Artículos
CAPITALISMO RACIAL: EL CARÁCTER NO OBJETIVO DEL DESARROLLO CAPITALISTA 1
Racial Capitalism: The Nonobjetive Character of Capitalist Development
Capitalismo racial: o caráter não objetivo do desenvolvimento capitalista
CAPITALISMO RACIAL: EL CARÁCTER NO OBJETIVO DEL DESARROLLO CAPITALISTA 1
Tabula Rasa, núm. 28, 2018
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 12 Marzo 2017
Aprobación: 13 Agosto 2017
Resumen: «La civilización europea no es producto del capitalismo. Por el contrario, el carácter del capitalismo puede entenderse únicamente en el contexto social e histórico de su aparición». Esta es una de las tesis revolucionarias presentes en el histórico libro Black Marxism. The Making of the Black Radical Tradition. Cedric J. Robinson desarrolla en este extracto fundamental de este escrito una crítica a las interpretaciones convencionales, que desde el poso común de la metafísica occidental en el que se construye el marxismo, son desplegadas para explicar la emergencia de la burguesía. Parte de las claves de una nueva lectura sobre este aspecto esencial de la lectura materialista de la historia moderna, se encuentran en una revisión exhaustiva de los particularismos, conflictos y tensiones existentes en el interior de las sociedades feudales europeas.
Palabras clave: capitalismo, racismo, sistema-mundo, genealogía.
Abstract: “European civilization is not the result of capitalism. On the contrary, the character of capitalism can only be understood in the social and historical context of its emergence”. This is one of the breakthroughs in the foundational book Black Marxism. The Making of the Black Radical Tradition. In this fundamental section, Cedric J. Robinson deploys some criticism to the conventional renderings taken from the common pool of Western metaphysics upon which Marxism rests, used to explain the emergence of bourgeoisie. Some of the keys to this new reading of this essential issue in a materialist view of modern history are to be found in a thorough review of particularisms, conflicts and strains existing inside European feudal societies.
Keywords: capitalism, racism, world-system, genealogy.
Resumo: «A civilização europeia não é produto do capitalismo. Pelo contrário, o caráter do capitalismo somente pode se entender no contexto social e histórico de sua emergência». Esta é uma das teses revolucionárias presentes no livro histórico Black Marxism. The Making of the Black Radical Tradition. Cedric J. Robinson desenvolve neste trecho fundamental de seu escrito una crítica às interpretações convencionais que, a partir da fonte comum da metafisica ocidental em que o marxismo é construído, são usadas para explicar a surgimento da burguesia. Parte das chaves de uma nova leitura sobre esse aspecto essencial da leitura materialista da história moderna encontram-se numa revisão exaustiva dos particularismos, conflitos e tensões existentes nas sociedades feudais europeias.
Palavras-chave: capitalismo, racismo, sistema-mundo, genealogia.
El desarrollo histórico del capitalismo mundial estuvo influenciado de una manera absolutamente fundamental por las fuerzas particularistas del racismo y el nacionalismo. Esto sólo podía ser cierto si los orígenes sociales, psicológicos y culturales tanto del racismo como del nacionalismo se anticiparon en el tiempo al capitalismo y formaron un todo con esos eventos que contribuyeron directamente a su organización de la producción y el intercambio. La sociedad feudal es la clave. Más específicamente, los compromisos, estructuras y ambiciones en conflicto que comprendieron la sociedad feudal se conceptualizan mejor como los de una civilización en desarrollo que como elementos de una tradición unificada.
Los procesos mediante los cuales surgió el sistema mundo contuvieron una oposición entre las ideas centrales racionalistas de una visión del mundo economicista y los momentos políticos de la lógica colectivista. El estado feudal, un instrumento de notoria importancia para la burguesía, debía demostrar ser tan consistentemente antitético para la integración comercial representada por un sistema mundo como lo fue para la idea del cristianismo. Tampoco el Estado ni después la nación podían deshacerse de las psicologías e intereses particularistas que actuaban como contradicciones para una comunidad global. Una consecuencia fundamental del conflicto entre esas dos tendencias sociales fue que los capitalistas, como los arquitectos de este sistema, nunca alcanzaron la coherencia de la estructura y la organización que habían sido la promesa del capitalismo como sistema objetivo 4 . Por el contrario, la historia del capitalismo de ningún modo se ha diferenciado de épocas anteriores en lo que respecta a las guerras, las crisis materiales y los conflictos sociales. Una consecuencia secundaria es que la crítica del capitalismo, hasta el punto en que sus protagonistas han basado sus análisis sobre el presupuesto de una racionalidad económica determinante en el desarrollo y la expansión del capitalismo, se ha caracterizado por una incapacidad de aceptar la dirección de los desarrollos del sistema mundo. El marxismo, la fuerza dominante que ha adoptado la crítica al capitalismo en el pensamiento occidental, incorporó debilidades teóricas e ideológicas que se desprendían de las mismas fuerzas sociales que sentaron las bases de la formación capitalista.
La creación del capitalismo fue mucho más que un asunto de desplazamiento de los modos feudales y las relaciones de producción por otros capitalistas (Sweezy, et al., 1976) (Marx, 1965). Sin duda, la transformación de las estructuras económicas de la Europa no capitalista (específicamente el mercado, el comercio y los sistemas de producción mediterráneo y europeo occidental) en formas capitalistas de producción e intercambio fue parte importante de este proceso. Sin embargo, la primera aparición del capitalismo en el siglo XV involucró también otra dinámica (Braudel, 1973). Los complejos sociales, culturales, políticos e ideológicos de los feudalismos europeos contribuyeron más al capitalismo que los «grilletes» sociales (Marx, 1972, pp. 158-161), que precipitaron la burguesía a revoluciones sociales y políticas. Ninguna clase fue creación suya. Sin duda, el capitalismo fue menos una revolución catastrófica (negación) de los órdenes sociales feudalistas que la extensión de estas relaciones sociales en el tapiz mayor de las relaciones políticas y económicas del mundo moderno. Históricamente, la civilización que evolucionó en los extremos occidentales del continente asiático/europeo, y cuya primera consecuencia es la Europa medieval (Latouche, 1961), pasaron con pocas disyunciones del feudalismo como modo dominante de producción dominante al capitalismo como dominante modo de producción. Y desde sus mismos comienzos, esta civilización europea, que contenía particularidades raciales, tribales, lingüísticas y regionales, se construyó sobre diferencias antagónicas.
Formación de Europa
La base social de la civilización europea estaba «entre aquellos a quienes los romanos llamaban “bárbaros”» (Kropotkin, s.f., pp. 117-18; Pirenne, 1968, pp- 17-19; Bark, 1958, pp. 26-27) 5 . Antes de los siglos XI o XII, el uso del significado colectivo del término «bárbaro» era principalmente función de la exclusión en lugar de un reflejo de cualquier consolidación importante entre esos pueblos. El término significó que los «bárbaros» tuvieron sus orígenes históricos más allá del alcance civilizador del derecho romano y el antiguo orden social imperial romano. La «Europa» del siglo IX por la que clamaron paternidad la familia carolingia y sus secuaces era un tanto limitada geopolíticamente y tuvo una existencia algo corta y triste (Halecki, 1963). Lo interesante es que por varios siglos luego de las muertes de Carlomagno y sus herederos inmediatos (el último fue Arnulf, muerto en 899), tanto el emperador como Europa eran más leyenda popular y retórica clerical que manifestaciones de realidad social (de Rougemont, 1966; McMillan, 1965). La idea de Europa, ya no más un proyecto realista, se transfirió de un orden social mundano al de un reino espiritual: el cristianismo.
De hecho, esos pueblos a los que griegos y romanos se referían colectivamente como bárbaros eran de diversas razas con culturas muy diferentes (Chadwick, 1945). La diversidad de sus lenguas es, quizás, una medida de sus diferencias. Pero al usar esta medida, debemos tener cuidado de los esquemas de clasificación de esas lenguas que reducen la realidad de sus números a simples agrupamientos como las lenguas celta, itálica, germánica, báltico-eslava y albanesa 6 .
La evidencia directa e indirecta indica que un mapeo más auténtico de las lenguas de los protoeuropeos sería mucho más complejo. Por ejemplo, H. Munro Chadwick, incluso en 1945, podía localizar a descendientes sobrevivientes de esas varias lenguas entre las lenguas gaélicas, galesas y bretonas de Francia y Gran Bretaña; los idiomas y dialectos portugués, español, catalán, provenzal, francés, italiano, sardo, alpino y rumano, del sur y el oeste de Europa; los idiomas inglés, frisio, neerlandés, alemán, danés, sueco, noruego e islandés, de Inglaterra, Escocia, Países Bajos, Alemania y Escandinavia; los idiomas ruso, búlgaro, yugoslavo, esloveno, eslovaco, checo, polaco y lusitano, y dialectos del centro y el este de Europa; y las lenguas letona y lituana del norte de Europa. Pero incluso la lista de Chadwick era solo de las lenguas que habían sobrevivido «el milenio de Europa». La lista se extendería considerablemente si se considera que las lenguas que existían en esta zona al comienzo de esta época ya no se hablaban (por ejemplo, latín, córnico y prusiano), junto con esas lenguas de pueblos que precedieron las migraciones del norte y el este de los bárbaros de Roma (por ejemplo, vasco, etrusco, osco y umbro) 7 .
Los pueblos ostrogodos, visigodos, vándalos, suevos, burgundios, alamanes y francos —es decir, los bárbaros— cuyo impacto en los destinos del imperio romano tardío del siglo V fue rápido y dramático (Pirenne, 1968), eran de hecho una pequeña minoría de miles entre los millones del Estado en decadencia. Henri Pirenne (1968), basado en los estimativos de Emile-Felix Gautier y L. Schmidt, relata que los ostrogodos y visigodos pueden haber alcanzado los 100.000 cada uno, los vándalos 80.000, y los burgundios 25.000. Más aún, los estratos guerreros de cada reino se estiman de manera consistente en un 30 por ciento de sus poblaciones. De otro lado, el imperio que invadieron contenía entre 50 y 70 millones de personas. Pirenne (1968) concluye cautamente:
Todo esto es conjetura. Nuestro estimativo sin duda sobrepasaría la verdad, si, para las provincias del oeste más allá de los límites, calculamos que el elemento germano constituye el 5 por ciento de la población. 8 (p.37)
Lo más importante es que la gran mayoría de los bárbaros «no vinieron como conquistadores, sino exactamente como, en nuestro día, norafricanos, italianos, polacos cruzaron a la Francia metropolitana en busca de trabajo» (Latouche, 1961, p.70). En un tiempo relativamente corto, en las tierras europeas más australes circunscritas por el imperio romano occidental, estos pueblos fueron completamente asimilados por los pueblos indígenas como mano de obra principalmente esclava (Latouche, 1961; Pirenne, 1968). El patrón ya era familiar en la civilización agonizante del Mediterráneo a la que deseaban unirse (Snowden, 1970), algo que necesitaban desesperadamente 9 . Es importante también darse cuenta de que con respecto a la civilización europea emergente, cuyos comienzos coinciden con las llegadas de esos mismos bárbaros, la mano de obra esclava como base crítica de la producción se mantendría sin ninguna interrupción importante en el siglo XX (Davis, 1966) 10 .
De la familia rústica que caracterizó a los romanos e incluso a los primeros griegos (doulos) la producción rural en vastos predios, a través de los manucipia de los colonicae y latifundios mansi de las eras merovingias (481-752) y carolingias, los villanos feudales de la Europa y la Inglaterra medievales occidentales, y los sclavi de los comerciantes genoveses y venecianos que dominaron el intercambio comercial en el Mediterráneo del siglo XIII al XVI, la mano de obra esclava persistió como aspecto de la producción agraria europea hasta la era moderna 11 . Ni la servidumbre feudal ni el capitalismo tuvieron como resultado la eliminación o reducción de la esclavitud (Davis, 1966). Como máximo (es lo que algunos sostienen), su organización sirvió para reubicarla (Wallerstein, 1974) 12 .
Pese a la «romanización» de los godos del sur, o, visto de otra manera, debido a eso, las tribus germánicas establecieron los límites administrativos generales que marcarían las naciones de la moderna Europa occidental. Los reinos que fundaron, principalmente bajo las normas de la hospitalitas romana y de conformidad con la administración romana (Pirenne, 1968) 13 , fueron en gran medida los predecesores de Francia, Alemania, España e Italia.
Sin embargo, no debemos olvidar que en la reconstrucción histórica, una época medieval debe intermediar entre estas dos épocas. La Europa medieval, aunque aún agrícola en su economía, suponía una existencia mucho más violenta para esclavos, campesinos, agricultores, artesanos, terratenientes, clérigos y nobles por igual de lo que hubiera sido la circunstancia para sus predecesores en el Imperio. La vida urbana declinó, dejando en ruinas las antiguas ciudades (Latouche, 1961; Pirenne, 1937), el comercio a larga distancia, especialmente en las rutas marítimas, declinó de manera dramática 14 . Latouche (1961) resume:
El balance de la economía merovingia es singularmente decepcionante. La palabra «descompuesta» ahora de moda, aunque desagradable, lo describe a la perfección. Ya sea en la esfera de la vida en las villas, el comercio, el trueque, moneda, obras públicas, transporte, en todas partes hallamos la misma política del descuido, la misma negación egoísta a iniciar reformas. De esta desastrosa tendencia al laissez-faire, que dejaba a hombres y cosas como siempre habían sido, dejando inmutable su forma de vida tradicional, surgió la ilusión de que el mundo antiguo aún perduraba; eso, en realidad, no era más que una fachada. (Latouche, 1961, p. 139)
El Imperio Carolingio hizo poco para reparar la «descomposición» que anticipóla reestructuración de Europa en términos feudales. Las conquistas musulmanasdel Mediterráneo en los siglos VII y VIII habían privado a las economías europeasde la vitalidad urbana, comercial, productiva y cultural que requerían parareconstruirse. Pirenne lo planteó con audacia:
Los puertos y las ciudades fueron abandonados. Se cortó el vínculo con Oriente, y no había comunicación con las costas sarracenas. No había más que muerte. El Imperio carolingio presentó el contraste más notable con el bizantino. Era puramente un poder continental, pues no tenía salidas. Los territorios mediterráneos, anteriormente las partes más activas del imperio, que apoyaban la vida del todo, eran ahora las más pobres, las más desoladas, las que sufrían las amenazas más constantes. Por primera vez en la historia el eje de la civilización occidental se desplazó hacia el norte, y por muchos siglos permaneció entre el Sena y el Rin. Y los pueblos germánicos, que hasta el momento habían desempeñado únicamente el rol negativo de destructores, fueron llamados a desempeñar un papel positivo en la reconstrucción de la civilización europea. (Pirenne, 1968, pp. 184- 185; Braudel, 1973, p. 222)
Latouche, aunque difería con Pirenne en muchos de los pormenores de la respuesta carolingia a la pérdida del Mediterráneo, finalmente concordó:
[E]l imperio se separó menos de medio siglo después de su creación, y Carlomagno no hizo nada para evitarlo, y ni siquiera intentó retrasar, el desarrollo de las instituciones feudales, que tan grande amenaza suponían para el futuro... un mundo en el que no había grandes intereses comerciales, ni industrias, y en el que predominaba la actividad agrícola. (Latouche, 1968, pp. 173-174)
La vida urbana, el comercio y los sistemas de mercado que incorporaron las mercancías del comercio a grandes distancias no retornaron a Europa hasta antes de fines del siglo XI, y más probablemente durante el siglo XII (Latouche, 1968) 15 . Para ese momento, la profundidad a la que había llegado la degradación de la vida europea puede tal vez expresarse mejor en la aparición del canibalismo comercializado 16 .
La primera burguesía
Dentro de esa tierra deprimida donde pocos se sustraían a la autoridad de una clase dominante de intelecto retrógrado y carente de imaginación comercial, donde el hambre y las epidemias eran el orden natural de las cosas, y donde las ciencias del mundo antiguo hacía mucho habían sido desplazadas como base del desarrollo intelectual por las fábulas teológicas y la demonología (Bark, 1958), apareció la figura a la cual los teóricos sociales europeos atribuyen la generación de la civilización occidental: la burguesía. El comerciante era tan ajeno a la sociedad feudal como los bárbaros invasores lo habían sido al Imperio. Al contrario de los mercaderes mediterráneos (Pirenne, 1937; López & Raymond, 1955), los orígenes de la burguesía en Europa occidental son oscuros. No cabe duda de que esto se debe en gran medida al hecho de la inevitable escasez de documentación histórica donde la civilización, en el sentido formal de cultura urbana, ha desaparecido en su mayor parte, y donde la vida es registrada por una élite de la tierra y la iglesia preocupada mayormente por su propia experiencia, a la par que hostil hacia el comercio (Pirenne, 1948). No obstante, es claro que la clase comerciante de Europa occidental —«una clase de desarraigados» (Pirenne, 1937, p.44) — se cristalizó dentro de un orden social para el cual era un fenómeno extrínseco.
La organización económica de la producción de los terrenos feudales fue caracterizada por Pirenne como una «economía doméstica cerrada que podríamos llamar, con mayor exactitud, la economía de los no mercados» (Pirenne, 1948, p. 6). De hecho, había mercados, locales, pero su función y existencia no hacían parte del desarrollo de los intercambios a larga distancia que fueron la base del desarrollo de la clase comerciante. Los mercati, cuya existencia precedió a la burguesía, no comerció con mercancías, sino con víveres al por menor (Pirenne, 1937). El factor «interno» del orden feudal que contribuyó a la aparición de la burguesía fue el aumento de la población en el siglo XI. Este incremento básicamente había puesto a prueba la producción feudal:
Tuvo como resultado la separación de la tierra de un número cada vez más importante de personas y su entrega a esa existencia errante y azarosa que, en toda civilización agrícola, es la suerte de quienes ya no tienen raíces en la tierra. Multiplicó la muchedumbre de vagabundos... Caracteres enérgicos, templados por la experiencia de una vida llena de lo inesperado, deben haber abundado entre ellos. Muchos sabían otras lenguas y estaban versados en las costumbres y necesidades de diversos lugares. Si una oportunidad afortunada se presentara... ellos estaban notablemente bien dotados para sacar provecho de ella... Las hambrunas se multiplicaban en toda Europa, unas veces en una provincia, otras en otra, por ese inadecuado sistema de comunicaciones, y aumentaba aún más las oportunidades, para quienes sabían cómo usarlas, de enriquecerse. Unos cuantos sacos de trigo en el momento oportuno, transportados al punto indicado, bastaban para generar enormes ganancias... De seguro no pasó mucho tiempo antes de que nuevos ricos hicieran su aparición en medio de esta miserable multitud de míseros vagabundos descalzos en el mundo. 17 (Pirenne, 1948, pp. 114-115)
Al comienzo, antes de que pudieran describirse propiamente como burguesía, estos comerciantes viajaban de una región a otra, su supervivencia dependía de su movilidad y de la capacidad para aprovechar las frecuentes rupturas y fallas de la reproducción de poblaciones sumidas en la tierra señorial. Su movilidad también puede haber sido causada por el hecho de que muchos de ellos no nacieron libres y por ende buscaban un respiro de su condición social huyendo de sus amos: «En virtud de la existencia errante que llevaban, en todas partes eran vistos como extranjeros» (Pirenne, 1948, p.126) 18 . Por seguridad viajaban muchas veces en pequeños grupos —un hábito que se prolongaría en su periodo más sedentario. No pasó mucho tiempo antes de que comenzaran a fundar porti (bodegas o puntos de transferencia para mercancías) fuera de los burgos (las fortalezas de los nobles germanos), obispados y pueblos que se extendían sobre las principales rutas de la guerra, las comunicaciones, y más adelante, el comercio internacional. Fueron estos porti, o colonias mercantes, las que fundaron, en su mayoría, las ciudades medievales del interior de Europa. Fue en este punto que los mercaderes de Europa se hicieron burguesías (burguenses). Para comienzos del siglo XII, estas burguesías ya habían comenzado la transformación de la vida europea tan necesaria para el surgimiento del capitalismo como organización dominante de la producción europea.
La burguesía europea occidental refundó los centros urbanos situándolas en el intercambio entre el Mediterráneo, Oriente y el norte de Europa:
[En el siglo X] aparece en textos anglosajones la palabra «puerto», empleada como sinónimo de las palabras latinas urbes y civitas, e incluso en el día de hoy el término «puertos» se junta comúnmente en los nombres de las ciudades de cada tierra de habla inglesa.
Nada muestra con mayor claridad la estrecha conexión que existía entre el resurgimiento económico de la Edad Media y los comienzos de la vida urbana. Estaban tan íntimamente relacionado que la misma palabra que designaba un asentamiento comercial servía en uno de los grandes idiomas de Europa para designar el pueblo mismo. 19 (Pirenne, 1948, pp. 143-144)
En otra parte, Pirenne (1937) lo plantea de manera más sucinta: «Europa se ‘colonizó’, gracias al aumento de sus habitantes» (p. 81). Flandes —situada geográficamente para atender el comercio de los mares del norte, y de gran importancia económica por la industria flamenca de telas— fue el primero de los principales centros de comercio europeos. Poco después de Flandes vinieron Brujas, Gante, Ypres, Lille, Douai, Arras, Tournai, Cambrai, Valenciennes, Lieja, Huy, Dinant, Colonia, Maguncia, Ruen, Burdeos y Bayona (Pirenne, 1937). La tela, que tanto Pirenne (1937), como Karl Polanyi (1957) identifican como la base del comercio europeo, originalmente una industria rural, fue transformada por la burguesía de Flandes en una manufactura urbana «organizada sobre la base capitalista de la mano de obra asalariada» (Polanyi, 1957; Pirenne 1937, pp. 160-166). Así se inició la concentración industrial urbana:
El incremento de la población naturalmente favoreció la concentración industrial. Muchos de los pobres se volcaron a las ciudades donde la confección, la actividad a partir de la cual creció proporcionalmente el comercio con el desarrollo del comercio, les garantizaba el pan diario...
La antigua industria rural desapareció muy rápidamente. No pudo competir con la de la ciudad, abastecida en abundancia con la materia prima del comercio, que trabajaba con precios más bajos, y gozaba de métodos más avanzados...
[C]ualquiera fuera la naturaleza de la industria en otros aspectos, en todas partes obedecía esa ley de concentración que funcionaba en tan temprana época en Flandes. Por todas partes los grupos de la ciudad, gracias al comercio, atrajeron la industria rural hacia ellos. (Pirenne, 1948, pp. 154-156)
También es cierto que la burguesía, al hacer esto, liberó algunas partes de los siervos solo para reesclavizarlos mediante el trabajo asalariado (Pirenne, 1937). Pues con la industria urbana llegó el ataque exitoso a la servidumbre feudal y señorial: La libertad, desde antiguo, solía ser monopolio de una clase privilegiada. Por medio de las ciudades, está tomó de nuevo su lugar en la sociedad como un atributo natural del ciudadano. En lo sucesivo, bastaba residir suelo urbano para adquirirla. Todo siervo que hubiera vivido un año y un día en los límites de la ciudad la tenía por derecho expreso: el vencimiento de términos abolía todos los derechos que su señor ejerciera sobre su persona y bienes. La cuna significaba poco. Fuera cual fuera la marca con la que había estigmatizado al bebé en su cuna, esta se desvanecía en la atmósfera de la ciudad. 20 (Pirenne, 1948, p. 193)
Con el florecimiento del comercio a larga distancia y el desarrollo de los centros urbanos en Europa occidental aparecieron algunas especializaciones en la producción rural. Aunque la agricultura a campo abierto dominó la totalidad de Europa en los siglos XIII, XIV y XV, podía verse producción especializada de granos en Prusia (maíz), Toscana y Lombardía (cereales), Inglaterra (trigo), y norte de Alemania (centeno). Para finales del siglo XV, había aparecido la viticultura en Italia, España, Francia, y el suroeste de Alemania. En los mares Báltico y del Norte, la pesca y la sal constituían parte importante de los cargamentos de los navieros hanseáticos. Y en Inglaterra y España, había comenzado a surgir la producción de carne para exportación (Hay, 1966).
En el norte de Europa, estas exportaciones se unieron a las telas de paño y tejidas como las principales bases del comercio internacional. En el sur de Europa — más precisamente en el Mediterráneo— el comercio de larga distancia de telas (de lana, seda y posteriormente de algodón), granos y vinos complementó un comercio importante de artículos de lujo:
Los objetos preciosos de Oriente se abrieron camino a cada residencia rica, y también las especialidades de diferentes regiones europeas: ámbar y pieles de los países que bordean el Báltico; objets d’art como pinturas de Flandes, tapices de Inglaterra, esmaltes de Limoges; libros escritos a mano para la iglesia, el boudoir o la biblioteca; armaduras finas y armas de Milán, y cristal de Venecia. (Hay, 1966, pp. 373-374)
Sin embargo, según Iris Origo (1955), la carga más preciosa de los mercaderes mediterráneos eran los esclavos:
Los comerciantes europeos y levantinos vendían vinos griegos e higos de Liguria, y el lino y las telas de paño de Champagne y Lombardía, y compraban preciosas sedas de China, tapices de Bujará y Samarcanda, pieles de los Montes Urales, y especias de la India, así como los productos agrícolas de los ricos campos y bosques de Crimea. Pero el comercio más floreciente de todos era el de esclavos —pues Cafa era el principal mercado de esclavos del Levante. (p. 326)
Esclavos tártaros, griegos, armenios, rusos, búlgaros, turcos, circasios, eslavos, cretenses, árabes, africanos (moros), y ocasionalmente chinos (de Catai) (Origo, 1955; Davis, 1966; Hay, 1966) —dos tercios de los cuales eran mujeres— (Origo, 1955), se encontraban en las residencias de familias ricas e «incluso de familias relativamente modestas catalanas e italianas» (Hay, 1966, p. 76) 21 .
Desde el siglo XIII hasta comienzos del siglo XV, la principal función de estos esclavos predominantemente europeos en la economía del sur de Europa fue el servicio doméstico 22 . Sin embargo, en España (Cataluña y Castilla) y en las colonias italianas en Chipre, Creta y Asia Menor (Focacia) y Palestina, patrones genoveses y venecianos usaron a esclavos europeos y africanos en la agricultura, en plantaciones de azúcar, en la industria y para el trabajo en minas:
Esta variedad de ocupaciones a las que se destinaban esclavos ilustra con claridad el grado en el que la esclavitud colonial medieval sirvió como modelo para la esclavitud colonial en el Atlántico. La mano de obra esclava había sido empleada en las colonias italianas del Mediterráneo para todo tipo de trabajo con el que se cargaría en las colonias del Atlántico. El único cambio importante es que se reemplazó a las víctimas blancas de la esclavitud con un número mucho mayor de negros africanos, capturados en redadas o vendidos por mercaderes. (Verlinden, 1955, pp. 31-32)
De manera inesperada, ese comercio de esclavos resultaría ser la salvación de la burguesía mediterránea. En los siglos XIII y comienzos del XIV, sin embargo, parecía que los mercaderes del interior de Europa, inevitablemente eclipsarían a los de las ciudades-estados de Italia. Al contrario de los italianos, ellos no se amedrentaban, como lo señala Giuliano Procacci, por las poblaciones pequeñas, pero densamente pobladas de la península; las tasas cada vez más desfavorables de citadinos frente a las de campesinos (Florencia solo podía sobrevivir de los productos de la tierra de su zona rural por cinco meses al año, Venecia y Génova tenían que abastecerse casi completamente por mar); y la rápida deforestación del campo que agravó la destrucción de las inundaciones del otoño y la primavera (Procacci, 1970).
Sin embargo, era el destino de esta burguesía naciente no prosperar. De hecho, por un momento histórico, podría decirse que incluso el desarrollo posterior del capitalismo se puso en duda. Los eventos de los siglos XIV y XV intervinieron en los procesos mediante los cuales el feudalismo fue finalmente desplazado por las variadas formas de capitalismo 23 . La consecuencia de esos eventos fue determinar la especie del mundo moderno: las identidades de las burguesías que transformaron el capitalismo en un sistema mundial; las secuencias de este suceso; las vitalidades relativas de las diferentes economías europeas; y las fuentes de mano de obra de las que echaría mano cada economía.
Los eventos cruciales de los que hablamos fueron: las hambrunas periódicas que golpearon a Europa en este periodo, la peste negra de mediados del siglo XIV y los años siguientes, la Guerra de los Cien Años (1337-1453), y las rebeliones de campesinos y artesanos (Malowist, 1959; Wallerstein, 1974). Juntas tuvieron un impacto devastador en el oeste de Europa y el Mediterráneo —diezmando las poblaciones de ciudades y campos por igual, alterando el comercio, colapsando la industria y la producción agrícola— demoliendo, por así decirlo, el grueso de las regiones más desarrolladas de la actividad burguesa europea. Denys Hay (1966) lo ha resumido bastante bien:
El resultado de la prolongada escasez, la plaga endémica y pandémica, las invasiones intermitentes pero catastróficas de ejércitos despiadados, y la constante amenaza de bandas de asaltantes bien organizadas en muchas zonas, se vio no solo en una población en descenso, sino en caminos abandonados a zarzas y escaramujos, en tierras cultivables sin cultivos y en aldeas abandonadas. La contracción en la zona de cultivo a su vez hizo la hambruna lo más probable. Había en todo sentido un círculo vicioso. Un estimativo conservador indica que «en 1470 el número de hogares se redujo a la mitad en la mayoría de aldeas europeas en comparación con el inicio del siglo XIV»; la reconquista de bosques y el desperdicio de tierras cultivables es «un episodio de igual importancia que el drama de los primeros claros». (p. 34)
Este declive económico generalizado en Europa en los siglos XIV y XV se vio marcado de manera postrera y visible por desórdenes sociales mucho más profundos que las guerras territoriales. Esas guerras, después de todo habían sido de la naturaleza de la sociedad feudal. La aparición de movimientos campesinos no fue:
En la condición de auge del siglo XIII había habido en las zonas rurales un grado de sobrepoblación que hacía muy vulnerables a muchos campesinos —jornaleros, siervos pobres—. Ahora el campo estaba ocupado más escasamente y era posible una vida mejor para los que quedaban... Lo nuevo en las condiciones de recesión del siglo XIV era un resentimiento en las relaciones del señor con los aldeanos. (Hay, 1966, pp. 34-35)
Como lo indica Hay, las más intensas de las rebeliones campesinas ocurrieron en Flandes (1325-1328), el norte de Francia (la revuelta comunal de 1358), e Inglaterra (1381). Pero esos movimientos estallaron en gran parte de Europa occidental durante los siglos XIV, XV y XVI. En Francia, y especialmente en Normandía (precipitados seguramente por el brutal ataque final de los campesinos a manos de las fuerzas de la Guerra de los Cien Años), en Cataluña (1409-1413 y después), en Jutlandia (1411), en Finlandia (1438), y en Alemania (1524), los labriegos se alzaron, tomaron la tierra, ejecutaron a señores, clérigos e incluso abogados, demandando el fin de los impuestos feudales, solicitando el establecimiento de mano de obra asalariada, e insistiendo en la disolución de las restricciones a la libre compra y venta (Cohn, 1970; Hay, 1966, Procacci, 1970) .
En la vorágine de estos disturbios, el comercio a larga distancia decayó drásticamente. En Inglaterra, la exportación de lana y paño, y en consecuencia, su producción, cayeron por debajo de los niveles del siglo XIII (Carus-Wilson & Coleman, 1963). En Francia (Gascuña), la exportación de vino se vio afectada de modo similar (Hay, 1966). Hay (1966) destaca que «las bancarrotas florentinas en la primera mitad del siglo XIV tuvieron un paralelo en conflictos similares en Florencia a finales del siglo XV» (p. 389), aunque P. Ramsey (1960) señala que la abrupta caída de «los grandes mercaderes banqueros del sur de Alemania» (p. 458). Más al norte, la Liga Hansa se desintegró (Hay, 1966), mientras que, al oeste, la industria flamenca de paño colapsó (Hay, 1966; Wallerstein, 1974). Finalmente, incluso las ciudades estados del norte de Italia asistieron al declive de su burguesía. El ascenso del imperio Otomano, al comienzo perjudicial para las casas mercantes italianas, dictaría nuevas adaptaciones al islam y al comercio, persuadiendo a algunos italianos de reubicarse en la península Ibérica como colonizadores capitalistas (Inalcil, 1966). Por el momento, sin embargo, los cimientos de la civilización europea, aún en embrión figurativamente, parecían estar desmoronándose.
La burguesía del mundo moderno
Henri Pirenne, sin embargo, brindó una clave a uno de los misterios de la aparición de la era moderna en el siglo XVI, a partir del caos y la desesperación de los siglos XIV y XV: la «supervivencia» de la burguesía. Pirenne también anticipó la pregunta de algún modo retórica planteada por K. G. Davies al calor del debate sobre la autenticidad histórica de la frase: el ascenso de la clase media. Davies preguntó:
¿Qué, después de todo, está mal con la insinuación de que la burguesía, mejorara su condición no de manera sostenida, sino con altibajos, a lo largo de muchos siglos, un proceso que se inició con la aparición de las ciudades y aún no se consuma totalmente? (Davies, 1962, p. 82)
Cuarenta años antes, ya Pirenne había respondido:
Creo que para cada periodo en el que puede dividirse nuestra historia económica, hay una clase de capitalistas distinta y aparte. En otras palabras, el grupo de capitalistas de una época dada no surge del grupo capitalista de la época precedente. En cada cambio de la organización económica, hallamos una falta de continuidad. Es como si los capitalistas que habían estado activos hasta el momento reconocieran que eran incapaces de adaptarse a condiciones que son causadas por necesidades hasta ese momento desconocidas y que demandan métodos hasta ese momento no empleados. (Pirenne en Wallerstein, 1972, p. 142)
Tanto Pirenne como Davies entendieron que la metáfora biológica de que una burguesía emergió de la Edad Media, se alimentó de los «mercantilismos» y administraciones de las monarquías absolutas del periodo tradicional entre el feudalismo y el capitalismo, y de las tierras y títulos de nobles empobrecidos, y finalmente alcanzó la madurez política y económica, constituyendo así el capitalismo industrial, carece en gran parte de sustento en la evidencia histórica. En lugar de eso, hay una impresión histórica, una representación fantasma en gran medida construida, desde finales del siglo XVIII hasta el presente, por la actividad teórica de una burguesía como clase dominante. Esta historia del «ascenso de la clase media» es una amalgama de poder burgués político y económico, la ideología egoísta de la burguesía como clase dominante y por ende una preocupación política e intelectual, mediada por los constructos de la teoría evolucionista:
De Darwin desciende el lenguaje del error, un lenguaje que ha encerrado el pensamiento histórico e impuesto conclusiones imprecisas y desmañadas incluso a investigadores académicos y sensatos. Palabras como «crecimiento», «declive», «desarrollo», «evolución», «decadencia», pueden haber comenzado como sirvientes, pero han terminado como amos: nos han llevado al borde de la inevitabilidad histórica. (Davies, 1962, p. 79)
La dialéctica de Aufhebung de Hegel, la dialéctica de la lucha de clases de Marx y las contradicciones entre el modo y las relaciones de producción, la evolución de las especies de Darwin y la supervivencia del más apto de Spencer están todas fraguadas sobre las mismas convenciones metafísicas. Las burguesías europeas en declive de los siglos XIV y XV no fueron, en su mayoría, los antecedentes lineales de las que aparecieron en el siglo XVI. La universalidad del capitalismo es menos una realidad histórica que una construcción de este «lenguaje del error» 24 . Estas «clase[s] de capitalistas distante[s] y separada[s]» eran menos los representantes de un orden comercial racional e inmanente que extensiones de dinámicas y culturas históricas específicas. No eran el «germen» de un nuevo orden postulado dialécticamente frente a un hostil feudalismo cada vez más restrictivo, sino un estrato oportunista, adaptable de buena gana a las nuevas condiciones y posibilidades ofrecidas por la época. En el siglo XVI no aparecieron solo las diferentes burguesías europeas occidentales, sino que estas nuevas burguesías estaban envueltas en estructuras, instituciones y organizaciones que estaban sustancialmente subdesarrolladas en el Medioevo.
Para empezar, el centro del comercio a larga distancia en Europa gravitaba desde las áreas del Mediterráneo y Escania hacia el Atlántico. Las formas más comunes de esta extensión del comercio hacia el sur y el oeste de la península europea eran viajes mercantes y colonización. En segundo lugar, «la expansión de las estructuras burocráticas del estado» (Wallerstein, 1974, p. 133) 25 , se convirtió en el principal medio de transmisión de la expansión capitalista: determinar la dirección de la inversión, establecer seguridad política para tales inversiones, favorecer ciertas redes comerciales mientras se desmotivaban otras:
En estas condiciones, de hecho, puede verse la matriz del capitalismo moderno: como el nacionalismo, menos el creador que la creación del estado moderno. Tuvo muchos antecedentes, pero su pleno surgimiento requirió una combinación de factores políticos y morales, así como estrictamente económicos. Este surgimiento pudo darse en el intrincado marco de un tipo de estado occidental que estaba en evolución; puede dudarse si hubiera surgido en otras circunstancias que conocemos en la historia; de cualquier modo, nunca lo hizo. (Kiernan, 1965, p. 34) 26
La ciudad, el punto de partida para las primeras burguesías y sus redes de comercio a larga distancia y organización productiva, se mostraron incapaces de sostener la recuperación económica de esas burguesías situadas donde la ciudad comerciante había alcanzado su mayor desarrollo: el norte de Italia, Alemania occidental, los Países Bajos y el Báltico (Kiernan, 1965, pp. 25-26). El estado absolutista, bajo la hegemonía de las aristocracias europeas occidentales, dio origen a una nueva burguesía. Los territorios de Castilla (España), la Isla de Francia, los condados alrededor de Londres y Londres misma (Inglaterra), las ambiciones y políticas expansionistas y coloniales de sus administraciones, y las estructuras de sus economías políticas organizadas para la represión y la explotación, ellas constituyeron la base de esta formación burguesa.
Las burguesías del siglo XVI se acumularon en los intersticios del Estado. Y a medida que el estado adquiría la maquinaria de la norma —burocracias de intereses administrativos, regulatorios y extractivos, y ejércitos de guerras de pacificación colonial, competencia internacional y represión interna 27 — quienes pronto constituirían una clase, se asentaron en los roles en auge de agentes políticos, económicos y jurídicos para el Estado. Y como el Estado necesariamente expandió sus actividades fiscales y económicas (Wallerstein, 1974) 28 , la nueva clase comerciante y banquera vivió a expensas de su huésped: préstamos estatales, monopolios estatales, la actividad estatal se convirtió en centros vitales de su construcción.
Así aunque los estados e imperios territoriales adquirían tierras en abundancia, eran incapaces de explotar sin ayuda las colosales unidades económicas resultantes. Esta incapacidad abrió nuevamente la puerta a las ciudades y los comerciantes. Eran ellos quienes, tras la fachada de subordinación, estaban amasando sus fortunas. E incluso donde los estados podían más fácilmente convertirse en amos, en su propio territorio con sus propios súbditos, muchasveces se vieron obligados a hacer cambios y concesiones. (Braudel, 1976, p. 344) 29
Sigue siendo objeto de debate si esto fue resultado de lo que Adam Smith y Eli Heckscher después de aquél denominaron el «sistema» de mercantilismo, 30 o la consecuencia de lo que otros historiadores describen como la ideología del estatismo (Wallerstein, 1974). Sin embargo, es claro que para el siglo XVII, las nuevas burguesías se identificaban con actitudes políticas y una tendencia en pensamiento económico que era puramente mercantilismo:
[I]mplícita en la «tragedia del mercantilismo» estaba la creencia de que la ganancia de un hombre o un país era la pérdida de otro. [...] Era, después de todo, un mundo en el que la población seguía siendo notoriamente estática; en el que el comercio y la producción por lo general crecía solo muy gradualmente; en el que los límites del mundo conocido se ampliaban lentamente y con gran dificultad; en el que los horizontes económicos eran bastante limitados; y en el que el hombre se acercaba más que hoy a la visión de Hobbes de su estado natural: para la mayoría de los hombres la mayor parte del tiempo, la vida era «pobre, desagradable, brutal y breve». 31 (Coleman, 1957, pp. 18-19)
El provincialismo de la ciudad, que tano había caracterizado la perspectiva de la burguesía del Medioevo, se correspondió en esta segunda era de la civilización occidental con un provincialismo del estado. Heckscher (1955) comentaba que:
La entidad colectiva para [las gentes de los siglos XVI y XVII] no era una nación unificada por la semejanza de raza, lengua y costumbres: el único factor decisivo para ellos era el Estado. [...] El mercantilismo era el exponente de la concepción prevaleciente de la relación entre estado y nación en el periodo anterior al advenimiento del romanticismo. Era el estado y no la nación lo que absorbía su atención. 32 (pp. 14-15)
De nuevo, el carácter particularista de las formaciones de estas burguesías 33 impidió, desde lo que podía llamarse capitalismo, una estructura sistémica. La clase que se identifica de manera tan consistente con la aparición del capitalismo industrial estaba asociada de manera inextricable con estructuras «racionales» específicas — una relación que influyó profundamente en las imaginaciones y comprensiones burguesas. Las economías políticas (Heckscher, 1955), es decir, las economías nacionales, los encerraron, y por ende la burguesía percibió lo que el análisis posterior sostiene en retrospectiva que es el origen de un sistema mundial como algo muy distinto: un sistema internacional (Heckscher, 1955) 34 . Las burguesías del capitalismo moderno temprano intentaban destruirse o dominarse entre sí.
Los órdenes inferiores
Tal como las clases medias del oeste de Europa estaban suspendidas en las redes de provincialismos estatales, también lo estaba la gran mayoría de los pueblos europeos: los órdenes inferiores. La clase dominante, la nobleza, mediante su organización de las instrumentalidades de estado, imprimió su carácter en el conjunto de la sociedad europea. Y dado que mucho de ese carácter tenía que ver con la violencia 35 , los órdenes inferiores se entretejieron en el tapiz de un orden social violento. Por la naturaleza de las sociedades jerárquicas, la integración de las clases inferiores —asalariados, campesinos, siervos, esclavos, vagabundos y pordioseros— en el orden social, político y económico del Estado absolutista se daba en los términos de este último. La función de las clases trabajadoras era proveer al Estado y las clases privilegiadas los recursos humanos y materiales necesarios para su mantenimiento y mayor acumulación de poder y riqueza. Esta no era, sin embargo, una simple cuestión de dominio de una clase dominante sobre las masas.
Las masas no existían como tales. Al igual que antes, los pensadores griegos y romanos habían creado el constructo totalizador de los bárbaros, las noblezas feudales de Europa occidental habían inspirado y dado origen a un mito similar. Friedrich Hertz ha referido que:
En la Edad Media y después, la nobleza, por norma, se consideraba de mejor sangre que el común, a quienes despreciaban absolutamente. Se suponía que los campesinos descendían de Jam, de quien se sabía que, por falta de devoción filial, había sido condenado a la esclavitud por Noé. Las clases aristocráticas de muchas tierras, por otro lado, se creían descendientes de los héroes troyanos, de quienes se decía que después de la caída de Troya se habían establecido en Inglaterra, Francia y Alemania. Esta teoría se sostenía seriamente no solo en numerosas canciones e historias de hazañas caballerescas, sino también en muchas obras eruditas. 36 (Hertz, 1970, p. 4)
Fue una forma de esta noción la que revivió el conde Gobineau revivió a mediados del siglo XIX, en la que extendió su conceptualización de superioridad para incluir elementos de la burguesía (Hertz, 1970, p. 6). Las noblezas del siglo XVI, sin embargo, demostraron ser más circunspectas respecto a «las masas» de lo que sus leyendas genealógicas podían implicar. No se convirtieron en víctimas de sus propias creaciones míticas. En lo que respectaba a las estructuras del Estado, su conocimiento de las composiciones sociales, culturales e históricas de las masas era exquisitamente refinado. Quizás no puede mostrarse esto con mayor claridad que en una de las áreas más críticas de la actividad estatal: la monopolización de la fuerza.
El Estado absolutista era causa y efecto de la guerra. Su economía era una economía de guerra, su comercio exterior era combativo (Herckscher, 1955), su burocracia administra las preparaciones y procesos de guerra (Kiernan, 1957). Dicho estado requería ejércitos permanentes (y, eventualmente, flotas de guerra). Pero por ciertas razones políticas y en ocasiones económicas, no podía reclutarse soldados fácilmente de, en palabras de V. G. Kiernan (1957), «la masa de campesinos y burgueses ordinarios». Kiernan (1957) plantea la situación de manera más simple para Francia, aunque sucedía lo mismo en toda Europa: «Los franceses rara vez estaban ansiosos por servir a su rey, y su rey no estaba ansioso por emplear franceses» (p. 68) 37 . La lealtad al Estado de la monarquía por las filas explotadas de las clases inferiores era rara. En cualquier caso, ningún Estado de los siglos XVI o XVII dependía de tal identificación entre las masas y sus gobernantes. Los soldados de los ejércitos de Francia, España, Inglaterra, Holanda, Prusia, Polonia, Suecia y al comienzo Rusia, eran o extranjeros en el país para el que luchaban o muy marginales para ellos:
Los gobiernos europeos [...] dependían en mucha parte de mercenarios extranjeros. Uno de los empleos para los que estaban especialmente idóneos era la eliminación de personas rebeldes, y en el siglo XVI, esa era de revoluciones endémicas, se les convocaba muchas veces para ese fin [...] Los gobiernos [...] tenían que buscar o en zonas retrasadas personas honestas y simples no contaminadas por ideas políticas [...] o a extranjeros. (Kiernan, 1957, p. 74)
Dependiendo del cambio de suerte, de las «identidades» de los combatientes, de la geopolítica de las guerras y de la misión, se reclutaban mercenarios entre los suizos, escoceses, picardos, bretones, flamencos, galeses, vascos, navarros, galos, dálmatas, corsos, burgundios, gueldranos, irlandeses, chechos, croatas, magiares y de la Gascuña, Algovia, Noruega y Albania. Dado que una función y resultado del trabajo de estos mercenarios era la eliminación de súbditos, el grado de su éxito corresponde directamente a su propia ausencia, en su mayor parte, de la geografía política de la Europa moderna. El Estado absoluto (o sus sucesores directos), el instrumento que los empujó a la prominencia en los siglos XVI y XVII (para Francia, a finales del siglo XVIII), absorbió en últimas los sectores autónomos de los que se originaban los mercenarios.
En los ejércitos del siglo XVI, los reclutas nativos distribuidos entre los mercenarios extranjeros también eran elegidos con el objetivo de minimizar los riesgos sociales y políticos de la monarquía y su clase noble aliada. En Francia, el ejército «tomó sus voluntarios de los tipos menos ‘nacionales’, más indefinibles, la escoria de las clases más pobres», nos informa Kiernan (1957, p. 78). En España, las colinas de Aragón y las provincias del País Vasco cumplieron una función similar. En Gran Bretaña, hasta mediados del siglo XVIII, las Tierras Altas de Escocia fueron los lugares de reclutamiento más frecuentes; y las habilidades de los soldados galeses se hicieron legendarias (Kiernan, 1957).
Aun con lo importante que fue la formación de estos ejércitos para la construcción de los estados que dominaron Europa por más de 200 años, no debemos desviarnos de su importancia más histórica para la riqueza romántica del drama social y político al que contribuyeron. La innovación de Louis XI en 1474, de organizar una «infantería francesa sin franceses» (Kiernan, 1957, p. 72), fue revolucionaria en escala, no en carácter 38 . La táctica de conformar ejércitos con mercenarios y con personas y estratos sociales marginales databa del Medioevo y más atrás. Los ejércitos imperiales, los republicanos, los de bandidos, invasores y de defensa, los ejércitos de esclavos rebeldes, de nobles, e incluso de las ciudades medievales chovinistas, todos reclamaron, o incorporaron en alguna medida, almas de quienes tenían, en el mejor de los casos, pocas consideraciones en épocas menos intensas 39 . Aún más importante, al revisar este fenómeno en los siglos XVI y posteriores, el punto no es que se reclutaran mercenarios de afuera y de entre quienes menos seguridad gozaban en el interior; esta es simplemente la forma mejor documentada de un patrón más generalizado de formación estructural e integración social.
El significado importante es que esta forma de alistamiento de reservas humanos no era exclusivo del aparato militar, sino que se extendía por toda Europa al servicio doméstico, los oficios manuales, la mano de obra industrial, los trabajadores de barcos y estibadores del capitalismo mercante, y los jornaleros del capitalismo agrario. Nunca ha habido un momento en la historia europea moderna (si lo hubo) en que la mano de obra migratoria o inmigrante no fuera un aspecto significativo de las economías europeas (Boucher, 1968; Wallerstein, 1974) 40 . Que esto no sea entendido más ampliamente parece consecuencia de la conceptualización y el análisis: el uso erróneo de la nación como categoría social, histórica y económica; una referencia resultante y persistente a «grupos» laborales nacionales (como «la clase obrera inglesa»); y un fracaso posterior de la investigación histórica. Wallerstein, en el que en otros aspectos es un estudio muy detallado de los orígenes del sistema mundo capitalista, puede dedicar apenas una página a este fenómeno, incluyendo un solo párrafo sobre las divisiones étnicas de la mano de obra inmigrante del siglo XVI. Y aunque se ve obligado a reconocer que «no parece que haya habido mucha investigación sobre la distribución étnica de la clase obrera urbana de la Europa moderna temprana», pasa a especular que la descripción que hace Kazimiery Tymimecki de las sistemáticas diferencias étnicas de rango dentro de la clase trabajadora «en las ciudades de Este de Elba en el siglo XVI... [es] común a toda la economía mundial» (Wallerstein, 1974, pp. 118-119) 41 . Pese a la escasez de estudios hay registros históricos que tienden a confirmar esta opinión. Descubrimos en ellos tejedores flamencos a comienzos del siglo XVI en Londres; y más tarde en los siglos XVI y XVII, refugiados hugonotes (40.000-80.000 de ellos), muchos de ellos tejedores de telar, que huían a Francia y se establecían en Spitalfields, extremo este de Londres y así, establecieron la industria de la seda en Inglaterra (Bermat, 1975). En los siglos XVIII y XIX, trabajadores irlandeses «formaron el núcleo de los ejércitos flotantes de trabajadores que construyeron canales, muelles, vías férreas y transformaron la cara de Inglaterra» (Bermat, 1975, p. 43) 42 . Y nuevamente en el continente europeo, cuando se atraía a jornaleros agrícolas y campesinos alemanes a los sectores urbanos e industriales del centro y oeste de Alemania, se usó mano de obra polaca para llenar el vacío en el este de Alemania 43 . Francia y Suiza tambiénreclutaron grandes cantidades de personas de Polonia, Italia y España 44 . Y, porsupuesto, la formación de núcleos industriales en Estados Unidos antes de laGuerra Civil ubicó a trabajadores inmigrantes del norte de Italia, Alemania,Escocia e Irlanda; y después de la Guerra Civil, del sur de Italia, y las tierras deleste, norte y centro de Europa: Rusia, Finlandia, Polonia, Grecia y los Balcanes 45 .(Quizás el único aspecto exclusivo del reclutamiento industrial norteamericanofuera la aparición de obreros asiáticos que se inició a finales del siglo XIX, deChina, Japón y Filipinas) 46 .
Comenzamos a percibir que la nación no es una unidad de análisis para la historia social de Europa. El Estado es una estructura burocrática, y la nación para la cual administra es un constructo más conveniente que la entidad histórica, racial, cultural y lingüística que significa el término «nación» 47 . El carácter más genuino de la historia europea reside bajo la fenomenología de la nación y el Estado. Con respecto a la construcción del capitalismo moderno, no debe olvidarse las identidades particulares, los movimientos sociales particulares y las estructuras societarias que han persistido o que han tenido una influencia profunda en la vida europea:
En conjunto Europa occidental había adquirido una mayor riqueza d formas, de vida corporativa, una mayor cristalización de hábitos en instituciones, que cualquier otro lugar conocido. Tenía una notable capacidad para forjar lazos sociales, más tenaces que casi cualquier otro aparte de los de la familia y sus extensiones, clan o casta; lazos que podían sobrevivir de una época a otra, e incorporarse a combinaciones más elaboradas. Pero junto a la permanencia de relaciones particulares hubo una inestabilidad no menos radical del sistema en su conjunto. (Kiernan, 1965, p. 27)
La civilización europea no es producto del capitalismo. Por el contrario, el carácter del capitalismo puede entenderse únicamente en el contexto social e histórico de su aparición.
Los efectos de la civilización occidental sobre el capitalismo
El desarrollo del capitalismo puede así verse como determinado en su forma por la composición social e ideológica de una civilización que había asumido sus perspectivas fundamentales durante el feudalismo. Los patrones de reclutamiento de esclavos y mercenarios que hemos revisado siguieron cumpliéndose para las burguesías y los proletariados. Según Robert López, el comercio a larga distancia del imperio Carolingio estaba dominado por judíos e italianos (López, 1966). En la Europa medieval, López e Irving Raymond (1955) han documentado la importancia de los comerciantes mediterráneos en mercados internacionales, y el desarrollo de casas mercantes extranjeras en las ciudades del interior. Fernand Braudel (1976) amplía esto:
[M]uchos centros financieros, piazze, aparecieron en Europa en ciudades de reciente fundación. Pero si miramos más de cerca estos desarrollos repentinos y bastante considerables, hallaremos que en realidad eran ramificaciones de la banca italiana, que para entonces se habían vuelto tradicionales. En los días de los mercados de Champagne ya eran los banqueros de Sienna, Lucca, Florencia o Génova, los que sostenían las balanzas de los cambistas; fueron ellos quienes hicieron la fortuna de Ginebra en el siglo XV y posteriormente las de Antwerp, Lyons y Medina del Campo. [...]
En resumen, en toda Europa, un reducido grupo de hombres bien informados que se mantenía en contacto mediante una correspondencia activa, controlaba toda la red de intercambios en moneda o especie, dominando así el campo de la especulación comercial. Así que no deberíamos dejarnos engañar demasiado por la aparente propagación de las «finanzas». (p. 321)
Para España, bajo el reinado de Carlos V (1516-1556) y de Felipe II (1556-1598), los Fugger alemanes, los genoveses y otras «firmas mercantes internacionales» organizaron los ingresos del estado, explotaron minas y administraron muchas de las propiedades más importantes (Braudel, 1976). Y en Constantinopla, banqueros y comerciantes genoveses, venecianos y ragusianos conducían las relaciones comerciales y financieras entre Europa y el imperio Otomano (Inalcik, 1966). «Para las ciudades mediterráneas del siglo XVI, Braudel ha observado las funciones del “indispensable inmigrante”». Para Salónica, Constantinopla y Valona, italianos y sefardíes, como comerciantes y artesanos, trajeron nuevos oficios para ampliar aún más una ya multicultural burguesía.
Hubo otros inmigrantes valiosos, los artistas itinerantes, por ejemplo, atraídos por pueblos en crecimiento que ampliaban sus edificios públicos; o mercaderes, en particular los comerciantes y banqueros italianos, que activaron y sin duda crearon ciudades como Lisboa, Sevilla, Medina del Campo, Lyons y Antwerp. (Braudel, 1976, pp. 336-337)}
Y en Venecia:
Un largo informe de los Cinco Sabios, en enero de 1607, indica que toda la actividad «capitalista», como debemos llamarla, estaba en manos de los florentinos, que poseían casas en la ciudad, y de los genoveses, que proveían plata, y controlaban entre ellos todos los intercambios. (Braudel, 1976, p. 322)
Tal como Núremberg había desolado a Bohemia, Sajonia y Silesia, afirma Braudel, fueron los genoveses quienes «bloquearon el desarrollo del capitalismo español» (Braudel, 1976, p. 344). Había, también, el «inmigrante indispensable», que complementaba el proletariado urbano incapaz de mantenerse «por no hablar de incrementarse sin ayuda de la inmigración continua» (Braudel, 1976, p. 344). En Ragusa, eran los morlacos; en Marsella, los corsos; en Sevilla, los moriscos de Andalucía; en Argel, los aragoneses y los bereberes; en Lisboa, los esclavos negros; y en Venecia, el proletariado inmigrante se aumentó con Romagnoli, Marchiani, griegos, persas, armenios y judíos portugueses (Braudel, 1976).
La burguesía que lideró el desarrollo del capitalismo salió de grupos étnicos y culturales específicos; los proletariados europeos y los mercenarios de los principales estados, de otros; sus campesinos, aun de otras culturas; y sus esclavos, de mundos completamente distintos. La tendencia de la civilización europea con el capitalismo fue pues no homogeneizar, sino diferenciar hasta la exageración las diferencias regionales, subculturales y dialécticas a unas diferencias «raciales». Como los eslavos se convirtieron en los esclavos naturales, la casta racialmente inferior para dominar y explotar durante la primera Edad Media, como los tártaros llegaron a ocupar una posición similar en las ciudades italianas del Medioevo tardío, también en el entrelazamiento sistémico del capitalismo en el siglo XVI, los pueblos del Tercer Mundo comenzaron a llenar esta categoría en expansión de una civilización reproducida por el capitalismo 48 .
Como una civilización de seres libres e iguales, Europa en gran medida una ficción en el siglo XIX (y después), como su misma unidad había sido durante los periodos merovingio y carolingio. Tanto la Iglesia como las noblezas más poderosas del Santo Imperio Romano y su predecesor habían sido la fuente de la ilusión en esos periodos anteriores. Del siglo XII en adelante, fue la burguesía y los administradores del poder estatal quienes dieron origen y fomentaron los mitos del igualitarismo, mientras aprovechaban cualquier ocasión para dividir pueblos para su propósito de dominación 49 . La masacre de las guerras y revoluciones precipitadas por las burguesías de Europa para consagrar sus mascaradas fue enorme.
Eventualmente, sin embargo, los antiguos instrumentos les abrieron paso a los más nuevos, no porque fueran viejos, sino por el fin del feudalismo y la expansión del capitalismo y su sistema mundo —es decir, el carácter cada vez más desigual de desarrollo entre los mismos nobles europeos y entre los europeos y el mundo allende— precipitaron nuevas oposiciones a la vez que ofrecían nuevas oportunidades y demandaban nuevos agentes «históricos». Las Reformas en Europa occidental y luego en Inglaterra, que destruyeron los últimos vestigios prácticos de un Cristianismo trascendente y unificado, fueron una manifestación de este proceso de desequilibrio.
En Inglaterra, como ejemplo, representantes de los grandes terratenientes y el capitalismo agrario, en procura de sus propios destinos sociales y financieros disciplinaron primero a la iglesia, luego a la monarquía y por último a «las masas» mediante cercos, las Leyes de los Pobres, cárceles para deudores, «transporte» (emigración forzada) y similares (Derry & Blakeway, 1973). Los contrastes de riqueza y poder entre la mano de obra, el capital y las clases medias se había vuelto demasiado extremo para soportar el mantenimiento continuo de las clases privilegiadas en casa y el sustento de los motores de la dominación capitalista en el exterior. Se requerían nuevas mistificaciones, más apropiadas para los tiempos, autorizadas por nuevas luces. Las falsas ilusiones de la ciudadanía medieval, que se habían extendido al patrimonio compartido y habían persistido por cinco siglos en Europa occidental como el único gran principio igualador, serían suplantadas por la raza y (para usar la expresión germana) Herrenvolk, en los siglos XVII y XVIII 50 . Las funciones de estas construcciones ideológicas posteriores estaban relacionadas, pero eran distintas. La raza se convirtió en gran medida en la justificación lógica de la dominación, la explotación o el exterminio de los no «europeos» (incluyendo los eslavos y los judíos). Pero aunque permanezcamos en suelo europeo, es la Herrenvolk lo que importa. En la Inglaterra del siglo XVIII, Reginald Horsman (1981) ve sus comienzos en el anglosajonismo «mítico» que enarboló como estandarte ideológico la intelectualidad Whig. En Francia (por ejemplo, Paul de Rapin-Thoyras y Montesquieu, y antes de ellos François Hotman y el conden Henri de Boulainvilliers), en Alemania (Herder, Fichte, Schleiermacher y Hegel), en Norteamérica (John Adams y Thomas Jefferson), los ideólogos «burgueses» desplegaron la idea de la heroica raza germana. Y la idea se propagó por la Europa del siglo XIX, ganando fuerza y artificio mediante efectos tales como las novelas históricas de sir Walter Scott y las fábulas filológicas de Friedrich von Schlegel. De manera inevitable, por supuesto, la idea se cubrió con los atavíos de la ciencia europea del siglo XIX. La Herrenvolk explicaba la inevitabilidad y lo natural de la dominación de algunos europeos sobre otros europeos. Aunque reconstruyó las piezas al revés, Louis Snyder, por un lado, reconoció el efecto
Los racialistas, no satisfechos con la simple proclamación de la superioridad de los blancos sobre la raza de color, también sintieron la necesidad de erigir una jerarquía dentro de la misma raza blanca. Para responder a esa necesidad desarrollaron el mito de la superioridad de los arios, o nórdicos. A su vez, el mito ario se convirtió en fuente de otros mitos secundarios, como el teutonismo (Alemania), el anglosajonismo (Inglaterra y Estados Unidos), y el celtismo (Francia). (Sneyder, 1962, pp. 39-40) 51
Luego, en el siglo XIX, apareció el nacionalismo moderno. Nuevamente, el surgimiento del nacionalismo 52 no fue ni accidental ni ajeno al carácter asumido históricamente por el capitalismo europeo. De nuevo, la burguesía de las culturas y estructuras políticas particulares se negó a reconocer su identidad lógica y sistémica como clase. En vez de eso, el capitalismo internacional persistió en una anarquía competitiva —cada burguesía nacional en oposición a los otros como enemigos «naturales». Pero con lo poderosa que pueda ser la burguesía y sus aliados en la aristocracia en algunas formas, aún requerían la cooptación de su proletariado «racional» para destruir a sus competidores. El nacionalismo movilizó el poder armado que requerían bien para destruir las capacidades productivas de aquellos a quienes se oponían, bien para asegurarse nuevos mercados, nueva mano de obra y recursos productivos 53 . En últimas, los desiguales desarrollos de los capitalismos nacionales tendrían horrendas consecuencias tanto para Europa como para los pueblos bajo el dominio europeo.
En Alemania e Italia, donde las burguesías nacionales se formaron de manera relativamente tardía, la organización de las fuerzas sociales nacionales (campesinos, agricultores, obreros, clérigos, clases profesionales la aristocracia y el Estado) se logró mediante la fantasmagoría ideológica de la raza, la Herrenvolk y el nacionalismo. Esta composta de violencia, en su época, se conoció bajo el nombre de fascismo 54 . Con la creación del fascismo, la burguesía retuvo toda la serie de sus prerrogativas sociales, políticas y económicas. Tenía la torta del control total de su sociedad nacional, un instrumento eficiente para extender su dominio y expropiación al Tercer Mundo, y el medio último para reparar las heridas y humillaciones del pasado. De nuevo, no de manera inesperada, la esclavitud como forma de trabajo reaparecería en Europa 55 .
Pero esto va más allá de nuestros fines inmediatos. Lo que nos preocupa es que entendemos que persistieron el racialismo y sus permutaciones, arraigadas no en una época específica sino en la civilización misma. Y aunque nuestra época podría parecer especialmente adecuada para depositar los orígenes del racismo, ese juicio solo refleja lo resistente de la idea al análisis y lo potentes y naturales que se han vuelto sus especificaciones. Nuestras confusiones, sin embargo, no son únicas. Como principio perdurable del orden social europeo, los efectos del racialismo estaban conminados a aparecer en la expresión social de cada estrato de la sociedad europea sin importar las estructuras sobre las cuales se hubieran formado. Nadie era inmune: esto probó ser cierto tanto para el proletariado rebelde como para las clases cultas radicales. De nuevo, era un suceso bastante natural en ambos casos. Pero para los últimos —las clases cultas radicales— era también un suceso inaceptable, uno que posteriormente negaron. Sin embargo, eso se insinuaba en su pensamiento y en sus teorías. Y así, en la búsqueda de una fuerza social radical, un sujeto histórico activo, impuso ciertas cegueras, confusiones que a su vez subvertirían de forma sistemática sus construcciones analíticas y su proyecto revolucionarios. Pero esto aún está por demostrarse.
Referencias
Anderson, P. (1974), Lineages of the Absolute State. Londres: New Left Books.
Arendt, H. (1958). The Origins of Totalitarianism. Cleveland: Meridian Books.
Bark, W. C. (1958). Origins of the Medieval World. Stanford: Stanford University Press.
Barnet, R. & Muller, R. (1974). Global Reach. New York: Simon and Schuster.
Bermant, C. (1975). London’s East End. New York: Macmillan.
Boucher, C. (1968 [1901]). Industrial Evolution. New York: August Kelley.
Braudel, F. (1973). Capitalism and Material Life, 1400-1800. Nueva York: Harper and Row.
Braudel, F. (1976). The Mediterranean and the Mediterranean World in the Age of Philip II. Nueva York: Harper and Row.
Brody, D. (1969). Steelworkers in America. New York: Harper Torchbooks.
Carus-Wilson, E. & Coleman, O. (1963). England’s Export Trade, 1275-1547. Oxford: Oxford University Press.
Castles, S. & Kosack,G. (1972). The Function of Labour Immigration in Western European Capitalism. New Left Review, (73).
Castles, S. & Kosack,G. (1973). Immigrant Workers and Class Structure in Western Europe. Londres: Oxford University Press.
Cohn, N. (1970). The Pursuit of the Millennium. New York: Oxford University Press.
Coleman, D.C. (1957). Eli Heckscher and the Idea of Mercantilism. Scandinavian Economic History Review, 5 (1), 3-25.
Coolidge, M. R. (1969 [1909]). Chinese Immigration. New York: Arno Press.
Chadwick, H. M. (1945). The Nationalities of Europe and the Growth of National Ideologies. Cambridge: Cambridge University Press.
Davis, D. B. (1966). The Problems of Slavery in Western Civilization. Ithaca: Cornell University Press.
Davies, K.G. (1962). The Mess of the Middle Class. Past and Present, (22), 77- 83. de Felice, R. (1977). Interpretations of Fascism. Cambridge: Harvard University Press. de Rougemont, D. (1966). The Idea of Europe. Nueva York: Macmillan.
Derry, T. K. & Blakeway, M. G. (1973). The Making of Pre-Industrial Britain. Londres:
Fisch, M. (1970). The New Science of Giambattista Vico. Ithaca: Cornell University Press.
Halecki, O. (1963). The Millennium of Europe. South Bend: Notre Dame University Press.
Hay, D. (1966). Europe in the Fourteenth and Fifteenth Centuries. Londres: Longman.
Hay, D. (1968). Europe: The Emergence of an Idea. Edinburgh: Edinburgh University Press.
Heckscher, E. (1955). Mercantilism. Londres: George Allen and Unwin.
Hertz, F. (1970). Race and Civilization. New York: KTAV.
Hirschfield, M. (1938). Racism. Londres: Victor Gollancz.
Hobsbawm, E. (1972). Some Reflections on Nationalism. En T. J. Nossiter, A. H. Hanson & S. Rokkan (eds.), Imagination and Precision in the Social Sciences (pp. 385- 406). Londres: Faber and Faber.
Horsman, R. (1981). Race and Manifest Destiny. Cambridge: Harvard University Press.
Inalcik, H. (1966). The Ottoman Empire. Londres: Weidenfeld y Nicolson.
Jellema, D. (1955). Frisian Trade in the Dark Ages. Speculum, 30 (1), 15-36.
Jordan, W. (1968). White Over Black. Chape Hill: University of North Carolina.
Kiernan, V. G. (1957). Foreign Mercenaries and Absolute Monarchy. Past and Present, 11(1), 66-86.
Kiernan, V. G. (1965). State and Nation in Western Europe. Past and Present, 31 (1), 28-38.
Kiernan, V. G. (1982). European Empires from Conquest to Collapse. Leicester: Leicester University Press.
Kropotkin, P. (s.f.). Mutual Aid, Extending. Boston: Horizon Books.
Latouche, R. (1961). The Birth of Western Economy. Nueva York: Barnes and Noble Inc.
López, R. (1966). The Birth of Europe. Londres: Phoenix House.
López, R. & Raymond, I. (1955). Medieval Trade in the Mediterranean World. Oxford: Oxford University Press.
Lazarsfeld, P. & Oberschall, A. (1965). Max Weber and Empirical Social Research. American Sociological Review, 30 (2), 185-199.
Malowist, M. (1959). The Economic and Social Development of the Baltic Countries from the Fifteenth to the Seventeenth Centuries. Economic History Review, 12 (2), 177-178.
Mannhein, K. (1936). Ideology and Utopia. Nueva York: Harcourt & Brace and World.
Marx, K. (1965). Pre-Capitalist Economic Formations. Nueva York: International Publishers.
Marx, K. (1972). The German Ideology. En R. Tucker (ed.), The Marx Engels Reader (pp. 158-161). New York: W. Norton
Marx, K. & Engels, F. (1972). The communist manifiesto. En R. Tucker (ed.), The Marx Engels Reader (pp. 337-338). New York: W. Norton
McMillan, D. (1965). Charlemagne Legends. En Encyclopaedia Britannica (pp. 291- 292). Chicago: William Benton.
Melendy, H. B. (1972). The Oriental Americans. New York: Twayne Publishers
Miller, S. (1969). The Unwelcome Immigrant. Berkeley: University of California Press.
Mosse, G. (1978). Toward the Final Solution. Londres: J. M. Dent and Sons.
Origo, I. (1955). The Domestic Enemy: The Eastern Slaves in Tuscany in the Fourteenth and Fifteenth Centuries. Speculum, 30 (3), 321-366)
Peyre, H. (1968). Historical and Political Essays. Lincoln: University of Nebraska.
Pirenne, H. (1937). The Economic and Social History of Medieval Europe. New York: Harcourt & Brace and World.
Pirenne, H. (1948). Medieval Cities, Their Origins and the Revival of Trade. Princeton: Princeton University Press.
Pirenne, H. (1968). Mohammed and Charlemagne. Londres: Unwin University Books.
Polanyi, K. (1957). The Great Transformation. Boston: Beacon Press.
Procacci, G. (1970). The History of the Italian People. Londres: Weidenfeld and Nicolson.
Ramsey, P. (1960). The European Economy in the Sixteenth Century. Economic History Review, 12 (3), 456-462.
Snowden, F. (1970). Blacks in Antiquity. Cambridge: Harvard University Press. Roy, M. N. (1976). Fascism. Jijnasa: Best Books.
Sweezy, P. et al. (1976). The Transition from Feudalism to Capitalism. Londres: New Left Books.
Sneyder, L. (1939). Snyder’s Race. New York: Longmans & Green and Co.
Snyder, L. (1962). The Idea of Racialism. Princeton: D. Van Nostrand.
Styron, W. (1978). Hell Reconsidered. Review of Books, 10-14.
Tawny, R. (1950). A History of Capitalism. Economic History Review, 2 (3), 307-316.
Tigar, M. & Levy, M. (1977). Law and the Rise of Capitalism. New York: Monthly Review Press.
Thompson, E.P. (1978). The Poverty of Theory or an Orrery of Errors. London: Monthly Review Press.
Verlinden, C. (1955). L’esclavage dans I’Europe medievale, vol. 1. Brujas: Peninsule Iberique.
Verlinden, C. (1955). Medieval Slavery in Europe and Colonial Slavery in Americap. En C. Verlinden, The Beginnings of Modern Colonization. Ithaca: Cornell University Press.
Verlinden, C. (1955). The Transfer of Colonial Techniques from the Mediterranean to the Atlantic. En C. Verlinden, The Beginnings of Modern Colonization. Ithaca: Cornell University Press.
Wallerstein, E. (1974). The Modern World System. New York: Academic Press.
Welldon, F. (1963). An Introduction to Domesday Book. Londres: Longmans.
Westemarn, W. (1955). The Slave Systems of Greek and Roman Antiquity. Filadelfia: American Philosophical Society
Williams, E. (1966). Capitalism and Slavery. New York: Capricorn Books.
Notas
Notas de autor