Estudios afrodescendientes en Latinoamérica: racismo y mestizaje [1]

Afrodescendant studies in Latin America: racism and mestizaje

Estudos afrodescendentes na América Latina: racismo e mestiçagem

Peter Wade [2][3]
University of Manchester, Reino Unido

Estudios afrodescendientes en Latinoamérica: racismo y mestizaje [1]

Tabula Rasa, núm. 27, 2017

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 09 Agosto 2017

Aprobación: 28 Septiembre 2017

Resumen: En esta mirada selectiva de los estudios afrodescendientes en Latinoamérica, comienzo con los temas de designación y clasificación racial, antes de explorar aspectos de discriminación racial y racismo, y la manera como estos son abordados por los gobiernos y los movimientos sociales negros. Esto trae la pregunta sobre la blancura y el privilegio. Luego analizo el estatus de las ideologías y las prácticas de mestizaje, luego de 30 años de movilización política negra.

Palabras clave: afrolatino, discriminación racial, racismo, negros, América Latina, mestizaje.

Abstract: In this selective view of Afrodescendant Studies in Latin America, I start with issues of naming and racial classification, before exploring issues of racial discrimination and racism, and how these are addressed by governments and black social movements. This raises the question of whiteness and privilege. I then review the status of ideologies and practices of mestizaje, in the wake of 30 years of black political mobilization.

Keywords: Afro-Latin, racial discrimination, racism, blacks, Latin America, mestizaje.

Resumo: Na presente visão seletiva dos Estudos afrodescendentes na América Latina, começa-se pelas questões de nomeação e classificação racial para depois explorar questões de discriminação racial e racismo, e como são direcionadas por governos e movimentos sociais negros. Surge então a questão da branquitude e de privilégios. Por fim, o estado das ideologias e práticas da mestiçagem é revisado na trajetória de trinta anos de mobilização política negra.

Palavras-chave: afro-latino, discriminação racial, racismo, negros, América Latina, mestiçagem.

Berlin
- 2017
Berlin - 2017

Johanna Orduz

Introducción

El estudio de los afrodescendientes en América latina puede remontarse al trabajo historiográfico sobre esclavitud africana, comenzando con Slave and Citizen (Tannenbaum 1948), que comparó a Latinoamérica (por lo general, Brasil) con Estados Unidos y muchas veces intentó relacionar los regímenes de esclavitud coloniales con los regímenes poscoloniales de relaciones de raza y responder la pregunta de por qué surgieron esos rígidos patrones de segregación racial en el sur de Estados Unidos, mientras que no sucedió así en Brasil. La inferencia subyacente de que en Brasil el racismo era menos problema que en Estados Unidos pronto se rebatió, aunque aún no desaparece por completo (Da Costa, 2016a). La investigación histórica reciente ha tendido a evitar comparaciones generales, conocedora de la forma como el análisis comparativo puede aislar «casos» e ignorar interacciones entre ellos (Palmié, 2008; Seigel, 2005; Stoler, 2001). En lugar de eso, se ha puesto el interés en la circulación transnacional de ideas, personas y objetos (Da Costa, 2016b; Ferreira Furtado, 2012; Matory, 2005; Seigel, 2009) y cómo estos constituyen complejos culturales que pueden parecer que se desarrollaron en un marco puramente local o nacional. Los historiadores también se han centrado más en la diversidad de la experiencia afrodescendiente en América Latina, en los aspectos geográfico y temporal. Rappaport (2014), por ejemplo, afirma que el modelo genérico de una «sociedad de castas», usado con frecuencia para caracterizar la América latina colonial, no existía en el Nuevo Reino de Granada del siglo XVI. Estudios locales detallados, como el de Maya Restrepo (2005), centrados en las ciudades de Cartagena y Antioquia en el siglo XVII, han divulgado la idea de un modelo común latinoamericano.

La investigación social y cultural sobre los «afrolatinoamericanos» (véase abajo en la terminología) creció a paso lento desde la década de 1950. Por un lado, esto se fundamentó en los primeros trabajos de figuras claves, como el cubano Fernando Ortiz y el brasileño Raimundo Nina Rodrigues —ambos registrados en los marcos del evolucionismo social— y el académico estadounidense Melville Herskovits, todos ellos interesados en la cultura afrolatina. Por otro lado, se fundamenta en los intereses sociológicos de los primeros estudios de la Unesco sobre las relaciones raciales brasileñas, que exploraban temas de desigualdad racial y de clase. Estas corrientes de investigación se han acelerado de manera marcada desde la década de 1990, debido a la rápida expansión de los movimientos sociales afrodescendientes, el giro regional hacia el multiculturalismo y el impacto de la Conferencia Mundial de Durban en 2001 contra el racismo. Organizaciones como el Banco Mundial y el Banco Interamericano de Desarrollo también han cobrado un interés creciente en las poblaciones afrodescendientes (Sanchez & Bryan, 2003).

Se mantiene la parcialidad de la investigación —en especial la publicada en lengua inglesa— hacia Brasil (ver, por ejemplo, Hernández 2013), pero el alcance geográfico se ha ampliado de manera considerable, lo que indica la variedad de experiencias negras. No hay lugar aquí para citar toda la literatura relevante — para visiones de conjunto véase Andrews (2004, 2016), Andrews & De la Fuente (2018) y Wade (2010)— pero, por ejemplo, la situación de una pequeña minoría, como las comunidades Garifuna en Honduras y Guatemala (Anderson & England 2004; England, 1999; Hale, 2005; Thorne, 2004) o creoles, poblaciones negras anglófonas en la costa de Nicaragua (Goett, 2017; Gordon, 1998) y Costa Rica (Foote, 2004; Sharman, 2001), donde las diferencias en la lengua y la cultura se entrelazan con la raza, contrastan bastante con la situación en República Dominicana, donde la gran mayoría de la población es de ascendencia africana, sin embargo la denominación clave es la de dominicano, y la negridad tiende a no formar un aspecto vital de la identidad. De hecho, el término indio se hizo habitual, en especial durante la dictadura de Trujillo, para describir a esa población, que las élites nacionales trataron por todos los medios de diferenciar claramente del vecino Haití «negro» (Baud, 2002; Matibag, 2003; Torres-Saillant, 2000). Debido a lo parcializado de la literatura hacia Brasil y a mi experiencia en Colombia, estos dos países figuran fuertemente en lo que siga.

Nombres y categorías

La racialización de los términos y categorías aplicada y reclamada por los afrodescendientes de Latinoamérica ha sido un tema importante, en los aspectos político y sociológico. Desde una perspectiva de la sociología, era común pensar que el racismo requería claridad en la categorización: para excluir o subordinar a un grupo de personas, se necesitaba aclarar quiénes eran como colectivo. El hecho de que en América Latina fuera posible con frecuencia hallar múltiples términos para describir la «raza» o el color, y que muchas veces hubiera opiniones variadas sobre qué término debía usarse para describir a determinado individuo, parecía indicar que el racismo no podía operar, o por lo menos no en forma sistemática. En lo político, se tomó como corolario de esto que era difícil formar un colectivo consciente de sí y políticamente solidario de personas «negras», porque las limitaciones de dicha categoría eran vagas y no diferenciaban claramente entre negro y moreno, pardo o mulato (Harris, 1974; Toplin, 1981).

Desde entonces, las prácticas de designación y clasificación han cambiado y al parecer hay categorías más claras en uso en muchos lugares de América Latina. ¿Ha disminuido la ambigüedad racial?

El término negro, usado por muchos académicos de mediados a finales del siglo XX, fue evitado por muchos a quienes debía aplicarse, por sus connotaciones peyorativas de bajo estatus y fealdad. Los riesgos de deshumanización de términos como los negros podían evitarse en parte haciendo referencia a personas negras o gente negra, pero términos eufemísticos, como moreno eran comunes —y lo siguen siendo— en el habla cotidiana (Streicker, 1995; Sue, 2013; Telles, 2004). El uso académico evitaba el problema empleando el prefijo afro —«afrocubano» y «afrobrasileño» fueron comunes desde comienzos del siglo XX, y «afrocolombiano» fue usado antes por José Arboleda (1952), y se hizo cada vez más común en la década de 1990. A lo largo de estas líneas, el término afrodescendiente ha cobrado preferencia, en especial luego de la conferencia de Durban en 2001 y en círculos internacionalistas de organismos como el Banco Interamericano de Desarrollo o las Naciones Unidas, donde se presta cada vez mayor atención a los afrolatinos (Sanchez & Bryan, 2003; Santos Roland, 2002; Zoninsein, 2001). Al mismo tiempo, el término negro se ha convertido en punto de convergencia política en muchos países, obedeciendo en parte a la lógica bien conocida mediante la cual un término asociado con la subordinación es resignificado por la gente en la categoría subordinada como término de solidaridad política (y tal vez cotidiana).

Esta tendencia hacia una distinción categórica más clara entre negro y no negro (ya sea blanco, mestizo o indígena) está asociada a varias tendencias. Primero, en Brasil, los estudios estadísticos a partir de finales de la década de 1970 comenzaron a unir las categorías de censo: pardo (moreno, mezclado) y preto (negro) para compararlas con branco (blanco): las diferencias socioeconómicas entre pardos y pretos eran muy pequeñas en comparación con las diferencias entre ambas categorías —clasificadas como negros— y los brancos (Silva, 1985). Este sistema de clasificación se ha vuelto estándar no solo en círculos de académicos y activistas en Brasil, sino también en la política del estado, que ha formulado acciones afirmativas para los negros (Guimarães, 2017; Htun, 2004).

En segundo lugar, los censos nacionales en toda la región comenzaron a censar las poblaciones indígenas y afrodescendientes en la década de 1990, como parte del giro hacia el multiculturalismo. Hacia 2010, solo Chile y República Dominicana faltaban por censar a los afrodescendientes (Cruces, García Domench & Pinto 2012; Loveman, 2014, p. 254). La autoidentificación es un procedimiento estándar en estos censos y, por supuesto, muchos «afrodescendientes» en Latinoamérica pueden querer alegar también ascendencia indígena o europea: su linaje afro puede ser apenas un aspecto de sus ideas sobre sí mismos (Burdick, 1998). Pero en la forma como se presentan en las preguntas y en la falta de opciones para afirmar identidades o ancestros múltiples en forma simultánea, se observa una tendencia clara a crear una categoría clara de afrodescendiente, diferenciada de indígena y de una tercera categoría, muchas veces indefinida y residual, pero sin duda ni afro ni indígena. Esto resuena con la presión política para identificarse de manera categórica con la negridad, como se expresó en la campaña de la sociedad civil brasileña, lanzada por vez primera antes del censo de 1991: «Não deixe sua cor passar em branco» (no permita que su color pase en blanco).

Algunos podrían interpretar este cambio como la imposición de las categorías raciales estadounidenses en una realidad latinoamericana (Bourdieu & Wacquant 1999) —y es cierto que varias discusiones sobre la inclusión étnica en los censos de Latinoamérica, bajo el título «Todos contamos» fueron financiadas por el Banco Mundial y respaldadas por la Fundación Ford, entre otros—, pero el movimiento obedece claramente a una tendencia transnacional más amplia hacia la valoración de la negridad y la lucha contra el racismo, en el que han participado activamente gobiernos y movimientos negros de países latinoamericanos, como Brasil (Hanchard, 2003). Sin embargo, aunque estos cambios muestran una tendencia a crear categorías inclusivas de gente negra, afrocolombianos, afrolatinos y demás, como si fueran categorías transparentes, sigue siendo evidente por los estudios recientes que dichas categorías no cuentan con el consenso colectivo y cambian según el contexto (Sansone, 2003, ch. 1; Telles, 2002).

Por ejemplo, en Brasil, la implementación de cupos raciales en admisiones a universidades públicas desde inicios de la década del 2000 causó controversia por diversas razones, como la idea de que los cupos crearían mayor fricción racial, y que institucionalizarían la diferencia racial cuando el objetivo a largo plazo era producir una sociedad en la que la raza no constituyera una diferencia. Una inquietud relacionada era que era muy difícil, en el contexto brasileño, decir quién era «realmente» negro, y por ende apto para un lugar en los cupos para la población negra. Esto se conectaba con una preocupación por el «fraude», es decir, el temor de que personas que no fueran «realmente» negras solicitaran cupos reservados para aspirantes negros. Aunque algunas universidades experimentaron con comisiones de verificación interna, que tenían la tarea de identificar candidatos negros legítimos (Maio & Santos, 2005), la declaración personal terminó siendo la solución aceptada. Cuando en 2014 la acción afirmativa se extendió a algunas áreas de empleo estatal, la preocupación por el fraude y la verificación llevó a la institución formal de comisiones de verificación en los entes gubernamentales (Guimarães, 2017). La razón de esto, expresada por el gobierno y por activistas negros por igual, era que la acción afirmativa debía funcionar para beneficiar a personas que, en el contexto brasileño, corrían el riesgo de sufrir discriminación racial, es decir, personas que serían consideradas «negras» por otras que controlaban el acceso a recursos importantes (empleos, educación, vivienda, seguridad) y pudieran excluirlos o victimizarlos. Otros que pudieran alegar ascendencia negra, pero que no fueran identificados como negros por, digamos, un policía o un jefe de contratación, no debían ser cobijados con este beneficio. Aunque estos episodios puedan crear distinciones de categoría cada vez más claras, con base principalmente en la apariencia exclusivamente, en lugar de combinarse con la identidad y la cultura, es claro que son sintomáticas de un contexto en el que la identidad racial sigue siendo ambigua.

Otro ejemplo viene de la etnografía de Veracruz, México, desarrollada por Sue. Ella distingue entre lo que llama «retórica de color» y «discurso de raza». La gente usaba sin pensarlo una serie de términos de color (negro, moreno, moreno claro, güero, blanco) para describir la apariencia de una persona en términos relativos (es decir, alguien siempre era moreno en relación con otro que lo era menos, lo que significaba que la misma persona era más clara o güera en relación con otra que fuera más oscura que aquella). La gente también podía usar algunos de los mismos términos, y otros, como mestizo e indígena, para hablar sobre «raza», pero esto provocaba malestar e incertidumbre, porque implicaba connotaciones de jerarquía, clasificaciones de grupos y racismo. Aunque la diferenciación de Sue entre los discursos de raza y color es algo vaga —incluso la charla sobre el color puede implicar diferenciaciones jerárquicas y racistas (Moreno Figueroa, 2008, 2012)— el punto es que, en México, el cambio contextual y relacional de las categorías y rótulos racializados sigue siendo muy evidente. Esto es en parte función del contexto mexicano, donde la negridad tiene menor presencia que en Colombia o Brasil y donde está muy silenciada la movilización política negra.

En suma, creo que mi opinión de hace una década sobre las prácticas de clasificación aún es válida:

la claridad de la denominación parece coexistir con la continua ambigüedad en las prácticas de clasificación y que la clave de las terminologías raciales latinoamericanas radica en captar que las personas pueden identificarse claramente a sí y a otros en contextos particulares, lo que puede tener consecuencias estructurales de largo alcance en términos de mercados laborales o movilizaciones políticas o acoso policial, sin que haya un consenso colectivo, independiente del contexto, de quién es «negro», «moreno» o «blanco». La discriminación racial puede coexistir muy fácilmente con la ambigüedad clasificatoria. La claridad en la categorización a nivel social colectivo solo es necesaria si se están aplicando sistemas rigurosos de segregación racial o derechos diferentes, como en las leyes “Jim Crow” en Estados Unidos o en el apartheid de Sudáfrica. (Wade, 2006, p. 109)

Discriminación racial y racismo

Un tema de siempre en el estudio de los afrodescendientes en América Latina es el de la discriminación racial y el racismo. La separación de estos dos conceptos aquí se propone apuntar a la diferencia —aunque hay que admitir que es difícil de concretar— entre actos y actitudes específicos que discriminan en razón de la raza y una estructura general de desventaja y privilegio racializados, perpetuados mediante mecanismos múltiples, movidos por agentes y motivaciones diversos, que no siempre tienen una relación clara e individual con ideas y significados abiertamente racializados. Un aspecto clave aquí, en mi opinión, es que, aunque la discriminación racial esté captando mayor atención en el ámbito público en algunos países latinoamericanos —por lo general en relación con los afrodescendientes, en lugar de los pueblos indígenas— el racismo como conjunto de procesos estructurales recibe menos atención, probablemente porque plantea preguntas incómodas sobre desigualdades profundamente arraigadas, ligadas a estructuras de clase y privilegios de élite/blancos.

Los estudios de la Unesco en Brasil en la década de 1950, desde una perspectiva, hicieron afirmaciones sobre la desigualdad y la discriminación raciales que eran tímidas y ambiguas, pero desde otra perspectiva, en la medida en que algunas de ellos operaban con un enfoque de inflexión marxista que relacionaba firmemente la desigualdad racial con las estructuras de clase, sentaron la base para entender el racismo estructural (Maio, 2001; Wade, 2010, pp. 52-9). Estas bases llevaron, desde la década de 1970 en adelante, a una extensa documentación y medición de la desigualdad racial y el rol de la discriminación racial; pero el análisis del racismo estructural estaba menos desarrollado. El mapeo de la desigualdad y la discriminación racial muchas veces adoptó dos formas principales, que podrían coexistir en un solo estudio de caso.

En primer lugar, se han usado datos cuantitativos para mostrar la desigualdad racial y aislar estadísticamente el efecto de la «raza» considerado como variable matemática que tiene impacto en, digamos, el ingreso, junto con otras variables, como el género, la edad, la ocupación, la educación, etc. (Lovell, 1994, 2006; Viáfara López, 2008; Viáfara López & Urrea Giraldo, 2006). Estos datos —que se han analizado con mayor rigor para Brasil y en Colombia ahora están poniéndose al día— han mostrado que la raza tiene un impacto en las oportunidades de vida de manera independiente y adicional a la clase. Una reciente adición a este corpus de trabajo usa el color de la piel, como variable independiente, medido en una escala de 1 a 11 por un entrevistador con una paleta de color (Telles & Project on Ethnicity and Race in Latin America, 2014). Aunque esto levantó algo de ampolla por su similitud con la antropometría del siglo XIX, implementada al servicio de la ciencia racista, era en realidad un intento por captar un factor —el color de la piel— que muchas veces se ha considerado clave de la desigualdad racial, pero que solo se recoge parcialmente en categorías de autoclasificación, como afrocolombiano o pardo. Los datos recopilados para Brasil, Colombia, México y Perú mostraban, por ejemplo, que el grado de educación tenía correlación más estrecha con el color de la piel que las categorías de identidad.

En segundo lugar, se han usado datos cualitativos para comunicar las experiencias de personas negras y de piel oscura que enfrentan la discriminación y el prejuicio raciales (Anderson, 2002; Burdick, 1998, 2013; Sheriff 2001; Streicker, 1995; Twine, 1998; Viveros Vigoya, 2002; Wade, 1993). Estos datos han revelado trauma y sufrimiento, así como actitudes racistas muy arraigadas; también han revelado que la discriminación racial puede operar dentro de familias y entre mestizos (Hordge-Freeman, 2015; Moreno Figueroa, 2012). Esos datos experimentales dejan entrever la operación del racismo estructural en la medida en que muestran cómo la raza y la clase van muchas veces de la mano, pero si el análisis se queda en el nivel de la experiencia, tiene dificultad para captar los procesos estructurales en juego. Estos procesos necesitan un análisis histórico, que puede revelar los efectos acumulativos de los mecanismos político- económicos y biopolíticos, que, cuando se articulan con las jerarquías de valor racializadas subyacentes que determinan que algunas vidas son más valiosas que otras, trabajan para reproducir la desventaja y el privilegio racializados (Cárdenas, 2012; Mosquera Rosero-Labbé & Barcelos, 2007; Restrepo, 2013; Restrepo & Rojas 2010; Wade, 1993).

Toda esta investigación cuantitativa y cualitativa ha preparado el camino para que la discriminación racial, y hasta cierto punto el racismo, se conviertan en una preocupación para el gobierno y en efecto para los mismos movimientos sociales negros, los cuales no siempre ponen el racismo en el centro de su atención. El paso más sencillo que puede dar el estado ha sido proscribir la discriminación racial, un primer paso dado por Brasil en 1951, con la ley Afonso Arinos. Esas leyes resultan ineficaces con frecuencia, porque un demandante debe presentar un caso, y el estándar de prueba requerido muchas veces es muy alto (Hernández, 2013, ch. 5). Pero se han logrado algunas victorias, con importantes resultados simbólicos (Meertens, 2009). Los gobiernos también han creado organismos para hacer seguimiento y evitar la discriminación racial —como el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación (Conapred) en México; la Secretaria Especial de Políticas de Promoção da Igualdade Racial (Seppir) en Brasil; el Observatorio de Discriminación en el Ministerio del Interior de Colombia. Las falsas políticas de integración de minorías son un problema aquí, y, por ejemplo, el cometido de Conapred es cubrir todas las formas de discriminación; esto diluye el interés en la discriminación racial y hace casi imposible dedicarse al racismo estructural, o siquiera pensar en él.

Los pasos más grandes los ha dado Brasil, donde se han mostrado con mayor claridad la desigualdad racial y el impacto de la discriminación racial, y donde la gran mayoría de la población negra vive en las ciudades, con lo que enfrentan problemas importantes de acceso a los mercados, aunque junto a muchos no negros que también viven en la pobreza (en algunas favelas, una cuarta parte de la población es blanca). En Brasil, el problema del racismo, que por largo tiempo ha sido central para la mayoría de activistas negros, fue finalmente reconocido por el estado en 1995 y llevó a una importante legislación para la acción afirmativa en la educación superior, la salud y, recientemente, en el empleo estatal. La Corte Suprema dictó un fallo en 2012 que reconocía de manera explícita el rol de la acción afirmativa para enmendar injusticias del pasado, que se habían incrustado en el sistema social y generado racismo estructural. Sin embargo, la Ley de Cuotas sociales de 2012 dio preeminencia a los criterios de clase, mientras los raciales adoptaron un rol subordinado. En línea con esto, dos terceras partes de los brasileños piensan que la acción afirmativa basada en la raza es justa (Hernández, 2013, p. 157), pero la investigación indica que el respaldo de la mayoría a la acción basada en la raza realmente tiene sus orígenes en ideas más generales sobre la desigualdad social (Schwartzman & da Silva, 2012). Esto revela una idea de que la raza y la clase están imbricadas estructural e inexorablemente, algo necesario para llegar a entender la operación del racismo estructural, pero que también corre el riesgo de reducir la raza a la clase, borrando su especificidad, restándole importancia y socavando la razón de ser de la acción afirmativa basada en la raza que muchos activistas negros apoyan enérgicamente. La articulación de raza y clase —siempre un tema espinoso en los estudios sobre desigualdad racial en América Latina— sigue siendo un problema delicado.

En Colombia, las cosas tomaron una vía algo diferente. Aunque se establecieron las acciones afirmativas en 1993 (Ley 70) y de ahí en adelante, estas se dirigieron a los afrocolombianos como «grupo étnico» culturalmente distinto, localizado en la subdesarrollada región costera del Pacífico, donde en realidad solo vivía una minoría de los afrocolombianos (Restrepo, 2013; Wade, 1995). El movimiento social negro, que se había centrado con mucha fuerza en el racismo de las décadas de 1970 y 1980, ahora experimentó un crecimiento acelerado, pero muchas veces participó de esta etnización, en la que no se hacía énfasis en la discriminación racial o el racismo. Aunque la Corte Constitucional justificó la Ley 70 en términos de desventaja histórica, solo hace poco comenzó a aparecer la cuestión del racismo en las agendas de gobierno, aunque de manera limitada, centrada principalmente en temas de discriminación, más que en el racismo estructural (Wade, 2009a). Por ejemplo, el estado ha hecho oídos sordos en gran medida a la idea de las reparaciones, vistas a la luz de la historia de la esclavitud (Mosquera Rosero-Labbé & Barcelos 2007). La grave situación de los afrocolombianos desplazados por la violencia desde la región pacífica a las ciudades del interior, por ejemplo, considera el gobierno que requiere atención, pero como emergencia a corto plazo causada por problemas contingentes de desorden público, más que como problema ligado a mecanismos profundamente arraigados de exclusión racializada, ligados a procesos subyacentes de desarrollo político-económico y gobernabilidad biopolítica (Cárdenas, 2012; Escobar, 2004). Los movimientos sociales negros se están reorientando cada vez más para incluir un centro de atención en el racismo, pero en formas bastante variadas. La organización Chao Racismo, por ejemplo, promueve la creación de empresas por parte de población negra para crear una clase media negra y romper la conexión estereotipada entre la negridad y la baja condición social; en contraste, la organización Cimarrón tiene una visión más estructural del racismo.

En Colombia, como en Brasil, la manera como se articula la desigualdad racial con la desigualdad social sigue siendo en términos más generales un terreno en disputa para el análisis académico y la política social. En América Latina, puede decirse que la raza se experimenta en gran parte por medio del sistema de clases. Para adaptar el planteamiento de Stuart Hall —de que la «raza es la modalidad en que se “vive” la clase» (Hall, 1980, p. 340)— puede decirse que «la clase es la modalidad en que se vive la raza». Esto no significa que pueda reducirse la raza a la clase —es decir, a justificarse (de manera convincente) en esos términos— o que la raza sea insignificante en comparación con la clase. Por el contrario, intenta localizar la operación del racismo estructural en América Latina.

Interesante en este aspecto es la experiencia cubana. Bajo el gobierno de Castro, un ataque general a las desigualdades de clase sin duda ayudó a los afrocubanos, quienes estaban concentrados en las clases inferiores. Pero al parecer eso no fue suficiente para erradicar el fuerte racismo en la sociedad cubana. De hecho, el racismo resurgió durante el «periodo especial» tras el colapso de la Urss, que trajo consigo la privatización en aumento de varios sectores de la economía, especialmente por medio del turismo (De la Fuente, 2001; Pérez Sarduy, 1998; Perry, 2015; Sawyer, 2006). El racismo no puede abordarse únicamente mediante la reforma de las estructuras de clase, aun de forma radical, incluso si dicha reforma es necesaria para tratar el racismo estructural.

Blancura

Un énfasis en el racismo estructural dirige nuestra mirada analítica hacia el privilegio y la blancura, y nos recuerda que el racismo no tiene que ver solo con la exclusión de subordinados, sino también con la inclusión de otras personas en un espacio de privilegio. Esta dinámica de inclusión/exclusión es un proceso relacional que separa a las personas en múltiples niveles: el privilegio no es solo un asunto de élites, sino que es inmanente a la jerarquía.

Los «estudios sobre la blancura» se han puesto en boga en las ciencias sociales y las humanidades, en un intento por interrogar la posición y el sujeto «sin marcas», lo que los revela como inmersos en un proceso de construcción histórica y como dependientes del subordinado racial para su existencia, y desvela las evasiones y desaprobaciones del poder y la jerarquía que son típicos de quienes ocupan una posición sin marcas (Kolchin, 2002; Nayak, 2007; Roediger, 2006). Los críticos de esta tendencia señalan los riesgos de esencializar un nexo entre los cuerpos blancos y la blancura como posición estructural de privilegio; el enfoque debe estar en lo último, no en lo primero. También existe el peligro de que el interés por la blancura acarree la consecuencia imprevista de marginar nuevamente la no blancura (Nayak, 2007).

Es posible que los estudios sobre la formación racial en América Latina lleven un poco de ventaja en términos de estudios sobre la blancura, en la medida en que el «blanqueamiento» ha sido un tema clave durante largo tiempo, entendido este tanto como una versión racista de las ideologías de mestizaje en la construcción de nación, que buscaban atraer a inmigrantes europeos para «mejorar» la población nacional (Leal & Langebaek, 2010), y como proceso individual de movilidad ascendente mediante el cual las personas se distancian de la negridad (y la indigeneidad) cambiando su comportamiento y medio social y quizás hallando una esposa de piel más clara (Stolcke, 1992) —proceso que podría, o no, estar motivado por un deseo de escapar a la negridad (Wade, 1993, ch. 17). El tema del blanqueamiento dirigió algo de atención analítico hacia la blancura; también invitó a entender la blancura como algo relacional, es decir, la blancura era algo deseado, pero quizás solo parcialmente logrado; lo que importaba era ser más blanco de lo que se había sido anteriormente, en lugar de simplemente blanco.

Sin embargo, los estudios sobre la blancura no desarrollaron necesariamente estas posibilidades relacionales hasta hace poco. Moreno Figueroa (2010), por ejemplo, expone que en México, la blancura como tema clave se diluye con las ideas sobre el ser mestizo, que connotan similitud e igualdad. Coexisten con estas nociones de igualdad ideas sobre el valor de la blancura relativa, que permiten a una persona mestiza discriminar (contra alguien que considera más oscuro que ella) y sentirse discriminada frente a otro (como, por ejemplo, más oscuro que un hermano preferido). En México, la blancura no está solo no marcada, porque los mestizos son conscientes de que pueden estar dentro y fuera de ella, lo que la hace relacional y precaria. Un libro reciente, editado por Alberto & Elena (2016), cuestiona la blancura asociada por mucho tiempo con Argentina, anotando el tortuoso proceso mediante el cual esa imagen se ha construido en el tiempo. Reconocen que la blancura argentina es no solo un mito, sino una realidad compleja y contradictoria, exclusiva, por supuesto, pero también inclusiva (ha absorbido en formas desiguales a judíos, afroargentinos e indígenas). La idea de Argentina como relativamente blanca se ve ensombrecida y perseguida por vestigios persistentes de pardura, negridad e indigeneidad, presentes en la cocina (cocina criolla), la política (las cabecitas negras era un término que se aplicaba a los seguidores de Perón entre la clase obrera), las historias familiares (mujeres blancas que recuerdan abuelos de piel oscura) y diferencia regional (como los gauchos de las pampas). Esos vestigios son, por supuesto, bien conocidos en otros países latinoamericanos.

Movimientos sociales negros y mestizaje hoy en día

En mi opinión, una clave para entender el lugar de los afrodescendientes en las formaciones raciales latinoamericanas es la coexistencia simultánea de procesos que reproducen la jerarquía y la diferencia raciales con procesos que anulan la diferencia racial y, por ende, la jerarquía racial (sin deshacer por eso la jerarquía en términos más generales). El mestizaje como ideología y conjunto de prácticas contiene ambas posibilidades como realidades vividas.

En una aproximación común, se considera el mestizaje una ideología piramidal que disfraza el racismo y la jerarquía racial bajo una «capa» de aparente similitud (Hernández, 2013, p. 4); es un «instrumento ideológico al servicio de las élites blancas y blancas-mestizas» (Rahier, 2014, p. 79). En otra, aproximación más matizada, se considera el mestizaje como con dos caras opuestas: una desde arriba, que intenta crear homogeneidad, y una desde abajo, adoptada por subalternos racializados, que celebra la diversidad y cuestiona la imposición de la homogeneidad racializada (Klor de Alva, 1995; Mallon, 1996). En este sentido, los académicos han mostrado cómo las nociones subalternas del ser mestizo pueden rebatir versiones dominantes, afirmando la posibilidad de ser a la vez mestizo e indígena o negro (De la Cadena, 2000; French, 2009). Ambos enfoques generales subestiman precisamente la imbricación simultánea de exclusión e inclusión, en la que ambas tendencias son inmanentes entre sí (Wade, 2009b, pp. 158-9). Los mismos procesos y lugares sociales que actúan como modos de anulación de la diferencia y la jerarquía raciales —como el matrimonio y las relaciones sentimentales en la diferencia racial, o las familias mixtas resultantes de dichas relaciones, o la existencia de categorías mayoritarias de «mestizos»— también son lugares donde puede reproducirse por la fuerza la jerarquía racializada, en forma visceral.

En este contexto, los movimientos sociales étnicos y raciales generalmente ponen de relieve (y cuestionan) las múltiples exclusiones de las formaciones raciales latinoamericanas, desde la invisibilización hasta la marginación y la estigmatización de las minorías raciales y étnicas. Al hacerlo, por lo general hacen énfasis en la diferencia cultural a lo largo de líneas raciales y étnicas, demandando el derecho al espacio y el respeto por éste. Aunque buscan inclusión en formas diversas, no están predispuestas a verla como un elemento ya existente. Sin embargo, enfrentan el problema de que las ideologías del mestizaje han logrado adaptarse con mucha destreza a las demandas de inclusión de la diferencia, precisamente porque la diferencia siempre era inmanente a estas ideologías. El multiculturalismo oficial no es en realidad la ruptura radical de ideologías homogeneizantes previas que parecía ser. La lucha entonces se centra en cómo exactamente debe tratarse la diferencia racializada dentro de un país: los organismos gubernamentales intentan reducir el ámbito del reconocimiento, haciéndolo muchas veces falso o dejando de implementar plenamente las medidas acordadas en el papel; los movimientos sociales por lo general tratan de ampliar ese ámbito, presionando para recibir más recursos del estado y más oportunidades para sus integrantes, y pidiendo políticas diferencialistas. Aun la postura integracionista adoptada por organizaciones como Chao Racismo o Color de Colombia, en Colombia, que promueven el éxito económico y educativo entre la población negra, implica necesariamente un enfoque diferencialista en la medida en que ese éxito, para que sea algo más que falsas políticas de integración de minorías, requiere sin duda de apoyo dirigido a la población negra más pobre.

El desafío tiene que ver entonces con el grado en el que se abordan —o, por otro lado, se ignoren— los procesos estructurales de exclusión racializada. En este aspecto, es evidente que abordan los procesos estructurales implica mucho más que los reconocimientos explícitos que incluyen la política identitaria y el multiculturalismo, sin importar lo valiosos que estos puedan ser. Es por esto que los movimientos sociales negros (e indígenas) abordan problemas de tierras, ecología, agua, salud, educación (no solo en términos de los currículos que buscan incluir, digamos, la historia africana, sino en términos de acceso a oportunidades de educación), seguridad y violencia, y desigualdad de género. La tarea es mostrar cómo operan las exclusiones racializadas en estos distintos campos, en los que las desigualdades y exclusiones están de todos modos firmemente arraigados, pero que también se nutren de estereotipos racistas que consideran que algunas vidas merecen menos atención y cuidado que otras. Por ejemplo, las altísimas tasas de violencia policial que padecen los brasileños negros son consideradas por muchos de estos mismos brasileños negros ordinarios como el producto corriente de un cuerpo de policía muy propenso a tirar del gatillo en un contexto en el que la pobreza genera delincuencia; los patrones racializados de la violencia no llaman su atención (Lamont et al. 2016, p. 167). Pero no cabe duda de que los estereotipos raciales —que sostienen policías negros y no negros por igual— desembocan en esas tendencias.

Entre más abordan los movimientos sociales las exclusiones estructurales profundamente arraigadas, más resistencia oponen el estado y sectores privilegiados de la sociedad que se sienten amenazados. Esto se torna evidente en la violencia que padecen los movimientos y las comunidades negras (e indígenas) que participan en esas luchas; de ese modo, en Colombia, donde la violencia muchas veces es perpetrada por el sector privado, posiblemente actuando en representación del estado (Escobar 2004; Oslender 2004; Wade 2016), la violencia muchas veces no tiene una motivación racial directa, pero se nutre de las jerarquías de valor racializadas implícitas y reproduce las exclusiones racializadas.

Entre tanto, la posibilidad de reconocer el potencial del mestizaje para anular la diferencia racial sigue siendo extendido, no solo como una táctica de los privilegiados para confundir la jerarquía y la violencia racializadas, sino como una realidad vivida día a día, pero parcial. El mestizaje conserva esta fuerte posibilidad, porque, como todas las ideologías exitosas, comunica «una versión de la realidad social que es suficientemente real y reconocible» para resonar con las vidas de las personas (Sue, 2013, p. 182, citando a Terry Eagleton).

Por ejemplo, en Brasil es bien conocido que los cánones de belleza femenina están fuertemente estructurados por valores racializados que benefician la blancura (relativa): el cabello afro es «malo», lo que lleva a muchas mujeres negras a alisarlo; la piel oscura es «fea», lo que motiva a muchas mujeres negras a aclararla; los cirujanos plásticos ofrecen mejorar la «nariz negroide», etc. En este contexto, el Instituto de Beleza Natural ha tenido mucho éxito ofreciendo tratamientos para «aflojar» en lugar de estirar el cabello afro; la apariencia racial nunca se menciona y la promesa es que la apariencia «mejorada» ayudará a las mujeres a progresar en su entorno laboral. Es cierto en parte que esto «contribuye a una ideología racial que silencia cualquier pregunta [sobre la raza]» y «se aprovecha de las ansiedades raciales de las mujeres negras» (Hordge-Freeman, 2015, p. 95). Pero también se alimenta de las experiencias reales de las mujeres de una sociedad de mayoría mestiza en la que muchísimas mujeres tienen piel morena (no blanca ni negra) y cabello ensortijado (no liso ni afro). Esto no significa que la mujer multirracial esté libre de los efectos de la jerarquía racializada —por el contrario, es bien sabido que su cuerpo es exactamente un lugar para el funcionamiento de dichos efectos—, pero significa que la posibilidad de ser mezclado, ni negro ni blanco, es una realidad, no solo un mito. Las realidades de la exclusión y la inclusión son inmanentes entre sí y presentes en forma simultánea, y esto da una particularidad persistente a las formaciones raciales basadas en el mestizaje, la cual plantea desafíos para el antirracismo.

Conclusión

Por motivo de espacio y mis intereses particulares, esta visión general ha sido selectiva. Solo toqué algunas cuestiones de género, que han sido importantes en los estudios sobre afrodescendientes (Wade, 2009b); no abordé cuestiones de alianzas y relaciones indígenas-negros, que también ameritan mayor atención (Wade, 2010, 2018). Me he centrado en cuestiones de racismo, pues estas me parecen un aspecto central y de algún modo poco estudiado. He hecho énfasis en la necesidad de descifrar el racismo estructural e ir más allá de los paradigmas de discriminación, entendidos como tema genérico, o de discriminación racial entendida simplemente como mecanismos de exclusión y estigmatización directos (Lamont et al., 2016). Debemos ahondar más y poner en práctica una perspectiva más amplia en economía política y biopolítica, que nos permita ver la política y las categorías raciales en relación con estructuras de clase y regímenes de gobernanza cambiantes. La neoliberalización es vital para entender la política del multiculturalismo en la región (Hale, 2005) y la situación específica de las comunidades negras en la región costera del Pacífico colombiano, que sufre el impacto de la violencia que azota la región, y a su vez tiene conexión con las prioridades de desarrollo y las luchas de poder por aquellas. Los debates sobre la acción afirmativa en Brasil y Colombia deben considerarse en el contexto del apretón económico que experimentan las clases medias en ambos países.

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Notas

[1] Este artículo es producto de la investigación realizada por el autor sobre estudios afrodescendientes en América Latina, y llevada a cabo en la Universidad de Manchester.

Notas de autor

[2] Ph.D en antropología social, Cambridge University.
[3] Antropología Social, Escuela de Ciencias Sociales.
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