Los animales ante la muerte del hombre: (tecno)biopoder y performances de la (des)domesticación1
Animals before the death of man: (techno)biopower and (de) domestication performances
Os animais perante a morte do homem: (tecno)biopoder e performances da (des)domesticação
Los animales ante la muerte del hombre: (tecno)biopoder y performances de la (des)domesticación1
Tabula Rasa, núm. 31, 2019
Universidad Colegio Mayor de Cundinamarca
Recepción: 28 Febrero 2019
Aprobación: 17 Abril 2019
Resumen: Este artículo tiene el objetivo de resituar la cuestión animal ante la decadencia del humanismo occidental. En un primer momento, se argumenta que el ideal de Hombre moderno-colonial guarda una relación directa con el despliegue del biopoder característico de las sociedades de normalización. Asimismo, se discute la transformación del biopoder en tecnobiopoder y de las sociedades de normalización en informáticas de la dominación. Este es un tránsito correlativo a la emergencia del transhumanismo. En un segundo momento, se presenta el lugar de los animales, en particular de los domésticos, en el contexto del despliegue del (tecno)biopoder. Allí se analiza la producción de dichos animales a través de dispositivos como las granjas industriales o ecológicas y en relación con los saberes veterinarios y zootécnicos. Finalmente, en contraste con la performance de la domesticación que acontece en el marco de tales dispositivos, se teoriza lo que podría ser una performance de desdomesticación capaz de retar al (trans)humanismo contemporáneo.
Palabras clave: domesticación, biopoder, transhumanismo, zootecnia.
Abstract: This article aims to resituate the animal issue before the decadence of Western humanism. Firstly, we argue that the ideal of modern-colonial Man keeps direct relation to the deployment of biopower, characterizing normalization societies. Likewise, we discuss the turning of biopower into technobiopower, and of normalization societies into an informatics of domination. This shift is correlated to the emergence of transhumanism. Secondly, the place of animals, particularly domestic animals, is presented in the context of the deployment of (techno)biopower. Animal farming is analyzed through devices such as industrial or ecological farms, and in relation to veterinary and zootechnical knowledge. Finally, in contraposition to domestication performance taking place within the framework of those devices, we theorize on what could be a de-domestication performance capable of challenging contemporary (trans)humanism.
Keywords: domestication, biopower, transhumanism, zootechnics.
Resumo: Este artigo pretende ressituar a questão dos animais diante do declínio do humanismo ocidental. Inicialmente, argumenta-se que o ideal do homem moderno-colonial tem relação direta com a implantação do biopoder característico das sociedades de normalização. Do mesmo modo, discute-se a transformação do biopoder em tecnobiopoder e das sociedades de normalização em sociedades informáticas da dominação. Este é um trânsito correlativo ao surgimento do transhumanismo. Em um segundo momento do artigo, o lugar dos animais, em particular dos domésticos, é apresentado no contexto da implantação do (tecno) biopoder. Analisa-se, especificamente, a produção desses animais mediante dispositivos como as criações industriais ou ecológicas, e em relação com os conhecimentos veterinário e zootécnico. Finalmente, em contraste com a performance da domesticação que ocorre dentro da estrutura de tais dispositivos, teoriza-se o que poderia ser uma performance de desdomesticação capaz de desafiar o (trans)humanismo contemporâneo.
Palavras-chave: domesticação, biopoder, transhumanismo, zootecnia.
(Tecno)biopoder: del humanismo moderno al transhumanismo
De acuerdo con Michel Foucault (1997, 2007), la biopolítica puede definirse como una tecnología política que se constituye entre los siglos XVIII y XIX. Se trata, fundamentalmente, de una tecnología orientada a regular y gobernar poblaciones enteras en lo que respecta, principalmente, a sus fenómenos vitales: nacimiento, vejez, invalidez, higiene, mortalidad, etc. Podría decirse, en síntesis, que la biopolítica o biorregulación hace vivir a las poblaciones humanas a través de la regulación de procesos que estas comparten con (otros) animales y demás vivientes. Por otro lado, esta tecnología se encuentra fuertemente articulada con la anatomopolítica o tecnología disciplinaria (organodisciplina), la cual se constituyó entre los siglos XVII y XVIII y tiene como propósito el gobierno de los cuerpos individuales en espacios cerrados, llamados, en sentido estricto, «instituciones disciplinarias»: escuelas, cuarteles, fábricas, hospitales, etcétera. Aunque, en ocasiones, el concepto de biopolítica fue empleado por Foucault para hacer alusión a la articulación de ambas tecnologías, y no a una sola de ellas, podría afirmarse que es, especialmente, el concepto de biopoder el que posibilita comprender dicho cofuncionamiento. Así, el biopoder no es otra cosa que el poder desplegado sobre cuerpos individuales y colectivos, y sobre el ambiente mismo, con el objetivo de gobernar la vida humana entera y asegurar su uso, como fuerza de trabajo productiva, en el marco de los regímenes capitalistas. El biopoder, siempre asociado con el Estado, sus instituciones y las instituciones y dinámicas privadas reguladas por este, es la forma de poder característica de lo que Foucault denominó «sociedades de normalización»:
(…) la sociedad de normalización no es, entonces, una especie de sociedad disciplinaria generalizada cuyas instituciones disciplinarias se habrían multiplicado como un enjambre para cubrir finalmente todo el espacio; ésta no es más, creo, que una primera interpretación, e insuficiente, de la idea de sociedad de normalización. La sociedad de normalización es una sociedad donde se cruzan, según una articulación ortogonal, la norma de la disciplina y la norma de la regulación [biopolítica]. Decir que el poder, en el siglo XIX, tomó posesión de la vida, decir al menos que se hizo cargo de la vida, es decir que llegó a cubrir toda la superficie que se extiende desde lo orgánico hasta lo biológico, desde el cuerpo hasta la población, gracias al doble juego de las tecnologías de disciplina, por una parte, y las tecnologías de regulación [biopolítica], por la otra. Estamos, por lo tanto, en un poder que se hizo cargo del cuerpo y de la vida o que, si lo prefieren, tomó a su cargo la vida en general, con el polo del cuerpo y el polo de la población. (Foucault, 1997, p. 229)
Las reflexiones en torno al biopoder han sido de suma importancia para los estudios posthumanistas, ya que estos conciben a los seres humanos como seres vivientes y no meramente racionales o culturales. Diversos autores contemporáneos (Wolfe, 2012; Agamben, 2006) afines a este campo de estudio han mostrado cómo el biopoder es el responsable de la transformación de los «animales humanos» en «verdaderos» seres humanos, a través de su paso por dispositivos concretos y en relación con diversas políticas públicas y marcos reguladores estatales (programas de vacunación, higiene y medicación, escuelas, hospitales, etc.). Al mismo tiempo, el biopoder intenta reintegrar o deja morir «animales humanos» que, dada su «irracionalidad» o debido a su «comportamiento anormal», fracasan en llegar a ser ciudadanos productivos, a saber, humanos stricto sensu. Aquí, dispositivos como los hospitales mentales o las cárceles, y lo que Foucault denominó «racismo de Estado», son cruciales. El racismo de Estado puede ser definido como una operación mediante la cual se dibujan, al interior del continuum vital humano, líneas divisorias entre las vidas que merecen ser cuidadas y vividas, y aquellas que no: «¿Qué es el racismo? En primer lugar, el medio de introducir por fin un corte en el ámbito de la vida que el poder tomó a su cargo: el corte entre lo que debe vivir y lo que debe morir» (Foucault, 1997, p. 230). Para este propósito, resulta importante establecer reglas corporales y comportamentales que se presumen empíricas. Al hacerlo, es posible distinguir entre existencias apropiadas, es decir, adaptadas a la norma, y existencias inapropiadas o a-normales. Estas últimas son consideradas, incluso, no solo como un lastre, sino como un verdadero peligro para el progreso o desarrollo adecuado de la especie humana: «La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o el anormal), es lo que va a hacer que la vida en general sea más sana; más sana y más pura» (Foucault, 1997, p. 231). Ciertamente, las modernas ciencias humanas son aliadas indiscutibles de las ciencias naturales y del mercado capitalista al momento de generar ideales normativos o estándares de belleza, inteligencia, salud, habilidad, etc. Aquello que constituye una salud óptima, el real equilibrio mental o una sociedad no corrupta o corrompida (degenerada) da cuenta de esto.
Por su parte, Donna Haraway (1995, 2004) afirma que el biopoder se ha convertido hoy en tecnobiopoder, y que las sociedades de normalización han sido absorbidas o «tecnodigeridas» por las complejas «informáticas de la dominación». Esta tesis permite avanzar un poco más allá de la conceptualización foucaultiana. En primer lugar, la teorización de lo que Haraway llama informáticas de la dominación nos ayuda a entender que, actualmente, la realidad entera puede ser concebida como información, a saber, permanentemente codificada y descodificada, abierta a la interpretación, y, en ese proceso, se redefinen continuamente los límites entre la vida y la muerte. Solo los sistemas vivos que logran superar el «estrés», es decir, la interrupción en la comunicación que no les permite intercambiar de manera adecuada información con su entorno, son los sistemas que prevalecen:
La operación clave es la determinación de tasas, de direcciones y de probabilidades de fluido de una cantidad llamada información. El mundo está subdividido por fronteras diferentemente permeables a la información. Esta es esa especie de elemento cuantificable (unidad, base de unidad) que permite la traducción universal y, por lo tanto, un poder instrumental sin estorbos (llamado comunicación eficaz). La amenaza mayor a tal poder es la interrupción de la comunicación. Cualquier ruptura del sistema es una función del estrés (…) El organismo ha sido traducido a problemas de codificación genética y de lectura. (Haraway, 1995, p. 280)
En otras palabras, no solo la vida humana y sus ambientes son objeto de regulación, sino también los (demás) animales, chips, genes, virus, plantas, etcétera. Cualquier ente puede ser descompuesto en su «base de unidad» o unidad básica que, justamente, no constituye nada unitario, sino que se define como pura información a la espera de ser reinterpretada o releída. Cada vez que ingerimos una píldora, nuestro cuerpo, en tanto sistema vivo, intercambia información con otros organismos previamente descodificados y recodificados a nivel químico, molecular. Algo similar puede afirmarse respecto a la descodificación y recodificación de la energía y su uso armamentístico (bomba atómica). El tecnobiopoder tiene lugar en la construcción de mundos complejos, donde participan y se co-constituyen humanos y no humanos, y está dotado de la capacidad de redistribuir/redefinir continuamente las oportunidades de vida y muerte de los involucrados. En consecuencia, Haraway abre espacio para abordar a los animales mismos y su relación con los seres humanos, más allá de contemplar el mero problema de la «animalidad humana». En segundo lugar, la genealogía feminista de esta autora nos ayuda a entender que el tecnobiopoder es desplegado a favor de un ideal de humanidad que resulta, indisociablemente, masculino y posesivo, incluso en una época en la que, en ciertos sentidos, las fronteras entre lo humano y lo no humano tienden a borrarse. De hecho, Rosi Braidotti (2009, 2013), filósofa feminista afín al trabajo de Haraway, asevera que las informáticas de la dominación privilegian sistemáticamente a los sujetos masculinos posesivos o, según sus propios términos, calculadores. Estos sujetos se encuentran continuamente preocupados por educarse a sí mismos, conservarse jóvenes, saludables y bellos, en suma, por no quedarse rezagados en la competencia hacia una vida mejor. El despliegue del tecnobiopoder exige que los «animales humanos» estén siendo permanentemente codificados, descodificados y recodificados con la ayuda de fragmentos de plantas, máquinas, elementos inorgánicos y de otros animales, esto no solo con el fin de superar su estadio de «animalidad», sino de superarse continuamente a sí mismos en tanto humanos. Más aún, lo anterior da lugar a uno de los sentidos que la figura del cyborg tiene en el trabajo de Haraway: «La biopolítica2 de Michel Foucault es una fláccida premonición de la política del cyborg, un campo muy abierto» (1995, p. 254). En síntesis, los humanos buscan ser más que «animales humanos», y siempre más que ellos mismos, a través de su continuo mejoramiento (enhancement) psíquico, robótico y biomédico. El extenso mercado contemporáneo de píldoras, productos de higiene/belleza, manuales de autoayuda y extensiones maquínicas de todo tipo, comenzando por los celulares, está directamente relacionado con este tema.
El famoso dictum foucaultiano de la muerte del Hombre tiene muchos significados en dicho contexto. En un sentido general, la muerte del Hombre es el nombre que reciben las consecuencias de los análisis filosóficos, sociológicos y psicoanalíticos que posibilitan entender la acción humana de una manera no intencional o voluntarista. En un sentido más preciso, la muerte del Hombre remite a la decadencia del modelo occidental de humanidad (masculino, blanco y posesivo) que ha caracterizado a las sociedades de normalización. En obras como las de Louis Althusser y Michel Foucault el punto de partida es una suerte de anti-humanismo metodológico, ligado al primer sentido de la muerte del Hombre, desde el cual se lleva a cabo una crítica del Hombre en tanto ideal regulador (segundo sentido). Ideal fundamental para explicar el trazado de fronteras entre las existencias normales y las anormales, así como entre las existencias «primitivas» o «no desarrolladas» y las propiamente «civilizadas». A este último respecto son cruciales las investigaciones que remarcan el nexo entre modernidad y colonialidad (Escobar, 2003). En otras palabras, el Hombre sería el ideal normativo o regulador de las occidentales sociedades de normalización. Sin embargo, en la era de las informáticas de la dominación muchas personas se preguntan si quizás la muerte del Hombre es un hecho ya consumado. Mi hipótesis aquí es que, hoy, las fronteras entre lo humano y lo no humano se han vuelto difusas, pero no para eliminar lo humano, sino para reconstruirlo en un modo que podríamos llamar transhumano o hiperhumano. El hiper o transhumanismo constituye algo más que una simple ideología o especulación científica, es el nombre perfecto para los actuales sujetos calculadores que buscan su continuo mejoramiento (enhancement) a través de chips, píldoras, genes, etcétera. En suma, el humano del transhumanismo es el nuevo ideal normativo dibujado por el tecnobiopoder en el contexto de las informáticas de la dominación.
La decadencia del humanismo occidental hegemónico, a partir de la insurrección de sus Otros históricos (mujeres, niños, pobres, dementes, enfermos, indígenas [y no blancos en general], animales y la naturaleza misma), ha producido como respuesta una hiperbolización del Hombre, dejando como resultado una suerte de hiper o transhumanismo que incluso llega a presentarse como compatible con ciertos feminismos, ecologismos, animalismos, multiculturalismos, etc. Los análisis dominantes en la literatura académica en torno al transhumanismo (Diéguez, 2017; Hottois, 2016) tienden a mostrarlo como una suerte de ideología, formalmente establecida y con paladines puntuales, que defiende el perfeccionamiento voluntario de lo humano a través de la biomedicina y la robótica. Los transhumanistas incluso llegan a tener la pretensión de solucionar problemas morales y comportamentales a partir de la alteración física de los cuerpos humanos. Esta corriente suele, además, apelar a que el ser humano es un ser inherentemente artefactual, es decir, cuya naturaleza es el cambio mismo, y, por ende, arguye que no habría nada de reprochable en llegar a modificar nuestras propias condiciones corporales a tal punto que se produjera otra especie; una especie, en sentido estricto, diferente a la humana. Ahora bien, los transhumanistas, en la medida en que tienden a ser (neo)liberales, distinguen sus propuestas políticas de las políticas eugenésicas que tanto han marcado a las moderno-coloniales sociedades de normalización. Para ellos el transhumanismo no debe ser entendido como una política de Estado orientada al mejoramiento y la purificación racial, sino como la voluntaria e informada decisión que cada cual tiene, independientemente de su sexo, raza o procedencia, y en un contexto de libre mercado, de perfeccionarse a sí mismo y escoger el mejor camino de perfeccionamiento para su descendencia.
Por supuesto, estos son temas polémicos y atractivos, con los que no se cansa de jugar el cine de ciencia ficción contemporáneo, pero, en contraste con el sentimiento de diferencia epocal que nos puede hacer sentir la ciencia ficción, o en contraste con las elucubraciones proyectivas asociadas a los paladines del transhumanismo, es posible asumir que este último describe lo suficientemente bien el comportamiento que se supone ideal para los humanos contemporáneos (hiper o transhumanos). En su curso de 1975-1976, titulado Defender la sociedad, Foucault apunta que las sociedades de normalización fueron posibles a través de la incorporación estatal de ciertos patrones evolutivos darwinianos en el ejercicio de poder. Más allá de Darwin mismo, su teoría evolutiva proveyó una suerte de principios destinados a darle forma a la vida sobre la tierra, a saber: 1) una concepción de la naturaleza como cambiante y susceptible de ser intervenida y modificada; 2) la extinción de los menos aptos; 3) la competencia y la lucha por la adaptación y la supervivencia; 4) las taxonomías jerárquicas; y 5) la evolución lineal tendiente al progreso. Teniendo en cuenta estos principios, el Estado y sus instituciones públicas y privadas establecieron qué vidas merecen ser cuidadas y cuáles deben ser reconducidas a la norma, muertas o dejadas morir. Mi planteamiento es que, en la época de las globales informáticas de la dominación, los cinco principios de la teoría evolutiva darwiniana se encuentran funcionando aún; no obstante, el discurso de la biología evolutiva se ha articulado con los de la teoría de sistemas y la cibernética (Maturana & Varela, 2003; Bertalanffy, 1980). En consecuencia, el sujeto transhumano, que busca su permanente mejoramiento (enhancement), puede concebirse como un complejo sistema abierto en incesante adaptación a su entorno caótico. Los transhumanos constituyen sistemas híbridos que hacen parte de sistemas tecno-socio-naturales más amplios y que constantemente se alimentan de estos, los descodifican y reinterpretan. Adicionalmente, son considerados sistemas auto-organizados y autopoiéticos; son nodos de información que intercambian información y se crean a sí mismos mediante este proceso. Si en las sociedades de normalización los sujetos se debían adaptar a una norma supuestamente empírica, los transhumanos de las informáticas de la dominación son los creadores activos de sus propios ideales normativos. Cada transhumano es un pequeño científico jugando a ser Dios. Esto demanda una sociedad de la información donde las antiguas fronteras entre expertos e ignorantes se tienden a difuminar3 . Los transhumanos alteran su propia naturaleza; su naturaleza es su cultura, y viceversa. Así, proliferan ideales de belleza, salud, inteligencia, etcétera. Sin embargo, a pesar de los cambios, el ideal normativo que es el sujeto occidental (posesivo o calculador) continúa ocupando el centro. Tras la aparente muerte del Hombre, el Hombre sigue vivo y goza de buena salud. Él habita cada pretendido transhumano sobre la Tierra.
Performances de la (des)domesticación
Aunque las conceptualizaciones de Foucault y autoras como Haraway y Braidotti resultan bastante estimulantes, sus análisis no nos dejan aproximarnos adecuadamente, en concreto, a las vidas de los animales no humanos. Por ejemplo, el biopoder foucaultiano es un poder desplegado sobre los animales no humanos indirectamente, solo como parte de los ambientes humanos. Foucault nunca se interesó por los animales no humanos; no obstante, sus análisis del funcionamiento de las sociedades de normalización pueden ser extendidos a estos. El biopoder no solamente serpentea y compone dispositivos como los hospitales, las prisiones y las fábricas, sino que también se ejerce en mataderos, granjas, zoológicos y laboratorios. Derrida (2008, 2010, & Roudinesco, 2009) ha mostrado que la era de las sociedades de normalización es también la de la construcción de dispositivos como los zoológicos para la mirada científica de los animales no humanos. Las similitudes entre los hospitales mentales, las prisiones y los zoológicos no son nada casuales: «los límites que los poderes (...) –de todo tipo, político, policial, económico, psiquiátrico, etcétera– pretenden asignar a los desplazamientos tanto de los animales en el jardín zoológico como de los enfermos en el hospital psiquiátrico, son límites supuestamente asignados a seres vivos irresponsables, a simples máquinas reaccionales» (Derrida, 2010, p. 353). De otro lado, aunque Haraway y Braidotti hablan de los animales no humanos como objetos del (tecno)biopoder, prácticamente no estudian ni se interesan por los diversos dispositivos (de normalización) a través de los cuales dichos animales no humanos son producidos.
Es posible afirmar que existen tres grandes dispositivos modernos de producción animal: 1) las granjas industriales o tecnificadas y sus mataderos; 2) los bioterios o laboratorios de experimentación animal; y 3) los zoológicos. Cada dispositivo tiene la finalidad de maximizar la utilidad de los cuerpos animales desde la perspectiva del Hombre. No se trata de potenciar las vidas de los animales mismos, sino esas vidas en relación con la satisfacción de necesidades humanas incesantemente producidas. Podría decirse que hay, por lo menos, tres grandes necesidades en juego: alimentación, salud/belleza y conocimiento científico. Al mismo tiempo, estos dispositivos están atravesados por una plétora de discursos que crean sus propios objetos: la biología, la medicina veterinaria, la zootecnia, la nutrición, etcétera. Finalmente, los dispositivos, en tanto amalgamas de técnicas, espacios concretos y formas de saber, producen animales específicos: las granjas industriales o tecnificadas producen al «animal doméstico»; los laboratorios de experimentación animal o bioterios producen al «animal de laboratorio»; y por último, los zoológicos producen los «animales salvajes»4 . En términos teóricos, se han realizado muy pocos intentos de hacer la historia de estos animales y sus dispositivos correspondientes.
Con el objetivo de avanzar en esta tarea, es necesario presentar los rasgos centrales del discurso de la domesticación. Este discurso es esencial para la construcción de los modernos mataderos y de las granjas industriales o tecnificadas. De hecho, se trata de un discurso que participa en la producción semiótico-material de los llamados animales domésticos. En la gran mayoría de manuales de zootecnia, disciplina también conocida como producción animal o animal science y componente central de la medicina veterinaria (aun cuando exista como saber formalmente independiente), los animales domésticos aparecen en tanto seres cuyas vidas enteras solo tienen sentido en relación (de sometimiento) con el Hombre. Está bastante extendida la idea de que los llamados animales domésticos constituyen una suerte de «esclavos ontológicos»5 . Estos son presentados, en primera instancia, como el producto evolutivo de la relación simbiótica con los humanos; empero, se trata de una «simbiosis» donde el animal doméstico entrega su vida entera para la satisfacción de las necesidades humanas, mientras que lo único que el ser humano provee es vigilancia y control. Así, la domesticación es a menudo descrita como un proceso evolutivo en el cual el ser humano ha sido capaz de penetrar y manipular la «naturaleza salvaje» para la satisfacción de sus propios deseos y necesidades. Es en ese sentido que los manuales de zootecnia aluden al «ganado de carne», al «ganado de leche», a las «gallinas ponedoras», etcétera. En otros términos, una función concreta termina por definir totalmente a los llamados animales domésticos, en particular a través del concepto de raza.
Actualmente es bien sabido, en el ámbito de las ciencias sociales y humanas, que el concepto de raza se encuentra profundamente desacreditado, ya que se asume que la especie humana constituye una única realidad biológica, aunque se exprese en diversas configuraciones culturales y fenotípicas. Por otra parte, las corrientes posthumanistas han contribuido a poner en duda, incluso, lo humano mismo, es decir, lo humano en tanto ser biológico unitario y la diferencia de este con sus múltiples expresiones culturales. Haraway, por ejemplo, es conocida por afirmar que lo humano constituye, en su heterogeneidad, un producto histórico de singulares arreglos semiótico-materiales generados en lo que ella llama «aparatos de producción corporal». Ahora bien, pese a que el concepto de raza haya recibido numerosos cuestionamientos, tanto desde enfoques neohumanistas como desde las perspectivas posthumanistas, parece permanecer muy poco examinado en lo que respecta a los animales no humanos. Una lectura transversal de manuales de medicina veterinaria y zootecnia nos muestra claramente que, incluso en el campo de la biología misma en tanto disciplina, la raza ha caído en desuso, así como otros conceptos clásicos (por ejemplo, el de instinto). No obstante, los manuales siguen defendiendo la necesidad de racializar a los animales, específicamente a los llamados domésticos, en la medida en que dicha operación resulta útil en términos de perfilar productivamente los diferentes cuerpos. En dos manuales de zootecnia puede leerse lo siguiente: «Las distinciones que apreciamos pueden ser caracteres superficiales o de otros (sic) con una importancia fundamental para el productor o para el consumidor» (Cole & Ronning, 1980, p. 286); «La importancia relativa de tales razas varía según sean las necesidades económicas y los dictados de la moda, aunque se ha intentado incluir aquellas razas que el ganadero puede identificar» (King, 1981, p. 1).
En síntesis, los médicos veterinarios y zootecnistas saben muy bien que la raza es un producto histórico e interesado, pero la conservan justamente por eso, por lo valiosa que es al momento de aprehender los diferentes cuerpos animales en relación con su utilidad. La raza es lo que les permite saber si, por ejemplo, una vaca es «de carne» o «de leche», o si una gallina es «ponedora». Así, lo que la raza hace es atar funciones específicas a cuerpos concretos; fijarlos para la continua satisfacción del Hombre. Tenemos, pues, el cuadro completo: los animales domésticos son «esclavos ontológicos», se definen en relación con las necesidades y los deseos humanos, y sus funciones específicas las conocemos a través de las diversas razas y subrazas que reportan utilidades mucho más concretas. Uno de los grandes mitos de la domesticación, el cual aparece en los manuales de zootecnia, es el de la transformación del lobo en perro. De acuerdo con este mito, el ser humano primitivo transformó al lobo en perro tras retar la autoridad masculina del jefe de la manada de lobos y, a paso seguido, matar a la loba y robarle sus lobeznos. Con el tiempo, los lobeznos se llegaron a integrar subordinadamente a la familia humana como «animales de compañía» o «mascotas»: la función «compañía» se convirtió en ontológica y dio lugar a los perros:
El padre mató una loba, así pudo haber sido, y trajo a casa a los jóvenes lobeznos que agradaron a los niños y posiblemente a la madre, y así los cachorros de lobo fueron conservados para ser criados en el campamento. De esta manera, los cachorros de lobo, que hallaron amistad en este grupo, aprendieron a acomodarse dentro de la familia humana y a someterse al hombre, en sustitución del lobo jefe de la manada. Los más salvajes huyeron; los más amansados se quedaron y se movieron con el hombre, viviendo con los despojos de la caza, cazando pequeños animales por sí mismos, criando sus cachorros en el campamento y llegando a ser perros. (Cole & Ronning, 1980, p. 8)
De este modo, según el mito, el primer animal doméstico en la historia se define por su función (de compañía) y es el producto de un acto «divino» de creación masculina. La domesticación es una rara clase de simbiosis, ya que en esta es el ser humano el único que se presenta como realmente activo. El mito de la domesticación convierte al ser humano (masculino) en un pequeño Dios que crea vida solo, con el objetivo de satisfacer sus propios deseos y necesidades. A su vez, la moderna zootecnia afirma, primero explícitamente y luego de manera soterrada, que existe una relación proporcional entre domesticación y civilización. De acuerdo con este discurso, una cultura civilizada es aquella que domestica a los animales, y a mayor desarrollo de la civilización mayor domesticación, por lo que proliferan diferentes tipos de razas y subrazas según las eventuales necesidades humanas. Esta es la razón por la que la acelerada y diversificada producción animal es percibida como todo un signo de progreso. Las comunidades indígenas que establecen, en ciertos contextos, relaciones mucho más libres, y quizás un poco más peligrosas, con los animales no humanos son comprendidas como comunidades no civilizadas. Solo los pueblos «salvajes» mantienen relaciones «salvajes» con sus animales, o de mera doma, los demás, los civilizados, le apuestan a la domesticación y, en el límite, es decir, en el mayor grado civilizatorio, le apuestan a la creación científica, zootécnica, que permite la proliferación de razas y subrazas adecuadas a todo tipo de fines, desde, por ejemplo, la producción de huevos con vitaminas para el mejoramiento de la salud humana hasta huevos «orgánicos», dependiendo de la inclinación del consumidor. Por supuesto, la zootecnia, de acuerdo con la historia narrada por la propia disciplina, se desarrolló plenamente en Europa y luego se extendió a los pueblos «no civilizados» o «no desarrollados». Esta disciplina, sin lugar a dudas, articula su discurso con el discurso eurocéntrico de lo que Enrique Dussel (1992, 2000) ha denominado el mito de la modernidad, la supremacía cultural y la falacia desarrollista. De hecho, en un antiguo manual de zootecnia se puede leer:
Los negros tampoco han domesticado un solo animal por iniciativa propia. Esta falta de originalidad es más llamativa si se considera que tienen a su alcance bestias que, como el antílope Oreas Kanna, parecen creadas ex profeso para la domesticación. Dondequiera que vemos animales domesticados en poder de negros o negroides, los recibieron éstos de los etíopes, antigua raza camítica colonizadora del norte de África. De la que también recibieron sangre, a juzgar por los caracteres de su cuerpo. Otro grado de cultura, más inferior aún, es el de pueblos que sólo disponen de unas pocas especies animales. (...) Con el desarrollo de la cultura de los pueblos, no sólo aumenta el número de las especies domesticadas por el hombre, sino que, dentro de cada especie, se producen diversos tipos y formas que se distinguen como razas y subrazas, las cuales, por ser mucho más especializadas, resultan particularmente apropiadas para los diversos fines del hombre. Semejante desarrollo de la Zootecnia, se observa hoy en todos los pueblos muy civilizados. (Adametz, 1943, pp. 2-3)
En otro manual encontramos la siguiente afirmación:
Además de utilizar a los animales como fuente segura de alimentos y vestido, el hombre –ser ingenioso– pronto empezó a usarlos con fines de carga y tracción. Además, mediante la selección y el apareamiento controlado obtuvo mejores tipos para satisfacer determinadas necesidades. (...) A partir del momento en que fueron domesticados, su crianza constituyó un claro indicio de la superioridad de una tribu sobre otra. Por otra parte, los países ganaderos se caracterizaron siempre por el desarrollo de sus civilizaciones y su poderío. [...] Se cree que los bovinos, porcinos, ovinos y caprinos fueron llevados por primera vez a las Indias Occidentales por Cristóbal Colón en su segundo viaje, en 1493. Cortés transportó vacunos, caballos y ovinos a Méjico en 1519; mientras que los cerdos y los caballos fueron introducidos en lo que hoy es el territorio de Estados Unidos por Hernando de Soto, en 1539. (Ensminger, 1976, p. 2)
En este contexto, los animales domésticos son considerados como cuerpos al servicio del mercado y del Estado. Las vidas de los animales son subordinadas a los mandatos del llamado Progreso. Resulta extraño que Foucault, conocido por su anti-humanismo metodológico y su crítica del Hombre moderno, nunca llegara a interesarse por la producción animal ni por la relación de esta con saberes como la zootecnia y espacios específicos como las granjas y los mataderos. Sea como fuere, el biopoder, entendido como un diagrama de poder (Deleuze, 2014) que integra las tecnologías anatomopolítica y biopolítica, deviene esencial para la comprensión de las vidas de los animales hoy. Este análisis también nos ayuda a entender cómo las llamadas granjas ecológicas son compatibles con la transformación global del biopoder en tecnobiopoder. Las llamadas granjas ecológicas no han reemplazado a las modernas granjas tecnificadas o industriales, por el contrario, estas granjas se encargan de producir un nuevo tipo de animal, a saber, el «animal orgánico» o «feliz» (de ahí los denominados «huevos de gallina feliz»), para lo que es esencial un nuevo flujo discursivo ligado a un saber bioético/ecológico que propende por el «bienestar animal», el cual siempre se ha encontrado, aunque de otras maneras, en el corazón mismo de la zootecnia. En ese sentido, los transhumanos contemporáneos cuentan con un conjunto de alimentos que mejoran su salud, belleza y bienestar, a la vez que tranquiliza sus conciencias ante las denuncias de hiperexplotación llevadas a cabo por organizaciones animalistas. Las prácticas de las llamadas granjas ecológicas no ponen en duda el discurso de la domesticación, pues los animales domésticos continúan siendo caracterizados, ontológicamente, a partir de los deseos y las necesidades humanas. En síntesis, las granjas ecológicas configuran líneas de mercado adicionales que no cuestionan el núcleo de la dominación animal. Así lo muestra de modo magistral la reciente película paródica y realista-especulativa Okja (Joon-ho, 2017).
En este punto se torna imprescindible llevar a cabo una breve reflexión metodológica. En primer lugar, podría asegurarse que el conjunto de técnicas, saberes, cuerpos y espacios que constituyen dispositivos como las granjas, sean ecológicas o industriales, configura activamente un orden tecno-bio-físico-social que continuamente re/ produce la dominación animal. Este orden, al que podríamos denominar «especismo antropocéntrico», también está conformado por otros dispositivos, como lo son los zoológicos, los bioterios, los circos, etc. (Ávila, 2013, 2014, 2016, 2017). Así, el concepto de especismo que está aquí en juego se aleja de su teorización tradicional como abstracta «discriminación basada en la especie» (Horta, 2008); a su vez, el especismo así entendido posibilita comprender su cofuncionamiento con los órdenes capitalista, patriarcal y colonial que hoy se encuentran en un momento de crisis/recomposición, al igual que los mecanismos disciplinarios o de normalización que los integran. En este escenario, los ideales normativos, empezando por el ideal de Hombre, pero también los de «animal doméstico», «animal salvaje», «animal asilvestrado», junto con las diversas razas y subrazas, son lugares vacíos. En otras palabras, los ideales normativos son el producto fetichizado o abstraído de una serie de actos realizativos o performativos que obtienen su fuerza a partir de su repetición ritualizada (Butler, 2002; Haraway, 2003; Barad, 2007).
En el caso de los llamados animales domésticos, sus cuerpos sufren modificaciones en relación con los comportamientos repetitivos inducidos por los dispositivos respectivos, es decir, debido a las cercas, los bebederos, el despique, la medicación, etc., todo esto en relación con un flujo de saberes (veterinarios, zootécnicos, administrativos, nutricionales) que, asimismo, les dan forma a los animales en cuestión. Esos continuos haceres o actos performativos son abstraídos y se genera una inversión: ya no se trata de un animal semiótico-materialmente producido, sino de un animal naturalizado/normalizado (de tal o cual raza, para tal o cual propósito) que simplemente habita la granja y es el objeto externo de unos saberes expertos. En contraste con dicha tendencia fetichizante, este trabajo asume que no existen animales domésticos anteriores a los saberes, las técnicas y los espacios. Por el contrario, los llamados animales domésticos son el producto parcial de la repetición performativa ritualizada y semiótico-material asociada a la circulación de saberes, técnicas y espacios específicos. A esto lo denominaremos performance de la domesticación. Ahora bien, cabe precisar que el animal llamado doméstico nunca se corresponde con el ideal normativo al cual se lo pretende adaptar; su cuerpo controvierte sin cesar el (tecno)biopoder a través de fugas y alteraciones subversivas en la repetición.
Así, en contraste con la performance de la domesticación, es posible vislumbrar una lógica alternativa. Algunos santuarios animales nos ofrecen valiosas pistas de relaciones entre humanos y (otros) animales que retan el discurso de la domesticación ligado al (tecno)biopoder contemporáneo. Estos santuarios representan alternativas tanto a las granjas industriales o tecnificadas como a las llamadas granjas ecológicas. En los santuarios, los antiguos «animales domésticos» no son esclavos ontológicos, no son definidos, ontológicamente, en relación con los deseos y las necesidades de los (trans)humanos. Por ejemplo, en el Santuario Gaia6 , ubicado en España, pero con soporte económico mundial, Ismael y Coque, dos antiguos veterinarios tradicionales, les realizan fisioterapias a animales como cabras y cerdos, co-existen con ellos diariamente y tratan de conocer/respetar la singularidad psico-corporal de cada uno. En suma, en el Santuario Gaia podemos observar nuevos ensamblajes entre humanos, (otros) animales y máquinas, que incluyen, por ejemplo, sillas de ruedas para cabras o gallinas. La experiencia de Ismael y Coque, dos hombres que además son pareja, nos muestra que los cuerpos de los animales llamados domésticos pueden funcionar y conquistar alegrías más allá de lo que los saberes veterinarios y zootécnicos dominantes decretan. Ismael y Coque son capaces de emplear su conocimiento veterinario contra la veterinaria misma, de operar una alteración en la repetición ritualizada por el ejercicio habitual de la medicina veterinaria, ciencia que, como hemos visto, se encuentra fuertemente comprometida con la dominación animal en la actualidad.
De este modo, la experiencia del Santuario Gaia no es una experiencia pura, no constituye un afuera absoluto respecto al (tecno)biopoder, pero, jugando a través de las resistencias inmanentes a sus mismas técnicas, sujetos, objetos y discursos, posibilita vislumbrar modos de ser o existir más que humanos, posthumanos. El Santuario Gaia se mantiene exclusivamente con donaciones y trabajo voluntario7 porque su labor no resulta útil, productiva, ni para el Estado ni para el mercado: los animales no humanos que habitan el santuario han sido previamente desechados por las granjas industriales o tecnificadas y ecológicas, ya sea porque se encuentran enfermos o porque sus cuerpos no se adaptan a los requerimientos necesarios para extraer de ellos alguna utilidad. Las confrontaciones con las biopolíticas, en particular las de «salubridad pública», y con la veterinaria hegemónica son usuales, dado que, por ejemplo, según el régimen regulatorio vigente, el sacrificio de animales incluso saludables, ante una amenaza de enfermedad, es obligatorio. El (tecno)biopoder es un poder que solo protege a quienes se acercan al ideal occidental de (trans)humanidad, mientras que deja o hace morir, o solo conserva utilitariamente en relación con los deseos y las necesidades de los (trans)humanos, a quienes se acercan a la animalidad o la ocupan. En conclusión, es posible afirmar que en lugares como Gaia acontecen verdaderos performances de desdomesticación; allí atendemos a la configuración de nuevos dispositivos donde humanos, máquinas y animales devienen algo más juntos. Ante la decadencia o la anunciada muerte del Hombre, la alternativa no es el transhumanismo, opción que solo confirma la buena salud del humanismo tradicional, sino una suerte de posthumanidad y postanimalidad allende las dinámicas de la domesticación tal y como son comprendidas actualmente.
Referencias
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Notas
Notas de autor