, entre las que tienen particular importancia las del consumo colectivo. La ola de protestas que giraba en torno a estos asuntos puede relacionarse con las transformaciones que ocurrieron en los países capitalistas centrales, principalmente durante el periodo de postguerra. Aunque el rol de las grandes empresas «monopólicas» había aumentado sustancialmente, el Estado llegó a desempeñar en ese momento un rol aún más importante en la regulación de la economía, así como en la reproducción de la mano de obra. El intervencionismo estatal en lo que se había considerado esferas privadas de producción y consumo indicaban una interrelación mucho más clara entre lo político y lo económico y una politización de aspectos de los cuales era expresión el nuevo tipo de movimientos de protesta. Como lo vimos, la importancia de estas protestas fue evaluada de manera muy diferente por Castells y Lojkine. Castells sostenía originalmente (Castells, 1977) que la oleada de protestas urbanas reflejaba el predominio de una «ideología urbana» que desviaba la atención del mecanismo subyacente que da origen a las contradicciones urbanas y que en consecuencia desvía la atención de la lucha de clases, que es capaz por sí sola de resolver la contradicción fundamental. Más tarde, él modificaría esta opinión (cf. Lowe, 1986), pero en su obra más reciente (Castells, 1983) vuelve a una noción reformulada de «ideología urbana». Lojkine, en contraste, considera el retorno de lo urbano a un locus decisivo de la lucha de clases pero, como lo sostendremos, se mantiene más bien ambiguo sobre este punto. En este punto, Borja se alinea con Castells en la consideración de los problemas urbanos como secundarios.
Los diferentes análisis de la importancia de los movimientos urbanos están ligadas a diferentes opiniones sobre la transformación de la estructura de clases de las sociedades capitalistas avanzadas. Contra el enfoque estructuralista-marxista Lojkine sostiene que la contradicción original entre el capital y la mano de obra se ha reemplazado con la contradicción entre el capital monopólico y el resto de la población. Mientras que para Castells, el pluriclasismo de los movimientos urbanos surge del carácter secundario de las contradicciones urbanas, que transcienden las diferencias de clase, para Lojkine la diferenciación interna entre los sectores no monopólicos es un aspecto «secundario» de la estratificación y no una contradicción de clase. No obstante, la posición de Lojkine sigue siendo algo ambigua. Mientras que a lo largo de su libro rechaza la idea de las diferencias de clase entre los sectores no monopólicos y sostiene que lo urbano se ha convertido en un locus de lucha decisivo, al final señala cómo los aspectos urbanos son recogidos por el movimiento de la clase obrera, cuyo locus de lucha principal es la fábrica.
En formas distintas Castells y Lojkine intentan afrontar el hecho de que la estructura social de los países capitalistas centrales se ha hecho cada más compleja, en lugar de cada vez más polarizada, como resultado del ascenso de nuevos grupos ocupacionales —la llamada nueva clase media—, así como por las divisiones derivadas de las políticas redistributivas del Estado. Los efectos de la lógica del capital se han hecho en forma simultánea más generalizados, menos específicos de clase y más fragmentados. Al mismo tiempo, no desean abandonar la idea de la centralidad de la clase obrera y «su partido» en el origen de un cambio revolucionario fundamental. El problema de las diferencias de clases y su importancia sigue siendo fascinante. [21] Con la introducción de nociones, como los «movimientos pluriclasistas» y las «fuerzas democráticas», Castells y Lojkine señalan formas de unidad que difícilmente pueden observarse la mayoría de las veces en los movimientos urbanos. Por ejemplo, en un plano más general, podría hablarse en algunos casos de «movimientos pluriclasistas», pero los componentes de esos movimientos muchas veces tienden a ser más bien homogéneos en su composición de clase. Las opiniones de Lojkine sobre la estructura de clases, como sus opiniones sobre el rol del Estado en la «regulación», son bastante simples: por un lado están las «fuerzas democráticas» y por el otro el capital monopólico estatal. El resto es o ideología o secundario o ambos. Castells y Borja prestan más atención a la diferenciación de clase y al rol de la articulación política y las prácticas hegemónicas.
Aparte de las condiciones de aparición de los movimientos urbanos y al rol de la clase, debemos prestar atención brevemente al tema del «espacio de la política». Es claro que los tres autores consideran la política como un nivel de lo social, en lugar de una «dimensión», como tienden a hacer los teóricos sobre los «nuevos movimientos sociales». Ya discutimos la definición de Castells de los movimientos sociales como aquellos que «confrontan la instancia política», en lugar de, por ejemplo, confrontar los «aparatos políticos de integración y represión en el mantenimiento del orden». La idea subyacente de esta definición mal formulada es la estrategia del «poder dual». El punto fue adoptado por Lojkine con su pregunta retórica: «¿qué es un conflicto no ‘institucionalizado’?». Lojkine, sin embargo, es más contradictorio, puesto que intenta reconciliar la práctica de participación del PCF en las instituciones políticas «burguesas» con una retórica leninista del poder dual. Borja ofrece la discusión más clara del rol que podrían desempeñar los movimientos urbanos en una situación de poder dual con referencia específica a la situación en Chile en 1972 y 1973. Señala las limitaciones de las organizaciones territoriales y sectoriales en dicho contexto y afirma que, por su carácter, no pueden ser la base para una organización política alternativa de la sociedad, puesto que sus puntos de vista son parciales, mientras que se requiere una política unificada. Con estas afirmaciones, Borja toma cierta distancia de Castells y otros que, según Borja (1975:78), tendían a considerar las «órdenes urbanas» como una alternativa al poder socialista sin prestar atención suficiente a la necesidad de una política hegemónica más amplia. Castells (1977, pp. 360-375), por otro lado, presta mucha más atención a la transformación de los estilos de vida en los campamentos chilenos como un «vistazo a una transformación futura de las relaciones sociales». Sus preocupaciones con la transformación de los estilos de vida y la democracia directa muestran una conceptualización de los «espacios políticos», que no se limita al «nivel político» convencional.
Comenzamos esta parte con una discusión de la distinción entre luchas «principales» y «secundarias», y vimos en nuestra discusión cómo esta diferencia tenía que ver con el rol que se atribuye a la clase obrera como eje de la transformación de la sociedad. Tanto la discusión de Castells sobre el «pluriclasismo» como las opiniones de Lojkine sobre las «fuerzas no monopólicas» suscitan dudas sobre la centralidad de la clase obrera para provocar un cambio. Los efectos secundarios negativos de la lógica económica dominante se han hecho menos específicos de la clase (cf. Offe, 1985). Sin embargo, aunque los efectos puedan haberse hecho más generalizados, en forma simultánea la estructura social se ha hecho más diversificada y una unidad de los afectados se ha hecho menos obvia. Así, aún puede haber un interés generalizable en una alternativa socialista democrática, pero el tema de dicho proyecto societario se ha fragmentado progresivamente. Estos problemas adoptan una importancia destacada en la teorización de los «nuevos movimientos sociales» y la naturaleza del cambio social sobre la que volveremos en la parte que sigue.
Aquí es pertinente una observación final. La relación entre patriarcado y capitalismo, que usamos como ilustración de la reflexión sobre las cuestiones «primarias» y «secundarias» parece ser de un tipo diferente, en comparación con la relación entre el capitalismo y aspectos urbanos o ecológicos, por ejemplo. Las últimas están ligadas de manera más clara a la lógica predatoria del capitalismo más que a la del patriarcado y por ende una resolución de dichos problemas tiene una relación más directa con una modificación de la lógica de la economía, lo que no niega que también involucran aspectos «culturales» importantes.
3. ¿Hay vida en Marx?
Gramsci y los teóricos críticos ya discutieron las transformaciones del capitalismo en su obra sobre el desarrollo del capitalismo monopólico, el fordismo, la producción en masa y el consumo. Fue después de la Segunda Guerra Mundial, sin embargo, que un nuevo «régimen de acumulación» adoptó una forma más definida, sostenida, por un lado, por el rápido cambio tecnológico y, por el otro, por la producción en masa de bienes de consumo. El mercado para esos productos se expandió con el incremento salarial, más o menos en proporción a la productividad. Estos desarrollos estuvieron acompañados de la adopción de políticas keynesianas y del Estado de Bienestar. El Estado pasó a desempeñar un rol cada vez más importante en la «regulación» de la economía.
Las transformaciones del proceso productivo y del crecimiento de los aparatos del Estado también se acompañaron de cambios en la composición de la población asalariada, tal como la diferenciación entre los obreros de fábricas y oficinistas y el ascenso de la «nueva clase media».
Para la década de 1960 la clase obrera parecía haber pasado por una encapsulación y cooptación efectivas del «sistema». Esa, por lo menos, era la opinión expresada en, por ejemplo, El hombre unidimensional de Marcuse o en las canciones sobre «la gente plástica». En contraste con lo que algunos pensaban esta evolución no llevaron ni a un «fin de la ideología» ni a una sociedad sin conflicto. En el transcurso de la década de 1960 una serie de movimientos de protesta llamaron la atención. Al tiempo muchas veces se los interpretaba como indicios de «grupos marginales» menos afectados por la dominación ideológica que reinaba en el centro y que eventualmente podrían servir como catalizadores en una movilización de la clase obrera, que aún tendría que desempeñar un rol central. En los años siguientes, las discusiones evolucionaron hacia una teorización sobre lo que se dio a conocer como los nuevos movimientos sociales, como el movimiento estudiantil, el movimiento de las mujeres, movimientos regionalistas, formas de vida comunitaria, el movimiento pacifista, de ocupación ilegal, el movimiento antinuclear, el movimiento gay, etc.
La intervención estructuralista a finales de la década de l960 tuvo influencia en el descrédito de las perspectivas humanistas marxistas. Abrió la puerta a nuevas conceptualizaciones de la ideología y su funcionamiento. También contribuyó al debate sobre el Estado capitalista (cf. Carnoy, 1984; Jessop, 1984) que giraban en torno a la crítica de la teoría del capitalismo monopólico estatal. Uno de los principales puntos era que la teoría concebía el Estado de manera más bien instrumental, mirándolo como el «instrumento progresista» para la socialización de las fuerzas productivas que solo debían «liberarse» de la garra de los monopolios para servir a los intereses de las «fuerzas democráticas» en una transición gradual al socialismo. Esto legitimó las políticas de partidos muy preocupados por regatear los presupuestos gubernamentales y por la búsqueda de una tajada del poder del gobierno. El atractivo del althusserianismo consistía en parte, por un lado, en el hecho de que permitía una crítica de las prácticas del PCF, que había adoptado una postura bastante «responsable» en relación con los movimientos de protesta de 1968 y, por el otro lado, una crítica al «espontaneísmo» de estos movimientos y la falta de articulación con la clase obrera (cf. Paramio, 1989). Althusser siguió leal al «partido», que —en última instancia— era el sostén para su filosofía «dialéctica materialista».
Varios más siguieron su ejemplo, aunque pudieran estar en desacuerdo sobre la elección de partido entre la plétora de maoístas, trotskistas y otros grupos vanguardistas. La adhesión al althusserianismo y algunos de sus dogmas marxista-leninistas bastante ortodoxos muchas veces aparece en la posterior pérdida de fe —y en el disgusto con la petulancia religiosa de las vanguardias— cuando se da el giro al «postmarxismo» (como Castells, 1983). El marxismo que se rechaza tan a menudo es fácilmente reconocible como el de la tradición de Lenin-Althusser, bien conocida por su falta de simpatía y comprensión por las «desviaciones de izquierda humanistas y espontáneas» muchas veces menos autoritarias. El actual debate sobre el «sujeto individual» es el resultado del cuestionamiento hecho al humanismo por Althusser y otros estructuralistas.
En lo que pasó seguimos parte de las discusiones que se dieron dentro del marco del paradigma marxista sobre el movimiento social de la sociedad industrial capitalista —el movimiento obrero—, y hemos visto cómo los intentos que se hicieron por integrar al esquema movimientos que no se basan directamente en la clase. Vimos cómo la noción de luchas «primarias» y «secundarias» se desarrolló en el caso de los movimientos urbanos, pero se han planteado argumentos similares sobre el movimiento de mujeres, el movimiento pacifista, los movimientos ecológicos, etc.
Dichos intentos por integrar los movimientos emergentes al viejo sistema de obreros-sindicato-partido se volvió cada vez más difícil, sin embargo. Como lo han señalado Laclau y Mouffe, la proliferación de conflictos «atípicos» plantearon algunas preguntas difíciles para la teoría marxista. En su opinión, las preguntas eran demasiado difíciles de resolver dentro del paradigma y por ende piden un «postmarxismo». Su propuesta es tan solo una de las alternativas, sin embargo. En este apartado estudiaremos algunas de esas «perspectivas» discutiendo algunos aportes influyentes al debate sobre los nuevos movimientos sociales. Situar estas contribuciones en las perspectivas temáticas más amplias de lo que puede considerarse «representativo» será útil para entender las diferencias, así como las complementariedades y coincidencias entre «perspectivas».
3.1. Perspectivas sobre los movimientos sociales contemporáneos
La obra del teórico político alemán Claus Offe tiene clara relación con las preocupaciones de la actual Teoría crítica, cuyo representante mejor conocido es Habermas. Más que «postmarxistas», puede caracterizarse a estos autores como neomarxistas. Un rasgo característico del trabajo de estos autores y otros relacionados (como Eder, 1982, 1985) es, en primer lugar, que tienden a caracterizar las sociedades occidentales contemporáneas en términos de capitalismo tardío o capitalismo avanzado. En segundo lugar, el tema de los «problemas de legitimación» del Estado capitalista asume un lugar prominente en su trabajo. El Estado ha llegado a jugar un rol importante en la «regulación» de la economía, pero esto también supone que las tendencias a la crisis, derivadas de la producción mercantil capitalista se transfieren al sistema administrativo, lo que da lugar a una crisis de racionalidad y a problemas de legitimación. Finalmente, estos autores comparten una preocupación con el problema de la racionalidad, que es una vieja preocupación entre los teóricos críticos.
Este último punto requiere alguna elaboración, ya que tiene relación directa con la evaluación de los movimientos contemporáneos y la cuestión de su «novedad». En contraste con muchos de los autores presentados en esta parte, que suelen rechazar las llamadas «grandes narrativas», Habermas defiende una perspectiva evolutiva para entender la historia. Un elemento central de su pensamiento es que la evolución social tiene lugar en dos dimensiones separadas, pero interrelacionadas de praxis, a saber las fuerzas de producción y el desarrollo de estructuras de interacción normativas. En las dimensiones del trabajo y de la interacción comunicativa hay involucrados procesos de acumulación que permiten percibir una dirección. Existe un telos de entendimiento mutuo y aprendizaje incorporado en la comunicación lingüística, y esta es la base para las ideas de Habermas sobre el potencial de la racionalidad comunicativa (Habermas, 1981a; Honneth et al, 1981).
Este potencial no se realiza, sin embargo. La racionalidad restringida a la racionalidad instrumental, la instrumentalización de la razón. Esto se enlaza con la manera de pensar de Habermas sobre la relación entre lo que él llama «sistema» y «mundo de la vida». Los sistemas de acción, como el Estado y la sociedad, que son dirigidos por los medios del poder administrativo y el valor de intercambio, respectivamente, se han ido desconectando progresivamente de un mundo de la vida estructurado comunicativamente que contiene las esferas pública y privada. Un rasgo de las sociedades capitalistas avanzadas es que los imperativos económicos y administrativos están invadiendo territorio que el mundo de la vida ya no puede abandonar. Por ejemplo, la esfera pública, como una esfera de debate abierto, ha sido minuciosamente remodelada como resultado de su invasión por partes de los intereses comerciales y «modeladores de la opinión pública», mientras que al tiempo los asuntos políticos se han despolitizado cada vez más tratándolos como problemas técnicos. Hoy en día, la esfera privada se ve amenazada por tendencias similares de imposición de la racionalidad instrumentar y la reificación resultante. De ahí que las líneas de batalla entre el «sistema» y el «mundo de la vida» han adquirido nueva relevancia de la cual son expresión los nuevos movimientos sociales.
Una de las objeciones planteadas contra el concepto del «mundo de la vida» es que legitimaría la separación institucionalizada entre la familia y el «sistema» y descuidaría los aspectos problemáticos, como las relaciones de poder, del «mundo de la vida». El argumento principal de Habermas, sin embargo, parece ser que tales aspectos pueden tematizarse y modificarse sin depender de la intervención sistémica.
Este esbozo en extremo incompleto por lo menos nos ayudará a entender la valoración que hace Habermas (1981b) de los movimientos sociales contemporáneos. Los nuevos conflictos se desvían del patrón de Estado de bienestar de conflicto institucionalizado sobre los problemas de distribución y surgen en áreas de reproducción cultural, integración social y socialización. Se ocupan de los estilos de vida y el tema unificador es la crítica al crecimiento capitalista, según Habermas. Para evaluar los nuevos movimientos él diferencia entre un «potencial emancipatorio» y un «potencial para la resistencia y el aislamiento». Habermas asevera que el movimiento feminista de hoy es el único movimiento que sigue la tradición iluminista de movimientos de liberación burgueses-socialistas. La lucha contra la opresión patriarcal y para la realización de una promesa de hondo arraigo en las bases universalistas reconocidas de moralidad y legalidad dan al feminismo el ímpetu de un movimiento ofensivo, afirma. Los demás movimientos, en contraste, tienen un carácter más defensivo. Se resisten a la usurpación de sistemas de acción formales organizados sobre el mundo de la vida estructurado comunicativamente, pero no buscan conquistar nuevo territorio y son altamente particularistas. Aunque debería distinguirse entre los movimientos defensivos de la vieja clase media y los movimientos juveniles y alternativos que ensayan nuevas formas de cooperación y comunidad, Habermas sostiene que ambos son irracionales y rechaza el neoconservatismo al igual que el postmodernismo, a los que ve como expresiones ideológicas de los movimientos de resistencia. No son progresistas. Preocupaciones similares con los problemas de racionalidad y progresismo pueden encontrarse en la obra de Eder (1982, 1985) y de Offe (1985, 1988). Eder, por ejemplo, coincide con el concepto de Habermas, pero también señala las posibilidades de desarrollo hacia una acción más racional, radicalmente democrática. Eder intenta, como lo veremos, tender un punto entre las ideas de Habermas y Touraine sobre un cambio cualitativo de la sociedad.
Una segunda perspectiva influyente sobre los movimientos recién emergentes ha sido elaborada por Alain Touraine (1973, 1978) y Alberto Melucci (1980, 1985) ha estado trabajando en líneas algo parecidas. Antes que situar los nuevos movimientos en el contexto del capitalismo tardío Touraine sostiene que ellos son las primeras manifestaciones de un nuevo movimiento social unificado, que refleja la aparición de una sociedad posindustrial o programada. El concepto de «sociedad post industrial» se deriva de Bell (1973). Para nuestros propósitos es útil recapitular las principales características de la sociedad post industrial de Bell. En el sector económico, esta se caracteriza por el cambio de una economía productora de mercancías a una que presta servicios. La distribución ocupacional cambia en el sentido de que una clase profesional y técnica se vuelve superior. Lo que Bell llama el «principio axial» de la nueva sociedad es la centralidad del conocimiento teórico como fuente de innovación y formulación de políticas. La «orientación futura» es una de control de la tecnología y de la valoración tecnológica. La toma de decisiones, finalmente, se caracteriza por la creación de una nueva «tecnología intelectual» (Bell, 1973, p. 14).
Touraine (1978, 1985) sitúa su «sociología de la acción» contrastándola con el funcionalismo de Parsons, el marxismo estructuralista de Althusser y las teorías de la elección racional. En contraste con la imagen marxista donde cada clase tiene una ideología propia, en el modelo de Touraine las clases comparten una orientación cultural pero, en contraste con el funcionalismo, la sociedad se divide en clases que se pelean por la apropiación/alienación de este modelo cultural. El modelo de Touraine contrasta con los modelos de elección estratégica neorracionalistas en que rechaza la simple concepción de la racionalidad estratégica-instrumental. Los actores no se mueven por el interés propio «al descubierto», sino que sus acciones son modeladas por la orientación cultural.
De los marxistas estructuralistas Touraine adopta la visión de una historia como sucesión de tipos societarios discontinuos o sistemas de acción histórica. Un sistema de acción histórica es la manera cultural y social de modelar la capacidad de las sociedades humanas de producir sus condiciones de existencia, en otras palabras la capacidad de autoproducción de las sociedades. Consiste en un modo de conocimiento, que es la capacidad de la sociedad para crear conocimiento de sí mismas; un modo de inversión, que es la manera de invertir parte de su producto en la transformación de la producción; y un modelo cultural que da a la sociedad una imagen de su propia productividad. Touraine nos presenta tres tipos discontinuos de sociedad moderna (comercial, industrial y posindustrial), que, pese a las negativas, se ordenan de una manera más bien evolucionista según una reflexividad incrementada de modelos culturales y actores sociales. Rechazando el evolucionismo, sostiene que las sociedades no cambian como resultado de desarrollos internos. El grado de historicidad, es decir la capacidad para la autoproducción de la sociedad, no puede explicar el paso de un grado de historicidad a otro. Esto significa que él no comparte la preocupación de los teóricos críticos por el progreso y la racionalidad, quienes tienden a situarse en un punto medio entre la discontinuidad y la continuidad radicales (Honneth et al, 1981). Para Touraine, los movimientos sociales son la expresión del conflicto estructural en un tipo societario que no pueden «trascender». Estos se relacionan con la reproducción sincrónica del sistema y no con el cambio histórico. Su rechazo a las perspectivas evolutivas y todas las demás «metanarrativas» de las que podrían derivarse las orientaciones normativas, es ambigua, sin embargo, y Cohen (1982, 1985), Eder (1982) y Arnason (1986) han discutido las posibilidades de convergencia con la perspectiva elaborada por Habermas.
De ese modo, Eder (1982) sostiene que el relato historicista de Touraine no puede ocuparse efectivamente del tiempo histórico. Sus argumentos contra una interpretación evolutiva obstaculizan el reconocimiento de la lógica evolutiva del desarrollo social que implica este enfoque. Por un lado, Touraine sostiene que los tipos de sociedad moderna que diferencia —sociedades comerciales, industriales y post industriales— se caracterizan por niveles de reflexividad en aumento. Posteriormente, los procesos organizacionales, las instituciones políticas y las orientaciones culturales se han abierto al cuestionamiento. Sin embargo, la concepción de Touraine de estos tipos societarios como discontinuos hace imposible tomar en cuenta el rol de la mayor reflexividad en el desarrollo histórico. Eder entonces sostiene que si la modernidad se caracteriza por tener todos sus elementos conformadores (configuraciones organizacional, institucional y cultural) abiertos al cuestionamiento, entonces su significado histórico puede establecerse en términos del resultado del discurso colectivo. En consecuencia, sostiene, los cambios en los sistemas de acción histórica están regulados por cambios en el universo del discurso, y, en línea con Habermas, añade que estos universos de discurso cambiantes forman una secuencia lógica que, a su vez, está relacionada de manera compleja con la relación del hombre con la naturaleza. De este modo, el argumento busca una reconciliación entre el legado estructuralista antihumanista de Touraine (Touraine, 1978, p. 174) y una dialéctica de la Ilustración. Brinda un eslabón con la teoría del discurso desde una perspectiva racionalista.
Una tercera perspectiva que estudiaremos en esta sección es la elaborada por Laclau y Mouffe (1985). El teórico político Laclau ha mantenido una relación de larga data con el marxismo estructuralista de juntos pero no bajo el mismo techo, pero ahora esta relación parece haber terminado definitivamente. El desarrollo que lleva a la ruptura puede rastrearse fácilmente en su obra (Laclau, 1977, 1981). La posición que elaboró junto con Chantal Mouffe comienza desde la afirmación de que el concepto de hegemonía es incompatible con las categorías de la teoría marxista. A partir de este punto, construyen una teoría de la constitución discursiva de «lo social» como orden simbólico. Su interés en el discurso y las formaciones discursivas tiene sus raíces en las teorías de la hegemonía y la ideología de Gramsci y Althusser, y se enlaza con el interés en reciente auge por los juegos de lenguaje. También se enlaza con las reconceptualizaciones de la «constitución de la sociedad» y el repensamiento concomitante del concepto de poder y su rol en la constitución de la sociedad, aunque la noción de poder, que cobró más importancia en la obra de Foucault, es notable por su ausencia en el libro de Laclau y Mouffe. En contraste con el concepto de poder como fuerza, que se origina a partir de una fuerza motriz o sujeto soberano, el poder ha llegado a considerarse cada vez más como inherente en el «campo social». Este no se origina de un actor, sino que surge de las divisiones y tensiones que pasan rápidamente por el campo social. Identidad y subjetividad son «efectos» de dichas divisiones y tensiones (cf. Clegg, 1989; Giddens, 1986).
La tesis central propuesta por Laclau y Mouffe (1985) es que el surgimiento del concepto de hegemonía en la teorización marxista de comienzos del siglo XX refleja un dualismo inherente, entre una lógica de la necesidad y una lógica de la contingencia, dentro del paradigma marxista. La hegemonía debía llenar el vacío entre estas dos lógicas. Sin embargo, prosiguen, no puede considerarse la hegemonía como algo complementario a las categorías básicas de la teoría marxista. Esta introduce una lógica de lo social que es incompatible con esas categorías y la noción de la necesidad histórica. El teórico que más se acercó al concepto de hegemonía, como la entienden Laclau y Mouffe, fue Gramsci, quien la pensó en términos de liderazgo moral e intelectual. Así, esta se convierte en concepto clave para entender la unidad misma existente en una formación social. Gramsci concibió la hegemonía como constitutiva de una voluntad colectiva, que, mediante la ideología, se convierte en elemento orgánico de cohesión que unifica un bloque histórico. Pese a esto, Laclau y Mouffe sostienen, ni siquiera Gramsci superó totalmente el dualismo del marxismo clásico, puesto que retuvo la idea de que siempre debe haber un principio unificador único en cada formación histórica y que este solo puede ser una «clase fundamental». Laclau y Mouffe rechazan la idea de que el nivel económico fuera el estrato racional final de desarrollo histórico, puesto que eso implicaría que solo puedan concebirse las articulaciones hegemónicas como un complemento contingente a la necesidad (Laclau y Mouffe, 1985, p. 76). La hegemonía no puede concebirse como una coincidencia racionalista de intereses entre agentes preconstituidos como en el modelo de superestructura de base. Es el proceso mismo de constitución de la identidad de los agentes.
Así, Laclau y Mouffe han allanado el camino para su giro postmarxista a la teoría del discurso. Para desarrollar su argumento, recurren al concepto de la sobredeterminación, que buscan radicalizar para entender la lógica específica de las articulaciones sociales. Aparte de la noción de la sobredeterminación de Althusser y su teoría de la interpelación, la teoría de las formaciones discursivas de Foucault es fuente de inspiración importante. Los principales puntos de su argumento son, primero, que la hegemonía es incompatible con la necesidad histórica. Segundo, que la sobredeterminación es incompatible con la determinación en última instancia. A partir de estos puntos se deduce que «lo social» se constituye como un orden simbólico y, por lo tanto, puede analizarse con ayuda de los conceptos de la teoría del discurso. Esto significa que, por ejemplo, metáfora y metonimia deben entenderse como constitutivos de las relaciones sociales. Así, pues, se introduce un momento de ambigüedad, una no transparencia de las «identidades» sociales. Las formaciones discursivas son conjuntos de posiciones diferenciales —regularidad en la dispersión—, pero ninguna formación discursiva puede constituirse como una totalidad suturada o cerrada. Esto abre el espacio a prácticas articulatorias. Articulación se define como cualquier práctica que establezca una relación entre elementos, mediante los cuales estos se convierten en momentos en un discurso. Esto supone que su identidad se modifica como resultado de la práctica articulatoria. La identidad es relacional y, por consiguiente, nunca puede alcanzarse totalmente. Un discurso es una totalidad estructurada que resulta de las prácticas articulatorias. Los elementos son diferencias que no se articulan en el discurso, mientras que los momentos son posiciones diferenciales en la medida en que se articulan dentro de un discurso. La transformación de los elementos en momento nunca puede ser completa, sin embargo. Siempre habrá una «plusvalía de significado».
Transponiendo estas nociones al análisis social Laclau y Mouffe introducen una distinción entre la «sociedad» y «lo social» y afirman que la «sociedad» no puede existir, puesto es que imposible una totalidad autodefinida completamente. Lo social resulta de la interacción entre una lógica de la diferencia, que aspira al establecimiento de un orden de diferencias cerrado, y una lógica de equivalencia que surge de la imposibilidad de lograr un orden cerrado. Lo que se ha llamado el «efecto sociedad» surge de la articulación entre elementos dispersos, de un deseo de centro, pero un sistema de diferencias fijo o identidades sociales totalmente adquiridas no pueden lograrse nunca, puesto que la identidad es relacional y por consiguiente nunca puede constituirse por completo o ser completamente transparente. Solo pueden establecerse fijaciones parciales, puntos nodales. Estos resultan de las prácticas articulatorias y siempre se subvierten. El antagonismo es la relación en donde se muestran los límites de la objetividad, la constitución de un sistema de diferencias cerrado. Surge de la imposibilidad de alcanzar un orden cerrado y, en forma simultánea, abre el campo para las prácticas articulatorias.
El mensaje central del relato es que las identidades sociales o políticas, o lo que Laclau y Mouffe llaman posiciones de sujeto, son una conformación discursiva. En cuanto a la categoría de «sujeto», afirman que debe entenderse en el sentido de las «posiciones de sujeto» dentro de estructuras discursivas. No puede concebirse los sujetos como el origen de las relaciones sociales —ni siquiera en el sentido limitado de estar dotadas de poderes que hagan posible la experiencia—, pues toda «experiencia» depende de condiciones de posibilidad discursivas precisas (Laclau y Mouffe, 1985, p. 115). En resumen, los individuos son algo así como haces de posiciones de sujeto constituidas discursivamente. Las posiciones de sujeto se constituyen discursivamente y no derivan su significado, por ejemplo, de las relaciones de producción. No hay conexión lógica en absoluto entre posiciones en las relaciones de producción y la mentalidad de los productores, aseguran Laclau y Mouffe. Las posiciones de sujeto socialistas se construyen discursivamente. La política no se ocupa de la representación de intereses. La práctica política construye los intereses que representa. La clase obrera y el socialismo no son incompatibles, pero no hay «intereses históricos» y la clase obrera no es el «sujeto privilegiado» del socialismo (Laclau y Mouffe, 1985, pp. 84, 120).
Una dificultad con la posición asumida por Laclau y Mouffe es que se hace bastante difícil ver qué quieren decir con «posiciones de sujetos progresistas». No solo se abandona el «sustrato racional» de la determinación en última instancia, o el desarrollo de las fuerzas productivas, sino que tampoco hay rastro de algo como un proceso de aprendizaje inherente a la lógica de la interacción comunicativa. El asunto puede ilustrarse con su opinión sobre el humanismo. Señalan que no hay nada así como una «esencia del hombre». Sin embargo, reconocer la historicidad del concepto de «Hombre» nos permitirá «luchar de manera más eficiente, y sin ilusiones, en defensa de los valores humanistas» (Laclau y Mouffe, 1985, p. 117). Esta posición de humanismo secularizado puede tener la ventaja de reconocer el pluralismo cultural y romper con cualquier perspectiva eurocentrista, pero también revela el problema de que la elección de valores se ha vuelto contingente y que no hay criterios para criticar dichas elecciones. ¿No sería «violar la pluralidad de los juegos de lenguaje» como diría Lyotard (1979) (cf. Geras, 1987; Laclau y Mouffe, 1987)? Los valores que prevalecen son los que resultan de las contingencias de la articulación hegemónica y que bien pueden tener algo que ver con la distribución del poder y los recursos extradiscursivos, un punto presente como tema en la oposición de Habermas entre una «situación de habla ideal» potencial y una realidad de «comunicación distorsionada». ¿O es una «crítica sin filosofía», derivada de «grandes narrativas» más que una metanarrativa posible (cf. Fraser y Nicholson, 1988; Lechner, 1986)?
Otro problema se deriva de la referencia a las «condiciones históricas». Su no hay nada por fuera del discurso (Laclau y Mouffe, 1985, p. 107), ¿no implicaría esto, estrictamente hablando, que no hay «condiciones históricas», sino solo el discurso actual? Esto se aplica al relato de Laclau y Mouffe de la constitución discursiva de «lo social» y el rol de la hegemonía. A lo largo de su libro, se hace claro que el rol prominente que le atribuyen a la hegemonía está ligado a condiciones históricas precisas, pero su enfoque los ha hecho incapaces de teorizar estas «condiciones de emergencia» históricas. En su libro sobre La condición postmoderna, Lyotard (1979), refiriéndose a la obra de Bell y Touraine, relaciona la desaparición de las «grandes narrativas» y la pluralidad postmoderna de los juegos de lenguaje con el cambio en el estatus del conocimiento en la sociedad posindustrial y sus nuevas formas de tecnología e información. De manera similar, Touraine ha sostenido que es solo con la aparición de la sociedad posindustrial que las orientaciones culturales se han abierto al cuestionamiento. La idea, en resumidas cuentas, es que el desarrollo de la producción de mercancías combinado con la tecnología de la información ha llevado a un «triunfo de la cultura significante», que entonces revierte la dirección del determinismo (cf. Featherstone, 1988). La sociedad ha alcanzado el grado de historicidad más elevado, es decir la capacidad de autoproducción. Así, Lyotard ha intentado apuntalar su visión de una pluralidad de juegos de lenguaje y Touraine su afirmación de que los nuevos movimientos sociales, cuya apuesta es el control social de los principales patrones culturales, se conviertan en los principales actores de la sociedad. Laclau y Mouffe parecen pensar en la misma línea con su énfasis en el rol del discurso y la hegemonía en la constitución de «lo social». Sin embargo, su afirmación radical de que no hay nada por fuera del discurso hace imposible teorizar cómo ocurrió esta inversión de la dirección del determinismo y la consecuente primacía de las prácticas discursivas y hegemónicas. Se refieren al «capitalismo avanzado», a la mercantilización y a la burocratización, pero como lo ha planteado Geras (1987, p. 74), «estos conceptos hacen parte de otra teoría».
Ya hemos delineado las «perspectivas» en las que pueden situarse las contribuciones de los autores que se analizarán en la parte que sigue de esta sección. Debe notarse, sin embargo, que la teorización feminista tiene también una influencia importante en las discusiones sobre los nuevos movimientos sociales. En este caso no podemos hablar de un «paradigma» definido claramente. La influencia ocurre en la tematización de varios aspectos, como la autonomía, la identidad, la subjetividad y el poder (Corten y Onstenk, 1981; Fraser y Nicholson, 1988; Soper, 1989; Vargas, 1989; 1990).
En la parte que sigue examinaremos las opiniones desde las «perspectivas» ya discutidas sobre varios aspectos, como las condiciones de emergencia de los nuevos movimientos sociales, las opiniones sobre la importancia del análisis de clase y las conceptualizaciones del «espacio de la política». Después de eso volveremos nuestra atención a la última contribución de Castells a la teorización de los movimientos urbanos, muy basada en la obra de Touraine.
3.2. Condiciones de aparición
Ya vimos que la sociedad «occidental» contemporánea se ha caracterizado en dos formas. Offe, al igual que Laclau y Mouffe, hablan de capitalismo avanzado o tardío. Otros, como Touraine, hablan de sociedad posindustrial. En el primer modo de ver las cosas, la emergencia de los nuevos movimientos sociales tiene relación con las transformaciones del capitalismo y del Estado capitalista en el periodo de posguerra. Las nuevas protestas reflejan la generalización de los efectos adversos de la lógica del capital y las de la lógica administrativa del Estado capitalista, del dinero y del poder como lo diría Habermas, en sectores de población aún más amplios. Offe (1985), por ejemplo, integra el tema en su obra teórica más amplia sobre los problemas de legitimación del Estado en el capitalismo tardío. En particular se refiere a la «crisis de gobernabilidad» del Estado de Bienestar keynesiano, que resulta de la imposibilidad de reconciliar el capitalismo con la democracia de masas; los requerimientos de la acumulación sostenida con los de la legitimación. Los problemas se expresan en una crisis fiscal del Estado y una crisis del partido y del sistema sindical que sostuvo el compromiso del Estado de Bienestar. Al tiempo hay una irrupción de acción extrainstitucional: los nuevos movimientos sociales (Offe, 1988; c.f. Carnoy, 1984, pp. 131-140; Cohen, 1982; Jessop, 1984, pp. l06-112).
Offe caracteriza los nuevos movimientos como una respuesta racional a los efectos de la modernización en las sociedades capitalistas avanzadas. Estos efectos pueden resumirse en tres términos. Ampliación significa que los efectos secundarios negativos de los modos establecidos de racionalidad económica y política ya no están concentrados y no son específicos de una clase, sino que tienden a afectar a prácticamente todo miembro de la sociedad en una amplia variedad de formas. Profundización indica un cambio cualitativo en los métodos y los efectos de dominación y control social, que hacen su efecto más abarcador e inescapable en una penetración de las esferas de la vida que hasta el momento se han mantenido fuera del dominio del control social racional y explícito. Irreversibilidad, finalmente, apunta a una pérdida de cualquier capacidad autocorrectiva o autolimitante por parte de las instituciones políticas y económicas establecidas. Están atrapados en un círculo vicioso que solo puede romperse desde fuera de las instituciones políticas establecidas. De ahí la legitimación para los modos de acción extrainstitucionales de los nuevos movimientos sociales.
Touraine, por otro lado, afirma que la aparición de los nuevos movimientos indica una transición a un tipo de sociedad nuevo en términos cuantitativos, la sociedad programada o posindustrial. Mientras que en la sociedad industrial, sea en un contexto capitalista o socialista, [22] la contradicción de clases se da entre obreros y administradores, en la sociedad programada surge un nuevo conflicto de clases, esta vez entre los tecnócratas y lo que Touraine llama el movimiento «autocontrolado». El conflicto no solo implica nuevas clases, también evoluciona en un nivel diferente de los conflictos de la sociedad industrial. En la sociedad industrial, los conflictos se centraban en temas de distribución en un plano político o institucional. Los movimientos sociales de la sociedad posindustrial, en contraste, abordan los aspectos culturales en el plano de la historicidad. Mientras que en la sociedad industrial «metanarrativas», como la del «progreso», no estaban abiertas al cuestionamiento, hoy en día lo están y por ende la sociedad han alcanzado la capacidad de autoproducción más alta y esto es en lo que toman pare los nuevos movimientos sociales.
Como vimos, es esta idea del cambio cualitativo, de una «inversión de la determinación», lo que inspiró gran parte del interés en el lenguaje y en los juegos de lenguaje (por ejemplo, Lyotard, 1979). De otro lado, este interés se vio estimulado por la reconceptualización estructuralista-marxista de la ideología y el consiguiente giro hacia el discurso y su rol en la constitución del sujeto. Las ideas sobre el capitalismo tardío y la «sociedad de la información» parecen venir juntos en la obra de Laclau y Mouffe, pero no están muy cómodos juntos. En forma similar a Offe, Laclau y Mouffe (1985; Mouffe, 1988), asocian el surgimiento de los nuevos movimientos con los fenómenos de mercantilización y burocratización relacionados con el surgimiento de las técnicas fordistas de producción y el Estado de bienestar keynesiano, respectivamente. En tercer lugar, mencionan el ambiguo rol de los medios de masas. Por un lado contribuyen a la masificación cultural, pero también contribuyen a la difusión de una «cultura de consumo democrática» y las condiciones discursivas para cuestionar las relaciones de subordinación y desigualdad.
Aunque mencionan la mercantilización y la burocratización, Laclau y Mouffe (1985, p. 153) se centran en las «condiciones discursivas para la aparición de la acción colectiva, dirigida hacia la lucha contra las desigualdades y el cuestionamiento de las relaciones de subordinación». Para hacer eso, diferencian entre relaciones de subordinación en las que el agente está sujeto a las decisiones de otro; relaciones de opresión, donde una relación de subordinación se ha transformado en un lugar de antagonismo, y relaciones de dominación, que son las relaciones de subordinación que se consideran ilegítimas desde la perspectiva, o a juicio, de un agente social externo a ellos, y que, en consecuencia puede o no coincidir con las relaciones de opresión que en realidad existen en una formación social determinada. El argumento entonces, es que una lucha contra la subordinación no puede ser el resultado de la situación de subordinación misma. La subordinación simplemente establece posiciones diferenciales entre agentes sociales y estas no son antagonistas. Solo si se subvierte dicho sistema de diferencias, las posiciones subordinadas de sujeto se convierten en puntos de antagonismo. Esto sucede cuando el discurso de subordinación es interrumpido por un discurso exterior a él. Es decir, cuando por la lógica de la equivalencia, o «efecto de demostración» se desplazan los efectos de algunos discursos hacia otros lugares de diferencia/subordinación.
Dando un giro histórico y más aterrizado a su historia, Laclau y Mouffe introducen entonces la «revolución democrática», que puso fin a la concepción medieval de la sociedad como sistema jerárquico de posiciones diferenciales fijas. Mediante los efectos de la equivalencia se transpuso el cuestionamiento de la desigualdad política a la desigualdad económica y a la desigualdad entre sexos. Por esta razón, debe verse las demandas socialistas y feministas como momentos internos a la revolución democrática. De manera similar, los nuevos movimientos sociales exhiben un aspecto de continuidad de la revolución democrática en la permanencia del imaginario igualitario. Lo nuevo sobre ellos es que son respuestas a las formas recientes de subordinación (burocratización, mercantilización, masificación) en el contexto de la transformación de las relaciones sociales característica a la nueva formación hegemónica del periodo de posguerra. Esta formación es incapaz de establecerse como sistema estable de diferencias, ya que su dinamismo interno subvierte constantemente las identidades sociales. Junto con la revolución democrática, este genera una proliferación de conflictos que brinda el campo para la articulación hegemónica.
Como lo hemos señalado, el problema con Laclau y Mouffe es que la relación entre la dinámica de las formaciones discursivas y la dinámica del capitalismo avanzado sigue subteorizada. Es la subversión constante de las identidades inherente a la dinámica de las formaciones discursivas —el juego de la diferencia y la equivalencia— y por ende a «lo social» (órdenes simbólicos) en general, ¿o está relacionada con un orden social específico? En otras palabras, ¿el postmodernismo es una «condición» o apenas otra patología del capitalismo tardío (Jameson, 1989)?
3.3. Clase y movimiento
En el «viejo» paradigma, teníamos la «misión histórica» del proletariado, que sería el sujeto del cambio societario por ser la clase más explotada o alienada. Vimos cómo se introdujo la noción de «pluriclasismo». Comenzó una vida propia hasta el punto en que algunos consideran el «pluriclasismo» como una característica que define los «movimientos sociales».
Offe (1985, 1989) toma una posición diferente. Sostiene que no debería darse por hecho cuando los nuevos movimientos hoy en día aseguran que son pluriclasistas, una noción que por ahora se ha vuelto parte del «sentido común» de los movimientos. Él considera que la nueva clase media está en el centro de los movimientos. Los otros dos segmentos de la estructura social de la cual extraen apoyo los movimientos son elementos de la antigua clase media y los grupos periféricos a, o por fuera de, el mercado laboral (desempleados, estudiantes, amas de casa, retirados, etc.). En resumen, los grupos que dan la base para los nuevos movimientos son casi cualquier cosa menos las dos clases «principales» de la sociedad capitalista. La centralidad de la nueva clase media se deriva de su acceso cognitivo relativamente fácil a los riesgos y efectos perversos de la modernización técnica, económica, militar y política adicional. Su crítica, sostiene Offe, no es «antimodernizante» ni «postmoderna», sino una respuesta racional basada en una radicalización selectiva de valores modernos, como la autonomía y la identidad. Los otros dos grupos, en contraste, pueden tender a respuestas «irracionales». Esta posibilidad se desprende de sus posiciones en relación con el proceso de la producción social. La vieja clase media puede ser simplemente antimodernizante, mientras que entre los grupos periféricos pueden observarse otros «irracionalismos», como el misticismo o el nihilismo postmoderno.
La opinión de Touraine tiene que ver con sus ideas sobre el post-industrialismo. Uno de sus propósitos es «descubrir el movimiento social que en la sociedad emergente programada tendrá lugar en el movimiento de la clase obrera de la sociedad industrial y en el movimiento por las libertades civiles de la sociedad comercial que la precedió» (Touraine, 1978, p. 38). Las antiguas diferencias de clase de la sociedad industrial pierden relevancia, como los sobrantes de los viejos modos de producción en el esquema estructuralista (c.f. Cohen, 1982, p. 32) y los nuevos movimientos expresan el conflicto entre las dos clases fundamentales emergentes de la sociedad programada.
Si la sociedad es capaz de intervenir sobre sí misma, es decir, de una no coincidencia de la sociedad consigo misma, debe necesariamente dividirse, sostiene Touraine. La noción de una comunidad que se hace cargo de su propia transformación es utópica. La sociedad no es un actor, sino un sistema de actores: acumulación e inversión son conducidos por una categoría particular capaz de extraer recursos de los obreros y de administrar los recursos acumulados: una clase que moviliza recursos al servicio del modelo cultural. Esta clase es la expresión social del modelo cultural, pero también ejerce una limitación en la sociedad como un todo. De ahí la división insuperable de la sociedad en una clase dominante/dirigente y en una clase dominada/desafiante. Los movimientos sociales son la conducta colectiva organizada de un actor de clase que lucha contra su adversario de clase por la dirección social de la historicidad, la interpretación específica de clase del modelo cultural, en una colectividad concreta. En cada tipo de sociedad o sistema de acción histórica, hay dos movimientos sociales (Touraine, 1973, p. 146; 1978, p. 104).
Los sistemas de acción histórica se sitúan en lo que Touraine llama el eje sincrónico. Él diferencia dos modos de análisis sociológico. El análisis sincrónico tiene que ver con el estudio de la estructura social, las relaciones de clase y los movimientos sociales, es decir, con la sociedad civil en términos de Touraine. La diferencia tiene que ver con la diferencia que hace Touraine entre modos de producción (industrial/posindustrial) y modos de desarrollo (capitalismo/socialismo). El análisis diacrónico —la sociología del desarrollo— se centra en las transiciones históricas de un tipo societario a otro: el cambio. En este caso, se tiene en cuenta el rol del Estado. Aunque los dos modos de análisis, que corresponden a estructura y génesis, orden y cambio, son complementarios, debe otorgarse primacía a la dimensión sincrónica, según afirma Touraine.
Los movimientos, o clases, sociales no son sujetos de la historia. Touraine los sitúa en el eje sincrónico de la reproducción sistémica. [23] La transición de un tipo de sociedad a otro no puede explicarse por el funcionamiento de una sociedad, sostiene él, en línea con el argumento presentado por los marxistas estructuralistas sobre la necesidad de la intervención política desde el «exterior» (Althusser y Balibar, 1975, pp. 178-225). Esta supone la existencia de un agente de transformación histórica y de una lógica de acción que no pertenece a la sociedad. Para Touraine, este agente de la historia es el Estado, como rector de una colectividad territorial en el contexto de la dinámica de los contactos y conflictos intersocietarios. [24] De este modo, el Estado aparece como agente de la historia en el eje diacrónico.
Una consecuencia de la separación algo artificial entre la política y los movimientos es que los movimientos sociales relativamente puros solo pueden hallarse en las democracias del capitalismo central. Todos los demás países se están adaptando diligentemente al último sistema de acción histórica mediante la acción del Estado. En estos casos, los movimientos sociales se transforman en movimientos históricos. Él define las luchas históricas como conflictos sociales en una situación de cambio o, más precisamente, la modificación de los movimientos sociales que se deriva de un modo de intervención estatal. En el análisis final esto se reduce a la opinión cuestionable de que el Estado es la encarnación absoluta de la razón histórica. Touraine ha rechazado la intencionalidad y la capacidad adaptativa que el funcionalismo y las teorías de sistemas atribuyeron a la sociedad, aduciendo que de esta manera se reduce la sociedad a un orden normativo o a meras estrategias, pero estas reaparecen de alguna manera en la explicación del comportamiento del Estado como representante de las sociedades concretas en el campo externo. Los intentos por conceptualizar las relaciones entre el Estado y la composición de clases de las sociedades producen juegos formalistas de transformación bastante insatisfactorios, similares a las combinatorias estructuralistas. La raíz de los problemas parece radicar en la aplicación que hace Touraine de sus dicotomías sincronía/diacronía y sociedad civil/Estado, que dan lugar, como se lo ha señalado, a una conceptualización insatisfactoria de la relación entre movimientos sociales, acción y rango políticos. Sus sistemas de acción histórica solo aceptan el cambio como resultante de la «intervención exterior». Así, es cuestionable el éxito de su proyecto de salvación del «actor» del «determinismo estructural». Ellas están situadas en el eje sincrónico de la reproducción sistémica, mientras que el cambio viene de otro lugar.
Una cuestión adicional es cómo estas ideas se relacionan con la tesis del «fin de la historia» de Touraine, es decir, la tesis de que la sociedad programada es el sistema absoluto de la acción histórica. Una vez se ha alcanzado este nivel de historicidad solo continúa la lucha de clases, o la lucha entre movimientos sociales, situada en el eje sincrónico. Estamos entrando a la «era de los movimientos sociales, que también es la era de la contracultura», Touraine (1978, p. 149) asegura. ¿No implicaría esto la posibilidad de una dispersión de orientaciones culturales o juegos de lenguaje y en consecuencia una pluralidad de movimientos sociales, más que apenas dos?
Laclau y Mouffe (1985, p. 169) critican a Touraine por esperar la unificación de los nuevos movimientos sociales de una forma mecánica. Desde su perspectiva discurso-teórica, la unificación solo puede surgir de la articulación hegemónica. En este sentido, ellos desarrollan la idea de que ha habido un cambio cualitativo en la dinámica social. Hoy en día, debe descartarse radicalmente la idea de que las posiciones de clase dadas estructuralmente son relevantes para la configuración de la identidad de los actores o para determinar la importancia o el significado y sentido de un conflicto. Contra el «economismo» y el «reduccionismo de clase», sostienen ellos que la práctica política en sí constituye los intereses que representa. Intereses y posiciones de sujeto se constituyen mediante el discurso y derivan su sentido o significado de la articulación hegemónica (Laclau y Mouffe, 1985, pp. 85-88, p. 120). El rol decisivo de las prácticas hegemónicas, sin embargo, es un fenómeno reciente. Vimos que Laclau y Mouffe sostienen que el concepto de hegemonía se desarrolló a comienzos del siglo XX, cuando se hizo cada vez más evidente que no era cierto el proceso predicho de polarización social y económica para las clases. [25] El rol decisivo de la hegemonía tiene que ver con condiciones históricas de aparición precisas, pero poco teorizadas, que Laclau y Mouffe esbozan trazando lo que ven como la transformación de la política durante los últimos 200 años. En 1789, afirman, la división de lo social en dos campos antagónicos aún se presentaba en la forma de líneas de demarcación claras empíricamente dadas, anteriores a cualquier construcción hegemónica (Laclau & Mouffe, 1985, p. 151). Fue con el aumento en la complejidad e institucionalización de la sociedad capitalista que se hizo cada vez más difícil la constitución de un polo popular. Posteriormente, la polarización de clases sufrió la misma suerte. En parte por su mismo éxito, las luchas democráticas en las sociedades capitalistas avanzadas tienden cada vez menes a unificarse como luchas populares. De este modo, en contraste con el sistema de diferencias jerárquicas relativamente fijo de la sociedad medieval la reproducción de las diferentes áreas sociales bajo el capitalismo tiene lugar cada vez más en condiciones de cambio permanente que requieren constantemente la construcción de nuevos sistemas de diferencias. Esta dinámica y su efecto desestabilizador en las identidades sociales generan una pluralidad de espacios políticos que el discurso democrático convierte en puntos de antagonismo.
Los antagonismos democráticos no son progresivos en sí, afirman Laclau y Mouffe (1985, p. 86, p. 168). Las luchas democráticas dispersas son la materia prima para las luchas populares, es decir, coyunturas específicas que resultan de una multiplicación de los efectos de equivalencia entre luchas democráticas. Las luchas democráticas son polisémicas y pueden articularse a discursos muy distintos. Es mediante esas articulaciones, la integración en una cadena de equivalencias, que adquieren su carácter (Laclau y Mouffe, 1985, pp. 137, 170).
Así, por ejemplo, la «nueva derecha» trata de articular las luchas antiburocráticas a su programa de desmonte del Estado de Bienestar y su defensa de las relaciones sociales jerárquicas y anti-igualitarias. Para contrarrestar esta ofensiva, afirman Laclau y Mouffe, se necesita una serie de propuestas para la organización positiva de lo social. La izquierda no debe renunciar a la ideología democrática liberal, sino radicalizarla. Un proyecto alternativo, sin embargo, no puede fundarse en la lógica de la democracia. La lógica de la democracia es solo una lógica de eliminación de relaciones de subordinación y desigualdades. Junto con la inestabilidad de la formación hegemónica de posguerra, esto solo lleva a una especie de anomia democrática. [26] Se necesita una serie de propuestas para la organización positiva de lo social y esto solo puede obtenerse mediante la articulación hegemónica. El discurso de la democracia radical ya no es el discurso de lo universal, Laclau y Mouffe sostienen (1985, p. 191): «el nicho epistemológico desde el cual hablaron las clases y los sujetos ‘universales’ ha sido erradicado, y ha sido reemplazado por una polifonía de voces, cada una de las cuales construye su propia identidad discursiva irreductible». Ninguno de ellos puede pretender «acceso privilegiado» a «la Verdad». Laclau y Mouffe hacen referencia a las propuestas que consideran necesarias como «la totalización de la negatividad» de cierto orden social o como «una multiplicación de los efectos de equivalencia». En resumen, la izquierda necesita una especie de «utopía», que consiste en una adición, o más bien una fusión, de anticapitalismo, antisexismo, antirracismo, etc.
Un problema con la obra de Laclau no es solo que él tiende a confundir la política con la ideología (Jessop, 1984, pp. 195-202), [27] sino que también tiende a hablar de la política en términos tomados de la psiquiatría. En su obra anterior (Laclau, 1977, cf. Laclau y Mouffe, 1985, p. 136), defendió un «populismo de la izquierda», que resultara de una «condensación» de conflictos hasta ahora «desplazados» en torno a una clase. Esto dificulta entender lo que quiere decir con prácticas hegemónicas y conduce a un descuido de las funciones institucionales de la política (cf. Mouzelis, 1978). No queda claro porqué dicha totalización, la constitución de un «sujeto colectivo de la historia», es deseable y cuál debe ser su estructura. ¿Un partido? Y entonces, ¿qué tipo de partido? Si no hay «espacio privilegiado para la política» desde el cual intervenir en «puntos de ruptura privilegiados», ¿por qué constituir dicha voluntad colectiva en todo caso? Más aún, no es claro porqué una «totalización de la negatividad» debe ser el socialismo. Otro problema con Laclau y Mouffe es que tienden a eliminar cualquier referencia al carácter sistémico o estructurado de la subordinación o a rasgos extradiscursivos y por ende su enfoque se vuelve «reduccionista del discurso». Tiende a tratarse el discurso como autónomo y constitutivo de la realidad. Sin embargo, por ejemplo, la sola «disponibilidad del discurso» no explica por qué se dan movilizaciones colectivas en ciertos momentos y a lo largo de qué líneas se dan. Laclau y Mouffe asumen con demasiada ligereza que la subordinación y la opresión se han vuelto tan desestructuradas como lo sugiere la «experiencia postmoderna» de flujo incesante y «subjetividad descentrada». Tienen razón en hacer énfasis en que esto no produce sujetos de la historia hechos, sino que la construcción de dichos sujetos —movimientos sociales— no es totalmente arbitraria. Analizar las características estructurales de procesos como la mercantilización y la burocratización puede ser útil para lograr ver dentro de las tensiones que producen, así como en los rasgos que promueven o bloquean el acceso cognitivo al carácter estructurado de dichas tensiones. Solo de esa manera puede una «totalización de la negatividad» adquirir un contenido positivo y puede ser efectiva la acción colectiva. Esto presupone rasgos sistémicos que pueden ser intervenidos. No es lo mismo que adoptar una filosofía de la historia o pensar que hay un «sujeto privilegiado» preconstituido para el socialismo —los obreros no son «inherentemente» socialistas, ni las mujeres nacen con consciencia feminista— o un «punto de ruptura privilegiado» en el sentido de que un cambio en las relaciones de producción levantaría una cadena de efectos que extingan todas las formas de subordinación. Para entender la dinámica estructurada de una formación social, como la burocratización y la mercantilización por ejemplo, debe irse más allá del modelo formal de formaciones discursivas (c.f. Belden Fields, 1988; Clegg, 1989, p. 180; Fraser y Nicholson, 1988; Lechner, 1986; Jessop, 1984, pp. 195-202; Paramio, 1987).
3.4. El espacio de la política
¿Qué es una práctica política y dónde se hace? En el antiguo esquema, como lo vimos, se concibe la política como un nivel de la superestructura. Es el lugar, como lo plantea Gramsci, donde se reemplazan los intereses de la clase económica corporativa mediante prácticas hegemónicas y donde «las ideologías se vuelven ‘partido’». También vimos cómo Gramsci y Althusser expandieron el concepto del Estado con la introducción de los «aparatos ideológicos de Estado». La idea fue criticada por prácticamente colapsar la sociedad civil con el Estado, pero al mismo tiempo se abandonó la noción de lo político como un «nivel» para sustituirlo con la conceptualización de lo político como dimensión de todas las prácticas sociales. Esto cayó muy bien con la idea de que «lo personal es político». Abrió nuevas perspectivas sobre la función del poder en la sociedad, pero también tendió a desviar la atención del problema de las instituciones políticas, como se discutió en la primera parte. Analizaremos en primer lugar los puntos de vista de Touraine sobre la política. Él sigue siendo el más cercano a la concepción de la política como un «nivel». Desde su perspectiva crítico-teórico, Offe estudia las posibilidades para una redefinición de la «política» mediante la recuperación y la expansión de una esfera pública, que resulta de la actividad de los nuevos movimientos sociales. Laclau y Mouffe son representativos de la reconceptualización de la política como dimensión de toda práctica social.
En sus consideraciones sobre las relaciones entre los movimientos sociales y la acción política Touraine se ciñe más estrictamente a la concepción de la política como un «nivel» o «sistema». Sin embargo, en lugar de considerar la expresión política como el nivel más elevado de expresión de un movimiento social, Touraine sostiene que los movimientos sociales son al tiempo la razón de ser y lo contrario de la acción política. La acción política se dirige al control de la sociedad. Por consiguiente implica una negación del conflicto, que es la característica que define los movimientos sociales. La diferencia es entre la dirección y la protesta (Touraine, 1973, pp. 421-428). Más aún, afirma que en la sociedad de la información o posindustrial los conflictos se desarrollan en el campo cultural más que en el nivel organizacional o institucional como fue el caso en los tipos de modernidad societarios anteriores: sociedad comercial y sociedad industrial.
Touraine indica una capacidad aumentada para el autogobierno de la sociedad civil, pero, al tiempo, afirma que en la sociedad programada, en contraste con los tipos de sociedad precedentes, la clase dirigente trata de imponer su dominio mediante un fortalecimiento del Estado. No obstante, Touraine sostiene que la clase dirigente enfrenta resistencia del movimiento social de la sociedad programada, mientras que el Estado es combatido por los movimientos políticos democráticos. En su marco teórico, la relación entre los dos tipos de lucha solo puede pensarse en términos de alianzas. Afirma que en el momento los movimientos sociales rechazan esas alianzas con las fuerzas políticas democráticas y traza un paralelo entre este «izquierdismo» y la «línea de clase pura» de los partidos comunistas, que alguna vez arrojó a las clases medias a los brazos del fascismo (Touraine, 1978, p. 162).
La perspectiva de Touraine sobre la relación entre los movimientos y la política es bastante problemática. Su manera de plantear el problema, como lo ha sostenido Cohen (1982, 1985; c.f. Reis, 1988), obliga a elegir entre «estrategia o identidad», lo que Touraine resuelve excluyendo el aspecto de la interacción estratégica del concepto de movimiento social y relacionando el concepto de movimiento social con la reproducción sincrónica de los sistemas de acción histórica. Esta parcialidad dificulta ver cómo los movimientos pueden estar activamente involucrados en proyectos hegemónicos y cambio social. En el análisis final los movimientos sociales solo pueden efectuar un cambio de élites en su esquema (Touraine, 1985, p. 755). La reificación de las dicotomías, como Estado/sociedad civil, política/cultura y diacronía/sincronía hace difícil conceptualizar los efectos institucionales de los movimientos sociales.
Un ejemplo del dilema resultante de la oposición entre estrategia e identidad, es el renacimiento neo-Lukácsiano de Evers (1985) del paradigma amo-esclavo en el lema «entre más poder, menos identidad y más alienación». De esta forma, el contraculturalismo apolítico se convierte en virtud. Evers entonces no puede evitar presentar el problema como una elección entre ser ineficaz o ser absorbido en «el sistema». Él piensa que la «cuestión de un ‘nuevo partido’ debe enfrentarse eventualmente», pero también piensa que es casi inevitable la alienación del movimiento. En un comentario sobre estas ideas desde una perspectiva feminista, Vargas (1989) advierte que pueden generar «una actitud paralizante» de «automarginación». Ella opone una «autonomía creativa» —capaz de presionar y negociar desde una posición específica del movimiento— y una «autonomía defensiva». Lo último expresa —muchas veces por razones comprensibles— cierto temor a la confrontación con el público y una tendencia a negar diferencias entre puntos de vista. Eso puede significar una tendencia autoritaria a la homogenización y al igualitarismo, puesto que la diferenciación se considera amenazante. Vargas defiende lo que Offe (1988, pp. 244-265) llamaría una «autorracionalización del movimiento» (Vargas, 1989, pp. 135-149; 1990).
Offe toca el tema del espacio político desde la perspectiva del interés del teórico crítico por una esfera pública. Sostiene que el objetivo de los nuevos movimientos es el de (re)crear una esfera intermedia entre la política «privada» y la sancionada por el gobierno. Offe sostiene que el Estado capitalista tardío se ha topado con problemas de estatismo, regulación política y una proliferación del burocratismo, que puede resumirse como «la crisis del manejo de la crisis». Los proyectos políticos para resolver la llamada «crisis de gobernabilidad» difieren, sin embargo. El proyecto neoconservador apunta a una definición restrictiva de política. Busca restaurar una esfera apolítica de la sociedad civil mediante una «reprivatización» de conflictos con el fin de salvaguardar una esfera de autoridad estatal más restringida —y por consiguiente más sólida— y no más instituciones políticas «sobrecargadas». La política de los nuevos movimientos sociales, en contraste, busca politizar las instituciones de la sociedad civil, para reconstituir una sociedad civil que ya no depende de regulación, control e intervención en continuo aumento. Debe politizarse mediante las prácticas que hacen parte de una esfera intermedia entre búsquedas y preocupaciones «particulares», por un lado, y la política institucional, sancionada por el Estado, por el otro. Los nuevos movimientos presentan un cuestionamiento al «viejo paradigma» de la política institucional.
Con «viejo paradigma» Offe se refiere a la constelación que surgió en Europa occidental en los años de la posguerra sobre la base de un consenso de Estado de bienestar liberal democrático. La premisa era la de una sociedad de suma positiva en la que el capitalismo, como motor de crecimiento, se complementara con el trabajo organizado como una máquina de distribución y seguridad social. El diseño constitucional de la democracia representativa, mediada por la competencia de partidos era idónea para limitar la cantidad de conflictos que se trasladaban de la esfera de la sociedad civil a la arena de la política pública. Las organizaciones de intereses y partidos políticos especializados, abarcantes y altamente institucionalizados, se convirtieron en los actores colectivos dominantes en los mecanismos institucionalizados de resolución de conflictos sociales y políticos. Los nuevos movimientos cuestionan este esquema mediante la politización de temas que no pueden categorizarse fácilmente en términos de la diferenciación entre lo «público» y lo «privado» de la teoría política liberal. Su espacio de acción es un espacio de política no institucional.
Ocupándose de las características distintivas de los nuevos movimientos Offe sostiene que aun si los aspectos tratados por los nuevos movimientos parecen diversos e incoherentes, tienen una raíz común en ciertos valores, entre los que se destacan la autonomía y la identidad. Aparte de los temas y los valores, un tercer elemento del nuevo paradigma es el modo de acción. En la medida en que se ocupa del «aspecto interno», este hace énfasis en la informalidad, la espontaneidad y un bajo grado de diferenciación horizontal y vertical, en contraste con la organización formalizada de las asociaciones representativas a gran escala. El «aspecto externo» o tácticas de protesta buscan movilizar la atención pública por medios (en su mayor parte) legales si bien poco convencionales, que muchas veces adoptan la forma de alianzas de veto ad hoc para un solo asunto, que hacen énfasis en la naturaleza basada en principios y no negociable de los asuntos. Finalmente, los actores no dependen de los códigos políticos establecidos para su autoidentificación (izquierda/derecha; liberal/conservador) ni de los códigos socioeconómicos correspondientes en parte (como clase obrera/clase media; pobre/rico; población rural/urbana, etc.).
Ya hemos visto que, a pesar de las demandas de pluriclasismo de los movimientos mismos, Offe sostiene que tienen una base social definida. Un avance del nuevo paradigma político dependerá de la coherencia de los grupos que lo apoyan y de sus relaciones con los apoyos del viejo paradigma. La primera posibilidad es la de una alianza entre fuerzas liberales-conservadoras tradicionales y el segmento de la antigua clase media que apoya los nuevos movimientos. Una segunda posibilidad es la de una alianza entre la Izquierda tradicional y la Derecha tradicional en una especie de «gran coalición» del tipo corporativista para excluir los grupos «periféricos». En ambos casos, el viejo paradigma político se mantendría intacto. En el segundo caso, esto estaría acompañado de un grado relativamente alto de conflicto extra-institucional violento. Solo en el caso de una alianza entre la Izquierda tradicional y el núcleo de la nueva clase media de los nuevos movimientos puede esperarse una transformación del paradigma político, es decir, una redefinición de qué trata la política y cuáles deben ser sus actores colectivos y sus formas de acción legítimos, según Offe. El resultado depende en parte del proceso de autorracionalización de los nuevos movimientos y del Partido Verde Alemán, orientado a incrementar su capacidad política estratégica, sin perder su identidad mediante un proceso de «socialdemocratización» (Offe, 1988).
Laclau y Mouffe parten del argumento de que la modernidad y el capitalismo han dado lugar a una proliferación de espacios políticos. Recogiendo algunas de las ideas de la obra anterior de Laclau (Laclau, 1977), afirman que lo social, o lo que podríamos llamar «el efecto sociedad», es el resultado de dos lógicas complementarias. Una lógica de la diferencia es una lógica de expansión y mayor complejidad. Refleja el esfuerzo por construir la sociedad como un sistema de diferencias, o «identidades», objetivo y cerrado. Al mismo tiempo, sin embargo, hay en juego una lógica de la equivalencia, que es una lógica de simplificación. Las dos lógicas son recíprocamente subversivas y ninguna logra constituir un espacio completamente suturado, es decir, «sociedad». Las diferencias pueden convertirse en puntos de antagonismo. El significado de un antagonismo, sin embargo, «desborda» el espacio donde se constituye el antagonismo. De ahí la posibilidad de articulación, mediante prácticas hegemónicas, en una «cadena de equivalencia» con referencia al otro polo. Así, afirman Laclau y Mouffe, las dos lógicas tienen consecuencias diferentes para la estructuración de espacios políticos y en consecuencia introducen una diferenciación entre dos tipos de luchas. Las luchas democráticas implican antagonismos delimitados y una pluralidad de espacios políticos. Las luchas populares, en contraste, son aquellas en las que ciertos discursos construyen de manera tendenciosa la división de un solo espacio político en dos campos opuestos. La lucha democrática es el concepto fundamental, mientras que las luchas populares son coyunturas específicas que resultan de una multiplicación de los efectos de la equivalencia entre luchas democráticas. Estas son las luchas que tienden a constituir un «pueblo» y en este caso hay una tendencia a la coincidencia entre la sociedad y el espacio político ante un referente «externo» ante quien todos son iguales. Laclau y Mouffe mencionan el ejemplo de los países del Tercer Mundo, donde la explotación imperialista y el predominio de formas de dominación brutales y centralizadas tienden desde el comienzo a dotar la lucha popular de un centro, con un enemigo claramente definido. Este fue también el caso en 1789, cuando las luchas populares y democráticas eran una y la misma frente al ancien régime.
Sin embargo, como vimos, desde entonces los efectos idénticos del desarrollo capitalista y la revolución democrática han cambiado sustancialmente la situación. La forma de política hegemónica, que requiere la presencia de fuerzas antagónicas y una inestabilidad de las fronteras que las separan, se vuelve dominante al comienzo de los tiempos modernos. Laclau y Mouffe sostienen que por esta razón se requiere un nuevo imaginario político, pues el «imaginario político jacobino», que vincula una confluencia de luchas en un espacio político unificado concebido como un «nivel» de lo social, ya no puede sostenerse. Debe ser reemplazado por uno «radicalmente democrático».
La cuestión de la relación entre socialismo y democracia tiene un rol central a lo largo de todo su libro. Toda la operación de teorización de lo social como orden simbólico o discursivo termina proporcionando la base para su opción por la democracia radical. La opción por la democracia se fundamente en la apertura esencial de las formaciones discursivas. Un proyecto socialista hegemónico debe evitar los dos extremos representados por el mito totalitario de la Ciudad Ideal y el pragmatismo positivista de los reformistas sin un proyecto. El momento de tensión, de apertura, que da a lo social su carácter esencialmente incompleto y precario, es lo que debería proponerse institucionalizar un proyecto radicalmente democrático (Laclau & Mouffe, 1985, p. 190).
En una situación más práctica, enfrentamos el problema de que la proliferación de espacios ha resultado de la imposición del sistema hegemónico de diferencias de la posguerra. Las prácticas hegemónicas basadas en los efectos de equivalencia, en contraste, apuntan a la recreación de un espacio de confluencia, de lo contrario no tienen sentido. Por un lado, se percibe que Laclau y Mouffe tienen cierta nostalgia por «el pueblo», que debe reconstituirse mediante prácticas hegemónicas y convertirse en tema de un proyecto socialista, que es la transformación de las luchas democráticas en una lucha popular, pero por otro lado, Laclau (1985) afirma, refiriéndose a América Latina, que «las movilizaciones populares ya no se basan en un modelo de sociedad total o en la cristalización en términos de equivalencia de un solo conflicto que divida la totalidad de lo social en dos campos, sino en una pluralidad de demandas concretas que lleven a una proliferación de espacios políticos. Esta es la dimensión que, me parece, es más importante que aclaremos en nuestra discusión: ¿hasta qué punto las nuevas movilizaciones rompen con un imaginario totalizante, o, por el contrario, hasta qué punto siguen encerradas en él?». ¿Cómo una afirmación de ese tipo tiene que ver con la idea de que la articulación hegemónica mediante «efectos de equivalencia» entre «luchas democráticas» debe superar el confinamiento en los «espacios disciplinarios» creados por la lógica de la diferencia de la formación hegemónica establecida.
Aun cuando uno piense que el poder y la política permean lo social y que el imaginario y las prácticas jacobinas deben superarse, no se necesita mucho más para saber que la política está en todos lados y en ningún lado. Laclau y Mouffe nos presentan el lado contrario del «panpoliticismo» althusseriano. Mientras que en el último caso, la sociedad civil desapareció en el Estado, esta vez el Estado se hace invisible. Sigue siendo importante pensar en espacios de confluencia institucionalizados alternativos y cómo están sujetos a prácticas hegemónicas, en lugar de pensar en la «institucionalización de la imposibilidad de la sociedad».
Es difícil ver cómo puede institucionalizarse un «momento de tensión». Laclau y Mouffe mantienen la ambigüedad en este punto. Por un lado, sus argumentos sugieren que el espacio político está definido por la articulación hegemónica misma. Por otro lado, afirman que un Estado liberal reformado y consolidado es la mejor manera de institucionalizar el «momento de tensión y apertura». La democracia directa solo es aplicable a espacios sociales reducidos. Debe notarse que un Estado liberal, sin importar qué tan reformado, se basa en una confluencia de luchas en un espacio político unificado.
Aún más, en su argumento sobre la democracia Laclau y Mouffe (1987, p. 105) recurren a argumentos sobre «una proliferación de espacios públicos de argumentación y decisión mediante los cuales los agentes sociales son cada vez más capaces del autocontrol» que se asemejan a Habermas, pero que pueden ser difíciles de reconciliar con su propia teoría del sujeto. ¿Estos haces de posiciones de sujeto son capaces de intersubjetividad y racionalidad comunicativa?
3.5. Una consideración postmarxista sobre los movimientos urbanos
Si a comienzos de la década de 1970, Castells abordó la cuestión urbana «siguiendo los clásicos del materialismo histórico de Lenin a Mao, pasando por Gramsci» (Castells, 1977, p. 244) en años posteriores él abandonaría gradualmente el marco marxista estructuralista, y en The City and the Grassroots se critica el paradigma por estar «privado de actores sociales y determinado por contradicciones» (Castells, 1983, p. 320; cf. Lowe, 1986). Aunque la teoría marxista podría no tener lugar para los movimientos sociales con excepción de la lucha de clases predicha históricamente, los movimientos sociales persistes. Más aún, el rol del partido, que se suponía ser el de establecer la conexión entre estructura y prácticas, no ha sido una variable discriminatoria; los fenómenos cruciales han sido movimientos sociales autoconscientes, auto-organizados.
Para su nuevo abordaje de los movimientos urbanos, Castells tiene gran influencia de la obra de Touraine, quien, sin embargo, no quiere asumir la responsabilidad de su lectura de la historia, las ciudades y la sociedad. Muy acertadamente, dado que a pesar de usar con frecuencia los mismos términos, estos adoptan significados distintos. Para Castells, por ejemplo, socialismo y capitalismo designan «modos de producción», mientras que industrialismo e informacionalismo designa «modos de desarrollo». Touraine usa los conceptos en un sentido exactamente opuesto. Las consecuencias de dicha inversión de términos para un análisis de clase no las especificó Castells en ningún lugar.
El principio organizador en el nuevo sistema de Castells es que la historia y la sociedad se forman mediante una articulación de la experiencia, la producción y el poder. La experiencia se estructura básicamente en torno a relaciones sexuales y de género, la producción se organiza en las relaciones de clase, y el poder se basa en el Estado. [28] Pasando por alto el campo de las luchas actuales, Castells distingue la aparición de actores históricos que, por una feliz coincidencia, cuestionan las relaciones dominantes en estas tres áreas. El capitalismo es puesto en entredicho por quienes piden un dominio del valor de uso sobre el valor de intercambio. El reclamo de autonomía y autogobierno pone en entredicho el Estatismo. En lo que respecta a la dimensión de la experiencia, Castells afirma que los nuevos movimientos sociales cuestionan la subordinación de la experiencia a las relaciones de producción y poder y aspira a establecer la preeminencia de la experiencia humana sobre el poder estatal y el lucro capitalista. En este contexto, el movimiento feminista se caracteriza como un exponente destacado de uno de los cambios socioculturales más importantes de nuestro tiempo. Finalmente, debe tenerse en cuenta que los nuevos Estados emergentes demandan una redefinición del poder a nivel mundial. Es sobre ese telón de fondo que deben entenderse los movimientos urbanos actuales (Castells, 1983, pp. 305-311).
Para especificar el contexto en el que surgen los movimientos urbanos actuales y luchan por la definición del significado urbano, Castells discute el significado de ciudad impuesto por los intereses dominantes del modo de producción capitalista durante su modo de desarrollo industrial y el proyecto espacial de la nueva clase dominante, que tiene que ver con el ascenso del modo de desarrollo informacional. La fase anterior se caracterizó por la metropolización, la ubicación espacial según los intereses del capital, la mercantilización de la ciudad y la movilidad de la población y los recursos. La nueva tendencia es hacia la deslocalización de la producción y el consumo, que implica una desconexión entre las personas y la forma espacial y, por ende, entre las vidas de las personas y el significado urbano. El nuevo significado urbano impuesto por la clase dominante es en realidad una «ausencia de significado basado en la experiencia». Tiende hacia una separación espacial y cultural de las personas de su producto y de su historia. La ciudad se convierte en un espacio de alienación colectiva y violencia individual, transformada por retroalimentaciones indiferenciadas en un flujo que nunca para y nunca empieza. La vida se transforma en abstracción, las ciudades en sombras (Castells, 1983, pp. 311-314).
Este proyecto enfrenta la oposición, sin embargo de las clases populares y (o) los movimientos sociales. El análisis de una serie de protestas urbanas ha llevado a Castells a la conclusión de que tienden a centrarse en los aspectos de producción, poder y experiencia. Sobre esta base, distingue él tres tipos de protesta urbana, cada uno con una meta específica. El sindicalismo de consumo colectivo aspira a obtener una ciudad organizada alrededor de su valor de uso, como contrario a la noción de la vida urbana y los servicios como mercancías, gobernados por la lógica del valor de intercambio. Los temas que aborda este tipo de movimiento son la apropiación de la renta sobre la tierra, la especulación y la configuración de la infraestructura según las necesidades de la producción capitalista. En este caso, el adversario es la burguesía. Comunidad se refiere a la búsqueda de identidad cultural en los movimientos u orientados al mantenimiento o la creación de culturas autónomas locales, de base étnica u origen histórico. Estos movimientos defienden la comunicación entre las personas, el sentido social definido en forma autónoma y la interacción cara a cara contra la cultura de masas, la estandarización del sentido y el aislamiento urbano. El adversario es la tecnocracia. Los movimientos ciudadanos son los que se orientan a aumentar el poder para el gobierno local, la descentralización de barrios y el automanejo urbano. Los temas abordados son el centralismo, la burocratización y el autoritarismo, y el adversario es el Estado (Castells, 1983, pp. 318-322).
El punto importante, entonces, es determinar de qué manera tales movimientos logran un máximo impacto sobre el cambio del significado urbano; en otras palabras, ¿cómo se convierten en movimientos sociales urbanos? Los movimientos sociales urbanos se definen ahora como prácticas colectivas conscientes con origen en aspectos urbanos, capaces de producir cambios cualitativos en el sistema urbano, la cultura local y las instituciones políticas en contradicción con los intereses sociales dominantes institucionalizados como tales a nivel de la sociedad (Castells, 1983, p. 278). A partir de su análisis del Movimiento Ciudadano de Madrid en la década de 1970 Castells deriva una fórmula estructural para los movimientos sociales urbanos, que puede aplicarse a lo largo de diferentes culturas del modo de producción capitalista/informacional y en nuestra época. Esta fórmula para el máximo impacto consiste de cuatro elementos básicos:
2. Debe ser consciente de su rol como movimiento social urbano.
3. Debe conectarse con la sociedad mediante una serie de operadores organizacionales, tres en particular: los medios de comunicación, los profesionales y los partidos políticos;
4. Aunque los movimientos sociales urbanos deben estar conectados al sistema político para alcanzar al menos en parte sus metas, deben ser autónomos, organizacional e ideológicamente, de cualquier partido político. La razón es que la transformación social y la lucha, la negociación y el manejo políticos, aun cuando estén íntimamente conectados y sean interdependientes, no operan en el mismo nivel de la estructura social.
Una regla adicional es que la primera condición debe dirigir a todas las demás para el desarrollo de un movimiento social urbano. Si no se cumplen las cuatro condiciones mencionadas, un movimiento puede producir una reforma urbana en el caso en que no tenga consciencia autónoma o siga de cerca un liderazgo de partido. Puede ir hacia la utopía urbana si la política no entra en absoluto. Cuando una estructura de partido se vincula a demandas particulares sin relacionarlas con un nivel más general, el movimiento se convierte en corporativismo urbano y cuando los barrios no son más que un escenario político para las organizaciones partidistas, los movimientos no son más que sombras urbanas (Castells, 1983, pp. 284, 322). Como Lowe (1986, p. 190) lo ha observado, la nueva visión de Castells sobre la relación entre movimientos lleva a la ambigua conclusión de que aunque estos movimientos puedan innovar el cambio social, ellos mismos no pueden llevar a una transformación de la sociedad, pues esto depende de adaptaciones en el ámbito político. El punto tiene relación con el dilema estrategia/identidad que ya nos habíamos encontrado al analizar la contribución de Touraine.
Castells entonces recurre a una evaluación del rol de los movimientos sociales urbanos en el cambio histórico. Especula sobre la posibilidad del surgimiento de sociedades poshistóricas sin clases, cuya tarea colectiva, dentro de una relación comunitaria, sea apropiarse y explorar la naturaleza, tanto hacia el exterior (el problema) como hacia el interior (nuestra experiencia interior). Tal sociedad debe ser el resultado de las nuevas luchas, cuyo aspecto urbano estudia Castells en The City and the Grassroots. En contraste con Touraine, Castells afirma que dicha perspectiva no es en absoluto utópica. El modo de desarrollo informacional brinda las condiciones para su realización. Eso, sin embargo, solo puede lograrse mediante una «terrible batalla», pues las corporaciones multinacionales y los Estados imperio estarán dispuestos a cualquier cosa para detener el proceso. En el momento, sin embargo, afirma Castells, los nuevos movimientos pueden reflejar los temas y debates fundamentales de la historia contemporánea, pero no están en el centro de los nuevos procesos de cambio histórico. Antes bien, en línea con su anterior asombro por la importancia de «la cuestión urbana» (c.f. 3.1.) Castells afirma que es precisamente porque los proyectos alternativos de cambio en las dimensiones de la producción, la cultura y el poder han llegado a un punto muerto que los movimientos urbanos han podido aparecer y desempeñar un rol social relevante. Las ciudades son la expresión de los procesos sociales que forman nuestra experiencia y, por ende, la gente tiende a considerar las ciudades, el espacio y las funciones urbanas como causa principal de sus sentimientos. Esta es la base de la ideología urbana que asigna la causalidad de los efectos sociales a la estructura de las formas espaciales. Entre menos identifique la gente la fuente de su explotación económica, la alienación cultural y la opresión política, y siga sintiendo los efectos, más reaccionarán contra las formas materiales que esas experiencias introducen en sus vidas: la ciudad salvaje.
Los movimientos urbanos, sostiene Castells, cobran importancia en ausencia de canales efectivos para el cambio social. Enfrentados a un movimiento laboral subyugado, un sistema de comunicación unidireccional omnipresente, indiferente a las identidades culturales, un Estado centralizado todopoderoso gobernado por partidos políticos poco confiables y enfrentado a una crisis económica, a la incertidumbre cultural y a la amenaza de la guerra nuclear, las personas se retiran. En lugar de crear un movimiento internacional de clase obrera que controle las multinacionales, un parlamentos democrático, reforzado por la democracia participativa que controle el Estado centralizado y un sistema de comunicación múltiple interactiva que exprese, más que suprima, la diversidad cultural de la sociedad, estos movimientos aspiran a objetivos locales. Incapaces de controlar el mundo, lo reducen al tamaño de su comunidad. Recogiendo la diferenciación entre formas de acción proactivas y reactivas, como las usadas por los Tilly (Tilly, Tilly y Tilly, 1975, pp. 50-51), Castells caracteriza los movimientos urbanos actuales como utopías reactivas. No es del todo pesimista, sin embargo, y afirma que dentro de las utopías locales los movimientos urbanos han construido para nunca entregarse a la barbarie, ellos nutren los embriones de los movimientos sociales de mañana (Castells, 1983, pp. 326-331).
3.6. Comentarios finales
Al examinar las contribuciones a los nuevos movimientos sociales puede observarse un aspecto de continuidad con los abordajes «anteriores», a saber, la división tripartita de lo social. La antigua distinción entre la economía, la política y la ideología vuelve de algún modo en las diferenciaciones entre dinero, poder administrativo y mundo de la vida (Habermas); organización, instituciones y cultura (Touraine); mercantilización, burocratización y medios de masas (Laclau y Mouffe) o producción, poder y experiencia (Castells). El énfasis, sin embargo, se ha movido hacia el último término. Por un lado, este desplazamiento tiene relación con la insatisfacción con la «determinación en última instancia» y la conceptualización de los individuos como «soportes de estructuras». En varias formas, se ha llevado la atención a las mediaciones entre «contradicciones» y a la constitución de la subjetividad y en el caso de Laclau y Mouffe la constitución de la subjetividad se ubica completamente en prácticas discursivas. Aunque dichos aspectos están presentes en su argumento, la relevancia de aspectos pre o extra discursivos —la dependencia del contexto en los individuos— sigue sin teorizar. Por otro lado, el desplazamiento parece tener relación con lo que se percibe como una transición a un nuevo tipo de sociedad con una dinámica diferente del capitalismo industrial. En el caso de Touraine, el énfasis en lo cultural está relacionado con la aparición de una sociedad posindustrial en la que la información viene a desempeñar un rol crucial, en contraste con los tipos societarios precedentes, donde los «niveles» organizacional e institucional eran dominantes y que, por consiguiente, se mantuvieron en niveles de historicidad inferiores.
En el caso de Laclau y Mouffe, el énfasis en lo discursivo tiene relación con una mayor importancia de las prácticas hegemónicas en la constitución de lo social, aunque su explicación de esta mayor importancia de las prácticas hegemónicas y discursivas siga siendo ambigua. [29] De este modo, el giro al postmarxismo se basa en dos argumentos: inadecuación inherente e inadecuación en el contexto de una dinámica social supuestamente nueva, que no se diferencia con claridad las más de las veces, aunque debería. Solo entonces puede darse una valoración real de la relevancia o irrelevancia de dichas categorías. En este punto la insatisfacción con las categorías marxistas parece haber dado pie a un giro muy radical hacia el discurso o la cultura, que lleven o a una subteorización de la relevancia de los factores extradiscursivos en la formación de lo social y las identidades sociales (Laclau y Mouffe) o a la afirmación de que la formación de clases ahora se da a un nuevo nivel, «superior» (Touraine).
Un problema adicional con las perspectivas elaboradas por Touraine y por Laclau y Mouffe es que se dificulta entender la relación entre movimientos sociales, política e instituciones políticas. En el caso de Touraine, terminamos con el asunto estrategia/identidad y el problema de que mientras se considera los movimientos sociales como fuente de cambio, no pueden llevarlo a una transformación de la sociedad, ya que esto depende de adaptaciones en el ámbito político. En el caso de Laclau y Mouffe la hegemonía en una formación social se hace indiferenciable de la ideología orgánica. En su exposición el Estado se invisibiliza y aunque se refieren al problema de la burocratización, dan pocas interpretaciones sobre posibles remedios y cómo estos podrían realizarse, aparte de su observación sobre un Estado liberal reformado y consolidado. En ambos casos, los problemas con la teorización de la relación entre movimientos y política institucionalizada tienen relación con lo que podríamos llamar una «sobredinamización» de lo cultural o lo discursivo. A este respecto, el debate sobre la democracia, como se analizó en la primera parte, y la discusión de Offe sobre los paradigmas políticos parecen ser puntos de orientación importantes para una reflexión posterior.
El problema de la política institucional ha asumido especial relevancia en el contexto latinoamericano, donde la ausencia de una teorización minuciosa del problema se siente con mayor agudeza en el contexto de las «transiciones democráticas». El tema aún tiene que hacerse más relevante a la luz de los actuales acontecimientos en «Oriente» y por la exposición de Offe queda claro que no todo está tan bien en las «democracias que existen actualmente» tampoco. Cuando surgió el problema de la «transición» en Brasil, Fernando Henrique Cardoso (1981, p. 9) escribió que se sentía como un huérfano teórico. La perspectiva de la democracia liberal, en la que los partidos filtran las demandas de los ciudadanos particulares, sostenía, es bastante inadecuada si consideramos la proliferación de los movimientos populares que desafía este modelo. El modelo marxista del poder dual no es muy satisfactorio tampoco. Finalmente, la orientación «panpoliticista» o «movimientista» no lo logrará, dado que deja por fuera todas las cuestiones relacionadas con el Estado y en su glorificación absoluta de la democracia de base y por la creencia ingenua de que «el sentido común» es lo mismo que «el buen sentido». En una línea similar Barros (1986) ha descrito los dilemas de la izquierda ante el desafío de la democracia. La vieja oposición entre democracia «formal» y «real» es insostenible. Sin embargo, el enfoque exclusivo en el establecimiento de instituciones democráticas tampoco es satisfactorio. Ambos enfoques, sostiene, disocian la democracia y el socialismo, y a continuación pasa al tercer enfoque, que podría prometer una convergencia de avances en la organización popular y la recuperación de los derechos de ciudadanía o lo que llama la «alternativa democrática radical». En su valoración de esta tercera perspectiva, en la que la autonomía y la auto-constitución salen a flote como valores claves, Barros señala que su contribución al análisis de la democracia qua democracia formal ha sido limitado. De este modo, quedamos con los contornos de una concepción normativa de democracia, pero no se hace intento alguno por poner en tierra la posibilidad para su realización.
4. América latina: ¿más allá de la marginalidad y el populismo?
Cuando en la década de 1960, se acuñó el término «marginalidad» en los círculos democráticos cristianos en Chile, se lo usaba para designar a quienes de algún modo seguían siendo «marginales» al proceso de «modernización». La marginalidad se hacía visible en el rápido crecimiento de barriadas pobres alrededor de las principales ciudades. De acuerdo con la teoría original, los habitantes no lograron adaptarse a la forma de vida moderna. Se pensaba que la apatía, la anomia y una débil participación en los procesos sociales, económicos y políticos eran las principales características de los habitantes de estos tugurios. En particular, la marginalidad del proceso político era preocupante para los observadores actuales de esa época. En lo que concernía a la participación, pensaban, los marginales podían ser manipulados con facilidad y por consiguiente podían ser reclutados para aventuras «totalitarias». En el contexto de la Guerra Fría de la época, el «totalitarismo» era, por supuesto, apenas una palabra más para comunismo. La situación, según estos teóricos, podía remediarse en particular mediante la educación, que se consideraba el factor principal en la movilidad social en ascenso.
En reacción a esta visión elitista y en el contexto del desarrollo de variedades de la teoría de la dependencia inspiradas por el marxismo, el concepto de marginalidad recibió un nuevo contenido. Antes que atribuirla a una falta de adaptación de los migrantes rurales/urbanos, las causas de los fenómenos descritos como marginalidad se buscaron en el carácter excluyente del capitalismo dependiente. Como resultado de la aplicación de tecnologías ahorradoras de mano de obra, se decía, el capitalismo dependiente era incapaz de brindar empleo suficiente en el sector productivo. En las versiones posteriores de este enfoque, se haría mayor énfasis en la funcionalidad de los marginales, o el sector informal, para la acumulación capitalista. La marginalidad no era simplemente resultado de la exclusión, sino más de la sobreexplotación de la mano de obra. El sector informal, se decía, es funcional en el abaratamiento de la mano de obra. Este argumento, a su vez, podía vincularse a la teoría de la articulación de los modos de producción, que daban lugar a estudios sobre la subordinación de productores de pequeñas mercancías a las empresas capitalistas y sobre los vínculos entre empleo «formal» e «informal». Mediante estas reformulaciones se tomaban distancia de las opiniones iniciales sobre la marginalidad política, y también de la teoría marxista del lumpenproletariado. Algunos incluso llegaron a ver a los «excluidos» como sujetos revolucionarios par excellence, una especie de imagen especular de la versión anterior del enfoque de la marginalidad con su temor al «totalitarismo» (cf. Roberts, 1978, pp. 136-177).
A comienzos de la década de 1970, los acontecimientos en Chile llamaron la atención sobre el rol de las organizaciones de ocupantes ilegales en el proceso político. Para esa época, los escritos de Castells, Lojkine y Borja comenzaron a leerse, proporcionando un nuevo marco teórico, y acuñando el término movimientos sociales urbanos. Los análisis ahora se expresarían en términos de las contradicciones urbanas, los problemas del consumo colectivo y la reproducción de la mano de obra y la relación con el Estado y el poder estatal. Entretanto muchos de los países latinoamericanos habían llegado a ser gobernados por un nuevo tipo de dictadura militar, sin embargo, y la protesta urbana se hizo menos visible en la atmósfera represiva. El gobierno militar peruano, que intentó cooptar a la población de ocupantes ilegales, fue una excepción en este aspecto.
El ascenso de las nuevas dictaduras contradijo las predicciones de los teóricos de la modernización, que habían anticipado que el crecimiento económico proporcionaría la base para una forma de política más democrática, la asimilación los valores occidentales por parte de la población y la mayor participación en las instituciones modernas. El régimen brasileño, instalado en 1964, se convirtió en el modelo para las teorías de «desarrollo dependiente asociado» y el rol en ese punto del «Estado burocrático autoritario». En las formulaciones iniciales de estas teorías, se consideraba el ascenso del autoritarismo y la exclusión progresiva de parte importante de la población de la participación política como algo relacionado con el agotamiento del modelo de la posguerra de industrialización con sustitución de importaciones. El cambio hacia la producción de bienes de consumo durables y la internacionalización de las economías latinoamericanas ahora requería, se decía, un modelo «excluyente» después del anterior modelo de expansión «incluyente» del mercado interno para los bienes de consumo básicos y la política populista asociada. Se requería el autoritarismo para disolver los mecanismos de defensa de la población y reforzar la concentración del ingreso, con el fin de crear un mercado interno para los productos en esta fase de la industrialización, donde los bajos salarios para la mayor parte de la población fueron al tiempo instrumentales para las nuevas formas de integración en los circuitos internacionales del capital.
En discusiones posteriores, se desarrolló un punto de vista más diferenciado. El modelo «burocrático-autoritario» se basaba en un modelo de una sola etapa de dominio autoritario oligárquico-populista-burocrático, vinculado directamente al desarrollo liderado por las exportaciones, la industrialización para sustituir importaciones y la internacionalización del capital. La obra anterior de Cardoso y Faletto sobre la dependencia, que tiene en cuenta la estructura de clases particular de los diferentes países y su inserción particular en la economía del mundo capitalista prepararon el terreno para una aproximación más diferenciada a las relaciones entre los tipos de regímenes y el desarrollo económico. En lugar de la noción algo funcionalista de la relación entre «etapas» de desarrollo dependiente y tipos de regímenes, se daría más peso a la estructura interna de clases (Cardoso, 1973; Cardoso y Faletto, 1976; Carnoy, 1984, pp. 172-207; Collier, 1979; O’Brien y Cammack, 1985; O’Donnell, 1973).
En el transcurso de la década de 1970, este modelo de desarrollo entró en crisis. Si los efectos de la primera crisis del petróleo pudieron atenuarse con un influjo de petrodólares a bajas tasas de interés, la segunda crisis y las políticas financieras adoptadas por Estados Unidos para manejar su déficit comercial detonó la crisis de la deuda y los programas de «ajuste» que siguieron, con sus nefarios efectos en las condiciones de vida de la población latinoamericana. Hacia finales de los 70 y a comienzos de los 80, el ejército comenzó a retirarse, incapaz de manejar las fisuras en los bloques de poder que los habían respaldado inicialmente, y la presión de esos grupos que habían sido excluidos de esos bloques de poder y las protestas de esas partes de la población, cuya participación en cualquier bloque de poder hubiera sido imposible en cualquier caso.
4.1. Nuevos movimientos y nuevos problemas
Fue en este contexto que los movimientos urbanos cobraron mayor visibilidad nuevamente. En forma simultánea, el número de estudios sobre los movimientos urbanos, en un inicio con fuerte influencia de la obra de Castells, comenzó a crecer con rapidez. En dichos estudios, se hizo gran énfasis en los rasgos distintivos de los movimientos surgidos después del dominio militar. Se consideraron nuevos en el sentido de que eran independientes de la intervención política, ya fuera de políticos populistas, como había sido el caso con tantos de los movimientos de las décadas de 1950 y 1960, o de vanguardias revolucionarias autoproclamadas. La autonomía de los movimientos con respecto al sistema político se consideró un rasgo distintivo, que justificaba su caracterización como «nuevos movimientos sociales».
Los movimientos urbanos eran quizás los movimientos más prominentes y extendidos, pero no fueron los únicos «nuevos movimientos sociales» en América Latina. Mainwaring y Viola (1984; cf. Mainwaring, 1987) han enumerado una serie de movimientos que consideran nuevos en el contexto latinoamericano, a saber: las comunidades eclesiales de base de la Iglesia católica, el movimiento de mujeres, las asociaciones ecológicas, las organizaciones de derechos humanos, y las asociaciones barriales. Para esta lista, ellos toman como criterios de novedad la inclinación por intereses afectivos, relaciones expresivas, orientación grupal y organización horizontal. Los «viejos» movimientos se caracterizan, en contraste, por una inclinación hacia los intereses materiales, las relaciones instrumentales, la orientación hacia el Estado y la organización vertical. También indican que las comunidades de base y las asociaciones barriales son los más populares. Las asociaciones barriales, afirman Mainwaring y Viola, son las más alejadas del tipo ideal de los nuevos movimientos sociales. Dado que el interés por valores postmaterialistas y la orientación no estatal son criterios para discriminar entre «viejos» y «nuevos» movimientos, las asociaciones barriales no tienen un puntaje alto en este aspecto. Sin embargo, estos movimientos pueden considerarse nuevos en la medida en que presentan un desafío a la cultura política del elitismo, el populismo y el corporatismo. Según Mainwaring y Viola, quienes centran su atención en Brasil y Argentina, los valores y la aparición de estos nuevos movimientos pueden hasta cierto punto ser explicados por cuatro condiciones: las condiciones políticas adversas de los regímenes militares bajo los cuales surgieron, la crisis de la izquierda tradicional, el cuestionamiento de la política de estilo populista que precedió los regímenes militares y el desarrollo de nuevos movimientos sociales en el Norte, especialmente en Europa y Estados Unidos.
Slater (1985), después de revisar diferentes listados de «nuevos movimientos sociales» latinoamericanos, ofrece una idea adicional sobre la novedad de estos movimientos especificando las diferencias y semejanzas entre los nuevos movimientos del centro y los de la periferia. Tendencias como la mercantilización, la burocratización y la masificación han adoptado formas distintas en los países capitalistas de la periferia. El fordismo y el keynesianismo no son especialmente relevantes en este contexto, pero por otro lado, la centralización excesiva del poder de toma de decisiones, la incapacidad del Estado para brindar servicios adecuados y la erosión de la legitimidad del Estado, combinados con un escepticismo hacia los partidos políticos establecidos pueden ofrecer factores alternativos en la explicación de la forma que asumen los nuevos movimientos sociales en América Latina. Los dos primeros puntos constituyen la especificidad de los movimientos latinoamericanos, mientras que el recurso a la acción extrainstitucional y el interés por la democracia base y la independencia de los partidos políticos establecidos sería el aspecto que comparten varios nuevos movimientos.
Si analizamos el debate sobre los nuevos movimientos urbanos en América Latina, vemos que su relación con el Estado y el sistema político es sin duda un tema central. En los primeros estudios, con frecuencia se aclamó la autoproclamada autonomía de los nuevos movimientos en relación con el Estado y escasamente recibió atención crítica. Los procesos de la «transición democrática» instaron a una reconsideración del problema, sin embargo (cf. Cardoso, 1983). En el periodo que llevó a las llamadas «transiciones», los movimientos populares se manifestaron en una variedad de formas. Las transiciones mismas, sin embargo, demostraron ser procesos interminables de transferencias de poder negociadas a un bloque de poder civil, que tendía a sentirse casi a gusto con algo de presencia militar en segundo plano, pues esto permitía a los civiles en el poder advertir contra los «experimentos extremistas». La unidad antimilitar se desmoronó rápidamente en tales situaciones, lo que demostró qué tan poca influencia tenían realmente los movimientos de «base» en el proceso político.
Esto llevó a una mayor reflexión sobre las relaciones reales entre los movimientos y las instituciones políticas y a investigación sobre el tema. La relación con el Estado resultó ser más complicada que lo que sugería la oposición entre el movimiento social y el sistema institucional. El discurso antiestatista de los movimientos había sido aceptado tal cual con demasiada facilidad y se había encajado con demasiada facilidad en un marco teórico que descansaba sobre una oposición entre movimiento social y sistema institucional. En parte este modelo fue inspirado por la definición de movimientos sociales urbanos de Castells (1977). En segundo lugar, fue inspirado por el deseo de diferenciar los nuevos movimientos de los movimientos manipulados del periodo populista (por ejemplo, Moisés, 1982). Finalmente, el énfasis en el carácter extra-institucional y la autonomía de los nuevos movimientos recibió un nuevo ímpetu de parte de la literatura sobre «nuevos movimientos sociales», que hacía énfasis en su carácter contracultural, su rol en el cuestionamiento de la dominación en un nivel micro, el cual oponía estrategia e identidad (por ejemplo, Evers, 1985; Kärner, 1987).
El énfasis en la autonomía y la extra-institucionalidad, que se derivaba de estas fuentes diversas, se hizo cada vez más problemático en el transcurso de las transiciones democráticas. No solo el supuesto de una antítesis radical entre los movimientos y el Estado había desviado la atención del hecho de que los movimientos también se involucran en negociaciones con el Estado, también dificultó el pensamiento sobre aspectos prácticos, entre ellos cómo avanzar el proceso de democratización (cf. Cardoso, 1983; Espinoza, 1984; Silva y Ribeiro, 1985). Así, el problema de si y cómo los movimientos pueden tener un rol en la reformulación del sistema político e institucional en lugar de mantenerse «marginales» a él, sin perder su identidad, ha llegado a jugar un rol destacada en el actual debate. Como lo ha señalado Ruth Cardoso (1983), los científicos sociales han tenido un rol en el establecimiento de la centralidad del concepto de autonomía y deben tener también un rol en la reformulación del concepto. Ellos contribuyen al auto-entendimiento y la auto-racionalización (Offe, 1988) de los movimientos. No es raro que un presidente de una asociación barrial en América Latina hoy en día se conciba como un «presidente de un movimiento social» aun cuando en realidad esté involucrado en esquemas políticos extremadamente clientelistas y difícilmente emancipatorios. Eso no solo nos recuerda que los intelectuales no «flotan libremente», aun si no están «anclados en el partido». Ellos nunca se declaran inocentes.
Aparte del problema de la relación entre movimientos, el sistema institucional y la democracia, debe señalarse un segundo rasgo de los actuales debates y estudios de los movimientos urbanos. Hacia finales de la década de 1970, cuando el número de estudios sobre movimientos urbanos latinoamericanos comenzó a incrementarse rápidamente, puede observarse una creciente insatisfacción con el entonces muy dominante paradigma marxista estructuralista. Tenía que ver con la aversión a considerar a los individuos como «soportes de estructuras» y la consciencia cada vez mayor de que las «contradicciones urbanas» por sí mismas no explican la aparición de la acción colectiva. Un número de estudios en aumenta ahora centrados en procesos de movilización y la constitución de «identidades colectivas», mientras que el interés por el macro-análisis disminuyó visiblemente. En la proliferación de estudios de caso, no se reemplazó el paradigma estructuralista con nada igualmente dominante. La tendencia fue más bien hacia el eclecticismo conceptual. En los estudios más recientes se encuentra referencias a la obra de Touraine (como en Reyes, 1986), Offe (como Jacobi, 1989), y autores relacionados, así como algunas referencias a la movilización de recursos y «las teorías de acción colectiva» (como Boschi y Valladares, 1983; Boschi, 1987), mientras sigue candente el debate sobre el posestructuralismo y postmodernismo.
Así, si consideramos el debate sobre los movimientos urbanos en América Latina podemos ver que después de los estudios que fueron inspirados fuertemente por el marxismo (estructuralista), se pasó la atención a la «cultura» y a la constitución de la identidad. Posteriormente, cambió cada vez más hacia el aspecto de la relación entre movimientos y el sistema institucional.
4.1.1. El paradigma de la década de 1970
Como se señaló, los escritos de Castells, Lojkine y Borja tuvieron un impacto importante en la reformulación de la discusión de la cuestión urbana en América Latina, que hasta el momento se había abordado en el marco de la teoría de la marginalidad y las relaciones de producción. El consumo colectivo y las relaciones de reproducción se convirtieron ahora en los conceptos centrales del análisis de lo que dio en llamarse de manera indiscriminada «movimientos sociales urbanos». En el transcurso del tiempo puede observarse la aparición de lo que se ha llamado posteriormente «el paradigma de los 70». Este consistía en una mezcla de Castells, Lojkine y Borja con la teoría de la industrialización dependiente tardía, o capitalismo periférico, comenzando con una fase de sustitución de importaciones y la teoría del populismo como fenómeno acompañante de este tipo de industrialización. La siguiente fase era la del autoritarismo burocrático, que reprimía «la vida en estado natural» de los movimientos populistas. Cuando, después de un periodo de represión salvaje, los movimientos urbanos se hicieron visibles de nuevo se consideraron definitivamente diferentes de los del periodo populista. Esta vez ellos eran autónomos y planteaban un desafío potencial al Estado capitalista, se decía. Analizaremos brevemente dos contribuciones que hacían énfasis en el potencial radical de los movimientos urbanos y nutrían las expectativas sobre los movimientos que surgieron después del autoritarismo burocrático.
Un ejemplo del uso de la noción de consumo colectivo en el contexto histórico específico del capitalismo brasileño, lo ofrece el trabajo pionero de Moisés (1982) sobre el desarrollo de las Sociedades de Amigos de Bairro (asociaciones barriales) en São Paulo entre 1945 y 1970. Él establece el desarrollo de estas asociaciones contra el telón de fondo del proceso brasileño de la industrialización de posguerra y las políticas populistas que la acompañaron. La línea básica del argumento es que en las circunstancias de acumulación en una «base deficiente» se desatendieron las nuevas demandas de infraestructura urbana, transporte público, educación e instalaciones socioculturales, concomitantes a la rápida metropolización del periodo. El Estado estaba dedicado al mejoramiento de las condiciones de producción, invirtiendo sobre todo en la infraestructura para la industrialización. El consumo colectivo quedó muy atrás. Al mismo tiempo, la importancia electoral de las masas urbanas aumentaba. En el contexto de la recomposición del bloque de poder en este periodo, los políticos apelarían ocasionalmente a las masas para reforzar su posición. Esto tuvo efectos ambiguos. Algunas de las demandas de las masas se incorporaron y legitimaron y se propagó la ideología de que el Estado existía «para todos», legitimando al Estado como objetivo para la formulación de demandas. Al mismo tiempo, sin embargo, el Estado era incapaz de responder a estas demandas y esto contribuyó a una deslegitimación del poder público y a un cuestionamiento de su representatividad. En el caso de las Sociedades de São Paulo la relación con el Estado tendió entonces a convertirse en una relación de antagonismo y confrontación.
Esta explicación ofrece la base para la comparación con el modelo «clásico» de desarrollo capitalista diseñado para cuestionar esos análisis que, apuntando hacia su composición de clases heterogénea, descalifican los movimientos urbanos brasileños por no responder a los estándares del modelo «clásico» de los movimientos sociales. La realidad latinoamericana tiene su propia dinámica, sostiene Moisés, inspirándose en el estudio del populismo de Wefforts (1986). [30] Los movimientos urbanos brasileños deben entenderse como un producto específico de la llamada «situación de dependencia». Él ve dos diferencias importantes con el modelo «clásico». La primera es que una situación de capitalismo «dependiente» no da pie al desarrollo de una clase obrera caracterizada por la homogeneidad que se deriva de su situación en el mercado laboral. En lugar de eso, da pie al desarrollo de «clases populares», cuya característica es la heterogeneidad. La segunda es que en lugar del desarrollo de la unidad derivada de la solidaridad en el ámbito empresarial, en América Latina la solidaridad se desarrolla sobre la base de ciertos derechos ganados en el contexto de la política populista. En lugar de una identidad de clase obrera se desarrolla una identidad popular. Los sectores populares encuentran su unidad en un ámbito directamente político en confrontación con el Estado. Las sociedades se desarrollaron especialmente en momentos en que una crisis de hegemonía propició el espacio político para los movimientos en la base. Aunque creadas por políticos populistas que intentaban fortalecer su posición para una recomposición del bloque de poder, las asociaciones barriales tenían una dinámica propia y no eran dependientes simplemente del Estado. Básicamente, por lo tanto, son una expresión del deseo de participación democrática de las clases populares. Las sociedades habían comenzado a desempeñar un rol cada vez más independiente en la década de 1960, pero este rol se redujo a la insignificancia en el contexto de la política de represión y cooptación luego del coup de 1964. [31]
El tema de la relación entre organizaciones barriales y política de clases fue central en la discusión sobre los movimientos urbanos en la década de l970. El tema se discutió también en un artículo muy influyente de Evers, Müller-Plantenberg y Spessart (1979), donde ellos se preguntaban si las luchas en la esfera de la reproducción podían dar origen al desarrollo de una consciencia política revolucionaria. Al igual que Moisés, su objetivo es cuestionar la visión «ortodoxa», que descalifica a las asociaciones barriales señalando su composición de clases heterogénea y afirmando que dichas organizaciones solo pueden efectuar cambios menores en la esfera de la distribución. Ellos no serían capaces de desarrollar una consciencia de clases revolucionaria, es decir, de elaborar un proyecto societario alternativo o ser sujeto de la transformación de la sociedad. Contra esta opinión, los autores sostienen que en un nivel teórico, existe una interrelación de clases entre la producción y la reproducción y que los intereses sociales no pueden estar simplemente relacionados uno con otro. En un nivel empírico, sostienen, puede observarse que en la coyuntura latinoamericana de la época la lucha por las condiciones de producción y la lucha en el nivel de la reproducción en realidad se fusionan.
La importancia de las luchas en la esfera de la reproducción, señalan los autores, tiene que ver con la fase de la «industrialización asociada», que siguió a la fase de sustitución de importaciones. Está acompañada de una drástica reducción en los estándares de vida y el ascenso de regímenes autoritarios. El aspecto más visible es el empobrecimiento masivo en los barrios pobres, habitados por una amplia variedad de grupos, cuyo ingreso es insuficiente para permitir una vivienda «decente». Volviéndose al tema de la relación entre producción y reproducción, los autores apuntan a la sobreexplotación de la mano de obra contra el trasfondo de la presencia de un inmenso ejército reservista de mano de obra y afirman que la lucha en la esfera de la reproducción es una extensión de la lucha sindical —también relacionada estrechamente con la reproducción— con otros medios. Estas formas de lucha se vuelven necesarias en una situación en la que los sindicatos están reprimidos y donde las situaciones laborales no brindan una base para la organización a la mayoría de la población. La lucha en la esfera de la reproducción por lo general toma forma en una organización barrial, ya que en sus condiciones de vida esas personas toman consciencia más fácilmente de sus problemas, y porque vivir juntos en un barrio posibilita las condiciones para la organización. La heterogeneidad de las posiciones de clase puede superarse mediante la experiencia compartida de la lucha. Esta puede ser una base para el reconocimiento de la causa de sus problemas comunes. Hay un interés objetivo compartido, dado que la causa última de la pauperización son las relaciones de clases en la sociedad. Las masas desposeídas tienen un interés estratégico en la transformación de la sociedad. Debe reconocerse que la situación de emergencia en la que ellos viven muchas veces requiere soluciones directas y que esto puede dar pie a una contraposición de intereses individuales y comunes. El individualismo, sin embargo, puede convertirse fácilmente en su contrario cuando los problemas se vuelven extremos o cuando hay una oportunidad para la acción colectiva.
¿Cómo evaluar entonces las actividades «externas» de las asociaciones barriales? El punto de vista «ortodoxo» es que el capitalismo crea las condiciones para la organización en la esfera de producción, mientras que la esfera de reproducción es una de individualización. Esto, sin embargo, es cierto solo en parte, dicen. La segregación urbana, por ejemplo, se da en la esfera de la reproducción, pero puede ser causa de resistencia. Las asociaciones barriales muchas veces se desarrollan como resultado de una exacerbación temporal de un problema, como la organización del suministro de agua, la ocupación de un terreno o la defensa de las condiciones de vivienda existentes. La organización también puede desarrollarse frente a la intervención estatal o como resultado de las actividades de un partido político. Aunque en el último análisis, las demandas confrontan el capital como una relación de dominio social, están orientadas al Estado, pues es este el que se ocupa del aspecto del consumo colectivo y, más aún, mediante la regulación salarial, del consumo individual. La consciencia de este rol omniabarcante del Estado en las condiciones de reproducción solo se desarrolla lentamente, sin embargo. Las organizaciones se dan cuenta de que la efectividad de los contactos mediante sistemas clientelistas es poca y que las decisiones son, en última instancia, políticas. Con la experiencia, aprenden que el Estado debe ser el objetivo de sus demandas, pero esto también puede dar lugar a una «ilusión estatal». En vista de su situación y de las restricciones sobre la democracia, muchas veces la acción «extra-institucional» es el único recurso abierto a las organizaciones barriales. La reacción del Estado puede o ser represión o un intento de integración. Aun así, lo último, está sujeto a terminar en desilusión y de ese modo las organizaciones aprenden a no contar con el Estado. Así, mientras aumenta el potencial para la resistencia, también se encuentra cada vez más con la represión justificada por la ideología de la «seguridad nacional».
Finalmente, volviéndose al funcionamiento «interno» de las asociaciones, los autores observan que parte de las asociaciones puede haberse desarrollado a partir de iniciativas autónomas, pero que en muchos casos la situación de las décadas de 1950 y 1960, cuando se promovió la organización desde arriba mediante sistemas clientelistas, ha servido como campo de práctica para el desarrollo posterior. La participación real de los habitantes de los barrios se ve influenciada por muchos factores, como las fases de desarrollo del barrio, la naturaleza de los problemas, los procesos de diferenciación dentro del barrio, la actitud del Estado y el liderazgo de la organización.
Una característica importante es que las mujeres muchas veces juegan un papel crucial en las movilizaciones barriales. Su posición en el proceso de reproducción y el hecho de que pasan la mayor parte de su tiempo en el barrio les brinda la experiencia y las condiciones para convertirlas en pilares para el asociacionismo local. Pese a su rol crucial, ellas tienden, sin embargo, a estar sub-representadas en la esfera del liderazgo.
La conclusión es, entonces, que la lucha de las asociaciones barriales puede ofrecer perspectivas de la realidad social y puede dar lugar a la consciencia política revolucionaria, aunque una consciencia pequeño-burguesa también puede ser el resultado. En cualquier caso, la diferenciación tradicional entre la lucha en la esfera de la producción y la lucha en la esfera de la reproducción no puede sostenerse. Las luchas de los habitantes de los barrios no son externas a la lucha de clases.
En estos dos ejemplos, puede observarse cómo se operó una crítica y una adaptación del «modelo clásico» a las circunstancias latinoamericanas a finales de la década de 1970. En ausencia de una clase obrera «genuina», se revaluaron las luchas en la esfera del consumo y la reproducción. De esta forma, las asociaciones barriales pudieron sustituirse por las organizaciones de la clase obrera «clásica». El desarrollo específico del capitalismo en América Latina no termina con la constitución de una clase obrera homogénea y tiende a dislocar las luchas hacia la esfera reproductiva. En este sentido, las luchas de la población urbana solo pueden ser «pluriclasistas». El significado de la noción de «pluriclasismo», por ende, es a menudo muy diferente de sus connotaciones europeas y algunos lo han asociado con nociones como «proletarización incompleta». En lugar de una clase capitalista, el Estado se convierte en blanco de las acciones de las asociaciones barriales. Moisés afirma que esto significa que la identidad de los actores «se constituyó en un nivel político», más que derivarse de las relaciones de producción. Dado que las relaciones con el Estado capitalista están sujetas a hacerse antagónicas, hay posibilidades de desarrollo de la consciencia política anticapitalista. Tanto Moisés y Evers, como Müller-Plantenberg y Spessart apuntan a los ambiguos resultados del periodo de movilización populista. Esto también sirvió como campo de práctica para una acción más autónoma. Así, mediante las nociones de «consumo colectivo» y «pluriclasismo», se integraron los movimientos urbanos latinoamericanos al esquema de cambio social revolucionario para hacer posible una variante local para un «punto de ruptura privilegiado» y un «sujeto privilegiado», sustitutos de una clase obrera «genuina». Como lo vimos en nuestra discusión de Laclau y Mouffe, esas nociones han sido puestas bajo un riguroso escrutinio en los últimos años. En lugar de asumir que hay un sujeto predestinado para el cambio social, ha ganado terreno la certeza de que dicho sujeto debe construirse por medio de la práctica política a partir de elementos dispersos. No obstante, las especificidades del proceso de industrialización y urbanización son características históricas y macroestructurales importantes, que ayudan a entender por qué los movimientos urbanos llegarían a desempeñar un rol tan destacado en América Latina. Ellos muestran que «lo social» no es pura contingencia.
4.1.2. Populismo y autonomía
Las contribuciones de Moisés y Evers, Müller-Plantenberg y Spessart apuntan al potencial de los movimientos para la acción autónoma. En este punto, ellos contrastan con los estudios que hacen énfasis en la vulnerabilidad de los movimientos a la manipulación populista. Mientras que los estudios recién reseñados tienden a considerar el populismo como una fase en la historia de los países latinoamericanos y apuntan a la ambigüedad y el posible agotamiento de las tácticas populistas en la prevención de una acción más autónoma, otros tienden más a considerar el populismo como una característica estructural. El tema del populismo ocupa un lugar central en la valoración de los movimientos urbanos en América Latina que hace Castells (1983), la cual, como lo señalamos, tiene gran influencia de la obra de Touraine. [32] En lugar de apuntar a las posibilidades para la acción autónoma, Castells llama la atención sobre la vulnerabilidad de los movimientos urbanos en relación con el sistema político.
El análisis de Castells (1983) de los movimientos urbanos en América Latina comienza con la observación de que contrario a las expectativas de quienes creían en el «mito de la marginalidad» y los temores del establecimiento mundial, la organización social parece más fuerte que la desviación social en esas comunidades y que el conformismo político parece pesar más que las tendencias al alzamiento popular. Su hipótesis es que estas tendencias puedan explicarse mediante el mismo fenómeno social crucial: la auto-organización local de asentamientos ilegales y su conexión particular con el Estado y el sistema político en general en la forma del populismo urbano.
Los Estados nación de los países en desarrollo, afirma Castells, están atrapados entre las presiones políticas de las oligarquías tradicionales y los nuevos poderes económicos internacionales en un momento en que las masas populares propician cada vez más demandas políticas en una participación más amplia. Muchos Estados tratan de adaptarse usando la influencia de una movilización popular subordinada para vencer la resistencia de los grupos tradicionales y renegociar los actuales patrones de dependencia económica en el sistema capitalista mundial. En este contexto, el «mito de la marginalidad» persiste, pues es funcional para la estrategia política del Estado en las sociedades dependientes (cf. Perlman, 1979, pp. 248-250). En contraste con lo que nos haría creer el mito, la marginalidad urbana y la marginalidad ocupacional del empleo «informal» no coinciden. La marginalidad ocupacional no es la fuente de la marginalidad urbana. Este último concepto se refiere a la incapacidad de la economía de mercado, o de las políticas de gobierno, de brindar albergue adecuado y servicios urbanos a una proporción en aumento de habitantes de la ciudad, incluyendo la mayoría de los trabajadores asalariados con empleos regulares, así como los de todas las personas que se ganan el sustento en el llamado «sector informal». El mundo de la marginalidad es de hecho una construcción social del Estado en un proceso de integración social y movilización política a cambio de bienes y servicios que solo aquél puede proveer. Así, la relación entre el Estado y las personas se organiza en torno a la distribución institucional de los servicios urbanos combinados con los mecanismos institucionales de control político.
La población urbana y sus movimientos se vuelven dependientes del sistema político, como resultado de su vulnerabilidad. Esta tesis se ilustra con estudios de caso de Perú, Chile y México. La aplicación de la «fórmula estructural» para los movimientos sociales urbanos muestra que la principal debilidad de las movilizaciones urbanas latinoamericanas es su subordinación al Estado o a un partido político. Los ilegales, el Estado y la economía informal, íntimamente ligados al sector «formal», son todos parte del mismo sistema dependiente. La ciudad dependiente se deriva de la falta de control social de los residentes sobre el desarrollo urbano, por su sumisión forzada a la buena voluntad del Estado o de agentes políticos poderosos y a los flujos cambiantes del capital extranjero. La ciudad dependiente, como lo plantea Castells, es una ciudad sin ciudadanos (Castells, 1983, pp. 175-212).
Este análisis del rol de los movimientos urbanos en América Latina se basa bastante en la obra de Janice Perlman (1979), quien sostenía que los pobres urbanos no son ni «marginales» ni suponen un desafío radical para el sistema dominante. Su precaria posición los hace vulnerables a la política clientelista y a la manipulación populista. Esto les impide desempeñar un rol autónomo en la esfera política. «No pueden en ningún sentido ser considerados agentes de sus propios destinos», escribió Perlman (1979, p. 261). Esta visión de las cosas contiene una crítica a las opiniones más optimistas sobre el potencial de los movimientos urbanos, expresadas en los estudios que consideraban los «marginales», como una base social para «aventuras totalitarias» o como sujeto revolucionario par excellence. Perlman, sin embargo, recolectó sus datos en la década de 1960. ¿Aún se aplicaban sus conclusiones en la década de 1970 cuando resurgieron los movimientos urbanos después del periodo de autoritarismo que siguió al fracaso de las tácticas populistas de manipulación y contención de la población urbana? Los estudios sobre los «nuevos movimientos urbanos», de los cuales puede considerarse como precursores las obras de Moisés (1982) y Evers, Müller-Plantenberg y Spessart (1979), señalaban que el populismo podría ser más una fase que una característica estructural y que uno de los movimientos que apareció a finales de la década de 1970 consistió precisamente en su autonomía y resistencia a la manipulación política.
4.2.1. Democratización y el «sentido común» de la década de 1970
En el contexto de los procesos de «transición democrática», el tema de la autonomía y la relación con la política institucional se volvió central. La autonomía se había convertido en una noción de «sentido común». Su significado se derivaba en parte de la oposición de Castells (1977) entre movimiento social y acción institucional, que está embebida en una perspectiva de poder dual. Pero también derivaba su significado del dilema estrategia/identidad, que había pasado a ser el centro de atención con los estudios «culturalistas» que siguieron al eclipse del paradigma estructuralista-marxista. La noción de autonomía del «sentido común» se hizo cada vez más problemática, sin embargo. La relación con las instituciones se presionó a sí misma en la agenda en el transcurso de las «transiciones democráticas». El enfoque en la autonomía no solo desvió la atención lejos de algunas de las relaciones reales entre movimientos y el sistema institucional, no fue tampoco muy útil para pensar el asunto práctico de cómo cambiar un paradigma político. En el análisis final, la democratización tiene que ver con la institucionalización de nuevos canales de «participación» institucionalizada y la reforma de los existentes.
Algunas de las cuestiones pertinentes a este respecto fueron planteadas por Ruth Cardoso (1983; 1987; c.f. Cruz, 1987; Jacobi, 1987; Silva y Ribeiro, 1985; Telles, 1987), en sus reseñas de la investigación sobre los movimientos urbanos brasileños y latinoamericanos. La mayoría de los analistas, afirma, han hecho énfasis en la novedad de los movimientos urbanos que surgieron en las últimas fases del autoritarismo brasileño, en comparación con los del periodo populista. La característica de la autonomía fue muy valorada y se hizo gran énfasis en ella en la mayoría de los estudios. Pero, afirma, de esta forma el carácter antigubernamental de las manifestaciones populares se tomó muchas veces como una oposición radical al Estado capitalista en lugar de verse como una lucha por un cambio de régimen político. Más aún, se atribuyó un carácter espontáneo a los movimientos para hacer énfasis en su autonomía de los «aparatos ideológico del Estado», como los partidos existentes y los sindicatos. De ese modo, se tendió a considerar las asociaciones barriales como los representantes más auténticos de las masas populares. Se asumió que el Estado era el enemigo autoritario y el blanco de las movilizaciones de la sociedad civil pero, en contraste con los estudios europeos, se prestó poca atención al funcionamiento real del Estado. Se olvidó que el proceso del autoritarismo centralizador estaba acompañado de un proceso de reforma administrativa y cierta mejora de los servicios públicos y que los administradores modernos y los planificadores eficientes dialogan con las poblaciones a las que se dirigen. El Estado no es simplemente el adversario de los movimientos, sino también su interlocutor. De ahí que la relación entre los movimientos y el Estado tiende a ser mucho más ambigua de lo que sugiere el énfasis unilateral en la «autonomía». Dichas consideraciones la llevaron a cuestionar algunos de los supuestos que caracterizan los estudios de finales de la década de 1970.
El primer supuesto es que los nuevos movimientos urbanos se dirigen contra el Estado autoritario y lo obligan a democratizarse. Aunque muchos estudios terminan reafirmando el potencial transformador de los movimientos, los estudios de caso reales no logran mostrar la efectividad de los movimientos en este punto. Puede ser cierto que algunas movilizaciones obtienen respuestas de los organismos públicos. Esto muestra una mayor flexibilidad en la respuesta a las movilizaciones. La relación real con el Estado es mucho más ambigua que la simple confrontación. El impacto en las actividades generales del Estado sigue siendo muy limitada, sin embargo, y el control sobre esas actividades escapa totalmente al radio de acción de los movimientos. En segundo lugar, si es cierto que los movimientos obligaron a la sociedad y al Estado a reconocer la presencia de los oprimidos y su capacidad para la acción autónoma, debe observarse también que para el Estado parece más sencillo reconocer el liderazgo de un barrio que los partidos populares, que cuestionan el funcionamiento del Estado como un todo. Esto lleva a Cardoso a cuestionar la noción de que los movimientos son más auténticos o representativos que los partidos, por ejemplo. La ideología de la autonomía y la representación auténtica de los intereses de «la comunidad» con frecuencia tiene su corolario en el aislamiento y la fragmentación de las luchas. Al mismo tiempo, el Estado no solo funciona como unificador de luchas. La formulación de demandas y la negociación con los organismos de gobierno tiene muchas veces aspectos competitivos que llevan a la segregación y a la separación de las luchas. Para terminar, Cardoso cuestiona la tesis de que los movimientos, al ser nuevos actores políticos, tienen un efecto renovador en los partidos y sindicatos existentes. En este punto también observa ella una ambigüedad real en las relaciones entre movimientos y partidos. En su mayoría su interacción supone poca ventaja para los movimientos y los and efectos en las estructuras partidistas sigue siendo limitado. Al mismo tiempo, sin embargo, el escepticismo hacia los partidos políticos y la «política», y el énfasis en la autonomía, la comunidad y la autenticidad han impedido que los movimientos generalicen su experiencia y limiten su efectividad en la reformulación de la política.
En su artículo sobre los movimientos urbanos en Brasil, Mainwaring (1987) amplía sobre la cuestión de porqué las expectativas originales de muchos analistas sobre la capacidad transformadora de estos movimientos no ha sido corroborada. En la segunda mitad de la década de 1970, florecieron los movimientos populares urbanos, pero en el transcurso del tiempo pudo verse que su impacto siguió siendo poco. Mainwaring sostiene que, en primer lugar, más que una unidad de movimientos diversos, la tendencia ha sido hacia una extraordinaria fragmentación, con pocos vínculos efectivos entre estos movimientos e instituciones políticas. La unidad de los movimientos sociales, excepto para demandas específicas y situaciones a corto plazo, es la excepción más que la norma. En segundo lugar, el proceso de formación de una identidad política es más complejo de lo que habían señalado la mayoría de analistas de los movimientos sociales en Brasil (y muchos teóricos europeos reconocidos). Mainwaring se refiere específicamente a algunas de las nociones del «paradigma de la década de 1970», como la noción de las «contradicciones urbanas» y sostiene que la lectura de la relación entre estas contradicciones y movimientos sociales ha sido excesivamente economicista, al ignorar los factores mediadores que deben tenerse en cuenta. El desarrollo de una identidad política que lleve a la participación en los movimientos sociales es también en este caso la excepción más que la norma. Solo una pequeña minoría de personas está involucrada en dichos movimientos. Finalmente, el proceso de democratización, antes que mejorar su unidad, ha exacerbado la competencia entre movimientos. El Estado se inquietó más con esos movimientos y diseñó estrategias populistas o clientelistas para cooptarlos. Mainwaring recalca que en cierto sentido esta redefinición de la estrategia política del régimen representó una victoria para los movimientos urbanos, pero no fue el tipo de victoria que habían esperado los analistas más optimistas. Además, la esfera de la política partidista creció en importancia en el curso de la redemocratización, muchas veces exacerbando tensiones y conflictos dentro de los movimientos. Pese a estos problemas, los movimientos también han contribuido, sin embargo, a redefinir la arena política en algunas formas importantes. Hay mayor sensibilidad a las demandas populares que indican una erosión parcial del elitismo de la política brasileña. Al mismo tiempo, observa Mainwaring, la existencia misma de estas tradiciones tiende a limitar la capacidad de los movimientos para cambiarlas, ya que desempeñan un rol importante en la configuración de las identidades políticas y las actitudes hacia la política. No obstante, los movimientos han permitido a las clases populares la conquista de un sentido de identidad y ciudadanía. Esto puede permitir el refuerzo de la sociedad civil y el cuestionamiento de las tradiciones elitistas y estatistas, que contribuye así a una reformulación de la «cultura política». Los cambios no han sido dramáticos, pero están ahí (Mainwaring, 1987; cf. Mainwaring & Viola, 1984). [33]
Tanto Cardoso (1983) como Mainwaring y Viola señalan así que la construcción de nexos efectivos con las instituciones políticas, especialmente los partidos, sería de crucial importancia si los movimientos sociales fueran a convertirse en un factor político más destacado. Vigevani (1989) afirma que los movimientos se han mantenido en una etapa pre-política y concuerda con Cardoso en que los movimientos urbanos han sido incapaces de generalizar su experiencia o de elaborar algo que parezca un proyecto. Es la ausencia de un proyecto, combinada con un discurso anti-político lo que dio un carácter permanente a la sectorización y al localismo de sus acciones. También contribuyó a una crisis de los movimientos en São Paulo cuando se enfrentaron con una administración municipal totalmente insensible entre 1986 y 1988. Aunque los nuevos movimientos pueden ser los portadores de una nueva concepción de ciudadanía, sostiene Vigevani, en ausencia de un proyecto esta corre el riesgo de mantenerse como un tipo de ciudadanía restringido, que fácilmente se deja llevar hacia el corporativismo, el particularismo o el utopismo.
La segmentación y la ausencia de un horizonte totalizador no pueden atribuirse simplemente a un giro voluntario y espontáneo hacia orientaciones de acción nuevas y puntuales, como lo han señalado algunos de los teóricos de los «nuevos movimientos sociales». Calderón y Jelin (1987, p. 82) señalan la brutal transnacionalización de las economías latinoamericanas y los cambios concomitantes en la estructura social, los efectos de un periodo de represión y el descrédito de los viejos partidos populistas y clasistas como un factor que contribuye a esta segmentación. Otros han señalado la dispersión impuesta por el Estado, que da como resultado el agotamiento de las protestas urbanas dentro de los diferentes aparatos estatales, o los efectos de la crisis económica. Solo mediante la articulación de una concepción más «totalizante», pueden superarse esos problemas. Es en este contexto que se ha puesto bajo escrutinio los aspectos ideológicos de la noción de autonomía como «sentido común». Para los estudiosos de los movimientos urbanos esto se volvió problemática, puesto que desvió la atención de las relaciones reales entre los movimientos y el Estado. Para los movimientos mismos la brecha entre su discurso autonomista y sus relaciones —no reconocidas— con el sistema político también se hicieron problemáticas. El discurso de la autonomía puede servir para reforzar un movimiento en una etapa inicial, pero también puede volverse contraproducente cuando acaba en la auto-marginación. Este punto cobró la mayor relevancia en el contexto de las «transiciones democráticas», que incitaron una reorientación de los movimientos que involucraban un repensar las disyunciones entre «participación» y «autonomía», «sistema» y «movimiento». De ahí la búsqueda de algo como la «autonomía creativa».
4.2.2. ¿Un campo de prácticas para la democracia?
Dado que se han moderado las expectativas sobre el rol de los movimientos urbanos en la reformulación de la arena política para abrir paso a análisis más realistas, algunos analistas (como Evers, 1985; Kärner, 1987) han afirmado que la importancia real de los movimientos radica en el potencial para el cambio sociocultural, más que en el potencial para la transformación política. Evers (1985), por ejemplo, afirma que la centralidad del concepto de poder en el estudio de los movimientos sociales ha estado limitando nuestra idea de la importancia de los movimientos contemporáneos. Para Evers, los conceptos de identidad y alienación vienen a desempeñar un rol central. Esta importancia radica en su búsqueda de una identidad autónoma y un intento de reapropiar la sociedad civil del Estado. Lo importante es la autonomía de la tutela con relación a los movimientos sociales, que caracteriza la política tradicional latinoamericana. Dicha tutela va desde el paternalismo conservador a la manipulación populista y el instrumentalismo de izquierda. Evers afirma que el potencial aumentado de un movimiento para el poder político puede traer consigo una disminución de su potencial sociocultural a largo plazo. Más poder significa de manera casi invariable menos identidad, más alienación. Así, los movimientos se enfrentan al dilema de rendirse ante el peso de la realidad y convertirse en oposición establecida en el marco de la sociedad dominante o tratar de mantener una identidad propia, a costa de seguir siendo débiles, ineficientes y plagados de contradicciones. En realidad, su única posibilidad de existencia radica en una combinación precaria de ambas alternativas (Evers, 1985).
Nociones como «identidad», «autonomía», «autenticidad», «espontaneidad» y «comunidad» se han convertido en ingredientes importantes en el discurso de los movimientos barriales latinoamericanos, así como en los enfoques teóricos. Fue en la base de dicho discurso que muchos observadores en una fase temprana llegaron a creer en los nuevos movimientos como una fuerza aún impoluta. Dichas opiniones, sin embargo, se han sometido a un escrutinio cada vez mayor. La noción de «comunidad», promovida con fuerza por la iglesia católica y sus comunidades de base, así como por los planificadores urbanos, tiende al hecho de que la «comunidad» o la «identidad colectiva» es en realidad una construcción, que no elimina la heterogeneidad de los participantes en términos de estatus, clase, preferencias políticas o elecciones éticas (Cardoso, 1987, p. 85). En realidad, esas diferencias pueden tender a oscurecerse y deslegitimarse por el bien de la «comunidad». En lugar de cuestionar las relaciones de subordinación en un nivel local, dichas relaciones tienden a hacerse invisibles. Como lo ha observado Durham (1984), los movimientos muchas veces presentan una «doble faz». En público, presentan una imagen de unidad, igualdad y consenso, que también permea sus encuentros. Al mismo tiempo, sin embargo, las divergencias aparecen en la difamación, las acusaciones personales y las manipulaciones conscientes e inconscientes conocidas para cualquier observador familiarizado con esos movimientos. Esto también apunta a los problemas de la experiencia democrática dentro de estos movimientos. El modelo de la democracia directa se practica en pequeños grupos que con frecuencia son incapaces de desarrollar mecanismos para reconocer o negociar posiciones divergentes. Esto da lugar a discusiones interminables e inciertas, a mecanismos velados de toma de decisiones y política entre bastidores y divisiones frecuentes. Así, mientras que tales movimientos sí brindan un espacio para «hablar claro» y practicar ciertas formas de democracia, no puede asumirse que son «impolutos» o que no presentan prácticas autoritarias.
Probablemente el movimiento feminista es el que ha reconocido con mayor claridad esos problemas y la evasión del tema del poder, quizás porque varios «mitos» también tuvieron un rol destacado en el surgimiento y la consolidación del movimiento. En el VI Encuentro Feminista Latinoamericano y del Caribe se discutieron una serie de mitos, a saber: que las feministas no quieren el poder; que hacen política de forma diferente; que todas las mujeres son iguales; que las mujeres tienen una unidad natural por el hecho de ser mujeres; que el feminismo es la política de las mujeres por las mujeres; que el pequeño grupo es el movimiento; que los espacios de las mujeres son en sí mismos una garantía de un proceso positivo; que porque una mujer lo sienta, cualquier cosa es válida; que lo personal es político de manera automática y que el consenso es democracia (cf. Vargas, 1989, p. 144). Si se reemplaza la palabra «pobres» por «mujeres» es fácil ver que mitos similares también configuran muy a menudo el discurso de los movimientos urbanos y también pueden encontrarse en los estudios de estos movimientos (cf. Boran, 1989, p. 85). Las feministas que discutieron estos mitos concluyeron, entre otras cosas, que se necesita el poder para cambiar la sociedad; que ellas aspiran a hacer política de «otra manera», pero que en la práctica sus políticas son muchas veces regresivas, arbitrarias, victimizadas y manipuladora, por lo que reproducen patrones de conducta tradicionales; que el consenso no es lo mismo que la unanimidad y que puede ser una práctica muy autoritaria, puesto que puede ocultar diferencias y porque da poder de veto a una persona.
Estos problemas analizados por el movimiento de mujeres son en muchas formas parecidos a los que analizaran Cardoso (1983), Durham (1984) y Vigevani (1989) y otros en relación con los movimientos urbanos. Esto ha permitido superar la ingenua glorificación de los movimientos, característica de un «basismo» acrítico, que en algunos casos también caracteriza los estudios de los movimientos. Dichas características, sin embargo, no son supuestos inmutables. Esta evaluación autocrítica del movimiento feminista muestra cómo los movimientos son capaces de confrontar su realidad con sus ideales. Son capaces de la auto-racionalización y es así como pueden avanzar, aunque algunas veces a trompicones, hacia nuevas prácticas sociales (cf. Krishke, 1987; Scherer-Warren, 1987).
4.2.3. La autonomía y el forastero
Otro aspecto de la valoración de la autonomía, la autenticidad y la espontaneidad y auto-organización es que se ha oscurecido el rol de los «agentes externos». Se denuncia el clientelismo, sin duda, pero el rol de los agentes externos más empáticos hacia los movimientos se minimiza en el discurso de los movimientos mismos, así como en muchos estudios de los movimientos (cf. Cardoso, 1983; Durham, 1984; Jacobi, 1987; 1988). Sin embargo, el clero, los partidos de izquierda, los estudiantes, los trabajadores sociales, las organizaciones no gubernamentales y abogados, arquitectos, maestros y médicos en muchos casos cumplen un rol crucial, los últimos muchas veces por medio de sus organizaciones profesionales. Sus actividades se mencionan en muchos estudios, pero el énfasis está en la auto-organización espontánea de las masas populares. En el mejor de los casos, esos grupos aparecen como «recursos» que se han movilizado y en algunos casos se hace referencia a sus actividades «pedagógicas».
Debe llevarse un registro más sistemático de las actividades de esos «apoyos». Muchas veces ellos desempeñan un papel importante en convertir el descontento en acción colectiva y son cruciales en el suministro de la infraestructura básica para la actividad continuada. Más aún, no debe subestimarse su papel en el refuerzo de la posición de las organizaciones en procesos de negociación. El rol de estos agentes, en particular el clero y las ONG, es el de brindar consejo sobre temas organizacionales, técnicos y jurídicos, presentando temas para discusión y reflexión sobre modos de funcionamiento interno de las organizaciones, así como sobre los efectos de su operación en la estructura política. En resumen, lo que se ha llamado contribuciones «pedagógicas». Las ONG y la iglesia también proporcionan en muchas ocasiones algo de la infraestructura básica y financiera para la operación de las asociaciones y cumplen un papel en el establecimiento de contactos con otras organizaciones y en la integración en articulaciones más amplias. Podría incluso señalarse que la «autonomía» de la política de partidos y los políticos depende en muchos casos de las contribuciones de esas organizaciones. Las organizaciones gremiales, como las de abogados, arquitectos y trabajadores sociales también desempeñan un papel crucial en el ofrecimiento de asesoría técnica y ayuda a asociaciones en el desarrollo de negociaciones.
De otro lado, debemos llamar la atención sobre el rol de la tecno-burocracia ejecutiva. En muchos casos su rol es mucho más ambiguo que el de simples ejecutores de políticas desarrolladas en escalones más altos de la jerarquía. Borja (1975, pp. 115-116) ya llamó la atención sobre este tipo de técnicos, cuyo rol se vuelve cada vez más prominente con el aumento del intervencionismo de Estado en el contexto del capitalismo moderno. Su ideología de «racionalidad y neutralidad», afirma, se opone a la imposibilidad real de la planificación urbana real en las condiciones capitalistas, lo que puede producir una radicalización de estos profesionales. Eventualmente, ellos pueden llegar a contribuir a la legitimación y la ampliación de las acciones de los movimientos urbanos. En forma similar, otros grupos de profesionales, como los asistentes sociales (Sposati, 1988), el clero o los maestros, pueden contribuir a la movilización de la población.
Esto implica que dichos grupos simplemente no pueden pensarse como «recursos», sino que su relación con los movimientos es más bien una relación negociada en la cual ambos partidos persiguen metas comunes, además de las propias. «Los de fuera» cumplen un rol importante en la configuración y la crítica del «sentido común» de los movimientos y la manera como se perciben las «metas no materiales». En particular, en el caso de la iglesia pueden observarse las diferencias, que van desde el asistencialismo, pasando por el comunalismo apolítico hasta una postura más política. Lo último se ve hoy más presionado de las partes más conservadoras de la jerarquía, que generan un cierre de parte de la estructura de apoyo de la iglesia. Esto, a la vez, puede llevar al surgimiento de estructuras alternativas financiadas de fuera. Hasta cierto punto esas diferencias pueden observarse también en el caso de las organizaciones no gubernamentales (c.f. García, 1987). La mayoría tienen una orientación de izquierda, pero no puede asumirse que ese sea siempre el caso. No debe olvidarse que las asociaciones barriales son una apuesta en las luchas por la hegemonía y que algunos grupos de «apoyo» tienen interés en promover cierto tipo de «apoliticismo». No obstante, la politización de las asociaciones barriales es un proceso continuo. En lugar de lamentarse y estar señalando los problemas que muchas veces origina, debe prestarse atención también a los aspectos positivos en el sentido de que la politización es una manera de superar el localismo y la segmentación.
4.3. ¿Nuevas definiciones?
Las orientaciones de valor «post-materialistas» y de orientación no estatal son, como lo vimos, consideradas en ocasiones como rasgos distintivos de los nuevos movimientos sociales, un criterio que se ha aplicado también a los movimientos latinoamericanos. Esto llama la atención sobre el hecho de que hay más en el mundo que dinero y poder administrativo. Pero no debe oscurecerse el hecho de que vivimos en un mundo que está estructurado en un grado importante por el valor de intercambio y el poder estatal, que evaden el control democrático. Es un error descalificar los movimientos dedicados a aspectos materiales como algo anacrónico. La justicia distributiva, en oposición a las injusticias generadas por un sistema basado en el valor de intercambio, sigue siendo uno de los principales desafíos y sin duda no se opone al cambio sociocultural ni a la cultura democrática. Dicha valoración da por hecho un orden de Estado de Bienestar, en lugar de reconocer su carácter precario, y se basa en una noción restrictiva de la cultura, que puede contribuir a una irracionalidad Weltfremd contra-culturalista. De igual modo, la orientación estatal implica un desafío al funcionamiento actual del Estado capitalista. Encuadrando el tema en términos de un dilema estrategia/identidad da lugar a esquivar la cuestión de desarrollo de configuraciones institucionales alternativas. Eso puede no ser un problema, siempre y cuando haya en juego aspectos «culturales», [34] pero lo es si se empieza a pensar en configuraciones democráticas alternativas de producción y distribución. Aun en las sociedades postindustriales la gente no vive únicamente según bienes simbólicos. Más aún, en Latinoamérica las relaciones entre la sociedad civil y el Estado están marcadas por periodos de dominio autoritario. En el contexto de las «transiciones democráticas» la cuestión no es simplemente «reapropiarse la sociedad civil en manos del Estado», sino en parte institucionalizar la sociedad civil y la ciudadanía misma. Durante los periodos de autoritarismo, se han violado los límites de «lo privado» y la «esfera pública», como una esfera de libre intercambio de opiniones, ha sido invadida por el poder brutal, de manera que se confinó el libre intercambio de opiniones a la «esfera privada». Y ni siquiera se respetaron los límites de «lo privado». La democratización implica una redefinición y una institucionalización de tales «límites» y la imposición de respeto hacia ellos. También significa dar contenido a la ciudadanía, no solo en la forma del derecho a participar en las elecciones, sino también en la forma de condiciones de vida dignas. La democracia es el medio preferible para estos fines y, como lo vimos, el compromiso con la democracia es un aspecto de la actual importancia del tema de las instituciones y la institucionalización. En Latinoamérica se abordó el tema en formas específicas. Uno de los argumentos contra el «paradigma de los setenta» ha sido que, con sus oposiciones contra el movimiento social y el sistema institucional, la autonomía y la cooptación, descarto la noción de proceso político (Silva y Ribeiro, 1985). La antigua oposición señala que la institucionalización es la negación de movimiento o que en el momento en que un movimiento comienza negociaciones o comienza a crear un nuevo orden, se termina el movimiento. Espinoza (1984) propone la noción de conquista [35] como una vía para salir del impasse de conceptualización de los movimientos en términos de poder dual —el movimiento al margen del Estado y contra aquél— o como «micro-experiencias» —el movimiento reducido a una multiplicidad de disputas aisladas—. Estas cuestiones deben entenderse de nuevo contra el trasfondo del compromiso con la democracia y las realidades de las «transiciones mediante transacción» reales. Los espacios institucionales que se están abriendo constituyen lo contrario de «situaciones ideales de habla» y en un estudio reciente Jacobi (1989) emplea la noción de «selectividad estructural», es decir, la manera como el Estado «filtra» las demandas según la compatibilidad con el proceso de acumulación, para discutir la interacción entre movimientos urbanos y aparatos de Estado en São Paulo.
Estos temas derivan su relevancia de los experimentos en democratización local y las nuevas formas del Estado en la atención a los problemas urbanos mediante el «diálogo» más que la represión. El establecimiento de consejos locales, en los que se invita a participar a las asociaciones barriales, es sin duda un avance sobre las formas clientelistas individualizantes de solución de los problemas. En cierta forma, esto contribuye a convertir favores en derechos. Pero, ¿cuáles son exactamente las competencias de esos consejos? La línea entre las apariencias y una «instrumentalización» de los movimientos, y el poder real de toma de decisiones suele ser delgada. Las «transiciones democráticas» no se logran, sino que apenas comienzan. Estas confrontan los movimientos urbanos con nuevos problemas. Aunque entre muchos estudiosos de los movimientos puede observarse cierta decepción sobre la influencia real de los movimientos en el proceso político, también debe señalarse que el número de asociaciones barriales muchas veces aumenta con rapidez en el transcurso de las «transiciones democráticas». Los resultados de estos procesos de reorientación y crecimiento cuantitativo quedan por verse.
No sorprende que en el desarrollo de los debates haya surgido en ocasiones la pregunta de si los movimientos barriales latinoamericanos constituyen un movimiento social. John Friedmann (1984) ha respondido afirmativamente a la pregunta. Sostiene que Touraine —y eso también se aplica a muchos aspectos del análisis de Castells (1983; cf. Lowe, 1986, pp. 177, 193)— está equivocado al considerar el sector popular como simplemente «dependiente», «con una voz puramente pasiva en la política y elemento conformador de una ‘subclase’ virtual» (Friedmann, 1984, p. 502). Los corolarios de esta percepción, afirma, son que la subclase no puede convertirse en un actor de relevancia histórica; no puede hablar por sí mismo; otros deben hablar por ella. Sus acciones se limitan a las demandas concretas de ayuda externa. Puede ser cooptado y colonizado fácilmente por el Estado. El cambio social no puede venir de abajo. Debe venir o de un Estado poderoso (y de las clases que lo respaldan) o de una «vanguardia que hable en nombre de los que no tienen voz. Al final, es inútil el mayor estudio de la subclase, porque no puede esperarse ninguna trascendencia de ese sector.
Friedmann ve las cosas distinto. Define un movimiento social como «un segmento de la sociedad civil (o actor colectivo) auto-movilizado dedicado a una praxis social y política que conduce, cuando está configurado por un interés emancipado y cuando tiene éxito, al auto-empoderamiento individual y colectivo, a nuevas identidades sociales y a la autoproducción de la vida». Después de una discusión sobre el tema, Friedmann (1984, p. 508) concluye que «a pesar de algunas debilidades inherentes a la organización, la movilización barrial parece satisfacer prácticamente todos los criterios formales que hemos identificado para los movimientos sociales».
Otros han adoptado un enfoque diferente ante el tema y han abogado por una redefinición de los movimientos sociales, para acercar el concepto más a la «realidad». [36] Un ejemplo de esta tendencia hacia la «redefinición de los movimientos sociales» la da Nascimento (1987), quien propone que se los defina como «prácticas sociales que constituyen sujetos sociales con referencia a las contradicciones urbanas». De esta manera, quiera rechazar el «finalismo» de la definición de Castells en la que el carácter transformador de los movimientos sociales cumplió un rol central. Esa definición, sostiene, tiene el inconveniente de que no está confirmada por observaciones o estudios en Brasil, y puede incluso observarse el surgimiento de movimientos sociales de carácter conservador en las metrópolis brasileñas, en particular en lo que respecta al problema de la violencia urbana. Más aún, afirma que debe descartarse el criterio de una base social popular, ya que impide el estudio de los «movimientos sociales de las clases dominantes». Finalmente, rechaza las definiciones que toman como criterio características formales u organizacionales, como espontaneidad /organización, formal/informal, clasista/pluriclasista, burocrática/democrática. En síntesis, él quiere una definición amplia y neutral que cubra casi cualquier cosa que se mueva con referencia a las contradicciones urbanas ampliamente definidas y que no relaciona esos movimientos con el cambio social (Nascimento, 1987).
En una línea parecida, Schuurman ha sostenido que las definiciones en las que el cambio estructural o la reforma de la sociedad cumplen un rol central, se alienan de la práctica diaria de las organizaciones territoriales urbanas existentes en el Tercer Mundo. El criterio de la transformación societaria refleja una filosofía política izquierdista/radical, afirma, mediante la cual «al mismo tiempo disminuye el número de movimientos sociales urbanos que responden a la descripción». Como alternativa propone «una organización social con una identidad de base territorial, que lucha por la emancipación por medio de la acción colectiva». [37] Dicha definición amplía el campo potencial de lo que puede llamarse movimientos sociales y descarta el criterio de «inversión de la estructura de poder» de las definiciones «deseadas» (Schuurman, 1989).
¿Realmente ganamos algo con tales redefiniciones? ¿Debe descartarse el criterio de la capacidad transformadora porque en un momento histórico preciso en Brasil las organizaciones que aspiren a dicha transformación parecen estar ausentes? ¿Las estrategias de supervivencia son lo mismo que los movimientos sociales y se ha subestimado el carácter emancipatorio de las estrategias de supervivencia, como lo indica Schuurman (1989, p. 22)? ¿La pregunta de si dichos movimientos llevarán a una transformación en la estructura de poder es especulativa y no muy urgente si al mismo tiempo se define la emancipación como «liberación de las relaciones jerárquicas de dependencia» y si se reconoce que la reforma societaria es en muchos casos la única manera de garantizar la verdadera emancipación (Schuurman y Van Naerssen, 1989, p. 3)? ¿Son los pobres urbanos un grupo «marginado y olvidado»?
Ampliando el concepto de movimiento social en las formas propuestas parece ser una forma de inflación conceptual. Puede haber otras formas de acción colectiva, pero los movimientos sociales son aquellos que tienen algo que ver con la emancipación y el cambio de las normas, roles y reglas institucionalizadas (cf. Melucci, 1980). Como lo vimos, Touraine (1978) y Castells (1977, 1983) han sugerido otras diferencias entre los movimientos sociales y otras formas de movilización colectiva. Parece útil retener dichas diferencias, más que descartar aspectos como la emancipación y el cambio progresivo en una definición neutra, no comprometida. Esto implica que no solo pueda caracterizarse como movimiento social urbano cualquier movilización en torno a asuntos urbanos. En lugar de caracterizar cualquier movilización como movimiento social debe argumentarse en cada caso porqué algo podría caracterizarse como movimiento social, parte de un movimiento social o como un potencial de movimiento social.
Por otro lado, la idea de que cada «tipo societario» está caracterizado por un solo movimiento social parece insostenible. Se requiere algo de imaginación para agrupar los movimientos de mujeres y los movimientos regionales bajo el mismo denominador de movimientos anti-tecnocráticos, por ejemplo. Dicho enfoque indica que cada sociedad se caracteriza por un solo principio estructurador dominante del cual se derivan todas las formas de dominación, explotación y sujeción. Negar la posibilidad de dicho reduccionismo no implica negar la posibilidad de que un tipo específico de movimiento pueda desempeñar un rol de especial importancia para la estructuración específica de una sociedad y las tensiones que eso genere. El rol de especial importancia que tuvo el movimiento de la clase obrera en las sociedades en la industrialización en Europa occidental no tuvo que ver solo con la organización en el lugar de trabajo, sino más bien con la particular imbricación entre la organización en el lugar de trabajo y las situaciones de vida que caracterizaron el proceso de industrialización. Es esta imbricación la que puede ofrecer explicaciones importantes sobre la fuerza del movimiento europeo de la clase obrera de finales del siglo XIX y principios del XX. También puede dar una mirada al desarrollo de las luchas sociales en el área ABC de São Paulo, por ejemplo (cf. Kowarick, 1985, Vink, 1985).
Los movimientos urbanos latinoamericanos no pueden ser «la» materia para el cambio de la sociedad en el sentido de que constituyen un sustituto para un «proletariado disciplinado y progresista que se hace cargo de toda la sociedad». Sin embargo, su rol difícilmente puede ignorarse y no acaban de ser inventados por los izquierdistas en la búsqueda de un nuevo sujeto que lleve la «antorcha roja del cambio social». El aumento en los números de asociaciones urbanas en los últimos veinte años puede documentarse fácilmente y difícilmente sorprende que los temas urbanos hayan proporcionado una de las bases principales para la contestación en el contexto del proceso de transformación que han sufrido las sociedades latinoamericanas en este periodo. Estas asociaciones pueden ser vulnerables, pero va mucho más allá el caracterizarlas como simplemente «dependientes» y sujetas a la «manipulación externa». En este aspecto, hay sin duda una diferencia entre las asociaciones de la década de 1950 y las más recientes. Las últimas son capaces de abrigar una red más diversificada de articulaciones que les permite desempeñar un rol más autónomo.
Como lo vimos, la valoración de dichas asociaciones ha ido del optimismo al pesimismo, muchas veces dependiendo del caso particular y de la coyuntura estudiada. Observando la amalgama de prácticas muchas veces contradictorias y ambiguas que obedece al nombre de movimientos urbanos, parecen ser más que simples «estrategias de supervivencia». No cabe duda de que están motivadas por la supervivencia, pero no pueden reducirse solo a eso. También desempeñan un rol crítico que reemplaza la supervivencia. En lugar de ser un grupo marginado y olvidado, los pobres urbanos han podido, mediante la acción colectiva, hacerse oír. Al convertir favores en derechos, contribuyen a dar contenido a la noción de ciudadanía. No es la noción de «cambio», como tal, la que es problemática, sino más bien, como lo vimos en nuestro repaso del debate en curso, la relación entre las nociones de «cambio» y «autonomía». En estos debates, se ha analizado minuciosamente la vieja antítesis entre reforma y revolución, como se expresó en la tesis de que «la reforma solo sirve para fortalecer el sistema» y su implicación de que el «cambio» solo puede lograrse «afuera y contra el sistema». Esas opiniones han sido, desde el punto de vista histórico, desastrosas, y es innecesaria esa yuxtaposición de «reforma» y «revolución». Así, puede decirse que la imagen del cambio ha cambiado. Se ha abandonado la idea de un gran cambio que puede ser jalonado por una vanguardia consciente, que dé origen a una nueva sociedad de la noche a la mañana. Puede haber momentos y puntos de ruptura «sobre-determinados», pero se ha desvanecido la obsesión autoritaria con el «momento de tomar el poder». El cambio societario simplemente es más complejo que eso, pero como lo dijo Galileo: «Eppur si muove».
Referencias
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