Cuerpo muerto y materialidad: exploraciones teóricas-conceptuales1

Dead body and materiality: theoretical-conceptual inquiries

Corpo morto e materialidade: explorações teórico-conceituais

http://orcid.org/0000-0002-7141-7976 Luciano G. Uzal *
Universidad de Buenos Aires, Argentina

Cuerpo muerto y materialidad: exploraciones teóricas-conceptuales1

Tabula Rasa, núm. 31, 2019

Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca

Recepción: 24 Junio 2017

Aprobación: 16 Mayo 2018

Resumen: En el presente artículo se exploran el potencial y los límites de las propuestas teóricas de corte estructuralista (Mary Douglas y Kristeva) y fenomenológico (teorías del embodiment) para pensar el cuerpo en general, y el cuerpo muerto en particular. A lo largo del texto se trata de dar cuenta de la complejidad de la distinción (socialmente elaborada) entre lo vivo y lo muerto, y de mostrar en qué sentidos esta es pertinente para pensar la identidad más allá del umbral de muerte. Asimismo, se desarrollan lineamientos teóricos para la construcción de alternativas conceptuales para su análisis, basados en la crítica feminista a los conceptos de género, sexo, materia y naturaleza.

Palabras clave: cuerpo muerto, cadáver, antropología del cuerpo, materialidad, muerte.

Abstract: This paper inquires for the potential and limitations of structuralist-based (Mary Douglas and Julia Kristeva) and phenomenological (embodiment theories) theoretical proposals to think of the body in general, and of dead body in particular. Throughout the text, I aim to account for the complexity of the (socially crafted) distinction between the living and the dead, and to show in which dimensions it is suitable to think of identity beyond the threshold of death. Additionally, several theoretical guidelines are outlined to build conceptual alternatives for its analysis, based on the feminist criticism on notions of gender, sex, matter, and nature.

Keywords: dead body, corpse, anthropology of body, materiality, death.

Resumo: Este artigo explora o potencial e os limites das propostas teóricas de teor estruturalista (Mary Douglas e Kristeva) e fenomenológico (teorias do embodiment) para pensar o corpo em geral, e o corpo morto em particular. Ao longo do texto busca-se dar conta da complexidade da distinção (socialmente elaborada) entre o vivo e o morto e demonstrar em que sentidos esta é pertinente para pensar a identidade para além do limiar da morte. Da mesma forma, alguns delineamentos teóricos são desenvolvidos para a construção de alternativas conceituais para sua análise, baseados na crítica feminista dos conceitos de gênero, sexo, matéria e natureza.

Palavras-chave: corpo morto, cadáver, antropologia do corpo, materialidade, morte.

Ouigo, París; Johanna Orduz
Ouigo, París; Johanna Orduz

El cadáver es, sin duda, un objeto de reflexión difícil. Podría llegar a pensarse que su materialidad no es algo problemático, que es un simple despojo material únicamente habitado por la ausencia de quien debería estar ahí. Ella no puede ser objeto de reflexión sino para la biología, la anatomía o las ciencias forenses, pero ¿cómo podía serlo para las ciencias sociales? ¿En qué sentidos puede pensarse la materialidad del cadáver como un problema social de investigación?

Claude Lévi-Strauss relata, en un pasaje de Raza e historia (1999), comentado y ampliado por Bruno Latour (2012), cómo mientras en la España del siglo XVI debatían Sepúlveda y Bartolomé de Las Casas si los indios tenían un alma que salvar, en las Antillas los nativos discutían si los españoles tenían o no cuerpo. Para confirmarlo, ahogaban a los prisioneros blancos en grandes vasijas de barro y observaban si los cuerpos se pudrían, señal de su existencia material. Este relato, ficcional o no, permite introducir la siguiente pregunta, que es la nuestra: ¿Qué puede decirnos el cuerpo muerto sobre los cuerpos en general? ¿De qué maneras la materialidad del cadáver sirve (o no) para pensar la de los demás cuerpos?

Pero, ¿por qué podrían el cadáver y su vida social iluminar aspectos del cuerpo vivo? ¿No es acaso la muerte una ruptura total que destruye toda continuidad entre el cuerpo que se habita y la materia que simplemente queda? Es por esto que, para algunos teóricos, el cadáver no es cuerpo: es lo que se le opone radicalmente.

Las palabras se vuelven delicadas ya que pueden llevarnos sin que lo advirtamos a ciertas metáforas problemáticas. ¿Qué significa habitar el cuerpo? ¿Uno lo habita de la misma manera que lo hace en una casa? Este verbo despliega una interioridad del ser separable de la materia que se abandona con la muerte. Pero ¿cómo puede seguir siendo casa o cuerpo aquello que ya no sirve para vivir? Algunas metáforas están ya cristalizadas en la etimología de las palabras que utilizamos. El sentido original de body2 designaba el barril, la bota para el vino y el yelmo; a su vez, ciertas derivaciones ligan la palabra cuerpo a las de tubérculo, lo que se entierra, y tumba, donde se entierra. «Pero el cuerpo no es tumba del alma sino de sí mismo; es sólo prisión para el alma, que se escapa inevitablemente de él, como el vino de una barrica, o el aliento de la boca» (Bordelois, 2009, p. 26). Las palabras con las que contamos sitúan al cuerpo como envoltorio, no solo del vino y de la sangre sino también de su propia putrefacción (Bordelois, 2009).

La exploración teórica del cuerpo muerto permite trasladar a un nuevo terreno las controversias, a veces asfixiantes, entre quienes oponen una realidad anatomofisiológica determinante al cuerpo como emergente del discurso. Se trata de mirar desde otro ángulo los dualismos con los que intentamos encerrar al cuerpo.

Aquí dejamos en suspenso las representaciones sobre la muerte para concentrarnos en las relaciones que establecemos con lo muerto, con la materialidad del cadáver. Tratamos sobre las maneras en que las personas elaboran socialmente la distinción entre lo vivo y lo muerto, atendiendo a la posibilidad de proyectar sobre la materialidad de los cuerpos seres socialmente significativos. Este artículo presenta la exploración teórica desarrollada en la Universidad de Buenos Aires, titulada: «El cuerpo y lo muerto. El cadáver, la identidad y las intervenciones sobre los cuerpos en la práctica funeraria». Así, el trabajo de campo en funerarias, y más particularmente, las maneras en que empleados de casas velatorias intervienen los cuerpos, fueron el insumo empírico que le sirvió de contrapunto a este desarrollo. Al momento de abordar la articulación entre el cuerpo muerto y la problemática de la identidad, encontramos que las teorías sobre el cuerpo de corte estructuralista y fenomenológico resultaban inadecuadas para el análisis de lo que llamamos «la vida social del cadáver». En este artículo, exponemos estas dificultades y presentamos los lineamientos que a partir de los cuales desarrollar una alternativa teórica a este cruce problemático. Si bien estos desarrollos nos sirvieron para pensar las intervenciones funerarias, consideramos que su pertinencia es de un alcance más amplio, tanto por sus consideraciones respecto a las teorías sobre los cuerpos, así como por la posibilidad de ser pensados a la luz de nuevos referentes empíricos.

Umbral de muerte: híbridos y porosidades en la frontera entre lo vivo y lo muerto

El cuerpo ocupa un lugar central en las delimitaciones entre la vida y la muerte, por un lado, y lo vivo y lo muerto, por otro. Si bien en un primer momento parecen diferenciaciones claras e incluso obvias, en cuanto se miran con un poco de atención afloran dificultades. Estas fronteras fueron objeto privilegiado de la medicina y, sin embargo, es notable la falta de consenso cuando se trata explicitar los criterios médicos de certificación de la muerte. Nigel Barley (2000) pone de relieve las dificultades al momento de definirla ya que cada uno de sus síntomas –falta de respiración o ritmo cardíaco, frialdad y rigor mortis, relajación de los esfínteres, insensibilidad a los estímulos eléctricos, etc.– pueden darse por separado sin que la muerte «ocurra».

En un artículo publicado en Journals of Medicals Ethics, el filósofo y médico Bartlett (1995) diferencia entre la muerte y el morir. Las ambigüedades en la definición de muerte por parte de la comunidad médica posibilitaron que pacientes declarados formalmente muertos regresaran a la vida. Estos episodios de «resurrección» impulsaron a algunos autores a proponer que la irreversibilidad no podía ser ya el centro de una definición aceptable de muerte. Para Bartlett, en desacuerdo con estas posturas, solo un criterio neurológico de muerte puede ser garante de irreversibilidad. Es a partir de las nuevas tecnologías que resulta necesario encontrar una manera de identificar la muerte: la sintomatología clásica de presencia y ausencia de los signos vitales queda desplazada a síntomas secundarios3 . Ahora bien, un criterio neurológico no está libre de dificultades ya que las sociedades difieren en el modo en que tratan la muerte cerebral. El pensamiento occidental permite homologar la muerte a la pérdida definitiva de las funciones cerebrales, aun a pesar de que las corporales se mantengan estables por medio de la intervención tecnológica. Por el contrario, en países como Japón, cuya tradición epistemológica no está históricamente estructurada a partir del dualismo mente/cuerpo, esta ecuación no resulta clara ni evidente; de hecho, los casos de muerte cerebral implican profundos dilemas éticos tanto a médicos como a familiares y suelen venir acompañados de intensos debates en la escena pública (Lock, 2002, 2004, 2009).

Por otro lado, la clásica distinción entre zoe («simple» vida biológica) y bios (vida específicamente humana a partir de la presencia del lógos), demarca a su vez dos modalidades de «muerte» desfasadas entre sí. Tras la muerte de la persona, gran parte de sus tejidos continúan «vivos» mucho tiempo después de la pérdida de los signos vitales. Michel Foucault en el Nacimiento de la clínica muestra cómo a principios del siglo XIX el médico Xavier Bichat describe la muerte como

múltiple y […] dispersa en el tiempo: no es éste un punto absoluto y privilegiado [...]; tiene como la enfermedad misma una presencia hormigueante [...], ya que, durante mucho tiempo, aún después de la muerte del individuo, muertes minúsculas y parciales vendrán a su vez a disociar los islotes de vida que se obstinan. (Foucault, 2008, p. 193)

A su vez, el cuerpo está, en parte, constituido por cosas que separadas de él consideraríamos inertes: prótesis, artefactos, e incluso elementos que si bien son orgánicos no diríamos que están vivos. Es a partir de ellas que el cuerpo deviene cultural y tecnológicamente mediado.

Cuando «la muerte sucede», la tensión entre cosa y persona se radicaliza:

Cuando el cuerpo se acerca a la muerte, comienza a representar el sitio donde se erige la frontera occidental entre la vida y la muerte, y en tanto entidad marginal, quiebra la relación entre el cuerpo vivido y el cuerpo objeto, el cuerpo que somos y el cuerpo que tenemos. Al representar el límite o los márgenes de la vida, adquiere una materialidad potente y categóricamente ambigua. (Hockey, Komaromy & Woodthorpe, 2010, p. 15, traducción propia)

Cuando se mira la dimensión social de estas categorizaciones, las ambigüedades continúan. Situaciones extremas reformulan la división vida-muerte y la llevan al límite de su propia operatividad. Distintos autores muestran los desacoples entre estas categorías: «Hace tiempo que los antropólogos registran prácticas sociales que no se apoyan en la idea teleológica de que la vida humana comienza en el nacimiento y termina con la muerte» (Kaufman & Morgans, 2005, p. 320, traducción propia). Por ejemplo, Hallam, Hockey & Howarth (1999) parten de la diferenciación entre muerte social y biológica, y formulan el siguiente par de oposiciones:

socialmente vivo / biológicamente vivo;

socialmente vivo / biológicamente muerto;

socialmente muerto / biológicamente vivo;

socialmente muerto / biológicamente muerto.

Las autoras se centran exclusivamente en los híbridos del centro como el lugar de emergencia de identidades sociales que cuestionan nuestras ideas sobre lo vivo y sobre lo muerto.

En esta misma línea, numerosos trabajos de investigación nos permiten ver estas delimitaciones como elaboraciones sociales. Veamos algunos ejemplos donde el pasaje por estas fronteras trascienden consideraciones únicamente biológicas: Sudnow (1971) muestra como el concepto de muerte social no se corresponde necesariamente con el de muerte efectiva; en su trabajo etnográfico realizado en un hospital para indigentes en los Estados Unidos, las enfermeras amortajan a pacientes aún moribundos para ir adelantando parte de su trabajo, o a la inversa, hacen pasar por durmientes los fallecimientos recientes para que las tareas de amortajamiento sean realizadas luego del cambio de turno. Otras situaciones relatadas por el autor refieren a los esfuerzos diferenciales que se realizan al momento de reanimar pacientes: cuando se trata de niños, se realizan esfuerzos extras que cuando se trata de una persona adulta, aun cuando ambos tengan el mismo cuadro clínico. Por otro lado, Bleyen (2010) estudió comparativamente los relatos de las mujeres que parieron muertos a sus hijos en la década del 60 con quienes lo hicieron en la actualidad. Antes, el acontecimiento no era equiparado a la muerte de un hijo por médicos y enfermeros: no se contemplaba la posibilidad de que quieran ver el feto y mucho menos disponer de él para un entierro. Por el contrario, en la actualidad, la situación es por completo diferente: los lavan y visten a la vez que los padres realizan rituales funerarios. Otra situación que también permite pensar las ambigüedades entre vida y muerte son las exposiciones artístico-pedagógicas en las que se muestran esculturas con cadáveres plastinados haciendo actividades tales como jugando al bascket o andando a caballo (Hirschauer, 2006; Walter, 2004). Para finalizar, algunos autores (Baglow, 2007; De Baets, 2004; Renteln, 2001 y Rosenblatt, 2010) plantean la cuestión de si el cuerpo muerto debería o no tener derechos, poniendo en cuestión el estatus ontológico y jurídico del cuerpo muerto, así como una dimensión ética de las relaciones que con ellos se entablan.

Entonces, podemos preguntar, ¿de qué manera se definen socialmente los límites de la vida de una persona? Y, sobre todo, ¿cuál es el lugar del cuerpo en esta delimitación? ¿Cómo opera el triángulo conceptual entre vida, muerte y cuerpo?

Aquí, recurrimos al concepto de umbral de muerte para no designar el pasaje vidamuerte como un instante perfectamente localizado. La noción de umbral tiene la ventaja de no darle una profundidad temporal, lo que permite dar cuenta de aquellos casos intermedios en los que resulta imposible decir certeramente de qué lado del umbral se hallan.

Para el análisis que sigue, sostendré que no existe un cuerpo previo a la intervención social. Aunque debe entenderse intervención en un sentido amplio. Es decir, acciones de personas, artefactos e instituciones que producen efectos constitutivos en los cuerpos. Estas transformaciones operan en los planos más variados de la corporalidad: material, discursivo, fisiológico, simbólico, estético y alimenticio, por solo nombrar unos pocos. Postularé que es imposible un cuerpo previo a cualquier intervención dado que solo emerge como tal dentro de una matriz de transformaciones.

Por último, todos los cuerpos están atravesados por la tensión cosa / persona y no pueden reducirse a ninguno de los dos extremos de la polaridad. Afirmar que el cuerpo es de manera exclusiva una u otra implica necesariamente la clausura de otros sentidos posibles. El pasaje del cuerpo por el umbral de muerte lleva esta tensión al extremo, lo cual la hace más visible y problemática, al punto de resultar ineludible. Para dar cuenta de esta tensión, diferencio analíticamente las categorías cadáver y cuerpo muerto. En principio, tanto una como otra hacen referencia a la materialidad de un cuerpo que ha atravesado el umbral de muerte, pero mientras que la primera tiene una connotación cosificante, la segunda pone en relieve aspectos de la persona, su trayectoria y a las formas subjetivadas de esa materialidad. El uso diferenciado de estos términos permite dar cuenta de estos matices al considerar su estatus en contextos específicos y las relaciones que distintos agentes entablan con el cuerpo-cadáver. No hay, a priori, una consideración moral que marque a una de ellas como más adecuada o políticamente correcta. Por el contrario, una y otra reflejan aspectos constitutivos de esa materialidad.

El cadáver como algo más que un cuerpo desocializado. Materialidad y abyección

Las teorías que hacen de la negatividad el rasgo típico del cadáver resultan insuficientes para analizar su vida social. Este se relaciona con numerosos agentes en su tránsito por diferentes redes tales como el sistema judicial, el sanitario, el mercado funerario, entre otras. Si bien sostenemos que el cadáver no es un cuerpo desocializado, estas teorías iluminan algunos de sus aspectos problemáticos.

Volvamos a la frase con la que iniciamos el artículo: «El cadáver es, sin duda, un objeto de reflexión difícil». Ahora corresponde preguntar el porqué de esta dificultad. ¿En dónde reside esta incomodidad de pensar el cadáver? ¿En qué consiste su especificidad? ¿Qué lo distingue de otros objetos más dóciles? ¿Es lo mismo pensar la muerte que pesar el cadáver? Difícilmente, dado que la primera es una abstracción que engloba fenómenos dispersos y que se encuentra, en parte, racionalizada por el intelecto y domesticada por la creencia. En el caso del segundo, la diferencia reside en que es algo en el mundo, totalmente terrenal. A priori no podríamos decir que es distinto de cualquier otra cosa. ¿Cuál es el vínculo entre esta materialidad cadavérica y la dificultad de volverla inteligible?

Este problema ya fue abordado desde la teoría antropológica. En la obra de Mary Douglas, los conceptos de tabú, impureza, suciedad y contaminación hacen dialogar los sistemas simbólicos de clasificación con estos entes difíciles. Toda taxonomía deja de lado aspectos de la realidad; ninguna puede corresponderse plenamente con esta. Es justamente lo excluido aquello que posibilita el funcionamiento del sistema, a la vez que lo amenaza:

Concediendo que el desorden destruye la configuración simbólica, hay que reconocer que igualmente ofrece los materiales de ésta. El orden implica la restricción; entre todos los materiales posibles, se ha hecho una limitada selección y de todas las relaciones posibles se ha usado una serie limitada. Así que, siendo el desorden, por deducción, ilimitado, en él no se puede realizar una configuración simbólica, pero su potencial de configuración es indefinido. Tal es la razón por la cual, aunque pretendemos crear el orden, no condenamos sencillamente el desorden. Reconocemos que es destructor con respecto a las configuraciones simbólicas existentes; igualmente reconocemos su potencialidad. Simboliza a la vez el peligro y el poder. (Douglas, 1973, p. 129)

El concepto de tabú está ligado a este poder-peligro. Más precisamente, consiste en un esfuerzo ritual que regula el contacto con elementos peligrosos en un intento por salvaguardar la coherencia del sistema de clasificaciones. Así, el orden/ desorden, la limpieza/suciedad y la pureza/impureza son relativos a estos esquemas y no propiedades en sí. «Allí donde hay suciedad hay sistema. La suciedad es el producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia […] [y] nuestro comportamiento de contaminación es la relación que condena cualquier objeto o idea que tienda a confundir o a contradecir nuestras entrañables clasificaciones» (Douglas, 1973, p. 54-55). Aquí aparece una primera respuesta a por qué el cadáver desafía el modo en que pensamos. Sobre él recaen la suciedad, la impureza y el peligro de contaminación. Estas categorías, que refuerzan normas y taxonomías dominantes, regulan nuestro contacto físico, intelectual y simbólico con el cadáver.

Ahora bien, para Mary Douglas el cuerpo tiene un estatus especial: es un símbolo natural que permite representar sobre y a partir de él sistemas sociales complejos (Douglas, 1996). Existe una correlación entre cuerpo social y cuerpo individual en el modo en que delimitan lo interior y lo exterior; por ello, los orificios de entrada y salida del cuerpo –tales como boca, ano, genitales, heridas– junto a sus secreciones están cargados de poder y de peligro.

No podemos con certeza interpretar los ritos que conciernen a las excreciones, la leche del seno, la saliva y lo demás a no ser que estemos dispuestos a ver en el cuerpo un símbolo de la sociedad, y a considerar los poderes y peligros que se le atribuyen a la estructura social como si estuvieran reproducidos en pequeña escala. (Douglas, 1973, p. 155)

Desde esta perspectiva, los márgenes son peligrosos dado que en ellos los sistemas de ideas se vuelven vulnerables. Las prohibiciones buscan reforzar estas fronteras y regular los intercambios peligrosos con el exterior.

¿Qué lugar ocupa el cuerpo muerto en este esquema teórico? Si el cuerpo opera como símbolo de la sociedad, el cadáver lo hace como el de su destrucción. De hecho, una de las definiciones posibles de putrefacción parte de la pérdida definitiva de las fronteras corporales y de los procesos anatómico-fisiológicos que las mantienen; por ejemplo, el sistema inmunológico. En la podredumbre del cadáver no puede decirse qué es interno y qué no. Cuerpo y medio se mixturan: símbolo de la naturaleza conquistando definitivamente toda forma cultural; el caos corroyendo el sistema de clasificaciones. Según Douglas, el momento peligroso corresponde al de la semiidentidad4 , es decir, cuando lo diferenciado continúa ligado a la materialidad. Un largo proceso de disolución que acabe con toda identidad hace del desperdicio algo inofensivo: «Allí donde las cosas no se diferencian, no existe profanación» (Douglas, 1973, p. 241).

Julia Kristeva, en su libro Poderes de perversión, enfoca desde el psicoanálisis la formación de las fronteras corporales en los procesos de individuación. Aquí, lo abyecto está asociado a la falta fundacional del sujeto ya que es anterior tanto al objeto como al ser. Según ella, el cadáver es el colmo de la abyección:

El cadáver (cadere, caer), aquello que irremediablemente ha caído, cloaca y muerte, transforma más violentamente la identidad de aquel que se le confronta como un azar frágil y engañoso. Una herida de sangre y pus, o el olor dulzón y acre de un sudor, de una putrefacción no significan la muerte. Ante la muerte significada –por ejemplo, en un encefalograma plano– yo podría comprender, reaccionar o aceptar. No, así como un verdadero teatro, sin disimulo ni máscara, tanto el desecho como el cadáver, me indican aquello que yo descarto permanentemente para vivir. Esos humores, esta impureza, esta mierda, son aquello que la vida apenas soporta, y con esfuerzo. Me encuentro en los límites de mi condición de viviente. […] Si la basura significa el otro lado del límite, allí donde no soy y que me permite ser, el cadáver, el más repugnante de los desechos, es un límite que lo ha invadido todo. […] El cadáver –visto sin Dios y fuera de la ciencia– es el colmo de la abyección. Es la muerte infestando la vida. Abyecto. Es algo rechazado del que uno no se protege de la misma manera que de un objeto. Extrañeza imaginaria y amenaza real, nos llama y termina por sumergirnos. (Kristeva, 1988, p. 10-11, cursivas en el original)

Desde estas autoras aparece una primera respuesta hacia el interrogante de por qué el cadáver es un objeto difícil de reflexión: lo que evoca simbólicamente es, por un lado, el límite de todo sistema social de significación, y por el otro, la condición misma de su posibilidad. Es gracias a la exclusión de aquel que la vida misma resulta posible. ¿Cómo traerlo sin que infecte todo con la podredumbre? ¿Cómo traerlo sin anular la vida y lo vivo mismo? ¿Cómo es posible pensarlo y que el límite no lo invada todo? El cadáver es algo difícil de pensar porque todo él es una zona privilegiada de poder y de peligro.

Si bien este enfoque permite iluminar dinámicas particulares en el tratamiento de los cuerpos, a su vez presenta dificultades. En principio, puede decirse que las intervenciones funerarias tienen como objetivo reforzar «artificialmente» las fronteras del cuerpo para hacerlo tolerable hasta su entierro. En general, todas las prácticas orientadas a retardar la caída de los límites corporales resultan bien iluminadas por los marcos teóricos de Douglas y Kristeva. Sin embargo, un marco teórico que da al cadáver un lugar siempre marcado por la negatividad y la abyección nos deja sin herramientas para analizar otras dimensiones de su vida social.

En efecto, muchos de estos mecanismos operan al afrontar el cadáver y no podemos subestimarlos. Sin embargo, estos posicionamientos no contemplan la diversidad de respuestas sociales ni las singularidades de los cuerpos y sus trayectorias. Así, subestiman dos cosas: la capacidad del cuerpo muerto de adquirir otros sentidos y valoraciones, y la eficacia de las acciones sociales de los vivos. Considerar el cadáver como cuerpo desocializado implica pensar su materialidad como algo independiente de su contexto sociocultural específico. Según estas teorías, tras la muerte del individuo, cuando ya no hay socialización, no hay cuerpo social posible. Ahora bien, si decimos que la materialidad del cuerpo emerge a partir de una serie de intervenciones constitutivas, vemos que estas continúan presentes al otro lado del umbral de muerte. El cuerpo muerto no está menos intervenido que el cuerpo vivo. Tal vez sí de una manera diferente, pero no con menor intensidad.

De máscaras y enmascaramientos

Claude Lévi-Strauss relata en Tristes trópicos su visita a los caduveo en 1935. Allí registró cerca de cuatrocientas pinturas faciales sin encontrar ninguna repetida. Les pedía a las mujeres, ellas eran las especialistas, que dibujaran sobre la hoja en blanco como lo harían en la cara de una persona5 . El autor describe la articulación entre el rostro (elemento plástico) y la máscara (elemento gráfico) como una modalidad del pasaje naturaleza-cultura: «Las pinturas del rostro confieren en primer lugar al individuo su dignidad de ser humano; operan el paso de la naturaleza a la cultura, del animal “estúpido” al hombre “civilizado”» (Lévi-Strauss, 2006, p. 226). Es por medio de esta intervención estética que el cuerpo natural es reinscrito en un sistema social de significación y posicionado en un lugar de la estructura social.

Si sacamos esta idea de su contexto, ¿es válido decir que a través de las intervenciones estéticas de los rituales funerarios occidentales se trata de reinscribir dentro del sistema social a un cadáver que, en caso de permanecer sin tratamiento, sería dominado por la naturaleza? Avancemos hacia la noción de máscara. Para Lévi-Strauss, el elemento plástico y el elemento gráfico de un objeto diseñado no son independientes, sino que establecen relaciones de oposición y de función: se oponen en tanto las exigencias del decorado se imponen a la estructura, modificándola; son funcionales dado que devienen objeto a partir de su integración: «el vaso, la caja, el muro, no son objetos independientes y preexistentes que se trata de decorar a posteriori. Solamente adquieren su existencia definitiva mediante la integración del decorado y la función utilitaria» (Lévi-Strauss, 1973, p. 236) De manera tal que son uno gracias al interjuego entre decorado y estructura, en el que esta es modificada por aquel, pero a su vez, este debe adaptarse a sus exigencias. No obstante, cuando el elemento plástico está compuesto por el cuerpo humano, y el gráfico por el decorado facial o corporal, este último se muestra hecho para el rostro o para el cuerpo, y a la vez, aquel tiene como destino ser decorado porque solo así recibe su dignidad social y su significación plena: «el decorado se concibe para el rostro, pero el rostro mismo no existe sino por el decorado. Esta es, en definitiva, la dualidad del actor y su papel, y la noción de “máscara” nos propone la clave» (Lévi-Strauss, 1973, p. 237). Así, el autor muestra que el decorado es una proyección gráfica y plástica de una realidad de otro orden en la que el individuo es proyectado sobre la escena social a partir de estos «enmascaramientos» (Lévi-Strauss, 1973).

La máscara, o, mejor dicho, la idea de enmascaramiento, sirve para entender el valor positivo que muchas veces adquiere el cuerpo muerto en la vida social: con ella entiendo la acción social por medio de la cual las personas logran, a partir de intervenciones estéticas o de otro tipo sobre una materialidad, proyectar seres socialmente significativos y estructuralmente posicionados. Si es posible extender estos procesos de enmascaramiento más allá del cuerpo en vida, la identidad social se construiría desde la relación entre el cuerpo muerto y los agentes que lo intervienen. En este sentido, podemos ver la identidad no como algo que el cuerpo simplemente porta, y también pierde, sino como un proceso relacional basado en la interacción. Esto podría iluminar cómo en las reconstrucciones estéticas del cadáver se pone en juego la identidad del/a fallecido/a. No se trata solo de ocultar los signos de putrefacción: se trata de producir identidad social a partir de técnicas específicas de intervención.

Ahora bien, ¿existe un rostro natural, previo e independiente a la máscara que lo inscribe socialmente? ¿Hay alguno que no sea social y simbólicamente mediado? ¿Existe una materialidad dada, prediscursiva y extra-social?

Se necesita un modelo de máscara no esencialista: evitar reproducir la dicotomía entre esencia/apariencia traducida en un cuerpo verdadero, natural y presocial en oposición a uno falso, artificial y construido. Es el peligro de las máscaras.

Parafraseando a Althusser, puede decirse que el cuerpo es un siempre-ya intervenido por tecnologías, sentidos y saberes que componen las máscaras de nuestra subjetividad. El científico moderno pensaba describir la verdad biológica del cuerpo humano sin distorsiones. Los anatomistas creían describir un sustrato biológico anterior a cualquier intervención social. Estos son, a su vez, los enmascaramientos de la ciencia. Científicos sociales, historiadoras/es y filósofas/os preocupadas/os por el funcionamiento de la ciencia analizaron cómo los discursos «objetivos» sobre el cuerpo inscribían desigualdades sociales en su materialidad, es decir, en la naturaleza. Un ejemplo clásico es el racismo, pero también podríamos nombrar el género y las verdades anatómicas del sexo. El enmascaramiento es un modo de vincularse con el mundo antes que un acto deliberado de disimulación o fraude. La máscara, se dice, no puede ser la verdad del rostro. Estos criterios de cientificidad necesitan enunciar una materia anterior a todo enmascaramiento. Necesitan una profundidad estable que sea el momento previo a toda acción social de la superficie.

Las teorías constructuvistas y la materialidad

El sexo es el sexo, pero lo que califica como sexo también es determinado y obtenido culturalmente. También toda sociedad tiene un sistema sexogénero «un conjunto de disposiciones por el cual la materia prima biológica del sexo y la procreación humanos es conformada por la intervención humana y social y satisfecha en una forma convencional, por extrañas que sean algunas de estas convenciones» (Rubin, 1998, p. 102-103).

La definición de sistema sexo-género, propuesta por Gayle Rubin en 1975, influyó fuertemente los planteamientos feministas de los setenta y ochenta. Tomando partido por el constructivismo social («Mujer no se hace, se nace») en oposición al determinismo biológico («biología es destino»), el feminismo de la segunda ola6 postuló un origen exclusivamente social a las desigualdades entre los «sexos». Su desplazamiento de lo natural a lo cultural las volvía potencialmente transformables al igual que otras opresiones del capitalismo. Si bien realizaron una crítica al binarismo naturaleza/cultura (especialmente en la división del trabajo doméstico), llevarla al extremo implicaba anular la diferenciación sexo/género, la cual era demasiado valiosa en la lucha contra el determinismo. En el contexto de este enfrentamiento, las posturas críticas no problematizaron las categorías pasivas de sexo y naturaleza, así como tampoco los esencialismos hombre / mujer (Haraway, 1995).

¿Por qué iniciar esta sección con el movimiento feminista? Porque tuvo que mirar críticamente la materialidad del cuerpo y transformar lo que la ciencia moderna entendía por naturaleza. En los planteamientos iniciales, el género es la construcción social que se hace a partir del sexo biológico. Se postula una realidad anatómica de la diferencia sexual, la cual no sería más que un dato mudo de la naturaleza; lo que verdaderamente importaba era lo que las sociedades hacían de ella. Así, algunas teorías feministas dejaron la dimensión material del cuerpo fuera de su campo de acción política. La producción de verdad sobre su materialidad era monopolio de la medicina, la sociobiología, la genética, la endocrinología y otras disciplinas donde científicas/os feministas escaseaban.

Las limitaciones de este enfoque tarde o temprano se hicieron visibles. La relación entre naturaleza pasiva y cultura activa en la construcción del género reproduce la lógica patriarcal de la diferencia sexual («¿Es el sexo al género lo que lo femenino a lo masculino?»). Judith Butler dice que la distinción misma es parte del dispositivo que funda esa materialidad: «el género también es el medio discursivo/cultural a través del cual la “naturaleza sexuada” se forma y establece como “prediscursivo”, anterior a la cultura, una superficie políticamente neutra sobre la cual actúa la cultura» (Butler, 2007, p. 55-56, resaltado en el original).

La crítica de Judith Butler a las teorías constructivistas puede sintetizarse en los puntos que siguen. En primer lugar, si el género es la interpretación cultural del sexo, no adiciona sus propiedades, sino que es reemplazado por las significaciones sociales; el sexo es desplazado por el género como un término que lo absorbe. Se postula la existencia de la materialidad, pero resulta inaccesible a partir de estos desplazamientos. Si a esta dificultad se le agrega un constructivismo lingüístico radical, entonces el sexo es también una construcción dentro del lenguaje, y el género pasa a ser la construcción de una construcción. Así, tenemos de pronto un monismo lingüístico en el que la materialidad del cuerpo desaparece por completo (Butler, 2008).

En segundo lugar, una segunda versión del constructivismo supone un sujeto voluntarista que crea el género: si es algo construido, ¿quién realiza tal construcción? Aquí, esta es entendida como un acto antes que como una actividad y, por lo tanto, es vista como un proceso unilateral realizado por un sujeto previo, ya se trate del individuo o la sociedad. Estas posturas refuerzan una metafísica del sujeto (Butler, 2008).

La alternativa butleriana a este territorio empantanado está en el proceso de formación de la persona: «Sujeto al género, pero subjetivado por el género, el “yo” no está ni antes ni después del proceso de esta generización, sino que solo emerge dentro (y como matriz de) las relaciones de género mismas» (Butler, 2008, p. 25). Para la autora, no existe sujeto sin género porque en él reside la condición misma de su posibilidad e inteligibilidad. La «asunción» del orden obligatorio sexo/ género/deseo y su imperativo de coherencia solo se logra performativamente, es decir, en un discurso que produce lo que nombra mediante el citado reiterado de la norma heterosexual (Butler, 2007)7 .

Butler propone un proceso de materialización. Por él entiende la estabilización en el tiempo de un efecto de frontera, de permanencia y de superficie de aquello que llamamos materia (Butler, 2008). Explica que postular una realidad material exterior a las formulaciones discursivas es algo que solo puede hacerse mediante una sentencia del discurso. Esto no implica negar la materialidad del mundo y de las cosas, sino entender que, en tanto concepto, lo que delimita se encuentra enraizado y recortado por el lenguaje. Por otro lado, este último tiene una innegable dimensión material que pocas veces se pone de relieve (Butler, 2008). Al tomar la materia y la naturaleza como dadas, las inmunizamos contra toda crítica a la vez que las investimos de autoridad:

La materialidad designa cierto efecto de poder, o más exactamente, es el poder en sus efectos formativos o constitutivos. En la medida en que el poder opere con éxito constituyendo el terreno de su objeto, un campo de inteligibilidad, como una ontología que se da por descontada, sus efectos materiales se consideran datos materiales o hechos primarios. Estas positividades materiales aparecen fuera del discurso y el poder como sus referentes indiscutibles, sus significados trascendentales. Pero esa aparición es precisamente el momento en el cual más se disimula y resulta más insidiosamente efectivo el régimen del poder/discurso. Cuando este efecto material se juzga como un punto de partida epistemológico, un sine qua non de cierta argumentación política, lo que se da es un movimiento de fundacionalismo epistemológico que, al aceptar este efecto constitutivo como un dato primario, entierra y enmascara efectivamente las relaciones de poder que lo constituyen. (Butler, 2008, p. 64)

Con todo, pareciera ser que estas consideraciones sobre la materialidad como punto de partida teórico son extensibles a las teorías del embodiment, y tanto más cuando despliegan sus herramientas teóricas para pensar el cadáver. Si bien estas teorías logran desbaratar las dualidades entre objeto/sujeto y mente/cuerpo, lo consiguen pagando el precio de tomar al cuerpo como un ente material dado y estable:

La objetividad no es una mirada desde la nada, sino desde todo lugar a partir del cual el cuerpo puede asumir su posición, y en relación con las perspectivas de «otros yo mismos» [other myselves]. Esta perspectiva no niega el carácter dado de los objetos. Tal como he resaltado a lo largo de este trabajo, el cuerpo se halla en el mundo desde el comienzo. Por lo tanto, sería incorrecto afirmar que la fenomenología contemporánea niega la existencia de una realidad objetiva irreductible. Por el contrario, la fenomenología sostiene la existencia de una realidad objetiva indeterminada. (Csordas, 1990, p. 38, traducción propia)

Autoras que trabajan sobre el cuerpo en el marco de los estudios sociales de la muerte tales como Elizabeth Hallam, Jenny Hockey y Glennys Howarth marcan lo problemático que resultan estos enfoques para pensar el cuerpo-cadáver: «Lo que sugerimos es que en vez de tratar al cuerpo como algo dado rotunda e inequívocamente, se pueden ampliar las miradas teóricas si se toman los “hechos de la muerte” biológicos y el cuerpo muerto como un punto de partida no absoluto» (Hallam, et al., 1999, p. 55). En estas teorías, el contrapunto entre percepción y experiencia, articula la corporalidad, ya sea por medio del habitus en Bourdieu o de lo pre-objetivo en Merlau-Ponty. El cuerpo y su corporalidad parten de una vivencia interna (el cuerpo vivido), que excluye toda posibilidad de clasificar al cadáver como cuerpo o como portador de una corporalidad. Csordas parte de una «realidad objetiva indeterminada» de manera parecida a la que las feministas de la segunda ola partían del sexo como dato mudo de la naturaleza. Ambos toman forma en la cultura, momento posterior y ontológicamente diferenciado en el que opera el desplazamiento hacia «lo social». Así, cuando tras la muerte se pierde cualquier rastro de vivencia interna ya no hay experiencia social; en su lugar, no hay más que un retorno a una materialidad informe.

La búsqueda de herramientas que permitan pensar el cuerpo-cadáver no puede dejar impensada la materialidad porque ella es la que da continuidad al cuerpo a través del umbral de muerte. La identidad y la corporalidad de la persona no desaparecen totalmente en este pasaje. Por ello necesitamos un marco teórico que permita pensar los procesos identitarios más allá del cuerpo vivo:

A diferencia de Shilling, sostenemos que el enfoque de la agencia corporizada [embodied agency] resulta insuficiente porque no logra dar cuenta de las formas en las que significado e identidad pueden separarse del cuerpo vivo. No obstante su importancia, este enfoque margina a aquellos miembros de la sociedad que si bien aún están vivos físicamente, se han muerto socialmente, y a aquellos que biológicamente han fallecido pero que, sin embargo, conservan una presencia social influyente en las vidas de los demás. (Hallam, Hockey & Howarth, 1999, p. vi, traducción propia)

Shilling parte de las perspectivas de Peter Berger, Anthony Giddens, Pierre Bourdieu y Norbert Elías para forjar su concepción sobre el cuerpo muerto. Si bien cada uno de ellos tiene sus singularidades, todos lo toman como una materialidad dada. Para Berger la presencia del cadáver confronta a las/os vivas/os con su propia muerte. Esta situación marginal revela las arbitrariedades de todas las construcciones corporales. Para Giddens el cadáver es un proyecto fallido que evidencia los límites de los seres humanos para dominar al cuerpo en última instancia. Para Bourdieu implica una pérdida del capital simbólico individual y deviene una amenaza para la propia identidad. Por último, para Elías representa la evidencia definitiva y trascendente del cuerpo biológico a pesar del proceso civilizatorio de socialización, individuación y racionalización (Hallam, Hockey & Howarth, 1999; Shilling, 1993). Las teorías que hacen del contrapunto socialización-individuo el eje explicativo de la corporalidad resultan insuficientes al momento de pensar el cuerpo muerto.

Palabras finales

El enmascaramiento es inevitable. Las dificultades comienzan cuando se pretende que la máscara sea transparente, sin aporías ni desplazamientos. Es lo que Butler llama el fundacionalismo epistemológico, un acto fundacional que esconde las relaciones de poder de su formación y se presenta a sí mismo como desde-siempre verdadero. No existe rostro natural porque, como nos dice Lévi-Strauss, el rostro solo es para y mediante el decorado. El cuerpo natural, presocial, prediscursivo y sin mediación tecnológica no existe más que como un acto violento de purificación en el discurso. Basta con pensar que todos los cuerpos están, desde la concepción, sujetos a las acciones sociales. Esto es lo que significa estar siempre-ya intervenido, devenir material y simbólicamente cuerpo y persona mediante la intervención simultánea en distintos planos (discursivo, cultural, orgánico, tecnológico, etc.). Ahora bien, el cuerpo muerto también está sujeto a intervenciones en todos estos planos y tiene una profusa vida social con variadas relaciones, muchas de las cuales están atravesadas por la cuestión identitaria. La pregunta crítica es cuáles son las diferencias y similitudes entre las intervenciones constitutivas entre vivos y muertos. Luego de haber visto cuál es el costo que debemos pagar por conceptualizar el cadáver como un cuerpo desocializado, preguntamos: ¿Cómo se construyen unas y otras corporalidades? ¿Es el concepto de identidad útil para pensar los sentidos que articulan las relaciones respecto al cuerpo muerto?

Sin que haya algo para lamentar, debemos admitir que una definición unívoca de cuerpo será siempre problemática. Necesitamos definiciones de otra índole. Lo que tenemos ante nosotros no es la verdad del cuerpo, sino perspectivas sobre ellos. En vez de preocuparnos por decir qué es cuerpo y qué no, debemos preguntarnos sobre cómo las personas ordenan su experiencia a partir de esquemas corporales impuestos, pero también reelaborados; sobre cómo se transforman a sí mismas y a otras a partir de tecnologías y artefactos que posibilitan estéticas plurales; sobre por qué ciertos cuerpos son valorados y ordenados jerárquicamente por ciertas instituciones sociales; sobre cómo el cuerpo puede ser simultáneamente una herramienta política de resistencia, una fuente de placer y un espacio social de producción de la subjetividad, pero también un espacio político de opresión, superficie de castigo y factor activo en la supresión de la identidad. Se trata, en definitiva, de hacer algo que la antropología sabe desde el principio: tomar la explicación que dan los actores sociales como aquello que debe ser explicado, es decir, tomar al cuerpo no como una realidad última e inequívoca, sino tratar de entender por qué fue la materialidad del cuerpo la que ocupó ese lugar de poder y autoridad, ese locus de verdad en el pensamiento moderno.

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Notas

1 Este artículo es producto de la investigación realizada en la Universidad de Buenos Aires, titulada «El cuerpo y lo muerto. El cadáver, la identidad y las intervenciones sobre los cuerpos en la práctica funeraria».
2 Cuerpo en inglés
3 Si bien existieron casos documentados de equívocos al momento de certificar la muerte, el problema de cómo diagnosticarla no aparece en la comunidad médica hasta entrada la década del sesenta. La falta de pulso y reanimación eran suficientes hasta el momento. Para un análisis en profundidad sobre cómo las nuevas tecnologías plantearon problemas sobre la definición de muerte ver Lock (2002). Para un enfoque desde los estudios sociales de la ciencia ver Brante & Hallberg (1991).
4 Aquí identidad refiere a la pertenencia clara a una categoría del sistema y no a su acepción psico-social.
5 El análisis que sigue deja de lado, por motivos de pertinencia, lo dicho por Lévi-Strauss sobre la estructura social Guaycurú. Seleccionamos de su propuesta aquellos elementos útiles al planteamiento teórico aquí desarrollado.
6 Se llama segunda ola al movimiento feminista que va desde fines de los sesenta hasta la década del ochenta. Su antecedente inmediato es el paradigma de la identidad de género que se consolida durante los cincuenta y sesenta. Para profundizar en estos aspectos recomendamos Haraway (1995).
7 No corresponde, por razones de espacio y pertinencia, explayarse en la teoría del sujeto de Judith Butler. Sin embargo, remitimos a las/os interesadas/os a El género en disputa (Butler, 2007).

Notas de autor

* Investigador del Proyecto UBACyT «Políticas, territorios y escrituras de la memoria. Saberes expertos, prácticas militantes y dispositivos testimoniales en las configuraciones epistemológicas del pasado recientes (1955.2017)», del Instituto de Geografía Romualdo Ardissone, Facultad de Filosofía y Letras. Integrante del Colectivo Antroposex, Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género, Facultad de Filosofía y letras, y estudiante de la maestría en Estudios interdisciplinarios de la subjetividad, Facultad de Filosofía y Letras, UBA.
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