Preciosa naturaleza: los animales como joyas y ornamento en el tráfico de fauna silvestre1,2

Precious nature: Animals as jewels and ornaments in wildlife trafficking

Preciosa natureza: animais como joias e ornamentos no tráfico da fauna silvestre

http://orcid.org/0000-0002-5684-1250 Felipe Vander Velden 34
Universidade Federal de São Carlos, Brasil

Preciosa naturaleza: los animales como joyas y ornamento en el tráfico de fauna silvestre1,2

Tabula Rasa, núm. 32, 2019

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 30 Septiembre 2018

Aprobación: 25 Abril 2019

Resumen: En este artículo se discute una de las bases que sostienen el tráfico de animales silvestres: la idea de que esos seres bellos y raros son como adornos, joyas y piedras preciosas. Esta comparación parece sostenida por un «hábito cultural» que explica los movimientos ilegales de la fauna: la noción de que los animales adornan casas y patios. En este sentido, esos seres, sacados de la naturaleza, funcionan como avatares de otros materiales valiosos, en una compleja interrelación entre vida y muerte, orgánico e inorgánico que, pienso, está en la base de la circulación de animales por todo el globo. Quiero argumentar que la idea del animal como joya o adorno no constituye una simple metáfora, lo cual se puede observar en los efectos materiales de tales existencias no humanas: sus cuerpos son una forma de riqueza en la que se mezclan lo orgánico y lo metálico. Aquí analizo algunos aspectos de esta construcción material y simbólico-conceptual específica del animal, especialmente en lo que se refiere a su circulación por redes comerciales.

Palabras clave: animales, tráfico, joyas, mineral, materialidad.

Abstract: This article discusses one of the foundations behind the so-called wildlife trafficking: the idea that these beings, because of their beauty and rarity, are like ornaments, jewels and precious stones. This comparison seems to be supported by one of the “cultural habits” that would explain the illegal circulation of fauna: the notion that animals adorn houses and backyards. In this sense, these beings, taken from nature, function as living avatars of other valuable materials, in a complex interrelationship between life and death, organic and inorganic which I think structure wildlife movements across the globe. I want to argue that the idea of the animal as jewelry or adornment is not a mere metaphor, which can be seen by its very material effects on these nonhuman existences: their bodies are a form of wealth in which organic and metallic are confused. Here I address some aspects of this particular way to construct materially and conceptually the animal, especially with regard to their circulation through commercial networks.

Keywords: animals, animal trafficking, jewels, mineral, materiality.

Resumo: Este artigo discute uma das bases que sustentam o tráfico de animais silvestres: a ideia de que esses seres, belos e raros, são como ornamentos, jóias e pedras preciosas. Esta comparação parece sustentada por um dos “hábitos culturais” que explicariam a movimentação ilegal de fauna: a noção de que os animais enfeitam casas e quintais. Nesse sentido, esses seres, extraídos da natureza, funcionam como avatares vivos de outros materiais valiosos em uma complexa inter-relação entre vida e morte, orgânico e inorgânico que, penso, está na base da circulação de animais por todo o globo. Pretendo argumentar que a ideia do animal como jóia ou adorno no constitui mera metáfora, o que se pode observar por seus efeitos muito materiais nessas existências não humanas: seus corpos constituem formas de riqueza em que orgânico e metálico se confundem. Aqui analiso alguns aspectos dessa específica construção material e simbólico-conceitual do animal, especialmente na sua circulação por redes comerciais.

Palavras-chave: animais, tráfico, jóias, minério, materialidade.

Yael
Yael

Leonardo Montenegro

Introducción

En marzo de 1514 un séquito portugués, encabezado por el rey Don Manoel I, desfila por las adornadas calles de Roma. Se trataba, nos cuenta Juan Pimentel (2010, p.39), «de la primera vez que Portugal exhibía sus hazañas en materia de descubrimientos y navegaciones». Junto a la misión diplomática presentada al recién elegido papa León X, había una infinidad de papagayos y otras aves tropicales, sedas, joyas, un caballo persa del rey de Ormuz, felinos y un gran elefante blanco. Sigue narrando Pimentel (2010, p.40), en medio de esa exuberancia de preciosidades orgánicas e inorgánicas, los testigos señalaron que un leopardo de las nieves (Panthera uncia, Schreber 1775) –raro animal probablemente capturado en los confines del Tíbet o de Asia central– iba en una jaula «labrada con lujo: como un cofre que permitía apreciar el tesoro que viajaba en su interior, un tesoro natural vivo, cuyo valor residía en su rareza». Parte de las inmensas riquezas recobradas con las conquistas lusitanas en la India, este pobre felino, «cosificado y tratado como un bien de consumo» (Pimentel, 2010, p.36, las cursivas son mías), era «tan hermoso y exclusivo como un topacio» (Pimentel, 2010, p.40 las cursivas son mías).

Tierra de animales raros y piedras preciosas, fauna exótica y riquezas inimaginables, Oriente funciona, en esta exhibición del imperio lusitano, entre otras cosas, como eslabón que conecta al animal y al mineral por medio del lujo y de la opulencia (Knight, 2004; Pimentel, 2010), y establece la antigüedad del tropo que asocia el valor a la belleza/el color y a la rareza o exotismo. Esa asociación se trasladará, a partir del siglo XVI, al continente americano y, en especial, al Brasil portugués, terra papagali, convertido en un país de colorido vertiginoso, formado de oro, diamantes y turmalinas, y de aves cuyos plumajes de rara belleza, y gatos con pelajes de bellas formas, llevan a su circulación por siglos, hasta el día de hoy. De esta forma, la asociación entre animales elusivos y minerales preciosos tiene una larga historia: así como el desplazamiento intencional de esos seres, ambos movimientos estrechamente ligados a la historia de la expansión colonial y de los imperios, y sus desarrollos pueden sentirse, argumento, hasta el presente, en que el plumaje iridiscente de las aves tropicales en riesgo de extinción o la fascinante coloración de las pieles de los felinos cada vez más escasos en la naturaleza aún invitan a comparaciones con el brillo de los diamantes y con la exclusividad de zafiros y esmeraldas. Eso sin contar, claro, con la fascinación por el marfil, que, al igual que el oro y las gemas, seduce a las personas desde hace miles de años, decora símbolos de poder y de riqueza, y mata elefantes, hipopótamos y narvales, entre otras magníficas criaturas.

Este artículo pretende investigar uno de los desarrollos contemporáneos de ese nexo entre animal y mineral, entre vida y preciosidad, a partir del llamado tráfico de animales de fauna silvestre. Espero demostrar tan solo que es la comparación de los animales (y algunos de sus productos o partes de sus cuerpos) con joyas, una de las fuerzas que mueven ese mercado en su mayoría ilegal, pero también que nos hallamos ante algo más que una simple comparación. Quiero argumentar que esta asociación íntima entre el animal y el mineral se configura como más que una simple metáfora: si observamos los efectos de esa articulación para los animales en los humanos capturados en ella –y nótese que esos animales son literalmente capturados–, estamos ante algo muy real: los animales son joyas, por ello son prospectados y explotados, alcanzan altos precios, (se) mueven (en) un enorme mercado y siguen adornando casas y cuerpos en todo el mundo en detrimento de las relaciones que tienen en los espacios de vida y coexistencia de donde son sustraídos. Se trataría de una especie de metáfora, una declaración profunda y plena de consecuencias que nos habla de ciertas relaciones entre humanos y no humanos dentro de un proceso de mercantilización de todas las cosas, incluyendo la vida y su diversidad.

Lo que quiero decir se acerca a la constatación de que las metáforas tienen fuerza pragmática (Fernandez, 1986): y son más que simples formas de describir las cosas del mundo por medio de articulaciones semánticas, las metáforas actúan en el mundo de forma decisiva; así, los encuentros entre dos campos de significados distintos: el orgánico (o animal) y el mineral (la joya), produce un claro desplazamiento en aquel, que se convierte, muy efectivamente, en un objeto inerte por explotar, capturar, apropiarse, vender, comprar, usar y exhibir. Tal vez estemos, de manera alternativa, a medio camino entre lo metafórico y lo literal que, a la larga, oscila entre los dos extremos produciendo efectos variados, cuyo análisis apenas iniciamos. Pero es plausible sugerir que se pueda decir eso de cualquier comercio de seres vivos, toda vez que, pienso, estaríamos ante una modalidad de fetichismo de la mercancía, en la que la condición de viviente – en su sentido amplio, de ser en/con el mundo (Ingold, 2000) de los animales– se ve oscurecida por su permanente desplazamiento, que es simultáneamente espacial (de la naturaleza al mercado) y conceptual (de lo vivo a lo muerto, de lo orgánico a lo metálico). Es en ese sentido que, muy materialmente, los animales se transforman en preciosidades, en joyas; más de las joyas que son, desde hace milenios, ciertas partes y productos de sus cuerpos.

Joyas vivas

Los animales y ciertas partes de sus cuerpos (especialmente garras, dientes y colmillos, plumas, picos, élitros, huesos, conchas, caparazones, astas y cuernos, lanas, pieles y cueros, cáscara de huevos) adornan los cuerpos humanos desde tiempos inmemoriales (Kuhn, Stiner, Reese & Güleç 2001; Mayer, Bonsall & Choyke, 2017), y todos estamos familiarizados con el amplio uso de ornamentos elaborados con base en partes y productos animales por pueblos indígenas y tribales en todo el mundo (Vanhaeren, 2005). En ese sentido, la relación entre animal y ornamento es muy antigua y está ampliamente difundida, y las razones que la explican sin duda se multiplican en la miríada de modos de abordar la propia relación entre seres humanos y no humanos. Mi objetivo, así, es explorar un fenómeno más reciente, nacido con la expansión colonial europea a partir del siglo XV (y vigente hasta el día de hoy), y que parece conducir a una valoración paralela de dos tipos de recursos, unos de origen animal y otros de origen mineral. Quiero sugerir que este fenómeno lleva a la constitución de la idea –que puede ser rastreada en numerosas prácticas sociales y producciones históricas y culturales, algunas de las cuales se presentarán aquí– de que los animales, al igual que los minerales, pueden ser prospectados y explotados para ser producidos como objetos de lujo para ser apropiados y utilizados como decoración u ornamento.

La relación entre animales y minerales puede ser totalmente literal en ciertos casos, como con ciertas sustancias altamente valoradas que se consideran preciosas y se emplean comúnmente en el mundo de la joyería: me refiero a las llamadas gemas orgánicas, como el marfil, el caparazón de las tortugas y el coral, además de perlas y madreperlas y el ámbar, todos extraídos de especies animales. El marfil y el coral, por ejemplo, aparecen –junto con otros «productos» animales, como las perlas e incluso fósiles usados como piezas de joyería– en compendios que tratan especialmente de gemas o piedras preciosas y semipreciosas (por ejemplo, Schumann, 1985). La comparación es evidente: el marfil de los colmillos de elefante, por ejemplo, constituye «uno de los raros materiales de origen orgánico que fue suficientemente fuerte para rivalizar con materiales más preciosos, de origen completamente mineral, como las gemas y los metales nobles» (Afonso & Horta, 2013, p.28)5. Los animales pueden producir materiales preciosos de otras formas más insólitas, como la idea, extendida en Portugal desde el siglo VII, de que la orina del lince ibérico (Lynx pardinus) solidificada era descrita como una «piedra preciosa semejante al ámbar», a la cual se atribuían poderes terapéuticos (Fernandes y Frazão-Moreira, 2015, pp.97-98). Aquí podemos incluir también las llamadas biojoyas, piezas de joyería contemporánea que por lo general combinan metales y piedras con variados elementos orgánicos de origen vegetal o animal (Magtaz, 2008, pp.238-253). Montados generalmente en composiciones con pedrería y elementos metálicos preciosos, estas joyas orgánicas apuntan a cierta indistinción entre lo carnal y lo mineral que, argumento, está en la base de la circulación de animales y sus cuerpos que parece operar en la longue durée6.

En muchos otros casos, lo que tenemos es, claramente, una metáfora, en la que los animales, como forma de riqueza, son comparados con los metales o minerales, esos elementos extractivistas cruciales en el surgimiento del capitalismo y en la formación del mundo moderno (Goody, 2012). Esa es una construcción frecuente en la historia de Brasil y de otras regiones coloniales caracterizadas por el extractivismo mineral y vegetal, en el que el café fue el «oro verde», el petróleo es el «oro negro», e incluso los indígenas esclavizados en la América colonial constituyeron el «oro rojo» (Hemming, 1978). Es así, por ejemplo, como, invirtiendo una frase que caracterizó la ocupación de los sertones de Brasil por hatos de vacas, Marcos Galindo (2017, p.187) señala que «en el rastro del cuero, el oro», asociando el ganado y sus subproductos con la formación de grandes fortunas basadas en la explotación extensiva de ganado y minerales –un solo objetivo impulsaba la expansión que interiorizó la colonización de la América portuguesa: la búsqueda de riquezas auríferas en la dirección de los caminos del ganado. De esta forma, los cueros bovinos se convierten en algo similar a un «oro coriáceo», por así decir. Lo mismo puede decirse de los campesinos peruanos, quienes comparan partes de los cuerpos de sus llamas con «minas y bastiones de oro», que «aluden al valor extraordinario del animal» (Rivera Andía, 2016, p.98).

Existe, sin embargo, una serie de comparaciones que me parece que se sitúan entre la metáfora y la literalidad, y eso en función de los efectos de la analogía. Se trata de casos en los que puede concebirse el animal no solo como semejante a la preciosidad de origen mineral (porque ambos son raros, bellos y costosos), sino como un raro mineral en sí mismo, que puede (y debe) ser investigado, explotado, vendido, comprado y exhibido. Al animal, aquí, se le atribuyen funciones que por lo general ocupan piedras y metales preciosos: ostentación, apreciación estética, marca muy visible de sofisticación, riqueza y poder. Véase, por ejemplo, la región de la Tierra del Medio, divisoria de aguas entre los ríos Xingu e Iriri, Amazonía paraense, donde floreció, en la primera mitad del siglo XX, un lucrativo comercio de pieles y cueros de animales silvestres, especialmente de felinos, llamados localmente gatos. Se dice que la captura de felinos por parte de los llamados gateros era «como una veta», pues las pieles alcanzaron precios altísimos: la comparación asocia explícitamente el animal (y sus «productos») con el oro y la extracción de productos animales a la extracción mineral (Guerrero y Postigo, 2017, p.233). No se dijo que la minería era como el marisco (la caza) de gato: el metal precioso es la referencia, el término no marcado. Y el efecto de esa comparación activa fue un negocio internacional casi incalculable de pieles y plumas de animales silvestres que se extendió por toda la Amazonía por más de un siglo (Antunes, Shepard Jr. & Venticinque, 2014; Antunes, 2015).

El tráfico de animales silvestres

Lo que se conoce como tráfico de animales silvestres (o de fauna silvestre o selvática) es un fenómeno de múltiples facetas y difícil de rastrear. Se considera un problema legal –puesto que se define internacionalmente como crimen, definición amparada por una serie de directrices de alcance global (sobre todo la Cites –Convención de Tráfico Internacional sobre Especies de Flora y Fauna Silvestre en Peligro de Extinción7) además de las legislaciones nacionales– y, sin duda, como un grave problema ambiental. Tal definición general como actividad ilegal o delictiva, confiere una carga moral negativa considerable a una miríada de formas de relación entre humanos y algunos no humanos, desde el comercio transnacional (entre coleccionistas particulares, tiendas de mascotas, zoológicos e instituciones de investigación), de animales protegidos, hasta la caza como alimento, las prácticas zooterapéuticas, el empleo y circulación de partes de cuerpos animales como adornos u otros usos rituales por parte de pueblos indígenas y tradicionales y el mantenimiento de mascotas o animales de compañía en residencias y familias en todo el mundo. De hecho, la noción incluyente de tráfico de animales y sus partes y sustancias o sus productos agrega de modo poco crítico incontables tradiciones locales de estima y conocimiento de los animales, y de afectos hacia estos seres, que terminan criminalizadas sin prestar la debida atención a las relaciones singulares y situadas entre humanos y no humanos.

Esta inclusión de una gran variedad de modos de interacción entre colectivos humanos y animales lleva, a mi modo de ver, a las evidentes dificultades para calificar y cuantificar el fenómeno –aparte, claro, de los evidentes problemas de caracterizar actividades en gran medida ilegales o ilícitas. Los cálculos de los valores que mueve este tráfico en todo el mundo varían –¡una variación significativa! –entre 10 mil millones y 213 mil millones de dólares norteamericanos– (Szpilman, 1999; Marques, 2015), y no existe consenso sobre su posición –en relación con el volumen, el lucro y el significado– frente a otras actividades globalmente consideradas delictivas, como el tráfico de armas, drogas y patrimonio cultural: si la mayoría de los estudiosos argumenta que el tráfico de animales es la tercera actividad ilícita del mundo (Szpilman, 1999; Renctas, 2001, p.6), otros afirman que puede tratarse no solo de la cuarta, la segunda o incluso de la primera, la mayor, actividad ilegal en términos planetarios (Liddick, 2011, pp. 2, 7; Haraway, 2008, p.271; Jaclin, 2016, p.422). Los cálculos de volúmenes y valores del tráfico de animales en Brasil también son imprecisos. Se afirma que el país participa con US$1 mil millones en este negocio (Szpilman, 1999); otros autores señalan que, de Brasil, según informaciones más recientes, se extraen de su ambiente natural 12 millones de especímenes todos los años (Nassaro, 2015, pp.170-171), lo que genera flujos financieros anuales del orden de los 2.500 millones de reales, la moneda brasileña (Renctas, 2001, pp.32-33). Esos números indican que el país participa con un 5% a 15% (WWF, 1995, p.11; Lopes, 2000) del total mundial de animales traficados ilegalmente. Los seres más buscados en el país son tucanes, psitácidos, sapos, cobras, arañas y peces ornamentales – y nótese que estos últimos, los peces de acuario o acuarismo, conservan nominalmente la asociación que quiero explorar aquí, entre animal y ornamento8.

Los problemas de definición y de circunscripción del fenómeno conocido como tráfico de fauna o de animales silvestres también se revela en la organización de su trayectoria histórica. De hecho, no es fácil determinar cuándo se inicia la práctica. Obviamente, desde un punto de vista legal, se puede argumentar fácilmente que el tráfico comienza cuando entran en vigor las leyes que prohíben ciertas formas de captura, circulación y uso de animales y partes o productos de sus cuerpos. No obstante, debido a la carga moral que se superpone al ilícito, los análisis del tráfico acostumbran hacer retroceder en mucha parte su origen, posicionándola, precisamente en el momento de la expansión colonial ya mencionado. En el caso brasileño, el momento inicial del contacto entre europeos e indígenas en la costa del actual sur de Bahía –en el que los portugueses de la escuadra de Cabral adquieren papagayos y artefactos de plumas– también inaugura el tráfico (internacional) de animales:

Comienza ahí [en 1500] la historia de la explotación comercial de la fauna silvestre brasileira, que por su diversidad inspiraba la idea de ser abundante e inagotable. (Renctas, 2001, p.12)

Es decir: la fundación de Brasil es, en el mismísimo movimiento, la inauguración del tráfico de animales en esta parte del globo. Entonces, «desde su descubrimiento, Brasil se volvió blanco preferido de los traficantes de animales silvestres» (Renctas, 2001, p.3). Este comercio se seguiría repitiendo – –«Por quinientos años, la Selva Atlántica propició ganancias fáciles: papagayos, colorantes, esclavos, oro» (Dean, 1996, p.478)– hasta el día de hoy. Nótese que no pretendo, aquí, discutir la precisión de los orígenes. Quiero destacar, sin embargo, que la percepción de que el tráfico comienza con la expansión colonial (en los siglos XV-XVI) milita, pienso, a favor de la idea de que lo que está en análisis aquí es un fenómeno de larga duración, cuya continuidad aún puede verificarse.

Los estudios antropológicos sobre este complejo negocio aún son pocos (Jaclin, 2013, 2016; Jaclin & Shine, 2013), y las variadas razones o motivos que llevan a transportar los animales por doquier aún son mal entendidos. En una investigación cuyos resultados publiqué recientemente (Vander Velden, 2018), busqué una perspectiva antropológica del fenómeno así definido como «tráfico» o «comercio ilegal» o «ilícito» de animales silvestres, de fauna silvestre o de especies salvajes. En esta investigación, realizada en su mayor parte en el norte del estado de Rondônia (suroeste de la Amazonía brasileña), traté de escuchar a varios de los actores involucrados en el fenómeno –compradores y vendedores de animales, además de agentes públicos y ONG especializadas en el combate de esta práctica, pero, principalmente, a las familias que mantienen animales silvestres en sus lugares de habitación, sitios y fincas– para intentar comprender cómo se entiende desde dentro. O, en otras palabras, ¿cómo diferentes agentes comprenden un fenómeno, y su inserción en él, que se define como un delito, y que, por lo tanto, describe a varios de esos mismos agentes como delincuentes? Mi indagación se centró en el modo como esos actores comprenden los animales que son capturados, comercializados y mantenidos ilegalmente: ¿qué son esos seres, desde la perspectiva de quienes actúan en su desplazamiento de la naturaleza al mercado, por así decirlo?

En ese sentido, si mis conclusiones buscaran reintroducir la perspectiva de los animales también como agentes o actores en ese fenómeno (en el cual, a fin de cuentas, ellos son las «estrellas», aunque de una manera que generalmente se describe como negativa, como víctimas), –de acuerdo con lo mejor de lo pregonado por el reciente «giro animalista»– aquí procuro discutir una de las atribuciones simbólicas que con mayor frecuencia se hacen sobre esos seres, nominalmente, su identificación con piedras preciosas, gemas o minerales raros y caros. Los animales traficados son (como) joyas, argumento. Noto, también, que la metáfora aquí tiene consecuencias muy palpables para la vida y el bienestar de millones de criaturas no humanas. De este modo, como hice en otro lugar (Vander Velden, 2017), retomo un análisis del animal como símbolo o signo, pues creo que esta tarea no debe ser abandonada por la antropología –ya que el uso de animales como representaciones que informan (sobre) cuestiones humanas y uno de los fenómenos humanos más difundidos (Leach, 1983; Lévi-Strauss, 1997)–; eso no quiere decir que la perspectiva del simbolismo deba ser separada de la que (re)inserta a los animales en la constitución activa de las vidas sociales humanas. A menudo es en forma de símbolos como ellos integran las existencias humanas, y es también de esta forma como sufren. Así como todo lo demás, esos animales son, al mismo tiempo y de manera indistinta, materia y sentido (cf. Henare, Holbraad & Wastell, 2007) y, por lo tanto, sus vidas están equilibradas entre los efectos de la literalidad y la analogía.

Raras joyas

Los ejemplos de asociación entre animales y joyas o gemas son comunes en la literatura que describe el fenómeno: las coloridas y venenosas ranas de la familia Dendrobatidae (que se observan especialmente en Colombia, Panamá y Costa Rica) son descritas como «las joyas del comercio de anfibios vivos» (Renctas, 2001, p.50). Ciertas raras galápagos se anuncian en el mercado de mascotas como «gemas vivas» (Fitzgerald, 1989, p.237). Mariposas y escarabajos, así como las minúsculas plumas de los colibríes, se engastan en broches finos o delicados pendientes, en una conexión explícita con el arte, la decoración y la joyería (Laufer, 2009, pp.182-183; Speart, 2011; Fitzgerald, 1989, p.181), y las cobras, «son como joyas» (Laufer, 2010, p.150). Willerslev (2000, p.41) llama la piel de cibelina «oro suave de Siberia», y hace mucho tiempo se conocen piezas finas de joyería (broches, anillos, pendientes) confeccionados de concha de tortugas y de coral, estos últimos distinguidos –junto con las gemas– entre variedades preciosas y semipreciosas (Fitzgerald, 1989, p.227; pp.251-257). una larga historia compara las aves y sus plumajes con las gemas preciosas –«las plumas como adornos de la moda» (Schindler, 2001)– y, por consiguiente, como adornos corporales refinados que se exhiben como símbolos de estatus y poder (Françozo, 2014a). El mismo imperio brasileño estaba representado por una bandera completamente confeccionada con bellas plumas verdes y amarillas de papagayos nativos (cf. Schwarcz, 1998). El mundo de los animales raros y caros los percibe con frecuencia como joyas, y si es así, Indonesia –uno de los países que más atrae la atención de comerciantes y coleccionistas por su diversidad– «es la joyería» (Christy, 2008, pp.120-121):

La valorización de las características de variedad y de exclusividad –que atraería a los compradores de animales silvestres con el mismo efecto de las joyas raras. (Nassaro, 2015, p.18)

Un anuncio de reptiles en venta por uno de los mayores traficantes de la historia de Estados Unidos (reproducido en Smith, 2011, p.107) describe así una serpiente, apostando por la pureza y valorizándola por medio de la mención al poderoso conglomerado anglo-sur-africano (el grupo De Beers) que por décadas ha dominado el comercio global de diamantes:

«DIAMOND PYTHONS (Morelia a. argus) 3½’ by 5½’. SPECTACULAR COLOR & PATTERNS – these would give the DeBeers diamond family a permanent hard-on. 1005 PURE DIAMONDS have not been around for some time – savage feeders on dead rats – EXTRA – EXTRA NICE!»9

Lógicamente, los criterios de rareza y belleza dominan esta asociación. Los altísimos precios alcanzados por algunas especies –exóticos papagayos que cuestan US$100 mil el par; los chales shahtoosh (llamados el rey de las lanas finas, producidos de los pelos del chirú, un raro antílope tibetano, Pantholops hodgsonii) a US$4 mil la unidad; halcones de alta calidad [sic] vendidos por US$ 40 mil en Oriente Medio (Reeve, 2002, p.11); atunes azules, codiciados por el mercado japonés, que llegan a valer hasta US$100 mil por espécimen (Liddick, 2011, p.42) también deben contar en esta comparación entre animales vivos y joyas o piedras preciosas: muchos de los animales y sus (sub)productos abastecen, efectivamente, un mercado de lujo (caviar, nidos de golondrinas, peces raros de arrecifes)10, al que afluyen bienes caros y escasos de los países pobres del sur para las economías y sociedades opulentas e influyentes del norte.

Esta comparación con las piedras preciosas conlleva a uno de los despliegues más crueles del tráfico de animales: la asociación entre muerte, rareza y precio. Animales codiciados, así, se convierten en «símbolos de la fascinación y el deseo obtenidos mediante la muerte de otros» (De Voos, 2017, p.109). En efecto, puede decirse que la muerte crea valor, toda vez que, entre más rara la especie (es decir, entre más explotada y, por ende, en mayor riesgo de extinción), más elevados son los precios que alcanzan en los mercados de fauna silvestre, pues la escasez las hace destacarse (así como ocurre con las raras gemas preciosas). Esta es la lógica perversa desvelada y discutida por Ursula Heise en los listados de animales en peligro de extinción (como la conocida Lista roja de la IUCN). Figurar en la lista de los amenazados equivale, como efecto colateral, a que su valor monetario se catapulte en el vasto mercado de animales:

Entre mayor sea la amenaza de extinción sobre una especie, más se valoriza, en una lógica que imita tanto la valorización capitalista de recursos escasos como la fascinación cultural, heredada del Romanticismo, con la muerte inminente: el aura de lo «postrero». (Heise, 2016, p.72)

Es plausible que la continua brutalidad ejercida sobre los animales sustraídos de sus hábitats de origen y llevados a una nueva vida (una «vida mercantilizada», “a commodity life”) en compañía de humanos tenga un papel crucial en la conversión de seres vivos y sintientes en mercancías. Collard (2014) observa que el tráfico global de animales consiste en hacer que las vidas de los animales sean desmontadas, «una vez son separados de sus hábitos naturales y de sus redes ecológicas, familiares y sociales», para ser, posteriormente, reconstituidas como «vidas empobrecidas de las mercancías cautivas» (captive commodity; cf. Collard, 2014, p.153) –como una «cosa muerta-viva» (undead thing), en los términos de Donna Haraway (2008). Este es un proceso invariablemente violento, según la autora; y tal vez sea precisamente esta violencia que produce el animal cautivo, desorientado por la privación de sus antiguos lazos y forzado a recomponer rápidamente nuevas relaciones con extraños, humanos y no humanos, en su nueva condición de «mercancías compañeras» (companion commodities; cf. Collard, 2014, p.154). La sugerencia de Collard indica que la idea de mantener animales exóticos en cautiverio es una forma de reconstitución doméstica de la naturaleza –según argumentan algunos defensores de la circulación de especies silvestres– sea pura ilusión: lo que el proceso capitalista de mercantilización hace es, justamente, «cortar» el continuo ecológico en «partes», «pedazos» o «parcelas», que separan a los animales de sus comunidades naturales y pueden, entonces, ser «privatizadas, individualizadas, alienadas y demás» (Castree, 2003, p.285). En ese sentido, tal vez podamos identificar el paso efectivo del animal –más que metafórico– al mineral, de lo animado a lo inanimado, de lo animal (aunque vivo) a joya: extraído del mundo en el que vive, tiende al mineral al pasar a ornamentar ropas, cuerpos, casas y jardines.

Esta asociación entre mortalidad y rareza (y valor) ya estaba presente en los mundos coloniales, como destaca Louise Robbins (2002, p.12):

Nadie calculó nunca la miríada de papagayos muertos [...], mas la vulnerabilidad de esas criaturas importadas parece agregar valor a aquellas que sobrevivieron.

Y seguiría operando aún hoy de acuerdo con un interlocutor de Peter Laufer (2009, p.128):

Algunos cazadores […] dedican esfuerzos especiales a cazar una especie hasta su extinción total; en este caso, el precio por cada criatura se vuelve astronómico.

La crueldad, pues, produce la rareza, y entra en la cuenta del precio final, en un perverso círculo vicioso. De hecho, en la Europa del siglo XVIII, las mascotas exóticas eran «posesiones de lujo» (luxury possessions; cf. Robbins, 2002, p.140), como siguen siéndolo al día de hoy. Tal vez solo por eso, por ser, en algunas ocasiones, raros y caros, los animales puedan ser también tomados como mercancías especiales. Pero, desde el punto de vista de varios actores involucrados en los flujos ilegales de especies silvestres, es posible que los seres vivos no sean más que «cualquier otra mercancía» (Gootenberg, 2005).

Como piedras preciosas, los animales salvajes –dispersos por bosques, mares u otros biomas– deben ser prospectados y, a partir de ahí, explotados. Cuantificada, así, la naturaleza, calculado su valor, descrita como recurso por explotar y, más adelante, puesto en circulación por un buen precio, que convierte sus animales, desde la perspectiva de quienes capturan y venden esos seres, en un «rico filón por explotar» (Giovanini, 2003, p.3), que iguala seres vivos con riquezas minerales por explotar, especialmente las piedras preciosas, por sus espléndidos y raros colores y por su belleza y exotismo:

En las fiestas de las cortes europeas, en la era de los grandes navegantes, lo que causaba buena impresión no era portar joyas de muchos quilates, sino ostentar aves coloridas que, para sorpresa de todos, incluso tenían el don de hablar. (Giovanini, 2003, p.3)

Y, de este modo, los animales silvestres y algunos de sus fragmentos se transformaron, como es el caso del marfil y del coral, en «mercancías comparables con ciertas piedras preciosas» (Marques, 2015, p.350); no es fortuito que, en un libro que celebra la joyería brasileña, erizos, conchas, alas de insectos, cueros de animales y plumas se eleven a la condición de materiales nobles denominados «gemas orgánicas» (Magtaz, 2008, p.238). Canarios originalmente verdes, que, cuando fueron traídos de islas Canarias a Europa, adquirieron, por medio de la reproducción controlada y la fijación de mutaciones, la coloración amarillo-clara que hoy los distinguen, por lo que se denominan «pájaros de oro» (oiseaux d’or; Del Col, 2002, p.188). Seres vivos convertidos en recursos por una sociedad de consumo, son el resultado de una de las cuestiones más complejas que giran en torno al concepto de biodiversidad: el hecho de que le asignamos un precio o un valor (Bowker, 2005, pp.108-109), lo que hace de la diversidad de la vida una moneda global, una forma universal de avaluar y comparar países y regiones, cuantificando sus atributos naturales (como recursos). En lo referente al tráfico, la biodiversidad pasó a permitir también la asignación de un valor a las personas, quienes –según varios relatos– adquieren animales silvestres raros u caros como forma de exhibición y demostración de poder: un caso muy conocido, por ejemplo, fue el del boxeador Mike Tyson y los tigres blancos que tenía en su mansión (Laufer, 2010, pp.xv-xvi). Eleonora Trajano (2010, p.136) concluye, así, que la definición de la biodiversidad como riqueza acaba por convertir a los animales en blancos del comercio ilícito:

El precio de un anillo de diamantes, el tráfico internacional de animales raros o en riesgo de extinción [...] demuestran que todos dan un valor y quieren usufructuar la variedad y la exclusividad.

A los mismos europeos de la América del Sur colonial no parece habérseles escapado esta asociación entre partes de animales y riqueza (y lujo, belleza, poder y eficacia ritual o simbólica). Hans Staden (1999[1557], pp.101, 113) afirmaba, en el siglo XVI, que las plumas brillantes de varias aves (especialmente las rojas y amarillas), celosamente guardadas por los Tupi en el litoral de la América portuguesa, eran sus «riquezas»: «sus tesoros son plumas. Quien tiene muchas es rico». Es diciente que el cosmógrafo André thevet haya leído la sociedad Tupi del siglo XVI con los ojos de la realeza europea, razón por la cual la diadema de plumas de Cunhambebe se convierten en su «corona», expresión inequívoca, a los ojos del cosmógrafo, de un nexo entre las indumentarias de plumas y los símbolos del poder y de la belleza (cf. Mason, 1994, p.10). Lo mismo puede decirse de los escudos aztecas que combinaban pieles preciosas, plumas coloridas y oro, que obviamente maravillaron a los españoles (Nadal y Moreno Guzmán, 2017). De hecho, objetos de plumas de rara belleza llevados a Europa a partir del siglo XVI serán apropiados por la moda de la nobleza, y llevados sobre todo por las mujeres de las cortes y círculos aristocráticos, como adornos o accesorios, junto con joyas de oro, plata y gemas preciosas (Françozo, 2014a, 2014b). Sabemos que las joyas y minerales preciosos, aparte del placer estético que inspiran, son signos privilegiados de poder, prestigio y distinción (Gola, 2008; Falls, 2014; Ozanan, 2017).

La belleza y la rareza de esos materiales parecen conectar la percepción europea de los pueblos amerindios con aquella, secular, de coleccionistas y apreciadores de animales de todo el mundo, lo que tuvo un papel fundamental en la creación de interés y de valor de esos materiales o artefactos de origen animal11. Añádase una pizca de distancia y de exterioridad o alteridad: piedras preciosas y animales raros proceden regularmente de rincones exóticos y distantes, otros lugares, de ensueño: Terra Brasilis, Madagascar, Birmania, las Indias orientales. El valor de esas «piezas» se acrecienta, así, también según cuán remoto sea su origen, además, claro, de las posibilidades de su explotación, extracción y apropiación. Véase el marfil: preferido como materia prima de la joyería y de finas obras de arte hasta mediados del siglo XX, su valor aumenta no solo por su belleza, dureza y resistencia (propiedades, nótese, también apreciadas en las gemas), pero también por sus orígenes en los misterios profundos del África o de los mares del norte (Santos, 2017). Esculpidas y hechas objetos de arte refinado –en la forma de los famosos elefantes (Afonso & Horta, 2013; Santos, 2017)–, esas presas se convierten en emblemas obvios de la conexión entre el animal y el adorno, entre lo orgánico y lo precioso.

El vil metal

Una analogía entre cuerpos orgánicos y metálicos también podría ser explorada en ciertos contextos en que los animales constituyen el medio circulante de conversión universal entre las cosas, es decir, donde los animales son dinero, como es el caso de las conchas de los cauris (conchas del género Monetaria, también llamados buzos o zimbos) en varios lugares del África subsahariana, de China y de los litorales del Océano Índico (Litster, 2016) o de las plumas rojas del mielero cardenal (Myzomela cardinalis) en el archipiélago de Santa Cruz, en Oceanía, utilizadas como «dinero en plumas» (Houston, 2010). No obstante, hay otra asociación posible entre animal y mineral que puede resultar más incendiaria, y que se refiere al hecho de que la criminalización, en escalas nacionales e internacionales, de múltiples modalidades de captura y circulación de fauna silvestre (en función, como señalé anteriormente, de la carga moral negativa atribuida a tales prácticas) puede vuelve potencialmente sucio –porque agrede la naturaleza y convierte, de manera espuria, lo orgánico en inorgánico, lo vivo en muerto (o en muerto vivo)– el dinero que circula por estas redes comerciales ilegales.

En ese sentido, lo que se busca y se extrae de la naturaleza –lo que se saca del lugar donde debería permanecer, o de donde fue colocado por Dios, la creación, o por lo que quiera o quienquiera que sea – se encuentra irremediablemente marcado por el sello de la maldición (Goody, 2012, p.140). Eso está bien documentado en los Andes (Taussig, 2010)12, y hay evidencias de que, en las Minas Generales del período colonial, el dinero obtenido de la explotación minera tenía una connotación trágica (Andrade, 2008), como parece suceder aún hoy en el interior del Brasil (Guedes, 2014, pp.60-63). Aun así, no parece haber ninguna asociación específica entre la explotación de esas joyas de la fauna y alguna supuesta mancha o contaminación incorporadas, como un contagio, al dinero marcado con el comercio ilícito de animales, tal como ocurre, por ejemplo, con los sonados «diamantes de sangre» o «de conflicto» oriundos de regiones en guerra en África, donde financian el tráfico de armas (Falls, 2011). Claro, valores obtenidos por medio de actividades ilícitas o ilegales pueden caer bajo la designación amplia como dinero sucio, o maldito/maldecido, pero el contenido de esta expresión aún carece de estudios, al menos para aquellos recursos obtenidos con el tráfico de animales silvestres, práctica que, como otras caracterizadas por el flujo irregular e incierto de recursos, está sujeta a cierta condena moral (Guedes, 2014, pp. 60-61). Es, como mínimo, intrigante constatar que la campaña contra los diamantes de sangre se haya inspirado claramente en las exitosas acciones anteriores de combate al lujoso comercio internacional de pieles (Falls, 2011, pp.451-452).

El nexo entre el mineral precioso y el animal protegido, tal vez está en la lengua de la pasión, descrita como un afecto ambivalente, situado entre el placer y el dolor, la virtud y el vicio, la vida y la muerte, la creación y la destrucción, y algo cercano a la enfermedad, a la fiebre. De hecho, desde el período colonial en Brasil el discurso sobre la minería se basa en la idea de la fiebre, la fiebre del oro (Guedes, 2014), un estado a la par social y corporal, que se localiza entre la pasión y la dolencia. Muchos de los cazadores y negociantes involucrados en el tráfico y el coleccionismo de animales silvestres describen lo que los impulsa como una pasión, que se desdobla en una serie de términos correlacionados, como aquellos con los cuales los criadores de semilleros curiós para competir en Florianópolis (Motta, 2008, p.218) describen su actividad: «enfermedad», «cachaça», «tóxico» y «vicio». Incluso por lo general a sabiendas de que son prácticas ilegales, según demostró mi investigación (Vander Velden, 2018), esos actores argumentan que no pueden dejar esa pasión/enfermedad.

Merece anotarse cómo los criadores de aves de corral en Francia, estudiados por Éliane Del Col (2002), también emplean palabras como pasión y amor, pero rechazan la equivalencia entre el ave criada con fines estéticos (color, canto, porte) y los verdaderos animales de estimación: de acuerdo con la autora, se ama sobre todo la creación, no los animales en sí mismos, que no son animales de compañía ni miembros de la familia (Del Col, 2002, p.205-207). Esos criadores no tienen ningún problema en comercializar sus «excedentes» o cederlos a nuevos criadores, o incluso cambiarlos con otros para evitar la excesiva consanguinidad de sus aves. Aquí vemos, puede decirse, una distinción en los motivos para mantener animales en residencias: una cosa son las mascotas, animales de compañía o pets, con quienes se entretejen relaciones familiares; otra, muy distinta, parecen ser los animales como ornamento, más cercanos al objeto, a la mercancía, a la gema, al mineral, que se disfrutan por sus cualidades estéticas (belleza, brillo, lujo).

Ornamentos vivos

En las noticias sobre el tráfico de animales en Brasil es frecuente que una de las razones apuntadas –sobre todo por los estudiosos del fenómeno y por agentes que buscan combatirlo– para el florecimiento del negocio sean razones o hábitos culturales o tradicionales. Una de esas prácticas, me parece, está ligada también a la idea de los animales silvestres como joyas, adornos o accesorios: se los captura o adquiere, sobre todo, porque «embellecen la casa o hacienda», haciendo los ambientes más bellos y agradables. El placer estético de la presencia de ciertas aves en residencias es afirmado por algunos de los interlocutores de Costa, Silva y Rodrigues (2014, p.23), que definen la captura de esos seres para «fines ornamentales»:

No sé por qué me gustan, creo que es como un deporte, me gusta ver a los animalitos (A. F., conductor, 49 años).

Ellos [los pájaros] son tan bonitos, graciosos y coloridos (C. C., estudiante, 19 años).

Se acostumbra atribuir el hábito, común en Brasil, de conservar, en residencias, animales de fauna silvestre (especialmente primates y aves, sobre todo psitácidos y passeriformes canoros) a la «influencia» indígena en la cultura brasileña. Costa, Silva y Rodrigues (2014, p.1), por ejemplo, afirman que, en el estado de Pará, «la costumbre de criar aves silvestres como animales de compañía también es una cultura heredada de los mestizajes con las diferentes etnias indígenas». De hecho, las formas modernas de pet keeping parecen difundirse con fuerza solamente en Europa a partir de la conquista de América y de la incorporación, por parte de los europeos, no solo de especies domesticables de la fauna americana, sino también de prácticas y técnicas y de ciertos modos de relación –adopción, intimidad, familiaridad o proximidad– entre humanos y sus mascotas (Thomas, 2001; Norton, 2013, pp.71-77; 2015). Pero esta dimensión del adorno vivo aún me parece carente de análisis más profundos, aun cuando, como vimos anteriormente, pueda ser determinante la distinción entre animales vivos y sus cuerpos muertos y desarticulados, al menos desde la perspectiva del tráfico de fauna silvestre, para quien los seres vivos serían mercancías como otras cualesquiera.

De hecho, la idea de que los animales de cría son «adornos» de aldeas y viviendas aparecen entre varios grupos indígenas en el Brasil contemporáneo. Los Karitiana, en el suroeste amazónico, afirman que los animales de cría «embellecen la aldea» (Vander Velden, 2016), al tiempo que siguen recogiendo continuamente seres de distintas especies, tanto en la selva como en las ciudades cercanas, con quienes experimentan la adaptación en entornos humanizados, y aclamando la variedad y diversidad de habitantes de sus casas y haciendas (como lo mostré en Vander Velden, 2012). También los Kaingang en Chapecó, Santa Catarina, Brasil meridional, afirmaron a Míriam Stefanuto (2017, p.84) que su afición por la cría de patos y gallinas –que siempre están llevando a la aldea– se debe en gran medida a que «embellecen las fincas», y producen un efecto estético que sobre todo valoran las mujeres.

La noción del animal como adorno o como decoración –como ornamento (evidente en la caracterización de los peces ornamentales, por ejemplo)– parece guiar la circulación de animales salvajes desde hace siglos: en su libro sobre animales exóticos en el París del siglo XVII, Louise Robbins (2002, p.26) muestra que textos franceses del siglo XVIII hablaban de pocas restricciones oficiales al comercio de animales, porque se consideraban ornamentos, más que bienes mercantiles. Esta orientación al tiempo estética y mercantil sigue motivando a los actores, como en este fragmento de una noticia publicada el 22 de octubre de 2014, donde el casero de una propiedad del interior del estado brasileño de Espírito Santo, en la cual dos guacamayas rojas fueron incautadas, cuando

[c]uestionado sobre el origen de las aves, él informó que apenas cuidaba de ellas para el patrón y que fueran adquiridas cerca de seis meses atrás. No supo decir la procedencia, pero sabía que se usarían para «embellecer la propiedad», después de ser registradas13.

Así como partes de cuerpos animales (dientes, garras, plumas, cueros, pieles, pelos) adornan cuerpos humanos –como joyas– los animales vivos también funcionan como ornamentos para dar color y belleza a espacios y ambientes humanos. Las aves, en su función de ornamentos o joyas, embellecen la propiedad.

La asociación entre animales y ornamentos o accesorios queda clara en el caso del plumaje de aves, especialmente de los oriundos de tierras tropicales. Aunque su uso, hoy en día, está totalmente regulado, hasta la primera mitad del siglo XX incluyó un gigantesco tráfico de plumas y plumones de aves silvestres, muy apreciadas por la alta costura femenina europea y norteamericana (donde se incluyen las elites brasileñas) desde el siglo XVI por lo menos (Schindler, 2001; Kirsch, 2006; Duarte, 2006, 2013; De Voos, 2017; Stein, 2008). En este período, en la trama de las vestimentas de las elites y de los cuerpos de animales se podía vislumbrar el auge de la era colonial (Schindler, 2001, p.1090) que hacía de los plumones de las aves del paraíso, avestruces y aves diversas los accesorios de adorno, junto con broches de piedras brillantes y collares de gemas preciosas y semipreciosas, los vestidos y sombreros de las burguesías metropolitanas. Algo similar sigue ocurriendo hoy en día, con el montaje de alas de mariposas y de élitros de escarabajos en joyería o en souvenirs tropicales relativamente baratos y de gusto bastante dudoso (Laufer, 2009; Speart, 2011)14.

¿Animales como objetos, animales-objeto?

¿Qué es un animal? A la pregunta, formulada originalmente por Tim Ingold en una conocida colección (Ingold, 1988), se viene ofreciendo una plétora de respuestas surgidas de los estudios de antropología en los últimos 30 años con la expansión y consolidación de un campo de investigación denominado antrozoología, zooantropología, antropología de la animalidad, multi-, trans- o interespecífica (Hurn, 2012). Pero el encuentro de esas reflexiones sobre esos seres vivos con una renovada antropología de los objetos (Gell, 1998; Thomas, 1991; Santos-Granero, 2009; Schien & Halbmayer, 2014; Hallam & Ingold, 2014, entre otros) nos lleva a cuestionar que aún se sabe muy poco –en una perspectiva antropológica– de la circulación de esos objetos especiales, los animales, cuya característica distintiva es el hecho de ser seres vivos o, al menos, de manifestar atributos o afectos atribuidos generalmente a las categorías de la vida o de lo viviente (Descola, 1998): intencionalidad, movimiento, afectividad, relacionalidad, alma, espíritu, cultura. ¿o que pasa en circuitos de intercambio cuando los objetos o mercancías cambiadas, vendidas o compradas son seres vivos (o que fueron vivos, en el caso de sus cuerpos o subproductos) dotados de agencia e intención, y capaces de sufrimiento y de reacción contra el dolor y el abuso, lo mismo con la agresión y la venganza?

Esto, que quede claro, no debe particularizar, de partida, una categoría de seres: lo que la colección Thinking through things (Henare, Holbraad & Wastell, 2007) nos enseñó mejor fue que los objetos (parte material) y sus significados (parte referencial) no deben ser separados, so pena de tomarnos los objetos en circulación por su valor nominal –aquello que son desde un punto de vista material y, por tanto, real– y las diferentes formas que asumen en diferentes «regímenes de valor» (Appadurai, 1986), como simples manifestaciones de significados superpuestos a los seres naturales realmente existentes. Sentido y materia van de la mano, en la forma de esos seres que llamamos animales, los diferentes puntos de la red (o de las redes) que conectan los muchos agentes que componen su así llamado tráfico. Y, por eso, debemos concentrarnos no solo en los diferentes sentidos que las mismas cosas materiales (objetos, artefactos) asumen al atravesar distintos regímenes de valor o sistema de objetos, pero, sí, a reconocer que, al pasar de un régimen ontológico a otro, las cosas dejan de ser las mismas, y, a veces, acaban por no ser ni siquiera cosas. Es en este sentido que hablo de joyas animales como algo más que una mera metáfora.

Así, la pregunta que cabe hacer es: ¿qué significa, y en qué condiciones opera, la transformación de animales en cosas o mercancías –o, más específicamente, en joyas o adornos? ¿Ees total, como en la imagen de mariposas vistas por coleccionistas ilegales como «dolaritos voladores»? (little flying dollar signs; cf. Speart, 2011, p.23), ¿o los animales manifiestan esta intransigencia material (material intransigence) de la naturaleza, que se resiste a los «efectos de la mercantilización» (commodification effects) y pueden convertirse, cuando mucho, en «mercancías incompletas»? (incomplete commodities) (Castree, 2003, p.288).

Jaclin (2016) escribe precisamente contra la suposición de que haya que observar una diferencia entre los animales vivos y sus partes, sustancias o productos (comercializados, en varios casos, como preciosidades, o joyas). En ese sentido, el cuerpo de un pangolín abatido en las selvas de Malasia no sigue siendo solo un pangolín, pues sus partes desmembradas también siguen siendo el animal, porque sus poderes (su capacidad de afectar y de ser afectado) se derivan directamente de su origen, y expresan las capacidades de los cuerpos, aun si se están desmontados y vueltos a montar (Jaclin, 2016, pp.405-407). Esta posibilidad de manipular organismos animales, convirtiéndolos en cosas mercantilizadas y comercializadas, ¿no es precisamente la condición de posibilidad del tráfico de animales silvestres? una «nueva forma de mercantilización» de la que nos habla Celia Lowe (2000, p.239) en relación con ciertos peces que salen de las islas de Indonesia a precios irrisorios para el paladar de los multimillonarios de Hong Kong. Pero, ¿serán los peces, en este mercado, más que simples objetos o mercancías? ¿Es posible, a fin de cuentas, convertir seres vivos en simples mercancías, objetos, adornos corporales, adornos residenciales, joyas? La respuesta requiere la realización de más investigaciones etnográficas en la multiplicidad de contextos en los que se capturan, transportan, venden y compran seres vivos.

La cuestión, en mi opinión, radica en el avance muy veloz de las críticas del llamado «giro animal» a los abordajes antropológicos clásicos con respecto a los animales, que tomaban esos seres siempre como objetos –ya fueren esos objetos materiales (alimento, materia-prima) o intelectuales o conceptuales (signos, símbolos). La defensa de la (re) consideración de los papeles de los animales a partir de su agencia (agency) –y de todo el contenido que ella implica: interioridad psíquica, volición, intencionalidad, capacidad de entablar relaciones sociales– parece haber convertido en tabú los análisis antropológicos de contextos en los que los animales son (o son tratados como) objetos. De este modo, las investigaciones sobre nuestras relaciones con los animales mascotas (pets), por ejemplo, se dirigen cada vez más hacia la constatación de que esos seres son comúnmente familiarizados o incluso humanizados (Kulick, 2009), aparentemente olvidando el hecho de que perros, gatos y otros animales domésticos son, también, y con bastante frecuencia, comprados, vendidos, marcados, apropiados y dominados, abusados y descartados, como objetos, animales-objetos.

Consideraciones finales

Si existe una relación intrínseca entre imperialismo y minería (McClintock, 2010, pp.173-177; Goody, 2012), es posible afirmar que la misma expansión europea que buscará oro, plata y piedras brillantes (y, después, otros minerales industriales) también inaugurará la exploración y explotación de cueros, pieles, plumas y animales exóticos, raros y muy codiciados por provenir de lugares distantes15. Momentos inaugurales de expresión del proceso de cuantificación o valoración de la naturaleza, trátese de una forma mineral o animal16, que no deja de ahondarse y convertir en bienes explotables y apropiables también seres vivos y partes de sus cuerpos.

La equivalencia entre especies exóticas, raras, valorizadas y caras de animales silvestres con joyas o gemas no es mía. El libro de Bryan Christy (2008), que narra la biografía de uno de los mayores traficantes de reptiles y anfibios de todos los tiempos, trae abundantes ejemplos de esta analogía que tiene efectos más que metafóricos. Pero los animales difieren de las piedras y metales en un aspecto crucial, aspecto que fue uno de los principales motivadores de esta reflexión: las gemas son bienes duraderos, virtualmente indestructibles porque son inanimados–a fin de cuentas, los diamantes son eternos (Falls, 2008, 2014)–17; pero los animales, seres vivos, son bienes –cuando se convierten en bienes– cuya duración limitada remite a la fragilidad y perecibilidad biológicas de las criaturas animadas, incluidas las partes de sus cuerpos.

Este es el punto crítico de la cuestión. Porque esta analogía entre lo orgánico y lo inorgánico –producida por la valoración mercantil y la asignación de precios a partes de la naturaleza– tiene efectos muy nocivos para los animales capturados y traficados en los mercados de ornamentos, accesorios y joyas orgánicas: sus valores y la rapacidad en torno a ellos aumentan, como lo demuestran varios estudios, en la proporción directa con su rareza, agravada, entre otras cosas, por este mismo comercio. Esta comparación más que metafórica, además, tiene el efecto de extraer a los animales de sus mundos, transportándolos a otros contextos exóticos en los que, como sugieren Donna Haraway y Rosemary-Claire Collard, ellos son «muertos-vivos», «cosas muertas-vivas», o «mercancías cautivas»18. En ese sentido, la distinción entre animado e inanimado, orgánico e inorgánico, animal y mineral pierde, al final, parte de su razón de ser. Lo viviente se convierte en ornamento, para embellecer quintas o abrillantar el lujo y el consumo conspicuo de apreciadores y coleccionistas, que pueden gastar (en ocasiones mucho) dinero por su pasión.

Me parece, así, que, si los diversos organismos nacionales e internacionales quieren tener éxito real en reprimir el tráfico de ciertos animales de la fauna silvestre, una de sus tareas será reflexionar sobre las dos categorías que el tráfico mantiene unidas: animal y joya, gema, piedra preciosa o preciosidad. Es esa fuerte asociación entre seres vivos y minerales la que sustenta muchas de las acciones del tráfico, ligadas a la explotación, prospección y recolección, por ejemplo, de esas joyas de la selva, de esa vida salvaje ornamental. Si la minería es, en sí, una tragedia (Kopenawa & Albert, 2015; Wisnik, 2018), la transformación de seres vivos en materia inerte para apropiarse para el deleite estético y ornamental anuncia algo aún peor. Nótese que la palabra que se usa habitualmente para describir los negocios en el mundo de las gemas –llenos de mentiras, ganancia, lujuria, dolor, vanidad, violencia y brillo (Walsh, 2004; Brazeal, 2012)– es exactamente la misma que encontré, en la literatura y entre mis interlocutores, en las actividades que transportan animales raros de la fauna silvestre.

Obviamente, esa no es una tarea simple, porque no estamos tratando, como ya lo dije, de una metáfora común, o, en otras palabras, de una simple metáfora. Los animales salvajes, en varios sentidos, no son solo como joyas, ellos son joyas. Debemos prestar atención, sugiero, a los efectos tan mundanos que se despiertan con las analogías entre animal (orgánico) y mineral (inorgánico). En un artículo tan polémico como instigador, Hugh Raffles (2007) discute la comparación de los judíos con piojos (u otras plagas, como ratones y cucarachas) que acostumbraba hacer el nacionalsocialismo alemán de los años de 1930-1940. Es evidente, dice Raffles, que los nazis sabían muy bien que los judíos no eran (y no son) insectos; pero, el hecho de que ambos fueran exterminados (el término no es fortuito) habitualmente mediante el uso de la misma sustancia tóxica (el gas Zyklon B, originalmente un insecticida) acabó por establecer una estrecha identificación entre unos y otros: judíos y cucarachas terminaban siendo la misma cosa, seres indeseables con los cuales terminaba usándose un violento pesticida desarrollado para controlar la infestación de parásitos incómodos. Aquí, el animal y el humano se funden en el uso de una analogía que es más que una simple metáfora19.

Los animales son traficados –y eso ocurre desde hace tiempo– porque son joyas destinadas a embellecer cuerpos, casas y colecciones, gemas explotadas en los rincones del mundo en los que se encuentran la rareza, la belleza y la originalidad. No es de extrañar que países conocidos por fábulas y mitos en torno a las piedras preciosas –Brasil, India, Myanmar, Colombia, Suráfrica, Madagascar, entre otros– estén entre los que, mega-biodiversos, son los principales blancos de los comerciantes de la fauna silvestre. Todo se pasa como si el avance del capitalismo en los últimos siglos acabara por cristalizar la relativa (y antigua) indiferenciación entre lo orgánico y lo inorgánico, lo vivo y lo muerto, lo animado y lo inerte, en la transformación de los animales más bellos y raros en mercancías más caras y preciosas, gemas que adornan ropas finas y manos adineradas y embellecen quintas, casas y jardines. Vida y muerte se mezclan en la zona difusa producida por la propiedad y la mercancía. En las palabras de una estudiosa de la cultura brasileña (Bradesco-Goudemand, 1982, p.7): «Las mariposas, al lado de sus piedras preciosas y semipreciosas, [son] la imagen del Brasil turístico».

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Notas

1 Este artículo es el resultado de la investigación “Joias da floresta: um estudo antropológico da circulação de animais da fauna silvestre entre índios e brancos em Rondônia” (Joyas del bosque: un estudio antropológico del movimiento de la vida silvestre entre indios y blancos en Rondônia), realizado entre marzo de 2014 y marzo de 2016, con fondos del Conselho Nacional de Desenvolvimento Científico e Tecnológico (Consejo Nacional para el Desarrollo Científico y Tecnológico) - CNPq ( Caso CNPQ No. 409445 / 2013-4 - APQ).
2 En septiembre de 2018, se realizó una presentación de este escrito en un seminario del Programa de Posgrado en Antropología Social de la Universidade Federal do Paraná (UFPR), en Curitiba, y se benefició de los comentarios y sugerencias de varios colegas presentes, especialmente Ciméa Bevilaqua, João Rickli, Miriam Adelman y Adelaide Pescatori Silva. Agradezco también a Marina Sousa y a Gabriel Feltran por sus recomendaciones de textos, así como Aline Iubel por la lectura y comentarios. Todas las traducciones de fragmentos en lengua extranjera son de mi responsabilidad.
3 Doctorado en antropología social, Universidade Estadual de Campinas.
4 Profesor adjunto IV, Departamento de Ciências Sociais e Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social.
5 Se sabe que el origen orgánico del marfil se ignoraba en el mundo antiguo (Afonso y Horta, 2013, p.28).
6 Esta larga duración se refiere a los muchos ejemplos en que, desde la antigüedad, se observa un tratamiento análogo para materiales orgánicos e inorgánicos, para lo biológico y lo mineral —a menudo conectados, en varios casos, por la preciosidad atribuida a ciertas materias primas, como el cuerno de unicornio, por ejemplo, que se menciona comúnmente en tratados sobre piedras preciosas (Lavers, 2010, pp.112-150). Obviamente, no tengo espacio en este artículo para reconstruir la agitada historia de la constitución de la moderna separación entre lo animado y lo inanimado, o entre los reinos animal, vegetal y mineral; tan solo quiero destacar un desarrollo contemporáneo de estas ya seculares reflexiones.
7 La Cites, creada en 1973 y puesta en vigor a partir de 1975, constituye el mecanismo internacional más importante para el control del comercio de especies de fauna (y flora), por lo que se considera la carta magna para especies de animales y plantas amenazados (Schneider, 2012, p.33).
8 Uso de manera indiferenciada las nociones de joya y ornamento, pues ambas, en portugués (joia y ornamento), están vinculadas a las acciones de «decoración», «aderezo», «ornato», «adorno», «belleza» y «accesorio». La definición de joya que trae el diccionario, más restringida: «objeto de metal precioso de fino valor [...] usado como accesorio», está subsumida en la de ornamento, aunque incorpore necesariamente las ideas de preciosidad y valor: un accesorio valioso, precioso (Dicionário Brasileiro da Língua Portuguesa Michaelis Online - http://michaelis.uol.com.br/).
9 La traducción deja escapar algo del sensacionalismo del anuncio: Pitones diamante (Morelia a. argus) 3½ por 5½ pulgadas. Colores y diseños [de la piel] espectaculares – darían una erección permanente a la compañía DeBeers. 1005 diamantes puros no aparecen hace algún tiempo; salvajes devoradoras de ratas muertas: extra, extra agradable.
10 Una lista de productos animales exportados por Taiwán muestra una dimensión de este comercio de lujo: zapatos y bolsos de cuero de reptiles, joyas elaboradas de coral, concha y hueso, ancas de rana comestibles, peces de acuario vivos y plumas de aves (Reeve, 2002, p.196).
11 Nótese que lo que serían los primeros adornos corporales humanos también estaban hechos de materiales muy poco comunes: dientes de lobos y zorros, y considerados «por lo general raros o especiales» (Shipman, 2015, pp.210-211).
12 La conexión entre mineral y orgánico es común en los Andes: el ofrecimiento de sacrificios a los cerros (montañas) para «cultivar» minerales metálicos que pone en evidencia cómo la fertilidad orgánica y la producción de metales son inseparables (Taussig, 2010). Gabriel Banaggia (2015) halló, entre mineros en la Chapada Diamantina (Bahia, nordeste brasileño), la idea de que los diamantes deben ser cazados (y no cogidos), pues poseen vida propia y se mueven a voluntad. Las conexiones entre la vida animal y mineral tal vez sean más profundas de lo que puedo discutir en este momento. El padre João Daniel (citado en Cavalcante, 2014, p.76) informa que las hormigas servían para indicar la presencia de oro (en polvo en los montículos de tierra en la boca de los hormigueros) en el Brasil colonial.
14 Nótese también la olvidada práctica de la lepidocromía, o colección de plumas de mariposas sobre papel, cartón o porcelana, muchos de ellos con una finalidad puramente decorativa (Orousset, 2008). La mariposa, aquí, es tratada –más que considerada– como un cromo, una estampa.
15 Tal vez, entonces, sería interesante que el trabajo seminal de Anne McClintock (2010) considerara también las implicaciones de la noción de especie en el entramado de raza, clase y género que, según la autora, constituyen las prácticas y los discursos coloniales/imperiales. El cuero de animales constituye, literalmente, una parte significativa del cuero imperial.
16 Es, claro, vegetal, considerando el azúcar, el cacao, el café, el añil, la ipecacuana, el caucho y tantas otras plantas no europeas que constituyeron la riqueza emergente del capitalismo global.
17 Guedes (2014, pp. 61-62), a su vez, ofrece ejemplos que sugieren que la durabilidad del oro puede relativizarse (desde el punto de vista de la inseparabilidad entre materia y concepto).
18 Aunque levemente distintos, esos tres conceptos hacen referencia a la transformación de seres vivos en mercancías (cosas extraídas, explotadas, producidas y, acto seguido, apropiadas), lo que da lugar de esa forma a su reclasificación de vida en objeto, pura materialidad desprovista de vida –vida, aquí, pensada no solo en su sentido absoluto (aquello que caracteriza a los seres vivos en oposición a lo inanimado o inerte), sino también relativo, con respecto a las interacciones ecológicas y lazos entretejidos entre los variados seres cuando se encuentran situados en sus hábitats específicos. Desafortunadamente, no tengo espacio aquí para ahondar en las sutiles diferencias entre los conceptos ni para entrar en detalle sobre los muchos desarrollos teóricos que se hacen posibles mediante la asociación de las nociones de mercancía, muerte, cautiverio y animal.
19 ¿Quizá porque la misma metáfora y la comparación se constituyen en sí como ornamentos ? (Martins, 2010)

Notas de autor

3 Doctorado en antropología social, Universidade Estadual de Campinas.
4 Profesor adjunto IV, Departamento de Ciências Sociais e Programa de Pós-Graduação em Antropologia Social.

Información adicional

Cómo citar este artículo: Vander Velden, Felipe (2019). Preciosa naturaleza: los animales como joyas y ornamento en el tráfico de fauna silvestre. Tabula Rasa, 32, 127-156.

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