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El pensamiento y su lugar: consideraciones epistemológicas en torno al punto de vista feminista y el pensamiento fronterizo [1]
Thinking and its place. Epistemological considerations on feminist points of view and border thinking
O pensamento e o seu lugar: considerações epistemológicas em torno do ponto de vista feminista e o pensamento fronterizo
El pensamiento y su lugar: consideraciones epistemológicas en torno al punto de vista feminista y el pensamiento fronterizo [1]
Tabula Rasa, núm. 27, 2017
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 05 Septiembre 2016
Aprobación: 03 Marzo 2017
Resumen: En las ciencias modernas, el vínculo entre lugar y conocimiento representa un problema epistemológico descuidado. En contra de esa negligencia, los estudios feministas y postcoloniales advierten las múltiples maneras en que el lugar influye en la producción de conocimiento. Sus propias concepciones, sin embargo, se distinguen en aspectos cruciales. Estos no sólo conciernen el respectivo énfasis temático, sino también el modo en que el vínculo entre lugar y conocimiento es conceptualizado. En el artículo queremos mostrar esas diferencias en dos de las vertientes más prominentes dentro de los estudios feministas y postcoloniales: la teoría del punto de vista feminista y el pensamiento fronterizo de Walter Mignolo. Nuestro objetivo es evidenciar que el punto de vista feminista enfatiza el carácter mediado de toda producción de conocimiento, mientras que el pensamiento fronterizo afirma un vínculo más directo entre lugar y pensamiento, que termina de circunscribir el conocimiento a su lugar de origen.
Palabras clave: punto de vista feminista, pensamiento fronterizo, determinismo epistemológico.
Abstract: In modern science, the link between place and knowledge appear to be neglected as an epistemological issue. Contrary to that negligence, feminist and postcolonial studies bring to the table the manifold ways how place influences knowledge production. However, their ideas differ in crucial aspects. Those aspects do not only relate to their corresponding thematic emphasis, but also to how we conceive the link between place and knowledge. This article intends to show those differences in two of the most prominent strands within feminist and postcolonial studies —the feminist standpoint theory and Walter Mignolo’s border thinking. We aim to show the feminist standpoint stresses the mediated nature of any knowledge production, whereas border thinking argues there is a more direct link between place and thinking that ends up confining knowledge to its birthplace.
Keywords: feminist standpoint, border thinking, epistemological determinism.
Resumo: Nas ciências modernas, o vínculo entre lugar e conhecimento representa um problema epistemológico negligenciado. Contra essa negligência, os estudos feministas e póscoloniais chamam a atenção para as múltiplas maneiras pelas quais um lugar influencia a produção de conhecimento. Suas próprias concepções, no entanto, se diferenciam em aspectos cruciais. Esses aspectos não somente concernem às respectivas ênfases temáticas, como também ao modo em que o vínculo entre lugar e conhecimento é conceitualizado. O presente artigo busca mostrar essas diferenças em duas das mais proeminentes vertentes dos estudos feministas e pós-coloniais: a teoria do ponto de vista feminino e do pensamento fronteiriço de Walter Mignolo. Nosso objetivo é evidenciar que o ponto de vista feminista enfatiza o caráter mediado de toda produção de conhecimento, enquanto o pensamento fronteiriço afirma um vínculo mais direto entre lugar e pensamento que, por sua vez, termina por circunscrever o conhecimento ao seu lugar de origem.
Palavras-chave: ponto de vista feminista, pensamento fronteiriço, determinismo epistemológico.
Introducción
Desde su inicio, la filosofía y las ciencias modernas han sido marcadas por el paradigma cartesiano del ego cogito. Según Descartes, la división entre razón y cuerpo permite comprender el proceso de conocimiento como un acto mental y auto-consciente, separado de toda materialidad (Dussel, 2008,). No sorprende, por lo tanto, que las indagaciones epistemológicas se hayan ocupado más de los problemas de validación del conocimiento que de los sujetos cognoscentes realmente existentes y el respectivo lugar desde el cual emprenden la producción de conocimiento (Harding, 1986; Kim, 1994). De esta manera, y a pesar de ciertas excepciones de parte del marxismo anti-positivista, la sociología del conocimiento, el pragmatismo filosófico y la epistemología naturalizada, el vínculo entre lugar y conocimiento solía representar un problema descuidado dentro de la filosofía y las ciencias modernas (Wallerstein, 1996).
Este descuido prevaleció básicamente hasta la segunda mitad del siglo veinte, momento en que las cuestiones del espacio empezaron a recibir una atención más amplia y sistemática. Sin embargo, una verdadera recuperación de esta noción no se dio sino hasta el llamado giro espacial iniciado en los años 1970 por la geografía radical (Soja, 1990; Warf & Arias, 2008). En ese contexto, la revaloración del espacio mostró su respectiva importancia no sólo en cuanto a la (re)producción de la vida social, sino también con respecto a la producción de conocimiento sobre esta última. En el ámbito de la epistemología, esa recuperación a su vez coincidió con un giro de la soberanía epistémica hacia lo social, es decir, un desplazamiento del enfoque analítico hacia las premisas sociales de la producción, validación y difusión de conocimiento (Nunes, 2014). De este modo, ambos «giros» contribuyeron a comprender el espacio como un problema explícitamente epistemológico, poniendo el enfoque analítico en la situacionalidad de los sujetos cognoscentes y su producción de conocimiento.
Los aportes que han contribuido a esta empresa provienen de perspectivas tan variadas como el pragmatismo filosófico, la historia y sociología de la ciencia, así como los estudios feministas y postcoloniales. Entre estas perspectivas, son las últimas dos vertientes que de modo más sistemático han examinado el vínculo entre pensamiento y lugar. Este interés no es del todo casual, ya que apunta a una preocupación compartida: la supuesta neutralidad del conocimiento científico, que separa de manera artificial el sujeto cognoscente de su respectivo «objeto», para asignar al discurso científico un estatus objetivo y universal. Como afirman los estudios feministas y postcoloniales, esta objetividad y universalidad que se sostiene desde un no-lugar, sin embargo, no puede ser más que un mito que implica un acto de dominación: oculta o reprime otras formas de conocimiento que pueden ser negadas o caracterizadas como particulares o subjetivas. Se trata de una perspectiva definida como god-trick (Haraway, 1988) o hybris del punto cero (Castro-Gómez, 2007). Su premisa epistemológica es una «mirada de Dios», es decir, una mirada omnisciente que puede ver todo sin ser visto:
por eso hablamos de la hybris, del pecado de la desmesura. Cuando los mortales quieren ser como los dioses, pero sin tener capacidad de serlo, incurren en el pecado de la hybris, y esto es, más o menos, lo que ocurre con la ciencia occidental de la modernidad. (Castro-Gómez, 2007, p. 83)
En contra de esta hybris o mirada de Dios, los estudios postcoloniales y feministas se han esforzado en señalar la imposibilidad de un conocimiento no-situado: al respecto, centran sus investigaciones tanto en el sujeto cognoscente realmente existente –y por lo tanto en su sexo, su clase y su «raza»– como en los lugares y situaciones en donde se realiza la producción de conocimiento –y por lo tanto en sus relaciones, instituciones y estructuras sociales–. De esta manera, han logrado evidenciar que detrás de la presunta no-situacionalidad y no-corporeidad del conocimiento científico suele esconderse no la mirada de Dios, sino del hombre blanco, occidental y colonizador. Esta deconstrucción del sujeto cognoscente cuasi-divino y su terrenalización y corporización a su vez ha socavado las bases sobre las que suelen sostenerse la objetividad y universalidad del conocimiento científico: mientras que las posiciones feministas ponen el enfoque en la crítica del carácter androcéntrico de las ciencias, los estudios postcoloniales dan cuenta del eurocentrismo como forma predominante de la producción y validación del conocimiento científico. Así, ambas perspectivas advierten que el conocimiento supuestamente objetivo y universal es siempre un conocimiento objetivado y universalizado, es decir, un conocimiento producido por sujetos dentro y desde ciertos lugares.
Los estudios feministas y postcoloniales comparten entonces un destacado interés en vincular el pensamiento con su lugar. A pesar de su punto de partida común –la crítica a la supuesta neutralidad y universalidad del conocimiento científico–, sin embargo, las respectivas concepciones teóricas se distinguen en aspectos cruciales. Estas diferencias no conciernen sólo a los distintos ejes temáticos, sino también al modo en que el vínculo entre lugar y pensamiento es conceptualizado. En lo que sigue, queremos mostrar esas diferencias en dos de las vertientes más prominentes dentro de los estudios feministas y postcoloniales: la teoría del punto de vista feminista y el pensamiento fronterizo de Walter Mignolo. Nuestro objetivo es dar cuenta de la manera en que cada una de estas perspectivas conceptualiza el vínculo entre lugar y pensamiento, para poder comparar sus respectivas premisas epistemológicas. Nuestra hipótesis es que la teoría del punto de vista feminista enfatiza el carácter mediado de la producción de conocimiento, mientras que el pensamiento fronterizo afirma un vínculo más directo entre lugar y pensamiento. De este modo, el pensamiento fronterizo suele caer en un determinismo epistemológico que circunscribe todo conocimiento a su lugar de origen. Para desarrollar este argumento, vamos a esbozar primero de qué manera el punto de vista y el pensamiento fronterizo conceptualizan el vínculo entre lugar y pensamiento (apartados 2 y 3), para comparar sus respectivas premisas epistemológicas (apartado 4). Con base en esta comparación, vamos a mostrar finalmente el sesgo determinista del pensamiento fronterizo (apartado 5), analizando la manera en que Mignolo caracteriza el pensamiento occidental.
La teoría del punto de vista feminista
En su ingreso a la universidad, los estudios feministas empezaron a investigar la dimensión del género en las prácticas científicas y la producción de conocimiento en general. El motivo de esta empresa desarrollada a partir de los años 1970 era criticar la presunta neutralidad del quehacer científico, que en realidad ocultaba el hecho de que las ciencias –humanas, sociales y naturales– son hechas por y para el hombre, desestimando las experiencias y el pensamiento femenino. Las respectivas investigaciones se centraron sobre todo en un análisis pormenorizado del sujeto cognoscente realmente existente. Detrás de esta empresa se encontraba el supuesto de que la posición social de éste –en forma de su género, su clase o su «raza»– influye de manera significativa en la producción y validación del conocimiento científico. Los estudios feministas apuntaron así a deconstruir lo que fue criticado como modelo atomístico del sujeto cognoscente, que facilitaba a su vez una concepción atópica y acorporal de la producción de conocimiento. Para contrarrestar esa concepción, las respectivas investigaciones indagaron en las implicancias epistémicas del género y las consecuencias científicas de una racionalidad masculina que se viste como neutral y universal (Smith, 1974; Code, 1981; Harding, 1982, 1986), una línea de investigación que se dio bajo el nombre de los conocimientos situados.
De esta manera, la mayoría de las vertientes feministas coincidieron en afirmar la situacionalidad de toda producción de conocimiento. Sin embargo, no había consenso acerca de las conclusiones epistémicas que de este vínculo entre lugar y pensamiento habría que sacar. Una de las vertientes más prominentes y discutidas que se ha ocupado de estos problemas es la llamada teoría del punto de vista feminista. Más que de una teoría en sentido estricto, se trata de diferentes posturas epistemológicas que reivindican no sólo que todo conocimiento está situado en un contexto social, sino que ciertas posiciones dentro de ese contexto permiten generar un conocimiento más adecuado y objetivo de la respectiva estructura y las relaciones sociales. Esta afirmación se deriva de las respectivas investigaciones sobre el carácter androcéntrico y sexista de las ciencias (Harding, 1986), evidenciando que la posición dominante de los hombres en la vida social y académica no sólo genera una comprensión parcial, sino también tergiversada y pervertida de las relaciones sociales. De ahí era sólo un paso para afirmar que la posición sometida de las mujeres y sus experiencias de opresión contienen la posibilidad de una comprensión más completa y menos distorsionada de la realidad social.
A partir de esa constatación de un privilegio epistémico adscrito a la posición social de las mujeres, algunas feministas empezaron a optar por una metodología que más tarde fue designada por Sandra Harding (1991) como pensar desde las vidas de las mujeres (thinking from women’s lives). Ese procedimiento fue teorizado sobre todo con base en la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo y el consiguiente razonamiento de Karl Marx y Georg Lukács sobre el punto de vista del proletariado. A diferencia de estos últimos, sin embargo, el punto de partida de los análisis feministas no era la explotación del trabajo asalariado –concebido por Marx y Lukács en términos masculinos–, sino la explotación y opresión de las mujeres, que no sólo y no necesariamente pasaba por la relación entre trabajo asalariado y capital. De esta manera, y dentro de las diferentes disciplinas de las ciencias naturales, humanas y sociales, las investigaciones en torno al punto de vista feminista tomaron en cuenta las prácticas y experiencias de las mujeres, para elaborar a partir de ahí una comprensión alternativa del mundo social. Dorothy Smith (1974, 1978), por ejemplo, sostenía una posición privilegiada de las mujeres en el campo de la sociología basada en una «consciencia bifurcada», que facilitaba a las mujeres criticar el androcentrismo sociológico a partir de sus propias experiencias en la vida cotidiana. También la contribución de Nancy Hartsock (1983, 2004) a la teoría del punto de vista reivindicaba las experiencias de las mujeres como punto de partida para una crítica a las instituciones y prácticas del patriarcado capitalista. Igual que Smith, Hartsock puso el enfoque en la división sexual del trabajo para teorizar un privilegio epistémico del punto de vista feminista con base en las actividades de las mujeres en cuanto a la subsistencia y como madres. Una propuesta similar se encuentra también en el trabajo de Hillary Rose (1983), quien –en sintonía con Smith– sostiene un privilegio epistémico de las mujeres por su doble experiencia como científicas y como trabajadoras domésticas.
A pesar de ciertas diferencias en la fundamentación del privilegio epistémico de las mujeres oprimidas (Harding, 1986; Longino, 1993), los primeros aportes a la teoría del punto de vista feminista se caracterizaban entonces por una orientación materialista que buscaba fundamentar el privilegio epistémico en la actividad práctica y la vida material. En ese sentido, tanto Smith como Hartsock y Rose ponían el foco en la división sexual del trabajo que asigna a las mujeres una posición subordinada en la estructura social, pero que les da también acceso a ciertas experiencias que posibilitan –por lo menos de manera potencial– contrarrestar la perspectiva perversa de las instituciones dominantes, y elaborar un conocimiento menos tergiversado y más completo de la realidad social. Otra característica en común es que todas estas versiones conciben al punto de vista feminista como un logro (achievement) o una perspectiva comprometida (engaged vision). Con ello, niegan que un punto de vista sea el resultado automático de una determinada posición dentro de la estructura social, un enfoque que termina de identificar el pensamiento con su respectivo lugar social. Al contrario, un punto de vista no implica un vínculo directo entre posición social y posición epistémica, sino que afirma el carácter mediado de esta última: «experiencias, prácticas sociales, valores sociales y los modos en que la percepción y producción de conocimiento son socialmente organizados, fueron considerados como mediar y facilitar la transición y transformación de una posición localizada en conocimiento» (Stoetzler & Yuval-Davis, 2002, p. 316).
La insistencia en el carácter «mediado» o «logrado» del punto de vista feminista servía a sus representantes para distanciarse de aquellas concepciones que afirmaban un privilegio epistémico de las mujeres sólo por su respectiva posición social (Hartsock, 1997). Más bien, el punto de vista feminista fue conceptualizado como un proyecto, resultado de una intervención activa y consciente en por lo menos tres sentidos interrelacionados entre sí. Primero, un punto de vista era considerado como resultado de las luchas feministas, que no sólo ponían en evidencia la naturaleza sistemática de la represión patriarcal, sino que también proveían a las feministas con experiencias y conocimientos inaccesibles afuera de la resistencia y la concientización activas. Para obtener una mejor percepción del mundo social, era indispensable comprometerse de manera política, lo cual incluía también el ámbito académico: «compromiso político en vez de neutralidad imparcial era necesario para obtener acceso a los medios que permiten realizar este tipo de investigaciones –la formación para la investigación, empleos en instituciones de investigación, financiación para investigaciones y publicaciones» (Harding, 2004b, p. 6). Sin embargo, el punto de vista no sólo se percibió como resultado de esas luchas políticas, sino también como su instrumento, porque el conocimiento adquirido de esta manera se podía aplicar de nuevo para inspirar y sustentar las luchas políticas mismas, sea para justificar los reclamos por un salario igual, la necesidad de protección legal o un trato diferenciado en asuntos de salud (Harding, 2004a).
En ese sentido, la lucha política fue conceptualizada como parte del método de investigación de una teoría del punto de vista feminista. En segundo lugar, eso llevó a sus representantes a valorar el papel de la consciencia y la reflexión críticas: éstas últimas eran consideradas como condición imprescindible para evaluar la respectiva posición social y las implicancias epistémicas que de ahí derivan. Es decir, las ventajas epistémicas de un punto de vista feminista no eran consideradas como el resultado directo de la posición social de las mujeres, sino como consecuencia de una reflexión crítica de sus experiencias y prácticas. No bastaba por lo tanto retratar las narrativas de las mujeres sobre sus propias experiencias, y todavía menos identificarse con sus respectivas posiciones, sino que era necesario evaluar de qué manera esas percepciones podrían aportar para una mejor comprensión del mundo social. Ese enfoque fue denominado por Harding (2004a) como estudiar hacia arriba (studying up), para distanciar la teoría del punto de vista de aquellos estudios que se limitaban a reproducir de manera etnográfica la realidad social de las mujeres. Detrás de ese énfasis en la reflexión crítica estaba finalmente la convicción de que la posición de las mujeres oprimidas no era «inocente», dado que estas últimas a menudo compartían las perspectivas distorsionadas de los grupos dominantes (Haraway, 1988; Harding, 1992, 2004a).
Con ello, la posición social de las mujeres no podía ser considerada automáticamente como base de un conocimiento mejor o confiable. Y esto convertía la reflexión crítica en la conditio sino qua non del privilegio epistémico vinculado al punto de vista feminista. Junto a este énfasis en las luchas y el rechazo a una romantización de las experiencias de las mujeres, el tercer aspecto enfatizado por las feministas finalmente era su carácter colectivo. Si un punto de vista feminista era adquirido a través de las luchas y la reflexión crítica, no podía ser más que una empresa y una postura colectivas. Esta condición colectiva refiere también al privilegio epistémico, considerado no tanto como un logro epistémico de forma individual, sino como resultado de una conciencia crítica generada de manera colectiva (Harding, 2004a; Intemann, 2010). Si bien es cierto que el énfasis en el carácter colectivo del punto de vista feminista era reconocido de manera general, no lo eran las distintas implicancias epistemológicas que de ahí se derivan. Uno de los temas más discutidos era cómo determinar ese carácter colectivo, a menudo relacionado con las nociones de «grupo» o «comunidad». Al respecto, las distintas perspectivas conceptualizaban estos términos en relación con una posición compartida en la estructura social, vinculado a la reivindicación común de una identidad colectiva, como consecuencia de un esfuerzo organizativo de establecer ciertas formas de organización política, o entendido como una red social (Stoetzler & Yuval-Davis, 2002).
En resumidas cuentas, el punto de vista feminista era considerado como un proyecto o un logro, mediado tanto por el análisis científico, la reflexión crítica, así como por la lucha política. De antemano, esta concepción debilitaba aquellas críticas que –desde una perspectiva postmoderna– atribuyeron al punto de vista feminista una comprensión esencialista de las categorías sociales y sus repercusiones en la producción de conocimiento (Wylie, 2003). Sin invalidar del todo su respectivo valor analítico, los reclamos del feminismo postmoderno y su deconstrucción del «sujeto» femenino impulsaron no obstante una consideración más amplia del problema de la diferencia y con ello de los varios ejes de opresión que condicionan las experiencias y actividades de las mujeres. Ese reconocimiento del carácter interseccional de las posiciones sociales llevó a una reformulación más cuidadosa de ciertas afirmaciones en torno al punto de vista feminista, una línea de investigación que se refirió sobre todo al modo contingente en que las diferentes categorías sociales condicionan las experiencias y prácticas de los sujetos, así como a los modos heterogéneos en que las posiciones sociales influyen en las experiencias dentro de un grupo social determinado (Intemann, 2010). En otras palabras, se reconoció la necesidad de diferenciar y conceptualizar múltiples puntos de vista y sus respectivos privilegios epistémicos, y con ello la utilidad de la producción teórica feminista más allá de su propio campo de lucha. De esa negación de concebir un punto de vista feminista en singular da cuenta la convocatoria de Sandra Harding (1992a) de empezar a pensar ya no sólo por las mujeres, sino por las vidas marginalizadas en general. Esto incluía no sólo la diferenciación del punto de vista feminista según los diferentes ejes de opresión, sobre todo en cuanto a mujeres negras y lesbianas (Collins, 1986, 2000; Stanley & Wise, 1990), sino también la traslación de su postura epistemológica a otros sujetos y problemas, como es el punto de vista del sujeto (post)colonial.
El pensamiento fronterizo: lugar de enunciación y geopolítica del conocimiento
Con el enfoque puesto no sólo en la vida de las mujeres sino en la gente marginalizada en general y el subsiguiente reconocimiento de una pluralidad de los posibles puntos de vista, Sandra Harding y otras feministas empezaron a extender sus reflexiones epistemológicas a los problemas del mundo periférico que hasta entonces había sido ajeno al feminismo anglosajón y europeo. Esta ampliación temática y geográfica de las teorías feministas del punto de vista puso al descubierto el sesgo eurocéntrico de la metodología feminista «occidental» (Harding, 2011, p. 16). Al mismo tiempo, dio cuenta de que la problemática del punto de vista, es decir, del vínculo entre cuerpo, lugar y pensamiento, desde hacía tiempo había sido un tema central en la producción teórica sobre las relaciones centro-periferia. Como afirma Harding (2011),
la lógica de la epistemología y metodología del punto de vista es evocada de forma rutinaria en los escritos postcoloniales que comienzan por la vida de la gente del Tercer Mundo, para pensar sobre las suposiciones, políticas y prácticas occidentales, así como los sistemas de conocimiento indígenas. (p. 20)
Estas similitudes y coincidencias entre las posturas epistemológicas del feminismo y de los estudios postcoloniales de ninguna manera son casuales: apuntan al hecho de que tanto las mujeres como los sujetos del mundo periférico y (post)colonial se encuentran en una posición subalternizada dentro de la jerarquía epistémica moderna y occidental, y que en ambos casos cualquier esfuerzo de liberación tiene que incluir por eso una dimensión no sólo política, sino también epistémica. En ese sentido, el pensar sobre las suposiciones y políticas occidentales reivindicado por Harding indica que el colonialismo y el imperialismo abarcan tanto empresas económicas y políticas, como la construcción de un orden epistémico eurocéntrico, que ignora las formas y los contenidos de los conocimientos no-occidentales o los relega a un plano secundario. Esta dimensión epistémica del eurocentrismo inherente a la conquista y colonización suele manifestarse en por lo menos dos sentidos: primero, mediante la imposición de «Occidente» como espacio del conocimiento racional, científico y universal por excelencia, y la siguiente subalternización de los saberes producidos en otros lugares; y segundo, mediante la racialización de los sujetos cognoscentes, que legitima no sólo la explotación y dominación de los colonizados por parte de los colonizadores, sino que asigna a las distintas «razas» un determinado lugar en la jerarquía epistémica mundial, reservando el lugar de sujetos de conocimiento a los blancos y convirtiendo a los demás en sus objetos de análisis.
Entre centro y periferia existe entonces un intercambio desigual tanto en términos de mercancías y valores como en cuanto a la producción de conocimiento. Por eso, no sorprende que las reflexiones elaboradas en las periferias que rechazan una recepción acrítica del conocimiento occidental, hayan puesto el enfoque en el lugar del pensamiento y sus correspondientes relaciones de dominación coloniales e imperiales. Entre los aportes que contribuyen a teorizar esta perspectiva destaca la obra de Walter Mignolo [3] porque ha perseguido de forma más consecuente y exhaustiva esta propuesta de análisis. Con el objetivo de examinar el vínculo entre lugar y pensamiento, ha desarrollado un entramado conceptual en torno a la noción del lugar de enunciación, para señalar el enraizamiento del sujeto cognoscente dentro de un determinado contexto social y geopolítico, y la manera en que ese contexto se manifiesta en la respectiva producción de conocimiento. El interés de Mignolo se centra sobre todo en el vínculo entre el lugar de enunciación y la cuestión colonial, es decir, en el enraizamiento del sujeto cognoscente dentro de un contexto caracterizado por relaciones de dominación coloniales. Así, intenta hacer visibles aquellas reflexiones sobre el colonialismo que fueron ocultadas por el discurso colonial, y que representan y ayudan a construir lo que en uno de sus primeros aportes sobre este tema define como lugar de enunciación colonial o postcolonial, es decir, un relato del mundo (post)colonial contado no desde la perspectiva de los colonizadores sino de los colonizados (Mignolo, 1993). Se trata de una propuesta que a partir de su libro Local Histories/Global Designs denomina como pensamiento fronterizo, y que incluye un desplazamiento epistemológico que apunta a subvertir las relaciones de dominación epistémicas establecidas por el discurso colonial.
Con su énfasis en el lugar de enunciación, Mignolo cuestiona entonces el sesgo colonial de la producción, la validación y el control del conocimiento en el marco de la expansión colonial e imperial de los países occidentales. Ese enfoque le permite en consecuencia desmitificar la supuesta universalidad del discurso científico occidental, que suele ser afirmada desde la hybris del punto cero, es decir, desde una posición atópica de los intelectuales occidentales. Para contarrestar este universalismo abstracto del pensamiento occidental afirmado desde un no-lugar, Mignolo propone hablar de la geo- y corpo-política del conocimiento. Con estos términos, le es posible precisar su noción del lugar de enunciación, señalando por un lado la ubicación geográfica y geohistórica del sujeto cognoscente (su geo- política), y por el otro lado la inscripción específica de los «cuerpos pensantes» en las relaciones de dominación sociales (su corpo-política). De esta manera, Mignolo percibe a los sujetos cognoscentes realmente existentes como cuerpos clasificados y jerarquizados de forma racial y según el género, situados además en espacios configurados de modo geopolítico.
En su dimensión normativa, la geo-política y corpo-política del conocimiento no sólo permiten a Mignolo a precisar su noción del lugar de enunciación, sino que representan también dos elementos centrales de su pensamiento fronterizo. Ese pensamiento en y desde la frontera es concebido como una epistemología o gnoseología desarrollada en los lugares y cuerpos subalternizados y colonizados, siendo la frontera el nombre para designar aquellas posiciones epistémicas situadas y forjadas en los límites del sistema-mundo moderno y colonial. El término de la frontera designa así los lugares que hacen posible una crítica al pensamiento occidental y la producción de conocimientos decoloniales. Según Mignolo, esta crítica epistémica se puede emprender desde dos diferentes tipos de fronteras:
la gnoseología fronteriza es una reflexión crítica sobre la producción de conocimiento tanto desde las fronteras interiores del sistema- mundo moderno/colonial (conflictos imperiales, lenguas hegemónicas, direccionalidad de traducciones, etc.) como desde las fronteras exteriores (conflictos imperiales con culturas colonizadas, así como las fases subsiguientes de independencia o decolonización). (Mignolo, 2012, p. 11)
Con los términos de las fronteras interiores y exteriores, Mignolo hace referencia a una distinción central en su comprensión del sistema-mundo moderno y colonial, que describe también como diferencia colonial y diferencia imperial. Ambos términos remiten a los lugares, sujetos y pensamientos subalternizados en el marco del sistema-mundo moderno y colonial. Pero mientras que la diferencia imperial se refiere a aquellas experiencias subalternizadas dentro del mundo moderno o la modernidad misma, la diferencia colonial remite a su exterioridad, definido en referencia a Quijano como colonialidad del poder:
la colonialidad del poder es el dispositivo que produce y reproduce la diferencia colonial. La diferencia colonial consiste en clasificar grupos de gentes o poblaciones e identificarlos en sus faltas o excesos, lo cual marca la diferencia y la inferioridad con respecto a quien clasifica. (Mignolo, 2003, p. 39)
La diferencia colonial abarca por lo tanto todos estos sujetos y lugares que fueron colonizados en la formación y expansión del sistema-mundo a partir del siglo dieciséis, para designarles un lugar inferior en la jerarquía establecida por los colonizadores. En este sentido, se caracteriza por una experiencia común de subalternización de parte de los colonizados, basada en la clasificación y jerarquización como principio central: «la lógica de la clasificación y jerarquización de las gentes en el planeta, por sus lenguas, sus religiones, sus nacionales, su color de piel, su grado de inteligencia, etc., fue y sigue siendo el principio fundante de la diferencia colonial» (Mignolo, 2003, p. 43).
La diferencia colonial se refiere entonces a la colonialidad del poder y los lugares y sujetos colonizados. La diferencia imperial, en cambio, es aquella producida por la clasificación y jerarquización no en la exterioridad, sino en la interioridad del mundo moderno, y remite a dos experiencias históricas distintas: por un lado, a los imperios existentes en la formación del sistema-mundo moderno y colonial, cuyos logros civilizatorios no podían ser negados por la naciente Europa –todavía marginal– en su afán de establecerse como nuevo centro colonial e imperial, una experiencia definida como diferencia imperial-externa; y por otro lado, a ciertas regiones sobre todo meridionales dentro de Europa, que fueron subalternizadas en la consolidación de la hegemonía occidental a nivel mundial a partir del siglo dieciocho, una experiencia definida como diferencia imperial-interna (Mignolo, 2014; Restrepo & Rojas, 2010). En ambos casos, sin embargo, se trata de una diferencia inter-imperial: en el primero –la diferencia imperial-externa– de una diferencia entre los nacientes imperios europeos y aquellos del resto del mundo, como es el caso del imperio otomán o zarista; y en el segundo –la diferencia imperial-interna– de una diferencia entre los imperios capitalistas occidentales y cristianos, sobre todo entre las culturas protestantes del norte y las católicas del sur (Mignolo, 2003).
Por eso, Mignolo (2003) sostiene que la diferencia imperial tanto interna como externa se basa en una lógica de diferenciación algo distinta que, en el caso de la diferencia colonial, y que implica un cierto reconocimiento de igualdad de los lugares, sujetos y pensamientos subalternizados. Al respecto, afirma que la diferencia imperial
funciona mediante el uso de algunas de las características de la diferencia colonial y su proyección a las regiones, idiomas, personas, estados, etcétera, pero cuya organización socio-económica y cultural no propicia el control imperial/colonial de la misma manera que ocurrió en las Américas, en el sur de Asia y en África. Un cierto grado de inferioridad se atribuye a los «otros» que, aunque son imperiales, son considerados de alguna manera inferiores, a causa de su idioma, religión, historia, etc. (Mignolo, 2014, p. 62)
En consecuencia, esa distinción entre diferencia colonial e imperial, permite a Mignolo distinguir entre dos diferentes tipos de pensamiento fronterizo, definidos como pensamiento fronterizo débil y fuerte. Mientras que los lugares, sujetos y experiencias de la diferencia colonial –situados en las fronteras exteriores del sistema-mundo– posibilitan el desarrollo de un pensamiento fronterizo fuerte, los lugares, sujetos y experiencias de la diferencia imperial –situados al interior del sistema-mundo– viabilizan un pensamiento fronterizo débil.
Según Mignolo, la diferencia entre ambos tipos de pensamiento reside en la manera cómo los respectivos sujetos se vinculan con la colonialidad del poder, ya que el pensamiento fronterizo en su sentido fuerte queda limitado a aquellos sujetos que piensan «desde el dolor de la diferencia colonial» (Mignolo, 2003, p. 27), mientras que el pensamiento fronterizo débil puede asumirse también desde el lado de la modernidad:
el «pensamiento fronterizo» fuerte surge de los desheredados, del dolor y la furia de la fractura de historias, de sus memorias, de sus subjetividades, de su biografía […] Existe, sin embargo, la posibilidad y la necesidad de un pensamiento fronterizo «débil» en el sentido de que su emergencia no es producto del dolor y la furia de los desheredados mismos, sino de quienes no siendo desheredados toman la perspectiva de éstos. (Mignolo, 2003, p. 28)
De esta manera, las experiencias y el «dolor» de la diferencia colonial vividas en las fronteras del sistema-mundo moderno y colonial se convierten en la base epistémica del pensamiento fronterizo, por lo menos en su sentido fuerte. Y es también en ese sentido que Mignolo le atribuye a la frontera un potencial epistémico particular, ya que permite establecer un «lugar de enunciación dicotómico» o una «doble consciencia» que es capaz de tomar en cuenta ambos lados de la frontera, es decir, tanto la dimensión moderna como colonial del sistema-mundo.
Anti-determinismo feminista vs determinismo decolonial
A partir de la revisión anterior del punto de vista feminista, así como de las reflexiones decoloniales sobre el lugar de enunciación, podemos comparar ahora las respectivas posturas epistemológicas en cuanto al vínculo entre lugar y pensamiento. Como vimos, en su crítica al paradigma cartesiano ambas perspectivas enfatizan el lugar o contexto en donde se produce el conocimiento: mientras que el punto de vista feminista se centra en la posición social de los sujetos en forma del género, el pensamiento fronterizo pone el énfasis en las posiciones definidas de manera geopolítica, sobre todo en aquellos lugares que son definidos como fronteras. Con esta concepción, Mignolo se acerca –por lo menos a primera vista– a la teoría del punto de vista feminista: primero, porque atribuye a la noción de frontera un potencial epistémico particular, basado en la doble consciencia o el lugar de enunciación dicotómico que permite percibir ambos lados de la frontera –lo cual, en cierto sentido, equivaldría al privilegio epistémico adscrito al punto de vista feminista, por considerar la posición subordinada y las experiencias de las mujeres como potencial correctivo del androcentrismo epistémico–; y segundo, porque en principio considera el potencial epistémico de la frontera no como una ventaja automática, sino como resultado de un esfuerzo consciente, vinculado a las actividades políticas de los respectivos sujetos cognoscentes. En este sentido, afirma que «habitar en la frontera es una condición necesaria, pero no suficiente para emprender el pensamiento fronterizo. Emprender el pensamiento fronterizo requiere comprometerse con proyectos políticos de manera concienzuda, epistémica, ética y aestética» (Mignolo, 2012, p. XVI). Esta insistencia en la dimensión política del pensamiento fronterizo se encuentra también en el punto de vista feminista, para distanciarse de aquellas posturas que afirman un privilegio epistémico sólo con base en la posición social de las mujeres.
Tanto el punto de vista feminista como el pensamiento fronterizo enfatizan entonces que la producción de conocimiento se encuentra condicionada por las posiciones sociales o geopolíticas, y que la consideración de ciertas experiencias contiene un potencial epistémico capaz de contrarrestar el sesgo androcéntrico o eurocéntrico del conocimiento producido por las instituciones dominantes. A pesar de estas similitudes, sin embargo, existen también diferencias significativas entre ambas perspectivas, que se refieren al modo en que conceptualizan el vínculo entre lugar, experiencias y conocimiento. Como hemos visto, el punto de vista feminista parte de las experiencias femeninas condicionadas por la respectiva posición social de las mujeres. A pesar de que esas experiencias se distinguen de aquellas de los hombres, el punto de vista feminista toma en cuenta que no hay una relación directa entre la posición de género y las respectivas experiencias, ya que el carácter de esas experiencias depende del modo en que la posición de género se entrecruza con las demás relaciones de dominación (Intemann 2010). Con esa concepción, el punto de vista feminista se distancia de una comprensión esencialista del sujeto femenino, señalando que este último es el resultado de un proceso de subjetivación que depende también de su inserción en las demás relaciones sociales (Wylie, 2003). A nivel epistémico, esta concepción tiene dos consecuencias importantes para el vínculo entre lugar y pensamiento. Primero, advierte el modo contingente en que la posición social influye en las experiencias. Esto implica que el peso epistémico de una posición social no se puede determinar ex-ante y en abstracción de su respectivo contexto, y que la manera en que esa posición condiciona las experiencias no es homogénea dentro de un determinado grupo social. Y segundo, permite la posibilidad de concebir múltiples puntos de vista, que se distinguen entre ellos conforme a su composición interseccional, es decir, con respecto al modo en que la posición de género se vincula con las demás posiciones sociales, sean estas racializadas o de clase.
Con ello, la teoría del punto de vista feminista concibe el vínculo entre la posición social y las experiencias de las mujeres de manera contingente y anti- determinista. Lo mismo puede decirse del modo en que caracteriza la relación entre experiencias y producción de conocimiento. Al respecto, las experiencias femeninas no son consideradas más que como punto de partida con respecto a la subsiguiente producción de conocimiento desde un punto de vista feminista. Es decir, este último no emana de manera directa de las experiencias femeninas, sino que es considerado como resultado de un logro o un proyecto político. En otras palabras, un punto de vista requiere tanto de una reflexión crítica de la posición social propia, así como de las luchas políticas que posibilitan una consideración sistemática de las experiencias femeninas en su conjunto. Más allá de su afán anti-determinista, este énfasis en las premisas del punto de vista tiene como objetivo evitar una romantización de la vida de las mujeres, cuyas experiencias no se pueden considerar sin más como una base epistémica confiable. Con ello, el privilegio epistémico que se atribuye al punto de vista no es concebido como ventaja automática, sino como resultado contingente de la reflexión y las luchas políticas. Además, esas luchas no conceden al punto de vista un alcance epistémico universal, sino que delimitan su extensión al campo de las propias luchas (Wylie, 2003). Esto quiere decir que el privilegio epistémico del punto de vista no aplica para todas las situaciones, sino que se circunscribe a contextos epistémicos particulares que dependen del carácter y contenido de las luchas y del proyecto político del cual el respectivo punto de vista ha derivado.
Con ello, los debates en torno al punto de vista feminista enfatizan el vínculo contingente entre posición social y conocimiento, que se deriva tanto de su comprensión anti-esencialista del sujeto femenino como del peso epistémico adscrito a la reflexión crítica y las luchas. De esa manera, insisten en la forma mediada en que el lugar influye en la producción de conocimiento. La concepción de Mignolo, en cambio, hace un énfasis más pronunciado en las experiencias como base epistémica de su noción del lugar de enunciación, porque atribuye de manera directa a ciertas experiencias –definidas como diferencia imperial o colonial– un determinado estatus epistémico. De eso dan cuenta las reiteradas referencias a la diferencia o la herida colonial como premisa indispensable del pensamiento decolonial: «la pregunta es si la diferencia colonial requiere, como condición previa de su inteligibilidad, la experiencia colonial más que el colonialismo como objeto de descripciones y explicaciones sociohistóricas. Yo supongo que esto podría ser así» (Mignolo, 2012, p. 183). Con ello, Mignolo concede un papel epistémico primordial a la experiencia inmediata de una dominación colonial, desestimando al mismo tiempo un pensamiento decolonial a través de la apropiación de las experiencias coloniales de manera mediata. La misma concepción se encuentra también en su noción de la frontera como lugar de un pensamiento fronterizo o decolonial: «el pensamiento fronterizo requiere habitar en la frontera» (Mignolo, 2012, p. XVI).
A diferencia de la teoría del punto de vista feminista, la propuesta epistemológica de Mignolo se basa entonces de manera más acentuada en las experiencias. Mientras que estas últimas son apenas el punto de partida para la elaboración de un punto de vista feminista (que tiene que empezar por la vida de las mujeres y de los oprimidos en general), en Mignolo adquieren un estatus epistémico de manera directa: el pensamiento fronterizo o decolonial sólo es posible para aquellos sujetos cognoscentes que cuentan con experiencias inmediatas en forma de la diferencia o la herida colonial. Con esta concepción, sin embargo, Mignolo no sólo peligra caer en un determinismo epistemológico, sino que también se ve impedido de considerar adecuadamente el proceso de producción de conocimiento. De hecho, en ningún momento se ocupa de las condiciones y premisas de este proceso, y con ello de las instancias mediadoras que –más allá de las experiencias mismas– vinculan el pensamiento con su lugar. Por lo tanto, y al contrario de la teoría del punto de vista feminista, Mignolo no presta atención a las condiciones y prácticas que posibilitan transformar las experiencias en conocimiento. De este modo, la producción de conocimiento queda como un procedimiento cuasi automático o una caja negra, y es por eso que Mignolo tiende a equiparar la posición social o geopolítica de los sujetos cognoscentes con su posición epistémica.
Es cierto que Mignolo suele negar el sesgo determinista implicado en esta concepción:
déjenme insistir en que no estoy planteando el argumento en términos deterministas, sino en el campo abierto de posibilidades lógicas, circunstancias históricas y sensibilidades personales. Estoy sugiriendo que aquellos para los que las herencias coloniales son reales (es decir, duelen) están más inclinados que otros a teorizar el pasado en términos de colonialidad. (Mignolo, 2012, p. 115; 2014, p. 99)
A pesar de ello, sin embargo, Mignolo ignora que su concepción directa entre experiencias y conocimiento representa una puerta de entrada para todo tipo de incidencias deterministas. Estas últimas suelen ocurrir sobre todo cuando trata de vincular cierto tipo de pensamiento con las experiencias de la diferencia colonial o imperial, relacionando estas experiencias a su vez con determinados lugares geográficos. Al respecto, afirma por ejemplo una diferencia entre la posición epistémica de Immanuel Wallerstein por un lado y la de Enrique Dussel y Aníbal Quijano por el otro. Mientras que estos últimos –por su origen latinoamericano– tendrían en común la experiencia de la diferencia colonial, Wallerstein –por su origen estadounidense– se insertaría en la diferencia imperial (Mignolo, 2002).
Ahora bien, el problema de esa afirmación no consiste en señalar la respectiva procedencia de los autores en cuestión, sino en sostener un vínculo directo entre ese lugar, sus experiencias y su producción de conocimiento. De este modo, Mignolo equipara la posición geográfica de los sujetos cognoscentes con su posición epistémica, porque en último término es esa posición geográfica que determina las experiencias y con ello el respectivo tipo de conocimiento. En este sentido, Mignolo sostiene que el origen estadounidense de Wallerstein contiene una restricción epistémica que impide reconocer los fenómenos vinculados a la colonialidad del poder, y que limita su pensamiento a una crítica «eurocéntrica» del eurocentrismo (Mignolo, 2002). El origen latinoamericano de Dussel y Quijano, en cambio, implica que estos sienten y piensan desde la diferencia colonial, lo cual les permite distinguir también el lado oscuro del sistema-mundo moderno y colonial. En ese sentido, Mignolo (2014) afirma que «Wallerstein, sin duda, entendió conceptualmente el colonialismo, pero Quijano sintió y conceptualizó la colonialidad» (p. 67); una afirmación que no se puede sostener más que desde una concepción simplista y determinista de la relación entre lugar, experiencias y producción de conocimiento. [4]
En resumidas cuentas, se pueden distinguir entonces dos problemas cruciales en la propuesta epistemológica de Mignolo. El uno se refiere al vínculo que concibe entre lugar y experiencia, porque tiende a limitar cierto tipo de experiencias – definidas como diferencia colonial o imperial– a ciertos lugares geográficos. El otro problema remite al vínculo directo que Mignolo percibe entre esas experiencias y la propia producción de conocimiento, porque ignora las premisas y condiciones que permiten transformar esas experiencias en conocimiento. Es una cosa experimentar la opresión colonial en carne propia, y otra producir conocimiento a partir de esa experiencia. Aunque una tenga que ver con la otra, sería problemático afirmar que un cierto tipo de experiencia lleva de manera necesaria a un cierto tipo de conocimiento: no sólo porque las experiencias de parte de los sujetos colonizados no representan per se una base epistémica confiable, como dirían las feministas del punto de vista, sino también porque la transformación de las experiencias en conocimiento no es un proceso automático. En otras palabras, existe una diferencia situacional entre las víctimas de la opresión colonial y aquellos intelectuales que representan esas experiencias mediante su producción de conocimiento decolonial, aunque estos últimos afirmen una supuesta identidad entre unos y otros. [5] De este modo –y a pesar de que Mignolo sostiene que el lugar de enunciación no está dado de manera automática y que se trata de una visión políticamente comprometida–, no conceptualiza ese carácter político y representacional, así como tampoco considera las respectivas consecuencias epistémicas. Esto lo habría llevado a formular una posición epistemológica más cercana a la teoría del punto de vista feminista, alejándolo de concebir un vínculo directo entre las experiencias localizadas de modo geográfico y la producción de conocimiento. En su dimensión epistemológica, ese vínculo directo no puede dar cuenta de las relaciones complejas entre lugar y pensamiento y lleva a una serie de consecuencias problemáticas, como vamos a explicitar en cuanto al modo en que Mignolo concibe las nociones de «occidente» y «pensamiento occidental».
Occidentalismo y pensamiento occidental en Mignolo
Como hemos visto, Mignolo atribuye a ciertos lugares –a través de su noción de la diferencia colonial o imperial– un determinado status epistémico. Este procedimiento resulta problemático sobre todo cuando se aplica a entidades geopolíticas tan generales como es el caso de occidente. En su propuesta epistemológica, las nociones de occidente y pensamiento occidental juegan un papel crucial: sirven como contrapunto al pensamiento fronterizo, el cual se caracteriza por estar situado afuera o en el límite del espacio epistémico considerado como occidental. Es cierto que Mignolo es lo suficientemente prudente para definir a occidente no en términos meramente geográficos, sino también epistémicos: «lo occidental es, principalmente, el lugar de la epistemología hegemónica en vez de un sector geográfico en el mapa» (Mignolo, 2005a, p. 37). Más que un lugar geográfico, se trata de un espacio epistémico hegemonial que se caracteriza por ser un «idioma-memoria-aparato conceptual que penetró directa o indirectamente miles de millones de conciencia en todo el mundo» (Mignolo, 2014, p. 81; 2005b, p. 55). Con ello, Mignolo remite a la imposición de un patrón epistémico definido como occidentalismo, que establece a occidente como locus de enunciación por excelencia del pensamiento racional y científico. En sus propias palabras, «occidentalismo […] era (y todavía es) también y sobre todo el locus de enunciación; es decir, el lugar epistémico desde dónde el mundo fue clasificado y ordenado» (Mignolo, 2005a, p. 42).
Ahora bien, Mignolo afirma que desde el espacio occidental no puede emanar más que una epistemología o un pensamiento occidentalista: según él todo lo que es enunciado desde el idioma-memoria-aparato conceptual occidental comparte una misma posición epistémica o un mismo lugar de enunciación. Por eso, el pensamiento desarrollado en Occidente es definido por Mignolo como pensamiento único:
la pensé unique es el pensamiento occidental (el occidentalismo) en su conjunto, es decir, tanto liberal como neo-liberal, cristiano y neo-cristiano y así mismo marxista como neo-marxista. La pensée unique […] es la totalidad de los tres principales macro-relatos de la civilización occidental con sus lenguas imperiales (inglés, alemán, francés, italiano, español, portugués) y sus bases griegas y latinas. (Mignolo, 2014, p. 26)
Con ello, Mignolo afirma que el pensamiento occidental en su conjunto tiene un inherente sesgo colonial o imperial. Por tanto, y en el mejor de los casos, puede dar cuenta de aquellos fenómenos vinculados a la diferencia imperial. Es decir, puede reflexionar a partir de la diferenciación y clasificación que caracterizan los procesos de subalternización al interior de la modernidad europea, lo cual implica que «la diferencia imperial es parte del discurso occidental» (Mignolo, 2005b, p. 65). En consecuencia, el pensamiento occidental empero no está en condiciones de distinguir aquellos fenómenos relacionados a la colonialidad del poder. Esto sólo es posible desde la exterioridad y en oposición al pensamiento occidental, como Mignolo (2009) señala en el caso del pensamiento fronterizo:
pues la opción decolonial es la opción que surge desde la diversidad del mundo y de las historias locales que, a lo largo de cinco siglos, se enfrentaron con «la única manera de leer la realidad» monolopolizada [sic] por la diversidad (cristiana, liberal, marxista) del pensamiento único occidental. (p. 254)
Son varias razones que tornan esas afirmaciones problemáticas. En primer lugar, porque unifican y simplifican distintos procesos históricos y líneas de pensamiento bajo el mismo concepto de Occidente, asumiendo que a pesar de sus diferencias más que obvias todos comparten una misma estructura epistémica que no es capaz de distinguir la colonialidad del poder. En cierto sentido, Mignolo reconoce que se trata de una representación algo simplista del mundo occidental y de su historia. Sin embargo, justifica esa homogeneización, señalando que
durante el período 1500 a 2000, una historia local, la de la civilización occidental, construyó a sí misma como el punto de llegada y el propietario de la historia de la humanidad. Esa propiedad se expresó mediante la construcción de un sistema de conocimiento como si fuera la suma y el guardián de todos los conocimientos, pasados y presentes. (Mignolo, 2012, p. x)
Al respecto, no cabe ninguna duda de que en el período indicado se estableció un sistema de conocimiento particular, y que desde entonces ese sistema –definido como occidentalismo o eurocentrismo– no ha dejado de afirmar una presunta superioridad occidental frente a las demás regiones del mundo. No se trata sin embargo de una historia local, sino en todo caso de muchas historias locales, que con el paso del tiempo fueron suprimidas, tergiversadas y en último término unificadas y subsumidas –por el mismo sistema epistémico que Mignolo señala en su comentario– a una historia única, la de la civilización europea u occidental.
Es importante recordar al respecto que no sólo las grandes entidades geopolíticas periféricas y colonizadas como «América» u «Oriente» son invenciones del discurso y la praxis eurocéntricos, como afirman por ejemplo O’Gorman (1995) y Said (2003). De la misma manera, también la propia «Europa» y «Occidente» son el resultado de una auto-invención que se constituye a sí misma como una unidad homogénea superior, frente al resto del mundo considerado de manera igualmente homogénea pero inferior. Exactamente a este hecho apunta la crítica de Neil Lazarus a la noción de Occidente y su fetichización en los estudios postcoloniales: «dentro del contexto histórico de la modernidad, a saber, el “Occidente” era tanto un efecto de la praxis y la teoría imperialista como era el “Oriente”» (Lazarus, 2002, p. 55). Descuidar este hecho fundamental implicaría nada menos que asumir la propia auto-descripción hegemónica de la Europa como origen del mundo moderno y su consiguiente superioridad civilizatoria, es decir, aceptar el marco epistemológico de la racionalidad eurocéntrica. Y es justamente esto lo que parece suceder en el caso de Mignolo y de su pensamiento fronterizo, cuando representa a Occidente como una unidad histórica y epistémica homogénea, de la cual no puede emanar más que un lugar de enunciación o un tipo de pensamiento, el pensamiento único occidental.
Por cierto, esta imagen de Occidente como centro colonial o imperial homogéneo no se encuentra sólo en Mignolo, sino que permea buena parte de los estudios postcoloniales. En su afán de desmitificar la supuesta universalidad de la civilización occidental y ponerla en su lugar, a menudo dejan de lado que ese Occidente percibido de manera homogénea no es más que la auto-descripción eurocéntrica de un proceso histórico más complejo. En su propuesta de desarrollar un postcolonialismo oposicional, Boaventura de Sousa Santos advierte este hecho de la siguiente manera:
Las concepciones dominantes del poscolonialismo, lo mismo que provincializan a Europa, la esencializan, o sea, la convierten en una entidad monolítica que se contrapone de modo uniforme a las sociedades no occidentales. Tal esencialización descansa siempre en la transformación de una parte de Europa en su todo. […] Ahora, no sólo hubo históricamente varias Europas como hubo y hay relaciones desiguales entre los países de Europa, incluyendo relaciones coloniales, como lo ilustra el caso de Irlanda. No sólo hubo varios colonialismos, como fueron complejas las relaciones entre ellos, por lo que algo está errado si tal complejidad no se refleja en las propias concepciones del poscolonialismo. (Santos, 2009, p. 354)
Para el objetivo de este trabajo, son varias las consecuencias que podemos deducir de la cita anterior. En primer lugar, se vuelve difícil justificar un pensamiento occidental único o la existencia de un lugar de enunciación occidental, que cualquier enunciado realizado desde Occidente necesariamente tiene que compartir. Es decir, hay que poner en duda que todo enunciado realizado desde Occidente comparta una misma estructura epistémica en forma de una lógica occidentalista. En segundo lugar, habría que admitir que dentro de Occidente han existido procesos de clasificación no sólo inter-imperiales, como diría Mignolo en referencia a la diferencia imperial, sino también coloniales. Con ello, hay que descartar que las experiencias de la dominación colonial se limitan a los países no-occidentales. Esto quiere decir que la diferenciación basada en las dicotomías entre desarrollados y subdesarrollados, civilizados y bárbaros o racionales e irracionales no es sólo una forma de jerarquización entre los países occidentales y no-occidentales, sino que opera también al interior del ámbito occidental. Al respecto, Manuela Boatcă (2013) sostiene en cuanto a las regiones de la Europa oriental:
el proceso de construcción sistemática de los otros» inferiores, que fue uno de los mecanismos centrales para la legitimación de las intervenciones políticas, la explotación económica y el paternalismo epistemológico frente a la periferia, llevó también a la formación de «regiones patológicas» en aquella región del moderno sistema-mundo cuyo «norte» se encontraba en el occidente. (p. 328)
Y lo mismo se podría afirmar también en el caso del sur italiano, el Mezzogiorno, cuyo subdesarrollo solía atribuirse no a la opresión y explotación por parte de las provincias septentrionales, sino a la inferioridad civilizatoria y «racial» de sus habitantes (Schneider, 1998; Moe, 2006).
A partir de esos ejemplos, parece lícito afirmar que la dominación colonial o colonialidad del poder no es sólo una forma de diferenciación aplicada a las colonias europeas en ultramar, sino un mecanismo que opera también –aunque sea de manera algo distinta– en el interior de los países occidentales. [6] Ahora bien, si asumimos con Mignolo (2002) que la colonialidad del poder es el dispositivo que produce la diferencia o herida colonial, y que ésta a su vez es la base epistémica del pensamiento fronterizo o decolonial, no disponemos de ningún argumento –incluso si seguimos las reflexiones epistemológicas de Mignolo mismo– que impida emprender un pensamiento fronterizo desde el espacio epistémico occidental. [7] Con ello sin embargo se vuelve insostenible la vinculación exclusiva que Mignolo establece entre experiencias de la diferencia colonial y determinados lugares geográficos, así como su afirmación de que la colonialidad del poder se puede analizar sólo desde un lugar de enunciación no-occidental. En ese sentido, su propuesta epistemológica del pensamiento fronterizo no sólo es determinista, porque sostiene un vínculo directo entre lugar y pensamiento, sino también eurocéntrica, porque afirma una supuesta homogeneidad epistémica de Occidente que no es otra cosa que la propia auto-descripción de la racionalidad occidentalista. Es por eso que, la etiqueta del pensamiento occidental se convierte en una atribución arbitraria, porque no considera las instancias de mediación entre lugar y pensamiento. En vez de caracterizar todo el pensamiento desarrollado en Occidente como occidentalista, habría que analizar la inserción concreta de un determinado tipo de pensamiento en ese entramado que Mignolo define como idioma-memoria-aparato conceptual. Se trata sin embargo de un procedimiento que refiere no sólo al origen geográfico del pensamiento, sino también a su lugar de enunciación en el sentido epistémico y por ello a su contenido. Y esto es algo que parece estar por encima de las capacidades analíticas de las herramientas conceptuales dicotómicas del pensamiento fronterizo.
Referencias
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Notas
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