Tolerancia y derechos humanos en Uruguay [1]

Tolerance and human rights in Uruguay

Tolerância e direitos humanos no Uruguai

Estela Valverde [2]
University of Sydney, Australia
Jane Hanley [3]
Macquarie University, Australia

Tolerancia y derechos humanos en Uruguay [1]

Tabula Rasa, núm. 27, 2017

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 28 Abril 2016

Aprobación: 03 Marzo 2017

Resumen: En este artículo exploramos la relación entre tolerancia y derechos humanos en Uruguay, analizando la asimetría de la tolerancia puramente actitudinal. Esa forma de la tolerancia no es sostenible si se define la comunidad nacional a partir de los valores culturales de la mayoría étnica. Identificamos momentos históricos claves en Uruguay que demuestran los límites de la tolerancia, y comparamos el caso uruguayo con el australiano. En vez de la tolerancia actitudinal, defendemos la tolerancia que surja del reconocimiento recíproco de derechos. Esta forma de la tolerancia, consagrada por la ley, es posible dentro de una nación con un proyecto común de negociación política y de participación cívica en lugar de una cultura única que exige la asimilación.

Palabras clave: multiculturalismo, identidad nacional, Australia, asimilación, amnistía.

Abstract: In this article we explore the relationship between tolerance and human rights in Uruguay, analyzing the asymmetry of purely attitudinal tolerance. This form of tolerance is unsustainable if the national community is defined based on the cultural values of the ethnic majority. We identify key moments in Uruguay’s history that demonstrate the limits of tolerance, and compare the Uruguayan case with the Australian. Instead of attitudinal tolerance, we support tolerance that arises from the reciprocal recognition of rights. This form of tolerance, enshrined in law, is possible in a nation a common project of political negotiation and civic participation in place of a singular culture that requires assimilation.

Keywords: multiculturalism, national identity, Australia, assimilation, amnesty.

Resumo: Neste artigo exploramos a relação entre tolerância e direitos humanos no Uruguai, analisando a assimetria de uma tolerância puramente atitudinal. Esta forma de tolerância não é sustentável se a comunidade nacional for definida com base nos valores culturais da maioria étnica. Identificamos momentos históricos-chave no Uruguai que demonstram os limites da tolerância, e comparamos o caso uruguaio com o caso australiano. Ao invés da tolerância atitudinal, defendemos a tolerância que surge do reconhecimento recíproco de direitos. Esta forma de tolerância, consagrada pela lei, é possível em uma nação com um projeto comum de negociação política e de participação cidadã, em lugar de uma cultura única que exige assimilação.

Palavras-chave: multiculturalismo, identidade nacional, Austrália, assimilação, anistia.

Paris
- 2017
Paris - 2017

Johanna Orduz

En este artículo se propone reflexionar sobre la relación entre tolerancia y derechos humanos analizando el origen de la identidad nacional uruguaya, cómo se ha lidiado con la diferencia a través de la historia y el impacto de esta posicionalidad en las decisiones cívicas de los últimos años. Dado que este proyecto busca una nueva lectura de la tolerancia que parta desde una perspectiva interdisciplinaria, que explore las relaciones entre política, poder y cultura, es fundamental que entendamos las bases en las que esta «tolerancia» se ha forjado en Uruguay y los parámetros en los que funciona. ¿Son los uruguayos tan tolerantes como les gustaría creer? Resumimos brevemente la imbricación de la identidad étnica y el poder, con énfasis particular en la formación de la identidad nacional y la transición a la democracia. Investigamos los límites de la tolerancia como principio de la cohesión social en Uruguay, analizando la participación política y la amnesia histórica dentro del marco de los derechos humanos y comparando el uso del concepto de la tolerancia en Uruguay con la situación en otros países con historias diferentes de homogeneidad y diversidad étnica.

La tolerancia es un concepto complejo, que puede ir desde un simple sentimiento cívico -lo que Andrew Murphy llama «tolerancia 1»- a la «tolerancia 2», una legislación que la imponga a través del poder judicial (Murphy, 2009, pp. 91-101). No obstante, la tolerancia siempre produce un sentimiento cálido y un beneplácito tácito: «Los uruguayos somos muy tolerantes» escuchamos a menudo, para justificar una posición frente a cierto problema. Esta es sin duda una frase estoica, digna y con mucho respeto hacia el Otro. La Ilustración, culminación del espíritu racionalista renacentista, enseñó a amar al prójimo a través de la razón, no de la religión. Por eso la tolerancia representa el mayor logro del siglo XVIII, unida a la imbuida confianza en la bondad humana y al optimismo en el futuro. Sin embargo, en los últimos siglos hemos olvidado muchas de sus enseñanzas y sufrido ráfagas de intolerancia colectiva de un enorme voltaje destructivo. La tolerancia consecuentemente ha experimentado grandes bajones en el mercado internacional de derechos humanos. Pensemos solamente en el Holocausto y, en un contexto más cercano y corporal, nuestras propias represivas dictaduras.

No obstante, no todas las ideas son «tolerables» y debemos recurrir a la ética para categorizarlas. Cuando hablamos de ética nos acercamos a los derechos humanos como punto referencial. Todo lo que está fuera de esas importantísimas pautas universales, debería también estar fuera del ámbito de la tolerancia. No podemos ser tolerantes con los pensamientos que niegan la tolerancia: el asesinato premeditado de escolares inocentes; las fatwas musulmanas a la gente que discrepa con sus ideas; y para ir a un ejemplo más concreto y relevante al caso uruguayo, la cuestión de las desapariciones forzadas y asesinatos de sus propios ciudadanos. Todo lo que no respete los derechos humanos está «más allá de la tolerancia». Es esencial entonces reflexionar sobre los límites de la tolerancia.

El contenido semiótico del sustantivo tolerancia queda herido mortalmente cuando usamos su relacionado verbo: tolerar. «Yo soy muy tolerante. Tolero a los aborígenes». Estas frases fueron utilizadas en Australia en una caricatura contra el Primer Ministro Howard, para demostrar precisamente lo opuesto: su acérrimo racismo que le impedía pedir formalmente perdón a este grupo étnico por las atrocidades cometidas por los europeos desde la invasión y conquista de estas tierras. Mucho se ha escrito sobre la asimetría del concepto «tolerancia»; Levy nos dice que la tolerancia no asegura igualdad completa porque los puntos de vistas tolerados son concebidos y tratados como inferiores, por el mero hecho de que son tolerados (Levy, 2009), de aquí proviene la necesidad de refinar su definición acudiendo a otros pensadores.

Entendemos junto con Foucault que cuando toleramos algo, dentro de esa tolerancia va una carga importante de posicionamiento y poder sobre el Otro (Foucault, 1997). Nunca ambas partes tienen el mismo poder porque esa decisión «tolerante», requiere el sacrificio de uno para llegar al estado de democracia ideal a la que tanto aspiramos, porque «toda convivencia política de carácter democrático se basa en un compromiso representativo del consenso y del disenso» (Cisneros, 1996, p. 31). Y es a esa «convivencia política» que la tolerancia apuntala.

Balancear los pros y los contras de este concepto, invocando a Levinas y el respeto por el Otro, quizá sea una forma de aproximarnos a un análisis más sicológico de la tolerancia por el cual no deseamos transitar en este artículo. Revisitar teóricos tales como Herbert Marcuse que ven a la tolerancia como una fuerte arma de inequidad y como una fuerza social potencialmente subversiva -porque opera para restringir las libertades no para extenderlas-, es para nosotras una perspectiva más interesante para ayudarnos a explorar la intersección entre tolerancia y derechos humanos. Sin olvidar, por supuesto a Karl Popper, quien describe la paradoja de la tolerancia (Popper, 1945). Partimos de la premisa que desarrollar una perspectiva crítica sobre la tolerancia no implica posicionarse contra ella, sino desempacar esa carga de poder que ejerce sobre el Otro, y analizar su uso para justificar acciones políticas concretas y la legislación de los derechos. Aquí queremos enfocarnos específicamente en el caso uruguayo y su relación con la política de derechos humanos.

El Artículo 1 de la Declaración Universal de Derechos Humanos establece que «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros» (Asamblea General de las Naciones Unidas, 1948). La realidad deja mucho que desear. Tal como dijo Lincoln «Todos los hombres nacen iguales y ese es el último momento en que lo son». Ni todos los hombres son iguales, ni todos están dotados de razón y conciencia capaces de guiarlos para comportarse fraternalmente entre ellos. Es por eso que los Estados tienen que salvaguardar estos derechos y muchas veces legislar esa tolerancia ideal, para que la convivencia pacífica sea posible entre sus ciudadanos, recurriendo a la «tolerancia 2» de la que habla Murphy, siempre y cuando exista la posibilidad de una interrogación abierta de los principios referenciales de esa legislación para evitar la imposición de normas puramente éticas bajo el pretexto de la tolerancia.

Como ha indicado Marcuse, la interpretación de la tolerancia en la esfera política conlleva la posibilidad de abuso por la asimetría entre los que toleran y los tolerados, porque el concepto de tolerancia que se emplea en las democracias actuales extiende más derechos al gobierno y a otros elementos que concentran poder económico para determinar que a los propios individuos y las personas con menos poder tienen que tolerar las acciones potencialmente represivas de esos grupos. Si aceptamos la paradoja de la tolerancia -su función depende de la intolerancia de grupos y personas que presentan una amenaza a la tolerancia porque no la reconocen como punto referencial para la organización social- entonces los límites de la tolerancia no se pueden determinar en un debate libre entre todos, ni son racionalmente determinados. Rodney Fopp (2011, p. 108) sugiere que la tolerancia absoluta equivale al relativismo extremo porque se le concede igual peso a la mentira, la propaganda, la estupidez, y el odio que a la armonía y la evidencia. La apariencia de la objetividad y la neutralidad muchas veces sirve para respaldar las estructuras sociales represivas.

Tanto ha sido menoscabada la tolerancia en el Siglo XX que en 1995 la Conferencia General de la Unesco emitió la Declaración de Principios sobre la Tolerancia que comienza con esta reveladora declaración:

Alarmada por la intensificación actual de los actos de intolerancia, violencia, terrorismo, xenofobia, nacionalismo agresivo, racismo, antisemitismo, exclusión, marginación y discriminación perpetrados contra minorías nacionales, étnicas, religiosas y lingüísticas, refugiados, trabajadores migrantes, inmigrantes y grupos vulnerables de la sociedad, así como por los actos de violencia e intimidación contra personas que ejercen su derecho de libre opinión y expresión - todos los cuales constituyen amenazas para la consolidación de la paz y de la democracia en el plano nacional e internacional y obstáculos para el desarrollo,

Poniendo de relieve que corresponde a los Estados Miembros desarrollar y fomentar el respeto de los derechos humanos y las libertades fundamentales de todos, sin distinciones por raza, género, lengua, origen nacional, religión o discapacidad, así como en el combate contra la intolerancia, adoptan y proclaman solemnemente la siguiente Declaración de Principios sobre la Tolerancia (Conferencia General de la Unesco, 1995).

La declaración comprende solamente seis artículos clave que versan principalmente en definir, enseñar, difundir y respetar la tolerancia y claramente establece que es la obligación de cada Estado Miembro el promoverla y difundirla. Esta declaración era una oportuna alarma sobre el deterioro que había sufrido este concepto en el ámbito político internacional, un llamado a combatir la epidemia de intolerancia que paralizaba al mundo y, a través de un programa educativo serio y concienzudo, promulgar los derechos humanos. Derechos y obligaciones van siempre de la mano. Si el prójimo tiene derechos es porque yo, como ciudadano, se los otorgo y se los respeto, porque conllevo la obligación ética y muchas veces jurídica, de hacerlo. Un nexo más fuerte con los derechos humanos en el debate sobre la diferencia promete limitar la función principalmente represiva de la tolerancia a favor de una tolerancia que define sus límites en base de este tipo de respeto recíproco de derechos y obligaciones.

Este concepto de la tolerancia inherentemente tiene relación directa con la defensa de los derechos humanos en el proceso de Justicia Transicional que se lleva a cabo en las nuevas democracias y es la simiente de la transformación de esas amnistías -que muy a menudo conllevan los procesos de pacificación- en reformas constitucionales que legislen las injusticias de los períodos de violencia de estado. La Justicia Transicional estudia esos mecanismos, judiciales y no-judiciales, empleados por la sociedad, el estado y la comunidad internacional para lidiar con el legado del autoritarismo de estado y de abusos sistemáticos a los derechos humanos, con el fin de promover una reconstrucción social que promueva la re-democratización de ese país (Valverde & Humphrey, 2013). Por eso es que la tolerancia -entendida como una predisposición a aceptar y valorar al Otro- sea un cimiento fundamental de los procesos de Justicia Transicional en los que se edifican las democracias liberales.

Uruguay y la tolerancia: ¿mito o bendición histórica?

La propuesta aquí es desarrollar un planteo teórico que ponga en diálogo a la tolerancia con los derechos humanos. Volviendo a nuestra pregunta central sobre la autoimagen popular de la tolerancia en Uruguay, ¿cuándo es que forjaron esta identidad tolerante y cómo han mantenido esta imagen a través de los siglos? Pensamos que la tolerancia uruguaya se basa en dos pilares fundamentales: el laicismo -el Estado siempre estuvo separado de la Iglesia- y la política integracionista inmigratoria, que impuso la homogeneidad étnica en la población.

El laicismo primó en Uruguay desde su misma concepción y este es uno de los cimientos fundamentales desde donde se construyó esa tolerancia. Porque la religión no es sólo «el opio de las masas», como nos corroboró Marx en su momento, sino que es el motor central de las discrepancias entre distintos grupos humanos. Pensemos solamente en las Cruzadas y en las presentes fatwas musulmanas. Quizá porque el religioso cree a pie juntillas su verdad y en su afán de promoverla y de salvar al prójimo termina creyendo que su única opción es convertir o eliminar, edificándose en esos intolerables intolerantes de los que habla Popper. Hay límites sobre la tolerancia que el estado no debe dejar cruzar porque «la tolerancia pura (el tolerarlo todo) termina por negarse a sí misma, pues supone tolerar a los intolerantes. Se cae entonces en una burda antinomia que se vuelve contra la sociedad» (Zuloaga, 2013).

La diversidad racial y étnica tampoco fue un problema en Uruguay por el mero hecho de que el «crisol» ideológico los había macerado en uruguayos hechos «a imagen y semejanza» europea. Jens Hentschke nos explica cómo esa identidad fue «saneada» por sus propios eurocéntricos pensadores, desde Varela hasta Batlle, que impusieron la imagen de Uruguay como «la Suiza de América» a través de sus pólizas y su manipulación ideológica. Más aún, Hentschke nos dice que hasta los libros de texto escolares con que formaban al pueblo les ayudaron a forjar esa comunidad imaginaria nacional homogénea que los ayudara a insertarse más eficazmente en el mundo modernizador liberal internacional. Hasta Artigas y los indios Charrúas fueron parte de esa reconstrucción «civilizante» necesaria para transnacionalizarlos:

Inventaron narrativas fundacionistas que hicieron de José Artigas un protagonista de la independencia y de los amerindios nuestros ancestros extintos; representaron a los inmigrantes europeos como elementos dinámicos que, propiamente mezclados, formarían un nuevo grupo étnico y ayudarían a la ciudad letrada cosmopolita a civilizar al gaucho; y les enseñaron a los niños que el trabajo duro y la educación eran la clave para la prosperidad. (Hentschke, 2012, p. 733) [4]

Citando a Verdesio (2003), Hentschke explica cómo la reconstrucción de la identidad de Artigas coincidió con el re-enterramiento de la población amerindia y el comienzo de una «comunidad imaginaria racialmente homogénea». Esta representación de la ausencia del problema indígena en Uruguay, junto con la estabilidad política y la prosperidad socio-económica que reinaba en ese momento, parecía justificar la representación Batllista del Uruguay como «la Suiza de América». Esta idea de que la emulación de los valores del Occidente y la exclusión de los grupos étnicos no europeos era la clave de la prosperidad en América Latina era en general compartida por todos los países de la región. Un aspecto intrínseco de la formación de la identidad nacional en América Latina es que en la «búsqueda de la identidad comunal se homogeneizan las diferencias y, en el intento por lograr alguna coordinación entre las existencias privadas y el pretexto comunitario, se institucionaliza un discurso dominante que repite la estructura político-social del poder colonial» (Luengo, 1998, p. 43). Pero Uruguay parece haber ido un paso más lejos, quizá ayudado por el Pampero que traía ráfagas sarmientinas que barajaban la ecuación civilización/barbarie. Creemos que el punto crítico en la creación de la «nación amnésica» fue el «genocidio sancionado en el momento del renacimiento de la república» cuando el ejército de Rivera ejecuta a los últimos Charrúas sobrevivientes en 1831 y a partir de 1870 identifica al gaucho como el único elemento bárbaro y objeto de modernización que tanto la educación como la emigración de europeos a zonas rurales iban eventualmente a eliminar (Hentschke, 2012, p.748). [5] La conquista europea es el origen de la acción civilizatoria, y el indígena, el afro-descendiente y el gaucho tienen que adaptarse e integrarse para pertenecer a la polis: «un modelo pretendidamente universalista extraído especialmente de algunas experiencias europeas» (Guigou, 2010. p. 164; p. 174).

Estos europeos que se afincaron en la campaña, fueron, irónicamente los únicos que mantuvieron su identidad original, o por lo menos, sus marcadores más representativos. Tenemos varios ejemplos, como los suizos en «Colonia Suiza» o los rusos en «Colonia Ofir» (Arocena y Aguiar, 2007). Aislados en comunidades agrarias, en realidad no interactuaron mucho con el gaucho, no cumplieron en demasía con su función «civilizadora». Es más, fueron muchas veces proclives a la endogamia, dada la preferencia de estas «comunidades congeladas» en tiempo y espacio por mantenerse «puras». Es decir, que no podemos calificar una enumeración de grupos étnicos aislados como una sociedad multicultural (Arocena y Aguiar, 2007).

El multiculturalismo acepta las diferencias y construye identidades en una respetuosa incorporación de marcadores étnicos de diferentes grupos. Australia es uno de los mejores ejemplos de la evolución de las políticas inmigratorias -la exclusión racial, la asimilación, el multiculturalismo- dentro de un país siempre receptor de inmigrantes desde la Federación en 1901 y con una población compuesta incluso antes de esa fecha no sólo de anglo-celtas sino de proporciones significativas de chinos, nativos de la Polinesia, y por supuesto los diferentes pueblos indígenas de este continente. En los discursos exclusivos o asimilacionistas prima un concepto étnico evidentemente absurdo de la identidad nacional que impone valores culturales eurocéntricos como pilar de la nación, en lugar de aceptar que el proyecto nacional se tiene que formar entre todos y que las leyes, por su parte, deben promover el bien común -que no equivale al bien mayoritario gracias al sufrimiento de las minorías. Como explica Robert Van Krieken el uso de una frase como «modo de vivir europeo» para describir la vida en Australia es puramente «un recurso retórico empleado para crear precisamente lo que suponía describir» (Van Krieken, 2005, p. 2). [6] Una comunidad que se forma alrededor de una mono-cultura aparentemente orgánica no puede hacer otra cosa que excluir o asimilar. En América Latina, como se ve también en el caso de la argentinidad, lo que resta de los distintos grupos étnicos que ayudaron a construir la identidad del país -los inmigrantes, si bien contribuyeron a la creación de la identidad latinoamericana, al mismo tiempo la difuminaron a tal punto que aún permanece irresoluta (Valverde, 1992). Consideramos que este es el caso de los inmigrantes a Uruguay: forzados a olvidar su pasado étnico y cultural y a asimilarse al medio uruguayo. En una sociedad emigrante e integracionista donde el olvido es la base de la co-habitación pacífica, cualquier grupo que insistentemente retiene y promueve características étnicas tiene el riesgo de que lo aíslen totalmente o lo consideren irrelevante. ¿Qué importancia han tenido esas «colonias» amén de proveer a la capital con sus productos étnicos?

Esta política integracionista había sido parte del legado de Sarmiento que nos llegaba a través del Río de la Plata. Civilización -la proveniente únicamente de Europa- versus barbarie -los indígenas, los africanos, los gauchos, los Otros-.

Sarmiento creía que era necesario importar inmigrantes europeos para «refinar la raza» tal como estaba acostumbrado a hacer con su ganado. La civilización debía de primar: había que civilizar a los bárbaros, blanquear a los tostados, europeizar a los nativos. Es muy fácil tolerar lo similar, lo difícil es tolerar lo diferente: en esta pequeña fórmula radica el éxito de la tolerancia uruguaya. Todo lo diferente se rechazaba o se asimilaba, se deglutía, se fagocitaba y se excretaba a imagen y semejanza de lo «nuestro». La multiculturalidad imaginada guarda «asimetrías» y «tratamiento diferencial» correspondientes a un constructo cultural «cuyas mitologías homogeneizadoras e igualitaristas prometían la neutralidad como espacio de apertura e integración a la comunidad imaginada, estuvo cargado previamente de mitos carentes de neutralidad alguna» (Guigou, 2010, p. 169; p. 166). Ese tratamiento diferencial, como muy bien explicó Andrews (2010), tiene consecuencias graves para los Otros -en el libro de Andrews los afro-descendientes- que ni se pueden reconocer porque el mito de la tolerancia uruguaya es demasiado fuerte. La idea de la homogeneidad uruguaya resulta de la invención de una nación blanca, cuya supuesta tolerancia se debe a la inmigración europea.

Debemos además señalar aquí que Uruguay, basándose en un perfil racial, legisló claramente que ciertos inmigrantes no deberían ser aceptados, practicando una verdadera ingeniería social. Nos explica Teresa Porzencaski al respecto:

Es importante hacer notar que el artículo 27 de [la] Ley de Fomento de la Inmigración, «prohíbe la inmigración de asiáticos y africanos y de los individuos conocidos con el nombre de zíngaros o bohemios.» Esta inexplicable interdicción es atenuada, sin embargo, por la Ley 3051 de 1906 que, interpretando este artículo, declaró no comprendidos en la prohibición a «los sirianos procedentes de la región del Líbano». Y un decreto posterior, de 1915, modificó esta disposición legal al establecer, en su artículo 3º, inciso F: «Se consideran inmigrantes de rechazo: los asiáticos y africanos que, a juicio de las autoridades de inmigración, sea conveniente su rechazo». (Porzecanski, 2011)

Si bien hubo aceptación del inmigrante -que era en su mayoría europeo-, se promovió total asimilación del diferente. Ese aspecto amnésico de la identidad uruguaya es para nosotras uno de los pivotes de la identidad uruguaya y un modus operandus que ha marcado a los uruguayos no sólo como integrantes de la nación sino como ciudadanos.

El uruguayo cree ser un pueblo excepcional, reflejado simbólicamente en los personajes históricos que han podido amasar, desde José Batlle y Ordóñez que les dio las mejores leyes sociales al Comienzos del siglo XX, hasta su actual presidente Mujica, que dona su salario íntegro a su partido y maneja un VW de los setenta. Incomparables y únicos presidentes de la nación uruguaya, visionarios como tantos otros de sus intelectuales: José Pedro Varela y su reforma educativa -su escuela gratis, laica y obligatoria los marcó a todos y a cada uno- y más cerca de nosotros, Eduardo Galeano, abriéndonos las venas para descubrir quiénes realmente éramos como latinoamericanos. Pero construir la propia identidad a partir de figuras ejemplares es tan controvertido como edificar la tolerancia desde una sociedad homogénea.

Es cierto que llegaron muchos emigrantes provenientes de distintas regiones europeas, pero en realidad no hubo en Uruguay multiculturalismo, como se entiende en países que han producido una legislación multicultural. De ahí que podamos hablar del «crisol de razas» uruguayo, porque nuestra política emigratoria fue absolutamente integracionista, rayana en racismo. El nuevo inmigrante debía aprender español como pudiera y hasta cambiar su nombre si ayudaba a asimilarse al homogéneo medio uruguayo. Si bien en Uruguay no se llegó al colmo argentino de imponer nombres «cristianos» a los recién llegados, se ejercía presión para que se españolizaran los nombres extranjeros de difícil pronunciación y de obvias raíces foráneas. Nunca se les había ocurrido que la aceptación de las diferencias de los Otros era parte del respeto a sus derechos humanos, y la piedra fundamental de una real y genuina tolerancia.

En Montevideo, si bien al comienzo existían clubes étnicos, como el Euskal Erría, estos actuaron más que nada como cámaras de de-compresión para facilitar la adaptación al medio uruguayo, promoviendo un ambiente cómodo y reconocible donde el nuevo inmigrante encontrara un trozo ancestral a partir del cual podía ir forjando su nueva identidad. Ya para mediados del siglo XX estos clubes habían, en su mayoría, desaparecido o quedado relegados a la vieja generación. Con raras excepciones, a la juventud montevideana nunca le interesaron sus raíces étnicas, eran «todos iguales». «Orientales, la patria o la tumba» era el lema de los patios escolares, nunca otra música que la rioplatense, nunca otras banderas o despliegues étnicos de otras culturas en los pasillos.

Uruguay no tuvo tampoco una gran población africana. Algunos llegaron a Uruguay escapando de la esclavitud a la que eran sometidos en las plantaciones brasileras, donde los portugueses habían importado una masiva población africana para cosechar la caña de azúcar. Los africanos nunca figuraron en el imaginario uruguayo antes de que Teresa Porzecanski los desenterrara en sus ensayos y novelas. [7] Haber tenido una niñera negra la había alertado de la presencia de otros grupos étnicos ocultos en el imbricado tejido social uruguayo.

Es más, el uruguayo creía con pasión que no era racista, porque en realidad no existían otras razas ni etnias ni en la nación ni visiblemente desafiando el espacio uruguayo del siglo XX. Esa repentina debilitación de la tolerancia previamente no analizada se encuentra en muchas sociedades con núcleos fuertes de auto- identificación étnica imposibles de mantener en las condiciones actuales de movilidad migratoria global. Tras la invención de una España homogénea como parte del largo proyecto nacionalista y su culminación en el franquismo, en los setenta y los ochenta los herederos de esta ilusoria homogeneidad tuvieron que enfrentarse a la realidad de un país receptor de inmigrantes. María Ángeles Cea d’Ancona (2004) traza la disminución de la tolerancia en España, la cual coincide con el crecimiento de la inmigración. Los españoles, como los uruguayos, se creen muy tolerantes, pero esa tolerancia como valor cívico es teórica y no sobrevive el encuentro con el Otro. El concepto de «comunidad imaginada» de Benedict Anderson (1983) es aquí muy relevante. La nacionalidad, como bien él lo expresa, es un «concepto socio-cultural», imaginada como una «comunidad porque, a pesar de las inequidades y explotación que existan dentro de ella, la nación siempre se concibe como una profunda y horizontal camaradería» (Anderson, 1983, pp.5-7). Las «camaraderías» como la uruguaya, con un fuerte componente de coherencia mono-cultural, nunca incluyen muy bien al Otro.

El origen étnico de la población uruguaya ni siquiera había sido integrado oficialmente en el formulario de los censos nacionales hasta que el Instituto Nacional de Estadística incluyó un «módulo de raza» en 1996-97 (Ver Bucheli y Cabella, 2006). La uruguaya es, como bien nos describió Germán Rama en su momento, «una sociedad hiperintegrada» (1987, p. 158) y ha ignorado al diferente a punto de ni siquiera estar consciente de su existencia. Ni siquiera se sabía que había Charrúas sobrevivientes. Se sabía que había comunidades étnicas aisladas en distintas partes del país porque consumíamos sus productos lácteos y que existía una población africana básicamente porque se la veía en el carnaval, pero nunca desafiaron con su presencia los lugares públicos, ni los privados, porque la mayoría blanca nunca les dio un espacio acogedor para que transitaran con confianza. Porque el uruguayo nunca fue tan tolerante como le gustó auto-definirse. Un sólo ejemplo personal de una de las autoras a modo de corroboración de la hipótesis de la insostenibilidad de la «tolerancia 1» como valor puramente social frente a un predominio de discursos étnicos de la identidad nacional. Toda mi generación familiar emigró a distintas partes del mundo, como si la dictadura hubiera sido una gran granada que nos hizo volar en direcciones impredecibles: a Buenos Aires; Santiago; Barcelona; París; Río de Janeiro; Brasilia; Washington DC; Miami; Bangkok; Sídney. La vieja generación se quedó relegada en Uruguay y todos hicimos el esfuerzo de visitarlos tan a menudo como nos permitieran las circunstancias.

En unas de mis visitas, uno de mis primos radicado en Río de Janeiro coincidió conmigo en Montevideo. Había venido a presentar a su flamante esposa, una profesora afro-brasilera que había conocido en aquel país. Mis padres los invitaron a cenar celebrando el reencuentro. Mi tía estaba ausente. No podía aceptar que mi primo se hubiera casado con «una negra» -textuales aunque sorprendentes políticamente incorrectas palabras- que «le iba a arruinar su carrera» y sus «perspectivas de ascenso». Con estas palabras había recibido a su nueva nuera.

¿De dónde procedían estos intolerantes comentarios? ¿Entonces los uruguayos no son racistas porque no tienen con quiénes serlo, pero situados en una posición de obligatoria «tolerancia» pueden darse el lujo de actuar con total falta de respeto al Otro y además con la impunidad de todo el grupo familiar? La complacencia uruguaya en torno a la tolerancia nos hace cuestionar su validez. Ya Hugo Achúgar nos había prevenido sobre esa «falsa tolerancia que encubre una raíz y una tradición de intolerancia» (Achúgar, 1992, p. 92), pero aún hoy se acicala esa falsa identidad «tolerante».

Australia tiene pensadores como Ghassan Hage (1998) que arguyen que el multiculturalismo está construido desde la supremacía blanca bajo la protección de una falsa tolerancia. Hage sostiene que aún dentro del multiculturalismo australiano hay una predominancia racista del anglosajón que impone sus valores al Otro, forjando así una sociedad eurocéntrica que solamente acepta a regañadientes al diferente. La tolerancia así entendida es una política que apoya y refuerza la fantasía blanca de control de la nación porque «son incapaces de promover estrategias que vayan más allá de la tolerancia» (Hage 1998, p. 96). [8]

Si bien hay aún algo de verdad en esta percepción, debemos admitir que el presente multiculturalismo -legislado- tiende a hacer más justas estas diferencias. A pesar de esta tendencia desde los setenta a legislar la tolerancia para proteger la diversidad, en los noventa con la elección del Primer Ministro Howard se fortificaron las posiciones racistas en las discusiones políticas en Australia con el efecto de afirmar una mono-cultura australiana y la necesidad de exclusión (Kuhn, 2009). Desde aquel tiempo, los sucesores de Howard -no todos de su propio partido político- han defendido esta definición exclusiva de la cultura australiana. En Australia en 2014 hubo un debate sobre la legislación contra discriminación racial. Los que apoyaron el cambio, entre ellos el Fiscal General George Brandis, proponen quitar de la sección 18C de la ley las acciones punibles de «ofender, insultar, humillar», mantener las penas por «intimidar», e introducir la palabra «vilipendiar». Las tornas cambian entre el multiculturalismo y el populismo electoral que complace a los defensores de la supremacía anglo-celta como base de la cultura australiana.

La autora uruguaya sufrió el racismo australiano en carne propia a su llegada a Australia y luego experimentó el cambio de actitudes después de las reformas legislativas hacia políticas multiculturales iniciados por otro gran hombre de estado, el Primer Ministro Gough Whitlam durante la primera mitad de los setenta. Dicen que «legislar es cambiar» y es cierto que la actitud de la población australiana hacia el inmigrante cambió dramáticamente desde entonces, ya sea en forma cosmética y por meras razones de temor punitivo o por una genuina concientización personal del racismo que antes imperaba.

En cambio, la autora australiana nació y se educó en la época de políticas multiculturales después de la abolición final de la política blanca australiana en 1973. A modo de testimonio, en su educación hacían referencia a las contribuciones de las oleadas inmigratorias de la posguerra, y empezaban a reconocer a los grupos recién llegados de vietnamitas, libaneses, y otros inmigrantes, entre ellos los latinoamericanos. Los antecedentes indígenas tanto culturales como genéticos de muchos australianos no se escondían por vergüenza como antes, y se rectificaron ciertas mentiras históricas de la supuesta extinción de diferentes grupos indígenas y la fantasía de un pasado colonial pacífico. Pero en el nuevo milenio, tras el atentado terrorista en los Estados Unidos en 2001 y, de mucha importancia en Australia, el atentado en Bali en 2002, ha renacido una intolerancia religiosa con un fuerte componente de racismo, que cataloga a determinados inmigrantes, sobre todo los árabes y otros musulmanes como amenaza radical a la identidad nacional. En 2013-2014 el Ministro de Educación conservador empujó una revisión del Plan de Estudios Nacional para poner más énfasis en la historia eurocéntrica y el pensamiento europeo en lugar de estudiar las culturas de Asia. Esto refleja una tendencia de la derecha a emplear definiciones étnicas de la comunidad australiana.

Es cierto que legislar no quiere decir gobernar, pero una buena legislación ayuda por lo menos a concientizar a la víctima y al victimario de sus derechos y obligaciones. En otras palabras, las leyes multiculturales impusieron la «tolerancia 2» de la que habla Murphy, desde el centro, garantizando así el respeto a los derechos humanos de los inmigrantes –aunque no de los refugiados que llegan por vía marítima y están excluidos de la categoría (y los derechos concomitantes) de inmigrantes a este país y encarcelados en islas cercanas en un ejemplo vergonzante de la erosión de los derechos humanos. A pesar de esta situación indigna y los debates actuales sobre la discriminación y el rol de los discursos eurocéntricos en la educación, por ahora el esqueleto de la tolerancia legislada en Australia es robusto, y los mismos políticos, si quieren cambiar las leyes para favorecer a la mayoría blanca, tienen que someterse a un debate sobre los derechos humanos y el pluralismo australiano.

Lamentablemente en Uruguay se carece de una legislación multicultural inclusiva, y quizá nunca la tendrán: Como hemos dicho Uruguay es una sociedad «hiperintegrada» a fuerza del carácter «amnésico» de su propia identidad. Todos se sienten uruguayos y no consideran necesario legislar para que haya más justicia social ni más derechos humanos para ninguna minoría, porque ante los ojos uruguayos esas minorías no existen.

Tolerancia y amnistía

La larga tradición democrática uruguaya ciertamente consolidó este aspecto de identidad nacional, esa identidad «tolerante» que fue altamente dañada durante los recientes años de dictadura en Uruguay. La nueva democracia se inició con el tácito acuerdo de total impunidad para vencidos y vencedores a través de la Ley de Pacificación Nacional de 1985, que perdonaba y dejaba libres a los prisioneros políticos que no hubieran cometido delitos de sangre. Esta ley fue ampliada poco más tarde con la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado (1986) que otorgaba total amnistía al cuerpo militar y agencias de seguridad involucradas en la represión. Mediante esta ley, el gobierno estableció la caducidad del «ejercicio de la pretensión punitiva del Estado respecto de los delitos cometidos hasta el 1º de marzo de 1985 por funcionarios militares y policiales, equiparados y asimilados por móviles políticos o en ocasión del cumplimiento de sus funciones y en ocasión de acciones ordenadas por los mandos que actuaron durante el período de facto». Era en cierto modo un «pacto de paz» para re-edificar una sociedad corroída hasta sus raíces durante un proceso excesivo e injusto que había durado más de una década (1973-1985).

Mucho se ha escrito en Uruguay sobre el tema de la pervivencia de la impunidad, desde una perspectiva que opone memoria a olvido. Aquí no deseamos hablar ni de olvido, ni de memoria, porque estos conceptos no están ligados al proceso de judicialización de la política sino al trauma o indiferencia de los ciudadanos afectados o no por ese proceso. Las víctimas y las personas solidarias con este grupo son los que reclaman memoria, entendidas desde un mero reconocimiento del dolor sufrido hasta un juicio legal y/o una restitución de diferente índole. «Posicionalidad, localización y memoria son, entonces, los centros del debate político e intelectual de este final de siglo» nos recuerda sabiamente Achúgar (1998). Depende precisamente de nuestras circunstancias históricas, sociales y culturales cómo vivimos estos procesos.

La Ley de Caducidad -conocida también por la ley de «impunidad» o de «amnistía»- cerró el broche a cualquier reclamo de justicia de parte de las víctimas del sistema y fomentó una cultura de impunidad y olvido y de forzada tolerancia muy antitética al respeto a los derechos humanos. Tanto la dictadura como esta ley de forzada amnistía estaban infringiendo dos de los principales artículos de la Declaración de DDHH:

Artículo 2. Toda persona tiene los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición.

Artículo 8. Toda persona tiene derecho a un recurso efectivo, ante los tribunales nacionales competentes, que la ampare contra actos que violen sus derechos fundamentales reconocidos por la constitución o por la ley (Asamblea General de las Naciones Unidas, 1948).

La decisión de pasar una ley que garantizara la impunidad fue opuesta por muchos pero defendida por la mayoría en dos referendos constitucionales que se realizaron en los años 1989 y 2009. Los resultados, arrojados con 20 años de separación, fueron casi idénticos (vencido por 43% en 1989 y por 47% en 2009). La confirmación de esta opinión pública puso en evidencia la preferencia de los ciudadanos por «tolerar» la injusticia y dejar impune a aquellos intolerables que habían infringido los derechos humanos de otros ciudadanos.

Esta decisión popular de mantener la amnistía, parecía, desde una perspectiva lejana, totalmente opuesta al espíritu altamente democrático que demostró el pueblo uruguayo a través de su historia política, por lo que en ambas ocasiones se investigaron los motivos que había detrás de estos resultados, entrevistando a miembros de la comunidad votante (Valverde & Humphrey, «Entrevistas 1989 y 2009»). Curiosamente, si bien en 1989, la mayoría de los entrevistados que habían votado por mantener esta ley aludían al temor de un retorno de la dictadura; a una cautelosa decisión de abrir heridas recientes que pudieran alienar el funcionamiento de esta nueva democracia; a enfocarse en el futuro, no en el pasado, desde donde se pudiera construir un nuevo Uruguay, los entrevistados después del referéndum del 2009 argüían razones diferentes.

La primera explicación de los adultos mayores -de más de 50 años de edad- fue que «el pueblo ya había decido antes» (en el referéndum de 1989); que «los culpables principales ya estaban presos» -refiriéndose especialmente a los juicios y ajusticiamientos iniciados por Tabaré Vázquez en 2006, aprovechando un vacío legal, a militares y policías responsables del asesinato de activistas. Entre ellos figuraban Gregorio Álvarez -Comandante en Jefe en 1978-79 y presidente del gobierno militar entre los años 1981-85-. En términos generales, la opinión de este grupo era que ya era hora de mirar hacia el futuro, porque los uruguayos eran muy «tolerantes» y podían perdonar y aceptar los cambios políticos: «Si hasta ya tenemos un presidente Tupamaro, ¿qué más podemos pedir?» – refiriéndose a la elección a presidente de José Mujica ese mismo año (Valverde & Humphrey, «Entrevistas 1989 y 2009»).

Por otro lado, los adultos más jóvenes -menores de 50-, no la tenían tan clara. Entendían que muchos habían optado por perpetuar la ley de amnistía porque no querían desenterrar y perdurar los errores de sus padres. Otros opinaban que la campaña de este nuevo referéndum no había sido eficaz, muchos no sabían por qué estaban votando y la mayoría encontraba difícil determinar cuál era la mejor opción para los uruguayos después de todo lo ocurrido en la última década.

Debemos recordar aquí el impacto que tuvo la dictadura en los procesos reflexivos de la comunidad uruguaya. Recordemos cómo las primeras facultades que fueron cerradas por los militares fueron las «pensantes» -sicología, sociología, filosofía, letras-. El régimen había castrado la capacidad de muchos jóvenes de pensar libre y críticamente, hecho que corrobora muy bien Mario Handler en su película Decile a Mario que no vuelva cuando uno de sus entrevistados recuerda el adoctrinamiento que sufrieron los estudiantes en esa época. En 1975, celebrando el Año Nacional de la Orientalidad, nos describe cómo se forzaba a los niños a escribir y cantar todos los días «esa maldita mierda»: «Soy Oriental y orgulloso de mi patria yo estoy». Ese mismo hombre reflexiona, en forma conmovedora, sobre lo que representó para él ser educado en esa década:

Nos destrozaron la vida. Mi generación: la mutilaron. Yo a veces miro la posibilidad que tuvieron mis padres de educarse en un país libre, con aquella educación enciclopédica que tenían en que podían pensar, y todos los esfuerzos que yo hoy tengo que hacer para poder pensar, las categorías de mierda que tengo instaladas dentro. […] en realidad nos mutilaron el pensamiento, la libertad de este país. Este país no crece y nuestra generación no crece de alguna manera porque está mutilada. (Handler, 2007)

Handler declara que ese «film es un intento de reconciliación o de convivencia. Es también una búsqueda de verdad o de verdades y quizás una reconstrucción del alma de la sociedad y de mi alma». Y este es un importante punto para nuestro argumento. Si es cierto que el uruguayo necesitaba reconciliarse consigo mismo y reconstruir el alma de su sociedad y de sí mismo, quizá sea también verdad que durante la dictadura el uruguayo perdió la capacidad de discernir entre lo justo y lo injusto, entre lo éticamente correcto e incorrecto. ¿Quizá se perdió la capacidad de respetar los derechos humanos de otros? ¿Esa malentendida capacidad de tolerancia quizá?

Reflexionemos sobre el Artículo 26 de la Declaración Universal de Derechos Humanos:

Toda persona tiene derecho a la educación… La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana y el fortalecimiento del respeto a los derechos humanos y a las libertades fundamentales; favorecerá la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y todos los grupos étnicos o religiosos promoverá el desarrollo de las actividades de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz.

Entonces, si la tolerancia uruguaya estaba basada en la premisa de que era una «sociedad hiperintegrada» (Rama, 1987) y la dictadura no sólo rompió la armonía política -único punto real de discrepancia ciudadana, dado que la religión y la etnicidad como hemos dicho, nunca constituyeron un problema- sino que no fomentó esa tolerancia en la educación, no es para nada sorprendente que los ciudadanos uruguayos hayan votado por mantener el status quo en cada uno de los referendos.

El pueblo uruguayo aceptó perpetuar la Ley de Amnistía, a pesar de que estaba fuera de los parámetros que demandaban las organizaciones internacionales, como el Tribunal Interamericano de Derechos Humanos. ¿Era este el resultado de una pérdida de la capacidad de reflexión racional impuesta por diez años de autoritarismo? ¿O el resultado de una educación carente de principios éticos que ayudaran a reconstruir la democracia? ¿O acaso podemos considerarlo un ejemplo de lo que Marcuse llamaría «tolerancia represiva», una demostración de «la tiranía de la mayoría»?

Marcuse argumenta que la sociedad liberal está basada en una forma de dominación tan sutil que la mayoría la acepta sin cuestionamiento, porque está apoyada en un modelo falso de tolerancia. Esa tolerancia «se extiende a las políticas del estado, condiciones y modos de comportamiento que no deberían ser tolerados porque están impidiendo, si no destruyendo, la oportunidad de crear una existencia sin miedo ni miseria» (Marcuse, 1965, p. 82). [9] Y si Marcuse está acertado en su diagnóstico ciertamente que esa tácita disyunción entre tolerancia y derechos humanos quedó evidente en esa demostración de «la tiranía de la mayoría» uruguaya.

Las amnistías cumplen un papel fundamental en las nuevas democracias provenientes de regímenes violentos, creando un espacio dentro del proceso de Justicia Transicional para pacificar una sociedad aún en duelo con su pasado. No obstante, hacemos hincapié junto con Marcuse al sentimiento de que la tolerancia impuesta desde arriba, puede muchas veces llevar a excesos que perviertan los procesos de justicia de una sociedad que ha pasado por un período de terrorismo de estado, convirtiéndose en una trampa que perpetúe el estado de impunidad y obstaculice el proceso de restablecimiento de los derechos humanos como ocurrió en España por tantas décadas.

Popper (1945) ya nos ha hablado de la paradoja de la tolerancia, cuando ciertas creencias o posiciones ideológicas resultan intolerables hasta para los más tolerantes. Los tolerantes entonces se vuelven intolerantes de la intolerancia y esto, aunque paradójico, es la parte más vital de la democracia liberal y la base de una sociedad abierta, libre de todo tipo de totalitarismo. No podemos permitir que los intolerantes rijan porque estaremos arriesgando que ellos terminen con los tolerantes e impongan sus ideas reaccionarias. Popper aconseja claramente que no toleremos a los intolerantes y escribía en medio de la Segunda Guerra Mundial.

Lo interesante de los procesos de Justicia Transicional es que no se desarrollan todos al mismo paso ni de la misma manera. Cada país opta por procesos diferentes. A Uruguay le tocaron dos largas décadas de amnistía, vetada finalmente por el Parlamento, institución que siempre había tenido esa capacidad de veto pero que, ya sea por respetar o usar la opinión pública, había optado por no actuar. En esta decisión Uruguay encuentra la paradoja de la tolerancia de nuevo; la tolerancia no protege los intereses de todos, porque los intereses de ciertos grupos son fundamentalmente opresivos en sus consecuencias y violan los derechos humanos de otros. Como explica Lasse Thomassen (2006), la tolerancia es una negociación política, no universal, y por lo tanto admite siempre la renegociación. Este proceso de negociación debe, al mismo tiempo, legislar desde el centro para mantener los límites de la tolerancia, reconocer la posición de los tolerados en esta relación desigual, y fomentar el debate público para evitar la construcción de ilusiones de leyes universales que tiñen al gobierno y otros grupos poderosos de derecho moral absoluto. Decimos, en el caso uruguayo, que el gobierno usó la opinión pública porque sabemos que esa amnistía se pactó entre la dictadura y los Tupamaros y existía cierto compromiso militar -recordemos que hablamos del Ejército de Liberación Nacional, con pautas y parámetros paralelos a las instituciones bélicas nacionales- entre ambos bandos (Sanguinetti, 2012, pp. 207-14).

Ahora que la amnistía ha finalmente caducado, es el momento de recapitular sobre los derechos humanos y de fortalecer esa «tolerancia» uruguaya que siempre tuvo raíces dudosas. Porque ¿con qué construimos una verdadera democracia si la tolerancia no brinda justicia al Otro? ¿Y cómo navegaremos las aguas del multiculturalismo internacional, que ya está llegando a Uruguay desde los Andes? El multiculturalismo es inevitable, nos guste o no, es parte de los procesos globalizantes: los países «hiperintegrados», si eran en algún momento sostenibles, aunque fuera solamente en la imaginación popular, ya no lo son. Es más, ahora se habla de transnacionalismo, dado que las fronteras culturales se están paulatinamente desintegrando y nadie puede ya defender la idea de homogeneidad cultural (Eriksen, 1997) ni sacralizar la «tolerancia»:

No fue hasta las crisis socioeconómicas y políticas de los años sesenta y setenta, que produjeron 12 años de gobierno autoritario burocrático, que los reclamos de nacionalismo homogeneizante cosmopolita y reclamos de excepcionalidad [uruguaya], perdieron credibilidad… La cohesión social se busca cada vez más en la diversidad etno-cultural, y las regionalizaciones supra-nacionales cuestionan los viejos estereotipos de «yo» y «otro» y su construcción histórica. (Hentschke, 2012, p. 763) [10]

De la misma forma en que no fue un camino productivo forzar el recurso amnésico en la invención de las narrativas fundacionistas de la república uruguaya, ni en la construcción de las nuevas identidades inmigratorias, tampoco es una sabia receta jurídica ampararse en hábitos amnésicos para resolver las recientes infracciones a los derechos humanos. Todas las minorías deben ser respetadas en una democracia verdaderamente liberal, incluso la de las víctimas de la violencia de estado. La tolerancia que se basa en la asimilación a una comunidad cultural única y no en la participación colectiva en un proyecto democrático común que reconozca los derechos humanos de todos no es más que una ilusión que complace a los miembros de los grupos mayoritarios mientras mantiene la invisibilidad de la diferencia y la diversidad de los habitantes de nuestras sociedades plurales.

Referencias

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Notas

[1] Este artículo forma parte de un proyecto teórico con enfoque interdisciplinario de investigación de la movilidad transnacional y el encuentro intercultural, asociado al grupo de investigación Modes of Communication de Macquarie University, con aportes adicionales del trabajo empírico-sociológico de A/ Prof. Valverde sobre la sociedad uruguaya contemporánea.
[4] They invented a foundation narrative that made José Artigas a protagonist of independence; converted Amerindians into extinct ancestors; represented European immigrants as dynamic elements who, rightly mixed, would form a new ethnic group and help the cosmopolitan lettered city to civilise the gaucho; and taught children that hard work and education held the key to prosperity. (Todas las traducciones son de las autoras.)
[5] The rebirth of Artígas coincided with the cathartic reburying of the country’s Amerindian population and the imagination of a racially homogeneous community. The alleged absence of an ‘Indian problem’, together with political stability and socio-economic prosperity, seemed to justify Batllista Uruguay’s self-portrayal as ‘Latin America’s Switzerland’…. The critical event in the creation of what Gustavo Verdesio calls an ‘amnesic nation’ was an officially sanctioned genocide in the hour of birth of the republic: Rivera’s army had exterminated the last survivors of the Charrúas in an ambush in 1831. Post-1870 nation-builders considered semi-nomadic and unruly gauchos the inheritors of indigenous barbarism and therefore an obstacle to modernisation, leaving their elimination as a social group through the redemptive power of education and the colonisation of rural areas with immigrants as the only solution (Hentschke, 2012, p. 748).
[6] A rhetorical device employed to create the very thing it was meant to describe.
[7] Ver especialmente su ensayo Historias de vida: negros en el Uruguay publicado con Beatriz Santos (Montevideo, Editorial Eppal, 1994) y su novela Perfumes de Cartago (Montevideo, Trilce, abril de 1994).
[8] Unable to foster strategies aimed at going beyond tolerance.
[9] Tolerance is extended to policies, conditions, and modes of behavior which should not be tolerated because they are impeding, if not destroying, the chances of creating an existence without fear and misery.
[10] It was only with Uruguay’s socio-economic and political crises of the 1960s and early 1970s, producing 12 years of bureaucratic-authoritarian rule, that homogenising cosmopolitan nationalism and exceptionalist claims lost credibility. …Societal cohesion is increasingly sought in ethno-cultural diversity, and supranational regionalisation questions the old stereotypes of ‘self’ and ‘other’ and their historical construction.

Notas de autor

[2] Doctora en Estudios Latinoamericanos, University of New South Wales, Australia. Profesora asociada honoraria, The University of Sydney/Profesora Emérita, Macquarie University.
[3] Doctora en Estudios Internacionales, Macquarie University, Australia. Profesora-investigadora, Macquarie University.
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